domingo, 25 de mayo de 2014

¡Oligarcas Temblad, Viva La Libertad! Los Llaneros del Apure y la Guerra Federal or Miquel Izard



¡Oligarcas Temblad, Viva La Libertad!

Los Llaneros  del Apure y la Guerra Federal*


Miquel Izard
Barcelona, Boletín americanista.
 Nº 41, 1991, pp. 107-124.

How many deaths will it take 'to he knows
That too many people have died?
The answer, my friend, is blowin' in the wind.
Bob Dylan**



1. Introducción
En octubre de 1857, unos dieciséis meses antes de que se iniciara la guerra federal, el gobernador de Cumaná, en un oficio a su ministro, negaba tajantemente el rumor de que se estaba organizando una revuelta en Oriente, asegurando, por una parte, que los cumaneses ya no pensaban en asonadas para solventar sus problemas y, por otra, que “faltan aquí todos los elementos necesarios e indispensables para llevar a cabo una revuelta: no hay caudillos aparentes; no hay armas ni municiones disponibles; no hay dinero; no hay uniformidad en las ideas, ni en los intereses; no hay confianza en unos, respecto de los otros”.[1]
En Venezuela, como en cualquier parte, las masas populares se oponían a una modernización que las perjudicaba, a través de una lucha continuada, aunque sus manifestaciones superficiales le hagan parecer espasmódica. Esta lucha se había acelerado desde mediados del siglo XVIII, contra la oligarquía criolla que intentaba sobre-explotarles y contra los productos industriales de los países capitalistas centrales que iban arruinando, una tras otra, las manufacturas, lanzando a un paro sin salida a los obreros de las mismas. Además, como en todos los lugares y en todas las épocas, la nueva situación agudizaba los conflictos de intereses entre los distintos grupos sociales y/o económicos que luchaban para controlar el poder, para beneficiarse de las nuevas posibilidades y para descargar sobre los demás los perjuicios que las transformaciones acarreaban. Por añadidura, al sur de Venezuela vivía un pueblo en potencia sumamente desestabilizador si se defendía atacando: los llaneros (quienes residían en el Llano desde tiempo inmemorial y quienes allí buscaron refugio en un sinfín de oleadas huyendo por diversas razones del norte) que no tenían el más mínimo interés, sino todo lo contrario, en verse ellos y su tierra incorporados al ámbito controlado por la oligarquía caraqueña, que allí quería establecer una ganadería de rodeo.
Los llaneros gozaban de considerables ventajas frente a las fuerzas represivas venezolanas que se lanzaban contra ellos para someterlos y aniquilarlos: eran excelentes baquianos, increíblemente habilidosos con sus armas-herramientas y nómadas, todo lo cual les capacitaba para avituallarse y pertrecharse sobre el terreno sin precisar de nadie. Las fuerzas represivas, al contrario, dependían totalmente de unos suministros gubernamentales que Caracas, aun cuando pudiese costearlos, no siempre estaba en condición de hacerlos llegar hasta las zonas de combate.[2]
La frágil estabilidad republicana podía desbarajustarse si, como había ya ocurrido en 1816, un caudillo “aparente” conseguía armonizar las ideas y los intereses de los llaneros con los de las masas populares del norte y la oposición política al gobierno de Caracas, si lograba que confiasen unos en otros y obtenía los recursos necesarios para armar a las masas y a los opositores (los llaneros no las necesitaban pues se bastaban con sus herramientas). Pienso que la guerra federal se desató en 1859 porque Ezequiel Zamora fue capaz de ello, y que por eso mismo fue asesinado, plausiblemente por sus propios correligionarios, a principios de 1860. Diría también que el resto de la contienda, hasta abril de 1863, no fue sino un largo paréntesis que se prolongó el tiempo que centralistas y federales tardaron en detener la revuelta social que entre todos habían dejado desatarse, y en devolver las cosas a la situación anterior a la guerra.
Si los peones de los valles del norte o del oeste sólo intensificaban una vieja lucha contra la opresión que parte de ellos iniciara cuando todavía se les llamaba esclavos o encomendados, si los llaneros proseguían la centenaria defensa de su tierra y de sus formas de vida, lo que sí era nuevo en 1859 (o al menos sin tradición continuada) era el hecho de que, en los conflictos de intereses por el control del poder, algunos dirigentes políticos buscaran la alianza de campesinos y llaneros, reanudando unas alianzas accesorias que ya se habían dado a lo largo de las guerras que se han llamado de la Independencia.
La similitud entre la guerra federal y las de la Independencia ya fue señalada por los mismos coetáneos: en 1860, en un enfrentamiento periodístico, liberales y conservadores se acusaban mutuamente, a través del general Justo Briceño y de Juan Vicente González, de godos, “monarquistas”, y de connivencias con el gobierno español.[3] Cinco años más tarde, Lucio Siso, en una carta a José Santiago Rodríguez en la que denostaba las “revoluciones políticas” que sólo servían de pretexto para alcanzar los peldaños más altos de la burocracia, enriquecerse o apoderarse de la propiedad ajena, añadía que lo que había ocurrido y seguía ocurriendo en Venezuela era una lucha “eminentemente social, que trae su germen desde la independencia; que existió después, aunque latente; que se desarrolló del 42 al 46; y que desde entonces sigue con bandera desplegada, contenida por uno u otro disidente, o favorecida por la ambición de alguno”.[4]
En esta aportación al tema de la guerra federal, que es sólo una primera aproximación, quisiera destacar el papel desempeñado por los llaneros, principalmente por dos razones. En primer lugar, porque estoy convencido de que su intervención fue decisiva y de que si no la analizamos jamás podremos captar en su cabalidad este complejo y trascendental período de la historia venezolana, y en segundo lugar porque, sin razón aparente, los llaneros no son mencionados ni en las obras monográficas ni en los ensayos más generales, ni por los historiadores positivistas ni por aquellos que se autocalifican de progresista.[5] Tan extraño escamoteo ha obligado a los que hasta ahora han tratado el tema a conceder, en el mejor de los casos, un desmesurado protagonismo a los campesinos sin tierra, ensalzándoles o denigrándolos (y siempre tratándolos de salvajes, analfabetos o incultos), o a recurrir a absurdos mayores, como el de deducirlo todo de un caudillaje fatal del que nunca queda claro quiénes formaban las mesnada.[6]

2. El polvorín apureño
Como acabo de señalar, los llaneros, desde mediados del período colonial, venían defendiéndose de las apetencias de la oligarquía norteña, quien, en su afán de controlar a los animales cimarrones, convertía según su legislación en cuatreros a los habitantes del Llano, acusándolos de abigeato. Los constantes enfrentamientos entre ganaderos y cazadores se agravaban cada vez que, por razones internas o externas, aumentaba la demanda de bienes pecuarios; así ocurrió desde mediados del siglo XVII, ante la oportunidad de abastecer de tasajo y de animales vivos a las plantaciones del área del Caribe.
Hacia mediados del siglo XIX, cuando de nuevo estaba creciendo desmesuradamente el número de personas que buscaban refugio en los Llanos huyendo de una modernización que perjudicaba cada vez más a más gente, a la vez que la vida en las sabanas se veía dificultada por la derrengadera,[7] un brutal tirón en la demanda por parte de los países capitalistas centrales (posiblemente vinculado a la guerra de Crimea y a la guerra de Secesión en los Estados Unidos que los convirtió de exportadores en importadores), vino a añadirse a la mencionada demanda caribeña, aumentando la avidez de quienes se calificaban de propietarios. Éstos, en su afán de controlar la ganadería, emprendieron otra acometida contra los llaneros y promulgaron una legislación todavía más represiva, pero, una vez más no acompañada de los suficientes recursos para organizar una fuerza armada capaz de aplicarla, produciendo los mismos resultados que en situaciones anteriores: muchos cuatreros se transformaron en forajidos, aumentada ahora notablemente su fuerza con la posibilidad de perjudicar económicamente a sus enemigos, ya que era más fácil comercializar pieles que carne o animales vivos.
Así, desde muy antiguo, se fueron perfilando dos Llanos, el de los propietarios de hatos, y el de los animales orejanos, señoreado por llaneros cimarrones. La situación era relativamente estable si no se enfrentaban unos y otros, pero cuando los segundos eran hostigados por los primeros, solían convertirse en una fuerza devastadora.
Hacia finales de la década de los Monagas, y colaborando posiblemente a su declive, aumentó la insubordinación de las masas campesinas, así como también, a juzgar por las frecuentes quejas de los ganaderos, el número de “cuatreros”, que desollaban más reses sobre una mayor extensión del Llano. Son muchas las denuncias que se conservan entre los papeles de Interior y Justicia, procedentes en su mayoría de cantones situados a orillas del Orinoco o de sus tributarios, ya que, como también ocurría con la comercialización de cueros realizada por los propietarios la fluvial fue la mejor, y posiblemente casi la única, vía para hacerlos llegar a los puertos de embarque.
A principios de abril de 1856, Rudecindo Antonio Dorante, vecino de Libertad en Portuguesa, oficiaba al gobernador de esta provincia lamentándose de la situación en el cantón apureño de Mantecal; en una larga introducción contrastaba la pacífica situación reinante en toda la República con la de su cantón, donde, “por no decir en todo el Apure, ha colocado su trono el imperio del mal, que amenaza de nuevo a la patria entera, si no se marcan lindes a sus conquistas devastadoras. No hay en Mantecal leyes ni magistrados sólo mandan el plomo y el puñal con su autoridad aniquiladora”. Según Dorante, todo se habría originado con el creciente desuello para comercializar cueros, y ya no se respetaba el “sagrado derecho de propiedad”, pues allí los ganados se consideraban “bienes de todos y desgraciado del dueño que pretende oponerse a tan espantoso comunismo”, ya que entonces “el odio y la persecución le van de cerca y el ángel de la muerte bate sobre él sus alas de exterminio y destrucción”. Los motivos para las lamentaciones de Dorante no se limitaban a los cuatreros; en Independencia, una familia apellidada Siragusa habíase rodeado de peones y forajidos (entre ellos Miguel Gerónimo Herrera, condenado a muerte en 1846 bajo la acusación de ser el cabecilla de salteadores y escapado del cerrado de Maracaibo tras habérsele conmutado la pena anterior por la de diez años de presidio), así como Miguel Escobar, perseguido por hurtos y heridas, y se valía de su influencia política para desollar reses en los hatos vecinos o para burlarse de la ley: cuando Dorante había intentado llevarles ante el juez el jefe político del cantón había mandado prender al demandante acusándole de “asonada, atentado o proyecto de conspiración”.
Como en la mayoría de los expedientes, se proponía la creación de un cuerpo volante, en este caso de una docena de hombres, para el que los criadores proporcionarían montura y Dorante manutención y soldada, y que no sólo debería acabar con el abigeato sino también con conflictos y discrepancias, ya que algunas autoridades eran cómplices de propietarios deshonestos, y otros armaban sus peonadas y recorrían las sabanas “en resguardo de sus intereses”, lo que provocaba enfrentamientos que sólo terminarían de existir la garantía de una autoridad superior. El expediente finaliza con un informe de la Secretaría, en el que se decía que ya existían cuerpos volantes, que se desconocía si seguían organizados, que en casi todas partes eran suficientes, salvo donde había dificultades provocadas “por dueños de pequeños hatos interesados tal vez en la continuación del delito”; se aconsejaba reorganizar los cuerpos si no lo estaban ya, y la “reducción a poblado de todo individuo que careciera de establecimiento formal de crían”.[8]
El documento denunciaba enfrentamientos entre propietarios y complicidades de burócratas. Dos meses más tarde, elevaba una exposición al presidente de la República una Sociedad de Criadores del Guárico (de la que no he localizado más información), lamentando que la actividad pecuaria, “lejos de marchar hacia la mejora y adelantamiento a que todo en la naturaleza se encamina, lo mismo en el orden físico que en el orden moral, era fatalmente arrastrada hacia ese estado de atraso y de aniquilamiento” que cualquiera podía constatar. Los ganaderos, que creían ciegamente en el progreso, diagnosticaban a continuación las causas del atraso: la derrengadera dificultando el abastecimiento de bestias e impidiendo a los propietarios controlar las reses cimarronas, parte de las cuales caían en manos de los desolladores; la inestabilidad política; el descenso de los precios en períodos anteriores, que había conducido a comercializar más terneros que en circunstancias normales, y denunciaban la aparición de un azote nuevo, del que no existía precedente, “más terrible que la peste, más destructor que las revoluciones, más imperioso que la necesidad”, el desuello de ganado al que se dedicaban “la gente vaga y servidora fiel del vicio y desdeñosa del trabajo”; según los exponentes ya no quedaban reses en las sabanas bajas atravesadas por ríos que facilitaban la comercialización de cueros “y que ofrecen a los malhechores mil salidas para burlar la vigilancia de las autoridades”. La mayoría de los cueros pasaban por Ciudad Bolívar, donde entre 1850 y 1855 se habían exportado más de tres millones, diez veces más que entre 1830 y 1835. La exposición de los ganaderos concluía en tono esperanzado: sabían al presidente de Venezuela interesado en la cuestión y esperaban la creación de cuerpos volantes, ya decretada hacía un año aunque paralizada por culpa del cólera.[9]
A partir de este momento, y durante un año, se crearon muchos cuerpos volantes que pormenorizaré de inmediato. Pero, como ya he señalado, en los documentos, además del abigeato, se mencionaban conflictos entre diferentes categorías de propietarios o la intervención de las autoridades y, a juzgar por el resultado final, todo hace suponer que el intento oligárquico de imponer su “orden” en la región, con patrullas formadas por sus peones y comandadas por ellos, acabó una vez más, como ya había ocurrido a finales del período colonial, no liquidando delincuentes, sino convirtiendo el Llano en un polvorín.
A finales de junio se creó un campo volante en el cantón Achaguas de la provincia de Apure, a petición de varios criadores del mismo, encabezado por José Ma. Peña que, además, era comandante. El cuerpo, de diez hombres, estaba formado y financiado por los ganaderos, dirigido por Peña y contaba con el beneplácito del presidente, que esperaba de él “la morigeración de las costumbres depravadas que se han introducido en los Llanos”.
Poco después se creó otro campo en el cantón Girardot, de la provincia de Cojedes, a solicitud del jefe político, Francisco Hernández Padilla, también gran propietario ganadero, elevada el presidente de la República José Tadeo Monagas, movido por “mis deberes de magistrado, mis intereses como criador y mis deseos como vecino”, y convencido de que éste atendería rápidamente la solicitud. El campo de seis hombres iría montado en bestias de los vecinos, sería mantenido por Hernández y pagado por el Gobierno.
De un mes más tarde es la primera referencia al abigeato en Oriente: el jefe político del cantón Montes (sur del actual estado Monagas), comunicaba desde el puerto fluvial de Barrancas al gobernador provincial que existían “ciertos hombres sospechosos” que se sostenían del robo de ganado, provocando el natural “clamoreo” de los vecinos propietarios, por lo que había comisionado a un tal Francisco Hernández para que inspeccionara la sabana, obrase contra los malhechores y reclamase la colaboración de los ciudadanos en caso necesario. El Secretario del Interior respondía que la medida le parecía correcta, pero insuficiente, para garantizar la propiedad de acuerdo con la política gubernamental, “que en su constante celo por la inviolabilidad de las garantías del ciudadano ha procurador siempre amparar la propiedad donde quiera que la haya visto amenazada”, y que estaba dispuesto a “atajar el progreso de esa desmoralización que cunde en los Llanos”.
En diciembre del 56, el gobernador de Apure permitió a tres ganaderos organizar campos volantes que actuaran en sus posesiones y aprehendieran a los cuatreros para entregarlos a las autoridades; pero posiblemente la actuación de las rondas había provocado enfrentamientos subordinados, pues ahora ya se les encomendaba no sólo perseguir el abigeato sino también colaborar con las autoridades en “cuanto pueda ocurrirse sobre la materia o [a] la conservación del orden en sus casos”. Esto mismo se trasluce de un oficio de una semana más tarde, del mismo gobernador al presidente de la República, informándole de la creación de un cuerpo volante en el cantón Guasdualito; en el que por añadidura aparecen las primeras referencias al tráfico de cueros hacia la Nueva Granada. Este nuevo cuerpo volante no sólo estaba dirigido por el primer comandante del ejército, de acuerdo con los propietarios, sino que además lo componían veinticinco soldados, que no peones, un alférez, un sargento y dos cabos, pues se dejaba sentir por aquellos lugares “la criminal voz de la anarquía que bien puede alterar el orden, la paz y tranquilidad en este cantón y quizás en toda la provincia”; el gobernador también solicitaba carabinas y munición. Poco después, en el otro extremo de la República, el gobernador de Barcelona establecía un campo en el cantón Freites en respuesta a las repetidas quejas de los ganaderos, quienes hablaban de abigeato, pero también de una situación que había llegado al extremo de “poner en riesgo la vida de aquellos laboriosos propietarios”, uno de los cuales, Cesáreo Grimón, se ofrecía para mandar y ayudar al sostenimiento de un cuerpo de seis hombres. Dos meses más tarde, el gobernador escribía de nuevo al Secretario, significándole que había desmantelado el cuerpo dadas las dificultades para su sostenimiento y “regularización”.
Los conflictos se agravaban a un ritmo endiablado. Pocos días más tarde, los sucesos de Barinas o del Guárico denotaban una gran violencia: a mediados de febrero, el jefe político del cantón Pedraza denunciaba la existencia de un grupo de amotinados para desollar y “cometer otros excesos”, del que formaban parte dos hermanos Colinas, prófugos de la cárcel de Barinas, y da una idea del cariz de la insurgencia el hecho de que se pidiera la cooperación de los militares. A principios de marzo, la Secretaría oficiaba al gobernador del Guárico significándole que el poder ejecutivo estaba informado de la existencia de una cuadrilla de ladrones que actuaba cerca del río Portuguesa y que había conseguido burlar la persecución del ejército, tanto en aquella provincia como en la de Barinas; el documento continuaba con una ristra de promesas: el gobierno tenía una intención primordial, “la protección debida a los propietarios”, estaba decidido a acabar con los cuatreros y a dar “todo género de garantías a los ciudadanos honrados”, y encarecía que siguieran la persecución el comandante Fernández y el señor Jacobo Ortega, vecino de Guardatinajas, que ya habían desempeñado el mismo menester en situaciones anteriores. Diecinueve días después, el gobernador de Barinas se lamentaba del incremento del abigeato y de su falta de recursos para combatirlo. La Secretaría del Interior respondía informándole que se había creado en Barinas un cuerpo volante a mediados de 1855, al parecer con éxito pues cesaron las quejas de los ganaderos, por lo que pensaban que un nuevo cuerpo acabaría con los merodeadores.[10]
Ni el ejército ni los cuerpos represivos paralelos financiados y organizados por los mismos propietarios eliminaron la cuestión, pues continuaron las quejas de los que se decían perjudicados. Como era de esperar, no sólo no acabaron con el desuello sino que además enconaron los enfrentamientos y su presencia y actividad degeneró en una buena cantidad de abusos. El 1 de abril, el ganadero José Delgado obtuvo del gobernador de Barinas autorización para recorrer en canoa, con una docena de hombres armados, los caños del cantón Obispos, pero la Gobernación también quería “sostener las garantías y seguridad de las personas e intereses de los habitantes de la provincia en perfecta armonía con el mantenimiento del orden”, y especificaba que Delgado sólo recorrería su sabana y conduciría a los detenidos ante el juez. En relación con toda esta problemática, Delgado exigía que se acatase una resolución ratificada en agosto de 1855, que obligaba “a vivir en poblado a todas las personas que no tienen en los campos establecimiento formal de cría, ni sirven a los dueños de hatos”, resolución que ha “sido ilusoria hasta el día de hoy”.
