El
Banquete Llanero I
Eloy G. González
(El Cojo Ilustrado. 15 de Septiembre de 1906,
año XV, Nº 354 pp. 570)
.
Afirmo en otra parte que la frugalidad llanera es hijas de leyendas[1]. Ella no consiste, esencialmente, en que el llanero sea parco en los placeres de la mesa, en una tierra cuyo subsuelo posee todos los principios vegetativos de la zona tropical y que rinde todos los frutos y substancias alimenticias, en una proporción sorprendente con respecto al esfuerzo empleado para obtenerlos. La frugalidad del llanero es, como la de su pariente étnico el beduino, circunstancial; y significa que mi paisano sabe sostener plácidamente una vida de forzosa sobriedad, cuando así lo dicta necesidades de preferente o de mayor imperio
También
el árabe, que sabe contentarse con un puñado de dátiles de su desierto, sería
un insigne devorador, sentado al copioso banquete que la naturaleza ha servido
a mi país.
Haré
previamente un esbozo de esa mesa ubérrima, siempre intacta, para deducir luego
el carácter psicológico de nuestras necesidades nutritivas.
Uno
de nuestros historiadores ha tratado de revivir la sorpresa de los
descubridores de América, frente, por primera vez, a los penachos rumorantes de
nuestros palmares, que les daban la bienvenida[2].
No fueron sus bullentes abanicos las solas emociones del recién llegado: la
nueva naturaleza volcaba súbitamente, a los ojos y a los pies del invasor, una
monstruosa cornucopia de prodigios. Los primeros misioneros que describieron
aquel portento, estuvieron por más de años alelados ante el caudal cananeo de
aquellas cráteras inagotables.
A
las entusiastas descripciones del catequista antiguo no faltan sino ligeras
rectificaciones de observación, para restablecer la actualidad llanera, cuanto
a los productos del suelo.
“Puédese llamar también Mundo
Nuevo, –escribe Fr. Pedro Simón–, porque en todas las demás cosas está lleno de
novedades. Las aves son nuevas y peregrinas de las de nuestra Europa, pues sólo
el águila, gabilán, lechuza, tórtola, garzas, murciélagos y algunos de cetrería
son las mismas de las que conocíamos y las demás son nuevas, porque aun hasta
las palomas, gorriones, vencejos, aviones y golondrinas, tienen mucha
diferencia de las nuestras… Lo demás es nuevo de los árboles, fuera del nogal
encina, roble y en algunas partes pinos, cedros y alisos, zarzas de moras, no
hay otros de nuestros conocidos, con ser infinitos los que hay. Las frutas
ninguna conviene en nada con las nuestras. Las yerbas, fuera de cuatro o seis,
…son muy extrañas todas a las de nuestra Europa… Las raíces usuales no son de
menos diferencia que las que nosotros usamos”[3].
Y el P. Caulin:
“Siempre me ha parecido poco
menos que insuperable el dar de una exacta y entera relación de la innumerable
variedad de árboles y especie de frutas silvestres, que la Divina Providencia
ha criado, y perennemente mantiene en estas incultas y dilatadísimas
montañas…..”[4].
Ahora bien, la inmensa zona del
país llanero contiene, por la variedad de sus sabanas y la dirección de sus
ríos, casi todas las nuestras de la flora y de la fauna, que fueron delicia o
asombro del extranjero: “en las llanuras inmediatas a los cerritos de el Baúl
(Cojedes), no hay mesas sino sabanas bajas y muchas de ellas limpias o con
grandes palmares, algunos esteros, ningún morichal, varias hermosas lagunas,
ríos y caños que conservan aguas… Caudalosos ríos bajan de la elevada sierra y
todos casi paralelos siguen el mismo declive, limitando de este modo las
sabanas, que todas tienen por confines el pie de la sierra, por una parte, el
Apure o la Portuguesa por la otra y a sus costados, ríos casi siempre
navegables, con orillas fértiles y hermosas vegas, utilísimas para el cultivo.
Así es que el habitante de esta vasta provincia (Barinas), puede ser agricultor
y criador a la vez… Vista una de aquellas sabanas se han visto todas, porque
todas llevan el mismo tipo.
Desde que se deja al pie de la
cordillera, no se encuentran ya cerros de ninguna clase y la vista se pierde
sobre la extensión de aquellas llanuras cuyo horizonte se confunde con el cielo.
