miércoles, 7 de mayo de 2014

El Banquete Llanero por eloy Guillermo González

El Banquete Llanero I

Eloy G. González
(El Cojo Ilustrado. 15 de Septiembre de 1906,
año XV, Nº 354 pp. 570)





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Afirmo en otra parte que la frugalidad llanera es hijas de leyendas[1]. Ella no consiste, esencialmente, en que el llanero sea parco en los placeres de la mesa, en una tierra cuyo subsuelo posee todos los principios vegetativos de la zona tropical y que rinde todos los frutos y substancias alimenticias, en una proporción sorprendente con respecto al esfuerzo empleado para obtenerlos. La frugalidad del llanero es, como la de su pariente étnico el beduino, circunstancial; y significa que mi paisano sabe sostener plácidamente una vida de forzosa sobriedad, cuando así lo dicta necesidades de preferente o de mayor imperio
También el árabe, que sabe contentarse con un puñado de dátiles de su desierto, sería un insigne devorador, sentado al copioso banquete que la naturaleza ha servido a mi país.
Haré previamente un esbozo de esa mesa ubérrima, siempre intacta, para deducir luego el carácter psicológico de nuestras necesidades nutritivas.
Uno de nuestros historiadores ha tratado de revivir la sorpresa de los descubridores de América, frente, por primera vez, a los penachos rumorantes de nuestros palmares, que les daban la bienvenida[2]. No fueron sus bullentes abanicos las solas emociones del recién llegado: la nueva naturaleza volcaba súbitamente, a los ojos y a los pies del invasor, una monstruosa cornucopia de prodigios. Los primeros misioneros que describieron aquel portento, estuvieron por más de años alelados ante el caudal cananeo de aquellas cráteras inagotables.
A las entusiastas descripciones del catequista antiguo no faltan sino ligeras rectificaciones de observación, para restablecer la actualidad llanera, cuanto a los productos del suelo.
“Puédese llamar también Mundo Nuevo, –escribe Fr. Pedro Simón–, porque en todas las demás cosas está lleno de novedades. Las aves son nuevas y peregrinas de las de nuestra Europa, pues sólo el águila, gabilán, lechuza, tórtola, garzas, murciélagos y algunos de cetrería son las mismas de las que conocíamos y las demás son nuevas, porque aun hasta las palomas, gorriones, vencejos, aviones y golondrinas, tienen mucha diferencia de las nuestras… Lo demás es nuevo de los árboles, fuera del nogal encina, roble y en algunas partes pinos, cedros y alisos, zarzas de moras, no hay otros de nuestros conocidos, con ser infinitos los que hay. Las frutas ninguna conviene en nada con las nuestras. Las yerbas, fuera de cuatro o seis, …son muy extrañas todas a las de nuestra Europa… Las raíces usuales no son de menos diferencia que las que nosotros usamos”[3].
Y el P. Caulin:
“Siempre me ha parecido poco menos que insuperable el dar de una exacta y entera relación de la innumerable variedad de árboles y especie de frutas silvestres, que la Divina Providencia ha criado, y perennemente mantiene en estas incultas y dilatadísimas montañas…..”[4].
Ahora bien, la inmensa zona del país llanero contiene, por la variedad de sus sabanas y la dirección de sus ríos, casi todas las nuestras de la flora y de la fauna, que fueron delicia o asombro del extranjero: “en las llanuras inmediatas a los cerritos de el Baúl (Cojedes), no hay mesas sino sabanas bajas y muchas de ellas limpias o con grandes palmares, algunos esteros, ningún morichal, varias hermosas lagunas, ríos y caños que conservan aguas… Caudalosos ríos bajan de la elevada sierra y todos casi paralelos siguen el mismo declive, limitando de este modo las sabanas, que todas tienen por confines el pie de la sierra, por una parte, el Apure o la Portuguesa por la otra y a sus costados, ríos casi siempre navegables, con orillas fértiles y hermosas vegas, utilísimas para el cultivo. Así es que el habitante de esta vasta provincia (Barinas), puede ser agricultor y criador a la vez… Vista una de aquellas sabanas se han visto todas, porque todas llevan el mismo tipo.
