domingo, 11 de mayo de 2014

La Ración del Boa (cuarta parte: Cap. XVIII al XXIII) por Eloy Guillermo González


La Ración del Boa
(cuarta parte: Cap. XVIII al XXIII)
Eloy Guillermo González
Caracas, Empresa El Cojo, 1908



XVIII
Soublette insistía en la pobreza de la provincia: manifestaba que no sólo no se hallaba en ella lo necesario para equipar un ejército, que no había ni con qué mantenerlo, lo cual lo había obligado a pedir a Soatá harinas y muestras que había mandado comprar, y a exigir del Socorro todo arroz que pudiera conseguirse: también había pedido a este punto mantas, suelas, baquetas, cordobanes y quinientos reclutas[i].
El capitán Felipe Álvarez, edecán del Libertador, fue quien llevo a Soublette las instrucciones citadas atrás: el jefe del Estado Mayor declaraba que el cumplimiento de la primera de ellas sólo dependían de él en cuanto a lo que pudiera tomarse a los enemigos en Cúcuta y que si el Socorro, Soatá y Tunja cumplían con cuanto él había pedido, podía contarse con que S. E. hallaría vestido el ejército. Agregaba que estaban dadas las órdenes a todas las provincias para la más exacta recolección de bestias para trasporte y bagajes, advirtiendo que de las provincias del Socorro y Tunja no se le habían remitido caudales algunos y que en la Pamplona nada se había recaudado[ii].
El Libertador llegó a Hato Viejo el 22 de septiembre y se dirigió a los alcaldes del pueblo, expresándoles que en consideración a las exacciones que había sufrido por las tropas que por él habían transitado, había tenido a bien rebajar la cantidad de quinientos pesos que se le había asignado de contribución para la necesidades del Estado, a la mitad[iii].
Soublette al moverse, no fue feliz: organizando el ejército en dos divisiones de vanguardia y retaguardia, compuesta la primera de los batallones Bravo de Páez y Cazadores de Pamplona y un escuadrón de Guías, y la segunda de los batallones 1º de Línea, Boyacá, y Tunja, se puso en marcha desde Pamplona, el 20 de septiembre, habiendo tomado las más exactas medidas para que el enemigo no supiera su movimiento: logró llegar el 23, a las once de la mañana, al llano de Juanfrío sin ser descubierto, pero allí cuatro paisanos que el enemigo había enviado como espías, lo vieron y a pesar de que fueron perseguidos, no fue posible capturar sino dos, habiendo los otros llevado el alarma a la villa del Rosario.
Como Soublette guiaba su marcha por desfiladeros interminables, tuvo que hacer alto de más de hora y media para reunir la división, y cuando ya se preparaba a marchar para el Rosario, el enemigo rompió el fuego sobre la cabeza de la columna, casi a quema ropa y abrigado con los bosques. Inmediatamente el experto veterano hizo marchar de frente por el camino principal y con guerrillas sobre su derecha, siguió a paso de carga sobre la villa, dispersó la fuerza que salió a encontrarlo y cuando la vanguardia penetró en la ciudad, ya el enemigo la había evacuado tomando aceleradamente el camino de San Antonio. Soublette lo persiguió con la caballería al galope e hizo que siguiera la columna: lo alcanzó del otro lado del Táchira, pero siguió el contrario en retirada hasta el pie del alto de las Cruces, camino de La Grita, en donde con cuatro compañías del Tambo y de Numancia tomó posiciones para proteger su operación: el jefe republicano comprendió que era infructuoso empeñar una gran fuerza contra una posición fácil de defender por su naturaleza y sólo destinó las compañías de cazadores 1º y 2º del batallón Páez, la de tiradores de los Cazadores de Pamplona, la de cazadores del Boyacá y la de cazadores del Tunja: al cabo de hora y media de fuego cerrado, el enemigo perdió todos sus puntos y se vio forzado a retirarse a la Cumbre, perseguido por los cazadores.
Así acosado, dio una carga y empeñó en la acción al batallón Navarra, que mantenía de reserva; los cazadores republicanos ya habían consumido todas sus municiones y tuvieron que retirarse: el enemigo se alentó y cargó al trote. Soublette auxilió los cazadores con el batallón de Línea de la Nueva Granada, que rechazaron de nuevo al contrario y lo obligaron a volver a la cumbre. Era ya casi de noche y apenas se divisaban los objetos: Soublette había consumido más de las dos terceras partes de sus municiones; la tropa estaba sumamente fatigada después de cuatro horas de fuego por un terreno fragoso y de dos días de marcha sin comer: por consiguiente, se vio en la necesidad de mandar suspender el fuego en todas partes: volvió con el ejército a San Antonio a donde llegó después de las ocho de la noche y tomó cuarteles. Al día siguiente, antes del amanecer, el general español Latorre pasó con su ejército por Capacho y sin detenerse siguió sobre Táriba[iv].
