jueves, 22 de mayo de 2014

Mi Coronel Hasta aquí le Llegaron sus Matemáticas. Los Llaneros de Apure por Miquel Izard



Mi Coronel Hasta aquí le Llegaron sus Matemáticas.

Los Llaneros de Apure


Miquel Izard

VVAA, Marginados, fronterizos, rebeldes y oprimidos,
 vol. II, 1985, pp. 38-55



En la batalla de Santa Inés (10/XII/1859), una de las pocas que se libraron durante la guerra Federal, el ejército regular venezolano sufrió una espectacular derrota frente a los insurgentes llamados federales, quienes le atosigaron repetidamente durante la contienda, de la misma manera que los insurgentes llamados patriotas habían derrotado sistemáticamente al ejército expedicionario de Morillo, enviado en 1815 a Tierra Firme por Fernando VII para intentar, sin éxito, la recuperación de las colonias.
Pocos días después de Santa Inés (según cuenta José León Tapia), el coronel Olegario Meneses, estratega conservador, profesor de táctica en la escuela militar de Caracas y gran perdedor de la batalla, fue conducido prisionero ante el caudillo rebelde Ezequiel Zamora; éste le habría espetado, en recuerdo de sus tiempos de cadete: “Mi coronel, hasta aquí le llegaron las matemáticas”.
La mayoría de los ensayos que se venden como históricos suelen recoger descripciones más o menos detalladas de las guerras y las batallas, de los presidentes y de los generales, pero no suelen explicar por qué los ejércitos organizados fueron repetida y estrepitosamente derrotados por revolucionarios aparentemente desorganizados, por qué los gobernantes se vieron obligados a capitular y pactar con caudillos amotinados dispuestos a venderse para seguir controlando el poder, por qué la Venezuela del siglo XIX, fue una de las repúblicas políticamente más inestables de la América del Sur, ni por qué, allí, el caudillismo alcanzó tal trascendencia que llegó a ser paradigmático.
Y no hallamos respuestas a estas preguntas porque, como en tantos lugares, se ha encargado a los historiadores enmascarar lo ocurrido, no desentrañar la verdad y, una vez más, la clave de la historia la encontramos en las novelas. En efecto, en Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri o en Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, se mencionan una región y un pueblo, el Llano y los llaneros, que nos darán claves para una interpretación total del pasado venezolano; pero como el llanero fue uno de tantos pueblos eliminados en nombre del progreso y del beneficio material, no solamente ha sido barrido como tal sino que, por añadidura, no se asoma en la historia o su aparición es tergiversada, pues aquella no se ocupa de los vencidos; además, los llaneros, con una cultura oral y endógena, no han dejado casi nada escrito y su recuerdo no ha sido recogido en los anales.

Los llanos
Como tantas regiones naturales, uno de sus rasgos físicos es la carencia de límites precisos: son una gran sabana o pradera que en líneas muy generales coincide con la cuenca del Orinoco y sus tributarios. Mientras al norte y al este la llanura se va difuminando a medida que aumenta la pendiente de la cordillera de la costa, la sierra de Mérida y el macizo guayanés, al sur, por el valle de río Negro, se abre a la cuenca amazónica.
Esa es una de las peculiaridades de esta zona de fronteras: no está cerrada por el sur; a medida que aumentaba la presión de los europeos los escurridizos aborígenes podían desplazarse más hacia la parte austral y, en teoría, siempre quedaba por delante una inmensa y poco habitada amazonia.
Un tercio de los Llanos, unos 300.000 kilómetros, pertenecen a Venezuela. Y cada paño de sabana tiene una débil pendiente que no se percibe a simple vista. Es tierra caliente, en ella se dan las temperaturas más altas después de las de Maracaibo (Calabozo, media anual 27,3°), pero las oscilaciones térmicas diarias son más considerables que en el litoral y también es mayor la diferencia entre el verano (unos seis meses de sequía total) y el invierno (unos seis meses de lluvias torrenciales). Este suele iniciarse en abril y, a medida que avanza la estación y aumenta la pluviosidad, el Orinoco, que ya conduce una enorme masa de agua, es incapaz de absorber el caudal de sus afluentes que descienden de los Andes por pendientes poco pronunciadas por lo que se desbordan y una parte considerable del territorio queda inundada.



Hacia principios de octubre, el fenómeno se invierte: desciende el nivel del Orinoco, se descongestionan sus tributarios y va reduciéndose la zona inundada. Sólo quedan ciénagas y caños que van mermando a medida que disminuyen las lluvias que, con mucha menor intensidad, perduran hasta diciembre y la época de sequía total dura cuatro meses; ello es suficiente para que no puedan retoñar la mayoría de los árboles, de modo que casi solo pueden crecer las gramíneas o el pasto, plantas anuales que pueden variar desde ser una mera alfombra de césped hasta alcanzar varios metros de altura.
Muy esporádicamente hay pequeñas manchas de flora arbórea, las matas, o de monte bajo, a los largo de los ríos. Sin las matas sería casi imposible la vida en el Bajo Llano: en ellas hay agua, la sombre de árboles permite protegerse de un sol abrasador y, dado que están algo elevadas en relación con los alrededores, pueden ser zona de refugio durante las inundaciones.