Desde que se deja al pie de la cordillera, no se encuentran ya cerros de ninguna clase y la vista se pierde sobre la extensión de aquellas llanuras cuyo horizonte se confunde con el cielo. Los montes que están a las márgenes de los ríos parecen altas paredes de verdura, y en medio de estás otras pequeñas casi paralelas cubren unos caños que sirven para desaguar las sabanas en las épocas de las grandes lluvias… Espacios limpios se extienden hasta perderse de vista; mientras que en las partes laterales se presentan unas barreras que parecen colinas lejanas, no siendo sino los bosques que sirven de adorno a los ríos.
Las riberas de éstos están pobladas de aldeas[5], caseríos y hatos cuyos moradores buscan allí seguridad contra las inundaciones, sombra y frescura que dan los árboles contra el rigor del clima, una tierra fértil para sus siembras y una pesca abundante de que hacen su principal mantenimiento. El maíz y la yuca le dan un pan sustancioso; y más variado el suculento plátano, que se reproduce por sí mismo y alcanza una vida mayor que la del hombre sin necesitar de sus cuidados… La uniformidad de aquellos llanos en donde todo parece inmóvil, no deja de ser imponente, aunque triste. Los ganados, caballos y mulas se crían y multiplican con una facilidad sorprendente. Allí no necesitan de ningún modo los desvelos del hombre… Los venados se ven pastando por aquellas soledades en rebaños numerosos, y los chigüires en sociedad y a veces por docenas a la sombra de alguna mata en las orillas del agua. Un prodigioso número de caimanes tendidos sobre los arenales de los ríos están siempre calentándose al sol con su ancha boca abierta… En el verano no falta abundante pasto fresco y agua en los ríos, caños y lagunas, frecuentados siempre por tantas aves que llegan a cubrir sus orillas y la superficie del agua. Los galápagos, morrocoyes y cachicamos ofrecen platos delicados a los habitantes de los Llanos, y así mismo la variedad de peces que allí se encuentran… Aguas dulces de admiradas transparencia, corren por todas partes; blancas algunas y superficiales, otras oscura en profundos pozos, comúnmente habitados por enormes culebras de agua que hacen su presa de un toro o de un caballo…; cada río o caño proporciona vegas grandes y fértiles para el cultivo del maíz, del plátano y la yuca, y las sabanas dan carne, queso y leche, sin contar con la caza abundante de venados, chigüires, váquiros, cachicamos, galápagos, terecayes, morrocoyes, multitud de aves acúaticas y la inmensa cantidad de peces y tortugas que suministran los ríos y los caños”[6].
En esos bosques que el geógrafo viajero señala como adorno de nuestros ríos, antes que nada fijó la atención de los misioneros el aspecto a que su entraña penumbrosa y a su difícil arquitectura interior, dan las redes de bejucos que cierran el paso y hacen complicada la rápida apreciación del paisaje. En nuestros país abunda principalmente el de cadena (Shnella splendens) y el moreno (serjania diversifologia). Jamás el europeo había presenciado el espectáculo interesante y raro de aquella recia y caprichosa urdimbre de la selva: cables ondulosos o retorcidos, armados de largos garfios o de abultados nudos, chatas cadenas de rígidos eslabones, van atadas y enredadas a los troncos y las ramas, trazando largos vientos o elevados columpios, que dejan colgar flotantes amarras buscando arraigo: diríase campamentos de exóticos saltimbanquis, abandonados violentamente y abrumados por la invasión de la selva….”A manera de látigos o tomizas –relata el misionero–, suplen la indigencia de clavos, y sirven para la ligazón de los maderos de casas, templos, andamios y otros muchos menesteres; y tan incorruptibles, que estando fuera de la humedad de la tierra, se encuentran después de sesenta años tan fuertes como el día en que se cortaron.”