Del Rosario avisaba Soublette al Libertador que el ciudadano Francisco Angarita, corregidor de Chita, era el comisionado para recibir y empotrerar todos los ganados que fuesen de los llanos, y el comandante de Soatá para sacar los que fueren necesarios. En cuanto a los ganados que habían mandado tomar en el Cocuy, exigir en Sátiba, comprar en la provincia de Tunja y recoger en la de Pamplona, estaba comisionado el ciudadano Domingo Guerrero para recibirlos a Soublette[v].
En su marcha, el Libertador pasó por Leiva y visitó el convento de carmelitas: en él se informó de la escasez y miseria a que estaban reducidas aquellas religiosas, por falta de fondos. Para aliviarlas, dispuso que de la renta de aguardiente de la villa se les contribuyese mensualmente con cien pesos, mientras restablecían sus rentas a un pie que les pudiese proveer la subsistencia[vi].
Al día siguiente, llegado a Sombrerera, supo que la conducta del cura de la parroquia de Moniquirá había sido la más opuesta a los intereses de la patria y decidida por el enemigo: ordénale en consecuencia, que entregase inmediatamente el curato al presbítero doctor Buenaventura Sanz, y diez mil pesos en numerario al comisionado Francisco Javier Venegas, en el concepto de que no haciéndolo así, el comisionado llevaba orden de mandarlo con una escolta al ejército[vii].
Algo semejante ocurrió con el cura del pueblo de Chitaraque: se le impuso también una contribución de diez mil pesos, que debía consignar en manos del alcalde Mariano Vianqui, para ser remitidos al cuartel general[viii].
En Vélez, atendiendo a que el ejército del norte era muy numeroso, a que aún no había sido pagado una sola vez y a que estaba desnudo y carecía de equipamiento y fornitura, dispuso que todos los fondos de cada provincia de aquella región, fuesen de alcabala, estancos, diezmos, legados y donativos, se recogiesen con la mayor eficacia y con una actividad sin ejemplo, para que inmediatamente le fuesen remitidos a su cuartel general: que cada provincia de aquéllas daría cuarenta mil pesos de donativo y otros tantos se tomarían de los diezmos, en calidad de reemplazo: que los bienes de legados se realizarían del mayor modo posible y a la mayor brevedad, admitiendo rescate a los dueños o a otros individuos: que los que se hubiesen mostrado afectos al sistema español darían un donativo más crecido que los otros: que los eclesiásticos, y principalmente los reverendos curas, darían un donativo por separado del de la provincia, de modo que los que se hubiesen mostrado afectos al partido enemigo contribuyesen con la mayor parte de este donativo: que se mandarían construir dos mil vestidos de manta, mil camisas de la mejor tela para el servicio del ejército; mil cartucheras y mil gorras de suela, perfectamente acabadas, dos mil pares de alpargatas y mil mantas: que todo se ejecutaría en el término de un mes[ix].
Al cabildo de aquella misma ciudad le decía que la defensa de la Nueva Granada interesaba, no solamente a toda provincia y a cada pueblo, sino también a cada individuo en particular, y para que fuese pronta y segura se requerían armas que debían comprarse a los extranjeros y para ejecutar esta operación era necesario dinero. Bajo esta persuasión, esperaba del patriotismo del cabildo procediese a realizar una contribución de diez mil pesos, repartida en todo el vecindario del cantón, equitativa y proporcionada a las fortunas de los ciudadanos, y que una vez colectada, se le remitiese al cuartel general[x].


XIX
Cuando entró el mes de octubre, el director general de rentas, don Luis E. Azuola, le dirigió al Libertador una exposición, manifestándole que un complejo de circunstancia, nacidas del preciso desorden en que por lo común entran las repúblicas cuando, disolviéndose los gobiernos, pasan de unas a otras dominaciones, había llevado a la Nueva Granada a la más sensible y extraordinaria escasez de fondos públicos, al mismo tiempo en que recrecían las mayores urgencias, con la momentánea precisión de hallar medios con qué cubrir el considerable vacío de caudales que producía el sostenimiento del ejército y del Estado.
Agregaba el director general que el concepto de un gobierno libre a que justamente estaban persuadidos los pueblos granadinos haber pasado, debía separarles todas las ideas de un dominio opresor, que los había reducido a la última miseria y exterminio. Grandes donativos, crecidos empréstitos, contribuciones diarias y forzadas, desorden de sus haciendas, despojos de sus ganados, de sus muebles y hasta de sus propias camas, ofrecían una idea general de los recientes padecimientos; pero aún no llenaban el gran círculo del ruinoso estado en que se hallaban los habitantes de la Nueva Granada.
