¡Oligarcas Temblad, Viva La Libertad!
Los Llaneros del Apure y la Guerra Federal*
Miquel Izard
Barcelona, Boletín americanista.
Nº 41, 1991, pp. 107-124.
How many deaths will it take 'to he
knows
That too many people have died?
The answer, my friend, is blowin' in
the wind.
Bob
Dylan**
1.
Introducción
En octubre de 1857, unos dieciséis meses
antes de que se iniciara la guerra federal, el gobernador de Cumaná, en un
oficio a su ministro, negaba tajantemente el rumor de que se estaba organizando
una revuelta en Oriente, asegurando, por una parte, que los cumaneses ya no
pensaban en asonadas para solventar sus problemas y, por otra, que “faltan aquí
todos los elementos necesarios e indispensables para llevar a cabo una
revuelta: no hay caudillos aparentes; no hay armas ni municiones disponibles;
no hay dinero; no hay uniformidad en las ideas, ni en los intereses; no hay
confianza en unos, respecto de los otros”.[1]
En Venezuela, como en cualquier parte,
las masas populares se oponían a una modernización que las perjudicaba, a
través de una lucha continuada, aunque sus manifestaciones superficiales le
hagan parecer espasmódica. Esta lucha se había acelerado desde mediados del
siglo XVIII, contra la oligarquía criolla que intentaba sobre-explotarles y
contra los productos industriales de los países capitalistas centrales que iban
arruinando, una tras otra, las manufacturas, lanzando a un paro sin salida a
los obreros de las mismas. Además, como en todos los lugares y en todas las
épocas, la nueva situación agudizaba los conflictos de intereses entre los
distintos grupos sociales y/o económicos que luchaban para controlar el poder,
para beneficiarse de las nuevas posibilidades y para descargar sobre los demás
los perjuicios que las transformaciones acarreaban. Por añadidura, al sur de
Venezuela vivía un pueblo en potencia sumamente desestabilizador si se defendía
atacando: los llaneros (quienes residían en el Llano desde tiempo inmemorial y
quienes allí buscaron refugio en un sinfín de oleadas huyendo por diversas
razones del norte) que no tenían el más mínimo interés, sino todo lo contrario,
en verse ellos y su tierra incorporados al ámbito controlado por la oligarquía
caraqueña, que allí quería establecer una ganadería de rodeo.
Los llaneros gozaban de considerables
ventajas frente a las fuerzas represivas venezolanas que se lanzaban contra
ellos para someterlos y aniquilarlos: eran excelentes baquianos, increíblemente
habilidosos con sus armas-herramientas y nómadas, todo lo cual les capacitaba
para avituallarse y pertrecharse sobre el terreno sin precisar de nadie. Las
fuerzas represivas, al contrario, dependían totalmente de unos suministros
gubernamentales que Caracas, aun cuando pudiese costearlos, no siempre estaba
en condición de hacerlos llegar hasta las zonas de combate.[2]
La frágil estabilidad republicana podía
desbarajustarse si, como había ya ocurrido en 1816, un caudillo “aparente”
conseguía armonizar las ideas y los intereses de los llaneros con los de las
masas populares del norte y la oposición política al gobierno de Caracas, si
lograba que confiasen unos en otros y obtenía los recursos necesarios para
armar a las masas y a los opositores (los llaneros no las necesitaban pues se
bastaban con sus herramientas). Pienso que la guerra federal se desató en 1859
porque Ezequiel Zamora fue capaz de ello, y que por eso mismo fue asesinado,
plausiblemente por sus propios correligionarios, a principios de 1860. Diría
también que el resto de la contienda, hasta abril de 1863, no fue sino un largo
paréntesis que se prolongó el tiempo que centralistas y federales tardaron en
detener la revuelta social que entre todos habían dejado desatarse, y en
devolver las cosas a la situación anterior a la guerra.
Si los peones de los valles del norte o
del oeste sólo intensificaban una vieja lucha contra la opresión que parte de
ellos iniciara cuando todavía se les llamaba esclavos o encomendados, si los
llaneros proseguían la centenaria defensa de su tierra y de sus formas de vida,
lo que sí era nuevo en 1859 (o al menos sin tradición continuada) era el hecho
de que, en los conflictos de intereses por el control del poder, algunos
dirigentes políticos buscaran la alianza de campesinos y llaneros, reanudando
unas alianzas accesorias que ya se habían dado a lo largo de las guerras que se
han llamado de la Independencia.
La similitud entre la guerra federal y
las de la Independencia ya fue señalada por los mismos coetáneos: en 1860, en
un enfrentamiento periodístico, liberales y conservadores se acusaban
mutuamente, a través del general Justo Briceño y de Juan Vicente González, de
godos, “monarquistas”, y de connivencias con el gobierno español.[3]
Cinco años más tarde, Lucio Siso, en una carta a José Santiago Rodríguez en la
que denostaba las “revoluciones políticas” que sólo servían de pretexto para
alcanzar los peldaños más altos de la burocracia, enriquecerse o apoderarse de
la propiedad ajena, añadía que lo que había ocurrido y seguía ocurriendo en
Venezuela era una lucha “eminentemente social, que trae su germen desde la
independencia; que existió después, aunque latente; que se desarrolló del 42 al
46; y que desde entonces sigue con bandera desplegada, contenida por uno u otro
disidente, o favorecida por la ambición de alguno”.[4]
En esta aportación al tema de la guerra
federal, que es sólo una primera aproximación, quisiera destacar el papel
desempeñado por los llaneros, principalmente por dos razones. En primer lugar,
porque estoy convencido de que su intervención fue decisiva y de que si no la
analizamos jamás podremos captar en su cabalidad este complejo y trascendental
período de la historia venezolana, y en segundo lugar porque, sin razón
aparente, los llaneros no son mencionados ni en las obras monográficas ni en los
ensayos más generales, ni por los historiadores positivistas ni por aquellos
que se autocalifican de progresista.[5]
Tan extraño escamoteo ha obligado a los que hasta ahora han tratado el tema a
conceder, en el mejor de los casos, un desmesurado protagonismo a los
campesinos sin tierra, ensalzándoles o denigrándolos (y siempre tratándolos de
salvajes, analfabetos o incultos), o a recurrir a absurdos mayores, como el de
deducirlo todo de un caudillaje fatal del que nunca queda claro quiénes
formaban las mesnada.[6]
2.
El polvorín apureño
Como acabo de señalar, los llaneros,
desde mediados del período colonial, venían defendiéndose de las apetencias de
la oligarquía norteña, quien, en su afán de controlar a los animales
cimarrones, convertía según su legislación en cuatreros a los habitantes del
Llano, acusándolos de abigeato. Los constantes enfrentamientos entre ganaderos
y cazadores se agravaban cada vez que, por razones internas o externas,
aumentaba la demanda de bienes pecuarios; así ocurrió desde mediados del siglo
XVII, ante la oportunidad de abastecer de tasajo y de animales vivos a las
plantaciones del área del Caribe.
Hacia mediados del siglo XIX, cuando de
nuevo estaba creciendo desmesuradamente el número de personas que buscaban
refugio en los Llanos huyendo de una modernización que perjudicaba cada vez más
a más gente, a la vez que la vida en las sabanas se veía dificultada por la
derrengadera,[7]
un brutal tirón en la demanda por parte de los países capitalistas centrales
(posiblemente vinculado a la guerra de Crimea y a la guerra de Secesión en los
Estados Unidos que los convirtió de exportadores en importadores), vino a
añadirse a la mencionada demanda caribeña, aumentando la avidez de quienes se
calificaban de propietarios. Éstos, en su afán de controlar la ganadería,
emprendieron otra acometida contra los llaneros y promulgaron una legislación
todavía más represiva, pero, una vez más no acompañada de los suficientes
recursos para organizar una fuerza armada capaz de aplicarla, produciendo los
mismos resultados que en situaciones anteriores: muchos cuatreros se
transformaron en forajidos, aumentada ahora notablemente su fuerza con la
posibilidad de perjudicar económicamente a sus enemigos, ya que era más fácil
comercializar pieles que carne o animales vivos.
Así, desde muy antiguo, se fueron
perfilando dos Llanos, el de los propietarios de hatos, y el de los animales
orejanos, señoreado por llaneros cimarrones. La situación era relativamente
estable si no se enfrentaban unos y otros, pero cuando los segundos eran
hostigados por los primeros, solían convertirse en una fuerza devastadora.
Hacia finales de la década de los
Monagas, y colaborando posiblemente a su declive, aumentó la insubordinación de
las masas campesinas, así como también, a juzgar por las frecuentes quejas de
los ganaderos, el número de “cuatreros”, que desollaban más reses sobre una
mayor extensión del Llano. Son muchas las denuncias que se conservan entre los
papeles de Interior y Justicia, procedentes en su mayoría de cantones situados
a orillas del Orinoco o de sus tributarios, ya que, como también ocurría con la
comercialización de cueros realizada por los propietarios la fluvial fue la
mejor, y posiblemente casi la única, vía para hacerlos llegar a los puertos de
embarque.
A principios de abril de 1856, Rudecindo
Antonio Dorante, vecino de Libertad en Portuguesa, oficiaba al gobernador de
esta provincia lamentándose de la situación en el cantón apureño de Mantecal;
en una larga introducción contrastaba la pacífica situación reinante en toda la
República con la de su cantón, donde, “por no decir en todo el Apure, ha
colocado su trono el imperio del mal, que amenaza de nuevo a la patria entera,
si no se marcan lindes a sus conquistas devastadoras. No hay en Mantecal leyes
ni magistrados sólo mandan el plomo y el puñal con su autoridad aniquiladora”.
Según Dorante, todo se habría originado con el creciente desuello para
comercializar cueros, y ya no se respetaba el “sagrado derecho de propiedad”,
pues allí los ganados se consideraban “bienes de todos y desgraciado del dueño
que pretende oponerse a tan espantoso comunismo”, ya que entonces “el odio y la
persecución le van de cerca y el ángel de la muerte bate sobre él sus alas de
exterminio y destrucción”. Los motivos para las lamentaciones de Dorante no se
limitaban a los cuatreros; en Independencia, una familia apellidada Siragusa
habíase rodeado de peones y forajidos (entre ellos Miguel Gerónimo Herrera,
condenado a muerte en 1846 bajo la acusación de ser el cabecilla de salteadores
y escapado del cerrado de Maracaibo tras habérsele conmutado la pena anterior
por la de diez años de presidio), así como Miguel Escobar, perseguido por
hurtos y heridas, y se valía de su influencia política para desollar reses en
los hatos vecinos o para burlarse de la ley: cuando Dorante había intentado
llevarles ante el juez el jefe político del cantón había mandado prender al
demandante acusándole de “asonada, atentado o proyecto de conspiración”.
Como en la mayoría de los expedientes,
se proponía la creación de un cuerpo volante, en este caso de una docena de
hombres, para el que los criadores proporcionarían montura y Dorante
manutención y soldada, y que no sólo debería acabar con el abigeato sino
también con conflictos y discrepancias, ya que algunas autoridades eran
cómplices de propietarios deshonestos, y otros armaban sus peonadas y recorrían
las sabanas “en resguardo de sus intereses”, lo que provocaba enfrentamientos
que sólo terminarían de existir la garantía de una autoridad superior. El
expediente finaliza con un informe de la Secretaría, en el que se decía que ya
existían cuerpos volantes, que se desconocía si seguían organizados, que en
casi todas partes eran suficientes, salvo donde había dificultades provocadas
“por dueños de pequeños hatos interesados tal vez en la continuación del
delito”; se aconsejaba reorganizar los cuerpos si no lo estaban ya, y la
“reducción a poblado de todo individuo que careciera de establecimiento formal
de crían”.[8]
El documento denunciaba enfrentamientos
entre propietarios y complicidades de burócratas. Dos meses más tarde, elevaba
una exposición al presidente de la República una Sociedad de Criadores del
Guárico (de la que no he localizado más información), lamentando que la
actividad pecuaria, “lejos de marchar hacia la mejora y adelantamiento a que
todo en la naturaleza se encamina, lo mismo en el orden físico que en el orden
moral, era fatalmente arrastrada hacia ese estado de atraso y de
aniquilamiento” que cualquiera podía constatar. Los ganaderos, que creían ciegamente
en el progreso, diagnosticaban a continuación las causas del atraso: la
derrengadera dificultando el abastecimiento de bestias e impidiendo a los
propietarios controlar las reses cimarronas, parte de las cuales caían en manos
de los desolladores; la inestabilidad política; el descenso de los precios en
períodos anteriores, que había conducido a comercializar más terneros que en
circunstancias normales, y denunciaban la aparición de un azote nuevo, del que
no existía precedente, “más terrible que la peste, más destructor que las
revoluciones, más imperioso que la necesidad”, el desuello de ganado al que se
dedicaban “la gente vaga y servidora fiel del vicio y desdeñosa del trabajo”;
según los exponentes ya no quedaban reses en las sabanas bajas atravesadas por
ríos que facilitaban la comercialización de cueros “y que ofrecen a los
malhechores mil salidas para burlar la vigilancia de las autoridades”. La
mayoría de los cueros pasaban por Ciudad Bolívar, donde entre 1850 y 1855 se
habían exportado más de tres millones, diez veces más que entre 1830 y 1835. La
exposición de los ganaderos concluía en tono esperanzado: sabían al presidente
de Venezuela interesado en la cuestión y esperaban la creación de cuerpos
volantes, ya decretada hacía un año aunque paralizada por culpa del cólera.[9]
A partir de este momento, y durante un
año, se crearon muchos cuerpos volantes que pormenorizaré de inmediato. Pero,
como ya he señalado, en los documentos, además del abigeato, se mencionaban
conflictos entre diferentes categorías de propietarios o la intervención de las
autoridades y, a juzgar por el resultado final, todo hace suponer que el
intento oligárquico de imponer su “orden” en la región, con patrullas formadas
por sus peones y comandadas por ellos, acabó una vez más, como ya había
ocurrido a finales del período colonial, no liquidando delincuentes, sino
convirtiendo el Llano en un polvorín.
A finales de junio se creó un campo
volante en el cantón Achaguas de la provincia de Apure, a petición de varios
criadores del mismo, encabezado por José Ma. Peña que, además, era
comandante. El cuerpo, de diez hombres, estaba formado y financiado por los
ganaderos, dirigido por Peña y contaba con el beneplácito del presidente, que
esperaba de él “la morigeración de las costumbres depravadas que se han
introducido en los Llanos”.
Poco después se creó otro campo en el
cantón Girardot, de la provincia de Cojedes, a solicitud del jefe político,
Francisco Hernández Padilla, también gran propietario ganadero, elevada el
presidente de la República José Tadeo Monagas, movido por “mis deberes de
magistrado, mis intereses como criador y mis deseos como vecino”, y convencido
de que éste atendería rápidamente la solicitud. El campo de seis hombres iría
montado en bestias de los vecinos, sería mantenido por Hernández y pagado por
el Gobierno.
De un mes más tarde es la primera
referencia al abigeato en Oriente: el jefe político del cantón Montes (sur del
actual estado Monagas), comunicaba desde el puerto fluvial de Barrancas al
gobernador provincial que existían “ciertos hombres sospechosos” que se
sostenían del robo de ganado, provocando el natural “clamoreo” de los vecinos
propietarios, por lo que había comisionado a un tal Francisco Hernández para
que inspeccionara la sabana, obrase contra los malhechores y reclamase la
colaboración de los ciudadanos en caso necesario. El Secretario del Interior
respondía que la medida le parecía correcta, pero insuficiente, para garantizar
la propiedad de acuerdo con la política gubernamental, “que en su constante
celo por la inviolabilidad de las garantías del ciudadano ha procurador siempre
amparar la propiedad donde quiera que la haya visto amenazada”, y que estaba
dispuesto a “atajar el progreso de esa desmoralización que cunde en los
Llanos”.
En diciembre del 56, el gobernador de
Apure permitió a tres ganaderos organizar campos volantes que actuaran en sus
posesiones y aprehendieran a los cuatreros para entregarlos a las autoridades;
pero posiblemente la actuación de las rondas había provocado enfrentamientos
subordinados, pues ahora ya se les encomendaba no sólo perseguir el abigeato
sino también colaborar con las autoridades en “cuanto pueda ocurrirse sobre la
materia o [a] la conservación del orden en sus casos”. Esto mismo se trasluce
de un oficio de una semana más tarde, del mismo gobernador al presidente de la
República, informándole de la creación de un cuerpo volante en el cantón
Guasdualito; en el que por añadidura aparecen las primeras referencias al
tráfico de cueros hacia la Nueva Granada. Este nuevo cuerpo volante no sólo
estaba dirigido por el primer comandante del ejército, de acuerdo con los
propietarios, sino que además lo componían veinticinco soldados, que no peones,
un alférez, un sargento y dos cabos, pues se dejaba sentir por aquellos lugares
“la criminal voz de la anarquía que bien puede alterar el orden, la paz y
tranquilidad en este cantón y quizás en toda la provincia”; el gobernador
también solicitaba carabinas y munición. Poco después, en el otro extremo de la
República, el gobernador de Barcelona establecía un campo en el cantón Freites
en respuesta a las repetidas quejas de los ganaderos, quienes hablaban de
abigeato, pero también de una situación que había llegado al extremo de “poner
en riesgo la vida de aquellos laboriosos propietarios”, uno de los cuales,
Cesáreo Grimón, se ofrecía para mandar y ayudar al sostenimiento de un cuerpo
de seis hombres. Dos meses más tarde, el gobernador escribía de nuevo al
Secretario, significándole que había desmantelado el cuerpo dadas las dificultades
para su sostenimiento y “regularización”.
Los conflictos se agravaban a un ritmo
endiablado. Pocos días más tarde, los sucesos de Barinas o del Guárico
denotaban una gran violencia: a mediados de febrero, el jefe político del
cantón Pedraza denunciaba la existencia de un grupo de amotinados para desollar
y “cometer otros excesos”, del que formaban parte dos hermanos Colinas,
prófugos de la cárcel de Barinas, y da una idea del cariz de la insurgencia el
hecho de que se pidiera la cooperación de los militares. A principios de marzo,
la Secretaría oficiaba al gobernador del Guárico significándole que el poder
ejecutivo estaba informado de la existencia de una cuadrilla de ladrones que
actuaba cerca del río Portuguesa y que había conseguido burlar la persecución
del ejército, tanto en aquella provincia como en la de Barinas; el documento
continuaba con una ristra de promesas: el gobierno tenía una intención
primordial, “la protección debida a los propietarios”, estaba decidido a acabar
con los cuatreros y a dar “todo género de garantías a los ciudadanos honrados”,
y encarecía que siguieran la persecución el comandante Fernández y el señor
Jacobo Ortega, vecino de Guardatinajas, que ya habían desempeñado el mismo
menester en situaciones anteriores. Diecinueve días después, el gobernador de
Barinas se lamentaba del incremento del abigeato y de su falta de recursos para
combatirlo. La Secretaría del Interior respondía informándole que se había
creado en Barinas un cuerpo volante a mediados de 1855, al parecer con éxito
pues cesaron las quejas de los ganaderos, por lo que pensaban que un nuevo
cuerpo acabaría con los merodeadores.[10]
Ni el ejército ni los cuerpos represivos
paralelos financiados y organizados por los mismos propietarios eliminaron la
cuestión, pues continuaron las quejas de los que se decían perjudicados. Como
era de esperar, no sólo no acabaron con el desuello sino que además enconaron los
enfrentamientos y su presencia y actividad degeneró en una buena cantidad de
abusos. El 1 de abril, el ganadero José Delgado obtuvo del gobernador de
Barinas autorización para recorrer en canoa, con una docena de hombres armados,
los caños del cantón Obispos, pero la Gobernación también quería “sostener las
garantías y seguridad de las personas e intereses de los habitantes de la
provincia en perfecta armonía con el mantenimiento del orden”, y especificaba
que Delgado sólo recorrería su sabana y conduciría a los detenidos ante el
juez. En relación con toda esta problemática, Delgado exigía que se acatase una
resolución ratificada en agosto de 1855, que obligaba “a vivir en poblado a
todas las personas que no tienen en los campos establecimiento formal de cría,
ni sirven a los dueños de hatos”, resolución que ha “sido ilusoria hasta el día
de hoy”.