Los Llaneros
La llegada de los castellanos a América supuso cambios irreversibles en la región. A corto plazo, la proliferación de cuadrúpedos escapados de las haciendas y huestes del norte significó que los aborígenes se convirtieran en cazadores a caballo de reses; y, a medio plazo, que existieran dos Llanos de extensión variable, el de los hombres libres cazadores de animales orejanos y el de los ganaderos blancos que intentaban controlar, mediante el rodeo, reses cimarronas.
Los llaneros, quienes señoreaban el Llano de los cazadores, tenían, como en todas las zonas de frontera, una procedencia geográfica y una composición étnica peculiar: sobre la base aborigen relativamente reducida se fueron sedimentando personas de las comarcas cercanas que huían marginadas por una legislación, como todas, represiva. Así, los Llanos fueron siempre una zona de refugio. Ya antes de la invasión europea se cobijaron allí indígenas arawaks ahuyentados por los caribes y nuevos inmigrantes llegaron a raíz de las primeras incursiones castellanas en las costas de Tierra Firme para obtener mano de obra esclava, pues la población aborigen de las Antillas se había extinguido en bien poco tiempo.
Los conquistadores no pensaron en los Llanos hasta mediados del siglo XVII. Su finalidad primordial era capturar esclavos indígenas, con la excusa de evangelizarlos y organizar hatos ganaderos en las tierras que quedaban abandonadas, bien porque los indígenas fueran capturados, bien porque lograsen escabullirse más hacia el sur.
A finales del periodo colonial creció el número de llaneros al aumentar los prófugos del norte: indígenas que se negaban a ser asimilados porque no veían ventaja alguna en la aculturación, esclavos de las plantaciones que no querían serlo, blancos pobres o mestizos que se negaban a trabajar por salarios de hambre, y gentes de todos los colores marginados por la legislación o automarginados porque no les complacía la sociedad organizada por los oligarcas blancos.
Estos motivos de huida hacia los Llanos se fueron acrecentando durante el siglo XIX, como en cualquier país capitalista periférico. Así, por ejemplo, la persecución de la mano de obra potencial, a través de las leyes que condenaban a los llamados vagos y malentretenidos, se hacía más brutal cuando la crisis de la esclavitud dejaba a la oligarquía sin cultivadores para sus plantaciones.

La cultura
Como la de cualquier pueblo nómada, la cultura llanera era insólitamente compleja en lo intelectual, mientras que sorprende la parquedad de sus elementos materiales que debían trasladar consigo. Habían de contar, además, con un habla, propia que era, a la vez, una de sus maneras de defenderse frente a sus oponentes y, como en todas las culturas preponderantemente orales, tenía una enorme trascendencia la música y las canciones. Como instrumentos utilizaban casi exclusivamente maracas (calabazas secas llenas de semillas), arpa y cuatro o guitarra de cuatro cuerdas.
Se ha conservado una cantidad apreciable de coplas, pero pocas reflejan nítidamente la psicología y la ética de los llaneros, peculiaridades de las que, por otra parte, nos han llegado escasos ejemplos directos; algunas muestras ejemplificarán lo que acabo de decir:

Sobre la paja, la palma,
sobre la palma, los cielos;
sobre mi caballo, yo,
y sobre yo, mi sombrero.

Negros hubo en la pasión,
indio no se conocía,
mulatos no los había:
de blancos fue la función.

Al que te pidiere, dale,
que tendrá necesidá;
que el que tiene se le acaba,
y el que no tiene tendrá.

Amigo, no he ido a la guerra,
ni siquiera soy sordao,
no me diga general
porque yo a nadie he robao.