No estaban, por consiguiente, en situación de sufrir nuevas imposiciones, fuese de la clase que se quisiera, cuando era tan absoluta la imposibilidad de contribuirlas. Las rentas públicas, por otra parte, marchaban con mucha lentitud, y sus progresos, que en el orden regular serviría de auxilio, se hallaban justamente detenidos. El ramos de alcabala estaba reducido a las introducciones de algunas cargas de miel y muy pocas de productos de la tierra; el de tabaco se podía decir arruinado, si a la mayor brevedad no se ponía un componente fondos en las factorías de Ambalema y Piedecuesta, del que deberían ser pagados los cosecheros, quienes, no teniendo otro arbitrio para vivir, antes venderían por la mitad del precio los tabacos a quienes se los comprase con dinero, que dejarlos en factoría sin recibir la más pequeña cantidad que pudiese aliviar su miseria; el ramo de aguardientes comenzaba a establecerse por medios de asientos y las grandes administraciones productiva de aquel ramo, a excepción de una, se hallaban precisamente en las provincias que aun no estaba libres.
La casa de Moneda, cuyos fonos habían servido siempre, en todo tiempo, para subvenir en los lances más apurados, los habían entregado al Libertador para comprar armas, y no teniéndolos para la compra de metales, el introductor se desanimaba, porque deteniéndosele la pronta reducción de sus intereses a moneda, trataba de hacer negociaciones con el oro en pasta, que acaso le eran más lucrativas.
El gran fondo con que se debía contar del ramo de secuestro había desaparecido y su completa dilapidación no había producido el Estado ni aun el corto derecho de alcabala, en unas rentas por todo derecho nulas, dejando a los pueblos en las expectación de unas utilidades que debían ponerles a mucha distancia los casos de toda contribución extraordinaria, y a la república los cuidados porque pasaba.
Creía el director general que había llegado el momento de apurar los medios más sencillos, pronto y eficaces para remediar la ruina de la república. Muy pocos eran los que se ofrecían en un país exterminado, sin comercio activo ni positivo, y de donde había emigrado la mayor parte de los hombres a acaudalados, de cuya generosidad, como en otras ocasiones, habrían podido valerse el gobierno. N obstante, el director general sometía a la alta consideración del Libertador los medios más apropiados a las críticas circunstancias en que se encontraban, echando mano de los que pareciesen más suaves y menos duros.
En primer lugar, la gran de diezmos, –si es que en ella existían caudales–, podría dar, en calidad de préstamo al Estado, alguna suma considerable, que unida a las de subsiguiente indicación, suministraría un pronto refuerzo: se pediría a las provincias de Antioquia, Tunja y el Socorro, y a todos los recaudadores de diezmos en ellas, los caudales que estuviesen: caso de no haberlos, se reunirían los comerciantes y hacendados más pudiente, a quienes, bajo la especial hipoteca da la misma Casa Moneda, se les pediría un empréstito para ocurrir a las necesidades del día.
Señalaba, además, el director, que en caos de igual inopia, habían adoptado las naciones más cultas el extraordinario remedio de la emisión de papel moneda, aunque era verdad que había sido un lenitivo engañoso del momento, que había llevado a esas naciones a una ruina mucho mayor que la que habían tratado de precaver. Semejante asunto ofrecía obstáculos que parecían insuperables, pero como la urgencia era grande y grande los riesgos, debían ser grandes los sacrificios, y el director general creía que el Libertador podía convocar una junta extraordinaria de Hacienda, compuesta de los sujetos del estado eclesiástico, civil, político, del comercio y hacendados, para oír n consulta sus dictámenes, entre los cuales habría muchos que servirían para las providencias que S. E. debía dictar en tan interesante asunto[xi].
En esos precios momentos, el Libertador marchaba sobre Venezuela: daba ordenes a Soublette para que le tuviese preparada tres o cuatro embarcaciones con los bogas y víveres necesarios, para embarcarse en el Arauca inmediatamente que llegara[xii]. A su vez, Soublette amenazaba al jefe del Estado Mayor en ejercito, que si no se le remitían prontamente víveres, se retiraría a retaguardia de San Cristóbal volvería a Cúcuta, quizá a Pamplona. “Por mi espalda nadie se interesa en la suerte del ejercito”[xiii]. Bolívar ya en camino de Piedecuesta, le notificaba a Santander que examinaría atentamente el proyecto del director general de rentas, y que mientras tanto a Antioquia y doscientos mil pesos, podía el Vicepresidente pedir a la provincia de Popayán cuatrocientos mil pesos, otros tanto a Antioquia y doscientos mil al Choco[xiv]: anunciaba al comandante general de Pamplona que en cinco días estaría en aquella ciudad y que esperaba hallar lista le mayor parte del donativo asignado a la provincia y los veinte mil pesos del fondo de diezmos[xv]. Adelante, Soublette le advertía a Lara, ayudante general, que creía imposible que en Guasdualito se pudiesen conseguir doscientas bestias de carga aperadas, y con sus correspondiente arrieros; serían caballos, que de milagro si llegaban a San Cristóbal. “Muy Peligroso, –le agregaba–, seria que mañana o pasado mañana entrasen las tropas a este camino. No hay absolutamente ningún recurso de subsistencia en él, y para poder salir con la división que está a mi cargo, creo que será forzoso empezar mañana a matar bestias, porque el ganado que mandé buscar, no tengo ni noticias”[xvi].