Los montes que están a las márgenes de los ríos parecen altas paredes de
verdura, y en medio de estás otras pequeñas casi paralelas cubren unos caños
que sirven para desaguar las sabanas en las épocas de las grandes lluvias…
Espacios limpios se extienden hasta perderse de vista; mientras que en las
partes laterales se presentan unas barreras que parecen colinas lejanas, no
siendo sino los bosques que sirven de adorno a los ríos.
Las riberas de éstos están
pobladas de aldeas[5],
caseríos y hatos cuyos moradores buscan allí seguridad contra las inundaciones,
sombra y frescura que dan los árboles contra el rigor del clima, una tierra
fértil para sus siembras y una pesca abundante de que hacen su principal
mantenimiento. El maíz y la yuca le dan un pan sustancioso; y más variado el
suculento plátano, que se reproduce por sí mismo y alcanza una vida mayor que
la del hombre sin necesitar de sus cuidados… La uniformidad de aquellos llanos
en donde todo parece inmóvil, no deja de ser imponente, aunque triste. Los ganados,
caballos y mulas se crían y multiplican con una facilidad sorprendente. Allí no
necesitan de ningún modo los desvelos del hombre… Los venados se ven pastando
por aquellas soledades en rebaños numerosos, y los chigüires en sociedad y a
veces por docenas a la sombra de alguna mata en las orillas del agua. Un
prodigioso número de caimanes tendidos sobre los arenales de los ríos están
siempre calentándose al sol con su ancha boca abierta… En el verano no falta
abundante pasto fresco y agua en los ríos, caños y lagunas, frecuentados
siempre por tantas aves que llegan a cubrir sus orillas y la superficie del
agua. Los galápagos, morrocoyes y cachicamos ofrecen platos delicados a los
habitantes de los Llanos, y así mismo la variedad de peces que allí se encuentran…
Aguas dulces de admiradas transparencia, corren por todas partes; blancas
algunas y superficiales, otras oscura en profundos pozos, comúnmente habitados
por enormes culebras de agua que hacen su presa de un toro o de un caballo…;
cada río o caño proporciona vegas grandes y fértiles para el cultivo del maíz,
del plátano y la yuca, y las sabanas dan carne, queso y leche, sin contar con
la caza abundante de venados, chigüires, váquiros, cachicamos, galápagos,
terecayes, morrocoyes, multitud de aves acúaticas y la inmensa cantidad de
peces y tortugas que suministran los ríos y los caños”[6].
En esos bosques que el geógrafo
viajero señala como adorno de nuestros ríos, antes que nada fijó la atención de
los misioneros el aspecto a que su entraña penumbrosa y a su difícil
arquitectura interior, dan las redes de bejucos que cierran el paso y hacen
complicada la rápida apreciación del paisaje. En nuestros país abunda
principalmente el de cadena (Shnella
splendens) y el moreno (serjania
diversifologia). Jamás el europeo había presenciado el espectáculo
interesante y raro de aquella recia y caprichosa urdimbre de la selva: cables
ondulosos o retorcidos, armados de largos garfios o de abultados nudos, chatas
cadenas de rígidos eslabones, van atadas y enredadas a los troncos y las ramas,
trazando largos vientos o elevados
columpios, que dejan colgar flotantes amarras buscando arraigo: diríase
campamentos de exóticos saltimbanquis, abandonados violentamente y abrumados
por la invasión de la selva….”A manera de látigos o tomizas –relata el
misionero–, suplen la indigencia de clavos, y sirven para la ligazón de los
maderos de casas, templos, andamios y otros muchos menesteres; y tan
incorruptibles, que estando fuera de la humedad de la tierra, se encuentran
después de sesenta años tan fuertes como el día en que se cortaron.”