Todavía el llanero retirado de las fronteras civilizadas, construye sus cercas y el armazón de sus viviendas empleando para ligazón estos bejucos: cuando solamente la tradición familiar ha recogido piadosa el recuerdo y las leyendas de los antiguos solares, arrasados por el tiempo y las catástrofes; cuando los viejos llaneros señalan a sus nietos el sitio en donde estuvo la casa centenaria del hato desaparecido, todavía, en la entraña en la capa arcillosa, aparecen, como únicas reliquias evocadoras, los rotos anillos del bejuco que trabó el maderamen ha tiempo convertido en detritus…Camarada suya era la cocuiza (Fourcroea de varías especies), denominada “caruata” por el indio oriental, y “fique” en la cordillera de occidente: el indio sólo la empleaba para cuerdas y sogas; el español le dio importancia industrial, fabricando con su fibra chinchorros, sacos, mochilas, plantillas de alpargatas y aparejos de caballerías, tal como se trabaja hoy en Coro y Barquisimeto. En el llano adentro los cabestros se tejen de majagua: corteza interior del Paritium tiliaceum.
Tiene que ser desabrida y monótona esta rápida reseña del largo regalo que la naturaleza ha hecho a mi país; pero indispensable e importante, para reconstruir el medio físico de nuestra familia social, y para que exhiba una de las fases lentas, mórbidas, de la indolencia cerebral que abruma a nuestros hermanos. No me será posible ninguna ordenación, porque carece la república, en estos asuntos, de una estadística bien provista. Conduzco apenas, en estos estudios, un trabajo de indicaciones circunstanciales, en medio de labores intelectuales tan amplias en su aliento como arduas en su gobierno, a causa de la naturaleza de los elementos que deben servirme para realizarla; sin poder concederle a las facultades imaginativas una breve intervención siquiera, que sería asueto de mis fatigantes tareas.
Las palmas cantadas por Rojas fueron interés y deleite del extranjero, siendo providencia nuestra y alguna de ellas línea del menu llanero; sin duda, al hablar los capuchinos del delicado y sabroso plato preparado de los cogollos de una clase de palmera[7], se referían a nuestro “palmito” (Oredoxa regia), del que se confecciona en aquel país un potaje gastronómicamente irreprochable: los ejemplares más abundantes se hallan en las últimas sierras que muerden la llanura en dirección de la cordillera costanera. Es la “palma real” de los exploradores, la más bella de las palmeras americanas, que abriga casi siempre bajo sus penachos a la humilde y medrosa “caña de la india,” su sierva y protegida.
Primera que todas, menos en gallardía, se alza la mauritia flexuoca, palma moriche, pan de vida de los capuchinos, sagú de los guaraunos. El nivel de mi país favorece su desarrollo, porque no respira a más de 700 metros sobre el mar. En donde ella siembra sus raíces están siempre frescas las fuentes de un oasis; su cogollo fue hortaliza indiana; sus fibras tiernas proveen cuerdas y hamacas; suministra alimento exquisito su fruto antes de sazón, y ya maduro proporciona aceite, jabón y horchata, endulzada con miel de abejas. Con la hoja nueva, suave, flexible, tierna, se fabrican esteras, sombreros, mantas; y cuando seca, mi paisano vecino del Orinoco y del Apure techa su cabaña; herida la parte superior del tronco, proyecta un jugo dulce y de agraz a la vez, del que se decanta vino; del recio cstípite se fabrican pequeñas canoas; y como el racimo antes de madurar permanece envuelto en una malla o nasa resistente, sirve ésta de gorra a los hombres y de miriñaque a las mujeres. “La palma que no fructifica suministra una médula harinosa que se llaman yuruma, de la cual hacen pan y usan como menestra.”
 Hermana suya en dones es la palma de yagua, la Genipa americana, que se agrupa en sociedades numerosas, a las que Codazzi propuso denominar olivares americanos. Tiene en sus partes los mismos usos que la mauritia, pero lleva en el tronco la red, o cedazo natural, y da dos clases de aceite: una de la cáscara del fruto, propio para el alumbrado; y otra del mesocarpo, que se emplea como grasa comestible.
 Ya desde este punto de vista sociológico, en una mínima porción de nuestra base alimenticia, “el aguijón del progreso, la necesidad,” venía embotado de naturaleza para el ancestral llanero; circunstancia que no debe ser desdeñada para las deducciones generales.