Llegado Bolívar a Bucaramanga, ordena al jefe de Rifles que sitúe una compañía en Girón, otra en Piedecuesta y otra en Cácota de la Maestranza, y que las raciones se abonen en dinero a los soldados, a razón de un real diario a cada uno: que el jefe político del cantón deberá suministrar los fondos necesarios para aquel efecto[xvii].
Como lo había prometido en Piedecuesta, seis días después llegaba el Libertador a Pamplona: de allí trasmitió a Soublette las órdenes necesarias para que entregara al coronel Briceño la división que conducía, a fin de que éste la llevara a incorporarse al ejército del general Páez, donde quiera que se hallase, “sin detenerse en ninguna parte un solo día”: Soublette debía seguir inmediatamente a verse con Páez e informarlo de los designios del Libertador para la próxima campaña, hecho lo cual seguiría “con la última celeridad” al cuartel general del ejército de Oriente, donde quiera que estuviese, y le ordenaría a su General que inmediata, inmediata, inmediatamente se moviese hacia el Bajo de Apure, a reunirse lo más prontamente posible con el ejército de Páez: que el ejército de occidente debía tener todo pronto para mediados del mes de febrero, por lo menos dos mil caballos sobrantes, fuera de los que montara la caballería de Apure y la que pudiera ir del Oriente; y que él conduciría tres mil hombres más a Venezuela, para lo cual se necesitaban bagajes y víveres en la boca del monte de San Camilo”[xviii].
Así resolvía aquel hombre sin miedos ante la catástrofe, la situación que le exponía el director de rentas de la Nueva Granada: arrojando las últimas desesperaciones de la miseria en la fragua de la guerra. El forjador incontrastable sacaría de ella la victoria de Carabobo…


XX
Al  llegar a Pamplona, entre el Socorro y Girón consiguió el Libertador cincuenta mil pesos[xix]; de ellos entregó al comisario J. Miguel Tejada cuatro mil para socorrer el batallón del coronel Cruz Carrillo, disponiendo que mientras se hacía el ajuste de la media paga de este batallón, se le diera diariamente a cada individuo, en lugar de la ración, a los sargentos, cabos y soldados un real, y a los oficiales de todas graduaciones cuatro reales. Esta paga, en lugar de la ración es especie, reservando para la marcha todos los víveres que se pudieran acopiar en aquellos lugares[xx].
Al coronel Lara se le trascribió esta orden, agregándole que se esmerara en recoger todos los víveres posibles para alimentar las tropas que pasasen la montaña de San Camilo y que dispusiese que en las haciendas de los partidarios del enemigo, se sembrase mucha yuca, maíz y plátanos, para la manutención de las tropas, con los esclavos que hubiesen sido del enemigo; que si fuese más conveniente hacer estas siembras en terreno de algún patriota, se hiciese también, reuniendo bajo una sola mano la dirección de los trabajos, para que hubiese más economía y menos fraude[xxi].
Al gobernador militar, comandante general de Pamplona, se le comunicaba que para precaver las malversaciones y fraudes que pudiere haber en los subalternos encargados de la exacción del donativo, y las extorsiones injustas a que por esta causa estaban expuestos los pueblos, dispondría que los comisionados llevasen un cuaderno en el cual constase la cantidad de que se hacía cargo, el nombre del donante, el pueblo de su vecindad y la fecha, que esta partida la firmaran el que entregaba y el comisionado, y que este proveyese al donante de un recibo por la cantidad entregada[xxii].
Al gobernador militar del Socorro se le decía que los reclutas no recibirían sino la ración, hasta que no estuviesen bien disciplinados y entonces recibirían la media paga; pero que todos los ingleses, fuesen oficiales, cabos y soldados recibirían el prest entero, para que se mantuviesen con él y evitar de ese modo quejas y faltas de parte de aquellos beneméritos extranjeros; que luego, luego se recogiesen los hombres necesarios para formar el batallón Albión, y se mantendría, equiparía y pagaría en todo con la mayor exactitud y puntualidad, a fin de evitar los desórdenes que son consiguientes a la falta de paga de una tropa[xxiii].
Al gobernador militar de Tunja le significaba que estaba aguardando con una total impaciencia los reclutas de aquella provincia y los ochenta mil pesos que le había pedido y que, poniéndose en actividad, le enviase aunque fuesen cuarenta mil pesos, incluyendo esta suma las rentas de diezmos, las rentas públicas y el donativo general[xxiv].
Y le decía al Vicepresidente de la Nueva Granada que para que la rebaja de la mitad del sueldo decretado a los empleados en el servicio del Estado, durante aquellas urgencias, fuese general y compresiva a todos, sin excepción, dispusiera que aquellos que gozaban del tanto por ciento del producto de las rentas que administraban, solamente recibiesen la mitad, quedando la otra a favor del Estado[xxv].