Por su parte Ramón Páez recopiló en sus Escenas algunas historias o leyendas y aseguraba que las dos baladas más famosas en los Llanos eran Manbrun (derivada de la conocida Mambrú) y la de Marcelino, que refería las aventuras de un bandido llanero que se refugiaba entre los indígenas al sur del río Meta y cuya perdición la produjo el apoderarse de una mujer blanca, pues le persiguieron hasta acorralarlo las fuerzas represivas; detenido, fue conducido a Achaguas, para ser juzgado, fuertemente amarrado y al cuidado de una respetable escolta; Manuel Blanco, un gran propietario del Apure, se responsabilizó de entregarlo a las autoridades, dadas las admiración y estima que despertaba en el resto de lo llaneros; como en tantas leyendas de esta índole, Marcelino sólo había podido ser vencido merced una traición, que en este caso llevó a cabo un zambo del norte, Maldonado, que arrepentido de su felonía, se convirtió en sucesor del bandolero.
Vawel, un voluntario británico del ejército bolivariano, reproducía la narración de un ex mayordomo, esclavo negro, que contó una noche al calor del fuego del campamento y recoge todos los elementos de este tipo de sucesos y personajes repetido infinidad de veces a lo largo del pasado: el mayordomo, antes de la guerra, conducía cada verano tres puntas de ganado desde los Llanos hasta un hato de su patrón en El Sombrero y desde éste a Caracas; conocía casi todos los “bandoleros” que merodeaban por el territorio, aunque nunca le atacaron quizás porque era compadre de una de los más famosos, Vicentico Hurtado, quien durante muchos años, y sin ser molestado, capitaneó una cuadrilla que siempre se asentaba en un palmar cercano a Ortiz y a la que proporcionaban alimentos lo campesinos del lugar a cambio de protección; sin embargo, y curándose en salud, el narrador atravesaba Ortiz cuando iba con ganado, pasando una alegre noche con Hurtado y sus hombres, pero de regreso, con el dinero de la venta de ganado, procuraba evitarlo.
En un viaje, el rebaño, como todos compuesto de reses bravas, se les desbarató al llegar a Ortiz. Dado que las cabalgaduras de los peones estaban fatigadas y no podían lanzarse a la persecución de los animales huidos, pidió ayuda al Alcalde de la población, quien la negó por temor a enfrentarse con Hurtado y sus hombres, a quienes el pueblo de Ortiz había ofendido al prohibirles entrar en la población por Pascua, cuando acudían a confesarse o a oír misa.
El mayordomo tuvo que requerir la ayuda de Vicentico. Recogido el ganado, celebraron el éxito con un festín y, en agradecimiento, el mayordomo les suministró de regreso, tabaco y aguardiente, de lo que carecían desde su enemistad con los habitantes de Ortiz.
Tiempo después, Hurtado hizo prisionero a un hermano del patrón del mayordomo que viajaba con su esposa: Había disparado al oír el alto y herido a alguno de los bandoleros, por lo que querían matarlo en lugar de pedir rescate. El mayordomo intercedió por los parientes del patrón, lo que provocó la insubordinación de parte de los bandidos dirigidos por uno de los cabecillas que había resultado herido; el lance se solventó con un desafío a espada en el que venció Hurtado, recuperando así el liderazgo puesto en entredicho. Ante lo cual Vowel afirmaba “Nada hay semejante al heroísmo personal, ya se trate de mantener en orden una guerrilla o una tropa de bandidos, las cuales se parecen mucho bajo muchos aspectos”. Finalmente, los cuatreros aceptaron el rescate de 500 pesos y el patrón, en agradecimiento, manumitió al mayordomo y le ofreció en propiedad un conuco, pero él prefirió seguir ejerciendo su oficio.
El atuendo llanero era mínimo, iba descalzo, llevaba un pantalón hasta media pierna y, en el mejor de los casos, una camisa; el sombrero era imprescindible y también la cobija, formada de dos rozos de bayeta superpuestos, uno rojo y otro azul, con una avertura al centro (por donde metía la cabeza) que resguardaba de la lluvia o del rocío y servía de manta para dormir; volteando hacia afuera la parte azul protegía del frío y la parte roja del excesivo calor.
Tan imprescindible como la cobija era el chinchorro o hamaca, la cama del llanero para dormir a la intemperie, que era lo más frecuente, lo sujetaba a dos palmeras, entre las cuales tendían también una soga y de esta la cobija, que como una carpa le salvaguardaba del relente y del agua si llovía.
Era impensable un llanero sin caballo; en casos extremos podía montarlo a pelo, pero normalmente disponía de arneses que eran de gran sencillez; dado que la mayoría eran nómadas, llevaban colgado de la silla todo su ajuar, que era bien simple: enseres para hacer guarnición, soga, un cuerno que le servía de vaso, la guitarra, si la tenía, y el bastimento en una bolsa de piel de becerro.
Para su trabajo y su supervivencia necesitaba también una soga de enlazar. Normalmente hecha de piel de una res vieja que se tensaba entre unas estacas; a partir del centro se iba cortando en círculo una correa de una pulgada de ancho. Las armas eran tan necesarias como la soga, y generalmente usaban las blancas; machete con hoja de doble filo, puñal y lanza, la misma garrocha que utilizaban para controlar el ganado, con la que se convertía en un guerrero invencible.
Durante las inundaciones, y en determinadas comarcas, una embarcación era más útil que un caballo; se utilizaban de todo tipo: bongos, canoas de junco, cienegueros, balsas o piraguas a remo o vela.
Siempre que podía comía carne fresca, a veces acompañada de plátanos o de queso frito, y la carne que no consumía al instante podía conservarla como tasajo: se salaba y se dejaba secar al sol hasta que estuviese suficientemente dura para no corromperse o ser liquidada por insectos; para consumir el tasajo (frito, asado o sancochado) debía dejarse toda la noche en remojo para que perdiese una parte del sabor a rancio; cuando no había otra alternativa, podía masticarse sin más.
La familia llanera no seguía, naturalmente, las pautas occidentales. A los viajeros que recorrieron los Llanos le maravilló la no existencia de matrimonio, lo que expresaban con frases más o menos pintorescas y quizás el alemán Karl Sachs fue el más ocurrente: “Verdaderos matrimonios rara vez ocurren entre los llaneros, aunque no es raro ver en cualquier parte niños jugando”.
Aunque sabemos bien poco de su religión, ética, moral o códigos por los que se regían, ya que lo poco que ha llegado hasta nosotros son opiniones de extraños llenas de perjuicios, es indudable que todo ello era un sincretismo de elementos indígenas, europeos y africanos.
El mundo mágico de la sabana ha sido poéticamente narrado, como él acostumbra, por el profesor Armas Chitty: ”Voces que susurran y se ignora su origen; puertas y ventanas que sacuden y no es el viento; el ánima de Taguapire que oye un devoto y reúne en la madrugada los rebaños que barajustó un fantasma; campanas que agrietan la sombra y perros que aúllan y encienden los ojos como carbones; el fuego fatuo en el cerro de Boves o el alma de Guardajumo como una llama errante por la Misión Abajo; la blanca posesión de las Ánimas en la alta noche, como un largo rosario de luces y rezos; el pañuelo embrujado que una mujer con celos envía a su novio; el Ánima Sola que aletea en forma de mariposa ente los santos domésticos y vela a los niños enfermos y ahuyenta a los malos espíritus; la costumbre de enterrar boca abajo al que asesinan y con los pies amarrados para que el criminal no pueda abandonar el sitio; el jinete que galopa en la noche y cruza lagunazos y nadie logra verle; el fantasma de Laguna del Muerto que, desde la hora federal, todas las noches se consume en su hoguera; el arco iris que bebe chubascos y borra tormentas y la escala del indio para subir al cielo; el Ánima de Picapica, teniente de la Libertadora, que reza noche y día; los mijaos que lloran la muerte de Cristo, después del Viernes Santo; la Lámpara del Santísimo, que en las lagunas de los pueblos ubica el cuerpo del ahogado; el canto de la pavita anunciando peligros o el del alcaraván por las calles del pueblo, a medianoche, durante mayo, augurando bautizos en enero”.