El Banquete Llanero II

Eloy G. González

(El Cojo Ilustrado. 1 de octubre de 1906,
año XV, Nº 35, pp. 600)


Las plantas básicas de la alimentación llanera fueron, desde los primeros tiempos, el maíz, la yuca y el banano. El primero, producto autóctono, eran mal cultivados por el indígena, y su cultivo mal estudiado por el descubridor y el evangelista. Colón se limitó a denunciarlo en nuestro país, cuando su tercer viaje y la desidia ancestral no lo pudo exhibir en la plenitud de opulencia que granjeo para los promedios del último siglo.
El llano conoce y utiliza todas sus variedades, que alcanza a cuatro o a cinco tierras virgen y poco elevadas tierra de palmeras lo produce en una lozanía y abundancia que habrían sido asombro del invasor. Este calculó, cuando la conquista, diez fanegas de cosecha por cada celemín de granos; y diez años después de nuestra separación de la Gran Colombia, la estadística mostraba fanegas de producción por cada almud por cada siembra[8]. No más alto quinientos metros nuestro nivel llanero, no más bajo de veintisiete y medio centígrados la temperatura de nuestro país, alzan los maizales sus cimeras a casi tres metros cargado de tres a cuatro mazorcas. Pueblo pastor, no ara el llanero la tierra para removerla y renovarla; y como el maíz hunde profundamente su rígida raíz, la agota o la cansa, hasta que la naturaleza misma la provee lentamente de humus y de jugos: de aquí la plantación trashumante del maíz llanero, mudando de roza a cada invierno.
Vicio de raza, imposición de medio, deficiencia de educación, las tres causas complicadas tal vez, es lo cierto que la rutina entraba allí todo impulso progresivo, y sin una diferencia circunstancial siguiera, el llanero manipula el grano exactamente como en los más remotos días de mi país. “Desde antes del descubrimiento, las mujeres indígenas preparaban el pan de maíz moliendo entre dos piedras los granos hervidos de antemano para ablandarlos; en seguida hacían panes de aquella masa y los ponían a tostar sobre un platón de tierra puesto al fuego……”[9]. A pesar de que 80 % de nuestra población llanera consume el pan de maíz, a pesar de que la manipulación indicada requiere tanto tiempo, el llanero no ha ideado ningún recurso para simplificarla y acelerarla: la molienda a máquina no se aplica sino en las ciudades de fuera del llano, y el “platón de tierra” de que habla el geógrafo, es de nuestro habitual y milenario budare, horno singular y primitivo del rudimentarismo indígena.
La yuca, el jatropha manihot, que un sociólogo quiere calificar como “soportal” de la civilización azteca, era menos conocida del europeo: su tallo, en las descripciones, lo asemejaban al del saúco o al de la higuera, y sus hojas, a las del “rosal de la pasión.”
Igualmente se les parecía a nuestras palmas el plátano. El misionero le llama “árbol cuyo tronco se compone de capas como de cebolla, las hojas largas, anchas y siempre verdes”. No eran por cierto, estos los rumorantes del Pireo, entre cuyos troncos albos y leves tejía Platón el brocado de sus ensueños. La musácea americana fue referida por Boussingault ante el Instituto de Francia: “El plátano es fruto más útil a la zona ecuatorial: es la base del sustento de los habitantes de las regiones cálidas. Entre los trópicos su cultivo es tan importante, como lo es en las zonas templadas el de las gramíneas y plantas farináceas. La facilidad de su cultivo, el poco espacio que ocupa, la seguridad y abundancia de las cosechas, la variedad de alimentos que el plátano procura, según los diferentes grados de madurez, hacen de esta planta un objeto de admiración para el viajero europeo. Bajo un clima en que el hombre tiene apenas necesidad de vestirse y de abrigarse, se le ve recoger sin trabajo un alimento tan abundante como sano y variado. A la cultura del plátano se debe sin duda al proverbio que tantas veces he oído repetir por todas partes entre los trópicos: Ninguno muere de hambre en América: palabra consoladora que jamás he visto desmentida. En la choza más pobre se recibe hospitalidad, y se da de comer al que tiene hambre…
“En la estación seca, cuando el cielo conserva su pureza meses enteros, y ninguna lluvia baja a templar la sequedad de la tierra, se observa, sin embargo, alrededor del plátano, un suelo humedecido que parece haber sido regado por la noche. Esto es debido a la irradiación nocturna de las hojas hacia los espacios celestes. En efecto, la experiencia enseña que su enfriamiento respecto del aire ambiente, equivale a 3º15 del termómetro centígrado; y, por, tanto, atmósfera condensa y deposita en las hojas de las planta y baña después su pie cayendo bajo la forma de grandes goteras”.[10]
El llano posee, cultiva y utiliza todas las variedades que se conocen, tanto las citadas por los frailes misioneros y por Humboldt, Boussingault y Codazzi, como tres o cuatro más que no aparecen en los autores. Bien que se afirma que su harina es menos nutritiva que la del trigo, también es cierto que es superior a la de la patata.