Pero, insisto, los campos volantes no liquidaban el problema, sino que lo enconaban. Una semana más tarde, la Secretaría notificaba al gobernador de Apure que le habían llegado las lamentaciones de los ganaderos de su provincia a través del comandante José Ma. Peña, quien se ofrecía a sostener y comandar otro campo volante, de veinticinco hombres, para exterminar a los malhechores que ya se habían estacionado en el cantón Achaguas; se le autorizó a actuar en los restantes cantones del Apure e incluso a penetrar en los vecinos, si perseguía alguna partida. Cinco meses más tarde, el gobernador de esta provincia, Apure, oficiaba a los de Barinas, Cojedes, Guárico y Portuguesa lamentando la extensión que iba tomando el mal, el incumplimiento de las normas dictadas para liquidarlo y que comerciantes y autoridades cooperaban con los cuatreros.
Pocos días más tarde eran de nuevo las autoridades de Oriente las que hablaban de desuello; el gobernador de Maturín denunciaba un tráfico muy considerable con Barcelona y Guayana, la movilización de grandes hatajos de ganado sin que las autoridades realizaran las pesquisas más elementales, “alimentando la impunidad más escandalosa con perjuicios de la moral y del bien público”, que quienes realizaban este tráfico clandestino lo hacían abiertamente en Puerto de las Tablas y vivían tranquilamente en Upata, sin que nadie les molestara, y que buena parte de las negociaciones se cerraban en Ciudad Bolívar.[11]
Si la legislación sobre ganado convertía a los llaneros en cuatreros, la legislación sobre mano de obra exasperaba más de lo que ya lo estaban a los campesinos, reales o potenciales, que no querían trabajar forzados a cambio de salarios de hambre. A mediados de 1856, el gobernador de Cojedes enviaba una circular a los jefes políticos de su provincia exigiéndoles que se castigara a los vagos y mal entretenidos, y a los jornaleros o sirvientes que no cumplían con los deberes que se les imponían.[12] A pesar de la inoperancia del aparato represivo, algunas personas eran encarceladas, acusadas de uno u otro delito, pero dado que tampoco era eficiente el sistema carcelario, la mayoría de los encausados escapaban e iban a engrosar las filas de los escurridizos que fácilmente podían convertirse en rebeldes.[13]

3. Los contendientes
La inesperada y no querida ruptura con la corona a principios del siglo XIX, obligó a crear una República, un parlamentarismo censitario y unos partidos políticos vinculados, en el mejor de los casos, a grupos de la oligarquía enfrentados por conflictos de intereses, grupos que con el tiempo fueron capaces de provocar divergencias dentro de un mismo partido. Entre los liberales, la facción más moderada se encontraba cada vez más próxima a los conservadores, mientras que una radical se desmarcaba cada vez más de su propio partido, para acabar creando uno nuevo, el Federal, populista, con un desdibujado programa en el que se exigían garantías formales pero no se planteaban graves cuestiones estructurales que venían arrastrándose desde, como mínimo, el período colonial. Así, se memoraba una tenue vinculación con el programa bolivariano, se mencionaban unas taumatúrgicas virtudes de la organización administrativa federal frente a la centralista, o se prometían una serie de libertades (de prensa, de culto, de enseñanza), el sufragio universal, la igualdad ante la ley o la abolición de la pena de muerte por delitos políticos, pero se olvidaban las relaciones de producción, la propiedad de la tierra o las reivindicaciones llaneras.
Algunos dirigentes federales, en su afán por hacerse con el poder político en Caracas, llegaron a aliarse accesoriamente con los rebeldes campesinos y con los insurgentes llaneros, unos y otros con unas pretensiones nítidamente transparentes que nada tenían que ver ni con el federalismo ni con el liberalismo, con los que sólo les unía un enemigo común, una parte de la oligarquía caraqueña. Esta connivencia dio lugar a una nueva guerra civil, que estuvo en un tris de liquidar la frágil estructura republicana.
Por su parte, los conservadores, ante el empuje de la insurgencia, ofrecieron repetidamente una amnistía, esperando dividir a sus contrarios. En la mayoría de los casos, el llamamiento se dirigía a unos federales bien concretos; así, por ejemplo, a principios de 1862, Páez, nombrado dictador en un desesperado intento de acabar con la revuelta, publicó en el Registro Oficial una alocución de la que quedaban excluidos explícitamente los llaneros, a los que posiblemente no tenía por venezolanos, en la que decía: “¡Compatriotas! No os equivoquéis. Vosotros, todos los que tenéis familia, los que tenéis propiedad, los que tenéis honor, corred a salvar tan sagrados intereses. Ofreced al gobierno para vuestra propia defensa esos bienes de fortuna que aniquilará la guerra o pillará el implacable enemigo del reposo público. Ofrecedle esa sangre que el faccioso está resuelto a derramar, no en los combates, sino en los bosques, en los caminos, en los desiertos. Condenándoos previamente a martirios horrorosos. La época de las abnegaciones y de los elevados sacrificios ha llegado. Vuestro poder es inmenso, y sería mengua que lo eludiesen por más tiempo, o que lo hiciesen ineficaz, esos grupos insignificantes que se albergan, fementidos, bajo los pliegues de una bandera política”.[14]
Por su parte, algunos dirigentes federales eran bien conscientes de que habían cooperado en una revuelta que podía descontrolárseles. Dos meses antes de la mencionada alocución de Páez, una comisión gubernamental se había entrevistado en Tinaco con generales y coroneles rebeldes para ver de llegar a un armisticio. Estos últimos estaban muy interesados en que quedasen patentes algunos extremos: “hay dos especies de males en el país, la una depende del estado de guerra y la otra proviene de desórdenes cometidos a la sombra de las hostilidades. En cuanto a ésta, nosotros hemos probado repetidas veces que deseamos y defendemos el orden, el respeto a la propiedad y la seguridad de las personas: en esta línea se nos encontrará siempre y prometemos colaborar para acabar con excesos y delitos que ofenden a la moral y a la sociedad en todos tiempos [...]. Es también indispensable para la consolidación de la confianza que depositamos en las autoridades centrales, que no desempeñen destinos públicos personas reconocidamente opuestas al dulce bien de la paz”.[15]
En el bando llamado federal, los llaneros llegaron a alcanzar cotas cuantitativa y cualitativamente fundamentales;[16] pero están documentados suficientes casos de participación de ganaderos propietarios como para que no pueda hablarse de situaciones atípicas; aunque ignoro cuál fue la causa de su participación, pudo tratarse de vinculaciones ideológicas o, más posiblemente, de enfrentamientos entre ganaderos y plantadores, entre ganaderos y comerciantes o entre propietarios de grandes y pequeños hatos.
Así, Miguel Palacio, jefe del Estado Mayor Divisionario del Apure decía a mediados de 1860 que los perjuicios sufridos por culpa de la revuelta en el cantón San Fernando, debían compensarse “con las propiedades de los que en aquella provincia han tomado las armas como facciosos”; después de señalar la importancia de San Fernando, “llave de los Llanos”, nexo con los de Arauca y con Ciudad Bolívar, mencionaba los destrozos causados por los federales, y cómo en los momentos de mayor incertidumbre los comerciantes habían financiado la defensa de la ciudad; Palacio concluía significando que si el Gobierno no podía resarcirles, en Apure “tienen los principales caudillos de la revolución con que pagar cuantos males han causado, no tan solamente a sus buenos vecinos sino parte de los daños causados a la Nación entera”.[17]
Dos años más tarde, otra autoridad militar lamentaba que los federales se apoderaran de bestias en ambas orillas del Apure con la connivencia o la tolerancia de los propietarios, “y no parece Señor, sino que esquivan [...] sus caballos, para complacerse en verlos en manos de los vándalos”, y también acusaba a los vecinos de Camaguán de comercializar cueros y grasas a cambio de mercaderías que tarde o temprano beneficiarían a los facciosos. Un mes después, el gobernador de Apure señalaba que, a raíz de los múltiples vaivenes de la guerra, los federales acaudillados por Lino Pérez se habían visto reducidos en un mes de trescientos ochenta hombres a setenta, lo que se debía a la anarquía que había provocado la atomización del ejército rebelde en un sinfín de pequeñas facciones, la mayoría de las cuales estaban dispuestas a acogerse al indulto siempre y cuando se les garantizaran vida y propiedades.[18] Ello provocó que el gobierno pensara en avituallarse con el ganado de los insurrectos. A las órdenes que se transmitieron al efecto respondió el gobernador del Guárico significando que se le habían presentado toda clase de inconvenientes para remitir a Caracas mil reses, la primera, insuperable, “no haber en esta provincia hatos de facciosos, pues los insurrectos del Guárico son en su casi totalidad proletarios, que han declarado guerra a la propiedad”; el gobernador añadía que se hubieran podido enviar reses orejanas, pero que no tenía bestias para recogerlas y que los pocos jinetes de que disponía debían dedicarse a acciones militares para hacer frente a un enemigo cada vez más osado; insistía en que podía actuarse en este sentido en el Apure, donde había “mucho ganado y hatos de grande importancia de propiedad de facciosos”; proponía también, para solventar los problemas de transporte, salar la carne de res y enviarla como tasajo por el río en un vapor. Concluía el gobernador insistiendo en que de realizarse dicha operación, debería andarse con mucho tino y no malquistarse con amigos o indiferentes, sacrificando exclusivamente ganado de los federales, quienes, según el gobernador, se habían enriquecido durante la contienda vendiendo reses y caballos de sus contrincantes en la Nueva Granada, donde muchos de ellos tienen hoy valiosas posesiones[19]
Cinco meces más tarde, el mismo informante insistía en que la mayoría de los apureños eran rebeldes, por lo que sugería que la provincia de Apure fuera anexada a alguna de las vecinas; aseguraba que sólo el cantón San Fernando había permanecido fiel a los gubernamentales, proponía la anexión al Guárico y la unión de ambos ejércitos provinciales para hacer frente, no sólo a los rebeldes apureños, sino también a los que atacaban desde el este y el oeste, desde Barcelona y Barinas.[20]
Sin embargo, los partidarios teóricos de la federación eran más y tenían hondas raíces históricas. Plausiblemente, por razones obvias, eran más los adeptos en las provincias más alejadas de la capital. A mediados de 1858, los “vecinos” de la provincia de Barinas se habían pronunciado para que en la Convención Nacional que debía reunirse se adoptara esta forma de gobierno; el escrito, que no tiene desperdicio, es una prueba más de que los sucesos de 1811 no eran el resultado de un largo proceso de afán secesionista, sino el puntual rechazo a los Bonaparte: “Ni Venezuela ni ninguna nación de la América del Sur estaban llamadas en 1811 a proclamarse independientes porque no se conocía, ni se sabía, ni existía en el vocabulario de la lengua la palabra libertad. Sin embargo se dio el grito de independencia y libertad, y de los bosques y de la ruda clase de los siervos salieron héroes que admira el mundo, y la independencia ha llegado a ser una verdad, aunque la libertad bajo la forma de gobierno que hemos tenido no ha sido más que una quimera, una palabra empleada para engañar por unos, para dominar por otro”.[21]
Por otra parte, gracias a la información aportada por José Santiago Rodríguez, parecería que las diferencias entre los propietarios del Apure y el Guárico se daban también entre sus peonadas. A comienzos de la contienda, los; “malhechores” atacaban los hatos del Guárico así como a sus peones y caporales, saqueaban, y a los segundos intentaban matarlos, por lo que ni éstos ni, con mayor razón, los propietarios, podían dormir tranquilos, y debían huir constantemente. En el Apure, y más concretamente en Guardatinajas, la mayoría del peonaje, en parte exacerbado por los abusos de los jueces de paz, abandonó el trabajo, se afilió a la Federación y declaró la guerra a encargados y propietarios. Posteriormente, al progresar la insurgencia, los hatos fueron controlados por los peones, “a quienes la anarquía les había dado un título que era de hecho primacial sobre el que las leyes le conferían al verdadero dueño”.[22]
Sin embargo, y como ya he dicho, al margen de esta presencia de propietarios entre los federales, la inmensa mayoría de los insurgentes provenían de grupos subordinados, de clases subalternas, de rebeldes fronterizos. En una carta de finales de 1859 de Ribas Galindo a José Santiago Rodríguez, a pesar de mencionar recientes victorias gubernamentales, se mostraba francamente pesimista, dado que “los federalistas, según se llaman ellos, son las tres cuartas partes de la población, y como el Fénix, renacen de sus cenizas. El día que tengan armas Dios sabe qué sucederá”;[23] si los insurgentes eran un setenta y cinco por ciento de la población, el grueso de sus filas debía nutrirse de desheredados, lo que ocasionó que cundiera la alarma entre quienes se sentían amenazados y que calificaran a los federales de forajidos. Así, pocos meses después de iniciada la contienda, en el verano de 1859, uno de los puntos esenciales del programa del gobierno Castro-Tovar se encaminaba a “aniquilar las facciones que asolaban algunas provincias y alarmaban al resto de la República; el gobierno ofrecía a todos los venezolanos extraviados y aun a los delincuentes, la clemencia y la paz, si se someten al imperio de la ley. Más al mismo tiempo está resuelto a poner en acción todos los recursos de la nación, hasta agotar sus últimos esfuerzos, a fin de escarmentar a los que pertinaces en sus malos propósitos, pretenden aniquilar en Venezuela todo elemento de riqueza material, todo sentimiento moral.[24]
Medio año más tarde, Pedro de las Casas escribía al licenciado Rodríguez y utilizaba un lenguaje similar al hablar del progreso que habían tenido entre los venezolanos “las malas pasiones y el instinto de crueldad y rapiña que parece germinaba en las clases pobres e ignorantes de la sociedad [...]; la revolución federal, o mejor dicho, social, es una hidra de mil cabezas que se muestra por todas partes, y que vencida en un punto, reaparece en diez, sin dejar esperanzas de su completa exterminación”. Pero el mismo Rodríguez denunció que el problema era más de fondo, constatando que el gobierno ponía excesivas esperanzas en victorias militares sobre Zamora o Falcón, y lamentaba que: “Se partía de una base falsa, porque cuando una revolución llega a alcanzar las proporciones que había llegado a tener la de aquellos días, por grande que sea la preponderancia de este o aquel jefe, la revolución no termina ni con un triunfo, por grande que sea, el que éste haya obtenido contra ella, ni por la desaparición de ese jefe, por prestigioso que sea”.[25]

4. La guerra federal
Esta nueva contienda civil duró casi cinco años porque, lo repito, los insurgentes eran mayoría, porque entre ellos figuraban los llaneros (invencibles en su territorio), pero, por añadidura, porque los gubernamentales se encontraban en flagrante inferioridad logística y, en consecuencia, por el mismo cariz de la contienda, se les hizo prácticamente imposible levantar un ejército, dado que los humildes estaban en la trinchera opuesta y los poderosos no estaban dispuestos a pelear en una guerra de la que sólo aspiraban a obtener beneficios o, en el peor de los caso, el mantenimiento de la situación que se había estructurado desde poco después de la irrupción europea.
Siempre los gobiernos han enfrentado dificultades para enrolar tropas en los ejércitos y frecuentemente, para no decir todas las veces, han debido recurrir a la fuerza y la violencia. Las dificultades se han acrecentado cuando era nítidamente transparente que los que se hallaban al otro lado no eran precisamente “enemigos”.
En los Llanos, e incluso en épocas de aparente tranquilidad, no era fácil reclutar milicianos para los servicios rutinarios, cárceles, parque, etcétera; los criadores del Apure estaban exentos, pues en principio residían en las sabanas o “desiertos”; sólo podía encargárseles a los comerciantes, quienes pagaban a vagos o mal entretenidos para que les relevaran de esta carga; pero dado el desembolso que ello significaba, solicitaron repetidamente que se encargara el ejército.[26]
Si en circunstancias normales nadie quería ser, voluntariamente, miliciano, es comprensible que fuese más difícil enrolar soldados durante una guerra; los pocos que se conseguían se escapaban, y para acabar con un nuevo problema debían decretarse, repetidamente, indultos a los desertores. Esta problemática, lógicamente, se agravó con el transcurso y desarrollo de la contienda.[27]
Si los rotos desertaban, los oligarcas o sus servidores inmediatos se valían de diversos subterfugios para no ser enrolados en el ejército. Una de las formas era hacerse con un justificante de comisario de policía en la retaguardia; a finales de 1862, y como mínimo en el Táchira, el intento de los jefes militares de reclutarlos provocó que se escondieran y que las autoridades civiles se encontraran sin ejecutores para cobrar el Impuesto que pagaban quienes se libraban del servicio a cambio de metálico. Obviamente, todo esto enfrentaba a los militares con los civiles, tema sobre el que insistiré más adelante. En relación con el Táchira, el Jefe de Operaciones de la Cordillera decía: “Ni las hordas que talan nuestros campos cometen tantos excesos como los que pinta V. S. con vivísimos colores”. En cuanto a los que pagaban para no pelear, decía que si todos contribuían no habría ejército, y añadía: “¿Cree Su Señoría que se defiende a la patria con dinero en las arcas? Si esto cree Su Señoría no es necesario el ejército, y si esto no es necesario, esta Jefatura debe dejar a V.S. el encargo de custodiarla y pacificarla por esos medios que no están al alcance de esta jefatura”.[28]
Poco después fueron llamados los milicianos del Guárico para intentar detener una insurgencia que se extendía como mancha de aceite y ponía en peligro, según decía un decreto, los hogares, la familia y el gobierno. Recurriendo a la verborrea de las grandes circunstancias, el texto añadía que había que derrotar a un enemigo que amparándose en la vegetación evitaba enfrentarse “con las armas nacionales”; más adelante se decía: “ningún ciudadano honrado debe excusarse de tomar parte en esta cruzada santa del patriotismo”.[29]
Por patriótica que fuese la cruzada existían otros intereses tan honrados y nacionales como la guerra, lo que por ejemplo recordaba un decreto del gobernador de Aragua considerando que ni la agricultura ni el comercio podían perjudicarse con el reclutamiento y recordando que era de “absoluta necesidad” conseguir que se respetara la excepción de servicio militar que afectaba a los mayordomos de haciendas y a los arrieros.[30]
Cuando la guerra ya estaba finalizando eran mayores las dificultades de los gubernamentales para hacerse con tropa y superior el empeño de los escasos centralistas para no participar en la contienda, lo que obviamente se veía agravado porque desde el comienzo se había polarizado la situación: los que deseaban conservar el viejo orden no estaban dispuestos a verter su sangre y los que no tenían interés alguno en conservar nada eran la inmensa mayoría.[31] Mientras, los errantes, quienes no se sentían ni con unos ni con otros, iban de un lado para otro.[32]
Por estas fechas, final de 1862, a cuatro meses de la traición de Coche, los gubernamentales, desesperados, recurrieron a alternativas externas; el gobernador de Apure enrolo en el ejército a diversos dirigentes facciosos que, repetidamente, el gobernador del Guárico le enviaba para que los hiciera llegar, por la vía de Ciudad Bolívar, a La Guaira. Casi tres meses más tarde, la misma autoridad transmitía un oficio del jefe político del cantón Sombrero, en el que afirmaba que solo reclutaban los hombres necesarios para suplir las bajas producidas por la deserción, que no se buscaban más porque tampoco podría darles de comer, y que también allí los facciosos convictos eran enrolados. El 8 de abril, con la guerra prácticamente concluida, el gobernador de Maturín recurrió, para hacerse con tropa, a reclutar indígenas todavía no controlados, lo que dio lugar a que se rebelaran y empeoró todavía más la situación de los gubernamentales.[33]
Poco antes, en febrero, cuando ya se habían agotado casi todas las fuentes de soldados, Páez pensó, in extremis, acopiar margariteños. Quinientos isleños, sin que se les dijera para qué, fueron conducidos a Pampatar y encerrados en el castillo, que tenía una guarnición de setenta hombres; cuando los margariteños vieron que se les quería embarcar, se sublevaron, atacando con piedras y balas de cañón, y mataron al reclutador que intentó hacerles frente.[34]
Obviamente, las dificultades para controlar la escasa tropa con que podía contar el Gobierno se agigantaban a medida que transcurría la contienda. Ésta, como en todas las provocadas en los países capitalistas periféricos por la insurgencia de las masas populares que se oponían a una modernización que les perjudicaba, se caracterizaba por la infrecuencia de batallas formales, pero también, por la repetición de escaramuzas sin fin. Cuando se iba a firmar el tratado de Coche y los centralistas controlaban casi exclusivamente la capital, el comandante militar de la parroquia de Antímano lamentaba que desertaban incluso las tropas que se hallaban acuarteladas, que huían con los centinelas y los sargentos y cabos que las comandaban, llevándose las armas.[35]
Las dificultades para obtener soldados, e incluso el pánico que éstos producían, era sólo uno de los aspectos de la inferioridad logística de los oligarcas. La escasez de fuerzas represivas en el mismo momento en que se desarrollaba una revuelta social, supuso que, en el mejor de los casos, los gubernamentales sólo pudiesen controlar algunas de las poblaciones y se vieran obligados a abandonar el resto del país a sus enemigos, que lo conocían a la perfección y por el que se desplazaban sin mayores dificultades, pues los rebeldes eran los desheredados en armas de cada comarca. Esta circunstancia hacía cada vez mayores y más insolubles las dificultades de los conservadores para obtener alimentos o para pertrecharse.