A Soublette se le reiteraba que no debía ahorrarse gasto alguno para acelerar la marcha del ejército de Oriente; que el Libertador quería que se gratificase y se mantuviese muy bien a los conductores de las armas al Bajo Apure, no excusándose hombres, ni buques, ni bagajes para este servicio, que debía ser pagado a precio de oro. Con este objeto, enviaba el Libertador a Soublette cien mil pesos más[xxvi].
Para mediados de noviembre se hallaba el Libertador en la Salina, la cual encontró en un estado deplorable: para protegerla, ordenó que se eximiese a su población de toda carga extraordinaria[xxvii]. De allí refería Bolívar al Vicepresidente granadino que las mismas quejas que éste tenía respecto a las bestias que salían de Cundinamarca, había oído en todas las demás provincias por donde había transitado, y que no por ello estaba el ejército mejor servido, ni tenía siquiera los trasportes necesarios para las municiones y bagajes. Atribuía el Libertador esta pérdida de bestias al abandono o mala fe de los alcaldes de los pueblos, que al tiempo de dar los relevos, recibían las otras y no las volvían a los lugares de donde procedían: observaba, además, que a pesar de las quejas de que no había bestia, –contestación unánime en todas partes–, cualquiera partida o comisionado activo que se detuviera a recogerlas, llevaba todas las que se pedían, prueba de que las quejas no eran justas y nacían del poco afectos que tenían aquellos hombres a desprenderse de sus propiedades.
Al oír el Libertador que generalmente se lamentaban los pueblos por donde pasaba de la pérdida de bestias que iban para el ejército, creyó que hubiera en éste un gran número aquéllas; pero al incorporársele, se halló sin las necesarias. Juzgó entonces que el señor general Soublette habría llevado muchas, pero por la relación que le hacía este jefe de su marcha, se desengañó, porque todas las que llevó no alcanzaron para racionar su división en dos o tres días que le faltaron provisiones[xxviii]. El Libertador acompañaba al general Santander tres órdenes del coronel Concha, para que viera por elles que no había ido para el ejército ganado alguno de Casanare: las pocas reses que se le destinaron, eran de tan mala calidad, becerros y toros flacos, que no pudieron salir de la montaña: los novillos y el ganado bueno, todo se vendía, como lo acreditaban las órdenes en referencia: el Libertador no encontró en la Salina ni aun el ganado necesario para subsistencia de la recluta en su tránsito[xxix].
En Pore escribía Bolívar, tres días después, su despedida al Vicepresidente de la Nueva Granada: seguía para el Apure, el 23 de noviembre, desprendido a su comitiva, para ganar momentos, y espera estar reunido con el señor general Páez en el Mantecal, o donde estuviese, en el termino de ocho o diez días. El ejercito de Apure contaba tres mil infantes y mil caballos: el Libertador creía este cuerpo bastante fuerte para combatir al enemigo que se le opusiera y aun a todo el ejecito español si estuviese reunido, pero que el sabia diseminado. Dándole la dirección que debía llevar, no necesitaba casi de la cooperación del ejército del Oriente.
Era aquella dirección la que iba a asumir el Libertador. Inmediatamente seguiría a Angostura, a dirigir las operaciones de aquel ejército, de la división del general Urdaneta y de la del general D’ Evereux, que según parte del general Arismendi, había llegado ya todo a Margarita.
“Al separarme de la Nueva Granada, –concluía el Libertador–, voy en la firme convicción de que no se notaría mi ausencia, quedando V. E. encargado del gobierno y dirección de la guerra. Además, espero que V. E. tomará el más vivo interés en que venga la recluta que he podido, y el dinero que pueda remitiese, en la mayor suma posible”[xxx].
Antes de finalizar aquel mes de noviembre, ya el Libertador estaba en Arauca.

XXI
Cuatro mil hombres, en calidad de reclutas, debían llegar a territorio venezolano, por Cúcuta y la Salina: los coroneles Alcántara y Macero y los comandantes Piñango, Flores, Paredes y Arráiz, estaban encargados para tomar por parte iguales aquellas leva, a fin de disciplinarla en calidad de depósito. El coronel Páez llevo al coronel Paredes tres mil pesos, para suministrar semanalmente dos reales a cada recluta para pan, dándole un real el domingo y otro el jueves; los oficiales superiores e inferiores recibirían mensualmente media paga; los cabos y sargentos la recibirían por semana, todo en la siguiente forma. El coronel cien pesos; el comandante setenta y cinco; el mayor cincuenta; el capitán, treinta; el teniente, veinte; el alférez, quince; el sargento primero, siete y medio; el segundo, siete; el cabo primero, seis y medio; el segundo seis; y el soldado veterano, cuatro. Esta era la media paga del ejército[xxxi].