Los granos y menestras son productos generales de todo el país, por lo cual no debo hacer indicación de ellos con respecto al llano.
Somos la tercera parte de la población venezolana, dedicada a la cría de ganados, excepción hecha del lanar, para el que no son propicios nuestros climas.
La carne vacuna es nuestro primer plato, aunque los llaneros de los campos no la consumen frecuentemente fresca: a motivos originados por el género de ocupaciones del pampero, se agrega una fuerte razón de experiencia, que el llanero campesino ignora que es una razón de fisiología: Pero la mesa llanera ciudadana es rica y selectas en viandas: júzguese de ellos sabiéndose que durante mucho tiempo, a nuestra llegada a estas poblaciones foráneas de la llanura, no acabamos de sorprendernos de que bajo estas latitudes se consuma carne de ganado macho… Como el árabe, nos nutrimos a diario y en fuertes proporciones de leche, mantequilla y quesos; nuestro pichero es exactamente el koumys de los tártaros.
Hé ahí nuestra base alimenticia: carne, leche y sus productos; menestra, maíz y sus compuestos, plátanos y yuca.
Como hors d´ aeuvre o entremeses. Será indispensable mencionar esa copia de prodigalidades con que la naturaleza se encarga, al regalarla y nosotros al gustarla, de destruir la fábula de nuestra frugalidad. Desolación infinita, sí, la llanura; océano de yerba sin horizonte, que es mar incoercible de melancolía; pero, bajeles de esa mar, largos convoyes que trazan estelas policromas sobre ese piélago, las matas, los montes, los bosques en ruedo, que prosperan a la caricia fecunda de decenas de millares de caños y de centenares de ríos, que rompen la monotonía de mi país con súbitas bellezas sorprendentes; ni una planta en esos tupidos arabescos de la llanura, que en su raíz, en su tallo o en sus frutos, no coloque un regalo gentil en nuestra mesa; ni una bestia cuya carne no arome el humo de nuestra cocina.
El aguacate (laurus persea), de la familia de las lauríneas, que evocaba ante el europeo la pera del donguindo, cuya pepa, en figura y tamaño de camuesa, es tintórea; la auyama, que los misioneros denominaban calabazas y escribían hullamas; el anón (anona aguamosa), en sus dos clases, de corteza lisa y de corteza arriñonada; y todos sus congéneres: la anona manirote o catiguire, la anona humboldtiana o chirimoya, la anona muricata o guanábana; la caruta (genipa americana), que pudiera llamarse el níspero llanero y cuya semilla cáustica empleó el indígena para tatuajes; el caimito (chrysophilum caimito, de las familia de las filiáceas; la chara, sin denominación botánica, y cuya semilla cocida suple al pan; las guayabas (psidium pommiferum), que la de hasta la clase agria gustó en conserva el europeo, cuando todavía poseíamos los restos de la industria colonial; la lechosa o papaya americana (caricha papagayo), que al misionero le parecían melones de Europa y cuya semilla, al describirla, asemejaba a la pimienta oriental y cuyas hojas trituradas pueden reemplazar el jabón, para blanquear encajes, muselinas y telas ligeras; el mapuey, de médula morada, y el ñame (discorea alata, d. sativa, d. bulbifera), farináceas que traen remotísimo abolengo de las civilizaciones del antiguo hemisferio; el mamón (melicocca bijuga), que el indio llamaba maco, como se denomina todavía en el Oriente venezolano; el merey (anarcadium occidentalis), cuya almendra tostada, siendo laxante, se concibe cuáles efectos produciría en los primeros catequistas, cuando el P. Caulin dice de ella: “Lo singular de esta fruta es tener fuera de ella, en lugar de pezoncillos, la pepita del tamaño de una almendra con figura de riñón; …asada (la almendra), es de mejor sabor que la bellota y castaña, y muy gustosa para beber agua”; mayas (……) patillas o sandias (cucúrbita citrullus), piñas (bromelia ananas).