Todavía el llanero retirado de
las fronteras civilizadas, construye sus cercas y el armazón de sus viviendas
empleando para ligazón estos bejucos: cuando solamente la tradición familiar ha
recogido piadosa el recuerdo y las leyendas de los antiguos solares, arrasados
por el tiempo y las catástrofes; cuando los viejos llaneros señalan a sus
nietos el sitio en donde estuvo la casa centenaria del hato desaparecido,
todavía, en la entraña en la capa arcillosa, aparecen, como únicas reliquias
evocadoras, los rotos anillos del bejuco que trabó el maderamen ha tiempo
convertido en detritus…Camarada suya era la cocuiza (Fourcroea de varías especies), denominada “caruata” por el indio
oriental, y “fique” en la cordillera de occidente: el indio sólo la empleaba
para cuerdas y sogas; el español le dio importancia industrial, fabricando con
su fibra chinchorros, sacos, mochilas, plantillas de alpargatas y aparejos de
caballerías, tal como se trabaja hoy en Coro y Barquisimeto. En el llano
adentro los cabestros se tejen de majagua: corteza interior del Paritium tiliaceum.
Tiene que ser desabrida y
monótona esta rápida reseña del largo regalo que la naturaleza ha hecho a mi
país; pero indispensable e importante, para reconstruir el medio físico de
nuestra familia social, y para que exhiba una de las fases lentas, mórbidas, de
la indolencia cerebral que abruma a nuestros hermanos. No me será posible
ninguna ordenación, porque carece la república, en estos asuntos, de una
estadística bien provista. Conduzco apenas, en estos estudios, un trabajo de
indicaciones circunstanciales, en medio de labores intelectuales tan amplias en
su aliento como arduas en su gobierno, a causa de la naturaleza de los
elementos que deben servirme para realizarla; sin poder concederle a las
facultades imaginativas una breve intervención siquiera, que sería asueto de
mis fatigantes tareas.
Las palmas cantadas por Rojas
fueron interés y deleite del extranjero, siendo providencia nuestra y alguna de
ellas línea del menu llanero; sin duda, al hablar los capuchinos del delicado y
sabroso plato preparado de los cogollos de una clase de palmera[7],
se referían a nuestro “palmito” (Oredoxa
regia), del que se confecciona en aquel país un potaje gastronómicamente
irreprochable: los ejemplares más abundantes se hallan en las últimas sierras
que muerden la llanura en dirección de la cordillera costanera. Es la “palma
real” de los exploradores, la más bella de las palmeras americanas, que abriga
casi siempre bajo sus penachos a la humilde y medrosa “caña de la india,” su
sierva y protegida.
Primera que todas, menos en
gallardía, se alza la mauritia flexuoca,
palma moriche, pan de vida de los
capuchinos, sagú de los guaraunos. El
nivel de mi país favorece su desarrollo, porque no respira a más de 700 metros sobre el mar.
En donde ella siembra sus raíces están siempre frescas las fuentes de un oasis;
su cogollo fue hortaliza indiana; sus fibras tiernas proveen cuerdas y hamacas;
suministra alimento exquisito su fruto antes de sazón, y ya maduro proporciona
aceite, jabón y horchata, endulzada con miel de abejas. Con la hoja nueva,
suave, flexible, tierna, se fabrican esteras, sombreros, mantas; y cuando seca,
mi paisano vecino del Orinoco y del Apure techa su cabaña; herida la parte
superior del tronco, proyecta un jugo dulce y de agraz a la vez, del que se
decanta vino; del recio cstípite se fabrican pequeñas canoas; y como el racimo
antes de madurar permanece envuelto en una malla o nasa resistente, sirve ésta
de gorra a los hombres y de miriñaque a las mujeres. “La palma que no
fructifica suministra una médula harinosa que se llaman yuruma, de la cual hacen pan y usan como menestra.”
Hermana suya en dones es la palma de yagua, la
Genipa americana, que se agrupa en sociedades
numerosas, a las que Codazzi propuso denominar olivares americanos. Tiene en sus partes los mismos usos que la mauritia, pero lleva en el tronco la
red, o cedazo natural, y da dos clases de aceite: una de la cáscara del fruto,
propio para el alumbrado; y otra del mesocarpo, que se emplea como grasa
comestible.
Ya desde este punto de vista sociológico, en
una mínima porción de nuestra base alimenticia, “el aguijón del progreso, la
necesidad,” venía embotado de naturaleza para el ancestral llanero;
circunstancia que no debe ser desdeñada para las deducciones generales.
El
Banquete Llanero II
Eloy G. González
(El Cojo Ilustrado. 1
de octubre de 1906,
año XV, Nº 35, pp. 600)
Las plantas básicas de la
alimentación llanera fueron, desde los primeros tiempos, el maíz, la yuca y el
banano. El primero, producto autóctono, eran mal cultivados por el indígena, y
su cultivo mal estudiado por el descubridor y el evangelista. Colón se limitó a
denunciarlo en nuestro país, cuando su tercer viaje y la desidia ancestral no
lo pudo exhibir en la plenitud de opulencia que granjeo para los promedios del
último siglo.