Pero, insisto, los campos volantes no
liquidaban el problema, sino que lo enconaban. Una semana más tarde, la
Secretaría notificaba al gobernador de Apure que le habían llegado las
lamentaciones de los ganaderos de su provincia a través del comandante José Ma.
Peña, quien se ofrecía a sostener y comandar otro campo volante, de veinticinco
hombres, para exterminar a los malhechores que ya se habían estacionado en el
cantón Achaguas; se le autorizó a actuar en los restantes cantones del Apure e
incluso a penetrar en los vecinos, si perseguía alguna partida. Cinco meses más
tarde, el gobernador de esta provincia, Apure, oficiaba a los de Barinas,
Cojedes, Guárico y Portuguesa lamentando la extensión que iba tomando el mal,
el incumplimiento de las normas dictadas para liquidarlo y que comerciantes y
autoridades cooperaban con los cuatreros.
Pocos días más tarde eran de nuevo las
autoridades de Oriente las que hablaban de desuello; el gobernador de Maturín
denunciaba un tráfico muy considerable con Barcelona y Guayana, la movilización
de grandes hatajos de ganado sin que las autoridades realizaran las pesquisas
más elementales, “alimentando la impunidad más escandalosa con perjuicios de la
moral y del bien público”, que quienes realizaban este tráfico clandestino lo
hacían abiertamente en Puerto de las Tablas y vivían tranquilamente en Upata,
sin que nadie les molestara, y que buena parte de las negociaciones se cerraban
en Ciudad Bolívar.[11]
Si la legislación sobre ganado convertía
a los llaneros en cuatreros, la legislación sobre mano de obra exasperaba más
de lo que ya lo estaban a los campesinos, reales o potenciales, que no querían
trabajar forzados a cambio de salarios de hambre. A mediados de 1856, el
gobernador de Cojedes enviaba una circular a los jefes políticos de su provincia
exigiéndoles que se castigara a los vagos y mal entretenidos, y a los
jornaleros o sirvientes que no cumplían con los deberes que se les imponían.[12] A
pesar de la inoperancia del aparato represivo, algunas personas eran
encarceladas, acusadas de uno u otro delito, pero dado que tampoco era
eficiente el sistema carcelario, la mayoría de los encausados escapaban e iban
a engrosar las filas de los escurridizos que fácilmente podían convertirse en
rebeldes.[13]
3. Los contendientes
La inesperada y no querida ruptura con
la corona a principios del siglo XIX, obligó a crear una República, un
parlamentarismo censitario y unos partidos políticos vinculados, en el mejor de
los casos, a grupos de la oligarquía enfrentados por conflictos de intereses,
grupos que con el tiempo fueron capaces de provocar divergencias dentro de un
mismo partido. Entre los liberales, la facción más moderada se encontraba cada
vez más próxima a los conservadores, mientras que una radical se desmarcaba
cada vez más de su propio partido, para acabar creando uno nuevo, el Federal,
populista, con un desdibujado programa en el que se exigían garantías formales
pero no se planteaban graves cuestiones estructurales que venían arrastrándose
desde, como mínimo, el período colonial. Así, se memoraba una tenue vinculación
con el programa bolivariano, se mencionaban unas taumatúrgicas virtudes de la
organización administrativa federal frente a la centralista, o se prometían una
serie de libertades (de prensa, de culto, de enseñanza), el sufragio universal,
la igualdad ante la ley o la abolición de la pena de muerte por delitos
políticos, pero se olvidaban las relaciones de producción, la propiedad de la
tierra o las reivindicaciones llaneras.
Algunos dirigentes federales, en su afán
por hacerse con el poder político en Caracas, llegaron a aliarse accesoriamente
con los rebeldes campesinos y con los insurgentes llaneros, unos y otros con
unas pretensiones nítidamente transparentes que nada tenían que ver ni con el
federalismo ni con el liberalismo, con los que sólo les unía un enemigo común,
una parte de la oligarquía caraqueña. Esta connivencia dio lugar a una nueva
guerra civil, que estuvo en un tris de liquidar la frágil estructura
republicana.
Por su parte, los conservadores, ante el
empuje de la insurgencia, ofrecieron repetidamente una amnistía, esperando
dividir a sus contrarios. En la mayoría de los casos, el llamamiento se dirigía
a unos federales bien concretos; así, por ejemplo, a principios de 1862, Páez,
nombrado dictador en un desesperado intento de acabar con la revuelta, publicó
en el Registro Oficial una alocución
de la que quedaban excluidos explícitamente los llaneros, a los que
posiblemente no tenía por venezolanos, en la que decía: “¡Compatriotas! No os equivoquéis. Vosotros, todos los que tenéis
familia, los que tenéis propiedad, los que tenéis honor, corred a salvar tan
sagrados intereses. Ofreced al gobierno para vuestra propia defensa esos bienes
de fortuna que aniquilará la guerra o pillará el implacable enemigo del reposo
público. Ofrecedle esa sangre que el faccioso está resuelto a derramar, no en
los combates, sino en los bosques, en los caminos, en los desiertos.
Condenándoos previamente a martirios horrorosos. La época de las abnegaciones y
de los elevados sacrificios ha llegado. Vuestro poder es inmenso, y sería
mengua que lo eludiesen por más tiempo, o que lo hiciesen ineficaz, esos grupos
insignificantes que se albergan, fementidos, bajo los pliegues de una bandera
política”.[14]
Por su parte, algunos dirigentes
federales eran bien conscientes de que habían cooperado en una revuelta que
podía descontrolárseles. Dos meses antes de la mencionada alocución de Páez,
una comisión gubernamental se había entrevistado en Tinaco con generales y
coroneles rebeldes para ver de llegar a un armisticio. Estos últimos estaban
muy interesados en que quedasen patentes algunos extremos: “hay dos especies de
males en el país, la una depende del estado de guerra y la otra proviene de
desórdenes cometidos a la sombra de las hostilidades. En cuanto a ésta,
nosotros hemos probado repetidas veces que deseamos y defendemos el orden, el
respeto a la propiedad y la seguridad de las personas: en esta línea se nos
encontrará siempre y prometemos colaborar para acabar con excesos y delitos que
ofenden a la moral y a la sociedad en todos tiempos [...]. Es también
indispensable para la consolidación de la confianza que depositamos en las
autoridades centrales, que no desempeñen destinos públicos personas
reconocidamente opuestas al dulce bien de la paz”.[15]
En el bando llamado federal, los
llaneros llegaron a alcanzar cotas cuantitativa y cualitativamente
fundamentales;[16]
pero están documentados suficientes casos de participación de ganaderos
propietarios como para que no pueda hablarse de situaciones atípicas; aunque
ignoro cuál fue la causa de su participación, pudo tratarse de vinculaciones
ideológicas o, más posiblemente, de enfrentamientos entre ganaderos y
plantadores, entre ganaderos y comerciantes o entre propietarios de grandes y
pequeños hatos.
Así, Miguel Palacio, jefe del Estado
Mayor Divisionario del Apure decía a mediados de 1860 que los perjuicios
sufridos por culpa de la revuelta en el cantón San Fernando, debían compensarse
“con las propiedades de los que en aquella provincia han tomado las armas como
facciosos”; después de señalar la importancia de San Fernando, “llave de los
Llanos”, nexo con los de Arauca y con Ciudad Bolívar, mencionaba los destrozos
causados por los federales, y cómo en los momentos de mayor incertidumbre los
comerciantes habían financiado la defensa de la ciudad; Palacio concluía
significando que si el Gobierno no podía resarcirles, en Apure “tienen los
principales caudillos de la revolución con que pagar cuantos males han causado,
no tan solamente a sus buenos vecinos sino parte de los daños causados a la
Nación entera”.[17]
Dos años más tarde, otra autoridad
militar lamentaba que los federales se apoderaran de bestias en ambas orillas
del Apure con la connivencia o la tolerancia de los propietarios, “y no parece
Señor, sino que esquivan [...] sus caballos, para complacerse en verlos en
manos de los vándalos”, y también acusaba a los vecinos de Camaguán de
comercializar cueros y grasas a cambio de mercaderías que tarde o temprano
beneficiarían a los facciosos. Un mes después, el gobernador de Apure señalaba
que, a raíz de los múltiples vaivenes de la guerra, los federales acaudillados
por Lino Pérez se habían visto reducidos en un mes de trescientos ochenta
hombres a setenta, lo que se debía a la anarquía que había provocado la atomización
del ejército rebelde en un sinfín de pequeñas facciones, la mayoría de las
cuales estaban dispuestas a acogerse al indulto siempre y cuando se les
garantizaran vida y propiedades.[18]
Ello provocó que el gobierno pensara en avituallarse con el ganado de los
insurrectos. A las órdenes que se transmitieron al efecto respondió el
gobernador del Guárico significando que se le habían presentado toda clase de
inconvenientes para remitir a Caracas mil reses, la primera, insuperable, “no
haber en esta provincia hatos de facciosos, pues los insurrectos del Guárico
son en su casi totalidad proletarios, que han declarado guerra a la propiedad”;
el gobernador añadía que se hubieran podido enviar reses orejanas, pero que no
tenía bestias para recogerlas y que los pocos jinetes de que disponía debían
dedicarse a acciones militares para hacer frente a un enemigo cada vez más
osado; insistía en que podía actuarse en este sentido en el Apure, donde había
“mucho ganado y hatos de grande importancia de propiedad de facciosos”;
proponía también, para solventar los problemas de transporte, salar la carne de
res y enviarla como tasajo por el río en un vapor. Concluía el gobernador
insistiendo en que de realizarse dicha operación, debería andarse con mucho
tino y no malquistarse con amigos o indiferentes, sacrificando exclusivamente
ganado de los federales, quienes, según el gobernador, se habían enriquecido
durante la contienda vendiendo reses y caballos de sus contrincantes en la
Nueva Granada, donde muchos de ellos tienen hoy valiosas posesiones[19]
Cinco meces más tarde, el mismo
informante insistía en que la mayoría de los apureños eran rebeldes, por lo que
sugería que la provincia de Apure fuera anexada a alguna de las vecinas;
aseguraba que sólo el cantón San Fernando había permanecido fiel a los
gubernamentales, proponía la anexión al Guárico y la unión de ambos ejércitos
provinciales para hacer frente, no sólo a los rebeldes apureños, sino también a
los que atacaban desde el este y el oeste, desde Barcelona y Barinas.[20]
Sin embargo, los partidarios teóricos de
la federación eran más y tenían hondas raíces históricas. Plausiblemente, por
razones obvias, eran más los adeptos en las provincias más alejadas de la
capital. A mediados de 1858, los “vecinos” de la provincia de Barinas se habían
pronunciado para que en la Convención Nacional que debía reunirse se adoptara
esta forma de gobierno; el escrito, que no tiene desperdicio, es una prueba más
de que los sucesos de 1811 no eran el resultado de un largo proceso de afán
secesionista, sino el puntual rechazo a los Bonaparte: “Ni Venezuela ni ninguna
nación de la América del Sur estaban llamadas en 1811 a proclamarse
independientes porque no se conocía, ni se sabía, ni existía en el vocabulario
de la lengua la palabra libertad. Sin embargo se dio el grito de independencia
y libertad, y de los bosques y de la ruda clase de los siervos salieron héroes
que admira el mundo, y la independencia ha llegado a ser una verdad, aunque la
libertad bajo la forma de gobierno que hemos tenido no ha sido más que una
quimera, una palabra empleada para engañar por unos, para dominar por otro”.[21]
Por otra parte, gracias a la información
aportada por José Santiago Rodríguez, parecería que las diferencias entre los
propietarios del Apure y el Guárico se daban también entre sus peonadas. A
comienzos de la contienda, los; “malhechores” atacaban los hatos del Guárico
así como a sus peones y caporales, saqueaban, y a los segundos intentaban
matarlos, por lo que ni éstos ni, con mayor razón, los propietarios, podían
dormir tranquilos, y debían huir constantemente. En el Apure, y más
concretamente en Guardatinajas, la mayoría del peonaje, en parte exacerbado por
los abusos de los jueces de paz, abandonó el trabajo, se afilió a la Federación
y declaró la guerra a encargados y propietarios. Posteriormente, al progresar
la insurgencia, los hatos fueron controlados por los peones, “a quienes la
anarquía les había dado un título que era de hecho primacial sobre el que las
leyes le conferían al verdadero dueño”.[22]
Sin embargo, y como ya he dicho, al
margen de esta presencia de propietarios entre los federales, la inmensa
mayoría de los insurgentes provenían de grupos subordinados, de clases
subalternas, de rebeldes fronterizos. En una carta de finales de 1859 de Ribas Galindo
a José Santiago Rodríguez, a pesar de mencionar recientes victorias
gubernamentales, se mostraba francamente pesimista, dado que “los federalistas,
según se llaman ellos, son las tres cuartas partes de la población, y como el
Fénix, renacen de sus cenizas. El día que tengan armas Dios sabe qué sucederá”;[23]
si los insurgentes eran un setenta y cinco por ciento de la población, el
grueso de sus filas debía nutrirse de desheredados, lo que ocasionó que
cundiera la alarma entre quienes se sentían amenazados y que calificaran a los
federales de forajidos. Así, pocos meses después de iniciada la contienda, en
el verano de 1859, uno de los puntos esenciales del programa del gobierno
Castro-Tovar se encaminaba a “aniquilar las facciones que asolaban algunas provincias
y alarmaban al resto de la República; el gobierno ofrecía a todos los
venezolanos extraviados y aun a los
delincuentes, la clemencia y la paz, si se someten al imperio de la ley. Más al mismo tiempo está
resuelto a poner en acción todos los recursos de la nación, hasta agotar sus
últimos esfuerzos, a fin de escarmentar a los que pertinaces en sus malos
propósitos, pretenden aniquilar en Venezuela todo elemento de riqueza material,
todo sentimiento moral.[24]
Medio año más tarde, Pedro de las Casas
escribía al licenciado Rodríguez y utilizaba un lenguaje similar al hablar del
progreso que habían tenido entre los venezolanos “las malas pasiones y el
instinto de crueldad y rapiña que parece germinaba en las clases pobres e
ignorantes de la sociedad [...]; la revolución federal, o mejor dicho, social,
es una hidra de mil cabezas que se muestra por todas partes, y que vencida en
un punto, reaparece en diez, sin dejar esperanzas de su completa
exterminación”. Pero el mismo Rodríguez denunció que el problema era más de
fondo, constatando que el gobierno ponía excesivas esperanzas en victorias
militares sobre Zamora o Falcón, y lamentaba que: “Se partía de una base falsa,
porque cuando una revolución llega a alcanzar las proporciones que había
llegado a tener la de aquellos días, por grande que sea la preponderancia de
este o aquel jefe, la revolución no termina ni con un triunfo, por grande que
sea, el que éste haya obtenido contra ella, ni por la desaparición de ese jefe,
por prestigioso que sea”.[25]
4. La guerra federal
Esta nueva contienda civil duró casi
cinco años porque, lo repito, los insurgentes eran mayoría, porque entre ellos
figuraban los llaneros (invencibles en su territorio), pero, por añadidura,
porque los gubernamentales se encontraban en flagrante inferioridad logística
y, en consecuencia, por el mismo cariz de la contienda, se les hizo
prácticamente imposible levantar un ejército, dado que los humildes estaban en
la trinchera opuesta y los poderosos no estaban dispuestos a pelear en una
guerra de la que sólo aspiraban a obtener beneficios o, en el peor de los caso,
el mantenimiento de la situación que se había estructurado desde poco después
de la irrupción europea.
Siempre los gobiernos han enfrentado
dificultades para enrolar tropas en los ejércitos y frecuentemente, para no
decir todas las veces, han debido recurrir a la fuerza y la violencia. Las
dificultades se han acrecentado cuando era nítidamente transparente que los que
se hallaban al otro lado no eran precisamente “enemigos”.
En los Llanos, e incluso en épocas de
aparente tranquilidad, no era fácil reclutar milicianos para los servicios
rutinarios, cárceles, parque, etcétera; los criadores del Apure estaban
exentos, pues en principio residían en las sabanas o “desiertos”; sólo podía encargárseles
a los comerciantes, quienes pagaban a vagos o mal entretenidos para que les
relevaran de esta carga; pero dado el desembolso que ello significaba,
solicitaron repetidamente que se encargara el ejército.[26]
Si en circunstancias normales nadie
quería ser, voluntariamente, miliciano, es comprensible que fuese más difícil
enrolar soldados durante una guerra; los pocos que se conseguían se escapaban,
y para acabar con un nuevo problema debían decretarse, repetidamente, indultos
a los desertores. Esta problemática, lógicamente, se agravó con el transcurso y
desarrollo de la contienda.[27]
Si los rotos desertaban, los oligarcas o
sus servidores inmediatos se valían de diversos subterfugios para no ser
enrolados en el ejército. Una de las formas era hacerse con un justificante de
comisario de policía en la retaguardia; a finales de 1862, y como mínimo en el
Táchira, el intento de los jefes militares de reclutarlos provocó que se
escondieran y que las autoridades civiles se encontraran sin ejecutores para
cobrar el Impuesto que pagaban quienes se libraban del servicio a cambio de
metálico. Obviamente, todo esto enfrentaba a los militares con los civiles,
tema sobre el que insistiré más adelante. En relación con el Táchira, el Jefe
de Operaciones de la Cordillera decía: “Ni las hordas que talan nuestros campos
cometen tantos excesos como los que pinta V. S. con vivísimos colores”. En
cuanto a los que pagaban para no pelear, decía que si todos contribuían no
habría ejército, y añadía: “¿Cree Su Señoría que se defiende a la patria con
dinero en las arcas? Si esto cree Su Señoría no es necesario el ejército, y si
esto no es necesario, esta Jefatura debe dejar a V.S. el encargo de custodiarla
y pacificarla por esos medios que no están al alcance de esta jefatura”.[28]
Poco después fueron llamados los
milicianos del Guárico para intentar detener una insurgencia que se extendía
como mancha de aceite y ponía en peligro, según decía un decreto, los hogares,
la familia y el gobierno. Recurriendo a la verborrea de las grandes circunstancias,
el texto añadía que había que derrotar a un enemigo que amparándose en la
vegetación evitaba enfrentarse “con las armas
nacionales”; más adelante se decía: “ningún ciudadano honrado debe
excusarse de tomar parte en esta cruzada
santa del patriotismo”.[29]
Por patriótica
que fuese la cruzada existían otros
intereses tan honrados y nacionales como la guerra, lo que por ejemplo
recordaba un decreto del gobernador de Aragua considerando que ni la
agricultura ni el comercio podían perjudicarse con el reclutamiento y
recordando que era de “absoluta necesidad”
conseguir que se respetara la excepción de servicio militar que afectaba a los
mayordomos de haciendas y a los arrieros.[30]
Cuando la guerra ya estaba finalizando
eran mayores las dificultades de los gubernamentales para hacerse con tropa y
superior el empeño de los escasos centralistas para no participar en la
contienda, lo que obviamente se veía agravado porque desde el comienzo se había
polarizado la situación: los que deseaban conservar el viejo orden no estaban
dispuestos a verter su sangre y los que no tenían interés alguno en conservar
nada eran la inmensa mayoría.[31]
Mientras, los errantes, quienes no se sentían ni con unos ni con otros, iban de
un lado para otro.[32]
Por estas fechas, final de 1862, a
cuatro meses de la traición de Coche, los gubernamentales, desesperados,
recurrieron a alternativas externas; el gobernador de Apure enrolo en el
ejército a diversos dirigentes facciosos que, repetidamente, el gobernador del
Guárico le enviaba para que los hiciera llegar, por la vía de Ciudad Bolívar, a
La Guaira. Casi tres meses más tarde, la misma autoridad transmitía un oficio
del jefe político del cantón Sombrero, en el que afirmaba que solo reclutaban
los hombres necesarios para suplir las bajas producidas por la deserción, que
no se buscaban más porque tampoco podría darles de comer, y que también allí
los facciosos convictos eran enrolados. El 8 de abril, con la guerra
prácticamente concluida, el gobernador de Maturín recurrió, para hacerse con tropa,
a reclutar indígenas todavía no controlados, lo que dio lugar a que se
rebelaran y empeoró todavía más la situación de los gubernamentales.[33]
Poco antes, en febrero, cuando ya se
habían agotado casi todas las fuentes de soldados, Páez pensó, in extremis,
acopiar margariteños. Quinientos isleños, sin que se les dijera para qué,
fueron conducidos a Pampatar y encerrados en el castillo, que tenía una
guarnición de setenta hombres; cuando los margariteños vieron que se les quería
embarcar, se sublevaron, atacando con piedras y balas de cañón, y mataron al
reclutador que intentó hacerles frente.[34]
Obviamente, las dificultades para
controlar la escasa tropa con que podía contar el Gobierno se agigantaban a
medida que transcurría la contienda. Ésta, como en todas las provocadas en los
países capitalistas periféricos por la insurgencia de las masas populares que
se oponían a una modernización que les perjudicaba, se caracterizaba por la
infrecuencia de batallas formales, pero también, por la repetición de escaramuzas
sin fin. Cuando se iba a firmar el tratado de Coche y los centralistas
controlaban casi exclusivamente la capital, el comandante militar de la
parroquia de Antímano lamentaba que desertaban incluso las tropas que se
hallaban acuarteladas, que huían con los centinelas y los sargentos y cabos que
las comandaban, llevándose las armas.[35]
Las dificultades para obtener soldados,
e incluso el pánico que éstos producían, era sólo uno de los aspectos de la
inferioridad logística de los oligarcas. La escasez de fuerzas represivas en el
mismo momento en que se desarrollaba una revuelta social, supuso que, en el
mejor de los casos, los gubernamentales sólo pudiesen controlar algunas de las
poblaciones y se vieran obligados a abandonar el resto del país a sus enemigos,
que lo conocían a la perfección y por el que se desplazaban sin mayores
dificultades, pues los rebeldes eran los desheredados en armas de cada comarca.