La cetrería nos sirve: cachicamos (tatus multicinotus), del género tatus, fácilmente cazable acometiéndole de frente, porque las escamas de la cabeza no le permiten ver hacia adelante; chigüires, del género cabiais, anfibio, noctámbulo, su carne tiene gran consumo en el llano en los días de abstinencia; agutí, llamado picure entre nosotros, habitante en los huecos de los troncos, corre a saltos con gran velocidad, es tímido y fino de oído como la liebre, se alimenta de fruto de palmera, de carne y de pescado, se sienta para comer y lleva con las manos el alimento a la boca; terecayes, galápagos y morrocoyes, del orden de las tortugas; lapas (cavia paca); venados (cervus capreolus) que pastan en los claros de los bosques, a la orilla de los caños, a la vera de las sabanas, en manadas numerosas.
Y nuestros caños y nuestros ríos nos guardan sanguinarios y feroces caribes, de dientes triangulares y agudos. “El hombre del Llano, obligado a cada instante a pasar nadando los anchos ríos de aquellas comarcas, teme más a este pequeño pez que el caimán o a la anguila eléctrica que llaman temblador”[11]; morocoto, coporo y boca chica, valentón y bagres de enorme cabeza, ancha boca y largas babas.
La mesa llanera es inconcebible sin el único de nuestros alimentos nerviosos: el café. No es agricultor mi paisano, aunque hace cincuenta años Barinas fue una de las regiones de Venezuela más fecundas en cultivos superiores, entre ellos, arrojando altos índices, el café y el tabaco. Es, sin duda, el primero un poderoso excitante cerebral y la avidez con el llanero lo emplea es un nuevo vínculo que lo aproxima al árabe.
Los sociólogos europeos, al tratar de esta sustancia, escriben que “es difícil abusar de ella” y alguno refiere haber visto en París la ingestión de un litro de café provocar un acceso de locura, que degeneró en monomanía suicida.
En este punto hay, entre el europeo y nosotros, llaneros, una diferencia de procedimiento y de empleo, que produce la disparidad de apreciación. El hombre de Europa toma el café como pudiera el alcohol, como un excitante, y de aquí la depresión generada por su exceso; mi paisano lo toma casi como un alimento, frecuentes veces como un refrescantes.
Existe en estos una concomitancia de latitud, de nivel y de temperatura: el mismo autor aludido consigna que en el Hedjaz puede tomarse impunemente hasta veinte y treinta tazas de café por día.
Personalmente he observado esta diferencia de efectos bajos los climas inmediatos y diversos: el café es un refrescante en los medio días tórridos de Río de Janeiro, y un estimulante en los templados mediodías de Petrópolis. Uno observación exacta puede comprobar con el mate en Montevideo y en Buenos Aires, y el “fresco” de la población jornalera de manaos y del interior amazónico del oriente peruano y de la región fronteriza de Bolivia con Brasil, es el guaranú (Paullinea Sorbilis), colocadas entre los excitantes cerebrales cuyo uso prolongado debe, según los sociólogos afinar el cerebro de una raza.
Ovalles, que ha sido el primer compilador de todas las notas escritas respecto a mi país y a mis paisanos, dice: “Cuando el padre Mohedano plantó en el valle de Caracas los primeros cafetos, jamás llegaría a imaginarse que creaba la mayor delicia del llanero, “este abandonó el nutritivo pichero, similar del koumys de los tártaros, que la ciencia actual emplea para uso medicinales; y colocó por sobre todo el café, creándose con su uso la primera necesidad.
“El café para el llanero es algo más que el mate para el gaucho y tanto como la coca para el indio boliviano.
“Y podrán faltarle el pan y la leche en su choza, pero jamás el café, para su propio regalo y obsequio de sus amigos…
“Dadle al llanero mal aguardiente, mal tabaco o mala cena, pero nunca mal café; porque él no toma achicoria, ni brusca, ni maíz tostado, sino el grano mejor que produce el país.