Las actividades
Como todos los pueblos cazadores-recolectores, los llaneros estaban inmersos en un sistema que exigía poquísimas horas diarias para la búsqueda de lo necesario para sobrevivir. Lo que permitía disponer de mucho tiempo libre para dedicarse a una compleja y sofisticada cultura del ocio. Lógicamente, la obtención de excedentes era anómala, y esto, unido a la sobriedad material de su cultura, provocó el menosprecio de los forasteros, que les juzgaban de acuerdo con sus cánones y eran incapaces de captar que la actitud de los llaneros era de gran racionalidad y sensatez, dadas la disponibilidad del medio, mientras que las opiniones de los blancos, fanáticamente partidarios de la agricultura o, en el peor de los casos, de la ganadería, no tenía lógica alguna y sólo evidenciaba un complejo de superioridad que, como tantas veces, enmascaraba intolerancia e incapacidad de comprender lo diferente.
Las primeras sandeces documentadas sobre los habitantes de los Llanos las debemos a los capuchinos. En 1692, fray Ildefonso de Zaragoza escribía al rey y decía de “Dichos indios bárbaros de aquellos llanos (que) no solo no se hallaba en ellos ningún género de política, pero aún parecían irracionales, porque su vivienda es sin tener pueblo, provincia ni otro género de división de reino, ni rey, ni cacique, ni otra sujeción ni leyes; en tal grado que ni los hijos guardan obediencia a los padres, ni respetan el natural parentesco, ni menos tienen adoración alguna falsa ni verdadera, uno hombre que, aunque tienen alma racional, parecen salvajes, sin trato ni usos humanos, todos paletos, sin pueblos en que vivir, sin razón para oír, sin entendimiento para filosofar, sin espera para responder. Andan en atajos como el ganado, desnudos y sin ningún género de vestuario más que el que usan las mujeres de un pequeño tejido de palma o de hierba que solamente les cubre las partes obscenas, y así pasan en rancherías portátiles por las riberas de los ríos y montes permaneciendo en ellas el poco tiempo que dura el pescado y la caza de aquellos sitios. Y cuando lo sienten apurado, se mudan a otros, y en los inviernos hacen barbacoa en los árboles donde poder dormir, libres de la inundaciones a que son sujetas todas aquellas tierras por las muchas aguas que hacen salir a los ríos de madre. Son muy dados a la embriaguez, a la sodomía, incesto, adulterio, pluralidad de mujeres, no hay entre ellos casamientos, ni guardan indisolubilidad, pues lo ordinario es no respetar la cognación ni grado”.
Medio siglo más tarde, en 1745, se expresaba de forma parecida fray Miguel de Olivares: “Los indios de los Llanos son de la tercera clase que viven more poecudum, como bárbaros y brutos, sin conocimiento de Dios, ni adoración falsa ni verdadera, ni subordinación a justicia ni superior alguno, porque no los tienen. Tienen todas las mujeres que pueden agregar, sin que entre ellos se guarde formalidad ni ceremonia de matrimonio; son muy rencorosos y guardan el odio y rencor de generación en generación, hasta que pueden vengarse. Esto lo acredita la experiencia de más de doscientos años, pues sin tener estos indios protocolos ni escrituras, conservan de padres a hijos la memoria de las crueldades que hicieron con sus antepasados los primeros españoles, que vinieron a las conquistas, y de aquí nace el odio y el rencor que nos tienen. Son muy flojos, perezosos y haraganes, muy dados a la ociosidad y muy amantes de la libertad como las fieras de los montes, por cuya causa se originan sus repetidas fugas que nacen de las misiones, en queriendo apurarlos un poco para que siembren lo que ellos mismo tienen que comer”.
El escrito mostraba bien a las claras la actitud de los blancos ante determinadas actividades y la insistencia con que se equiparaba agricultura y ganadería con civilización. Decía el capuchino que el mayor trabajo de los misioneros con los aborígenes era instruirles en el cultivo de la tierra cuando les obligaban a residir en poblado, “pues siendo tan inhábiles, tan flojos y nada aplicados para el trabajo, en hacer sus casas o chozas para su vivienda, en cultivar las tierras y mantenerse y poderse verter, pues salen desnudos con su arco y su flecha solamente, pues, en queriendo apurarles un poco el religioso al trabajo con celo de su manutención, ansiosos de su libertad y vida ociosa, se vuelven otra vez a los montes y gentilicio”.
Por último mencionaré otra de las obsesiones se los misioneros, que según ellos les suponía nuevas dificultades, “la falta de vestidos; pues todos los indios de los Llanos, debido al calor y a las inundaciones que duran de seis a ocho meses, andan desnudos y es preciso vestirlos desde el primer momento; para ello recurren los misioneros a la siembra de algodón, y enseñarles a las indias a hilar poniéndoles una tasa semanal; después lo tejen, y con esto visten a los indios de la población, y guardan algo para los que van reduciendo”.
Esta dicotomía de los pueblos agrarios-sedentarios y lo contrario, y ahora ya con término peyorativo sin rodeos, lo mostraba mediado el siglo XIX el colombiano J. M. Samper, para quien el llanero era “el lazo de unión entre la civilización y la barbarie, entre la ley que sujeta y la libertad sin freno moral; entre la sociedad con todas sus trabas convencionales más o menos artificiales y la soledad imponente de los desiertos donde solo importa la naturaleza con su inmortal grandeza y majestad”. Los juicios dicotómicos de Samper los repitió rotundamente Ramón Páez, educado en Estados Unidos e Inglaterra. Una excursión a los Llanos que habían señoreado las huestes de su padre le indujo a juicios, como mínimo, pintorescos: calificaba a Ortiz y Parapara de Columna de Hércules que indicaba el inicio de los Llanos y “el límite de la civilización de estos parajes, por acabarse aquí los últimos vestigios de la agricultura y de las artes usuales”; constataba que los llaneros era esencialmente pastores y consideraban una degradación “Inclinar la cabeza ante la misma madre tierra”, lo que sería la causa de que sus viviendas ofrecieran siempre “la más triste apariencia”. Añadía a continuación que la tierra era muy fértil, que hubiera podido proporcionar abundantes cosechas, pero que los llaneros no querían trabajarla, ya que se contentaban con un trozo de hígado cocido en lugar de pan y porque “no entienden el percepto divino de ganar el pan con el sudor de las frentes”.