Esta circunstancia hacía cada vez mayores y más insolubles las dificultades de
los conservadores para obtener alimentos o para pertrecharse.
En abril de 1862, el gobernador de
Barcelona, en un informe sobre su provincia, describía una situación
aparentemente idílica, recurriendo a los términos de rigor: las “hordas” de
Sotillo se habían visto obligadas a regresar al Guárico, los gubernamentales
podían salir a campo abierto para recoger ganado, aprovechando para apresar a
“las numerosas partidas” que habían desertado de las tropas de aquél. José
Gregorio y Domingo Monagas debieron refugiarse en las montañas; “sin embargo de
esta circunstancia favorable ninguna persona calificada de amante del Gobierno
puede salir indefensa de los suburbios de la ciudad o de los pueblos
guarnecidos, sin correr el riesgo de ser robado y aun asesinado por los
malhechores que recorren como bandidos los campos y los caseríos”.
Así pues, en Oriente había dos variantes
de forajidos, los que huían y podían ser perseguidos, y los que merodeaban por
las afueras de las poblaciones y caían sobre los habitantes en cuanto salían
del recinto. La situación era más transparente en el Guárico; el gobernador
informaba, dos semanas más tarde, que a pesar de los esfuerzos realizados, las
partidas enemigas que señoreaban la provincia le impedían comunicarse con las
cabeceras de los cantones; así, tenía dos meses sin recibir información de
Orituco. Para el gobernador de Carabobo, la situación de la República era
“grave, gravísima”, el enemigo se hallaba cerca de Caracas, se habían sublevado
La Guaira y Valencia, temía la conjunción de un ataque desde la sierra y un
desembarco en la costa, y concluía: “Permítame hacer observar que la situación
actual no es de pacificar sino de defendernos, pues el enemigo se reconcentra
en estas provincias del centro”.
Tampoco era mejor la situación en
Occidente. El gobernador de Portuguesa y Barinas -la guerra había obligado a
reunir ambas provincias bajo una sola autoridad-, comunicaba al Secretario dos
meses más tarde, a mediados de julio, que la situación había alcanzado un
límite insostenible para los gubernamentales. Las pocas tropas que le restaban
se habían concentrado en Papelón y en Ospino, abandonando el resto, que sería
ocupado de inmediato por los federales, lo que dejaba sin posibilidad de
obtener alimento a los gubernamentales, y provocaba a su vez deserciones en
cadena. El informe concluía con una frase lapidaria: dado que él ya había
previsto lo ocurrido y no había recibido ayuda, “No me toca sino lamentar esta
desgracia, y llorar con lágrimas de sangre los infortunios de una provincia
heroica, sacrificada inconsulta e insensatamente”.[36]
A finales de octubre renació la
esperanza en Aragua y se pensó en la posibilidad de una victoria “a pesar de
los esfuerzos de los enemigos armados”, pues el coronel Manuel Ortega había
conseguido llegar del Guárico con mil doscientas reses, a pesar de los ataques
de los federales, que se habían apoderado de una parte del ganado. Aragua no
necesitaba tantos animales y ofrecía el sobrante a Caracas, pero para
conducirlo hasta la capital era imprescindible que el ejército despejara el
camino de enemigos. Cuatro días después, un informe del gobernador del Guárico
evidenciaba que la euforia era injustificada: los facciosos de la sierra se
habían apoderado de un segundo envío de reses, los insurgentes del resto de la
provincia se estaban agrupando para atacar las poblaciones, ello había
provocado graves dificultades para avituallar a las tropas, y un empréstito
voluntario solicitado a los vecinos de la capital, Calabozo, había dado
resultados irrisorios. Poco después era el optimista gobernador de Aragua quien
debía reconocer lo desesperado de la situación: los facciosos ya atacaban la
capital provincial, las escasas tropas no bastaban para defenderla, la ayuda
que pedía no llegaba, estaba incomunicado no sólo de las capitales vecinas sino
incluso de “las poblaciones más cercanas de Aragua”. La situación se degradaba
rápidamente para los gubernamentales. Un mes después del último informe, el
gobernador del Guárico significaba que se había visto en la necesidad de crear
un “cuerpo volante nacional”, para que actuara en la capital, Calabozo, cuando
el ejército se hallaba en campaña. El cuerpo tenía esencialmente dos misiones:
defender a la ciudad de las partidas enemigas que señoreaban sus alrededores, y
evitar “toda correspondencia con los facciosos”, plausiblemente por parte de
los habitantes de la capital vinculados a los federales.[37]
Las mismas provincias enviaron informes
similares en los meses inmediatamente siguientes. A mediados de diciembre, el
gobernador de Aragua comunicaba que se había podido abastecer de víveres y
alejar a las partidas enemigas porque los ejércitos del Guárico y Caracas
habían confluido en su provincia; pero ambos ejércitos debían regresar a las
suyas de origen, sin haber derrotado a los federales, cuyas partidas “se
reorganizan y vuelven a su propósito de amenazar las poblaciones y los
convoyes”, y las escasas tropas de Aragua debían limitarse a su viejo rol de
mantenerse exclusivamente a la defensiva. El informante también lamentaba que
la marcha de la tropa impediría recoger el café, la cosecha parecía excelente,
y se atemorizaba ante el rumor de que Falcón estaba dispuesto a organizar las
partidas federales para atacar Caracas. La situación en el Guárico era similar,
las tropas que guarnecían la capital salieron hacia el este para hacer frente a
las partidas del Calvario que habían recibido ayuda de las que actuaban en los
valles del Tuy, lo que aprovecharon los facciosos de Tiznados para atacar
Calabozo, saqueando ya algunas casas de las afueras el 23 y el 27. Los
problemas se agravaron en los días siguientes: aumentaba la osadía de los
insurgentes a la vez que disminuía la capacidad de respuesta de las escasas
tropas gubernamentales, que ya ni tenían armas de fuego y debían valerse de
lanzas y machetes. El panorama en el Guárico (una parte de los Llanos, no lo
olvidemos), debió hacerse más crítico si cabe para los gubernamentales a
finales de febrero: en una época en que las lluvias no podían teóricamente
aislar Calabozo, ésta debió recibir la ayuda de Caracas por la vía del Orinoco,
desde Guayana, posiblemente porque los federales habían cortado las
comunicaciones por los valles de Aragua y del Tuy. Pero por añadidura, una
expedición enviada a San Fernando de Apure por el gobernador para recibir los
socorros que habían llegado por la vía fluvial, se encontró con que consistían
exclusivamente en trescientos uniformes. Y el gobernador se lamentaba del costo
que había supuesto levantar una tropa suficiente para convoyar un cargamento
que se esperaba fuese de armas, tan codiciadas por los insurgentes como por
ellos. De un mes más tarde era un oficio del jefe político del cantón Ortiz,
enviado a Caracas por el mismo gobernador del Guárico: ellos constituían el
único islote fiel al gobierno, estaban rodeados de enemigos y no tenían con qué
avituallarse. Su situación era tan extrema que ni siquiera podían defenderse de
facciosos que a la luz del día entraban en Ortiz para llevarse a los que
consideraban enemigos, sin que los gubernamentales pudiesen responder y no
solamente esto, sino que los federales que asediaban la población tocaban
constantemente cajas y cornetas para incrementar el pánico de los sitiados. Los
pocos soldados que conseguían reclutar se escapaban a engrosar las filas
enemigas, ya que los centralistas no podían ni alimentarlos. De los habitantes
de la parroquia, los que no estaban con el gobierno estaban con la facción, y
los menos “huyendo en los montes bajo los auspicios de ésta”. No cabía ni la
posibilidad de ser neutral.[38]
Frente a esta situación de los
gubernamentales, constantemente derrotados, a la defensiva, sobre territorio
siempre hostil, la de los rebeldes era justo la contraria. En un informe sobre
la facción Acosta, fechado en Cumaná, se decía que sus integrantes jamás eran
vencidos merced a su táctica de dar cara solamente cuando se encontraban en una
posición favorable, aprovechándose de sus conocimientos prácticos del terreno.
En octubre de 1862, el gobernador del Guárico adjuntaba un optimista informe
del jefe político del cantón Chaguaramas, a pesar de que, de las cinco
parroquias del cantón, cuatro se hallaran abandonadas por sus habitantes, de
las tres facciones federales comandadas por los coroneles Abreu, Machado y
Mora, “que deben su existencia al cortísimo número de individuos que
respectivamente las componen de fácil dispersión para evitar encuentros con las
tropas del gobierno”, dispersión y reagrupamiento que sólo podían llevar a cabo
si conocían la comarca como la palma de su mano, ni tampoco por la facción
“cabrito”, contra la que no valían esfuerzos mientras contase con “un asilo
seguro y casi inviolable en los bosques y márgenes del río Orituco”. Dando una
prueba más, si era necesaria, de su estupidez, el informante presumía de que
“las partidas insignificantes” no tenían un jefe común, dado “su desconcierto y
la anarquía que entre ellos reina”.[39]
Tal “desconcierto y anarquía” permitían
a los insurgentes avituallarse sobre el terreno con la ayuda de los amigos o el
saqueo a sus oponentes, mientras que todo eran dificultades para los
gubernamentales, que no podían contar ni con unos ni con otros.
Recién empezada la guerra, Fermín Toro
escribía a José Santiago Rodríguez sobre la situación “política o más bien
social” de Venezuela, que empeoraba de día en día. Curiosamente, los federales,
a pesar de que según Toro atacaban las poblaciones, las incendiaban, degollaban
a sus habitantes y difundían “por todas partes espanto y desolación”, no
enfrentaban mayores problemas para subsistir, capaz taumatúrgicamente. Al
contrario, las fuerzas gubernamentales, que ni atacaban, ni incendiaban, ni
degollaban, eran numerosas pero fracasaban, según Toro porque sus comandantes
eran ineptos y porque les faltaba incluso el alimento, mientras a sus
contrarios les sobraba. Todo lo cual atribuía Toro, curiosamente, a un
idealismo irrealizable que en la convención constituyente “se montó en los
principios, amenazó al militarismo e irritó todas las malas pasiones, atacó
todos los intereses legítimamente acumulados”, y había dejado al gobierno atado
de pies y manos por una constitución que nadie acataba. El día antes, el 23 de
mayo de 1859, el doctor Antonio Parra había escrito también a Rodríguez
intentando buscar una explicación compleja para una situación diáfana. No se
trataba del enfrentamiento de la inmensa mayoría contra unos privilegiados,
sino de que Zamora, “como otro Boves”, había conseguido arrastrar a poblaciones
enteras con una misteriosa oferta de pillaje; el ejército gubernamental había
sido destruido sin quemar pólvora, porque un jefe traidor, Silva, había sido
capaz de provocar en todos los soldados hambre, deserción, anarquía y
desaliento. Y el gobierno quería organizar un nuevo ejército pero carecía de
recursos, fusiles y oficiales.
Dos años más tarde, el coronel Mariano
Michelena, en una carta a José Gómez, le significaba que mientras los facciosos
aumentaban y ganaban terreno, los gubernamentales no podían dar nada a sus
soldados, pues nada daban los arruinados ciudadanos. Y cuando tras laboriosos
esfuerzos se conseguía organizar una fuerza para castigar una fechoría
concreta, siempre se llegaba tarde y mal.
El mismo Rodríguez, a finales de 1861,
justificaba la dictadura de Páez y sus intentos conciliadores señalando que el
gobierno no tenía recursos para levantar un ejército, y que si no lo derrocaba
el enemigo lo haría el “agotamiento económico”.[40]
Las referencias archivísticas sobre esta
inferioridad gubernamental son abrumadoras; dado que como mínimo en los Llanos,
los centralistas debían hacer frente a los llaneros, una buena parte de las
dificultades provenían de la casi imposibilidad de hacerse con monturas. Según
el gobernador de Apure, mayo de 1861, el ejército había estado dos meses y
medio persiguiendo sin tregua a un enemigo al que nunca se acababa de encontrar
y, finalmente, mientras la caballería federal, “bien montada y en crecido
número les hostigaba constantemente”, los gubernamentales debieron cejar en su
intento y retirarse a Achaguas, “completamente desnudos, y sin cobija los
oficiales y soldados y la caballería montada en burros o a pie con la silla al
hombro”. No sólo necesitaban descanso, sino también bestias y pertrechos; tras
muchas dificultades el gobernador consiguió reunir ciento ochenta monturas,
pero todas cerreras, y hubo que invertir mucho tiempo en domarlas, y por
añadidura, en el primer encuentro con los facciosos sufrieron una aparatosa
derrota. La situación era la misma un año más tarde: según el gobernador, los
facciosos no eran más de quinientos, “diseminados y errantes”, pero era
imposible hacerles frente, pues tenía en su poder casi todos los caballos
útiles de la provincia y contaban, además, con el apoyo de la facción de
Barinas, merodeando a su antojo por el Alto Apure. El gobernador pedía mil
quinientos hombres para guarnecer la frontera con la Nueva Granada, que los
federales cruzaban cuando les venía en gana para retirarse a sus santuarios de
descanso y lamentaba también que los rebeldes recibieran por vía fluvial todo
tipo de pertrechos de Ciudad Bolívar, así como de la cooperación que obtenían de
los federales de la Nueva Granada y de la pólvora que conseguían de la fábrica
de Sogamurio a cambio de bienes pecuarios.[41]
Repetidamente los gubernamentales
padecían penuria de pertrechos o alimentos, pero también podía ser temible lo
contrario. A principios de 1862, el gobernador de Barinas decía saber que
estaba al llegar una fuerza que venía en su ayuda y solicitaba que quemara
etapas para llegar cuanto antes, ya que los insurgentes contaban con mucha
gente y el gobernador con un buen parque, pero sin soldados para utilizarlo y
defenderlo, “pues los hombres huyen o están con los facciosos”; un parque
excesivo era una desventaja, atraía al enemigo y él no tenía garantía alguna de
poder resistir; también lamentaba la falta de bestias que le habrían servido
para obtener reses. Ante situación tan desesperada, sólo cabía confiar en
poderes sobrenaturales y el gobernador confiaba que “la Providencia que vela
por la suerte de nuestra Patria, y que va conduciendo los sucesos a un fin
laudable, nos protegerá sin duda alguna contra las huestes vandálicas que
pretenden establecer su imperio asolador en todo el extenso territorio de esta
provincia y especialmente en esta capital”. Pero a juzgar por los resultados,
la Providencia estaba entretenida en otros quehaceres; a finales de mes, el
gobernador de Mérida informaba al secretario sobre la rendición de Barinas,
aunque aseguraba que no ocurriría lo mismo con la capital andina, ya que no
cesaban de presentarse voluntarios para los que, sin embargo, no había armas.[42]
Aunque, como veremos de inmediato, las
mayores dificultades se daban en el Llano, las provincias norteñas tenían los
mismos problemas. El gobernador de Aragua señalaba a mediados de 1862 que los
apuros de los gubernamentales favorecían a los federales. Aquéllos veían
disminuir, en beneficio de los segundos, el número de soldados, a pesar de lo
cual no tenían con qué alimentar ni pertrechar a los pocos restantes, lo que
incrementaba el desaliento, el desánimo y la desconfianza.[43]
Pero, aparentemente, la situación era
más conflictiva en el Guárico, provincia donde, geográfica y humanamente, se
daba la transición entre la zona agraria aparentemente controlada por Caracas y
la ganadera controlada por los llaneros, aliados de los federales. A principios
de octubre, el gobernador ofició al secretario una sarta de lamentaciones:
“fatales para la provincia fueron los sucesos que se verificaron en la última
quincena de septiembre, como fatales fueron los con que se inició aquel mes, y
como fatales son los que han presenciado los días transcurridos del presenten”.
El 24 de septiembre los federales habían sorprendido una partida en Banco del
Medio, haciéndolos prisioneros y apoderándose de cuarenta armas de fuego,
pertrechos, unas treinta bestias y doscientas reses de saca. Un convoy que días
antes se había enviado hacia el norte resguardando ganado, se había detenido en
Ortiz por falta de escolta, lo que era una tentación para los facciosos, que
eran mayoría y señoreaban casi todos los cantones de la provincia. A finales de
mes, los facciosos ya osaban atacar la capital de la provincia y robar ganado
en sus sabanas inmediatas. El gobernador finalizaba su memorial afirmando: “Si
un grande hecho de armas no viene en breve a restablecer la confianza, si
operaciones inteligentemente emprendidas y activamente ejecutadas no aterran y
postran pronto a los enemigos, muy precaria y muy difícil será en lo adelante
la situación del Guárico”. Pero ésta, en vez de mejorar, empeoró. En un informe
de principios de 1863 se describía un panorama desolador: no había con qué
racionar a las escasas guarniciones, no tenían ni infantería, ni caballos, ni
reses, la mayoría de la tropa se encontraba hospitalizada, los facciosos
dominaban cada vez mayor número de parroquias. Un mes más tarde el gobernador
ya no sabía a quién llorarle; falto de recursos, había destinado toda su
caballería, cuarenta jinetes, a buscar ganado durante cuarenta días, pero
regresaron sin caballos, desnudos y naturalmente sin ganado. Habían llegado
ochenta hombres más, pero disponían de tan poca carne que ni bastaba para
racionar a los recién llegados y no podían obtener más reses por falta de
caballería.[44]
Sin duda alguna, por estas fechas,
cuando la guerra ya estaba terminando, la situación era desesperada en todas
partes: a finales de febrero el gobernador de Cumaná temía un ataque de la
facción Acosta, y aunque “la gobernación mira satisfecha el entusiasmo con que
le rodean los ciudadanos […] pasa por la pena de tener que retirar a muchos a
causa de faltarle armas que poner en sus manos”. Se ofició a Barcelona pidiendo
fusiles; allí había trescientos, todos inservibles y le enviaron los sesenta
que estaban menos estropeados.[45]
Pero sí, por una parte, el gobierno no
pertrechaba suficientemente a las provincias porque recelaba de todo el mundo a
la vez que temía que, en el peor de los casos, fueran a parar a manos de los
insurgentes, por otra parte las distintas facciones caraqueñas se enfrentaban
entre sí empeorando la situación. A mediados de 1861, el doctor Juan de Dios Monzón
escribía al coronel José del Rosario Armas, diciéndole que a su juicio la
República esta vez se salvaba “de la revolución social”, por más “que se
empeñen en prolongarla los señores de esa capital con sus frecuentes
peripecias, con sus crisis y mal aconsejados intereses. Por fortuna, estas
provincias de Occidente no se encuentran contagiadas con la enfermedad de los
caraqueños: marchan unidas en el pensamiento de sostener la legalidad y acabar
con el enemigo común; pues han comprendido muy bien que detrás de ese gobierno
existente no hay más que una desenfrenada anarquía, y que con los malvados que
hoy hacen la guerra a su país, no hay más transacción que el plomo y el
machete”.[46]
En circunstancias aparentemente
normales, los repetidos y fracasados intentos de liquidar lo que los
propietarios calificaban de abigeato, había supuesto la organización de campos
volante, de los que ya he hablado, y la posibilidad de que sus comandantes se
extralimitaran en las funciones que se les encomendaban. Por citar un solo
ejemplo, a mediados de 1857, todas las autoridades del Apure se quejaron de que
Simón García, comandante de un campo, no sólo había provocado conflictos dentro
de la provincia, sino también internacionales, al pasar a la Nueva Granada en
persecución de un “criminal” prófugo, Ramón Cabrera, al que quería ajusticiar.