El llano conoce y utiliza todas
sus variedades, que alcanza a cuatro o a cinco tierras virgen y poco elevadas
tierra de palmeras lo produce en una lozanía y abundancia que habrían sido
asombro del invasor. Este calculó, cuando la conquista, diez fanegas de cosecha
por cada celemín de granos; y diez años después de nuestra separación de la
Gran Colombia, la estadística mostraba fanegas de producción por cada almud por
cada siembra[8]. No más alto quinientos
metros nuestro nivel llanero, no más bajo de veintisiete y medio centígrados la
temperatura de nuestro país, alzan los maizales sus cimeras a casi tres metros
cargado de tres a cuatro mazorcas. Pueblo pastor, no ara el llanero la tierra
para removerla y renovarla; y como el maíz hunde profundamente su rígida raíz,
la agota o la cansa, hasta que la naturaleza misma la provee lentamente de
humus y de jugos: de aquí la plantación trashumante del maíz llanero, mudando
de roza a cada invierno.
Vicio de raza, imposición de
medio, deficiencia de educación, las tres causas complicadas tal vez, es lo
cierto que la rutina entraba allí todo impulso progresivo, y sin una diferencia
circunstancial siguiera, el llanero manipula el grano exactamente como en los
más remotos días de mi país. “Desde antes del descubrimiento, las mujeres
indígenas preparaban el pan de maíz moliendo entre dos piedras los granos
hervidos de antemano para ablandarlos; en seguida hacían panes de aquella masa
y los ponían a tostar sobre un platón de tierra puesto al fuego……”[9]. A
pesar de que 80 % de nuestra población llanera consume el pan de maíz, a pesar
de que la manipulación indicada requiere tanto tiempo, el llanero no ha ideado
ningún recurso para simplificarla y acelerarla: la molienda a máquina no se
aplica sino en las ciudades de fuera del llano, y el “platón de tierra” de que
habla el geógrafo, es de nuestro habitual y milenario budare, horno singular y
primitivo del rudimentarismo indígena.
La yuca, el jatropha manihot,
que un sociólogo quiere calificar como “soportal” de la civilización azteca,
era menos conocida del europeo: su tallo, en las descripciones, lo asemejaban
al del saúco o al de la higuera, y sus hojas, a las del “rosal de la pasión.”
Igualmente se les parecía a
nuestras palmas el plátano. El misionero le llama “árbol cuyo tronco se compone
de capas como de cebolla, las hojas largas, anchas y siempre verdes”. No eran
por cierto, estos los rumorantes del Pireo, entre cuyos troncos albos y leves
tejía Platón el brocado de sus ensueños. La musácea americana fue referida por
Boussingault ante el Instituto de Francia: “El plátano es fruto más útil a la
zona ecuatorial: es la base del sustento de los habitantes de las regiones
cálidas. Entre los trópicos su cultivo es tan importante, como lo es en las
zonas templadas el de las gramíneas y plantas farináceas. La facilidad de su
cultivo, el poco espacio que ocupa, la seguridad y abundancia de las cosechas,
la variedad de alimentos que el plátano procura, según los diferentes grados de
madurez, hacen de esta planta un objeto de admiración para el viajero europeo.
Bajo un clima en que el hombre tiene apenas necesidad de vestirse y de
abrigarse, se le ve recoger sin trabajo un alimento tan abundante como sano y
variado. A la cultura del plátano se debe sin duda al proverbio que tantas
veces he oído repetir por todas partes entre los trópicos: Ninguno muere de
hambre en América: palabra consoladora que jamás he visto desmentida. En la
choza más pobre se recibe hospitalidad, y se da de comer al que tiene hambre…
“En la estación seca, cuando el
cielo conserva su pureza meses enteros, y ninguna lluvia baja a templar la
sequedad de la tierra, se observa, sin embargo, alrededor del plátano, un suelo
humedecido que parece haber sido regado por la noche. Esto es debido a la
irradiación nocturna de las hojas hacia los espacios celestes. En efecto, la
experiencia enseña que su enfriamiento respecto del aire ambiente, equivale a 3º15
del termómetro centígrado; y, por, tanto, atmósfera condensa y deposita en las
hojas de las planta y baña después su pie cayendo bajo la forma de grandes
goteras”.[10]
El llano posee, cultiva y
utiliza todas las variedades que se conocen, tanto las citadas por los frailes
misioneros y por Humboldt, Boussingault y Codazzi, como tres o cuatro más que
no aparecen en los autores. Bien que se afirma que su harina es menos nutritiva
que la del trigo, también es cierto que es superior a la de la patata.