Para el hijo del Centauro, la agricultura y “las artes usuales” equivalían a progreso y civilización, olvidando a la vez que el trabajo no era un precepto, sino una maldición divina, según la Biblia.
Lógicamente este antagonismo entre ganadería o caza no solo degeneró en elucubraciones ideológicas, sino que obedecía a actitudes económicas opuestas que conllevaban conflictos insalvables. Así, la proliferación de los cuadrúpedos tuvo dos consecuencias determinantes y estrechamente vinculadas: por una parte, la oligarquía terrateniente del norte intentó controlar a los animales salvajes organizando una ganadería de rodeo, para lo que se repartieron las tierras de la región, a fin de poder calificarse de propietarios, más que de tierras, de los ganados que por ellas erraban. En segundo lugar, los llaneros, cazadores de animales orejanos, fueron calificados de cuatreros por quienes se proclamaban dueños de la tierra y, por encima de todo, amos de los animales. Tales cuatreros lo eran involuntariamente, y no siempre (puesto que en las cortas temporadas de rodeo se podían alquilar como peones), pero al ser perseguidos por la legislación que los convertía en facinerosos podían fácilmente acabar como “bandidos”, también contra su voluntad. Entonces actuaban aisladamente, con frecuencia se reunían en pequeñas partidas y más raramente llegaban a organizar grandes cuadrillas que podían poner y pusieron repetidas veces en peligro el control de la región e incluso del norte por parte de los blancos.
La brutales diferencias entre ganadero y llaneros no eran técnicas, pues unos y otros se valían de las mismas prácticas para controlar ganados mesteños, pero los primeros querían hacerse con el mayor número posible para comercializarlos, mientras que los segundos sólo cazaban los imprescindibles para subsistir, al margen de que complementaran su dieta alimenticia con pequeños o medianos mamíferos autóctonos, una gran variedad de aves mayoritariamente acuáticas, tortugas y peces de los ríos o varios vegetales.
La caza de reses o bestias, una fuente importante de carne y la única de monturas, se realizaba según unas técnicas muy complejas que requerían una enorme habilidad, similar a las que practican en el resto del continente y que tenían plausiblemente, un origen común; quizás procedían de Salamanca, una de las zonas ganaderas de España, todavía famosa por sus reses bravas, y a cuyos habitantes se llama charros, como a los ganaderos mexicanos.
Los grandes cuadrúpedos podían derribarse a caballo con el lazo, asiéndolos por la cola para que perdieran el equilibrio, faena llanera llamada colear toros o mediante una garrocha, especie de lanza de unos cuatro metros que se construía con el tronco de la palma albarico, aguzada en un extremo a fuego o fijándole una punta de hierro.
Ramón Páez describe en sus Escenas, con todo lujo de detalles, un rodeo y la utilización de todo tipo de herramientas. Los propietarios de hatos vecinos se ponían de acuerdo para agrupar ganado orejano de extensas sabanas con el fin de marcar sus crías, según la marca de las madres y separar algunos novillos para venderlos; en el rodeo descrito, unos cien jinetes, en grupos de seis u ocho, controlaron unas nueve mil cabezas, valiéndose en buena medida de garrochas: “Cuando se persigue al toro que trata de salirse del rodeo y que es más veloz que el caballo, el jinete lucha por alcanzarlo con la punta del dardo, clavándoselo precisamente en la paleta, y al empujar la garrocha con todo el peso de su cuerpo, destruye, con ayuda de su inteligente corcel, el equilibrio del toro, y lo hace caer sobre el suelo. Estos derribos son suficientes para prevenir ulteriores tentativas de fuga, y parecen obligar al toro a seguir en el rodeo”. También mencionó Páez a un toro muy bravo al que era imposible enlazar, lo dominó finalmente un mayordomo desde el suelo, pues después de torearlo un poco con la cobija consiguió agarrarle la cola, pegarse a él “hasta que por una habilísima torcida de rabo logró tumbar al toro de un costado, le metió la cola entre las patas de atrás, quitándole así todas las fuerzas para levantarse, y lo aguantó hasta que llegaron los otros en su ayuda”. Cercado todo el ganado, se separaban las reses según las marcas y para herrar los nacidos desde el último rodeo, lo que se hacía al fuego sobre la piel y haciendo uno cortes en las orejas para distinguirlos desde lejos o cuando estaban apiñados en manadas.
Habitantes de una región con características bien peculiares, los llaneros debían, para subsistir, ser excelentes baquianos, debían tener una vista extraordinaria, un oído sumamente fino (escuchaban ruidos muy lejos pegando la oreja al suelo), y debían disponer de un gran sentido de orientación en una tierra donde el número de peligros era considerable y la aparente monotonía del paisaje podía significar perderse donde podía llegar a faltar lo de verdad imprescindible para no perecer de hambre o sed; debían poder prever los cambios de tiempo o de estaciones por las más pequeñas alteraciones en la naturaleza o en el comportamiento de los animales; o debían saber, por ejemplo, si un río era vadeable.