Por razones que desconozco fue suspendido en sus funciones y sometido a juicio
por el gobernador de Apure, quien nombró a un ganadero jefe del cuerpo. Poco
más tarde se supo que García actuaba como forajido, más o menos en connivencia
con insurgentes apureños y barineses exiliados en Arauca.[47]
Si cuando nominalmente reinaba la paz
los militares podían extralimitarse, la situación debía volverse insostenible
en plena guerra civil y en especial en las provincias llaneras, en las que la
mayor distancia de Caracas, un superior porcentaje teórico de insurgentes y la
consiguiente mayor beligerancia de los federales, convertía a los oficiales en
verdaderos señores de la guerra que imponían su ley a su antojo.
El gobernador de Maturín se hacía eco a
mediados de 1861 de las múltiples quejas provocadas por la actitud de los
militares, que, como es fácil presumir, no respetaban ni la constitución ni
otros códigos, que naturalmente no amparaban los intereses de todos los
súbditos, sino exclusivamente los de los poderosos. En este caso, el gobernador
lamentaba levas perpetradas sin respetar a nadie, requisas de ganado llevadas a
cabo no sólo para alimentar a la tropa, sino también para comercializarlo y quedarse
con el beneficio de la venta, y que la tropa, sin paga ni alimento, debía
arreglárselas por su cuenta compitiendo, en sus tropelías, incluso con los
oficiales.[48]
Para conseguir soldados, los militares
podían avasallar a autoridades civiles de Petare en las afueras de la capital.
A principios de 1862, aquéllos llegaron a encarcelar un concejal que, el 31 de
diciembre, habían decidido poner a todos los vecinos, sin excepción, sobre las
armas. Tan cerca de Caracas, la cuestión transparentaba los enfrentamientos
entre civiles y militares que se daban en el seno del mismo gobierno, y
reflejaba algo más que conflictos burocráticos. Cinco meses más tarde, y en la
provincia de Coro, se anunció otra anomalía cualitativamente distinta: los
militares alistaban civiles acusándolos previamente de pertenencia a, o
connivencia con, los federales, lo que les dejaba completamente indefensos y
eran destinados al ejército en provincias alejada.[49]
Si extralimitarse en las levas podía
proporcionar hombres, hacerlo en los abastecimientos podía producir buenas
ganancias y de esta arbitrariedad las quejas eran mucho más numerosas. El
viajero alemán Gerstacker decía que en los Llanos la guerra había provocado la
desaparición del ganado, que en Ortiz la llegada de reses en dirección a
Caracas hubiese producido sensación, y que los lugareños aseguraban que en
cualquier caso no habrían llegado a la capital, pues los militares se
apropiarían de ellas mucho antes. También constató Gerstacker que Calabozo
estaba muerta comercialmente, no por falta de mercancías, sino porque los
ganaderos se arriesgaban a perder los animales enviándolos hacia el norte.[50]
A partir de un momento determinado, los
militares se valieron además de otras argucias. En abril de 1861, los
ganaderos, a través del gobernador de Aragua, lamentaba que se detenía a los
conductores de hatajos pretextando que no tenían papeleta de alistamiento, o
que se les quedaban las reses a pesar de que desde hacía tiempo pagaban en
Villa de Cura un empréstito voluntario de dos reales por cabeza.[51]
Poco después, a mediados de año, el panorama había empeorado; según el
licenciado Rodríguez, mientras los insurgentes comerciaban con todo el mundo a
pecho descubierto, los ganaderos eran expoliados por los mismos militares que
oficialmente debían defenderlos, lo que supuso que algunos de aquellos
intentaran, para salvaguardar sus intereses, obtener alguna graduación en el
ejército.[52]
La situación se agravó a principios de
1862; en marzo los criadores de Portuguesa en una Representación al gobierno
aseguraban haber colaborado reiteradamente con los gubernamentales, prestando
servicios personales y pecuarios, mientras habían perdido sus hatos por culpa
de los “revolucionarios”; decían esperar un arreglo con la llegada de Páez que
significara el final de las rivalidades interprovinciales, lamentaban los
abusos de que eran víctimas en Barquisimeto, donde les cobraban 14 reales por
cada res, al margen de que se quedaban, sin más, con una de cada diez, y el
mismo peaje triplicado si se trataba de bestias ensilladas, lo que significaba,
según los demandantes, un impuesto de un 90 %, que desanimaría a cualquier
negociante en ganado. Todo ello sólo afectaría a los ganaderos de Occidente que
quisieran abastecer a Caracas, obligados a doblar el precio de la carne, ya
que, por añadidura, había otros peajes en el Yaracuy.[53]
En algunos casos, ciudadanos atrevidos
denunciaban algo más que atropellos en levas o en confiscaciones de ganado. El
coronel Francisco Linares Alcántara lamentó ante el licenciado Rodríguez atrocidades
cometidas por el ejército en Ciudad de Cura, Aragua, a mediados de 1861:
acusaba al comandante Adolfo Antonio Olivo de incendio, asesinato público y
toda especie de atentados en Turmero y Maracay; en la primera la situación
había llegado a un límite, se había asesinado a un vendedor y habían dado
cincuenta azotes a su madre por el mero hecho de interceder por su hijo. Todo
ello ocasionaba que ciudadanos pacíficos huyeran a la sierra buscando la
protección de los federales.
Comprensiblemente, todo esto provocó
frecuentes y violentos enfrentamientos entre los oficiales y las autoridades
civiles. En algunos casos aquéllos se quejaban de anomalías cometidas por
éstos, lo que, lógicamente, no se daba con excesiva frecuencia: a principios de
marzo de 1862, el jefe militar de la parroquia de Camaguán, que había llegado
al Guárico huyendo de Barinas, se lamentaba de los atropellos de los civiles
que habían entrado en la parroquia para quedarse con las propiedades. La
situación habría llegado a tal extremo que el coronel José Antonio Tovar decía
estar dispuesto a emplear la fuerza si era necesario para acabar con esta
irregularidad. Pero el gobernador, también un oficial, el comandante Mirabal,
acusaba a Tovar de haber recurrido a la fuerza para defender a una serie de
ganaderos que se refugiaron en Camaguán para no tener que pagar contribuciones
en especie.[54]
En otros lugares las desavenencias
tenían orígenes distintos. El jefe político del cantón Maracay, deploró que los
militares reclutaran para la milicia o el ejército a artesanos, “industriales”
y empleados públicos, a los que se alejaba de sus ocupaciones a la vez que no
se les proporcionaba ración; el jefe político ignoraba cómo podrían subsistir
en estas condiciones.[55]
Pero, obviamente, he localizado más
memoriales de agravios sobre arbitrariedades en la provincia de Apure. A
principios de junio, el gobernador oficiaba al secretario acusando a los
militares de oponerse a las medidas que dictaban para conservar una parte de la
riqueza ganadera con la que poder, precisamente, sostener al ejército, de
dictar disposiciones que eran atribución del poder civil, de no distribuir
entre la tropa lo que decían recolectar para este fin, de exigir exclusivamente
contribuciones en metálico y no en especie, o del desmesurado número de
oficiales y empleados frente al número de soldados.[56]
Veinte días más tarde, el jefe de operaciones en el Apure se quejaba a su vez
de las autoridades civiles, en un oficio fechado el 23 en Achaguas y enviado
dos meses y medio más tarde al secretario del Interior a través del jefe del
estado mayor general. Decía no recibir ayuda del gobernador, que éste cooperaba
y comerciaba con los facciosos y no le proporcionaba lo que para él era
imprescindible, milicianos, un médico y embarcaciones para el invierno.
Los enfrentamientos entre civiles y
militares afectaron también al vecino Guárico; su gobernador decía a mediados
de septiembre: “La autoridad militar obra aquí como le conviene, no se atiene a
la ley, ni a preceptos legales y sólo marcha por el camino que le [...] parece
más adecuado a sus fines”; después delataba la detención de varios ciudadanos
inocentes, o el indulto de federales convictos, lo que según el gobernador
supondría el descrédito para el gobierno y el fracaso de su política de
pacificación en el mismo momento en que la gobernación “trabaja con buen éxito
en atraer a la senda del deber a los ciudadanos extraviados”.
Pero repito que fue en Apure donde el
enfrentamiento alcanzó cotas más elevadas. A finales de septiembre, el gobernador
Miguel Pittaluga denunciaba un complot militar que había tenido lugar el 21:
varios oficiales -siete comandantes, otros tantos capitanes, dos tenientes y
tres subtenientes-, se habían puesto de acuerdo para derrocarlo y prescindir,
por el momento, de cualquier autoridad civil. Una semana más tarde, el
gobernador, en un nuevo oficio, acusaba a tres comerciantes de cooperar con los
militares (les había impuesto multas de quinientos pesos) y de que éstos en
realidad no actuaban contra él, sino directamente contra Páez. Por estas mismas
fechas los documentos del gobernador apureño llegaban al secretario a través
del gobernador del Guárico, lo que daría una idea del nivel de los
enfrentamientos. En uno del 26 de septiembre Pittaluga se quejaba de las nuevas
y repetidas afrentas de los militares, quienes habían pedido la colaboración
del general Julián Marrero para dirigir la operación final contra los civiles;
el gobernador se consideraba prácticamente secuestrado y para enviar esta nota
a Calabozo se había visto obligado a utilizar “medios ocultos”. Tres días más
tarde los militares protestaban de su inocencia ante el gobernador, afirmando
haber “consagrado nuestra existencia a la salud de la patria, al bien y
sostenimiento de la sociedad”. A partir de este momento se cruzaron una serie
de misivas entre el gobernador y los militares sobre los hechos del 21, unas
acusándolos de sedición y las segundas restándoles importancia y calificándolos
de legales. La correspondencia continuó, y el 2 de octubre el general Marrero,
en alocución pública, intentaba quitarle hierro a la situación. El último
documento del expediente, un oficio del gobernador del Guárico al secretario,
fechado en Calabozo el 17 de octubre, quizá clarifica los enfrentamientos:
lamentaba que continuara la misma situación, que los militares hubiesen
alistado y puesto bajo su amparo a quienes estaban penados por los civiles, de
todo lo cual derivaba la escasez de recursos para las atenciones más urgentes,
pues “no puede la gobernación imponer un empréstito a los vecinos pudientes de
esta localidad, porque con decir "soy militar" eluden las
disposiciones gubernamentales, por razón de que la autoridad militar les cubre
con su omnipotente protección”.[57]
A los pocos días, desde el mismo octubre
de 1862, los enfrentamientos entre civiles y militares se trasladaron, quizá
con el frente, a la provincia del Guárico. El 21 el gobernador iniciaba su
letanía de lamentos contra el coronel Galías. Era una disputa entre el jefe
político de El Sombrero y el coronel para saber quién podía reclutar civiles
para la milicia o militares para el ejército; el enfrentamiento también servía
para saber quién controlaba los escasos recursos que todavía podían obtenerse;
las quejas eran muy vivas y el jefe político llegó a decir que no extrañaba el
proceder de los jefes militares, “ellos han mandado por cuatro años civil y
militarmente; ellos han destruido la propiedad particular, al soldado nada le
han dado y el gobierno y la sociedad ningún beneficio han recibido”; al parecer
el jefe político se quejaba de que los militares alistaban incluso a los
detenidos, algunos acusados de cabecillas facciosos o de cuatreros, que el jefe
político esperaba fuesen destinados a los apostaderos o a la marina. Los
militares contestaban, altaneramente, que sólo habían enrolado a quienes ya
habían pertenecido al ejército y estaban de baja con permiso o por enfermedad.
Posteriores discrepancias hacían referencia al monto de las raciones y a quién
podía atribuirlas y distribuirlas.
El 27 de octubre el jefe político de
Calabozo acusaba al coronel Galias de encerrarse en las poblaciones, sin salir
ni para enfrentarse al enemigo, ni para hacerse con ganado, por lo que ya no
había con qué alimentar la tropa. Cuatro días después, el gobernador del Guárico
elevó al secretario las quejas del jefe político de El Sombrero, quien decía
que el coronel había pisoteado sus atribuciones de jefe civil al prohibir el
tráfico comercial entre El Sombrero y Camatagua, aduciendo que por este medio
se pasaba información al enemigo.[58]
En relación con los enfrentamientos del
Apure, el gobernador del Guárico oficiaba de nuevo a su secretario
transmitiéndole un informe del de aquella provincia. Comenzaba recopilando
rumores de un probable ataque federal desde Barinas, aseguraba que los
facciosos del Apure ya no tenían trascendencia alguna y se reducían a contadas
partidas de cuatreros que desollaban ganado, nada de lo cual ponía en peligro
la República. En cambio la amenazaba un enemigo terrible, la anarquía,
representada por los militares “en abierta rebelión contra la autoridad civil”,
que no prestaban al gobernador ni dos hombres para ir en busca de unas
salazones. Éste había intentado levantar un empréstito entre los comerciantes
de San Fernando, esquivado por ellos alistándose como oficiales. El gobernador
aseguraba que Marrero estaba empeñado en que no hallara recursos, para que
quedara más justificado el cuartelazo del 21 de septiembre. “En una palabra,
aquí la autoridad civil existe sólo in
nómine: no cuenta con un soldado para hacer efectivo un arresto, mientras
que la militar abre y cierra el puerto, a discreción concede pasaportes,
dispara salvas de artillería, encarcela por delitos comunes, llama al servicio
a los ciudadanos y toma empréstitos sin hacer ni aun manifestación de
cortesanía [sic] a la autoridad civil. Las disposiciones del Supremo Gobierno
son pisoteadas con inaudito descaro […]. Es verdad que la fuerza moral de esta
población me presta apoyo, empero ¿qué vale esto contra cuatrocientas bayonetas
de que puede disponer el general Marrero? A raíz de estos enfrentamientos,
Marrero fue sustituido por el coronel Sandoval, a quien, según el mismo, ya
conocían los apureños y a los que dirigía una alocución afirmando: “Oíd mi voz,
ahoguemos rencillas lugareñas y mezquinos intereses. Cuando la patria está en
peligro no debemos tener sino un solo pensamiento –salvarla–, querámoslo de
todo corazón y que Apure se alce de nuevo heroico y prepotente como en sus días
felices”.[59]
Lógicamente, a medida que avanzaba la
guerra, a medida que ésta escapaba al control gubernamental, crecía la
insubordinación de los jefes militares, que se convertían en cabecillas de cada
una de sus circunscripciones.
El coronel Galias, del que ya he
hablado, acabó en señor del Guárico, y hacía y deshacía a su antojo; el
gobernador provincial, a mediados de noviembre, trasmitía lamentos incluso de
otros militares, como el general en jefe de operaciones de Chaguaramas, quien
había sido convocado por Galias para perseguir conjuntamente a los federales,
pero al que llevaba días esperando, sin resultado; el gobernador aprovechaba
para solicitar que se informara a Páez de “que trae grandes inconvenientes al
desarrollo de las operaciones militares la división de la provincia en varias
jefaturas de operaciones que priva de unidad al ejército”; que aquélla no era
la primera ofensiva que fracasaba “a causa de haber de realizarlas jefes que
obrar con entera independencia que no reciben órdenes de un centro común”.
En marzo de 1863 se degradó la situación
en el Apure; a mediados de mes el enfrentamiento ya no fue entre civiles y
militares, sino exclusivamente entre éstos. El coronel Eugenio Sandoval fue
desplazado tras un golpe dirigido por el segundo jefe de la división, nuestro
conocido el coronel Juan Mirabal, quien había asumido el mando a raíz de las
discrepancias surgidas entre Sandoval y Marrero. El gobernador intentó liquidar
amigablemente la disputa, pero, finalmente, Mirabal se impuso por la fuerza.[60]
Si entre quienes podían calificarse más
o menos de gubernamentales se daban discrepancias del cariz reseñado, es fácil
imaginar las cotas que alcanzaron los enfrentamientos entre quienes eran, sin
tapujos, enemigos. Dado que la guerra federal fue sólo un capítulo de la larga
insurgencia que se venía desarrollando en Venezuela, como en todas las Indias,
desde como mínimo mediados del siglo XVIII, es comprensible que en esta
contienda declarada se superara el nivel de violencia alcanzado en la época de
las guerras civiles llamadas de la Independencia. Nuestra información sobre las
atrocidades cometidas en los años sesenta es escasa debido exclusivamente a que
nadie ha estado interesado, sino todo lo contrario, en ventilarlas.
Oficialmente, quienes seguían a Boves eras realistas pro metropolitanos que
atacaban a patriotas venezolanos; dado que el carácter de guerra civil que tuvo
la federal no puede enmascararse, los fabulistas han optado por escamotear la
violencia de los grupos enfrentados.