En abril de 1862, el gobernador de Barcelona, en un informe sobre su provincia, describía una situación aparentemente idílica, recurriendo a los términos de rigor: las “hordas” de Sotillo se habían visto obligadas a regresar al Guárico, los gubernamentales podían salir a campo abierto para recoger ganado, aprovechando para apresar a “las numerosas partidas” que habían desertado de las tropas de aquél. José Gregorio y Domingo Monagas debieron refugiarse en las montañas; “sin embargo de esta circunstancia favorable ninguna persona calificada de amante del Gobierno puede salir indefensa de los suburbios de la ciudad o de los pueblos guarnecidos, sin correr el riesgo de ser robado y aun asesinado por los malhechores que recorren como bandidos los campos y los caseríos”.
Así pues, en Oriente había dos variantes de forajidos, los que huían y podían ser perseguidos, y los que merodeaban por las afueras de las poblaciones y caían sobre los habitantes en cuanto salían del recinto. La situación era más transparente en el Guárico; el gobernador informaba, dos semanas más tarde, que a pesar de los esfuerzos realizados, las partidas enemigas que señoreaban la provincia le impedían comunicarse con las cabeceras de los cantones; así, tenía dos meses sin recibir información de Orituco. Para el gobernador de Carabobo, la situación de la República era “grave, gravísima”, el enemigo se hallaba cerca de Caracas, se habían sublevado La Guaira y Valencia, temía la conjunción de un ataque desde la sierra y un desembarco en la costa, y concluía: “Permítame hacer observar que la situación actual no es de pacificar sino de defendernos, pues el enemigo se reconcentra en estas provincias del centro”.
Tampoco era mejor la situación en Occidente. El gobernador de Portuguesa y Barinas -la guerra había obligado a reunir ambas provincias bajo una sola autoridad-, comunicaba al Secretario dos meses más tarde, a mediados de julio, que la situación había alcanzado un límite insostenible para los gubernamentales. Las pocas tropas que le restaban se habían concentrado en Papelón y en Ospino, abandonando el resto, que sería ocupado de inmediato por los federales, lo que dejaba sin posibilidad de obtener alimento a los gubernamentales, y provocaba a su vez deserciones en cadena. El informe concluía con una frase lapidaria: dado que él ya había previsto lo ocurrido y no había recibido ayuda, “No me toca sino lamentar esta desgracia, y llorar con lágrimas de sangre los infortunios de una provincia heroica, sacrificada inconsulta e insensatamente”.[36]
A finales de octubre renació la esperanza en Aragua y se pensó en la posibilidad de una victoria “a pesar de los esfuerzos de los enemigos armados”, pues el coronel Manuel Ortega había conseguido llegar del Guárico con mil doscientas reses, a pesar de los ataques de los federales, que se habían apoderado de una parte del ganado. Aragua no necesitaba tantos animales y ofrecía el sobrante a Caracas, pero para conducirlo hasta la capital era imprescindible que el ejército despejara el camino de enemigos. Cuatro días después, un informe del gobernador del Guárico evidenciaba que la euforia era injustificada: los facciosos de la sierra se habían apoderado de un segundo envío de reses, los insurgentes del resto de la provincia se estaban agrupando para atacar las poblaciones, ello había provocado graves dificultades para avituallar a las tropas, y un empréstito voluntario solicitado a los vecinos de la capital, Calabozo, había dado resultados irrisorios. Poco después era el optimista gobernador de Aragua quien debía reconocer lo desesperado de la situación: los facciosos ya atacaban la capital provincial, las escasas tropas no bastaban para defenderla, la ayuda que pedía no llegaba, estaba incomunicado no sólo de las capitales vecinas sino incluso de “las poblaciones más cercanas de Aragua”. La situación se degradaba rápidamente para los gubernamentales. Un mes después del último informe, el gobernador del Guárico significaba que se había visto en la necesidad de crear un “cuerpo volante nacional”, para que actuara en la capital, Calabozo, cuando el ejército se hallaba en campaña. El cuerpo tenía esencialmente dos misiones: defender a la ciudad de las partidas enemigas que señoreaban sus alrededores, y evitar “toda correspondencia con los facciosos”, plausiblemente por parte de los habitantes de la capital vinculados a los federales.[37]
Las mismas provincias enviaron informes similares en los meses inmediatamente siguientes. A mediados de diciembre, el gobernador de Aragua comunicaba que se había podido abastecer de víveres y alejar a las partidas enemigas porque los ejércitos del Guárico y Caracas habían confluido en su provincia; pero ambos ejércitos debían regresar a las suyas de origen, sin haber derrotado a los federales, cuyas partidas “se reorganizan y vuelven a su propósito de amenazar las poblaciones y los convoyes”, y las escasas tropas de Aragua debían limitarse a su viejo rol de mantenerse exclusivamente a la defensiva. El informante también lamentaba que la marcha de la tropa impediría recoger el café, la cosecha parecía excelente, y se atemorizaba ante el rumor de que Falcón estaba dispuesto a organizar las partidas federales para atacar Caracas. La situación en el Guárico era similar, las tropas que guarnecían la capital salieron hacia el este para hacer frente a las partidas del Calvario que habían recibido ayuda de las que actuaban en los valles del Tuy, lo que aprovecharon los facciosos de Tiznados para atacar Calabozo, saqueando ya algunas casas de las afueras el 23 y el 27. Los problemas se agravaron en los días siguientes: aumentaba la osadía de los insurgentes a la vez que disminuía la capacidad de respuesta de las escasas tropas gubernamentales, que ya ni tenían armas de fuego y debían valerse de lanzas y machetes. El panorama en el Guárico (una parte de los Llanos, no lo olvidemos), debió hacerse más crítico si cabe para los gubernamentales a finales de febrero: en una época en que las lluvias no podían teóricamente aislar Calabozo, ésta debió recibir la ayuda de Caracas por la vía del Orinoco, desde Guayana, posiblemente porque los federales habían cortado las comunicaciones por los valles de Aragua y del Tuy. Pero por añadidura, una expedición enviada a San Fernando de Apure por el gobernador para recibir los socorros que habían llegado por la vía fluvial, se encontró con que consistían exclusivamente en trescientos uniformes. Y el gobernador se lamentaba del costo que había supuesto levantar una tropa suficiente para convoyar un cargamento que se esperaba fuese de armas, tan codiciadas por los insurgentes como por ellos. De un mes más tarde era un oficio del jefe político del cantón Ortiz, enviado a Caracas por el mismo gobernador del Guárico: ellos constituían el único islote fiel al gobierno, estaban rodeados de enemigos y no tenían con qué avituallarse. Su situación era tan extrema que ni siquiera podían defenderse de facciosos que a la luz del día entraban en Ortiz para llevarse a los que consideraban enemigos, sin que los gubernamentales pudiesen responder y no solamente esto, sino que los federales que asediaban la población tocaban constantemente cajas y cornetas para incrementar el pánico de los sitiados. Los pocos soldados que conseguían reclutar se escapaban a engrosar las filas enemigas, ya que los centralistas no podían ni alimentarlos. De los habitantes de la parroquia, los que no estaban con el gobierno estaban con la facción, y los menos “huyendo en los montes bajo los auspicios de ésta”. No cabía ni la posibilidad de ser neutral.[38]
Frente a esta situación de los gubernamentales, constantemente derrotados, a la defensiva, sobre territorio siempre hostil, la de los rebeldes era justo la contraria. En un informe sobre la facción Acosta, fechado en Cumaná, se decía que sus integrantes jamás eran vencidos merced a su táctica de dar cara solamente cuando se encontraban en una posición favorable, aprovechándose de sus conocimientos prácticos del terreno. En octubre de 1862, el gobernador del Guárico adjuntaba un optimista informe del jefe político del cantón Chaguaramas, a pesar de que, de las cinco parroquias del cantón, cuatro se hallaran abandonadas por sus habitantes, de las tres facciones federales comandadas por los coroneles Abreu, Machado y Mora, “que deben su existencia al cortísimo número de individuos que respectivamente las componen de fácil dispersión para evitar encuentros con las tropas del gobierno”, dispersión y reagrupamiento que sólo podían llevar a cabo si conocían la comarca como la palma de su mano, ni tampoco por la facción “cabrito”, contra la que no valían esfuerzos mientras contase con “un asilo seguro y casi inviolable en los bosques y márgenes del río Orituco”. Dando una prueba más, si era necesaria, de su estupidez, el informante presumía de que “las partidas insignificantes” no tenían un jefe común, dado “su desconcierto y la anarquía que entre ellos reina”.[39]
Tal “desconcierto y anarquía” permitían a los insurgentes avituallarse sobre el terreno con la ayuda de los amigos o el saqueo a sus oponentes, mientras que todo eran dificultades para los gubernamentales, que no podían contar ni con unos ni con otros.
Recién empezada la guerra, Fermín Toro escribía a José Santiago Rodríguez sobre la situación “política o más bien social” de Venezuela, que empeoraba de día en día. Curiosamente, los federales, a pesar de que según Toro atacaban las poblaciones, las incendiaban, degollaban a sus habitantes y difundían “por todas partes espanto y desolación”, no enfrentaban mayores problemas para subsistir, capaz taumatúrgicamente. Al contrario, las fuerzas gubernamentales, que ni atacaban, ni incendiaban, ni degollaban, eran numerosas pero fracasaban, según Toro porque sus comandantes eran ineptos y porque les faltaba incluso el alimento, mientras a sus contrarios les sobraba. Todo lo cual atribuía Toro, curiosamente, a un idealismo irrealizable que en la convención constituyente “se montó en los principios, amenazó al militarismo e irritó todas las malas pasiones, atacó todos los intereses legítimamente acumulados”, y había dejado al gobierno atado de pies y manos por una constitución que nadie acataba. El día antes, el 23 de mayo de 1859, el doctor Antonio Parra había escrito también a Rodríguez intentando buscar una explicación compleja para una situación diáfana. No se trataba del enfrentamiento de la inmensa mayoría contra unos privilegiados, sino de que Zamora, “como otro Boves”, había conseguido arrastrar a poblaciones enteras con una misteriosa oferta de pillaje; el ejército gubernamental había sido destruido sin quemar pólvora, porque un jefe traidor, Silva, había sido capaz de provocar en todos los soldados hambre, deserción, anarquía y desaliento. Y el gobierno quería organizar un nuevo ejército pero carecía de recursos, fusiles y oficiales.
Dos años más tarde, el coronel Mariano Michelena, en una carta a José Gómez, le significaba que mientras los facciosos aumentaban y ganaban terreno, los gubernamentales no podían dar nada a sus soldados, pues nada daban los arruinados ciudadanos. Y cuando tras laboriosos esfuerzos se conseguía organizar una fuerza para castigar una fechoría concreta, siempre se llegaba tarde y mal.
El mismo Rodríguez, a finales de 1861, justificaba la dictadura de Páez y sus intentos conciliadores señalando que el gobierno no tenía recursos para levantar un ejército, y que si no lo derrocaba el enemigo lo haría el “agotamiento económico”.[40]
Las referencias archivísticas sobre esta inferioridad gubernamental son abrumadoras; dado que como mínimo en los Llanos, los centralistas debían hacer frente a los llaneros, una buena parte de las dificultades provenían de la casi imposibilidad de hacerse con monturas. Según el gobernador de Apure, mayo de 1861, el ejército había estado dos meses y medio persiguiendo sin tregua a un enemigo al que nunca se acababa de encontrar y, finalmente, mientras la caballería federal, “bien montada y en crecido número les hostigaba constantemente”, los gubernamentales debieron cejar en su intento y retirarse a Achaguas, “completamente desnudos, y sin cobija los oficiales y soldados y la caballería montada en burros o a pie con la silla al hombro”. No sólo necesitaban descanso, sino también bestias y pertrechos; tras muchas dificultades el gobernador consiguió reunir ciento ochenta monturas, pero todas cerreras, y hubo que invertir mucho tiempo en domarlas, y por añadidura, en el primer encuentro con los facciosos sufrieron una aparatosa derrota. La situación era la misma un año más tarde: según el gobernador, los facciosos no eran más de quinientos, “diseminados y errantes”, pero era imposible hacerles frente, pues tenía en su poder casi todos los caballos útiles de la provincia y contaban, además, con el apoyo de la facción de Barinas, merodeando a su antojo por el Alto Apure. El gobernador pedía mil quinientos hombres para guarnecer la frontera con la Nueva Granada, que los federales cruzaban cuando les venía en gana para retirarse a sus santuarios de descanso y lamentaba también que los rebeldes recibieran por vía fluvial todo tipo de pertrechos de Ciudad Bolívar, así como de la cooperación que obtenían de los federales de la Nueva Granada y de la pólvora que conseguían de la fábrica de Sogamurio a cambio de bienes pecuarios.[41]
Repetidamente los gubernamentales padecían penuria de pertrechos o alimentos, pero también podía ser temible lo contrario. A principios de 1862, el gobernador de Barinas decía saber que estaba al llegar una fuerza que venía en su ayuda y solicitaba que quemara etapas para llegar cuanto antes, ya que los insurgentes contaban con mucha gente y el gobernador con un buen parque, pero sin soldados para utilizarlo y defenderlo, “pues los hombres huyen o están con los facciosos”; un parque excesivo era una desventaja, atraía al enemigo y él no tenía garantía alguna de poder resistir; también lamentaba la falta de bestias que le habrían servido para obtener reses. Ante situación tan desesperada, sólo cabía confiar en poderes sobrenaturales y el gobernador confiaba que “la Providencia que vela por la suerte de nuestra Patria, y que va conduciendo los sucesos a un fin laudable, nos protegerá sin duda alguna contra las huestes vandálicas que pretenden establecer su imperio asolador en todo el extenso territorio de esta provincia y especialmente en esta capital”. Pero a juzgar por los resultados, la Providencia estaba entretenida en otros quehaceres; a finales de mes, el gobernador de Mérida informaba al secretario sobre la rendición de Barinas, aunque aseguraba que no ocurriría lo mismo con la capital andina, ya que no cesaban de presentarse voluntarios para los que, sin embargo, no había armas.[42]
Aunque, como veremos de inmediato, las mayores dificultades se daban en el Llano, las provincias norteñas tenían los mismos problemas. El gobernador de Aragua señalaba a mediados de 1862 que los apuros de los gubernamentales favorecían a los federales. Aquéllos veían disminuir, en beneficio de los segundos, el número de soldados, a pesar de lo cual no tenían con qué alimentar ni pertrechar a los pocos restantes, lo que incrementaba el desaliento, el desánimo y la desconfianza.[43]
Pero, aparentemente, la situación era más conflictiva en el Guárico, provincia donde, geográfica y humanamente, se daba la transición entre la zona agraria aparentemente controlada por Caracas y la ganadera controlada por los llaneros, aliados de los federales. A principios de octubre, el gobernador ofició al secretario una sarta de lamentaciones: “fatales para la provincia fueron los sucesos que se verificaron en la última quincena de septiembre, como fatales fueron los con que se inició aquel mes, y como fatales son los que han presenciado los días transcurridos del presenten”. El 24 de septiembre los federales habían sorprendido una partida en Banco del Medio, haciéndolos prisioneros y apoderándose de cuarenta armas de fuego, pertrechos, unas treinta bestias y doscientas reses de saca. Un convoy que días antes se había enviado hacia el norte resguardando ganado, se había detenido en Ortiz por falta de escolta, lo que era una tentación para los facciosos, que eran mayoría y señoreaban casi todos los cantones de la provincia. A finales de mes, los facciosos ya osaban atacar la capital de la provincia y robar ganado en sus sabanas inmediatas. El gobernador finalizaba su memorial afirmando: “Si un grande hecho de armas no viene en breve a restablecer la confianza, si operaciones inteligentemente emprendidas y activamente ejecutadas no aterran y postran pronto a los enemigos, muy precaria y muy difícil será en lo adelante la situación del Guárico”. Pero ésta, en vez de mejorar, empeoró. En un informe de principios de 1863 se describía un panorama desolador: no había con qué racionar a las escasas guarniciones, no tenían ni infantería, ni caballos, ni reses, la mayoría de la tropa se encontraba hospitalizada, los facciosos dominaban cada vez mayor número de parroquias. Un mes más tarde el gobernador ya no sabía a quién llorarle; falto de recursos, había destinado toda su caballería, cuarenta jinetes, a buscar ganado durante cuarenta días, pero regresaron sin caballos, desnudos y naturalmente sin ganado. Habían llegado ochenta hombres más, pero disponían de tan poca carne que ni bastaba para racionar a los recién llegados y no podían obtener más reses por falta de caballería.[44]
Sin duda alguna, por estas fechas, cuando la guerra ya estaba terminando, la situación era desesperada en todas partes: a finales de febrero el gobernador de Cumaná temía un ataque de la facción Acosta, y aunque “la gobernación mira satisfecha el entusiasmo con que le rodean los ciudadanos […] pasa por la pena de tener que retirar a muchos a causa de faltarle armas que poner en sus manos”. Se ofició a Barcelona pidiendo fusiles; allí había trescientos, todos inservibles y le enviaron los sesenta que estaban menos estropeados.[45]
Pero sí, por una parte, el gobierno no pertrechaba suficientemente a las provincias porque recelaba de todo el mundo a la vez que temía que, en el peor de los casos, fueran a parar a manos de los insurgentes, por otra parte las distintas facciones caraqueñas se enfrentaban entre sí empeorando la situación. A mediados de 1861, el doctor Juan de Dios Monzón escribía al coronel José del Rosario Armas, diciéndole que a su juicio la República esta vez se salvaba “de la revolución social”, por más “que se empeñen en prolongarla los señores de esa capital con sus frecuentes peripecias, con sus crisis y mal aconsejados intereses. Por fortuna, estas provincias de Occidente no se encuentran contagiadas con la enfermedad de los caraqueños: marchan unidas en el pensamiento de sostener la legalidad y acabar con el enemigo común; pues han comprendido muy bien que detrás de ese gobierno existente no hay más que una desenfrenada anarquía, y que con los malvados que hoy hacen la guerra a su país, no hay más transacción que el plomo y el machete”.[46]
En circunstancias aparentemente normales, los repetidos y fracasados intentos de liquidar lo que los propietarios calificaban de abigeato, había supuesto la organización de campos volante, de los que ya he hablado, y la posibilidad de que sus comandantes se extralimitaran en las funciones que se les encomendaban. Por citar un solo ejemplo, a mediados de 1857, todas las autoridades del Apure se quejaron de que Simón García, comandante de un campo, no sólo había provocado conflictos dentro de la provincia, sino también internacionales, al pasar a la Nueva Granada en persecución de un “criminal” prófugo, Ramón Cabrera, al que quería ajusticiar. Por razones que desconozco fue suspendido en sus funciones y sometido a juicio por el gobernador de Apure, quien nombró a un ganadero jefe del cuerpo. Poco más tarde se supo que García actuaba como forajido, más o menos en connivencia con insurgentes apureños y barineses exiliados en Arauca.[47]
Si cuando nominalmente reinaba la paz los militares podían extralimitarse, la situación debía volverse insostenible en plena guerra civil y en especial en las provincias llaneras, en las que la mayor distancia de Caracas, un superior porcentaje teórico de insurgentes y la consiguiente mayor beligerancia de los federales, convertía a los oficiales en verdaderos señores de la guerra que imponían su ley a su antojo.