El general Valdes fue nombrado comandante general de toda la infantería de las divisiones del ejército de Oriente; Soublette quedaba de jefe del grande E. M. G. y órgano general en jefe del ejército libertador; el general Manuel Cedeño fue nombrado comandante general de las caballerías de las divisiones orientales. Soublette dispondría que en Santa Clara hubiese ganado más que suficiente para la marcha del ejército a los puntos donde había embarcarse, que en San Fernando y en las Bocas de Arauca hubiese gran abundancia de víveres, principalmente ganado en pie; que de San Fernando enviase para Caicara todos los buques en que hubiera ido la Legión Británica, los que allí hubiese y los que condujeren al general Valdes, cargados de carne, que era de urgencia[xxxii].
Mariano Montilla, coronel, miembro del orden de los libertadores, ayudante general del Estado Mayor General, fue designado para pasar a la isla de Margarita, a entregar a los diferentes jefes las órdenes y credenciales que se les había librado, con el objeto de expedicionar sobre las costa de Venezuela y la Nueva-Granada. Para subvenir en partes a los gastos de la expedición, llevaba el coronel Montilla treinta mil pesos en oro y veinte mil en créditos, poniendo además, a su disposición los fondos públicos de Margarita: la expedición podía tomar vestidos, sillas, lanzas, sable, fusiles, pólvora, en fin, todo cuando necesitare y hubiese en los almacenes de la Legión o de la isla de Margarita[xxxiii].
Todo el curso del año XX es un incesante acopio de dinero, ganado, bestias, víveres, para la campaña de Venezuela: Sucre contrata subsistencia en Santa Cruz; Mariño recibe tres mil pesos por adelantos que hizo es Trinidad; a Tunja se piden víveres y bagajes; a Casanare, dos mil reses y mil bestias, “pena de la vida”; al coronel Rangel se le ordena mandar a Cúcuta diez mil reses, a Urdaneta se le envía diez y ocho pesos para la Guardia y veinte mil para el ejército; a Alcántara, los caudales necesarios para el pago de las tropas que están a su mando; a Santander se le pide veinte y cinco mil pesos en oro o plata, para entregarlos al general Páez, el gobernador del Socorro, mil vestidos y cincuenta mulas; se dispone el arriendo de la salinas de Chita y Nemocon; se informa el sistema de alcabalas y se propone el remate da la renta de aguardientes en todas partes; se autoriza al Vicepresidente para contratar un empréstito de cuatro millones de pesos fuertes en Holanda; se habilitan nuevos puertos para la importación; se manda hacer un depósito de treinta mil pesos en la Grita[xxxiv].
Cuando desde Bogotá se le envían instrucciones al señor general Páez para la campaña del año XXI, se le encárese que haga aún más de los esfuerzos posibles por tener empotrerado todo el ganado que se necesita para abrir esa campaña y que S. E. el Libertador prefiere que sufran escases de carne las tropas y que no pueda abrirse la campaña por falta de ganados, más bien que hallarse sin caballos mansos útiles, al tiempo de emprender las operaciones, los cuales debían conservarse y cuidarse con un celo y una eficacia que tocasen en extremo[xxxv]. Al mismo tiempo Bolívar trasmitía a Páez toda facultad que por el congreso General le estaba cometida al Presidente de la República, sobre repartición de bienes nacionales para la adjudicación de los respectivos haberes, limitándose esta delegación al ejército del mando de Páez y respecto al territorio que él comprendía; pero que no entrarían de ningún modo en la repartición el ganado y los caballos que se necesitaran para las tropas[xxxvi].
El general Cedeño fue encargado del mando de la provincia de Casanare, con el solo objeto de que remitiera al ejército mil caballos mansos y buenos y cuatro mil reses, al punto señalado por el general Urdaneta o por el coronel Plaza[xxxvii].
A pesar de todo, a medida que el Libertador se acercaba al ejército, sentía los embarazos en que se iba hallar para hacerlo subsistir: tanto la provincia de Mérida como Trujillo, estaban reducidas a la última expresión de miseria; los habitantes no tenían de qué vivir, y para quitarles lo poco que les quedaba y dárselo a las tropas, era necesario pagarlo a los subidos precios a que la carestía lo había elevado todo. Llegando aquel ejército a más de seis mil hombres, necesitaba una enorme suma para subsistir miserablemente, tomando sólo una ración mezquina; pero no había fondos algunos en el ejército: a principios de febrero informaba el general Urdaneta que no le quedaban sino cinco mil pesos, que destinaba a asistencia de los hospitales.
En tal conflicto, el Libertador no hallaba otro medio que el auxilio oportuno del general Santander, esto es, “pronto, pronto” cuarenta o cincuenta mil pesos, en las partidas que más cómodamente se pudiesen enviar, para que llegasen cuanto antes al ejército. Importaba infinito no perder un día, porque era imposible absolutamente sostener aquellas tropas sin dinero, siendo por el contrario, inevitable y cierta su disolución[xxxviii].