No tengo la menor intención de levantar
un sádico inventario de las canalladas cometidas por ambos bandos, pero pienso
que algunos casos bastarán para que quede nítidamente en evidencia el abismo
que los separaba. El licenciado Rodríguez, en su crónica de la contienda, decía
de hacia mediado 1861: “Y así, entre escollos, pasiones y errores, iba
continuándose aquella obra imposible de pacificación incruenta y de guerra
implacable a la vez. A cada momento una felonía de parte de los facciosos, o
bien actos de crueldad de algún jefe imprudentemente nombrado, o alguna prueba
inesperada de fidelidad también de parte de los mismos facciosos”. De finales
de este mismo año, Alvarado reproduce el parte de una derrota de los
gubernamentales en el que no quedaba muy claro el número de bajas, “pero lo que
es muy cierto es que los cadáveres estaban horriblemente mutilados, sacados los
ojos, sus intestinos colgando de los árboles, o sus órganos genitales
seccionados e introducidos en la boca. El comandante José Antonio Pulido y el
capitán Ignacio Díaz fueron degollados, ya heridos y prisioneros”, a lo que los
gubernamentales respondieron fusilando a dos generales.[61]
En marzo de 1862, el secretario general
del Interior oficiaba al gobernador del Guárico dando el parte de una victoria
gubernamental, y añadía: “En esta vez los esforzados soldados del Ejército
Libertador no se han limitado a vencer a los enemigos de la sociedad, sino que
indignados por el más despreciable de los crímenes, han ejercido los bellos atributos de la justicia, castigando
incontinenti a los traidores en lucha cuanto desigual, gloriosa. La moral del
Ejército Libertador ha sido espléndidamente vindicada y nuestro pabellón
continuará ostentándose como el emblema del honor y del heroísmo”. Dos meses
más tarde, tras la revuelta de los presos de La Guaira, los federales atacaron,
en las cercanías de Caracas, a Petare y Dos Caminos; la escaramuza acabó con la
victoria gubernamental, pero los federales habían degollado a los prisioneros
y, en revancha, los vencedores fusilaron, en la plaza Bolívar de la capital, a
dos dirigentes enemigos.[62]
De nuevo Alvarado nos informa, por
segunda y última vez, de horrores cometidos con los cadáveres; tras la acción
que se llamó de Quebrada-Seca, los de los comandantes Díaz y Elías Moreno
fueron acribillados y desfigurados, y al del primero le cortaron las manos y se
las pusieron en los bolsillos del pantalón.[63]
A principios de febrero de 1863, un
escrito del concejo municipal de Orituco, apoyando la pacificación propugnada
por Páez, reconocía que la tregua había sido criticada a pesar de que no podían
negarse sus resultados positivos, pues “se han morigerado los hechos atroces de
aquella época, en que el furor de los partidos se cebaba en inocentes víctimas
y aun en los exánimes cadáveres” y de
un mes más tarde era un oficio del gobernador del Guárico informando de lo
ocurrido en Ortiz a principios de mes: los federales habían detenido a un
soldado del gobierno, que había prestado importantes servicios “desde el
principio de la revolución del 2 de agosto; se había encontrado su cadáver en
el que habían ejercido los asesinos los actos de la más bárbara crueldad,
sacándole los ojos y otros hechos que la decencia pública rechaza relacionar”.[64]
5. Economía de guerra
Durante los cuatro largos años de la
contienda ambos bandos siguieron pertrechándose como ya lo hacían en las,
llamémosles, épocas de paz. Las tropas federales, formadas en buena parte por
llaneros, se abastecían autónomamente con lo que la naturaleza les ofrecía,
reses o no, sin depender de terceros; de otro modo ya habrían desaparecido como
pueblo.
Contrariamente, las fuerzas represivas,
milicias o ejército, incapaces de alimentarse por su cuenta, se convertían en
una plaga y arrasaban con lo que necesitaban y con lo que no.
En las comarcas del norte, donde un
elevado porcentaje de la producción agrícola estaba formado por coloniales no
alimenticios, café, añil o algodón, por ejemplo, las dificultades para
avituallar las tropas podían acrecentarse al máximo y por añadidura podían
generar enfrentamientos entre civiles y militares por el control de los escasos
comestibles locales o los que llegaran de otras comarcas, como los que se
dieron en los Valles al oeste de la capital, para ventilar quién se quedaba con
el poco ganado que llegaba de los Llanos, que además podía comercializarse en
el norte de Venezuela o en las Antillas. En un informe elevado por Miguel
Mújica a la Secretaría, éste aseguraba “los facciosos por su parte destruyen
aunque en menos cantidad, por cuanto no teniendo mercado a donde ir, cogen sólo
lo que necesitan para comer, al paso que la gente del Gobierno, después de
regalarse con cuanto les place, disponen con utilidad de grandes partidas de
ganado”.
Los federales, dada su composición,
podían apoderarse de las reses cimarronas. Los gubernamentales, al contrario,
necesariamente de los animales controlados; pero en determinadas zonas, la
confluencia de la rapiña federal y gubernamental podía liquidar todos los
recursos de un hato, de lo que por ejemplo se lamentaba el británico Guillermo
Anderson, ex propietario de uno en La Piragua, parroquia de El Calvario, en
marzo de 1862.
Sin embargo, la misma contienda supuso
que se descuidara la ganadería y que dejaran de beneficiarse hatos de amigos y
enemigos. En noviembre de 1862, el gobernador del Guárico, para solventar
graves problemas de hacienda, sugería recuperar Tiznados y recoger los animales
descontrolados de los gubernamentales o los rebeldes, pues hacía ya más de
cuatro años que los propietarios nada sacaban de sus fincas.
Contrariamente, cinco semanas después,
el jefe político del cantón El Sombrero lamentó que facciosos de todas partes
se llevaban el ganado que querían, ante la indiferencia de unos soldados que ni
se movían, a pesar de que sufrían penalidades por falta de alimento, en el
mismo momento en que los ciudadanos “no pueden ya soportar las pesadas cargas
que la guerra les impone”, lo que habría arruinado familias antes acomodadas u
opulentas. Además, las tropas se propasaban si consideraban que no recibían el
trato merecido; el coronel gubernamental Gil, se quejó de excesos cometidos por
el ejército regular, que había saqueado una población porque sus habitantes no
habían contribuido como esperaba. En Barquisimeto, la situación alcanzó el
paroxismo cuando el coronel Michelena llegó a decir que entre los federales había
“más disciplina y armonía que entre nosotros”.[65]
En enero de 1863, el jefe de operaciones
del Guárico, para evitar problemas de avituallamiento a sus tropas de Aragua,
como le había ocurrido el año anterior, se había llevado 34 reses en pie;
escaso ganado que había provocado, a poco de su llegada a La Victoria, toda
suerte de rumores y sospechas, pues cada quién quería obtener algún beneficio
de tan pocos animales.[66]
Contrariamente, porfío, para los
federales, en buena parte llaneros, la economía de guerra era exactamente la
misma resistente a través de la cual cubrían sus necesidades en períodos
llamados de paz. En marzo de 1861, el gobernador de Barinas, en un expediente
sobre lo acontecido en la provincia durante los dos años en que estuvo controlada
por los facciosos, señalaba que los federales comercializaron toda clase de
bienes a cambio de lo que no tenían. Dos meses más tarde, el cónsul venezolano
en Trinidad ofició que los rebeldes seguían llevando allí ganado de Oriente
para cambiarlo por pertrechos, con lo que no sólo se abastecían sino que, por
añadidura, dejaban sin montura o alimento a sus contrincantes. A mediados de
1862, el cuartel general en Caracas manifestaba haber recibido información de
que desde Margarita se proporcionaba todo tipo de pertrechos a los facciosos de
Cumaná.[67]
Ahora bien, como en cualquier situación
bélica, no sólo intervenían ambos bandos contendientes, inmediatamente
aparecían los beneficiarios de la guerra, quienes, como zamuros, obtenían
ganancias de los enfrentamientos. Un informe de principios de julio de 1862,
del cuartel general del ejército libertador, adjuntaba un expediente sobre el
comercio “clandestino” que algunos extranjeros residentes en Guayana sostenían
con los facciosos de Oriente; el informante señalaba que mientras las tropas
gubernamentales carecían incluso de cobijas, había quienes deseaban que la
guerra no concluyera “porque están haciendo su fortuna en ella; fortuna
criminal porque es con la desgracia de multitud de familias”.
Del mes siguiente era un decreto del
gobernador del Guárico denunciando a dirigentes federales, “enemigos del reposo
público”, que obligaban a dueños o encargados de hatos a otorgar documentos de
venta para “legalizar” la comercialización de bienes pecuarios.
Una serie de documentos, de quince días
después, acusaba a Félix César, de Apurito, no sólo de comerciar con federales,
sino también de aprovechar la circunstancia para pasarles información logística
sobre las fuerzas gubernamentales. Del mismo mes eran unos documentos que
implicaban a comerciantes franceses de Ciudad Bolívar en el comercio con los
facciosos. Un decreto de mediados de noviembre del gobernador de Maturín
prohibía extraer ganado y productos de los hatos de El Tigre, del ex presidente
José Tadeo Monagas, sin las necesarias autorizaciones, y añadía que los
infractores serían castigados de acuerdo con la ley de hurtos.[68] Y
naturalmente eran muchos los extranjeros que, desde el exterior, se
beneficiaban de la situación conflictiva. El confidente del Interior en Curazao
dijo que desde esta isla se realizaba un “escandaloso” tráfico con Maracaibo en
el que intervenían naves de todos los pabellones, pero esencialmente
norteamericanas y holandesas, aunque estos intercambios se habían visto
dificultados por la guerra de Secesión y la presencia en el Caribe de corsarios
de los confederados.[69]
Como en tantas circunstancias similares,
los grandes propietarios se vieron menos perjudicados por la contienda. He
localizado alguna información de las vicisitudes seguidas por los bienes del
hato de los Power y Palacio. Existen varios oficios del gobernador del Guárico
al respecto, cursados a lo largo de marzo de 1863; un oficial habría convoyado
hasta 1.200 reses, sin que nadie osara tocar ni una. En el mismo legajo y pocos
expedientes después aparece otro oficio del mismo gobernador, de casi un año
antes, con copia certificada de una solicitud de Eduardo Power y Compañía
exigiendo que se le pagaran ciento treinta y cuatro reses que se le habían
tomado en Morrocoyes. De principios de 1863 era un oficio del jefe de
operaciones de Aragua y Guárico comunicando al estado mayor general del
ejército libertador la escasez de recursos que afectaba a la tropa y las
excusas de las autoridades civiles, que aseguraban que no quedaban ganados, excepto
en el hato de Power y Palacio, que había abastecido con regularidad al ejército
y ahora era puesto como ejemplo para denunciar las tropelías cometidas por los
federales contra la propiedad privada, al comercializar los cueros de animales
de grandes propietarios.[70]
6. Los Llanos colombianos
Bueno será recordar que los Llanos son
una de tantas regiones naturales americanas, que en este caso se extienden,
como mínimo, entre las actuales Venezuela y Colombia, y que Bolívar plasmó su
idea de crear la república de Colombia cuando los patriotas controlaban sólo
esta comarca. Esta unidad natural e histórica tuvo diversas consecuencias: el
Orinoco y el Arauca eran la línea de comunicación natural entre Casanare, Apure
y el Caribe y buena parte de las alteraciones políticas neogranadinas que se
iniciaban en sus Llanos tenían mayor repercusión y más inmediata en los Llanos
apureños que en Bogotá o en otras ciudades o regiones que dependían de esta
capital.
Por la vía del Orinoco y el Arauca los
insurgentes comerciaban con la Nueva Granada y con el resto del mundo a través
de Ciudad Bolívar. Exportaban sus productos, especialmente bienes pecuarios, y
recibían lo que no producían, en primer lugar pertrechos bélicos. Desde el
período colonial este tráfico había sido clandestino o fraudulento y ahora,
durante la guerra federal, las autoridades, especialmente las militares de las
provincias llaneras, deseaban entorpecerlo o detenerlo totalmente, lo que,
lógicamente, comportaba las protestas de quienes con él se lucraban, sobre todo
los comerciantes de Ciudad Bolívar. La información conservada es considerable.
Así, por ejemplo, el 5 de mayo de 1861 el gobernador del Apure decretó la
prohibición de todo tráfico por el Arauca, dado que los facciosos
intercambiaban con la villa homónima bienes pecuarios por armas. El decreto
señalaba que el gobierno de Caracas había solicitado repetidamente al de
Bogotá, sin ningún éxito, que interceptara esta ruta ilícita. En el mismo
expediente figura un escrito algo posterior, también del gobernador de Apure,
señalando que la situación se había deteriorado porque el departamento de
Casanare -Llano colombiano- se había rebelado contra Bogotá y los insurgentes
habían hecho causa común, “en principio e intereses”, con los “revolucionarios”
de Apure y exigía una prohibición más tajante de la navegación por el Arauca.
En el expediente están agrupadas las
lamentaciones de algunos perjudicados, en especial del danés Carlos Arnesen,
que anteriormente traficara entre Ciudad Bolívar y Nutrias; la guerra le habría
obligado a abandonar este puerto, donde le habían embargado bienes y
pertenencias, y ahora traficaba en el Arauca, del que se veía ahuyentado; tras
muchos trámites había obtenido un permiso especial de la Secretaría de Interior
para volver al Arauca con sus embarcaciones: el 28 de noviembre zarpó de Ciudad
Bolívar con toda la documentación en regla, pero al entrar en la provincia de
Apure, en las Mangas de Arauca, los militares le detuvieron, junto con seis
embarcaciones más, a pesar de la autorización que había conseguido. Meses más
tarde fue el gobernador de Guayana quien, recogiendo las quejas de sus
representados, denunciaba el perjuicio que representaba la paralización de la
navegación por el Arauca; señalaba que la comercialización de bienes pecuarios
no era nueva en el Apure, que con la guerra se había agravado, pero que la
prohibición no la cortaría, pues, según el gobernador, “Abandonadas esas
partidas armadas a su propia ley, sin fuerza que las contenga o anonade, no
depondrán, no, por eso, sus instintivos hábitos de pillaje y devastación”.
Insinuaba además una hostilidad mercantil de San Fernando contra Ciudad
Bolívar, que habría sido la causa de la prohibición.[71]
A mediados de 1862, los progresos de los
federales en tierra corrían parejas con su control de las redes fluviales; así,
se habían apoderado de una flotilla que tenía su base en Puerto Nutrias.[72]
Desconozco cuándo, pero aparentemente en
la primera mitad de 1862, se restableció el tráfico por el Arauca, puesto que
en agosto varios vecinos de Ciudad Bolívar elevaron una representación
solicitando que no se prohibiese de nuevo, ya que habían llegado noticias en
este sentido; decían que posiblemente el gobierno estaba mal informado sobre la
cuestión, que los federales se avituallaban desde la Nueva Granada, y que
ellos, los comerciantes guayaneses, no infringían jamás la prohibición de
transportar efectos de guerra, lo que además era escrupulosamente vigilado por
las autoridades. El gobierno contestó a la representación señalando que no
pensaba en absoluto interceptar este tráfico. Naturalmente la cuestión no quedó
zanjada aquí; a finales de año el jefe del estado mayor general del ejército
libertador oficiaba al secretario del Interior y enviaba documentación poniendo
en evidencia que los facciosos del Apure, Barinas, Guárico y Portuguesa se
pertrechaban a través del río, comercio en el que estaban comprometidos todos
los comerciantes de Ciudad Bolívar y sin cortar el cual serían inútiles todos
los esfuerzos para acabar con los insurgentes.
De tres días más tarde era una
resolución del gobernador de Apure reglamentando el tránsito por el Arauca;
considerando que los facciosos “en la guerra injustificable que hacen a la Nación” se apoderaban de
bienes pecuarios de sus contrincantes, prohibía a las embarcaciones que de
Ciudad Bolívar se dirigían a la Nueva Granada detenerse a cargar o descargar en
el Arauca. De finales de año se conserva un largo expediente sobre la misma
cuestión, enviado por el gobernador de Apure, con la protesta formulada por
Julio Bussot, capitán del vapor “Apure”, que había sido detenido en las mangas
Marrereñas. Capitán y pasajeros acusaban a los militares de haberles detenido
de forma indebida y de haber intentado obligarles a comprar cueros. Según los
militares se trataba de lo contrario, se habrían negado a pagar el peaje
estipulado y añadían que en el vapor viajaban, con frecuencia, faccioso.[73]
Pero el tráfico comercial era sólo una
de las caras de la moneda. Pesaba todavía entre muchos venezolanos, mayoritariamente
entre los que se llamaban federales, el ideal colombiano intentado por Bolívar,
a la vez que, por los mismos años, triunfó en la Nueva Granada un movimiento
anticentralista que fácilmente cooperaba con los insurgentes del otro lado. Y
lógicamente las ideas y los hombres circulaban, en parte, por las mismas rutas
fluviales. Acabo de mencionar el vapor “Apure”; pues bien, a finales de 1862 el
jefe del estado mayor general transmitía una nota del comandante de San
Fernando denunciando que en la embarcación viajaba un doctor Galindo,
comisionado por el general Mosquera, para inculcar en Caracas “ideas en el plan
revolucionario que sostiene este malvado”, lo que avisaba para que “el tal
comisionado no derrame el veneno de la misión que con tanto desprendimiento va
ejerciendo”.[74]
Evidentemente, si el veneno del federal
neogranadino Mosquera podía emponzoñar a los venezolanos, ello era
sencillamente porque, como acabo de recordar, la idea colombiana seguía viva y
el anticentralismo tenía muchos adeptos. Casi tres años antes de que la vieja
guerra fría se convirtiera en guerra caliente, varios vecinos de la provincia
de Barinas se habían pronunciado por la reconstrucción de la confederación
colombiana, firmando las autoridades en primer lugar (gobernador, jefe político,
jueces, militares, etc.). Pronunciamientos similares se dieron en otras
provincias. El de Barinas señalaba que durante el período de la República de
Colombia todo había sido una maravilla, pero que en los veinticinco años que
Ecuador, Nueva Granada y Venezuela llevaban separados todo había sido
tempestuoso por culpa de revoluciones que interrumpían la paz, habían
paralizado el crecimiento económico, provocado el desprestigio ante el exterior
y sembrado el desencanto. Seguía a continuación una larga lista de los
beneficios que se obtendrían si se reorganizaba la confederación colombiana:
garantizaría la propiedad, la familia y la libertad “y hará resucitar nuestro
nombre, nuestra riqueza y nuestra fama, porque tendremos un gobierno general
que representará pueblos compactos en un mismo pensamiento y un solo fin [...]
que alejará los peligros exteriores que nos amenazan y que afirmará la paz
sobre bases sólidas y duraderas”. A continuación se aseguraba que Colombia, con
poderes evidentemente taumatúrgicos y sin duda heredados de Bolívar,
conseguiría verdaderos portentos ya que sería capaz de “asegurar nuestra
independencia, mantener la inviolabilidad de nuestro territorio, obtener un
derecho público internacional americano, acrecentar nuestras poblaciones con
inmigrantes, desencadenar por medio del trabajo y de la industria todos los
elementos de nuestra prosperidad; regularizar el sistema hidrográfico para que
los majestuosos ríos del Orinoco, el Marañón y el Amazonas, los del Casiquiare,
el Zulia y otros, derramen sobre el suelo colombiano la riqueza a que están
destinados por la Providencia; y que el Pabellón nacional flamee con el
renombre y respeto que conquistó en los tiempos de la gloriosa Colombia”.[75]
Por otra parte, como ya he dicho, una
discordia civil similar a la venezolana e iniciada también en 1859, enfrentaba
en la Nueva Granada al gobierno central con las regiones aledañas. Y
lógicamente, enfrentamientos parejos dentro de repúblicas que no hacía
demasiado tiempo habían formado parte de una organización estatal común,
traspasaban tranquilamente la artificial frontera, existiendo más similitudes
entre las regiones periféricas de ambas repúblicas que entre aquéllas y sus
respectivas capitales.
A finales de octubre de 1861, el
gobernador de Apure oficiaba sobre lo aislados que se encontraban del resto de
la República: tenían un mes sin noticias de Caracas, nada sabían de la
situación política y militar, no recibían pertrechos, ni tropas, ni raciones
para los pocos soldados, y las poblaciones fieles al gobierno se sabían
amenazadas por los federales del Apure y Barinas, pero también por los
facciosos del Arauca. Una hoja impresa titulada Colombia (principios de 1862) mencionaba posibles vínculos entre el
nuevo gobierno neogranadino y los federales venezolanos. Un decreto de los
vencedores de 9 de diciembre declaraba colombianos a los súbditos de las tres
repúblicas, reconocía como beligerantes a los insurgentes contra el gobierno de
Caracas, “con los derechos que otorga el derecho de guerra”, y proponía a todos
los federales venezolanos exiliados en el Caribe que se dirigieran hacia
Cúcuta.