El gobernador de Maturín se hacía eco a mediados de 1861 de las múltiples quejas provocadas por la actitud de los militares, que, como es fácil presumir, no respetaban ni la constitución ni otros códigos, que naturalmente no amparaban los intereses de todos los súbditos, sino exclusivamente los de los poderosos. En este caso, el gobernador lamentaba levas perpetradas sin respetar a nadie, requisas de ganado llevadas a cabo no sólo para alimentar a la tropa, sino también para comercializarlo y quedarse con el beneficio de la venta, y que la tropa, sin paga ni alimento, debía arreglárselas por su cuenta compitiendo, en sus tropelías, incluso con los oficiales.[48]
Para conseguir soldados, los militares podían avasallar a autoridades civiles de Petare en las afueras de la capital. A principios de 1862, aquéllos llegaron a encarcelar un concejal que, el 31 de diciembre, habían decidido poner a todos los vecinos, sin excepción, sobre las armas. Tan cerca de Caracas, la cuestión transparentaba los enfrentamientos entre civiles y militares que se daban en el seno del mismo gobierno, y reflejaba algo más que conflictos burocráticos. Cinco meses más tarde, y en la provincia de Coro, se anunció otra anomalía cualitativamente distinta: los militares alistaban civiles acusándolos previamente de pertenencia a, o connivencia con, los federales, lo que les dejaba completamente indefensos y eran destinados al ejército en provincias alejada.[49]
Si extralimitarse en las levas podía proporcionar hombres, hacerlo en los abastecimientos podía producir buenas ganancias y de esta arbitrariedad las quejas eran mucho más numerosas. El viajero alemán Gerstacker decía que en los Llanos la guerra había provocado la desaparición del ganado, que en Ortiz la llegada de reses en dirección a Caracas hubiese producido sensación, y que los lugareños aseguraban que en cualquier caso no habrían llegado a la capital, pues los militares se apropiarían de ellas mucho antes. También constató Gerstacker que Calabozo estaba muerta comercialmente, no por falta de mercancías, sino porque los ganaderos se arriesgaban a perder los animales enviándolos hacia el norte.[50]
A partir de un momento determinado, los militares se valieron además de otras argucias. En abril de 1861, los ganaderos, a través del gobernador de Aragua, lamentaba que se detenía a los conductores de hatajos pretextando que no tenían papeleta de alistamiento, o que se les quedaban las reses a pesar de que desde hacía tiempo pagaban en Villa de Cura un empréstito voluntario de dos reales por cabeza.[51] Poco después, a mediados de año, el panorama había empeorado; según el licenciado Rodríguez, mientras los insurgentes comerciaban con todo el mundo a pecho descubierto, los ganaderos eran expoliados por los mismos militares que oficialmente debían defenderlos, lo que supuso que algunos de aquellos intentaran, para salvaguardar sus intereses, obtener alguna graduación en el ejército.[52]
La situación se agravó a principios de 1862; en marzo los criadores de Portuguesa en una Representación al gobierno aseguraban haber colaborado reiteradamente con los gubernamentales, prestando servicios personales y pecuarios, mientras habían perdido sus hatos por culpa de los “revolucionarios”; decían esperar un arreglo con la llegada de Páez que significara el final de las rivalidades interprovinciales, lamentaban los abusos de que eran víctimas en Barquisimeto, donde les cobraban 14 reales por cada res, al margen de que se quedaban, sin más, con una de cada diez, y el mismo peaje triplicado si se trataba de bestias ensilladas, lo que significaba, según los demandantes, un impuesto de un 90 %, que desanimaría a cualquier negociante en ganado. Todo ello sólo afectaría a los ganaderos de Occidente que quisieran abastecer a Caracas, obligados a doblar el precio de la carne, ya que, por añadidura, había otros peajes en el Yaracuy.[53]
En algunos casos, ciudadanos atrevidos denunciaban algo más que atropellos en levas o en confiscaciones de ganado. El coronel Francisco Linares Alcántara lamentó ante el licenciado Rodríguez atrocidades cometidas por el ejército en Ciudad de Cura, Aragua, a mediados de 1861: acusaba al comandante Adolfo Antonio Olivo de incendio, asesinato público y toda especie de atentados en Turmero y Maracay; en la primera la situación había llegado a un límite, se había asesinado a un vendedor y habían dado cincuenta azotes a su madre por el mero hecho de interceder por su hijo. Todo ello ocasionaba que ciudadanos pacíficos huyeran a la sierra buscando la protección de los federales.
Comprensiblemente, todo esto provocó frecuentes y violentos enfrentamientos entre los oficiales y las autoridades civiles. En algunos casos aquéllos se quejaban de anomalías cometidas por éstos, lo que, lógicamente, no se daba con excesiva frecuencia: a principios de marzo de 1862, el jefe militar de la parroquia de Camaguán, que había llegado al Guárico huyendo de Barinas, se lamentaba de los atropellos de los civiles que habían entrado en la parroquia para quedarse con las propiedades. La situación habría llegado a tal extremo que el coronel José Antonio Tovar decía estar dispuesto a emplear la fuerza si era necesario para acabar con esta irregularidad. Pero el gobernador, también un oficial, el comandante Mirabal, acusaba a Tovar de haber recurrido a la fuerza para defender a una serie de ganaderos que se refugiaron en Camaguán para no tener que pagar contribuciones en especie.[54]
En otros lugares las desavenencias tenían orígenes distintos. El jefe político del cantón Maracay, deploró que los militares reclutaran para la milicia o el ejército a artesanos, “industriales” y empleados públicos, a los que se alejaba de sus ocupaciones a la vez que no se les proporcionaba ración; el jefe político ignoraba cómo podrían subsistir en estas condiciones.[55]
Pero, obviamente, he localizado más memoriales de agravios sobre arbitrariedades en la provincia de Apure. A principios de junio, el gobernador oficiaba al secretario acusando a los militares de oponerse a las medidas que dictaban para conservar una parte de la riqueza ganadera con la que poder, precisamente, sostener al ejército, de dictar disposiciones que eran atribución del poder civil, de no distribuir entre la tropa lo que decían recolectar para este fin, de exigir exclusivamente contribuciones en metálico y no en especie, o del desmesurado número de oficiales y empleados frente al número de soldados.[56] Veinte días más tarde, el jefe de operaciones en el Apure se quejaba a su vez de las autoridades civiles, en un oficio fechado el 23 en Achaguas y enviado dos meses y medio más tarde al secretario del Interior a través del jefe del estado mayor general. Decía no recibir ayuda del gobernador, que éste cooperaba y comerciaba con los facciosos y no le proporcionaba lo que para él era imprescindible, milicianos, un médico y embarcaciones para el invierno.
Los enfrentamientos entre civiles y militares afectaron también al vecino Guárico; su gobernador decía a mediados de septiembre: “La autoridad militar obra aquí como le conviene, no se atiene a la ley, ni a preceptos legales y sólo marcha por el camino que le [...] parece más adecuado a sus fines”; después delataba la detención de varios ciudadanos inocentes, o el indulto de federales convictos, lo que según el gobernador supondría el descrédito para el gobierno y el fracaso de su política de pacificación en el mismo momento en que la gobernación “trabaja con buen éxito en atraer a la senda del deber a los ciudadanos extraviados”.
Pero repito que fue en Apure donde el enfrentamiento alcanzó cotas más elevadas. A finales de septiembre, el gobernador Miguel Pittaluga denunciaba un complot militar que había tenido lugar el 21: varios oficiales -siete comandantes, otros tantos capitanes, dos tenientes y tres subtenientes-, se habían puesto de acuerdo para derrocarlo y prescindir, por el momento, de cualquier autoridad civil. Una semana más tarde, el gobernador, en un nuevo oficio, acusaba a tres comerciantes de cooperar con los militares (les había impuesto multas de quinientos pesos) y de que éstos en realidad no actuaban contra él, sino directamente contra Páez. Por estas mismas fechas los documentos del gobernador apureño llegaban al secretario a través del gobernador del Guárico, lo que daría una idea del nivel de los enfrentamientos. En uno del 26 de septiembre Pittaluga se quejaba de las nuevas y repetidas afrentas de los militares, quienes habían pedido la colaboración del general Julián Marrero para dirigir la operación final contra los civiles; el gobernador se consideraba prácticamente secuestrado y para enviar esta nota a Calabozo se había visto obligado a utilizar “medios ocultos”. Tres días más tarde los militares protestaban de su inocencia ante el gobernador, afirmando haber “consagrado nuestra existencia a la salud de la patria, al bien y sostenimiento de la sociedad”. A partir de este momento se cruzaron una serie de misivas entre el gobernador y los militares sobre los hechos del 21, unas acusándolos de sedición y las segundas restándoles importancia y calificándolos de legales. La correspondencia continuó, y el 2 de octubre el general Marrero, en alocución pública, intentaba quitarle hierro a la situación. El último documento del expediente, un oficio del gobernador del Guárico al secretario, fechado en Calabozo el 17 de octubre, quizá clarifica los enfrentamientos: lamentaba que continuara la misma situación, que los militares hubiesen alistado y puesto bajo su amparo a quienes estaban penados por los civiles, de todo lo cual derivaba la escasez de recursos para las atenciones más urgentes, pues “no puede la gobernación imponer un empréstito a los vecinos pudientes de esta localidad, porque con decir "soy militar" eluden las disposiciones gubernamentales, por razón de que la autoridad militar les cubre con su omnipotente protección”.[57]
A los pocos días, desde el mismo octubre de 1862, los enfrentamientos entre civiles y militares se trasladaron, quizá con el frente, a la provincia del Guárico. El 21 el gobernador iniciaba su letanía de lamentos contra el coronel Galías. Era una disputa entre el jefe político de El Sombrero y el coronel para saber quién podía reclutar civiles para la milicia o militares para el ejército; el enfrentamiento también servía para saber quién controlaba los escasos recursos que todavía podían obtenerse; las quejas eran muy vivas y el jefe político llegó a decir que no extrañaba el proceder de los jefes militares, “ellos han mandado por cuatro años civil y militarmente; ellos han destruido la propiedad particular, al soldado nada le han dado y el gobierno y la sociedad ningún beneficio han recibido”; al parecer el jefe político se quejaba de que los militares alistaban incluso a los detenidos, algunos acusados de cabecillas facciosos o de cuatreros, que el jefe político esperaba fuesen destinados a los apostaderos o a la marina. Los militares contestaban, altaneramente, que sólo habían enrolado a quienes ya habían pertenecido al ejército y estaban de baja con permiso o por enfermedad. Posteriores discrepancias hacían referencia al monto de las raciones y a quién podía atribuirlas y distribuirlas.
El 27 de octubre el jefe político de Calabozo acusaba al coronel Galias de encerrarse en las poblaciones, sin salir ni para enfrentarse al enemigo, ni para hacerse con ganado, por lo que ya no había con qué alimentar la tropa. Cuatro días después, el gobernador del Guárico elevó al secretario las quejas del jefe político de El Sombrero, quien decía que el coronel había pisoteado sus atribuciones de jefe civil al prohibir el tráfico comercial entre El Sombrero y Camatagua, aduciendo que por este medio se pasaba información al enemigo.[58]
En relación con los enfrentamientos del Apure, el gobernador del Guárico oficiaba de nuevo a su secretario transmitiéndole un informe del de aquella provincia. Comenzaba recopilando rumores de un probable ataque federal desde Barinas, aseguraba que los facciosos del Apure ya no tenían trascendencia alguna y se reducían a contadas partidas de cuatreros que desollaban ganado, nada de lo cual ponía en peligro la República. En cambio la amenazaba un enemigo terrible, la anarquía, representada por los militares “en abierta rebelión contra la autoridad civil”, que no prestaban al gobernador ni dos hombres para ir en busca de unas salazones. Éste había intentado levantar un empréstito entre los comerciantes de San Fernando, esquivado por ellos alistándose como oficiales. El gobernador aseguraba que Marrero estaba empeñado en que no hallara recursos, para que quedara más justificado el cuartelazo del 21 de septiembre. “En una palabra, aquí la autoridad civil existe sólo in nómine: no cuenta con un soldado para hacer efectivo un arresto, mientras que la militar abre y cierra el puerto, a discreción concede pasaportes, dispara salvas de artillería, encarcela por delitos comunes, llama al servicio a los ciudadanos y toma empréstitos sin hacer ni aun manifestación de cortesanía [sic] a la autoridad civil. Las disposiciones del Supremo Gobierno son pisoteadas con inaudito descaro […]. Es verdad que la fuerza moral de esta población me presta apoyo, empero ¿qué vale esto contra cuatrocientas bayonetas de que puede disponer el general Marrero? A raíz de estos enfrentamientos, Marrero fue sustituido por el coronel Sandoval, a quien, según el mismo, ya conocían los apureños y a los que dirigía una alocución afirmando: “Oíd mi voz, ahoguemos rencillas lugareñas y mezquinos intereses. Cuando la patria está en peligro no debemos tener sino un solo pensamiento –salvarla–, querámoslo de todo corazón y que Apure se alce de nuevo heroico y prepotente como en sus días felices”.[59]
Lógicamente, a medida que avanzaba la guerra, a medida que ésta escapaba al control gubernamental, crecía la insubordinación de los jefes militares, que se convertían en cabecillas de cada una de sus circunscripciones.
El coronel Galias, del que ya he hablado, acabó en señor del Guárico, y hacía y deshacía a su antojo; el gobernador provincial, a mediados de noviembre, trasmitía lamentos incluso de otros militares, como el general en jefe de operaciones de Chaguaramas, quien había sido convocado por Galias para perseguir conjuntamente a los federales, pero al que llevaba días esperando, sin resultado; el gobernador aprovechaba para solicitar que se informara a Páez de “que trae grandes inconvenientes al desarrollo de las operaciones militares la división de la provincia en varias jefaturas de operaciones que priva de unidad al ejército”; que aquélla no era la primera ofensiva que fracasaba “a causa de haber de realizarlas jefes que obrar con entera independencia que no reciben órdenes de un centro común”.
En marzo de 1863 se degradó la situación en el Apure; a mediados de mes el enfrentamiento ya no fue entre civiles y militares, sino exclusivamente entre éstos. El coronel Eugenio Sandoval fue desplazado tras un golpe dirigido por el segundo jefe de la división, nuestro conocido el coronel Juan Mirabal, quien había asumido el mando a raíz de las discrepancias surgidas entre Sandoval y Marrero. El gobernador intentó liquidar amigablemente la disputa, pero, finalmente, Mirabal se impuso por la fuerza.[60]
Si entre quienes podían calificarse más o menos de gubernamentales se daban discrepancias del cariz reseñado, es fácil imaginar las cotas que alcanzaron los enfrentamientos entre quienes eran, sin tapujos, enemigos. Dado que la guerra federal fue sólo un capítulo de la larga insurgencia que se venía desarrollando en Venezuela, como en todas las Indias, desde como mínimo mediados del siglo XVIII, es comprensible que en esta contienda declarada se superara el nivel de violencia alcanzado en la época de las guerras civiles llamadas de la Independencia. Nuestra información sobre las atrocidades cometidas en los años sesenta es escasa debido exclusivamente a que nadie ha estado interesado, sino todo lo contrario, en ventilarlas. Oficialmente, quienes seguían a Boves eras realistas pro metropolitanos que atacaban a patriotas venezolanos; dado que el carácter de guerra civil que tuvo la federal no puede enmascararse, los fabulistas han optado por escamotear la violencia de los grupos enfrentados.