Los llaneros en la historia de Venezuela
Como en tanto zonas indianas de fronteras, los misioneros precedieron a los soldados para controlar los pueblos más refractarios a los blancos. Los primeros capuchinos, que llegaron hacia 1650, enfrentaron un sinfín de dificultades con los aborígenes de los Llanos, entre ellas su nomadismo y movilidad y la gran variedad de lenguas en las que, por añadidura, no existían términos para predicar el catolicismo, por lo que decidieron reducir a los indígenas a pueblos y fundar hatos, lejos de los Llanos, donde practicarían la ganadería y la agricultura. Pero los reducidos no tardaban demasiado en fugarse y a los capuchinos les costó un poco descubrir que lo indios se dejaban reducir a pueblo para hacerse con las armas y herramientas, con las que a poco se escapaban. Los misioneros pidieron la cooperación de los civiles, a quienes se entregaban los indígenas capturados (en una esclavitud paralela), y el único resultado fue que debían ir cada vez más hacia el sur y los escasos aborígenes capturados eran entregados a blancos en zonas cada vez más alejadas.
Ya he señalado que se refugiaron en los Llanos muchas personas, de todos los colores, que habían abandonado la zona de los blancos, quizá por necesidad, pero voluntariamente. Los llaneros, aborígenes escurridizos, no tenía la más pequeña intención de extenderse sobre la zona de agricultura; su pretensión era bien simple: que les dejaran vivir según sus normas y costumbres en la tierra que habían escogido. Así, las relaciones entre ganaderos y llaneros eran relativamente pacíficas si los primeros no pretendían someter a los segundos o si no intentaban controlar los animales mesteños de la región de los llaneros, lo que ocurrió cada vez que fenómenos exógenos provocaron tirones brutales en la demanda de bienes pecuarios. En cada una de estas ocasiones se intentaba ampliar las tierras sobre las que controlaba animales cada propietario, se ensayó capturar animales en tierra de nadie o disponer de pastos más hacia el sur para que los grandes propietarios que disponían de un segundo hato llevaran allí sus animales durante la sequía del verano. Estas circunstancias se produjeron al parecer en dos momentos culminantes: en las últimas décadas del período colonial, debido a la expansión de la solicitud para abastecer las plantaciones del Caribe, y a mediados del siglo XIX, cuando la fase expansionista del capitalismo europeo coincidió con la guerra de Secesión norteamericana, lo que hizo que los que hasta entonces habían sido grandes exportadores, importaran remesas para avituallar a los soldados, provocando un “hambre de cuero” que afectó todo el mundo.
En el primero, el crecimiento económico en todo el Caribe tuvo dos consecuencias que en interacción convirtieron los Llanos en un polvorín: en el mismo momento en que la expansión de la agricultura de plantación en Venezuela provocaba que fueran más los que se refugiaban en los Llanos (y no solamente esclavos), esa misma expansión en Venezuela y las Antillas disparó la demanda de carne y de animales de tiro y acarreo. La oligarquía pretendía controlar los bienes de los Llanos y sojuzgar a los llaneros para lo que mandó a redactar unas represivas Ordenanzas que jamás tendrían poder suficiente para hacer cumplir, por lo que agravaron el problema que querían liquidar: en lugar de acabar con los cuatreros, fomentaron el bandolerismo.
La exacerbación de la defensa llanera de su tierra y de sus formas de vida desde mediados del siglo XVIII fue uno de los aspectos del tránsito final del feudalismo al capitalismo, que en Europa y América supuso un incremento cuantitativo y cualitativo de las revueltas populares, en su intento de oponerse a unas transformaciones que se realizaban en su perjuicio. En todas las Indias y en España, los momentos culminantes de las revueltas fueron disfrazados bien pronto por una concreta historiografía, presentándolas no como enfrentamientos de clase, sino como luchas nacionales, y los bautizó de guerras de Independencia.
En Caracas, 1808 y definitivamente en 1810, se produjo, inesperadamente, una situación crítica. Cuando mayor era la insubordinación de miles de esclavos de plantaciones y la insurgencia de las masas populares, cuando más considerable era la revuelta llanera, acaeció un fenómeno que aterroriza siempre a los propietarios: un vacío de poder o, lo que es lo mismo, el temor de perder el control por parte de quienes lo detentaban en su beneficio y en detrimento de la inmensa mayoría. En efecto, las Indias, propiedad del rey de Castilla, con las abdicaciones de Carlos IV y de su hijo Fernando pasaron a ser propiedad de José Bonaparte, monarca que los grandes propietarios de Venezuela no podían aceptar, ya que representaba, aunque fuese aguada, la temida revolución francesa, que, entre otras cosas, había provocado la revuelta de esclavos en Haití.