“Prácticamente ha aprendido a hacer esta infusión agradable por su sabor y por su aroma, y la toma con tal delectación que hay que repetir con un inteligente escritor, que, el café forma con el caballo y la hamaca los dioses penates del llanero”[12].



Nuestra Vitalidad


Eloy G. González

(El Cojo Ilustrado. 15 de octubre de 1906,
año XV, Nº 356, pp. 631, 632).

Sería imposible precisar el límite de longevidad del llanero, si se lograse neutralizar las causas externas de debilitamiento y destrucción que reinan en su país.
Es sorprendente que en aquella tierra baja, tórrida, especifica del paludismo y de la fatiga, los hombres posean una resistencia y alcancen a una edad vencedoras de todas las agresiones morbosas, al punto de que el índice de mortalidad nunca es superior al de las regiones más salutíferas de Venezuela.
Se ven turbas languidescentes, extenuadas, anémicas, errantes por el poblado, habitadoras de la campaña, que sobrellevan victoriosamente la carga de su miseria corporal, más grave de año en año, sin que sucumban bajo sus progresos y su pesadumbre. Los mendigos, los invalidados por lentas e inerrables dolencias, se hacen tradicionales en nuestros poblados, padeciendo afecciones progresivas y acarreando una vida dolorosa y mísera, capaz para vencer cualquiera fortaleza en otros medios más favorables a la economía.
Esto se le da un semblante triste, doliente, compadecible, a la muchedumbre desvalida del llano. Pero este fenómeno, esta suerte de morbización, de inmunización contra todas las virulencias y las crueldades, seguramente viene garantizada desde la infancia del llanero, en orden biológico y en orden sociológico. En efecto, la alimentación compleja que le suministran al hijo de la pampa los reinos vegetal y animal, es rica y abundante: leche, carnes y granos, son de la mejor calidad exigida por la ciencia y provista por la naturaleza.
En el llano no hay que recurrir, en cuanto a alimentación, a ninguna de las indicaciones y ni de los procedimientos artificiales que cercan de guardia protectora la vida ciudadana: todo responde, en ese sentido, al objeto primero de la conservación y de la prolongación de la existencia.
La especie vacuna llanera es soberbia, por lo que hace a producto alimenticio: descontada la incuria del criador, que no se preocupa por los constantes y exquisitos cuidados que hacen de la cría y de su industria una tarea rudísima en las ciudades y en los países foráneos de la llanura, nuestras reses necesitan apenas una brevísima temporada de atención inteligente, para hacerlas competidoras de las más famosas. Su alimentación discrecional contribuye decisivamente a la excelente calidad de la leche y de la carne; y su número permite prescindir de los cuidados higiénicos y reparadores que se exigen fuera de nuestro país. Si la calidad de la leche no responde, prácticamente, para el llanero, a los índices teóricos señalados en los laboratorios por el lactoscopio, el cremómetro, y el lactodensímetro, se larga la res a la llanura y se cosecha otra, que a su vez es remplazada con otra, por deficiencia, y así sucesivamente. Ningún temor, tampoco, a falsificaciones: ¿aqué, cuando el azumbre (dos litros), nos importaría, en un caso imprevisto, medio bolívar?
La carne ofrecida al consumo desaparece bajo densa capa de grasa; los huesos están nutridos de gruesa médula; los músculos resplandecen, rojos, bajo la sangre que destilan; la vaca no se abate sino entre los cinco y los siete años, cuando posee su carne, precisamente una perfecta proporción de fibrina y tejido gelatígeno, y de ella no consumen sino los cuartos musculares, róseos, firmes, elásticos, de olor suave y fresco.
En cuanto a su preparación, el llanero es maestro en este género de cocina: no tiene otro rival en América sino el gaucho argentino.