Los granos y menestras son
productos generales de todo el país, por lo cual no debo hacer indicación de
ellos con respecto al llano.
Somos la tercera parte de la
población venezolana, dedicada a la cría de ganados, excepción hecha del lanar,
para el que no son propicios nuestros climas.
La carne vacuna es nuestro
primer plato, aunque los llaneros de los campos no la consumen frecuentemente
fresca: a motivos originados por el género de ocupaciones del pampero, se agrega
una fuerte razón de experiencia, que el llanero campesino ignora que es una
razón de fisiología: Pero la mesa llanera ciudadana es rica y selectas en
viandas: júzguese de ellos sabiéndose que durante mucho tiempo, a nuestra
llegada a estas poblaciones foráneas de la llanura, no acabamos de
sorprendernos de que bajo estas latitudes se consuma carne de ganado macho… Como
el árabe, nos nutrimos a diario y en fuertes proporciones de leche, mantequilla
y quesos; nuestro pichero es exactamente el koumys de los tártaros.
Hé ahí nuestra base
alimenticia: carne, leche y sus productos; menestra, maíz y sus compuestos,
plátanos y yuca.
Como hors d´ aeuvre o
entremeses. Será indispensable mencionar esa copia de prodigalidades con que la
naturaleza se encarga, al regalarla y nosotros al gustarla, de destruir la
fábula de nuestra frugalidad. Desolación infinita, sí, la llanura; océano de
yerba sin horizonte, que es mar incoercible de melancolía; pero, bajeles de esa
mar, largos convoyes que trazan estelas policromas sobre ese piélago, las
matas, los montes, los bosques en ruedo, que prosperan a la caricia fecunda de
decenas de millares de caños y de centenares de ríos, que rompen la monotonía
de mi país con súbitas bellezas sorprendentes; ni una planta en esos tupidos
arabescos de la llanura, que en su raíz, en su tallo o en sus frutos, no
coloque un regalo gentil en nuestra mesa; ni una bestia cuya carne no arome el
humo de nuestra cocina.
El aguacate (laurus persea), de
la familia de las lauríneas, que evocaba ante el europeo la pera del donguindo,
cuya pepa, en figura y tamaño de camuesa, es tintórea; la auyama, que los
misioneros denominaban calabazas y escribían hullamas; el anón (anona
aguamosa), en sus dos clases, de corteza lisa y de corteza arriñonada; y todos
sus congéneres: la anona manirote o catiguire, la anona humboldtiana o chirimoya,
la anona muricata o guanábana; la caruta (genipa americana), que pudiera
llamarse el níspero llanero y cuya semilla cáustica empleó el indígena para
tatuajes; el caimito (chrysophilum caimito, de las familia de las filiáceas; la
chara, sin denominación botánica, y cuya semilla cocida suple al pan; las
guayabas (psidium pommiferum), que la de hasta la clase agria gustó en conserva
el europeo, cuando todavía poseíamos los restos de la industria colonial; la lechosa
o papaya americana (caricha papagayo), que al misionero le parecían melones de
Europa y cuya semilla, al describirla, asemejaba a la pimienta oriental y cuyas
hojas trituradas pueden reemplazar el jabón, para blanquear encajes, muselinas
y telas ligeras; el mapuey, de médula morada, y el ñame (discorea alata, d.
sativa, d. bulbifera), farináceas que traen remotísimo abolengo de las
civilizaciones del antiguo hemisferio; el mamón (melicocca bijuga), que el
indio llamaba maco, como se denomina todavía en el Oriente venezolano; el merey
(anarcadium occidentalis), cuya almendra tostada, siendo laxante, se concibe
cuáles efectos produciría en los primeros catequistas, cuando el P. Caulin dice
de ella: “Lo singular de esta fruta es tener fuera de ella, en lugar de
pezoncillos, la pepita del tamaño de una almendra con figura de riñón; …asada
(la almendra), es de mejor sabor que la bellota y castaña, y muy gustosa para
beber agua”; mayas (……) patillas o sandias (cucúrbita citrullus), piñas
(bromelia ananas).