No tengo la menor intención de levantar un sádico inventario de las canalladas cometidas por ambos bandos, pero pienso que algunos casos bastarán para que quede nítidamente en evidencia el abismo que los separaba. El licenciado Rodríguez, en su crónica de la contienda, decía de hacia mediado 1861: “Y así, entre escollos, pasiones y errores, iba continuándose aquella obra imposible de pacificación incruenta y de guerra implacable a la vez. A cada momento una felonía de parte de los facciosos, o bien actos de crueldad de algún jefe imprudentemente nombrado, o alguna prueba inesperada de fidelidad también de parte de los mismos facciosos”. De finales de este mismo año, Alvarado reproduce el parte de una derrota de los gubernamentales en el que no quedaba muy claro el número de bajas, “pero lo que es muy cierto es que los cadáveres estaban horriblemente mutilados, sacados los ojos, sus intestinos colgando de los árboles, o sus órganos genitales seccionados e introducidos en la boca. El comandante José Antonio Pulido y el capitán Ignacio Díaz fueron degollados, ya heridos y prisioneros”, a lo que los gubernamentales respondieron fusilando a dos generales.[61]
En marzo de 1862, el secretario general del Interior oficiaba al gobernador del Guárico dando el parte de una victoria gubernamental, y añadía: “En esta vez los esforzados soldados del Ejército Libertador no se han limitado a vencer a los enemigos de la sociedad, sino que indignados por el más despreciable de los crímenes, han ejercido los bellos atributos de la justicia, castigando incontinenti a los traidores en lucha cuanto desigual, gloriosa. La moral del Ejército Libertador ha sido espléndidamente vindicada y nuestro pabellón continuará ostentándose como el emblema del honor y del heroísmo”. Dos meses más tarde, tras la revuelta de los presos de La Guaira, los federales atacaron, en las cercanías de Caracas, a Petare y Dos Caminos; la escaramuza acabó con la victoria gubernamental, pero los federales habían degollado a los prisioneros y, en revancha, los vencedores fusilaron, en la plaza Bolívar de la capital, a dos dirigentes enemigos.[62]
De nuevo Alvarado nos informa, por segunda y última vez, de horrores cometidos con los cadáveres; tras la acción que se llamó de Quebrada-Seca, los de los comandantes Díaz y Elías Moreno fueron acribillados y desfigurados, y al del primero le cortaron las manos y se las pusieron en los bolsillos del pantalón.[63]
A principios de febrero de 1863, un escrito del concejo municipal de Orituco, apoyando la pacificación propugnada por Páez, reconocía que la tregua había sido criticada a pesar de que no podían negarse sus resultados positivos, pues “se han morigerado los hechos atroces de aquella época, en que el furor de los partidos se cebaba en inocentes víctimas y aun en los exánimes cadáveres” y de un mes más tarde era un oficio del gobernador del Guárico informando de lo ocurrido en Ortiz a principios de mes: los federales habían detenido a un soldado del gobierno, que había prestado importantes servicios “desde el principio de la revolución del 2 de agosto; se había encontrado su cadáver en el que habían ejercido los asesinos los actos de la más bárbara crueldad, sacándole los ojos y otros hechos que la decencia pública rechaza relacionar”.[64]

5. Economía de guerra
Durante los cuatro largos años de la contienda ambos bandos siguieron pertrechándose como ya lo hacían en las, llamémosles, épocas de paz. Las tropas federales, formadas en buena parte por llaneros, se abastecían autónomamente con lo que la naturaleza les ofrecía, reses o no, sin depender de terceros; de otro modo ya habrían desaparecido como pueblo.
Contrariamente, las fuerzas represivas, milicias o ejército, incapaces de alimentarse por su cuenta, se convertían en una plaga y arrasaban con lo que necesitaban y con lo que no.
En las comarcas del norte, donde un elevado porcentaje de la producción agrícola estaba formado por coloniales no alimenticios, café, añil o algodón, por ejemplo, las dificultades para avituallar las tropas podían acrecentarse al máximo y por añadidura podían generar enfrentamientos entre civiles y militares por el control de los escasos comestibles locales o los que llegaran de otras comarcas, como los que se dieron en los Valles al oeste de la capital, para ventilar quién se quedaba con el poco ganado que llegaba de los Llanos, que además podía comercializarse en el norte de Venezuela o en las Antillas. En un informe elevado por Miguel Mújica a la Secretaría, éste aseguraba “los facciosos por su parte destruyen aunque en menos cantidad, por cuanto no teniendo mercado a donde ir, cogen sólo lo que necesitan para comer, al paso que la gente del Gobierno, después de regalarse con cuanto les place, disponen con utilidad de grandes partidas de ganado”.
Los federales, dada su composición, podían apoderarse de las reses cimarronas. Los gubernamentales, al contrario, necesariamente de los animales controlados; pero en determinadas zonas, la confluencia de la rapiña federal y gubernamental podía liquidar todos los recursos de un hato, de lo que por ejemplo se lamentaba el británico Guillermo Anderson, ex propietario de uno en La Piragua, parroquia de El Calvario, en marzo de 1862.
Sin embargo, la misma contienda supuso que se descuidara la ganadería y que dejaran de beneficiarse hatos de amigos y enemigos. En noviembre de 1862, el gobernador del Guárico, para solventar graves problemas de hacienda, sugería recuperar Tiznados y recoger los animales descontrolados de los gubernamentales o los rebeldes, pues hacía ya más de cuatro años que los propietarios nada sacaban de sus fincas.
Contrariamente, cinco semanas después, el jefe político del cantón El Sombrero lamentó que facciosos de todas partes se llevaban el ganado que querían, ante la indiferencia de unos soldados que ni se movían, a pesar de que sufrían penalidades por falta de alimento, en el mismo momento en que los ciudadanos “no pueden ya soportar las pesadas cargas que la guerra les impone”, lo que habría arruinado familias antes acomodadas u opulentas. Además, las tropas se propasaban si consideraban que no recibían el trato merecido; el coronel gubernamental Gil, se quejó de excesos cometidos por el ejército regular, que había saqueado una población porque sus habitantes no habían contribuido como esperaba. En Barquisimeto, la situación alcanzó el paroxismo cuando el coronel Michelena llegó a decir que entre los federales había “más disciplina y armonía que entre nosotros”.[65]
En enero de 1863, el jefe de operaciones del Guárico, para evitar problemas de avituallamiento a sus tropas de Aragua, como le había ocurrido el año anterior, se había llevado 34 reses en pie; escaso ganado que había provocado, a poco de su llegada a La Victoria, toda suerte de rumores y sospechas, pues cada quién quería obtener algún beneficio de tan pocos animales.[66]
Contrariamente, porfío, para los federales, en buena parte llaneros, la economía de guerra era exactamente la misma resistente a través de la cual cubrían sus necesidades en períodos llamados de paz. En marzo de 1861, el gobernador de Barinas, en un expediente sobre lo acontecido en la provincia durante los dos años en que estuvo controlada por los facciosos, señalaba que los federales comercializaron toda clase de bienes a cambio de lo que no tenían. Dos meses más tarde, el cónsul venezolano en Trinidad ofició que los rebeldes seguían llevando allí ganado de Oriente para cambiarlo por pertrechos, con lo que no sólo se abastecían sino que, por añadidura, dejaban sin montura o alimento a sus contrincantes. A mediados de 1862, el cuartel general en Caracas manifestaba haber recibido información de que desde Margarita se proporcionaba todo tipo de pertrechos a los facciosos de Cumaná.[67]
Ahora bien, como en cualquier situación bélica, no sólo intervenían ambos bandos contendientes, inmediatamente aparecían los beneficiarios de la guerra, quienes, como zamuros, obtenían ganancias de los enfrentamientos. Un informe de principios de julio de 1862, del cuartel general del ejército libertador, adjuntaba un expediente sobre el comercio “clandestino” que algunos extranjeros residentes en Guayana sostenían con los facciosos de Oriente; el informante señalaba que mientras las tropas gubernamentales carecían incluso de cobijas, había quienes deseaban que la guerra no concluyera “porque están haciendo su fortuna en ella; fortuna criminal porque es con la desgracia de multitud de familias”.
Del mes siguiente era un decreto del gobernador del Guárico denunciando a dirigentes federales, “enemigos del reposo público”, que obligaban a dueños o encargados de hatos a otorgar documentos de venta para “legalizar” la comercialización de bienes pecuarios.
Una serie de documentos, de quince días después, acusaba a Félix César, de Apurito, no sólo de comerciar con federales, sino también de aprovechar la circunstancia para pasarles información logística sobre las fuerzas gubernamentales. Del mismo mes eran unos documentos que implicaban a comerciantes franceses de Ciudad Bolívar en el comercio con los facciosos. Un decreto de mediados de noviembre del gobernador de Maturín prohibía extraer ganado y productos de los hatos de El Tigre, del ex presidente José Tadeo Monagas, sin las necesarias autorizaciones, y añadía que los infractores serían castigados de acuerdo con la ley de hurtos.[68] Y naturalmente eran muchos los extranjeros que, desde el exterior, se beneficiaban de la situación conflictiva. El confidente del Interior en Curazao dijo que desde esta isla se realizaba un “escandaloso” tráfico con Maracaibo en el que intervenían naves de todos los pabellones, pero esencialmente norteamericanas y holandesas, aunque estos intercambios se habían visto dificultados por la guerra de Secesión y la presencia en el Caribe de corsarios de los confederados.[69]
Como en tantas circunstancias similares, los grandes propietarios se vieron menos perjudicados por la contienda. He localizado alguna información de las vicisitudes seguidas por los bienes del hato de los Power y Palacio. Existen varios oficios del gobernador del Guárico al respecto, cursados a lo largo de marzo de 1863; un oficial habría convoyado hasta 1.200 reses, sin que nadie osara tocar ni una. En el mismo legajo y pocos expedientes después aparece otro oficio del mismo gobernador, de casi un año antes, con copia certificada de una solicitud de Eduardo Power y Compañía exigiendo que se le pagaran ciento treinta y cuatro reses que se le habían tomado en Morrocoyes. De principios de 1863 era un oficio del jefe de operaciones de Aragua y Guárico comunicando al estado mayor general del ejército libertador la escasez de recursos que afectaba a la tropa y las excusas de las autoridades civiles, que aseguraban que no quedaban ganados, excepto en el hato de Power y Palacio, que había abastecido con regularidad al ejército y ahora era puesto como ejemplo para denunciar las tropelías cometidas por los federales contra la propiedad privada, al comercializar los cueros de animales de grandes propietarios.[70]

6. Los Llanos colombianos
Bueno será recordar que los Llanos son una de tantas regiones naturales americanas, que en este caso se extienden, como mínimo, entre las actuales Venezuela y Colombia, y que Bolívar plasmó su idea de crear la república de Colombia cuando los patriotas controlaban sólo esta comarca. Esta unidad natural e histórica tuvo diversas consecuencias: el Orinoco y el Arauca eran la línea de comunicación natural entre Casanare, Apure y el Caribe y buena parte de las alteraciones políticas neogranadinas que se iniciaban en sus Llanos tenían mayor repercusión y más inmediata en los Llanos apureños que en Bogotá o en otras ciudades o regiones que dependían de esta capital.
Por la vía del Orinoco y el Arauca los insurgentes comerciaban con la Nueva Granada y con el resto del mundo a través de Ciudad Bolívar. Exportaban sus productos, especialmente bienes pecuarios, y recibían lo que no producían, en primer lugar pertrechos bélicos. Desde el período colonial este tráfico había sido clandestino o fraudulento y ahora, durante la guerra federal, las autoridades, especialmente las militares de las provincias llaneras, deseaban entorpecerlo o detenerlo totalmente, lo que, lógicamente, comportaba las protestas de quienes con él se lucraban, sobre todo los comerciantes de Ciudad Bolívar. La información conservada es considerable. Así, por ejemplo, el 5 de mayo de 1861 el gobernador del Apure decretó la prohibición de todo tráfico por el Arauca, dado que los facciosos intercambiaban con la villa homónima bienes pecuarios por armas. El decreto señalaba que el gobierno de Caracas había solicitado repetidamente al de Bogotá, sin ningún éxito, que interceptara esta ruta ilícita. En el mismo expediente figura un escrito algo posterior, también del gobernador de Apure, señalando que la situación se había deteriorado porque el departamento de Casanare -Llano colombiano- se había rebelado contra Bogotá y los insurgentes habían hecho causa común, “en principio e intereses”, con los “revolucionarios” de Apure y exigía una prohibición más tajante de la navegación por el Arauca.
En el expediente están agrupadas las lamentaciones de algunos perjudicados, en especial del danés Carlos Arnesen, que anteriormente traficara entre Ciudad Bolívar y Nutrias; la guerra le habría obligado a abandonar este puerto, donde le habían embargado bienes y pertenencias, y ahora traficaba en el Arauca, del que se veía ahuyentado; tras muchos trámites había obtenido un permiso especial de la Secretaría de Interior para volver al Arauca con sus embarcaciones: el 28 de noviembre zarpó de Ciudad Bolívar con toda la documentación en regla, pero al entrar en la provincia de Apure, en las Mangas de Arauca, los militares le detuvieron, junto con seis embarcaciones más, a pesar de la autorización que había conseguido. Meses más tarde fue el gobernador de Guayana quien, recogiendo las quejas de sus representados, denunciaba el perjuicio que representaba la paralización de la navegación por el Arauca; señalaba que la comercialización de bienes pecuarios no era nueva en el Apure, que con la guerra se había agravado, pero que la prohibición no la cortaría, pues, según el gobernador, “Abandonadas esas partidas armadas a su propia ley, sin fuerza que las contenga o anonade, no depondrán, no, por eso, sus instintivos hábitos de pillaje y devastación”. Insinuaba además una hostilidad mercantil de San Fernando contra Ciudad Bolívar, que habría sido la causa de la prohibición.[71]
A mediados de 1862, los progresos de los federales en tierra corrían parejas con su control de las redes fluviales; así, se habían apoderado de una flotilla que tenía su base en Puerto Nutrias.[72]
Desconozco cuándo, pero aparentemente en la primera mitad de 1862, se restableció el tráfico por el Arauca, puesto que en agosto varios vecinos de Ciudad Bolívar elevaron una representación solicitando que no se prohibiese de nuevo, ya que habían llegado noticias en este sentido; decían que posiblemente el gobierno estaba mal informado sobre la cuestión, que los federales se avituallaban desde la Nueva Granada, y que ellos, los comerciantes guayaneses, no infringían jamás la prohibición de transportar efectos de guerra, lo que además era escrupulosamente vigilado por las autoridades. El gobierno contestó a la representación señalando que no pensaba en absoluto interceptar este tráfico. Naturalmente la cuestión no quedó zanjada aquí; a finales de año el jefe del estado mayor general del ejército libertador oficiaba al secretario del Interior y enviaba documentación poniendo en evidencia que los facciosos del Apure, Barinas, Guárico y Portuguesa se pertrechaban a través del río, comercio en el que estaban comprometidos todos los comerciantes de Ciudad Bolívar y sin cortar el cual serían inútiles todos los esfuerzos para acabar con los insurgentes.
De tres días más tarde era una resolución del gobernador de Apure reglamentando el tránsito por el Arauca; considerando que los facciosos “en la guerra injustificable que hacen a la Nación” se apoderaban de bienes pecuarios de sus contrincantes, prohibía a las embarcaciones que de Ciudad Bolívar se dirigían a la Nueva Granada detenerse a cargar o descargar en el Arauca. De finales de año se conserva un largo expediente sobre la misma cuestión, enviado por el gobernador de Apure, con la protesta formulada por Julio Bussot, capitán del vapor “Apure”, que había sido detenido en las mangas Marrereñas. Capitán y pasajeros acusaban a los militares de haberles detenido de forma indebida y de haber intentado obligarles a comprar cueros. Según los militares se trataba de lo contrario, se habrían negado a pagar el peaje estipulado y añadían que en el vapor viajaban, con frecuencia, faccioso.[73]
Pero el tráfico comercial era sólo una de las caras de la moneda. Pesaba todavía entre muchos venezolanos, mayoritariamente entre los que se llamaban federales, el ideal colombiano intentado por Bolívar, a la vez que, por los mismos años, triunfó en la Nueva Granada un movimiento anticentralista que fácilmente cooperaba con los insurgentes del otro lado. Y lógicamente las ideas y los hombres circulaban, en parte, por las mismas rutas fluviales. Acabo de mencionar el vapor “Apure”; pues bien, a finales de 1862 el jefe del estado mayor general transmitía una nota del comandante de San Fernando denunciando que en la embarcación viajaba un doctor Galindo, comisionado por el general Mosquera, para inculcar en Caracas “ideas en el plan revolucionario que sostiene este malvado”, lo que avisaba para que “el tal comisionado no derrame el veneno de la misión que con tanto desprendimiento va ejerciendo”.[74]
Evidentemente, si el veneno del federal neogranadino Mosquera podía emponzoñar a los venezolanos, ello era sencillamente porque, como acabo de recordar, la idea colombiana seguía viva y el anticentralismo tenía muchos adeptos. Casi tres años antes de que la vieja guerra fría se convirtiera en guerra caliente, varios vecinos de la provincia de Barinas se habían pronunciado por la reconstrucción de la confederación colombiana, firmando las autoridades en primer lugar (gobernador, jefe político, jueces, militares, etc.). Pronunciamientos similares se dieron en otras provincias. El de Barinas señalaba que durante el período de la República de Colombia todo había sido una maravilla, pero que en los veinticinco años que Ecuador, Nueva Granada y Venezuela llevaban separados todo había sido tempestuoso por culpa de revoluciones que interrumpían la paz, habían paralizado el crecimiento económico, provocado el desprestigio ante el exterior y sembrado el desencanto. Seguía a continuación una larga lista de los beneficios que se obtendrían si se reorganizaba la confederación colombiana: garantizaría la propiedad, la familia y la libertad “y hará resucitar nuestro nombre, nuestra riqueza y nuestra fama, porque tendremos un gobierno general que representará pueblos compactos en un mismo pensamiento y un solo fin [...] que alejará los peligros exteriores que nos amenazan y que afirmará la paz sobre bases sólidas y duraderas”. A continuación se aseguraba que Colombia, con poderes evidentemente taumatúrgicos y sin duda heredados de Bolívar, conseguiría verdaderos portentos ya que sería capaz de “asegurar nuestra independencia, mantener la inviolabilidad de nuestro territorio, obtener un derecho público internacional americano, acrecentar nuestras poblaciones con inmigrantes, desencadenar por medio del trabajo y de la industria todos los elementos de nuestra prosperidad; regularizar el sistema hidrográfico para que los majestuosos ríos del Orinoco, el Marañón y el Amazonas, los del Casiquiare, el Zulia y otros, derramen sobre el suelo colombiano la riqueza a que están destinados por la Providencia; y que el Pabellón nacional flamee con el renombre y respeto que conquistó en los tiempos de la gloriosa Colombia”.[75]
Por otra parte, como ya he dicho, una discordia civil similar a la venezolana e iniciada también en 1859, enfrentaba en la Nueva Granada al gobierno central con las regiones aledañas. Y lógicamente, enfrentamientos parejos dentro de repúblicas que no hacía demasiado tiempo habían formado parte de una organización estatal común, traspasaban tranquilamente la artificial frontera, existiendo más similitudes entre las regiones periféricas de ambas repúblicas que entre aquéllas y sus respectivas capitales.
A finales de octubre de 1861, el gobernador de Apure oficiaba sobre lo aislados que se encontraban del resto de la República: tenían un mes sin noticias de Caracas, nada sabían de la situación política y militar, no recibían pertrechos, ni tropas, ni raciones para los pocos soldados, y las poblaciones fieles al gobierno se sabían amenazadas por los federales del Apure y Barinas, pero también por los facciosos del Arauca. Una hoja impresa titulada Colombia (principios de 1862) mencionaba posibles vínculos entre el nuevo gobierno neogranadino y los federales venezolanos. Un decreto de los vencedores de 9 de diciembre declaraba colombianos a los súbditos de las tres repúblicas, reconocía como beligerantes a los insurgentes contra el gobierno de Caracas, “con los derechos que otorga el derecho de guerra”, y proponía a todos los federales venezolanos exiliados en el Caribe que se dirigieran hacia Cúcuta.