En marzo del mismo 1862, el gobernador
del Táchira informaba del escarmiento que habían sufrido los federales en el
cantón Páez. De una semana más tarde era un oficio del gobernador de Maracaibo
sobre la tranquilidad existente en Táchira y Mérida, pero también sobre las
alarmantes noticias llegadas de la Nueva Granada. No pensaba el informante en
una declaración de guerra abierta, pero sí en la ayuda que podrían recibir los
facciosos venezolanos. A mediados de abril se ordenaba al gobernador de
Maracaibo que estuviese constantemente alerta, pues se temía que los federales
de la Nueva Granada entraran en Venezuela. Y doce días más tarde era el
gobernador de Apure quien oficiaba al Secretario del Interior, comunicando que
el comandante Nicomedes Brizuela, amigo de Páez, había sido detenido por los
federales, pero había logrado escaparse e informaba sobre ellos: la facción de
Pedro Manuel Rojas se componía de unos dos mil hombres bien armados y
pertrechados que se encontraban entre Nutrias, Dolores, Libertad, Barinas,
Barinitas, Boconó de Barinas y Guadarrama; la facción, hacía poco
insignificante, había crecido con la ayuda recibida de la Nueva Granada por la
vía del Arauca; por otra parte, pedía que se adoptaran medidas definitivas
frente a los vecinos del oeste.[76]
Según Alvarado, los federales habrían
perdido la esperanza de una victoria militar tras la batalla de Coplé y a
partir de este momento sólo confiaron en la ayuda que les podía prestar
Mosquera, quien había reconocido sus grados militares como neogranadinos a
oficiales de Venezuela; que, además habría convocado elecciones, abril de 1862,
para reunir una convención nacional que reconstruiría la república de Colombia,
pero se habrían opuesto Falcón y Guzmán que temían ser anexionados, a los que
Mosquera habría contestado que nada más lejos de su propósito, pues pensaba en
una unión espontánea y libre. Tuvo lugar una pantomima en Caucagua, 2 de abril,
para enviar representantes del estado Caracas al congreso de plenipotenciarios
que debía reunirse en Bogotá, en lo que habrían estado de acuerdo en principio
los mandos del ejército federal, pero Falcón no lo habría aceptado e incluso
habría mandado detener a Acevedo, nombrado presidente provisional, quien habría
conseguido escapar.
Ante esta actitud, Mosquera habría
enviado, a finales de 1862, a Level de Goda para proponer exactamente lo mismo
a Páez, lo que naturalmente no habría conducido a lugar alguno.[77]
7. La traición de coche y sus consecuencias
Sorpresivamente, como ya había ocurrido
otras veces en el pasado venezolano, cuando uno de los dos grupos enfrentados
en la guerra civil, el ahora llamado federal, la tenía ganada desde un punto de
vista logístico, sus dirigentes sintieron la necesidad de pactar con sus
oponentes que estaban prácticamente desahuciados, lo que reconocieron incluso
éstos pocos días después de la rendición. El 27 de junio, el ex presidente
Rojas había escrito al licenciado Rodríguez, “Doce provincias estaban en poder
de la Federación, que las dominaba en absoluto. Nosotros dominábamos a medias
en las demás; de manera que sumando, apenas se extendía nuestro mando a la
quinta parte de la República. Reducidos a un estrecho círculo, interceptadas
las comunicaciones, devorados por la falta creciente de recursos, acosados por
el espectro de las traiciones, ¿qué hacer?”.[78]
Efectivamente, era nítidamente diáfano
que los centralistas tenían la contienda perdida desde hacía varios meses; lo
que resulta incomprensible es por qué pactaron los que estaban venciendo tan
claramente y pienso que hay una sola respuesta: los dirigentes políticos del
partido federal que habían usado y abusado de una demagógica, populista y
confusa verborrea aparentemente antioligárquica temían que sus seguidores, y en
especial los aliados accesorios como los llaneros, intentaran llevar a cabo una
revolución social. Según Carlos Irazábal, en el segundo anteproyecto elaborado
para ser firmado en Coche se había llegado a redactar un punto séptimo que
decía: “Así el general Páez como el general Falcón emplearán sus respectivos
ascendientes en calmar las pasiones agitadas por la guerra y en que la
situación que va a sobrevenir sea tan pacífica, libre y durable como lo
necesita la patria para reponerse de sus quebrantos”.[79]
Este pánico, naturalmente, era
compartido por quienes a lo largo de una guerra cada vez más “social” habíanse
quedado patentemente al lado de los gubernamentales y tenían algo que perder.
Así, por ejemplo, el jefe político del cantón El Sombrero oficiaba el dos de
abril que dada la situación habían decidido adoptar medidas extremas y
comunicar a los jefes militares del Alto Llano “la resolución de los habitantes
de esta parte del Guárico a sepultarse con la sociedad y el Gobierno o salvarse
con ella”, actitud numantina motivada por las últimas noticias que habían
recibido del norte: rumores de pronunciamientos de las guarniciones del Tuy y
Barlovento y unión con los federales, o de la formación de un gobierno
provisional compuesto por generales de los dos bandos, junto con el arzobispo y
la unión de ambos partidos.[80]
Y la traición de Coche fue consumada por
Juan Crisóstomo Falcón, que en un discurso pronunciado ante las tropas
federales el 11 de julio de 1861 había dicho: “las revoluciones populares
suelen prolongarse, generalmente se prolongan, pero no se pierden jamás, que a
la larga todo se gasta en política excepto el surtidor inagotable y perenne de
la opinión. La opinión es el pueblo, el pueblo que lo puede todo, como quien
tiene la suprema razón y la fuerza suprema de la sociedad que forma. [... A la
revolución] fáltanle los elementos y se disemina, y vuelve a empezar y combate
de nuevo, sin jefes, sin dirección, y vence unas veces y es vencida otras
[...]. Por eso cuando los oligarcas están cansados, la revolución se muestra
como el primer día: los treinta meses que a ellos, les parecen una eternidad
sangrienta, el pueblo que es contemporáneo del tiempo e inmortal como él, ni
aun siquiera los ha sentido transcurrir; y cuando ellos se modifican y piden la
paz a los mismos que hasta ayer trataron como forajidos, la revolución no se
detiene y prepara una nueva invasión por Oriente [...]. Esta revolución no se
parece a ninguna de las que le han precedido. [El país] busca ensayar un cambio
radical por medio de la federación,
en que predomina la libertad sobre todo: o mejor busca un sistema por el cual
sea el pueblo el que piense, administre, ejecute y cumpla su propio
pensamiento”.[81]
Precisamente los dirigentes federales
perpetraron la traición de Coche para evitar que el pueblo pensara,
administrara, ejecutase y cumpliese su propio pensamiento, y como ello fue así,
después de Coche las cosas siguieron exactamente igual en Venezuela que antes
de iniciarse la contienda, los oprimidos y marginados afectados por las mismas
opresiones y marginaciones, los llaneros obligados a seguir defendiendo con las
armas su tierra y sus formas de vida y todos convencidos, una vez más, de que
no podían confiar en los caudillos y en los políticos porque de nuevo los
traicionarían.
Muchos coetáneos, y no solamente los
hechos como veremos de inmediato, denunciaron ya en su día la felonía. A pesar
de que los militares federales, vencedores, estaban más unidos que los
centralistas, no todos aceptaron sin más que Guzmán Blanco, el hijo del
ideólogo, apareciera después de Coche en segundo lugar entre sus
correligionarios. Uno de los que no se conformaron fue el general Miguel
Acevedo, de gran prestigio entre la tropa. Los mismos federales lo detuvieron y
confinaron en Araure, pero con la ayuda de los generales Lugo y Alcántara pudo
imprimir una hoja suelta, “satisfacción”, en la que decía, entre otras cosas:
“General Guzmán: habéis tenido autoridad para ultrajar, pero no para imponer
miedo. Los generosos jefes de las fuerzas federales, no son nuestros verdugos.
Dicen que me perseguís por monarquista, por colombiano y por amigo de los
negros. Muy bueno […]. Sabed que esa altura y poder en que os encontráis, es el
tributo de los que se sacrificaron por la libertad que tanto aborrecéis. Si la
federación puede ser un pretexto para crear y elevar tiranos como vos, no debo
continuar trabajando en una obra contraria al principio de libertad que he
defendido a ojos cerrados, pues esto sería cambiar los nombres instituyendo el
más ominoso despotismo”.[82]
En efecto, los perdedores de siempre
siguieron padeciendo los mismos ultrajes, mientras todo continuaba como antes,
valiéndose en algunos casos las “nuevas” autoridades de las razones más
peregrinas: así, en septiembre de 1863, enterado el Secretario del Interior de
que en Cumaná todavía había detenidos acusados de haber colaborado con la
dictadura de Páez, ordenaba ponerlos en libertad, pues así se había decidido en
Coche, y dado que “El sumario de las administraciones pasadas es tan vergonzoso
y arrojaría tanto baldón a nuestra República, que el Ciudadano Presidente de la
Federación antes que legar a la maldición de la posteridad tantos hijos de la
misma Patria los ha perdonado y desea que un olvido profundo barra para siempre
tan infaustos suceso”.[83]
Y en noviembre de 1864 el general José
L. Arismendi, denunciaba que los nuevos estados eran tan poco independientes
del poder central como las provincias con la constitución de 1858; que se había
provocado una larga y cruenta guerra para realizar un “mero cambio de nombres”;
que el ejecutivo seguía valiéndose de la corrupción y la inmoralidad. Y algo
parecido decía Manuel E. Bruzual en fecha pareja; que el ejército federal había
ganado pero “los principios políticos no habían triunfado”. Que los mismos
jefes militares que gobernaban en cada estado eran, “sin saberlo ellos mismos,
los verdugos de la federación”.[84]
Además, no todos aceptaron el tratado de Coche, y durante un tiempo siguió la
guerra con todas sus secuelas. Unos continuaron la vieja insurgencia y eran
acusados por el general Falcón de acabar con “las escasas reliquias de la
propiedad, sembrar la desmoralización y la barbarie y consumar la ruina de la
Patria”; o por el presidente del estado Barcelona de bandidaje o de alterar el
orden público. Tampoco acataron el tratado algunos militares conservadores, que
se sublevaron en Puerto Cabello y, vencidos, se trasladaron a Oriente y a la
isla de Trinidad, desde donde el agente confidencial de la Federación envió a Exterior
un informe sobre “los conatos liberticidas” de estos “enemigos del régimen
público y del gobierno”.[85]
Pero, en apariencia, más grave que estas
insubordinaciones fue la continuación con bien pocos cambios de la situación
anterior a 1859 que había exasperado a tantos hasta conducirlos a la
insurgencia generalizada. Se siguió calificando de abigeato la caza por parte
de los llaneros de los animales que necesitaban para su subsistencia; las
nuevas autoridades, ahora llamadas federales, cometieron abusos contra pequeños
propietarios, que posiblemente habían colaborado con los conservadores, pues
contra los grandes nadie osaba arremeter y, por añadidura, tenían mejores
sistemas de autodefensa, la corrupción, por ejemplo, si era necesaria.
Tan pronto como a mediados de 1863, el
todavía gobernador del Guárico se lamentaba de que a pesar de la firma del
tratado los federales seguían confiscando ganado, especialmente en El Calvario
y Guardatinajas, no sólo para alimentar a la tropa sino para comercializarlo. En
su respuesta, el general en jefe Ciriaco Blanco significaba que el ganado había
sido confiscado por orden del mismo Guzmán Blanco, que lo había mandado hacia
la capital, y que no sabía lo que pensarían hacer con las reses. Tres meses más
tarde Interior oficiaba al presidente del Estado Zamora “sobre ataques a la
propiedad” en aquella circunscripción. Al presidente le habían llegado muchas
quejas de atentados contra “esas garantías a que tiene derecho todo el que vive
en una sociedad regularmente organizada” lo que según el documento sólo sucedía
en aquel estado llanero, pues en los demás se respetaba, mientras en Zamora
algunas autoridades civiles estaban embargando y confiscando hatos “contra el
espíritu del siglo y los principios democráticos del sistema federal”.[86]
Por meses y años la situación continuó
igual, y diversos documentos relativos a este asunto se reunieron en varios
expedientes. En el primero había un oficio del general José Ma.
Zamora al presidente, fechado en Caracas, 25 de agosto de 1863, llamando su
atención sobre quejas de ganaderos del Alto Llano; hablaba el general en nombre
de varios vecinos de Chaguaramas y de las parroquias limítrofes víctimas de
militares que se les llevaban grandes partidas de ganado, oficialmente para
avituallar al ejército, pero que vendían en otras partes. Decía el general que
no había causa que justificara lo que estaba ocurriendo, salvo la ambición
personal de algunos oficiales. En segundo lugar se incluía un decreto del
gobierno provisional de Portuguesa, fechado en Guanare el 10 de septiembre,
sobre el mismo asunto, abusos de militares contra ganaderos, recordando que el
decreto presidencial sobre derechos políticos e individuales de los venezolanos
decía que la constitución garantizaba la propiedad. Interior reconocía que el
gobernador de Portuguesa estaba cargado de razón, pero también recordaba que
existía un ejército, para mantener el orden público, que era necesario
alimentar y sugería como alternativa que se pidieran préstamos a los ciudadanos
a quienes el ejército podía garantizar un orden concreto. Seguía a continuación
un escrito personal del presidente federal, sin fecha, significando que el
gobierno había tomado en consideración el acuerdo del gobernador, pero que
también conocía el gobierno “los apuros en que deben verse las autoridades para
sostener al ejército que ha sido necesario mantener para conservar la
tranquilidad del país”, tranquilidad que seguramente no podían alterar los
escasos conservadores sino los federales desencantados. Más adelante el
expediente recogía la protesta de Miguel H. Betancourt, hijo y sobrino de
libertadores, quien sostenía que durante la guerra los conservadores le habían
quitado su hato y ahora se lo habían confiscado las nuevas autoridades para
atender gastos militares, pero que incluso, si se acercaba a su propiedad, le
amenazaba de muerte el que se encargaba de administrarlo; Betancourt iniciaba a
continuación un apasionado canto al sagrado derecho de la propiedad.
Los perjuicios a los pequeños
propietarios plausiblemente duraron mucho tiempo. El mismo expediente recogía
una reclamación del prefecto departamental de Chaguaramas, quien el 11 de
febrero de 1865 todavía exigía que se acabase con los abusos de los militares
que se apoderaban de reses y caballos e impedían reconstruir los hatos
destruidos durante la guerra. En la respuesta de Interior al presidente del
Guárico, Caracas y 20 de marzo, el ministro hablaba de la perplejidad del
Ejecutivo al saber que todavía se atropellaba a propietarios “sin su
consentimiento, sin llenar los requisitos legales y sin orden de las
autoridades competentes” y en contra de la constitución.[87]
Los abusos e irregularidades del
ejército vencedor no se limitaban al robo de ganado. Bien poco después de
Coche, el gobernador de Cumaná se lamentaba ante el presidente provisional de
la Federación de los desmanes y excesos cometidos por militares, en especial
por el general Saturio Acosta, quien había comprometido la libertad, la
independencia y la soberanía del nuevo estado, ya que menospreciaba las leyes y
se mostraba soberbio y arbitrario y añadía que Federación era sólo “palabra de
adorno para los encabezamientos y la conclusión de los oficios”. El gobernador
también se preguntaba, si se habían comprometido tantas futuras rentas,
derramado tanta sangre y padecido tantas fatigas y persecuciones “tan sólo para
variar el escenario del drama horrendo de opresión y tiranía que se viene
representando en la República por el espacio de media centuria”. Tras esta
referencia, a que eran los mismos enfrentamientos iniciados en 1812 y que
momentáneamente había dado resultados similares, se exigía definitivamente la
Federación, significando también que “no puede haber independencia, libertad,
ni soberanía, en donde impera la fuerza bruta, en donde hay un hombre superior
a los otros hombres, en donde existen bajalatos y en donde el Poder Civil
representante de la civilización y de la soberanía del pueblo no es el alma de
la asociación, en donde el poder no tiene poder”. Exigía también que los
militares no interviniesen en el gobierno de los estados, que se liquidara un
ejército tan enorme que ninguna razón justificaba y que sus componentes
volviesen a sus hogares y a sus ocupaciones.
Posiblemente no fue ésta la única
reclamación, y pocos días más tarde, el 31 de julio, Falcón decretó
considerando que habían pasado las causas que habían obligado a reclutar el
ejército federal, que cesara inmediatamente el cobro de contribuciones
especiales para sostenerlo. Todos los estados aprobaron el decreto excepto el
de Aragua, que en oficio enviado desde La Victoria el 3 de agosto, señaló que
debía alimentar a considerables fuerzas y oficiales en tránsito; que si alguien
no racionaba a las tropas se temían graves desórdenes que podían alterar la
tranquilidad, por lo que desde Caracas le autorizaron a seguir cobrando
impuestos para este menester.[88]
La inseguridad reinante en el sur de la
República y en los Llanos fue fuente de nuevos problemas. A principios de
febrero de 1864 hubo que crear una brigada especial en Portuguesa, de
quinientos hombres, y no se sabía cómo pagarla: el gobierno carecía de
recursos, las nuevas leyes prohibían exigir contribuciones forzosas, se había
abierto un empréstito voluntario, con un interés muy elevado, pero sin
resultado alguno. Y a finales de noviembre del mismo 1864 el gobernador de
Apure comunicaba al presidente del ejecutivo que dado que no tenía recursos se
vería obligado a deshacerse de las tropas que habían llegado de Aragua.[89]
Aparentemente, a tenor de la
documentación conservada, la inestabilidad que siguió afectando sobre todo la
mitad austral de Venezuela, se debió en buena parte a oficiales federales que
siguieron sobre las armas, porque se consideraban traicionados ideológicamente,
marginados en la distribución de prebendas o porque seguían acaudillando a
quienes continuaban la misma insurgencia que se había ya iniciado durante el
período colonial.
A mediados de septiembre de 1863 el
presidente de Cojedes transmitía al ministerio del Interior noticias sobre
“orden público” que le habían llegado del estado Zamora. Individuos residentes
en el Apure le habrían informado de que el general Pedro Manuel Rojas había
convocado a personas influyentes, levantado un acta desconociendo la autoridad
del presidente federal, habiendo elegido para sustituirle al general Napoleón
Arteaga, quien se dirigía en comisión a la Nueva Granada.
Entre junio y agosto de 1864, hubo
conspiraciones y revueltas en toda la república, sobre las que había
información en un largo expediente. Figuraba en primer lugar la copia de una
carta de M. E. Bruzual al general Juan Sotillo lamentando la traición de
ambiciosos y ladrones después de que tantos hubiesen realizado tantos
sacrificios; añadía que el gobierno había sido bien ingrato con sus “mejores
servidores” y le pedía que libertara a la “tierra” por tercera vez, como lo
había hecho en dos ocasiones anteriores; no pedía que empuñara las armas, sino
que se trasladara a Ciudad Bolívar para colaborar con los dirigentes de un
pronunciamiento, los generales Arismendi y Rojas. Poco más tarde, 234
ciudadanos de Guayana escribían, al presidente manifestando que durante el
período anterior habían sido perseguidos por federales y ahora les ocurría lo
mismo, porque en Guayana seguían mandando los godos de siempre; y es que después
del contubernio de Coche, el gobierno de cada estado quedó posiblemente en
manos de la misma oligarquía local que ya lo había controlado antes de 1858.