La cetrería nos sirve:
cachicamos (tatus multicinotus), del género tatus, fácilmente cazable
acometiéndole de frente, porque las escamas de la cabeza no le permiten ver
hacia adelante; chigüires, del género cabiais, anfibio, noctámbulo, su carne
tiene gran consumo en el llano en los días de abstinencia; agutí, llamado
picure entre nosotros, habitante en los huecos de los troncos, corre a saltos
con gran velocidad, es tímido y fino de oído como la liebre, se alimenta de
fruto de palmera, de carne y de pescado, se sienta para comer y lleva con las
manos el alimento a la boca; terecayes, galápagos y morrocoyes, del orden de
las tortugas; lapas (cavia paca); venados (cervus capreolus) que pastan en los
claros de los bosques, a la orilla de los caños, a la vera de las sabanas, en
manadas numerosas.
Y nuestros caños y nuestros
ríos nos guardan sanguinarios y feroces caribes, de dientes triangulares y
agudos. “El hombre del Llano, obligado a cada instante a pasar nadando los
anchos ríos de aquellas comarcas, teme más a este pequeño pez que el caimán o a
la anguila eléctrica que llaman temblador”[11];
morocoto, coporo y boca chica, valentón y bagres de enorme cabeza, ancha boca y
largas babas.
La mesa llanera es inconcebible
sin el único de nuestros alimentos nerviosos: el café. No es agricultor mi
paisano, aunque hace cincuenta años Barinas fue una de las regiones de
Venezuela más fecundas en cultivos superiores, entre ellos, arrojando altos
índices, el café y el tabaco. Es, sin duda, el primero un poderoso excitante
cerebral y la avidez con el llanero lo emplea es un nuevo vínculo que lo
aproxima al árabe.
Los sociólogos europeos, al
tratar de esta sustancia, escriben que “es difícil abusar de ella” y alguno
refiere haber visto en París la ingestión de un litro de café provocar un
acceso de locura, que degeneró en monomanía suicida.
En este punto hay, entre el
europeo y nosotros, llaneros, una diferencia de procedimiento y de empleo, que
produce la disparidad de apreciación. El hombre de Europa toma el café como
pudiera el alcohol, como un excitante, y de aquí la depresión generada por su
exceso; mi paisano lo toma casi como un alimento, frecuentes veces como un
refrescantes.
Existe en estos una
concomitancia de latitud, de nivel y de temperatura: el mismo autor aludido
consigna que en el Hedjaz puede tomarse impunemente hasta veinte y treinta
tazas de café por día.
Personalmente he observado esta
diferencia de efectos bajos los climas inmediatos y diversos: el café es un
refrescante en los medio días tórridos de Río de Janeiro, y un estimulante en
los templados mediodías de Petrópolis. Uno observación exacta puede comprobar
con el mate en Montevideo y en Buenos Aires, y el “fresco” de la población
jornalera de manaos y del interior amazónico del oriente peruano y de la región
fronteriza de Bolivia con Brasil, es el guaranú (Paullinea Sorbilis), colocadas
entre los excitantes cerebrales cuyo uso prolongado debe, según los sociólogos
afinar el cerebro de una raza.
Ovalles, que ha sido el primer
compilador de todas las notas escritas respecto a mi país y a mis paisanos,
dice: “Cuando el padre Mohedano plantó en el valle de Caracas los primeros
cafetos, jamás llegaría a imaginarse que creaba la mayor delicia del llanero, “este
abandonó el nutritivo pichero, similar del koumys de los tártaros, que la
ciencia actual emplea para uso medicinales; y colocó por sobre todo el café,
creándose con su uso la primera necesidad.
“El café para el llanero es
algo más que el mate para el gaucho y tanto como la coca para el indio
boliviano.
“Y podrán faltarle el pan y la
leche en su choza, pero jamás el café, para su propio regalo y obsequio de sus
amigos…
“Dadle al llanero mal
aguardiente, mal tabaco o mala cena, pero nunca mal café; porque él no toma
achicoria, ni brusca, ni maíz tostado, sino el grano mejor que produce el país.