En marzo del mismo 1862, el gobernador del Táchira informaba del escarmiento que habían sufrido los federales en el cantón Páez. De una semana más tarde era un oficio del gobernador de Maracaibo sobre la tranquilidad existente en Táchira y Mérida, pero también sobre las alarmantes noticias llegadas de la Nueva Granada. No pensaba el informante en una declaración de guerra abierta, pero sí en la ayuda que podrían recibir los facciosos venezolanos. A mediados de abril se ordenaba al gobernador de Maracaibo que estuviese constantemente alerta, pues se temía que los federales de la Nueva Granada entraran en Venezuela. Y doce días más tarde era el gobernador de Apure quien oficiaba al Secretario del Interior, comunicando que el comandante Nicomedes Brizuela, amigo de Páez, había sido detenido por los federales, pero había logrado escaparse e informaba sobre ellos: la facción de Pedro Manuel Rojas se componía de unos dos mil hombres bien armados y pertrechados que se encontraban entre Nutrias, Dolores, Libertad, Barinas, Barinitas, Boconó de Barinas y Guadarrama; la facción, hacía poco insignificante, había crecido con la ayuda recibida de la Nueva Granada por la vía del Arauca; por otra parte, pedía que se adoptaran medidas definitivas frente a los vecinos del oeste.[76]
Según Alvarado, los federales habrían perdido la esperanza de una victoria militar tras la batalla de Coplé y a partir de este momento sólo confiaron en la ayuda que les podía prestar Mosquera, quien había reconocido sus grados militares como neogranadinos a oficiales de Venezuela; que, además habría convocado elecciones, abril de 1862, para reunir una convención nacional que reconstruiría la república de Colombia, pero se habrían opuesto Falcón y Guzmán que temían ser anexionados, a los que Mosquera habría contestado que nada más lejos de su propósito, pues pensaba en una unión espontánea y libre. Tuvo lugar una pantomima en Caucagua, 2 de abril, para enviar representantes del estado Caracas al congreso de plenipotenciarios que debía reunirse en Bogotá, en lo que habrían estado de acuerdo en principio los mandos del ejército federal, pero Falcón no lo habría aceptado e incluso habría mandado detener a Acevedo, nombrado presidente provisional, quien habría conseguido escapar.
Ante esta actitud, Mosquera habría enviado, a finales de 1862, a Level de Goda para proponer exactamente lo mismo a Páez, lo que naturalmente no habría conducido a lugar alguno.[77]

7. La traición de coche y sus consecuencias
Sorpresivamente, como ya había ocurrido otras veces en el pasado venezolano, cuando uno de los dos grupos enfrentados en la guerra civil, el ahora llamado federal, la tenía ganada desde un punto de vista logístico, sus dirigentes sintieron la necesidad de pactar con sus oponentes que estaban prácticamente desahuciados, lo que reconocieron incluso éstos pocos días después de la rendición. El 27 de junio, el ex presidente Rojas había escrito al licenciado Rodríguez, “Doce provincias estaban en poder de la Federación, que las dominaba en absoluto. Nosotros dominábamos a medias en las demás; de manera que sumando, apenas se extendía nuestro mando a la quinta parte de la República. Reducidos a un estrecho círculo, interceptadas las comunicaciones, devorados por la falta creciente de recursos, acosados por el espectro de las traiciones, ¿qué hacer?”.[78]
Efectivamente, era nítidamente diáfano que los centralistas tenían la contienda perdida desde hacía varios meses; lo que resulta incomprensible es por qué pactaron los que estaban venciendo tan claramente y pienso que hay una sola respuesta: los dirigentes políticos del partido federal que habían usado y abusado de una demagógica, populista y confusa verborrea aparentemente antioligárquica temían que sus seguidores, y en especial los aliados accesorios como los llaneros, intentaran llevar a cabo una revolución social. Según Carlos Irazábal, en el segundo anteproyecto elaborado para ser firmado en Coche se había llegado a redactar un punto séptimo que decía: “Así el general Páez como el general Falcón emplearán sus respectivos ascendientes en calmar las pasiones agitadas por la guerra y en que la situación que va a sobrevenir sea tan pacífica, libre y durable como lo necesita la patria para reponerse de sus quebrantos”.[79]
Este pánico, naturalmente, era compartido por quienes a lo largo de una guerra cada vez más “social” habíanse quedado patentemente al lado de los gubernamentales y tenían algo que perder. Así, por ejemplo, el jefe político del cantón El Sombrero oficiaba el dos de abril que dada la situación habían decidido adoptar medidas extremas y comunicar a los jefes militares del Alto Llano “la resolución de los habitantes de esta parte del Guárico a sepultarse con la sociedad y el Gobierno o salvarse con ella”, actitud numantina motivada por las últimas noticias que habían recibido del norte: rumores de pronunciamientos de las guarniciones del Tuy y Barlovento y unión con los federales, o de la formación de un gobierno provisional compuesto por generales de los dos bandos, junto con el arzobispo y la unión de ambos partidos.[80]
Y la traición de Coche fue consumada por Juan Crisóstomo Falcón, que en un discurso pronunciado ante las tropas federales el 11 de julio de 1861 había dicho: “las revoluciones populares suelen prolongarse, generalmente se prolongan, pero no se pierden jamás, que a la larga todo se gasta en política excepto el surtidor inagotable y perenne de la opinión. La opinión es el pueblo, el pueblo que lo puede todo, como quien tiene la suprema razón y la fuerza suprema de la sociedad que forma. [... A la revolución] fáltanle los elementos y se disemina, y vuelve a empezar y combate de nuevo, sin jefes, sin dirección, y vence unas veces y es vencida otras [...]. Por eso cuando los oligarcas están cansados, la revolución se muestra como el primer día: los treinta meses que a ellos, les parecen una eternidad sangrienta, el pueblo que es contemporáneo del tiempo e inmortal como él, ni aun siquiera los ha sentido transcurrir; y cuando ellos se modifican y piden la paz a los mismos que hasta ayer trataron como forajidos, la revolución no se detiene y prepara una nueva invasión por Oriente [...]. Esta revolución no se parece a ninguna de las que le han precedido. [El país] busca ensayar un cambio radical por medio de la federación, en que predomina la libertad sobre todo: o mejor busca un sistema por el cual sea el pueblo el que piense, administre, ejecute y cumpla su propio pensamiento”.[81]
Precisamente los dirigentes federales perpetraron la traición de Coche para evitar que el pueblo pensara, administrara, ejecutase y cumpliese su propio pensamiento, y como ello fue así, después de Coche las cosas siguieron exactamente igual en Venezuela que antes de iniciarse la contienda, los oprimidos y marginados afectados por las mismas opresiones y marginaciones, los llaneros obligados a seguir defendiendo con las armas su tierra y sus formas de vida y todos convencidos, una vez más, de que no podían confiar en los caudillos y en los políticos porque de nuevo los traicionarían.
Muchos coetáneos, y no solamente los hechos como veremos de inmediato, denunciaron ya en su día la felonía. A pesar de que los militares federales, vencedores, estaban más unidos que los centralistas, no todos aceptaron sin más que Guzmán Blanco, el hijo del ideólogo, apareciera después de Coche en segundo lugar entre sus correligionarios. Uno de los que no se conformaron fue el general Miguel Acevedo, de gran prestigio entre la tropa. Los mismos federales lo detuvieron y confinaron en Araure, pero con la ayuda de los generales Lugo y Alcántara pudo imprimir una hoja suelta, “satisfacción”, en la que decía, entre otras cosas: “General Guzmán: habéis tenido autoridad para ultrajar, pero no para imponer miedo. Los generosos jefes de las fuerzas federales, no son nuestros verdugos. Dicen que me perseguís por monarquista, por colombiano y por amigo de los negros. Muy bueno […]. Sabed que esa altura y poder en que os encontráis, es el tributo de los que se sacrificaron por la libertad que tanto aborrecéis. Si la federación puede ser un pretexto para crear y elevar tiranos como vos, no debo continuar trabajando en una obra contraria al principio de libertad que he defendido a ojos cerrados, pues esto sería cambiar los nombres instituyendo el más ominoso despotismo”.[82]
En efecto, los perdedores de siempre siguieron padeciendo los mismos ultrajes, mientras todo continuaba como antes, valiéndose en algunos casos las “nuevas” autoridades de las razones más peregrinas: así, en septiembre de 1863, enterado el Secretario del Interior de que en Cumaná todavía había detenidos acusados de haber colaborado con la dictadura de Páez, ordenaba ponerlos en libertad, pues así se había decidido en Coche, y dado que “El sumario de las administraciones pasadas es tan vergonzoso y arrojaría tanto baldón a nuestra República, que el Ciudadano Presidente de la Federación antes que legar a la maldición de la posteridad tantos hijos de la misma Patria los ha perdonado y desea que un olvido profundo barra para siempre tan infaustos suceso”.[83]
Y en noviembre de 1864 el general José L. Arismendi, denunciaba que los nuevos estados eran tan poco independientes del poder central como las provincias con la constitución de 1858; que se había provocado una larga y cruenta guerra para realizar un “mero cambio de nombres”; que el ejecutivo seguía valiéndose de la corrupción y la inmoralidad. Y algo parecido decía Manuel E. Bruzual en fecha pareja; que el ejército federal había ganado pero “los principios políticos no habían triunfado”. Que los mismos jefes militares que gobernaban en cada estado eran, “sin saberlo ellos mismos, los verdugos de la federación”.[84] Además, no todos aceptaron el tratado de Coche, y durante un tiempo siguió la guerra con todas sus secuelas. Unos continuaron la vieja insurgencia y eran acusados por el general Falcón de acabar con “las escasas reliquias de la propiedad, sembrar la desmoralización y la barbarie y consumar la ruina de la Patria”; o por el presidente del estado Barcelona de bandidaje o de alterar el orden público. Tampoco acataron el tratado algunos militares conservadores, que se sublevaron en Puerto Cabello y, vencidos, se trasladaron a Oriente y a la isla de Trinidad, desde donde el agente confidencial de la Federación envió a Exterior un informe sobre “los conatos liberticidas” de estos “enemigos del régimen público y del gobierno”.[85]
Pero, en apariencia, más grave que estas insubordinaciones fue la continuación con bien pocos cambios de la situación anterior a 1859 que había exasperado a tantos hasta conducirlos a la insurgencia generalizada. Se siguió calificando de abigeato la caza por parte de los llaneros de los animales que necesitaban para su subsistencia; las nuevas autoridades, ahora llamadas federales, cometieron abusos contra pequeños propietarios, que posiblemente habían colaborado con los conservadores, pues contra los grandes nadie osaba arremeter y, por añadidura, tenían mejores sistemas de autodefensa, la corrupción, por ejemplo, si era necesaria.
Tan pronto como a mediados de 1863, el todavía gobernador del Guárico se lamentaba de que a pesar de la firma del tratado los federales seguían confiscando ganado, especialmente en El Calvario y Guardatinajas, no sólo para alimentar a la tropa sino para comercializarlo. En su respuesta, el general en jefe Ciriaco Blanco significaba que el ganado había sido confiscado por orden del mismo Guzmán Blanco, que lo había mandado hacia la capital, y que no sabía lo que pensarían hacer con las reses. Tres meses más tarde Interior oficiaba al presidente del Estado Zamora “sobre ataques a la propiedad” en aquella circunscripción. Al presidente le habían llegado muchas quejas de atentados contra “esas garantías a que tiene derecho todo el que vive en una sociedad regularmente organizada” lo que según el documento sólo sucedía en aquel estado llanero, pues en los demás se respetaba, mientras en Zamora algunas autoridades civiles estaban embargando y confiscando hatos “contra el espíritu del siglo y los principios democráticos del sistema federal”.[86]
Por meses y años la situación continuó igual, y diversos documentos relativos a este asunto se reunieron en varios expedientes. En el primero había un oficio del general José Ma. Zamora al presidente, fechado en Caracas, 25 de agosto de 1863, llamando su atención sobre quejas de ganaderos del Alto Llano; hablaba el general en nombre de varios vecinos de Chaguaramas y de las parroquias limítrofes víctimas de militares que se les llevaban grandes partidas de ganado, oficialmente para avituallar al ejército, pero que vendían en otras partes. Decía el general que no había causa que justificara lo que estaba ocurriendo, salvo la ambición personal de algunos oficiales. En segundo lugar se incluía un decreto del gobierno provisional de Portuguesa, fechado en Guanare el 10 de septiembre, sobre el mismo asunto, abusos de militares contra ganaderos, recordando que el decreto presidencial sobre derechos políticos e individuales de los venezolanos decía que la constitución garantizaba la propiedad. Interior reconocía que el gobernador de Portuguesa estaba cargado de razón, pero también recordaba que existía un ejército, para mantener el orden público, que era necesario alimentar y sugería como alternativa que se pidieran préstamos a los ciudadanos a quienes el ejército podía garantizar un orden concreto. Seguía a continuación un escrito personal del presidente federal, sin fecha, significando que el gobierno había tomado en consideración el acuerdo del gobernador, pero que también conocía el gobierno “los apuros en que deben verse las autoridades para sostener al ejército que ha sido necesario mantener para conservar la tranquilidad del país”, tranquilidad que seguramente no podían alterar los escasos conservadores sino los federales desencantados. Más adelante el expediente recogía la protesta de Miguel H. Betancourt, hijo y sobrino de libertadores, quien sostenía que durante la guerra los conservadores le habían quitado su hato y ahora se lo habían confiscado las nuevas autoridades para atender gastos militares, pero que incluso, si se acercaba a su propiedad, le amenazaba de muerte el que se encargaba de administrarlo; Betancourt iniciaba a continuación un apasionado canto al sagrado derecho de la propiedad.
Los perjuicios a los pequeños propietarios plausiblemente duraron mucho tiempo. El mismo expediente recogía una reclamación del prefecto departamental de Chaguaramas, quien el 11 de febrero de 1865 todavía exigía que se acabase con los abusos de los militares que se apoderaban de reses y caballos e impedían reconstruir los hatos destruidos durante la guerra. En la respuesta de Interior al presidente del Guárico, Caracas y 20 de marzo, el ministro hablaba de la perplejidad del Ejecutivo al saber que todavía se atropellaba a propietarios “sin su consentimiento, sin llenar los requisitos legales y sin orden de las autoridades competentes” y en contra de la constitución.[87]
Los abusos e irregularidades del ejército vencedor no se limitaban al robo de ganado. Bien poco después de Coche, el gobernador de Cumaná se lamentaba ante el presidente provisional de la Federación de los desmanes y excesos cometidos por militares, en especial por el general Saturio Acosta, quien había comprometido la libertad, la independencia y la soberanía del nuevo estado, ya que menospreciaba las leyes y se mostraba soberbio y arbitrario y añadía que Federación era sólo “palabra de adorno para los encabezamientos y la conclusión de los oficios”. El gobernador también se preguntaba, si se habían comprometido tantas futuras rentas, derramado tanta sangre y padecido tantas fatigas y persecuciones “tan sólo para variar el escenario del drama horrendo de opresión y tiranía que se viene representando en la República por el espacio de media centuria”. Tras esta referencia, a que eran los mismos enfrentamientos iniciados en 1812 y que momentáneamente había dado resultados similares, se exigía definitivamente la Federación, significando también que “no puede haber independencia, libertad, ni soberanía, en donde impera la fuerza bruta, en donde hay un hombre superior a los otros hombres, en donde existen bajalatos y en donde el Poder Civil representante de la civilización y de la soberanía del pueblo no es el alma de la asociación, en donde el poder no tiene poder”. Exigía también que los militares no interviniesen en el gobierno de los estados, que se liquidara un ejército tan enorme que ninguna razón justificaba y que sus componentes volviesen a sus hogares y a sus ocupaciones.
Posiblemente no fue ésta la única reclamación, y pocos días más tarde, el 31 de julio, Falcón decretó considerando que habían pasado las causas que habían obligado a reclutar el ejército federal, que cesara inmediatamente el cobro de contribuciones especiales para sostenerlo. Todos los estados aprobaron el decreto excepto el de Aragua, que en oficio enviado desde La Victoria el 3 de agosto, señaló que debía alimentar a considerables fuerzas y oficiales en tránsito; que si alguien no racionaba a las tropas se temían graves desórdenes que podían alterar la tranquilidad, por lo que desde Caracas le autorizaron a seguir cobrando impuestos para este menester.[88]
La inseguridad reinante en el sur de la República y en los Llanos fue fuente de nuevos problemas. A principios de febrero de 1864 hubo que crear una brigada especial en Portuguesa, de quinientos hombres, y no se sabía cómo pagarla: el gobierno carecía de recursos, las nuevas leyes prohibían exigir contribuciones forzosas, se había abierto un empréstito voluntario, con un interés muy elevado, pero sin resultado alguno. Y a finales de noviembre del mismo 1864 el gobernador de Apure comunicaba al presidente del ejecutivo que dado que no tenía recursos se vería obligado a deshacerse de las tropas que habían llegado de Aragua.[89]
Aparentemente, a tenor de la documentación conservada, la inestabilidad que siguió afectando sobre todo la mitad austral de Venezuela, se debió en buena parte a oficiales federales que siguieron sobre las armas, porque se consideraban traicionados ideológicamente, marginados en la distribución de prebendas o porque seguían acaudillando a quienes continuaban la misma insurgencia que se había ya iniciado durante el período colonial.
A mediados de septiembre de 1863 el presidente de Cojedes transmitía al ministerio del Interior noticias sobre “orden público” que le habían llegado del estado Zamora. Individuos residentes en el Apure le habrían informado de que el general Pedro Manuel Rojas había convocado a personas influyentes, levantado un acta desconociendo la autoridad del presidente federal, habiendo elegido para sustituirle al general Napoleón Arteaga, quien se dirigía en comisión a la Nueva Granada.
Entre junio y agosto de 1864, hubo conspiraciones y revueltas en toda la república, sobre las que había información en un largo expediente. Figuraba en primer lugar la copia de una carta de M. E. Bruzual al general Juan Sotillo lamentando la traición de ambiciosos y ladrones después de que tantos hubiesen realizado tantos sacrificios; añadía que el gobierno había sido bien ingrato con sus “mejores servidores” y le pedía que libertara a la “tierra” por tercera vez, como lo había hecho en dos ocasiones anteriores; no pedía que empuñara las armas, sino que se trasladara a Ciudad Bolívar para colaborar con los dirigentes de un pronunciamiento, los generales Arismendi y Rojas. Poco más tarde, 234 ciudadanos de Guayana escribían, al presidente manifestando que durante el período anterior habían sido perseguidos por federales y ahora les ocurría lo mismo, porque en Guayana seguían mandando los godos de siempre; y es que después del contubernio de Coche, el gobierno de cada estado quedó posiblemente en manos de la misma oligarquía local que ya lo había controlado antes de 1858.