Al coronel Bartolomé Salom se le prevenía que hiciera seguir volando aquel dinero que se esperaba del general Santander, sin que tomase cantidad alguna, sino que fuese íntegro al ejército y que remitiese también con la mayor prontitud dos mil vestuarios por la Laguna a Moporo y tres mil al coronel Plaza por el río Uribante[xxxix]. A éste se le ordenaba que pasara con los tres batallones de su brigada a situarse en Santa Lucía y demás pueblos vecinos de la parte baja de Santo Domingo a las inmediaciones del Apure, procurando conciliar la comodidad de la tropa con la abundancia y facilidad de las subsistencias, especialmente del pan, y que yendo a un país donde le era fácil adquirir los ganados, no llevase sino el muy necesario para sostener la brigada, mientras recibía otras partidas que pediría volando al Apure, que tomara dos mil pesos de los seis mil que llevaba el comisario Rocha y que los cuatro mil restantes los destinara a la subsistencia de los batallones que quedaban en Barinas, y al hospital[xl].

XXII
Aquellas órdenes para Ambrosio Plaza le fueron trascritas al general Miguel Guerrero, agregándole que al comandante accidental del batallón Tunjas, mayor Gravete, se le entregaron en Mérida para la subsistencia de su batallón, en la marcha, tres mil pesos, de cuya distribución que debía pedir cuentas; que procediera a preparar desde luego víveres en Pedraza para el batallón Vargas, que llegaría cabo de quince días, y que tomara sus medidas para que, tanto a los soldados de éste, como a los del Tunja, se les diera todos los días al amanecer un poco de aguardiente quinado, que sabían preparar en la hacienda La Calavera, para precaverse de las calenturas, debiendo, además, tomar el más vivo interés en que hubiese grandes depósitos de ganado[xli].
Al comandante general de Mérida se le prevenía que de diez y seis mil pesos que debían llegar de Bogotá, tomase dos mil, y enviase el resto para Barinas, por los callejones o por Pedraza, según fuese más fácil y seguro[xlii]. Este dinero, así como doce mil pesos más prometidos por el general Santander, tardaba, a punto de que Bolívar significara al Vicepresidente que no sólo esas sumas le eran de urgencia, sino aún mayores cantidades, debiendo ocurrir para obtenerlas a los medios más extraordinarios[xliii]. Consultaba el general Santander si debía, o no, cobrar derechos de aduana en los puertos de Cartagena y Santa Marta, por las herramientas y útiles de agricultura y por las maquinas que se introdujeran.
Bolívar no hallaba fundamento a la consulta, cuando regia un decreto de Santander, comunicado a Mariano Montilla, cuyo articulo 3º decía que todo genero de introducción pagaría los derechos establecidos, bien fuese de primera necesidad, o de necesidad ficticia y cuando subsistiendo la causa de esta disposición, –los gastos de la guerra–, no había motivo para innovaciones. Por consiguientes, respecto a la representación de algunos comerciantes de Bogota en que pedían un privilegio creía S. E. extemporánea la consulta del Gobernador político de Cartagena y ordenaba al general Santander dispusiera el cumplimiento de su decreto, haciendo que se cobrasen y pagasen sin excepción los derechos establecidos, hasta que, variadas las circunstancias, y disminuidas las urgentes necesidades del ejército, se arreglasen los derechos y rentas de un modo equitativo y más favorable al comercio[xliv].
Otra exposición angustiada hizo el coronel Mariano Montilla. Incluía la contrata y factura de las armas y objetos militares llegados a Santa Marta en el bergantín América por cuenta del gobierno y representaba la imposibilidad en que se hallaba para cumplir la contrata por falta de fondos, y la resolución del encargo de aquellos efectos, de no desembarcar el resto del cargamento del buque. No teniendo el Libertador tampoco fondos disponibles para hacer el pago, se limitó a recomendar al general Santander que se cumplieran del modo posible la contrata, siempre que el capitán o el sobrecargo del buque cumpliesen por su parte con desembarcar el resto del cargamento y pagar los derechos de importación establecidos, según estaba estipulado en el articulo 4º de la misma contrata.
 Agregábase que S. E. extrañaba las razones que el señor coronel Montilla exponía “para excusar sus lamentos en cuanto a falta de fondos”. Ignoraba el Libertador cual fuese la provincia de la república que no estuviera en igual o peor situación que las de Cartagena y Santa Marta, ni cuál fuese la preservada de las devastaciones “del enemigo”; y no hallaba, por consiguiente, la razón para que todas las otras mantuviesen las tropas y pagasen contribuciones, órdenes y extraordinarios y sólo las de Cartagena y Santa Marta se eximiesen de ellas por haber sido las últimas que se habían libertado y las que menos o ningún auxilio habían prestado al ejército libertador.