“Prácticamente ha aprendido a hacer
esta infusión agradable por su sabor y por su aroma, y la toma con tal
delectación que hay que repetir con un inteligente escritor, que, el café forma
con el caballo y la hamaca los dioses penates del llanero”[12].
Nuestra
Vitalidad
Eloy G. González
(El Cojo Ilustrado. 15 de octubre de 1906,
año XV, Nº 356, pp. 631, 632).
Sería
imposible precisar el límite de longevidad del llanero, si se lograse neutralizar
las causas externas de debilitamiento y destrucción que reinan en su país.
Es
sorprendente que en aquella tierra baja, tórrida, especifica del paludismo y de
la fatiga, los hombres posean una resistencia y alcancen a una edad vencedoras
de todas las agresiones morbosas, al punto de que el índice de mortalidad nunca
es superior al de las regiones más salutíferas de Venezuela.
Se
ven turbas languidescentes, extenuadas, anémicas, errantes por el poblado,
habitadoras de la campaña, que sobrellevan victoriosamente la carga de su
miseria corporal, más grave de año en año, sin que sucumban bajo sus progresos
y su pesadumbre. Los mendigos, los invalidados por lentas e inerrables
dolencias, se hacen tradicionales en nuestros poblados, padeciendo afecciones
progresivas y acarreando una vida dolorosa y mísera, capaz para vencer
cualquiera fortaleza en otros medios más favorables a la economía.
Esto
se le da un semblante triste, doliente, compadecible, a la muchedumbre
desvalida del llano. Pero este fenómeno, esta suerte de morbización, de inmunización contra todas las virulencias y las
crueldades, seguramente viene garantizada desde la infancia del llanero, en orden
biológico y en orden sociológico. En efecto, la alimentación compleja que le
suministran al hijo de la pampa los reinos vegetal y animal, es rica y
abundante: leche, carnes y granos, son de la mejor calidad exigida por la
ciencia y provista por la naturaleza.
En
el llano no hay que recurrir, en cuanto a alimentación, a ninguna de las
indicaciones y ni de los procedimientos artificiales que cercan de guardia
protectora la vida ciudadana: todo responde, en ese sentido, al objeto primero
de la conservación y de la prolongación de la existencia.
La
especie vacuna llanera es soberbia, por lo que hace a producto alimenticio:
descontada la incuria del criador, que no se preocupa por los constantes y
exquisitos cuidados que hacen de la cría y de su industria una tarea rudísima
en las ciudades y en los países foráneos de la llanura, nuestras reses
necesitan apenas una brevísima temporada de atención inteligente, para hacerlas
competidoras de las más famosas. Su alimentación discrecional contribuye
decisivamente a la excelente calidad de la leche y de la carne; y su número
permite prescindir de los cuidados higiénicos y reparadores que se exigen fuera
de nuestro país. Si la calidad de la leche no responde, prácticamente, para el
llanero, a los índices teóricos señalados en los laboratorios por el
lactoscopio, el cremómetro, y el lactodensímetro, se larga la res a la llanura
y se cosecha otra, que a su vez es remplazada con otra, por deficiencia, y así
sucesivamente. Ningún temor, tampoco, a falsificaciones: ¿aqué, cuando el
azumbre (dos litros), nos importaría, en un caso imprevisto, medio bolívar?
La
carne ofrecida al consumo desaparece bajo densa capa de grasa; los huesos están
nutridos de gruesa médula; los músculos resplandecen, rojos, bajo la sangre que
destilan; la vaca no se abate sino entre los cinco y los siete años, cuando
posee su carne, precisamente una perfecta proporción de fibrina y tejido
gelatígeno, y de ella no consumen sino los cuartos musculares, róseos, firmes,
elásticos, de olor suave y fresco.
En
cuanto a su preparación, el llanero es maestro en este género de cocina: no
tiene otro rival en América sino el gaucho argentino.
Pero,
hay también allí una causa poderosa de longevidad, un almacenamiento inicial de
la vida desde la infancia: la madre llanera cría a su hijo. Y lo cría sin
mandatos de la ley, sin prescripciones de la ordenanza policial, sin fórmulas
de buen parecer: como cría a todos los suyos la poderosa y sabía naturaleza. En
mi país desde que la mujer es madre, quedan abolidas para ella todas las
preocupaciones, todos los cuidados que no se relacionen directamente con la
salud y la vida de su hijo, desde la campesina, que procede como hija
espontánea de la sola tierra, hasta la patricia, que se transforma en nodriza.