El malestar alcanzó cotas bastante elevadas como para que a fines de agosto Interior oficiara al gobernador del distrito federal informándole de un plan en el que se hallaban comprometidos más de ocho generales, que la insurgencia ya había estallado en algunas localidades del Guárico y de Barquisimeto, y ordenándole que adoptara las medidas necesarias para garantizar la situación en la capital, “donde reside el foco principal de la insurrección y de donde parten sus comunicaciones para los estados”. Al día siguiente se recibía un largo telegrama, enviado desde La Victoria, con amplia información sobre la conspiración en el Guárico: habían detenido a Escobar y a Alarcón, a éste se le había confiscado correspondencia que hablaba de la conjura, en la que estarían comprometidos muchos miembros de la Asamblea. El 1 de septiembre, el presidente del Guárico, Medrano, oficiaba desde Calabozo diciendo que había allí “perturbadores” que alteraban el orden solicitando mudanzas que la ley no contemplaba, hablaba también de “hombres inquietos y turbulentos que la opinión condena y tienen la sociedad en conflicto o en conflagración constante”, pero que el caso era más grave, puesto que “estos hombres se hallan investidos con algún carácter que les hace respetables”; entre estos caudillos estaban el presbítero Pedro Pablo Sarmiento, que ya había sido otras veces acusado “por sus tendencias revolucionarias”; en el mismo caso se encontraba Bartolomé Campos, cura de San Francisco de Tiznados. El 5 de septiembre el agente confidencial de Venezuela en Trinidad delataba una conspiración en la que estarían complicados los generales Venancio Pulgar y Manuel Bruzual; al final del expediente hay información adicional de la que parece desprenderse un intento secesionista guayanés y, curiosamente, el periódico publicado por los rebeldes se titulaba El Boliviano.[90]
El mismo agosto de 1864 se había fraguado una nueva insurgencia en el Apure, en la que estarían implicados jefes federales, pero también de otras tendencias. El temor fue suficiente como para provocar que Falcón se trasladara a Barquisimeto y se organizase un poderoso ejército para hacerles frente, así como también a los secesionistas de Guayana. Pero a finales de año, cuando se habían conjurado ambos peligros, el estado, a pesar de sus penurias económicas, dio los auxilios necesarios a este ejército, comandado “por el benemérito general en jefe Rufo Rojas”, para que abandonase la región. El ejército del general benemérito, ahuyentado del Apure, se estableció en el vecino Guárico, en los distritos de Camaguán y Guayabal, provocando airadas protestas del presidente de este estado, que decía que se apoderaban de las pocas bestias y reses que quedaban en los hatos.[91]
Como en 1821, después de Carabobo, los ejércitos “libertadores” en los que los llaneros eran mayoría se convertían en un peligroso estorbo que, cual nuevos almogávares, todos se quitaban de encima. Con la sola diferencia de que en 1864 no había justificación alguna para ahuyentarlos hacia el Perú.


* Una bolsa de viaje del Programa de Cooperación Internacional con Iberoamérica de la Secretaría de Estado de Universidades e Investigación del Ministerio de Educación y Ciencia me facilitó el traslado a Caracas y la recopilación del material para este trabajo.
** Bob Dylan (Robert Allen Zimmerman, 1941) poeta, cantante, músico popular y político estadounidense del siglo pasado.
¿Cuántas muertes se cometerán hasta saberse
que demasiada gente ha muerto?
La respuesta, amigo, está soplando en el viento. (Nota AGS)
[1] AGN, Interior y Justicia, DCXI, 68, 263-286, oficio del gobernador al Secretario del Interior y Justicia sobre el “Estado de la provincia de Cumaná respecto al orden público”, fechado en Cumaná el 12-X-57. Señalaba el gobernador que los cumaneses, “hastiados de revueltas, hartos de sufrir con ellas e íntimamente convencidos de que no es con las armas, ni con las rebeliones que un pueblo puede mejorar su condición y obtener las reformas y ventajas que esa misma situación demanda, fincan en la paz, en el orden y en el reinado de la ley la esperanza de su dicha y prosperidad”. El gobernador tuvo que oficiar más tarde y de nuevo significando que habían aparecido pasquines en Cumaná contra algunas personas de aquella ciudad.
Dado que he utilizado, para este trabajo, casi exclusivamente los fondos de Interior y Justicia del Archivo General de la Nación (AGN) de Caracas, si no indico lo contrario, se trata siempre de oficios o similares enviados al Secretario del mismo, indicando el lugar de salida y la fecha.
[2] He intentado trazar un estado de la cuestión sobre toda esta problemática en “Ni cuatreros ni montoneros, llaneros”, Boletín Americanista, 31 (1981), pp. 83-142, trabajo en el que he insistido en la absurda óptica con que los llaneros fueron enfocados por extraños. A los ejemplos señalados en dicho trabajo quisiera añadir uno más; el viajero alemán Karl F. Appun afirmaba hacia 1870: “No hay que pensar en ellos el más mínimo grado de cultura. Su naturaleza, generalmente de origen indio, no desmiente su ascendencia. Al llanero iracundo y vengativo, aficionado al juego y endurecido también en su conducta debido al duro modo de vivir, no puede negársele sin embargo, sinceridad y honradez, en lo que se diferencia favorablemente de todas las otras clases incultas del pueblo venezolano”; páginas más adelante el alemán añadía nuevos y absurdos conceptos: “De vez en cuando se manifestaban huellas de civilización y de oficios humanos: solitarias pulperías al lado del camino, campos adyacentes de yuca y maíz y unas tropas de mulas que pasaban por la vía, cargada de pieles y chigüires”, En los trópicos, Caracas, 1961, UCV, 257 y 278-279.
[3] Lisandro Alvarado, Historia de la revolución federal en Venezuela, Caracas, 1956, Ministerio de Educación, 314. La primera edición es de 1909.
[4] José Santiago Rodríguez, Contribución al estudio de la guerra federal en Venezuela, Caracas, 1860, Imprenta Nacional, 11, 303-304.
[5] No mencionan a los llaneros ni Alvarado, Historia, ni Carlos Irazábal, Hacia la democracia, Caracas, sf, Pensamiento Vivo, ni Federico Brito Figueroa, Historia económica y social de Venezuela, Caracas, 1966, UCV ni el mismo autor, Ensayos de historia social venezolana (Caracas, 1960, UCV), que es en realidad buena parte del primer volumen de la obra posterior, pero con distinto título.
[6] Alvarado (Historia, 594) concluía su monografía con una sarta de dislates, que mezclaban admiración y exclamaciones peyorativas, afirmando: “Ahora, vamos a cuentas. Inicióse la revolución por la clase popular o analfabeta, siendo evidente el contraste a los principios entre los militares revolucionarios y los del Gobierno. Gradualmente llevaron la organización al ejército de aquellos algunos elementos exóticos [extranjeros] [...] o nacionales [...]. El terror que los federalistas inspiraban puede medirse con el que experimentó dos veces la cordillera a causa de invasiones procedentes de los Llanos de Barinas. Poca disciplina observan las revoluciones. Su generosidad, y aun su equidad, están en razón inversa del grado de persecución que sufren. Obsérvese en los Estados del Centro de la República, y hasta en los de Oriente, un caudillaje exactamente igual al de los pueblos salvajes, al paso que la federación en Barinas tuvo una evolución bastante regular”. Este recurso al caudillaje fue también una obsesión de otro positivista, Pedro Manuel Arcaya, quien, hablando de otro de los protagonistas de la guerra, Páez, decía que debía su poder a la misma naturaleza, “que lo había hecho nacer caudillo, en toda la extensión de la palabra, en un país destinado por las leyes inexorables de la herencia psíquica a someterse a un jefe”, y pocos párrafos antes decía sandeces tan suculentas como éstas: “Del componente indígena le venía [a Páez] lo que a la generalidad de los soldados venezolanos: la nostalgia inconsciente de la vida nómada, el instinto de vagar por los bosques en esas pequeñas partidas que llamamos guerrillas y que no son en el fondo sino la resurrección de las hordas precolombinas”, reproducido en Presidencia de la República, Pensamiento político venezolano del siglo XIX, Caracas, 1961, 13, 514 y 507-508. Por su parte, Gil Fortoul decía en su Historia constitucional de Venezuela: “Hombres enteramente incultos, simples peones, manumisos, esclavos recién libertados, aparecieron de pronto como capitanes, coroneles, generales, aunque no supiesen leer y escribir […]. Y quién sabe qué de odios se despertaron en tantas almas oscuras, qué de deseos de venganza, qué de recuerdos de injusticias, de iniquidades”; citado por Irazábal, Hacia la democracia, 140.
[7] Sobre la derrengadera, enfermedad que atacaba a los equinos, produciendo un espectacular descenso en el número de bestias y dificultando todavía más las actividades pecuarias, véase un amplio dosier con varios informes en AGN, I y J, DXCVIII, 26, 114-151. de finales de 1856. En cuanto a la demanda de cueros puede consultarse Adolfo Rodríguez, “Trama y ámbito del comercio de cueros en Venezuela”, Boletín Americanista, 31(1981), 187-210.
[8] AGN, I y J. DLXXXIII, 24. 77-90, oficio al gobernador de Portuguesa, Guanare, 9-IV-1856, en el que abundaban párrafos como el citado; así se decía, por ejemplo, “En esta provincia, y sobre todo en el cantón Mantecal, los vínculos sociales están disueltos; el libre desuello ha introducido el comunismo; la fuerza bruta preside en éste; los magistrados se confabulan; la ley calla ultrajada; las propiedades pecuarias están entradas a saco; el dueño que reclama es encarcelado por la complicidad de los mandatarios o cae en las soledades de su campo sangrientamente inmolado por la mano de la rapacidad y de la barbarie. Todo es disociación, todo anarquía, la justicia, la ley, la autoridad son allí articulaciones despreciables y odiosas, sólo impera el pillaje, el asesinato, el crimen [...]. Una fuerza bárbara arrebata ya escandalosamente la propiedad en presencia de sus dueños […]. El empleado lejos de proteger se hace más cómplice del delincuente; el ciudadano, sin garantías, ha de recurrir al puñal para asegurárselas”. Poco más tarde el mismo Dorante seguía lamentándose del abigeato y de la complicidad de las autoridades, en un nuevo informe elevado esta vez, sin que se explicitara la razón, al gobernador de Maracaibo y no al de Portuguesa, DLXXXVIII, 22, 54-62, oficio del gobernador de Maracaibo a Secretaría, Maracaibo, 21-V-1856.
[9] AGN, I y J, DLXXXVII, 86, 395-404, Calabozo, 16-VI-1856, con más de cuarenta firmas, encabezadas por las del director, vicedirector, secretario, tesorero, etc. El informe ministerial (Caracas, 23-Vll-1856) insistía en la proliferación de cuatreros, en la necesidad de creer cuerpos volantes en Apure, Barinas, Guárico y Portuguesa y organizar esquifes armados que recorriesen el Orinoco y sus tributarios, “para auxiliar las operaciones de la policía”; opinaba que debían componer los cuerpos volantes individuos elegidos por los gobernadores a propuesta de los propietarios de hatos, que aportarían las bestias y corriesen con los gastos, y que fueran comandados por jefes nombrados también por los gobernadores “de entre los vecinos más aptos y calificados a juicio de los mismos propietarios”. También se insistía en prohibir la vida errante fuera de poblado. El 4 de agosto de 1857 se reunió en San Fernando, en relación con las supuestas tropelías cometidas por el comandante de un cuerpo volante apureño, una Junta de Criadores, de la que tampoco he localizado más información y de la que ignoro si estaba organizada permanentemente o sólo se había reunido para esta ocasión. Cfr., AGN, I y J, DCVII, 40, 296-310, gobernador de Apure, San Fernando, 10-VIII-1857.
[10] AGN, I y J, DLXXXIX, 65, 181-183, Secretaría a gobernador de Apure, Caracas, 21-Vll-1856; DXCII, 72, 207-210, solicitud, El Baúl, 10-Vlll-1856; DXCII, 86, 249-251, Maturín, 12-IX-1856; DXCVIII, 41, 198-201, San Fernando, 27-Xll-1856; y 75, 275-278, San Fernando, 4-1-1857; DXCIIII, 88, 378-382, Barcelona, 8-1 y 2-III-1 857; DC, 37, 191-198, Barinas, 16-11-1357; oficio de la Secretaría al gobernador del Guárico, Caracas, 4-III-1857; nuevo oficio del gobernador, Barinas, 23-II-1857, e informe de la Secretaría, Caracas, 9-III-1857.
[11] AGN, I y J, DCIII, 21, 61-63, oficio del gobernador de Barinas de 1-IV-1857; 60, 246-249, resolución, Caracas, 8-IV-1857; DCX, 85, 269-270, San Fernando, 7-IX-1857 y DCXI, 28, 65-67, Maturín. 28-IX-1857.
[12] AGN, I y J, DLXXXVII, 34, 171-174. San Carlos, 6-VI-1856 y oficios mencionando la legislación al respecto de 24-IV-1838, 1-IV-1845 y 7-Xll-1854.
[13] Sólo a título de ejemplo: en la segunda mitad de 1861 son muy abundantes los informes sobre movimientos de causas en los tribunales provinciales en los que se especifica que una mayoría aplastante de las causas criminales están paralizadas “por hallarse los reos prófugos”; AGN. I y J, DXCI, 90, 285-300 o DCC, 104. 192-194, con datos de San Fernando y Valencia.
[14] Caracas, 8, 4-I-1862, 2, ejemplar que se conserva, junto con otros papeles, en AGN, I y J, DCCI, 24, 303-350. Quince meses más tarde, cuando estaba a punto de firmarse el contubernio de Coche, el gobernador del Guárico oficiaba al Secretario diciéndole que se habían tomado medidas extraordinarias y que los habitantes del Alto Llano estaban firmemente decididos a sepultarse con la sociedad y el Gobierno o salvarse con ella, DCCXXXIX, 6, 16-19, Calabozo, 11-IV-1863.
[15] AGN, I y J, DCXCVII, 97, 257-263, de gobernador de Cojedes a Secretario, San Carlos, 27-X-1861.
[16] Ya he señalado que apenas existen monografías sobre el tema sobre la insurgencia campesina anterior a la guerra federal propiamente dicha debe consultarse Robert P. Matthews, Violencia rural en Venezuela, 1840-1858: Antecedentes socio-económicos de la guerra federal, Caracas, 1977, Monte Ávila, 211. Es necesario insistir en que estos llaneros eran descendientes directos de quienes habían tenido un rol preponderante en las guerras de la Independencia. Durante unos años se había podido prometer que se tendrían en cuenta sus intereses, pero los viejos dirigentes populistas ya hacía tiempo que se habían desacreditado totalmente. El mismo Páez lo reconocía a mediados de 1861, en carta al Dr. Gual significándole que le era imprescindible la colaboración del licenciado Rodríguez en sus miras pacificadoras, ya que éste les conocía y sabía tratarlos y todavía poseía su confianza, “porque dicen que él no les engaña”. Citado por el propio Rodríguez, Contribución, II, 165; carta de Páez fechada en Cura, 20-VI-1861.
[17] Archivo Histórico del Congreso de Diputados, Caracas (en adelante AHCD), Senado, Varios, 353, 1860, 217-223, expediente en el que se encuentra una hoja impresa Boletín Oficial, San Fernando [de Apure], 25, 54-1860, con un artículo, “Indemnización” firmado por Palacio y que concluye con una relación de los treinta hatos y fundaciones de los dirigentes rebeldes.
[18] AGN, I y J, DCCXVII, 45, 150-151, oficio del gobernador del Guárico adjuntando una comunicación del Jefe de la División del Apure, Achaguas, 11-V-1862. DCCXVI, 32, 120-121, informe sobre el estado de la provincia, San Fernando, 11-VI-1862.
[19] AGN, I y J, DCCXXV, 91, 309-312, oficio del gobernador del Guárico al Secretario, Calabozo, 1-X-1862, que finalizaba curándose en salud y dejando bien sentado que esperaba se viera en el mismo “sólo la expresión de mis deseos de contribuir al bien general del país, y no un mezquino pensamiento para salvar intereses de esta provincia, a costa de los de otra, con la cual nos ligan mil vínculos sagrados”. En el mismo documento decía que, para la salazón, era preferible la carne de toro, pues daba menos grasa, y que con los cueros podía amortizarse buena parte del costo; beneficiando mil reses se obtendrían de cinco a seis mil arrobas de tasajo, suficientes para alimentar durante un mes un ejército de tres mil hombres.
[20] AGN, I y J, DCCXXVI, 4, 6-9, del mismo al mismo, Calabozo, 3-X-1862. Un mes más tarde, el mismo gobernador de Apure, en las notas a un cuadro de la división territorial, confirmaba esta situación, hablaba de poblaciones totalmente arrasadas, de la conveniencia de trasladar la cabecera de Achaguas a Apurito y la de Mantecal a San Vicente, y finalizaba señalando que Palmarito (la cabecera de Guasdualito) era la segunda población del Apure, “y acaso la única de aquel cantón en que hoy existe algún regular vecindario, pues las otras están casi abandonadas por causa de la actual guerra”; DCCXXIX, 15, 33-37.
[21] AHCD, Convención Nacional, 351, 1859, 266-268, Barinas, 29-VIII-1858. Los “vecinos”, unos 29, entre ellos el gobernador, el jefe del cantón, el jefe del Estado Mayor divisionario, dos concejales y dos tenientes coroneles, pedían, además de un gobierno federal, las siguientes garantías: “libertad absoluta de la prensa, libertad de cultos, libertad de enseñanza, sufragio universal libre, secreto y directo, abolición de la pena de muerte en delitos políticos, derechos de asociación pacífica, igualdad ante la ley”, etc.
[22] Rodríguez, Contribución, 1, 227, 298-299 y II, 166. Los subrayados son míos. El mismo autor señalaba, en la segunda referencia, que lo mismo ocurría en las haciendas agrícolas, y que sus propietarios, para poder cosechar, debían llegar a un entendimiento con los dirigentes federales locales, que se quedaban con una parte del beneficio.
[23] Reproducido por Rodríguez, Contribución, II, 33 y ss., Caracas, 23-Xl-1859.
[24] Reproducido por Alvarado, Historia, 140. Los subrayados son míos.
[25] Reproducido en Rodríguez, Contribución, I, 309 y 301. El autor, coetáneo de los hechos, fue bastante sagaz para diagnosticar que la “revolución” iba por delante de sus dirigentes; el caudillaje era, en última instancia, resultado de la insurgencia, no su causa. Cronistas posteriores interpretaron los acontecimientos a la inversa. He tratado sobre este tema en “Tanto pelear para terminar conversando. El caudillismo en Venezuela”, Nova Americana, Torino. 2 (1979), passim.
[26] AGN, I y J, DLXXXV, 34, 289-291, oficio del jefe político, San Fernando de Apure, 17-V-1856.
[27] Véase, por ejemplo, un proyecto de decreto indultando a los desertores siempre que no se hubiesen enrolado con los facciosos, discutido por ambas cámaras en abril de 1861, AHCD, Senado, Actos legislativos. 363, 1-6. Efectivamente, las deserciones fueron en aumentó a medida que se prolongaba la contienda. El 17 de marzo de 1862, José Echezuria, general en jefe de las tropas que actuaban en los Andes, oficiaba al gobernador de Maracaibo significándole la imperiosa necesidad de castigar ejemplarmente a los desertores que huían en embarcaciones de La Ceiba hacia Maracaibo con la complicidad de los patronos de aquéllas y los vecinos, que, según Echezuria, habrían adoptado una actitud bien distinta si, “al desertarse la tropa se reclutaran en el acto los reemplazos”. Él mismo oficiaba, el 15 de mayo, al General Jefe de Operaciones lamentando lo mismo y que en Maracaibo se volviese a dar servicio, no sólo a la tropa fugitiva, sino incluso a los oficiales. Sugería que le mandase alguno de los desertores a Betijoque para castigarlo públicamente y para que “la moral se restablezca”, y también que algunos fueran juzgados y castigados en la misma Maracaibo. Meses más tarde, 31-VII-1862, era el Jefe del Estado Mayor General el que lamentaba la misma problemática en oficio fechado en Caracas; también desertaban los milicianos ocupados en servicios auxiliares, los que guarecían la parroquia de El Recreo y los que debían vigilar el hospital militar de la capital; AGN, I y J, DCCVII, 31, 150-161 y DCCXX, 18, 46-51.