La oligarquía caraqueña organizó primero una Junta defensora de los derechos de Fernando VII (y ya era significativo que no decidieran defender los derechos del rey, su padre), a imagen y semejanza de las metropolitanas, y se inclinaron por la independencia en 1811 cuando el triunfo napoleónico en toda Europa parecía irreversible, a la vez que los restos de la oposición española elaboraba en Cádiz una Constitución excesivamente liberal para los terratenientes esclavistas. El rechazo de algunos ayuntamientos venezolanos a la primacía caraqueña, el impacto ideológico promovido por la ilustración, el incremento de virulencia de las revueltas populares ante el ya trasparente control del poder ejercido por sus enemigos de clase, fueron algunas de las causas que provocaron el estallido de una serie de guerras civiles. A los largo de la primera (1812-1814), los llaneros intensificaron su proceso de autodefensa, pero no salieron de su territorio. Contrariamente, en 1814, siguieron a Boves, caudillo blanco, quien los condujo ya a la ofensiva contra la oligarquía y acabaron con la segunda república. Siguió un período (mal conocido o peor estudiado) de predominio llanero, que duró hasta mediados de 1815, cuando llegó el primero y único ejército expedicionario español, dirigido por Morillo. Este, en nombre del Fernando VII (Napoleón había sido derrotado contra todas las previsiones), restableció el viejo sistema anterior a 1808, convirtiendo de nuevo a los llaneros en resistentes, ahora dirigidos por José Antonio Páez. Pronto se alió Páez accesoriamente con Bolívar, quien desde 1816 había iniciado una nueva intentona independentista, en contra del contubernio de la oligarquía con el ejército metropolitano y que, ante la traición de los oligarcas, sus hermanos de clase, se vio en la necesidad de aceptar la colaboración de quienes le habían derrotado y ahuyentado en 1814, es decir, de los llaneros.
De 1816 a 1820, la situación permaneció en tablas. Los llaneros eran invencibles en su tierra, pero Bolívar no podía ni pensar en atacar el norte, defendido por el ejército español forjado en las guerras napoleónicas.
El panorama varió nuevamente en 1820. La aceptación, por parte de Fernando VII, de la Constitución de 1812 provocó que la oligarquía caraqueña, una vez más y ahora, definitivamente, decidiera romper los débiles vínculos que mantenía con la Corona y se hiciera con todo el control de poder. Ello sucedía cuando, por añadidura, se incrementaba la ofensiva llanera y a la vez disminuía, por degaste natural, la posibilidad defensiva de las tropas metropolitanas. El chaqueteo de la oligarquía, ahora decidida a manipular a Bolívar, inclinó la balanza definitivamente, y la victoria final de los insurgentes ocurrió en Carabobo el 24 de junio de 1821.
Terminada la contienda, el ejército llanero representaba un gran peligro para quienes al final se habían hecho con del poder. Y aquel ejército, sumamente eficaz pero que no servía para imponer el orden oligárquico, sino que podían liquidarlo, fue enviado a participar en empresas exteriores: los terratenientes apoyaron decididamente las propuestas de Bolívar de continuar la gesta emancipadora más allá de sus fronteras, hasta la Nueva Granada, Quito o el Perú. Posteriormente, y sobre todo a partir de 1830, los llaneros pudieron ser repetidamente utilizados, en una cooperación más o menos consciente por su parte, en el sinfín de contiendas que se produjeron entre los caudillos libertadores que se sentían marginados por los gobiernos o traicionados por los políticos.
La frágil estabilidad republicana se desbarajustó porque Ezequiel Zamora, caudillo federal (escisión radical y populista de los liberales), consiguió armonizar las ideas e intereses de los llaneros, de las masas populares del norte y de la oposición política al gobierno de Caracas. Fue capaz de conseguir que confiasen unos en otros y obtuvo recursos para armar las masas y a la oposición (los llaneros no las necesitaban, ya que les bastaban sus herramientas). Así estalló la guerra federal (1859-1863) y por eso mismo fue asesinado Zamora, posiblemente por uno de sus mismo correligionarios, a principios de 1860, y el resto de la contienda no fue sino un largo paréntesis mientras centralistas y federales intentaban detener la revuelta social que entre todos habían organizado y devolver las cosas a la situación anterior a la guerra.