Para siempre jamás se ausentan del pensamiento de nuestras mujeres, hechas
madres, la coquetería, la presunción, la vanidad, la gloria orgullosa de la
edad y de la belleza: la mujer llanera llena de majestad de su vida con la
íntima profunda dignidad de ser madre; y la siente, la reverencia, la respeta y
la ejerce con el fervor, el celo y la santidad de un sacerdocio. No son, para
ella, la belleza personal, ni la prestancia corporal, ni la juventud
palpitantes las que alumbran y hacen risueña la felicidad doméstica: la fidelidad
conyugal, la paz leal e imperturbable de nuestros hogares llaneros, no están
sostenidas por esos vínculos tan frágiles y miserandos, tan peligrosos y
decorativos, que los rompa las más tenue brisa adversa, soplada de improvisto
por la naturaleza misma, en el ala sutil de una dolencia, o por los eventos de
la vida, desde la faz nefaria de una vicisitud social. Algo poderoso y
magnífico enriquece allí la caución de la longevidad: el eterno amor
consolidado por la transmisión secular de generaciones ancestrales, enseñadas
al efecto respetuoso y a la piedad cariñosa; amor seguro y sereno, sin
revestimientos frágiles de artificios, sin zalemas irritantes de mujerzuela, ni
fingidos aspavientos de hembra… En mi país no habría necesitado M. Roussel
invocar ese extraño derecho a que se ha apelado en Francia: el derecho del hijo a su madre. Entre
nosotros no se efectuará jamás esa estúpida inversión de los términos
inamovibles de la naturaleza, por la cual un deber rudimentario. un ejercicio
cuasi mecánico de animalidad, requiera las fórmulas prescriptivas del código,
para ser cumplido. El orden moral como el orden físico están incesantemente
satisfechos por nuestras madres: en la llanura no hay mamilas mercenarias, que
envilezcan el cuerpo y el alma del hijo ajeno, creando generaciones para una
futura Bizancio…. Las ideas de familia y de madre tienen en mi país un altísimo
sentido moral, rigoroso, estricto y solemne: allí no se promiscua la adusta y
altiva irreductibilidad de los lares sacrosantos. Burdos, si queréis,
desgarbados de cuerpo y rudos de espíritu; pero la sangre que corre por
aquellas venas es inalterable sangre abolenga, que viene descendiendo por pisos
de genealogía en un insospechable raudal ancestral; y mientras en otros medios
se distienden y se debilitan las túnicas arteriales humedecidas por jugos
bastardos, hinche las nuestras la vieja sangre llanera, –sorbida en el pezón materno–,
que atraviesa triunfante por entre los homicidas agresiones de nuestra propia
tierra, solamente en tardes centenarias vencida por las virulencias de la
llanura.
El
niño está constantemente en el regazo materno; y cuando infante, y todavía
adolescente, bajo el techo familiar, sufriendo aquella enseñanza vigorizante
del quehacer llanero y aprendiendo aquella escuela inmunizante de la tiranía
doméstica, que lo enseña a ser dominador; haciéndolo olvidar, más tarde, de que
ha sido esclavo.
Pero
esos cerrojos son profilácticos: bajo ellos, mientras el llanero no es hombre,
salva su vida eficiente de los cercenamientos reiterados y hace adelantada
provisión de vitalidad, para luchar contra su llanura y domarla y someterla
hasta que se pone, remotamente, el sol de su existencia.
[1]
El sol llanero, El cojo Ilustrado, 15
de mayo de 1906.
[2]
A. Rojas, Leyendas históricas, La leyenda
del morich, 1 serie.
[3]
Fr. Pedro Simón, Noticias historiales,
primera parte.
[5]
Las enfermedades y las guerras las han hecho desaparecer casi todas.
[6]
Codazzi, Resumen de la geografía de
Venezuela.
[7]
Caulin, op. cit.
[8] Proporción de 1841.
[9] Codazzi, Resumen de la geografía de Venezuela.
[10] Boussingault, cita del
anterior.
[11] Codazzi, op. cit.
[12] V. M. Ovalles, El Llanero, 1905.
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