Pero, hay también allí una causa poderosa de longevidad, un almacenamiento inicial de la vida desde la infancia: la madre llanera cría a su hijo. Y lo cría sin mandatos de la ley, sin prescripciones de la ordenanza policial, sin fórmulas de buen parecer: como cría a todos los suyos la poderosa y sabía naturaleza. En mi país desde que la mujer es madre, quedan abolidas para ella todas las preocupaciones, todos los cuidados que no se relacionen directamente con la salud y la vida de su hijo, desde la campesina, que procede como hija espontánea de la sola tierra, hasta la patricia, que se transforma en nodriza. Para siempre jamás se ausentan del pensamiento de nuestras mujeres, hechas madres, la coquetería, la presunción, la vanidad, la gloria orgullosa de la edad y de la belleza: la mujer llanera llena de majestad de su vida con la íntima profunda dignidad de ser madre; y la siente, la reverencia, la respeta y la ejerce con el fervor, el celo y la santidad de un sacerdocio. No son, para ella, la belleza personal, ni la prestancia corporal, ni la juventud palpitantes las que alumbran y hacen risueña la felicidad doméstica: la fidelidad conyugal, la paz leal e imperturbable de nuestros hogares llaneros, no están sostenidas por esos vínculos tan frágiles y miserandos, tan peligrosos y decorativos, que los rompa las más tenue brisa adversa, soplada de improvisto por la naturaleza misma, en el ala sutil de una dolencia, o por los eventos de la vida, desde la faz nefaria de una vicisitud social. Algo poderoso y magnífico enriquece allí la caución de la longevidad: el eterno amor consolidado por la transmisión secular de generaciones ancestrales, enseñadas al efecto respetuoso y a la piedad cariñosa; amor seguro y sereno, sin revestimientos frágiles de artificios, sin zalemas irritantes de mujerzuela, ni fingidos aspavientos de hembra… En mi país no habría necesitado M. Roussel invocar ese extraño derecho a que se ha apelado en Francia: el derecho del hijo a su madre. Entre nosotros no se efectuará jamás esa estúpida inversión de los términos inamovibles de la naturaleza, por la cual un deber rudimentario. un ejercicio cuasi mecánico de animalidad, requiera las fórmulas prescriptivas del código, para ser cumplido. El orden moral como el orden físico están incesantemente satisfechos por nuestras madres: en la llanura no hay mamilas mercenarias, que envilezcan el cuerpo y el alma del hijo ajeno, creando generaciones para una futura Bizancio…. Las ideas de familia y de madre tienen en mi país un altísimo sentido moral, rigoroso, estricto y solemne: allí no se promiscua la adusta y altiva irreductibilidad de los lares sacrosantos. Burdos, si queréis, desgarbados de cuerpo y rudos de espíritu; pero la sangre que corre por aquellas venas es inalterable sangre abolenga, que viene descendiendo por pisos de genealogía en un insospechable raudal ancestral; y mientras en otros medios se distienden y se debilitan las túnicas arteriales humedecidas por jugos bastardos, hinche las nuestras la vieja sangre llanera, –sorbida en el pezón materno–, que atraviesa triunfante por entre los homicidas agresiones de nuestra propia tierra, solamente en tardes centenarias vencida por las virulencias de la llanura.
El niño está constantemente en el regazo materno; y cuando infante, y todavía adolescente, bajo el techo familiar, sufriendo aquella enseñanza vigorizante del quehacer llanero y aprendiendo aquella escuela inmunizante de la tiranía doméstica, que lo enseña a ser dominador; haciéndolo olvidar, más tarde, de que ha sido esclavo.
Pero esos cerrojos son profilácticos: bajo ellos, mientras el llanero no es hombre, salva su vida eficiente de los cercenamientos reiterados y hace adelantada provisión de vitalidad, para luchar contra su llanura y domarla y someterla hasta que se pone, remotamente, el sol de su existencia.



[1] El sol llanero, El cojo Ilustrado, 15 de mayo de 1906.
[2] A. Rojas, Leyendas históricas, La leyenda del morich, 1 serie.
[3] Fr. Pedro Simón, Noticias historiales, primera parte.
[4] Fr. Antonio Caulin, Historias de la Nueva Andalucía.
[5] Las enfermedades y las guerras las han hecho desaparecer casi todas.
[6] Codazzi, Resumen de la geografía de Venezuela.
[7] Caulin, op. cit.
[8] Proporción de 1841.
[9] Codazzi, Resumen de la geografía de Venezuela.
[10] Boussingault, cita del anterior.
[11] Codazzi, op. cit.
[12] V. M. Ovalles, El Llanero, 1905.

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