Los peones de los valles del norte o el oeste continuaban, intensificándola, una vieja lucha contra la opresión, que parte de ellos había iniciado cuando todavía se les llamaba esclavos: los llaneros proseguían la centenaria defensa de su tierra y de sus formas de vida. Pero llama poderosamente la atención que, en 1859, en los conflictos de intereses por el control del poder algunos dirigentes políticos fueran suficientemente insensatos como para buscar unirse con campesinos y llaneros, reanudando unas alianzas accesorias que ya se habían dado a lo largo de las guerras civiles llamadas de la independencia.
Son diversas las causas de que esta nueva contienda civil, la Federal, durase casi cinco años. Los insurgentes eran mayoría, entre ellos figuraban los llaneros, invencibles en su tierra; lo gubernamentales se encontraban en una flagrante inferioridad logística y, dado el cariz de la contienda, se les hizo en la práctica imposible levantar un ejército, dado que los humildes estaban en la trinchera opuesta, y los poderosos no estaban dispuestos a pelear en una guerra de la que solo esperaban beneficios. Fueron cada vez mayores las dificultades de los conservadores gubernamentales para obtener alimentos o pertrechos. Por añadidura, los llamados federales contaron con la ayuda de los anticentralistas neogranadinos y con el ideario colombiano de Bolívar, que todavía pesaba de forma considerable entre muchos venezolanos.
Sorpresivamente, era algo nuevo en Venezuela, cuando uno de los dos bandos enfrentados en la guerra civil, esta vez el federal, la tenía ganada, sus dirigentes sintieron la necesidad de pactar con sus oponentes que estaban desahuciados. La explicación es simple: los dirigentes del partido federal que habían usado y abusado de una demagogia populista y una confusa verborrea aparentemente antioligárquica, temían que sus seguidores, y en especial los llaneros, intentaran llevar a cabo verdadera una revolución social.
La traición fue perpetrada en Coche por Juan Crisóstomo Falcón, el máximo dirigente militar federal, el mismo que en un discurso ante sus tropas en 1861 había dicho: “Las revoluciones populares pueden prolongarse, generalmente se prolongan, pero no se pierden jamás, que a la larga todo se gasta en política excepto el surtidor inagotable y perenne de la opinión. La opinión es el pueblo, el pueblo que lo puede todo, como quien tiene la suprema razón y la fuerza suprema de la sociedad que forma; a la revolución fáltanle los elementos y se disemina, y vuelve a empezar combate de nuevo, sin jefes, sin dirección, y vence una veces y es vencida otras. Por eso los oligarcas están cansados, la revolución se muestra como el primer día: Los treinta meses que a ellos les parece una eternidad sangrienta, el pueblo, que es contemporáneo del tiempo e inmortal como él, ni aún siquiera los ha sentido transcurrir. Esta revolución no se parece a ninguna de las que la han precedido, el país busca ensayar un cambio radical por medio de la federación, en que predomina la libertad sobre todo: o mejor busca un sistema por el cual sea el pueblo el que piense, administre, ejecute y cumpla su propio pensamiento”.
La traición de Coche se llevó a cabo, por parte de los dirigentes federales, precisamente para evitar que el pueblo pensara, administrara, ejecutara y cumpliera su propio pensamiento, y como ello fue así, después de Coche las cosas siguieron exactamente igual en Venezuela y sus aledaños que antes de iniciarse la contienda.
De la historia llanera de 1863 a 1920 no sabemos apenas nada, sencillamente y una vez más, porque nadie se ha interesado en su estudio; pero no hay la menor duda que las asonadas y las guerras hubieran tenido un cariz bien distinto sin la intervención de los jinetes de la sabana. La revolución legalista acaudillada por Joaquín Crespo, la restauradora de Cipriano Castro y la libertadora, que tuvo más caudillos que soldados, las asonadas del “Mocho Hernández” o de Maisanta, no podrán jamás captarse en su totalidad si olvidamos el papel jugado en cada uno de estos acontecimientos por los llaneros, quienes lanza en la mano, traicionados por los caudillos políticos en la mayoría de los casos, protagonizando verdaderas epopeyas (que naturalmente los historiadores nos han escamoteado) intentaron defender su tierra del acoso de la oligarquía blanca que, en nombre del beneficio material y del progreso, querían y debían barrerlos y aniquilarlos como pueblo.
La aniquilación definitiva se produjo en las primeras décadas del siglo XX, cuando por primera vez el dictador Juan Vicente Gómez, con las regalías del petróleo, pudo organizar una ejército represivo bien armando y motorizado, y contó con suficientes recursos para corromper los caudillos locales dispuestos a venderse.

Bibliografía
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