[28] AGN, I y J, DCCXXV, 1, 1-12, gobernador del Táchira, San Cristóbal, 19-IX-1862, y respuesta de la Jefatura de Operaciones, San Cristóbal, 13-IX-62. Son varias las referencias de quienes pagando una cantidad intentaban librarse del servicio armado, lo que obviamente podía dar lugar a una variada picaresca, en beneficio de unos u otros. En Aragua, cantón Cura, a mediados de 1862 se produjo un enfrentamiento entre civiles y militares; éstos querían reclutar como milicianos a los empleados públicos y a quienes, para librarse, pagaban diez pesos mensuales. A mediados de septiembre, el gobernador del Táchira se lamentaba de abusos cometidos por los militares “contra la seguridad personal, contra todas las garantías personales”, etc. Seguía un memorial de agravios sobre las arbitrariedades cometidas por los militares y en especial en perjuicio de quienes eran reclutados a pesar de haber pagado para evitarlo, sin tener en cuenta que “sobre este punto el gobierno tiene hecho prevenciones en cuyo cumplimiento se interesan el honor nacional, la conveniencia pública y la más clara justicia”; AGN, I y J, DCCXVI, 1, 1-33 y DCCXXIV, 30, 92-95, La Victoria. 7-VI-1862 y San Cristóbal, 12-IX-1862.
[29] AGN, I y J, DCCXXVIII. 55, 255-275. oficio del gobernador del Guárico adjuntando el decreto, Calabozo, 4-Xl-1862. Los subrayados son míos.
[30] AGN, I y J, DCCXXXII, 30, 172-175, La Victoria, 31-XII-1862.
[31] Por añadidura y dados los enfrentamientos sociales que se habían agravado hasta el paroxismo desde mediado el siglo XVIII como mínimo, la oligarquía temía organizar y pertrechar a las masas ante el riesgo de que se volvieran contra ella. José Santiago Rodríguez reconocía que los conservadores confiaban más en las milicias que en un ejército permanente, y se desenmascaraba ideológica y semánticamente reproduciendo una alocución que había enviado, el 31 de octubre de 1832, siendo Secretario del Interior: “Si el pueblo mismo no defiende sus leyes, su reposo y su propia soberanía, ¿Quién los defenderá?”, reproducido en Contribución, 1, 284.
[32] Así, el 1 de diciembre de 1862 el gobernador del Guárico oficiaba a Interior, significando que reclutaría personas de otras provincias que huían de las de su empadronamiento para no prestar servicio ni en la tropa ni en la milicia, AGN, I y J, DCCXXX, 26, 70-72, Calabozo.
[33] AGN, I y J, DCCXXXI, 46, 173-175; DCCXXXVI, 39, 166-168, y DCCXXXVIII, 66, 295-298, oficios del gobernador del Guárico. Calabozo, 22-XII-1862 y 25-II-1863 y del gobernador de Maturín transcribiendo otro del coronel jefe del Estado Mayor, Maturín, 8-IV-1863.
[34] AGN, I y J, DCCXXXVI, 56, 249-255, oficio del gobernador militar al Jefe Supremo, La Asunción, 28-II-1863.
[35] AGN, Guerra y Marina (en adelante G y M), 1863, sin clasificar, oficio transmitido por el comandante de armas de la provincia al General Jefe de Estado Mayor General. Caracas, 29-IV-1863. El comandante militar de Antímano le decía que ya sólo le quedaban 17 individuos de tropa.
[36] AGN, I y J, DCCI, 24, 69-71; DCCXII, 42, 150-156; DCCXV, 2, 8-13, y DCCXIX. 41, 99-100, informes al Secretario, Barcelona, 12-IV-1862, Calabozo, 2-V, Valencia, 30-V, y Guanare, 18-VII.
[37] AGN, I y J, DCCXXVIII, 21, 52-54, y 55, 255-275; DCCXXIX, 32, 81-86 y DCCXXX, 25, 67-69, La Victoria, 31-Xl-1862 y 11-XI y Calabozo, 4-XI y 1-XII.
[38] AGN, I y J, DCCXXXI, 12, 46-52 y 66, 248-251; DCCXXXII, 4, 35-44; DCCXXXVI. 32, 143-146; DCCXXXVII. 60, 234-236; La Victoria, 12-XII-1862, Calabozo, 17 y 29-XII-1862, 24-11 y 18-III-1863.
[39] AGN, I y J, DCLXXXVI, 33, 136-141, y DCCXXVIII, 20, 50-51, Cumaná, 9-IV-1861 y Calabozo, 31-X-1862.
[40] Rodríguez, Contribución, 1, 254-255, 255-256, 11, 170 y 219; la carta de Toro, de Caracas, 24-V-1859.
[41] AGN, I y J, DCLXXXVIII, 3, 7-12 y DCCX, 79, 310-312; Achaguas, 9-V-1861 y San Fernando. 9-IV-1862.
[42] AGN, I y J. DCCI, 21, 292-298, Barinas, 3-I-1862 y Mérida, 24-I-1862.
[43] AGN, I y J, DCCXIV, 77, 286-298, La Victoria, 29-V-62.
[44] AGN, I y J, DCCXXVI, 40, 112-114; DCCXXXIV, 72, 296-298, y 73, 299-301, Calabozo, 7-X-1862, 4-II-1863 y 9-II-1863.
[45] AGN, I y J, DCCXXXVI, 48, 196-201, Barcelona. 26-II-1863.
[46] Carta fechada en Coro el 26-Vlll-1861 y reproducida por Rodríguez, Contribución, II, 196.
[47] AGN, I y J, DCVII, 40, 296-310, oficios e informes de diversas autoridades apureñas, desde 24-VII a 10-VIII-1857.
[48] AGN, I y J, DCLXXXVI, 35, 144-153, Maturín, 10-IV-1861. En este mismo oficio se calificaba a los insurgentes de vándalos.
[49] AGN, I y J, DCCI, 13, 72-74, y DCCXIII, 61, 217-220, oficios fechados en Caracas, 2-I-1862 y 14-V-1862; el segundo del comandante de armas de la provincia de Coro transmitiendo una queja al Secretario del Interior.
[50] Viaje por Venezuela en el año 1868, Caracas, 1968, UCV, 61 y ss.
[51] AGN, I y J, DCLXXXVI, 68, 293, Caracas, 15-IV-1861 y Cura, 18-IV-1861, este último con unas dieciséis firmas. Véase también Rodríguez, Contribución, II, 278, con la reproducción del Registro Oficial de 19-III-1862 al respecto.
[52] Contribución, 11, 170-1 71.
[53] AGN, I y J, DCIII, 34, 108-110; representación, con unas 21 firmas, fechada en Ospino, 15-1-1862.
[54] AGN, I y J, DCCVII, 29, 122-146; expediente con diversos oficios de Tovar, Mirabal, etc., San Jaime, 6-III-1862 y ss. Véase más información en DCCVII, 58. 247-257.
[55] AGN, I y J, DCCVII, 48, 204-215. La Victoria. 7-III-1862.
[56] AGN, I y J, DCCXV, 30, 113-118. fechado el 3 en San Fernando; concluía afirmando: “Mientras a esta provincia, que ha sido una de las más desgraciadas de la República, y acaso la más benemérita también se manden de jefes militares a hombres repletos de pasiones y sedientos de mando, que quieran gobernarlo todo y disponer de todo a su antojo, sin respetar la ley y la sociedad, tendrá siempre el gobierno que lamentar la mala situación a que pueden conducirlo tales hombres”.
[57] AGN, 1 y J, DCCXX, 77, 317-335; DCCXXIV, 28, 85-89; DCCXXV, 13. 59-76. y 57, 180-220; DCCXXVI, 87, 218-236; oficio del jefe de81 estado mayor, Caracas, 6-VIII-1862; del gobernador del Guárico. Calabozo, 11-IX-1862; oficios del gobernador de Apure, San Fernando, 21 y 27-IX-1862; y diversos oficios de civiles y militares, del Apure y Guárico, de finales de septiembre y principios de octubre.
[58] AGN, I y J, DCCXXVII, 50, 152-159, y 94, 329-331; DCCXXVIII, 23, 61-63, Calabozo, 21, 27 y 31-X-1862.
[59] AGN, I y J, DCCXXVIII, 45, 208-211, y 3, 10-22, San Fernando, 17-X y 5-XI-1862.
[60] AGN, I y J, DCCXXVIII, 55, 255-275, y DCCXXXVII, 72, 295-307, Calabozo, 16-XI-1862, y San Fernando, 20-III-1863.
[61] Contribución, II, 198 e Historia, 507-508.
[62] AGN, I y J, DCCVIII, II, 90-97, y DCCXIV, 28, 126-134, Caracas, 28-III y 22-V-1862. El subrayado es mío.
[63] Historia, 526.
[64] AGN, I y J, DCCXXXVI, 76, 272-275, y DCCXXXVII. 6, 18-22, Orituco y Calabozo. 5-II y 4-III-1863.
[65] AGN, I y J, DCCVII, 21, 92-103, 76, 312-315, 87, 344-347; DCCVIII, 22, 139-143; DCCXXIX, 123, 336-337; DCCXXXI, 73, 271-273; La Victoria, 5-III-1862 y 10-III-1862, de Miguel Mújica, Caracas, 11-III-1862, oficio de Anderson, 14-111-1862, Calabozo, 26-XI y 31-XlI-1862 y carta reproducida por Alvarado, Historia, 517.
[66] AGN. I y J, DCCXXXIV, 46, 212-216, oficio del general en jefe del estado mayor general, Caracas, 29-1-1863.
[67] AGN, I y J, DCLXXXV, 4, 6-40; DCLXXXVIII, 43, 147-149 y DCCXVIII, 45, 135-138, Barinas, 17-II-1861, oficio del cónsul transmitido a Interior por Relaciones Exteriores, Caracas, 16-V-1861 y Caracas, 7-VII-1862. Sobre los aprovisionamientos que realizaban federales antes de cada acción, véase DCCXXXVII, 50, 200-202, con un informe del gobernador del Guárico (Calabozo, 16-111-1863) sobre lo actuado por Guzmán Blanco antes de iniciar su campaña contra el norte, prefiriendo reses, que no planteaban problemas de transporte, pues se desplazaban por su propio pie.
[68] AGN, I y J, DCCXXVIII, 53, 168-175; DCCXXI, 14, 26-28; DCCXXII, 41, 126-137 y 61, 200-213; y DCXXIX, 90, 241-245, Caracas, 2-VII-1862, Calabozo, 7-VIII-1862, documentos sobre César fechados en Caracas, 18-VIII-1862, los cogidos a los federales en Chaguaramos, Caracas, 20-VIII-1862, Maturín, 18-XI-1862.
[69] AGN, I y J, DCCXXXV, 81, 292-295, Curazao, 16-11-1863, y Rodríguez, Contribución, II, 495.
[70] AGN, I y J, DCCXXXII, 1, 1-18, 10, 77-82; DCCXXXV, 72, 258-261; y DCCXXXVII. 49, 196-199, diversos oficios del gobernador del Guárico de marzo de 1863 y de 20-II-1862, Caracas, 13-II-1863 y Calabozo, 16-III-1863.
[71] AGN, I y J, DCXC, 1, 1-75, decreto fechado en Achaguas, escrito de agosto fechado en San Fernando y escrito fechado en Ciudad Bolívar, 1-III-1862.
[72] AGN, I y J, DCCXVI, 32, 120-121, informe del gobernador, San Fernando, 11-VI-1862.
[73] AGN, I y J, DCCXXII, 43, 14-152; DCCXXIX, 41, 106-116 y 61, 154-158; DCCXXX, 43, 122-133, representación fechada en Ciudad Bolívar, 19-VIII-1862; oficio fechado en Caracas, 12-XI-1862, resolución fechada en San Fernando, 15-XI-1862 (el subrayado es mío), expediente fechado en San Fernando, 3-XII-1862. El gobernador de Guayana oficiaba una vez más al Secretario (Ciudad Bolívar, 13-I-1863) negando el comercio ilícito a través de su provincia; contrariamente, afirmaba que los ganados apureños exportados fraudulentamente, salían por El Viento y El Amparo para abastecer a Bogotá, recibiendo a cambio todo tipo de pertrechos, DCCXXXIII, 46, 224-227.
[74] AGN, I y J, DCCXXXIV, 68, 284-287, Caracas, 4-II-1863, nota transmitiendo otra de San Fernando, de 3-Xl-1862.
[75] AGN, I y J, DLXXXV, 90, 350-352, Barinas, 9-V-1856.
[76] AGN, I y J, DCXVII, 98, 263-264; DCVIII, 38, 193-194; DCCVII, 31, 150-161; DCCI, 22, 65-66 y DCCXI, 99, 291-295; San Fernando, 27-XI-1861, hoja impresa en Bogotá, del 17-I-1862, San Cristóbal, 6-III-1862, Betijoque, 17-III-1862, orden fechada en Caracas, 12-IV-1862, San Fernando, 24-IV-1862.
[77] Historia, 531-536.
[78] Reproducida por el mismo Rodríguez, Contribución, II, 294-295.
[79] Hacia la democracia, 158.
[80] AGN, I y J, DCCXXXIX, 6, 16-19, oficio transmitido por el gobernador de Calabozo el 11 del mismo mes.
[81] Reproducido por Alvarado, Historia, 416-418.
[82] Hoja impresa en la Imprenta Colombiana, fechada 3-III-1863 y reproducida por Rodríguez, Contribución, II, 290-291. Reproducía también otra sacada de la cárcel por el general Manuel Ezequiel Bruzual, quien decía: “Haber luchado cinco años: haberse inmolado cincuenta mil ciudadanos, para ser gobernados así, es la más dolorosa de las humillaciones” (Ibid., 300-301).
[83] AGN, I y J, DCLXL, 99, 340-356, oficio al presidente del estado Cumaná, Caracas, 25-IX-1863.
[84] Reproducido por Alvarado, Historia, 597-598.
[85] Citado por Rodríguez, Contribución, 11, 302. AGN, I y J, DCCXLVI, 4, 31-32; DCCLIX, 23, 317-321, oficio del presidente del estado Barcelona, 15-X-1863 y oficio dentro de un largo expediente del presidente de Guayana, acusando recibo de dichas informaciones, Ciudad Bolívar, 21-I-1864.
[86] AGN, I y J, DCCXI, 43, 146-149 y DCCXLIII, 3, 65-79, oficio del gobernador a los militares, Calabozo, 14-V, y respuesta de éstos. La Tentación, 15-V. Y resolución dictada en Caracas, 20-VIII-1863, sobre ataques contra la propiedad en el estado Zamora. El documento insistía reiterativamente sobre la misma cuestión: “El respeto a la propiedad es uno de los más sagrados derechos del individuo y el defenderla uno de los altos fines de la sociedad. No deben pues los encargados del poder público permanecer indiferentes cuando malos funcionarios, desviándose de la línea del deber, hacen odiosa la acción de su autoridad, privando o interrumpiendo a sus dueños en el uso de ella. […] Penosa sorpresa ha causado [...] imponerse de que haya habido funcionarios que conculquen el sagrado derecho de propiedad, precisamente cuando se constituyen los estados bajo el sistema de Gobierno más liberal, y después que nuestros pueblos aun estando en guerra con sus opresores, han acatado este derecho de un modo admirable –atento a que carecían de todo lo indispensable para la vida […].”
[87] AGN, I y J, DCCXLIII, 12, 166-195. El número de quejas sobre excesos contra ganaderos es muy elevado y citaré solamente dos expedientes más. Concepción Alegría exigía que le devolviesen su hato La Puente que le habían secuestrado en Zamora, en un oficio fechado en Caracas el 10-XI-1863. En el expediente figura un resumen del ministerio señalando que la ley según la cual se realizaban estos secuestros era particular del estado Zamora, “en abierta contradicción con los principios proclamados por el Gobierno General y, lo que es más, con la ley moral eterna y universal sin cuyo amparo no hay para la sociedad vida ni para el ciudadano esperanza”. Pero dado que los secuestros se repetían y crecían las reclamaciones de los perjudicados, se expidió en Caracas, 22-II-1864, un decreto prohibiendo taxativamente los secuestros en el estado Zamora y elevando un nuevo cántico a la propiedad en el que se decía por ejemplo: “El derecho de propiedad [...] es y debe ser sagrado en una asociación de hombres libres; porque la libertad se haría imposible donde no existiere este derecho. Y si violarlo contra la ley que lo garantiza se reputa en todo el orbe como un crimen, ¿qué calificación merecerá la violación autorizada por la ley? Por de pronto se ocurre la duda de si merece llamarse ley la que atenta contra un decreto que el hombre pone comúnmente por sobre el de su existencia misma, debiendo ser la ley la expresión de la Justicia y no su contradicción”, DCCXLVII, 7, 29-37 y DCCLI, 8, 62-71.
[88] AGN, I y J, DCCXL, 99, 340-356; DCCXLI, 31, 226-242, oficio fechado en Cumaná el 2-Vll-1863y decreto expedido en Caracas.
[89] AGN, I y J, DCCL, 29, 221-229 y DCCLIX. 33, 200-202, documentos fechados en Guanare y en San Fernando.
[90] AGN, I y J, DCCXLIV. 19, 180-183 y DCCLV, 13, 113-205, informe fechado en San Carlos y desmentido desde Caracas el 12 de octubre. Carta a Sotillo fechada en Caracas el 12 de julio; escrito de los guayaneses, Ciudad Bolívar, 1 de agosto; instrucción al gobernador, Caracas, 25 de agosto. Varios documentos sobre la revuelta del Guárico se hallan en un expediente DCCLVII, 17, 129-209, oficios enviados desde Calabozo, 13 de agosto y 24 de septiembre. En el primero se añadía un largo memorial de agravios que se hallaba entre los papeles capturados a los “revolucionarios”, que señalaba los motivos que debían aducirse para justificar la revuelta: escandalosa malversación de fondos públicos, no reconocimiento gubernamental de la deuda interna más reciente, concesión de grados y recompensas a oficiales centralistas vencidos “por los pueblos en los campos de batalla”, un nuevo y pesado endeudamiento con prestamistas extranjeros, “la afrenta que sufre la república al verse gobernada por tres o cuatro mujeres que disponen a su antojo del erario, que colman de honores a sus protegidos y que repiten en Venezuela las escenas que cubrieron de oprobio a la Francia en tiempos de Luis XV”, el menosprecio gubernamental con oficiales y soldados federales, “la culpable entrega de las armas de Venezuela a súbditos del Monarca europeo que oprime a Méjico y amenaza destruir las demás nacionalidades americanas” y la continuación de extranjeros en cargos diplomáticos en contra de las nuevas leyes que lo prohibían. En el segundo oficio se denunciaba que algunas de las partidas insurgentes, originarias del Pao de San Juan Bautista estaban “robando” en Cojedes reses propiedad de vecinos de Calabozo. Un tercer oficio, fechado en Calabozo el 7 de diciembre, decía que cerca de El Baúl una partida de “malhechores” capitaneada por el coronel Benito Sánchez, uno de los “revolucionarios”, andaba proclamando al general Monagas, desconociendo al gobierno, al general Falcón y robando ganado.
[91] AGN, I y J, DCCLVIII, 6, 17-33 y 47, 335-340, documentos fechados en Caracas y San Fernando de Apure, 29-VIII y 10-XI-1864. Oficio del presidente del Guárico, Calabozo, 8-X-1864.

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