El malestar alcanzó cotas bastante
elevadas como para que a fines de agosto Interior oficiara al gobernador del
distrito federal informándole de un plan en el que se hallaban comprometidos
más de ocho generales, que la insurgencia ya había estallado en algunas
localidades del Guárico y de Barquisimeto, y ordenándole que adoptara las
medidas necesarias para garantizar la situación en la capital, “donde reside el
foco principal de la insurrección y de donde parten sus comunicaciones para los
estados”. Al día siguiente se recibía un largo telegrama, enviado desde La
Victoria, con amplia información sobre la conspiración en el Guárico: habían
detenido a Escobar y a Alarcón, a éste se le había confiscado correspondencia
que hablaba de la conjura, en la que estarían comprometidos muchos miembros de
la Asamblea. El 1 de septiembre, el presidente del Guárico, Medrano, oficiaba
desde Calabozo diciendo que había allí “perturbadores” que alteraban el orden
solicitando mudanzas que la ley no contemplaba, hablaba también de “hombres
inquietos y turbulentos que la opinión condena y tienen la sociedad en
conflicto o en conflagración constante”, pero que el caso era más grave, puesto
que “estos hombres se hallan investidos con algún carácter que les hace
respetables”; entre estos caudillos estaban el presbítero Pedro Pablo
Sarmiento, que ya había sido otras veces acusado “por sus tendencias
revolucionarias”; en el mismo caso se encontraba Bartolomé Campos, cura de San
Francisco de Tiznados. El 5 de septiembre el agente confidencial de Venezuela
en Trinidad delataba una conspiración en la que estarían complicados los generales
Venancio Pulgar y Manuel Bruzual; al final del expediente hay información
adicional de la que parece desprenderse un intento secesionista guayanés y,
curiosamente, el periódico publicado por los rebeldes se titulaba El Boliviano.[90]
El mismo agosto de 1864 se había
fraguado una nueva insurgencia en el Apure, en la que estarían implicados jefes
federales, pero también de otras tendencias. El temor fue suficiente como para
provocar que Falcón se trasladara a Barquisimeto y se organizase un poderoso
ejército para hacerles frente, así como también a los secesionistas de Guayana.
Pero a finales de año, cuando se habían conjurado ambos peligros, el estado, a
pesar de sus penurias económicas, dio los auxilios necesarios a este ejército,
comandado “por el benemérito general en jefe Rufo Rojas”, para que abandonase
la región. El ejército del general benemérito, ahuyentado del Apure, se
estableció en el vecino Guárico, en los distritos de Camaguán y Guayabal,
provocando airadas protestas del presidente de este estado, que decía que se
apoderaban de las pocas bestias y reses que quedaban en los hatos.[91]
Como en 1821, después de Carabobo, los
ejércitos “libertadores” en los que los llaneros eran mayoría se convertían en
un peligroso estorbo que, cual nuevos almogávares, todos se quitaban de encima.
Con la sola diferencia de que en 1864 no había justificación alguna para
ahuyentarlos hacia el Perú.
* Una bolsa de viaje del Programa de Cooperación Internacional con
Iberoamérica de la Secretaría de Estado de Universidades e Investigación del
Ministerio de Educación y Ciencia me facilitó el traslado a Caracas y la
recopilación del material para este trabajo.
** Bob Dylan (Robert Allen Zimmerman, 1941) poeta,
cantante, músico popular y político estadounidense del siglo pasado.
¿Cuántas
muertes se
cometerán hasta saberse
que
demasiada gente ha muerto?
La
respuesta, amigo, está soplando en el viento. (Nota AGS)
[1] AGN, Interior y Justicia, DCXI,
68, 263-286, oficio del gobernador al Secretario del Interior y Justicia sobre
el “Estado
de la provincia de Cumaná respecto al orden público”, fechado en Cumaná el 12-X-57. Señalaba el
gobernador que los cumaneses, “hastiados de revueltas, hartos de sufrir con
ellas e íntimamente convencidos de que no es con las armas, ni con las
rebeliones que un pueblo puede mejorar su condición y obtener las reformas y
ventajas que esa misma situación demanda, fincan en la paz, en el orden y en el
reinado de la ley la esperanza de su dicha y prosperidad”. El gobernador tuvo
que oficiar más tarde y de nuevo significando que habían aparecido pasquines en
Cumaná contra algunas personas de aquella ciudad.
Dado que he utilizado, para este
trabajo, casi exclusivamente los fondos de Interior y Justicia del Archivo
General de la Nación (AGN) de Caracas, si no indico lo contrario, se trata
siempre de oficios o similares enviados al Secretario del mismo, indicando el
lugar de salida y la fecha.
[2] He intentado trazar un estado de
la cuestión sobre toda esta problemática en “Ni cuatreros ni
montoneros, llaneros”, Boletín
Americanista, 31
(1981), pp. 83-142, trabajo en el que he insistido en la absurda óptica con que
los llaneros fueron enfocados por extraños. A los ejemplos señalados en dicho
trabajo quisiera añadir uno más; el viajero alemán Karl F. Appun afirmaba hacia
1870: “No hay que pensar en ellos el más mínimo grado de cultura. Su
naturaleza, generalmente de origen indio, no desmiente su ascendencia. Al
llanero iracundo y vengativo, aficionado al juego y endurecido también en su
conducta debido al duro modo de vivir, no puede negársele sin embargo,
sinceridad y honradez, en lo que se diferencia favorablemente de todas las
otras clases incultas del pueblo venezolano”; páginas más adelante el alemán
añadía nuevos y absurdos conceptos: “De vez en cuando se manifestaban huellas
de civilización y de oficios humanos: solitarias pulperías al lado del camino,
campos adyacentes de yuca y maíz y unas tropas de mulas que pasaban por la vía,
cargada de pieles y chigüires”, En los trópicos, Caracas, 1961, UCV, 257 y
278-279.
[3] Lisandro Alvarado, Historia
de la revolución federal en Venezuela, Caracas, 1956, Ministerio de Educación, 314. La
primera edición es de 1909.
[4] José Santiago Rodríguez, Contribución
al estudio de la guerra federal en Venezuela, Caracas, 1860, Imprenta Nacional, 11, 303-304.
[5] No mencionan a los llaneros ni
Alvarado, Historia, ni Carlos Irazábal, Hacia
la democracia,
Caracas, sf, Pensamiento Vivo, ni Federico Brito Figueroa, Historia
económica y social de Venezuela, Caracas, 1966, UCV ni el mismo autor, Ensayos de
historia social venezolana (Caracas, 1960, UCV), que es en realidad buena parte del primer
volumen de la obra posterior, pero con distinto título.
[6] Alvarado (Historia, 594) concluía su monografía con
una sarta de dislates, que mezclaban admiración y exclamaciones peyorativas,
afirmando: “Ahora, vamos a cuentas. Inicióse la revolución por la clase popular
o analfabeta, siendo evidente el contraste a los principios entre los militares
revolucionarios y los del Gobierno. Gradualmente llevaron la organización al
ejército de aquellos algunos elementos exóticos [extranjeros] [...] o
nacionales [...]. El terror que los federalistas inspiraban puede medirse con
el que experimentó dos veces la cordillera a causa de invasiones procedentes de
los Llanos de Barinas. Poca disciplina observan las revoluciones. Su
generosidad, y aun su equidad, están en razón inversa del grado de persecución
que sufren. Obsérvese en los Estados del Centro de la República, y hasta en los
de Oriente, un caudillaje exactamente igual al de los pueblos salvajes, al paso
que la federación en Barinas tuvo una evolución bastante regular”. Este recurso
al caudillaje fue también una obsesión de otro positivista, Pedro Manuel
Arcaya, quien, hablando de otro de los protagonistas de la guerra, Páez, decía
que debía su poder a la misma naturaleza, “que lo había hecho nacer caudillo,
en toda la extensión de la palabra, en un país destinado por las leyes
inexorables de la herencia psíquica a someterse a un jefe”, y pocos párrafos
antes decía sandeces tan suculentas como éstas: “Del componente indígena le
venía [a Páez] lo que a la generalidad de los soldados venezolanos: la
nostalgia inconsciente de la vida nómada, el instinto de vagar por los bosques
en esas pequeñas partidas que llamamos guerrillas y que no son en el fondo sino
la resurrección de las hordas precolombinas”, reproducido en Presidencia de la
República, Pensamiento
político venezolano del siglo XIX, Caracas, 1961, 13, 514 y 507-508. Por su parte, Gil Fortoul decía en
su Historia
constitucional de Venezuela: “Hombres enteramente incultos, simples peones, manumisos, esclavos
recién libertados, aparecieron de pronto como capitanes, coroneles, generales,
aunque no supiesen leer y escribir […]. Y quién sabe qué de odios se
despertaron en tantas almas oscuras, qué de deseos de venganza, qué de
recuerdos de injusticias, de iniquidades”; citado por Irazábal, Hacia
la democracia, 140.
[7] Sobre la derrengadera,
enfermedad que atacaba a los equinos, produciendo un espectacular descenso en
el número de bestias y dificultando todavía más las actividades pecuarias,
véase un amplio dosier con varios informes en AGN, I y J, DXCVIII, 26, 114-151.
de finales de 1856. En cuanto a la demanda de cueros puede consultarse Adolfo
Rodríguez, “Trama y ámbito del comercio de cueros en Venezuela”, Boletín
Americanista,
31(1981), 187-210.
[8]
AGN, I y J. DLXXXIII, 24. 77-90,
oficio al gobernador de Portuguesa, Guanare, 9-IV-1856, en el que abundaban
párrafos como el citado; así se decía, por ejemplo, “En esta provincia, y sobre
todo en el cantón Mantecal, los vínculos sociales están disueltos; el libre
desuello ha introducido el comunismo; la fuerza bruta preside en éste; los
magistrados se confabulan; la ley calla ultrajada; las propiedades pecuarias
están entradas a saco; el dueño que reclama es encarcelado por la complicidad
de los mandatarios o cae en las soledades de su campo sangrientamente inmolado
por la mano de la rapacidad y de la barbarie. Todo es disociación, todo
anarquía, la justicia, la ley, la autoridad son allí articulaciones
despreciables y odiosas, sólo impera el pillaje, el asesinato, el crimen [...].
Una fuerza bárbara arrebata ya escandalosamente la propiedad en presencia de
sus dueños […]. El empleado lejos de proteger se hace más cómplice del
delincuente; el ciudadano, sin garantías, ha de recurrir al puñal para
asegurárselas”. Poco más tarde el mismo Dorante seguía lamentándose del
abigeato y de la complicidad de las autoridades, en un nuevo informe elevado
esta vez, sin que se explicitara la razón, al gobernador de Maracaibo y no al
de Portuguesa, DLXXXVIII, 22, 54-62, oficio del gobernador de Maracaibo a
Secretaría, Maracaibo, 21-V-1856.
[9] AGN, I y J,
DLXXXVII, 86, 395-404, Calabozo, 16-VI-1856, con más de cuarenta firmas,
encabezadas por las del director, vicedirector, secretario, tesorero, etc. El
informe ministerial (Caracas, 23-Vll-1856) insistía en la proliferación de
cuatreros, en la necesidad de creer cuerpos volantes en Apure, Barinas, Guárico
y Portuguesa y organizar esquifes armados que recorriesen el Orinoco y sus
tributarios, “para auxiliar las operaciones de la policía”; opinaba que debían
componer los cuerpos volantes individuos elegidos por los gobernadores a
propuesta de los propietarios de hatos, que aportarían las bestias y corriesen
con los gastos, y que fueran comandados por jefes nombrados también por los
gobernadores “de entre los vecinos más aptos y calificados a juicio de los
mismos propietarios”. También se insistía en prohibir la vida errante fuera de
poblado. El 4 de agosto de 1857 se reunió en San Fernando, en relación con las
supuestas tropelías cometidas por el comandante de un cuerpo volante apureño,
una Junta de Criadores, de la que tampoco he localizado más información y de la
que ignoro si estaba organizada permanentemente o sólo se había reunido para
esta ocasión. Cfr., AGN, I y J, DCVII, 40, 296-310, gobernador de Apure, San
Fernando, 10-VIII-1857.
[10] AGN, I y J,
DLXXXIX, 65, 181-183, Secretaría a gobernador de Apure, Caracas, 21-Vll-1856;
DXCII, 72, 207-210, solicitud, El Baúl, 10-Vlll-1856; DXCII, 86, 249-251,
Maturín, 12-IX-1856; DXCVIII, 41, 198-201, San Fernando, 27-Xll-1856; y 75,
275-278, San Fernando, 4-1-1857; DXCIIII, 88, 378-382, Barcelona, 8-1 y 2-III-1
857; DC, 37, 191-198, Barinas, 16-11-1357; oficio de la Secretaría al
gobernador del Guárico, Caracas, 4-III-1857; nuevo oficio del gobernador,
Barinas, 23-II-1857, e informe de la Secretaría, Caracas, 9-III-1857.
[11]
AGN, I y J, DCIII, 21, 61-63, oficio del gobernador de Barinas de
1-IV-1857; 60, 246-249, resolución, Caracas, 8-IV-1857; DCX, 85, 269-270, San
Fernando, 7-IX-1857 y DCXI, 28, 65-67, Maturín. 28-IX-1857.
[12] AGN, I y J,
DLXXXVII, 34, 171-174. San Carlos, 6-VI-1856 y oficios mencionando la
legislación al respecto de 24-IV-1838, 1-IV-1845 y 7-Xll-1854.
[13]
Sólo a título de ejemplo: en la segunda mitad de 1861 son muy abundantes los
informes sobre movimientos de causas en los tribunales provinciales en los que
se especifica que una mayoría aplastante de las causas criminales están
paralizadas “por hallarse los reos prófugos”; AGN. I y J, DXCI, 90, 285-300 o
DCC, 104. 192-194, con datos de San Fernando y Valencia.
[14] Caracas, 8,
4-I-1862, 2, ejemplar que se conserva, junto con otros papeles, en AGN, I y J,
DCCI, 24, 303-350. Quince meses más tarde, cuando estaba a punto de firmarse el
contubernio de Coche, el gobernador del Guárico oficiaba al Secretario
diciéndole que se habían tomado medidas extraordinarias y que los habitantes
del Alto Llano estaban firmemente decididos a sepultarse con la sociedad y el
Gobierno o salvarse con ella, DCCXXXIX, 6, 16-19, Calabozo, 11-IV-1863.
[15] AGN, I y J,
DCXCVII, 97, 257-263, de gobernador de Cojedes a Secretario, San Carlos,
27-X-1861.
[16] Ya he señalado que
apenas existen monografías sobre el tema sobre la insurgencia campesina
anterior a la guerra federal propiamente dicha debe consultarse Robert P.
Matthews, Violencia rural en Venezuela,
1840-1858: Antecedentes socio-económicos
de la guerra federal, Caracas, 1977, Monte Ávila, 211. Es necesario
insistir en que estos llaneros eran descendientes directos de quienes habían
tenido un rol preponderante en las guerras de la Independencia. Durante unos
años se había podido prometer que se tendrían en cuenta sus intereses, pero los
viejos dirigentes populistas ya hacía tiempo que se habían desacreditado
totalmente. El mismo Páez lo reconocía a mediados de 1861, en carta al Dr. Gual
significándole que le era imprescindible la colaboración del licenciado
Rodríguez en sus miras pacificadoras, ya que éste les conocía y sabía tratarlos
y todavía poseía su confianza, “porque dicen que él no les engaña”. Citado por
el propio Rodríguez, Contribución,
II, 165; carta de Páez fechada en Cura, 20-VI-1861.
[17] Archivo Histórico
del Congreso de Diputados, Caracas (en adelante AHCD), Senado, Varios, 353,
1860, 217-223, expediente en el que se encuentra una hoja impresa Boletín Oficial, San Fernando [de
Apure], 25, 54-1860, con un artículo, “Indemnización” firmado por Palacio y que
concluye con una relación de los treinta hatos y fundaciones de los dirigentes
rebeldes.
[18] AGN, I y J,
DCCXVII, 45, 150-151, oficio del gobernador del Guárico adjuntando una
comunicación del Jefe de la División del Apure, Achaguas, 11-V-1862. DCCXVI,
32, 120-121, informe sobre el estado de la provincia, San Fernando, 11-VI-1862.
[19] AGN, I y J, DCCXXV,
91, 309-312, oficio del gobernador del Guárico al Secretario, Calabozo,
1-X-1862, que finalizaba curándose en salud y dejando bien sentado que esperaba
se viera en el mismo “sólo la expresión de mis deseos de contribuir al bien
general del país, y no un mezquino pensamiento para salvar intereses de esta
provincia, a costa de los de otra, con la cual nos ligan mil vínculos
sagrados”. En el mismo documento decía que, para la salazón, era preferible la
carne de toro, pues daba menos grasa, y que con los cueros podía amortizarse
buena parte del costo; beneficiando mil reses se obtendrían de cinco a seis mil
arrobas de tasajo, suficientes para alimentar durante un mes un ejército de
tres mil hombres.
[20] AGN, I y J,
DCCXXVI, 4, 6-9, del mismo al mismo, Calabozo, 3-X-1862. Un mes más tarde, el
mismo gobernador de Apure, en las notas a un cuadro de la división territorial,
confirmaba esta situación, hablaba de poblaciones totalmente arrasadas, de la
conveniencia de trasladar la cabecera de Achaguas a Apurito y la de Mantecal a
San Vicente, y finalizaba señalando que Palmarito (la cabecera de Guasdualito)
era la segunda población del Apure, “y acaso la única de aquel cantón en que
hoy existe algún regular vecindario, pues las otras están casi abandonadas por
causa de la actual guerra”; DCCXXIX, 15, 33-37.
[21] AHCD, Convención
Nacional, 351, 1859, 266-268, Barinas, 29-VIII-1858. Los “vecinos”, unos 29,
entre ellos el gobernador, el jefe del cantón, el jefe del Estado Mayor
divisionario, dos concejales y dos tenientes coroneles, pedían, además de un
gobierno federal, las siguientes garantías: “libertad absoluta de la prensa,
libertad de cultos, libertad de enseñanza, sufragio universal libre, secreto y
directo, abolición de la pena de muerte en delitos políticos, derechos de
asociación pacífica, igualdad ante la ley”, etc.
[22] Rodríguez, Contribución, 1, 227, 298-299 y II, 166.
Los subrayados son míos. El mismo autor señalaba, en la segunda referencia, que
lo mismo ocurría en las haciendas agrícolas, y que sus propietarios, para poder
cosechar, debían llegar a un entendimiento con los dirigentes federales
locales, que se quedaban con una parte del beneficio.
[23] Reproducido por
Rodríguez, Contribución, II, 33 y
ss., Caracas, 23-Xl-1859.
[24] Reproducido por
Alvarado, Historia, 140. Los
subrayados son míos.
[25] Reproducido en
Rodríguez, Contribución, I, 309 y
301. El autor, coetáneo de los hechos, fue bastante sagaz para diagnosticar que
la “revolución” iba por delante de sus dirigentes; el caudillaje era, en última
instancia, resultado de la insurgencia, no su causa. Cronistas posteriores
interpretaron los acontecimientos a la inversa. He tratado sobre este tema en
“Tanto pelear para terminar conversando. El caudillismo en Venezuela”, Nova Americana, Torino. 2 (1979),
passim.
[26]
AGN, I y J, DLXXXV, 34, 289-291, oficio del jefe político, San Fernando de
Apure, 17-V-1856.
[27] Véase, por ejemplo,
un proyecto de decreto indultando a los desertores siempre que no se hubiesen
enrolado con los facciosos, discutido por ambas cámaras en abril de 1861, AHCD,
Senado, Actos legislativos. 363, 1-6. Efectivamente, las deserciones fueron en
aumentó a medida que se prolongaba la contienda. El 17 de marzo de 1862, José
Echezuria, general en jefe de las tropas que actuaban en los Andes, oficiaba al
gobernador de Maracaibo significándole la imperiosa necesidad de castigar
ejemplarmente a los desertores que huían en embarcaciones de La Ceiba hacia
Maracaibo con la complicidad de los patronos de aquéllas y los vecinos, que,
según Echezuria, habrían adoptado una actitud bien distinta si, “al desertarse
la tropa se reclutaran en el acto los reemplazos”. Él mismo oficiaba, el 15 de
mayo, al General Jefe de Operaciones lamentando lo mismo y que en Maracaibo se
volviese a dar servicio, no sólo a la tropa fugitiva, sino incluso a los
oficiales. Sugería que le mandase alguno de los desertores a Betijoque para
castigarlo públicamente y para que “la moral se restablezca”, y también que
algunos fueran juzgados y castigados en la misma Maracaibo. Meses más tarde,
31-VII-1862, era el Jefe del Estado Mayor General el que lamentaba la misma
problemática en oficio fechado en Caracas; también desertaban los milicianos
ocupados en servicios auxiliares, los que guarecían la parroquia de El Recreo y
los que debían vigilar el hospital militar de la capital; AGN, I y J, DCCVII,
31, 150-161 y DCCXX, 18, 46-51.
[28] AGN, I y J, DCCXXV,
1, 1-12, gobernador del Táchira, San Cristóbal, 19-IX-1862, y respuesta de la
Jefatura de Operaciones, San Cristóbal, 13-IX-62. Son varias las referencias de
quienes pagando una cantidad intentaban librarse del servicio armado, lo que
obviamente podía dar lugar a una variada picaresca, en beneficio de unos u
otros. En Aragua, cantón Cura, a mediados de 1862 se produjo un enfrentamiento
entre civiles y militares; éstos querían reclutar como milicianos a los
empleados públicos y a quienes, para librarse, pagaban diez pesos mensuales. A
mediados de septiembre, el gobernador del Táchira se lamentaba de abusos cometidos
por los militares “contra la seguridad personal, contra todas las garantías
personales”, etc. Seguía un memorial de agravios sobre las arbitrariedades
cometidas por los militares y en especial en perjuicio de quienes eran
reclutados a pesar de haber pagado para evitarlo, sin tener en cuenta que
“sobre este punto el gobierno tiene hecho prevenciones en cuyo cumplimiento se
interesan el honor nacional, la conveniencia pública y la más clara justicia”;
AGN, I y J, DCCXVI, 1, 1-33 y DCCXXIV, 30, 92-95, La Victoria. 7-VI-1862 y San
Cristóbal, 12-IX-1862.
[29] AGN, I y J,
DCCXXVIII. 55, 255-275. oficio del gobernador del Guárico adjuntando el
decreto, Calabozo, 4-Xl-1862. Los subrayados son míos.
[30] AGN, I y J,
DCCXXXII, 30, 172-175, La Victoria, 31-XII-1862.
[31] Por añadidura y
dados los enfrentamientos sociales que se habían agravado hasta el paroxismo
desde mediado el siglo XVIII como mínimo, la oligarquía temía organizar y
pertrechar a las masas ante el riesgo de que se volvieran contra ella. José
Santiago Rodríguez reconocía que los conservadores confiaban más en las
milicias que en un ejército permanente, y se desenmascaraba ideológica y
semánticamente reproduciendo una alocución que había enviado, el 31 de octubre
de 1832, siendo Secretario del Interior: “Si el pueblo mismo no defiende sus
leyes, su reposo y su propia soberanía, ¿Quién los defenderá?”, reproducido en Contribución, 1, 284.
[32] Así, el 1 de
diciembre de 1862 el gobernador del Guárico oficiaba a Interior, significando
que reclutaría personas de otras provincias que huían de las de su
empadronamiento para no prestar servicio ni en la tropa ni en la milicia, AGN,
I y J, DCCXXX, 26, 70-72, Calabozo.
[33] AGN, I y J,
DCCXXXI, 46, 173-175; DCCXXXVI, 39, 166-168, y DCCXXXVIII, 66, 295-298, oficios
del gobernador del Guárico. Calabozo, 22-XII-1862 y 25-II-1863 y del gobernador
de Maturín transcribiendo otro del coronel jefe del Estado Mayor, Maturín,
8-IV-1863.
[34] AGN, I y J,
DCCXXXVI, 56, 249-255, oficio del gobernador militar al Jefe Supremo, La
Asunción, 28-II-1863.
[35] AGN, Guerra y
Marina (en adelante G y M), 1863, sin clasificar, oficio transmitido por el
comandante de armas de la provincia al General Jefe de Estado Mayor General.
Caracas, 29-IV-1863. El comandante militar de Antímano le decía que ya sólo le
quedaban 17 individuos de tropa.
[36]
AGN, I y J, DCCI, 24, 69-71; DCCXII, 42, 150-156; DCCXV, 2, 8-13, y DCCXIX. 41,
99-100, informes al Secretario, Barcelona, 12-IV-1862, Calabozo, 2-V, Valencia,
30-V, y Guanare, 18-VII.
[37] AGN, I y J,
DCCXXVIII, 21, 52-54, y 55, 255-275; DCCXXIX, 32, 81-86 y DCCXXX, 25, 67-69, La
Victoria, 31-Xl-1862 y 11-XI y Calabozo, 4-XI y 1-XII.
[38] AGN, I y J,
DCCXXXI, 12, 46-52 y 66, 248-251; DCCXXXII, 4, 35-44; DCCXXXVI. 32, 143-146;
DCCXXXVII. 60, 234-236; La Victoria, 12-XII-1862, Calabozo, 17 y 29-XII-1862,
24-11 y 18-III-1863.
[39] AGN, I y J,
DCLXXXVI, 33, 136-141, y DCCXXVIII, 20, 50-51, Cumaná, 9-IV-1861 y Calabozo,
31-X-1862.
[40] Rodríguez, Contribución, 1, 254-255, 255-256, 11,
170 y 219; la carta de Toro, de Caracas, 24-V-1859.
[41] AGN, I y J,
DCLXXXVIII, 3, 7-12 y DCCX, 79, 310-312; Achaguas, 9-V-1861 y San Fernando.
9-IV-1862.
[42] AGN, I y J. DCCI,
21, 292-298, Barinas, 3-I-1862 y Mérida, 24-I-1862.
[43] AGN, I y J, DCCXIV,
77, 286-298, La Victoria, 29-V-62.
[44] AGN, I y J,
DCCXXVI, 40, 112-114; DCCXXXIV, 72, 296-298, y 73, 299-301, Calabozo, 7-X-1862,
4-II-1863 y 9-II-1863.
[45] AGN, I y J,
DCCXXXVI, 48, 196-201, Barcelona. 26-II-1863.
[46] Carta fechada en
Coro el 26-Vlll-1861 y reproducida por Rodríguez, Contribución, II, 196.
[47] AGN, I y J, DCVII,
40, 296-310, oficios e informes de diversas autoridades apureñas, desde 24-VII
a 10-VIII-1857.
[48] AGN, I y J,
DCLXXXVI, 35, 144-153, Maturín, 10-IV-1861. En este mismo oficio se calificaba
a los insurgentes de vándalos.
[49] AGN, I y J, DCCI,
13, 72-74, y DCCXIII, 61, 217-220, oficios fechados en Caracas, 2-I-1862 y
14-V-1862; el segundo del comandante de armas de la provincia de Coro
transmitiendo una queja al Secretario del Interior.
[50] Viaje por Venezuela en el año 1868,
Caracas, 1968, UCV, 61 y ss.
[51] AGN, I y J,
DCLXXXVI, 68, 293, Caracas, 15-IV-1861 y Cura, 18-IV-1861, este último con unas
dieciséis firmas. Véase también Rodríguez, Contribución,
II, 278, con la reproducción del Registro Oficial de 19-III-1862 al respecto.
[52] Contribución, 11, 170-1 71.
[53] AGN, I y J, DCIII,
34, 108-110; representación, con unas 21 firmas, fechada en Ospino, 15-1-1862.
[54] AGN, I y J, DCCVII,
29, 122-146; expediente con diversos oficios de Tovar, Mirabal, etc., San
Jaime, 6-III-1862 y ss. Véase más información en DCCVII, 58. 247-257.
[55] AGN, I y J, DCCVII,
48, 204-215. La Victoria. 7-III-1862.
[56] AGN, I y J, DCCXV,
30, 113-118. fechado el 3 en San Fernando; concluía afirmando: “Mientras a esta
provincia, que ha sido una de las más desgraciadas de la República, y acaso la
más benemérita también se manden de jefes militares a hombres repletos de
pasiones y sedientos de mando, que quieran gobernarlo todo y disponer de todo a
su antojo, sin respetar la ley y la sociedad, tendrá siempre el gobierno que
lamentar la mala situación a que pueden conducirlo tales hombres”.
[57] AGN, 1 y J, DCCXX,
77, 317-335; DCCXXIV, 28, 85-89; DCCXXV, 13. 59-76. y 57, 180-220; DCCXXVI, 87,
218-236; oficio del jefe de81 estado mayor, Caracas, 6-VIII-1862; del
gobernador del Guárico. Calabozo, 11-IX-1862; oficios del gobernador de Apure,
San Fernando, 21 y 27-IX-1862; y diversos oficios de civiles y militares, del
Apure y Guárico, de finales de septiembre y principios de octubre.
[58] AGN, I y J,
DCCXXVII, 50, 152-159, y 94, 329-331; DCCXXVIII, 23, 61-63, Calabozo, 21, 27 y
31-X-1862.
[59] AGN, I y J,
DCCXXVIII, 45, 208-211, y 3, 10-22, San Fernando, 17-X y 5-XI-1862.
[60] AGN, I y J,
DCCXXVIII, 55, 255-275, y DCCXXXVII, 72, 295-307, Calabozo, 16-XI-1862, y San
Fernando, 20-III-1863.
[61] Contribución, II, 198 e Historia, 507-508.
[62] AGN, I y J,
DCCVIII, II, 90-97, y DCCXIV, 28, 126-134, Caracas, 28-III y 22-V-1862. El
subrayado es mío.
[63] Historia, 526.
[64] AGN, I y J,
DCCXXXVI, 76, 272-275, y DCCXXXVII. 6, 18-22, Orituco y Calabozo. 5-II y
4-III-1863.
[65] AGN, I y J, DCCVII,
21, 92-103, 76, 312-315, 87, 344-347; DCCVIII, 22, 139-143; DCCXXIX, 123,
336-337; DCCXXXI, 73, 271-273; La Victoria, 5-III-1862 y 10-III-1862, de Miguel
Mújica, Caracas, 11-III-1862, oficio de Anderson, 14-111-1862, Calabozo, 26-XI
y 31-XlI-1862 y carta reproducida por Alvarado, Historia, 517.
[66] AGN. I y J,
DCCXXXIV, 46, 212-216, oficio del general en jefe del estado mayor general,
Caracas, 29-1-1863.
[67] AGN, I y J,
DCLXXXV, 4, 6-40; DCLXXXVIII, 43, 147-149 y DCCXVIII, 45, 135-138, Barinas,
17-II-1861, oficio del cónsul transmitido a Interior por Relaciones Exteriores,
Caracas, 16-V-1861 y Caracas, 7-VII-1862. Sobre los aprovisionamientos que
realizaban federales antes de cada acción, véase DCCXXXVII, 50, 200-202, con un
informe del gobernador del Guárico (Calabozo, 16-111-1863) sobre lo actuado por
Guzmán Blanco antes de iniciar su campaña contra el norte, prefiriendo reses,
que no planteaban problemas de transporte, pues se desplazaban por su propio
pie.
[68] AGN, I y J,
DCCXXVIII, 53, 168-175; DCCXXI, 14, 26-28; DCCXXII, 41, 126-137 y 61, 200-213;
y DCXXIX, 90, 241-245, Caracas, 2-VII-1862, Calabozo, 7-VIII-1862, documentos
sobre César fechados en Caracas, 18-VIII-1862, los cogidos a los federales en
Chaguaramos, Caracas, 20-VIII-1862, Maturín, 18-XI-1862.
[69] AGN, I y J,
DCCXXXV, 81, 292-295, Curazao, 16-11-1863, y Rodríguez, Contribución, II, 495.
[70]
AGN, I y J, DCCXXXII, 1, 1-18, 10, 77-82; DCCXXXV, 72, 258-261; y DCCXXXVII.
49, 196-199, diversos oficios del gobernador del Guárico de marzo de 1863 y de
20-II-1862, Caracas, 13-II-1863 y Calabozo, 16-III-1863.
[71] AGN, I y J, DCXC,
1, 1-75, decreto fechado en Achaguas, escrito de agosto fechado en San Fernando
y escrito fechado en Ciudad Bolívar, 1-III-1862.
[72] AGN, I y J, DCCXVI,
32, 120-121, informe del gobernador, San Fernando, 11-VI-1862.
[73] AGN, I y J,
DCCXXII, 43, 14-152; DCCXXIX, 41, 106-116 y 61, 154-158; DCCXXX, 43, 122-133,
representación fechada en Ciudad Bolívar, 19-VIII-1862; oficio fechado en
Caracas, 12-XI-1862, resolución fechada en San Fernando, 15-XI-1862 (el
subrayado es mío), expediente fechado en San Fernando, 3-XII-1862. El
gobernador de Guayana oficiaba una vez más al Secretario (Ciudad Bolívar,
13-I-1863) negando el comercio ilícito a través de su provincia;
contrariamente, afirmaba que los ganados apureños exportados fraudulentamente,
salían por El Viento y El Amparo para abastecer a Bogotá, recibiendo a cambio
todo tipo de pertrechos, DCCXXXIII, 46, 224-227.
[74] AGN, I y J,
DCCXXXIV, 68, 284-287, Caracas, 4-II-1863, nota transmitiendo otra de San Fernando,
de 3-Xl-1862.
[75] AGN, I y J, DLXXXV,
90, 350-352, Barinas, 9-V-1856.
[76] AGN, I y J, DCXVII,
98, 263-264; DCVIII, 38, 193-194; DCCVII, 31, 150-161; DCCI, 22, 65-66 y DCCXI,
99, 291-295; San Fernando, 27-XI-1861, hoja impresa en Bogotá, del 17-I-1862,
San Cristóbal, 6-III-1862, Betijoque, 17-III-1862, orden fechada en Caracas,
12-IV-1862, San Fernando, 24-IV-1862.
[77] Historia, 531-536.
[78] Reproducida por el
mismo Rodríguez, Contribución, II,
294-295.
[79] Hacia la democracia, 158.
[80] AGN, I y J,
DCCXXXIX, 6, 16-19, oficio transmitido por el gobernador de Calabozo el 11 del
mismo mes.
[81] Reproducido por
Alvarado, Historia, 416-418.
[82] Hoja impresa en la
Imprenta Colombiana, fechada 3-III-1863 y reproducida por Rodríguez, Contribución, II, 290-291. Reproducía
también otra sacada de la cárcel por el general Manuel Ezequiel Bruzual, quien
decía: “Haber luchado cinco años: haberse inmolado cincuenta mil ciudadanos,
para ser gobernados así, es la más dolorosa de las humillaciones” (Ibid., 300-301).
[83] AGN, I y J, DCLXL,
99, 340-356, oficio al presidente del estado Cumaná, Caracas, 25-IX-1863.
[84] Reproducido por
Alvarado, Historia, 597-598.
[85] Citado por
Rodríguez, Contribución, 11, 302.
AGN, I y J, DCCXLVI, 4, 31-32; DCCLIX, 23, 317-321, oficio del presidente del
estado Barcelona, 15-X-1863 y oficio dentro de un largo expediente del
presidente de Guayana, acusando recibo de dichas informaciones, Ciudad Bolívar,
21-I-1864.
[86] AGN, I y J, DCCXI,
43, 146-149 y DCCXLIII, 3, 65-79, oficio del gobernador a los militares,
Calabozo, 14-V, y respuesta de éstos. La Tentación, 15-V. Y resolución dictada
en Caracas, 20-VIII-1863, sobre ataques contra la propiedad en el estado
Zamora. El documento insistía reiterativamente sobre la misma cuestión: “El
respeto a la propiedad es uno de los más sagrados derechos del individuo y el
defenderla uno de los altos fines de la sociedad. No deben pues los encargados
del poder público permanecer indiferentes cuando malos funcionarios,
desviándose de la línea del deber, hacen odiosa la acción de su autoridad,
privando o interrumpiendo a sus dueños en el uso de ella. […] Penosa sorpresa
ha causado [...] imponerse de que haya habido funcionarios que conculquen el
sagrado derecho de propiedad, precisamente cuando se constituyen los estados
bajo el sistema de Gobierno más liberal, y después que nuestros pueblos aun
estando en guerra con sus opresores, han acatado este derecho de un modo
admirable –atento a que carecían de todo lo indispensable para la vida […].”
[87]
AGN, I y J, DCCXLIII, 12, 166-195. El número de quejas sobre excesos contra ganaderos
es muy elevado y citaré solamente dos expedientes más. Concepción Alegría
exigía que le devolviesen su hato La Puente que le habían secuestrado en
Zamora, en un oficio fechado en Caracas el 10-XI-1863. En el expediente figura
un resumen del ministerio señalando que la ley según la cual se realizaban
estos secuestros era particular del estado Zamora, “en abierta contradicción
con los principios proclamados por el Gobierno General y, lo que es más, con la
ley moral eterna y universal sin cuyo amparo no hay para la sociedad vida ni
para el ciudadano esperanza”. Pero dado que los secuestros se repetían y
crecían las reclamaciones de los perjudicados, se expidió en Caracas,
22-II-1864, un decreto prohibiendo taxativamente los secuestros en el estado
Zamora y elevando un nuevo cántico a la propiedad en el que se decía por
ejemplo: “El derecho de propiedad [...] es y debe ser sagrado en una asociación
de hombres libres; porque la libertad se haría imposible donde no existiere
este derecho. Y si violarlo contra la ley que lo garantiza se reputa en todo el
orbe como un crimen, ¿qué calificación merecerá la violación autorizada por la
ley? Por de pronto se ocurre la duda de si merece llamarse ley la que atenta
contra un decreto que el hombre pone comúnmente por sobre el de su existencia
misma, debiendo ser la ley la expresión de la Justicia y no su contradicción”,
DCCXLVII, 7, 29-37 y DCCLI, 8, 62-71.
[88] AGN, I y J, DCCXL,
99, 340-356; DCCXLI, 31, 226-242, oficio fechado en Cumaná el 2-Vll-1863y
decreto expedido en Caracas.
[89] AGN, I y J, DCCL,
29, 221-229 y DCCLIX. 33, 200-202, documentos fechados en Guanare y en San
Fernando.
[90]
AGN, I y J, DCCXLIV. 19,
180-183 y DCCLV, 13, 113-205, informe fechado en San Carlos y desmentido desde
Caracas el 12 de octubre. Carta a Sotillo fechada en Caracas el 12 de julio;
escrito de los guayaneses, Ciudad Bolívar, 1 de agosto; instrucción al
gobernador, Caracas, 25 de agosto. Varios documentos sobre la revuelta del
Guárico se hallan en un expediente DCCLVII, 17, 129-209, oficios enviados desde
Calabozo, 13 de agosto y 24 de septiembre. En el primero se añadía un largo
memorial de agravios que se hallaba entre los papeles capturados a los
“revolucionarios”, que señalaba los motivos que debían aducirse para justificar
la revuelta: escandalosa malversación de fondos públicos, no reconocimiento
gubernamental de la deuda interna más reciente, concesión de grados y
recompensas a oficiales centralistas vencidos “por los pueblos en los campos de
batalla”, un nuevo y pesado endeudamiento con prestamistas extranjeros, “la
afrenta que sufre la república al verse gobernada por tres o cuatro mujeres que
disponen a su antojo del erario, que colman de honores a sus protegidos y que
repiten en Venezuela las escenas que cubrieron de oprobio a la Francia en
tiempos de Luis XV”, el menosprecio gubernamental con oficiales y soldados
federales, “la culpable entrega de las armas de Venezuela a súbditos del
Monarca europeo que oprime a Méjico y amenaza destruir las demás nacionalidades
americanas” y la continuación de extranjeros en cargos diplomáticos en contra
de las nuevas leyes que lo prohibían. En el segundo oficio se denunciaba que
algunas de las partidas insurgentes, originarias del Pao de San Juan Bautista
estaban “robando” en Cojedes reses propiedad de vecinos de Calabozo. Un tercer
oficio, fechado en Calabozo el 7 de diciembre, decía que cerca de El Baúl una
partida de “malhechores” capitaneada por el coronel Benito Sánchez, uno de los
“revolucionarios”, andaba proclamando al general Monagas, desconociendo al
gobierno, al general Falcón y robando ganado.
[91] AGN, I y J,
DCCLVIII, 6, 17-33 y 47, 335-340, documentos fechados en Caracas y San Fernando
de Apure, 29-VIII y 10-XI-1864. Oficio del presidente del Guárico, Calabozo,
8-X-1864.
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