Esta consideración era infinitamente más fuerte, si se atendía a que Cartagena y Santa Marta tenían puertos y aduanas con derechos excesivamente subidos, ingreso de que carecían las demás provincias de Cundinamarca y que todo el interior debía mirarse como tributario y contribuyente de aquéllas, por donde recibía y extraía sus mercancías y en cuyas cajas dejaba el 33 pesos de sus principales. No había, pues, lugar a excepciones y privilegios a las dos provincias que menos habían servido a la República, ni se creía que las otras solas debían llevar la carga que a todos correspondía por igual. Por tanto, el Libertador disponía:
Que se previniese al señor Coronel Montilla enviara a Maracaibo todas las tropas que no pudiera mantener en las provincias de su mando, porque en Maracaibo las haría subsistir y las vestiría S. E.; y que si no podía sostener tampoco la línea contra Cartagena, la retirara también, dejándola ocupar por el enemigo, pues S. E. no hallaba medios para mantenerla, si los pueblos rehusaban contribuirlos y los jefes no los exigían con interés[xlv].
Al llegar el Libertador a Boconó, en marzo del año XXI, supo “con desesperación” que a pesar de sus repetidas y encarecidas órdenes para que se proveyese abundantemente de ganado a las tropas acantonadas en el distrito de Barinas, no se les enviaba ninguno y se las dejaba parecer de hambre. Por medio de su Ministro de la Guerra, el coronel Briceño Méndez, se dirigió al Gral. Páez, para manifestarle que desde que se celebró el armisticio, se había hablado, repetido e instado la remisión de ganado para el señor coronel Plaza y su acopio para la marcha del ejército cuando se abriese la campaña, y aunque era verdad que el Gral. Páez había contestado que no tenía ya caballos para cogerlo, también lo era que tanto el ejército como el territorio enemigo estaban provistos abundante y sobradamente de carnes sacadas del Apure.
No era posible conciliar cómo el gobierno no podía hacer más que los particulares, teniendo más hatos que ellos, más caballos, tropas que emplear en el trabajo, y, sobre todo, el derecho para disponer del servicio de los mismos particulares que hacían por su cuenta las extracciones en perjuicio del ejército. Agotados enteramente los recursos de Trujillo, Mérida y Cúcuta, hasta el extremo de estar expuestos sus habitantes a emigrar buscando alimentos, se había visto el Libertador forzado a enviar para Barinas todas las tropas que estaban acuarteladas en aquella parte, cuya fuerza ascendía a más de tres mil hombres; sin lo cual, Bolívar no se habría aventurado a hacerles situar en un clima tan mortífero. Pero S. E. anteponía este riesgo incierto a la muerte segura de hambre, contando con que sus múltiples órdenes y encarecimientos habrían sido cumplidos al cabo de tres meses que hacía que se habían librado, y creyendo confiadamente que había en Barinas no sólo el ganado pedido, sino sobrante, puesto que cuantos iban del país enemigo le aseguraban que el ganado de Apure se vendía allí, con pérdida, hasta el precio de veinte reales, por la abundancia que había de él. Es de figurarse la sorpresa y el asombro del Libertador, al oír que la 1ª brigada de la Guardia iba a perecer o disolverse por falta de ganado y que junto con ella perecerían también la 2ª y los demás cuerpos en marcha.
No podía el Libertador resolverse a ver sacrificar tan indignamente el primer ejército de la república, habiendo, como había, sobrados medios de sostenerlo, si se querían emplear; por consiguiente, comisionó a los señores general Guerrero y coronel Gómez, para que pasaran al distrito del ejército que Páez mandaba, a embargar y hacer conducir para Barinas cuantos ganados encontrasen recogidos o pudieran recogerse, sin atender a que fuese o no manso, ni a quien perteneciese, ni a nada más que a quien perteneciese, ni a nada más que a la subsistencia del ejército, “objeto infinitamente más sagrado e interesante que la conservación de la propiedad particular”[xlvi].
Sin el documento delator, en el cual vibra la cólera boliviana, parecería increíble; pero es tristemente cierto que en los momentos en que la situación del ejército y del país era cual la pintaba Briceño Méndez, los escándalos que se cometían en Guayana, y especialmente en Angostura, por todos los empleados en las rentas, tocaba ya en el extremo de que no hubiese un solo hombre que no declamase altamente contra ellos y los acusase de “ladrones públicos y defraudadores del Estado”. Tales declaraciones habían penetrado, al fin, hasta los oídos de S. E. el Libertador, no sólo por la voz pública, sino por la del señor Ministro de Hacienda. S. E. declaraba que se haría cómplice de los mismos crímenes si permitiera la continuación de ellos un solo día más, y deseando cortarla desde luego, ordenaba al Vicepresidente de Venezuela que en el momento suspendiera de sus cargos a todos los empleados en las rentas de aquella provincia, especialmente a los señores Lecuna, La Ossa, Botas y a todos los demás de la aduana que eran los que particularmente se señalaban; que procediera luego, a inquirir escrupulosa y atentamente la conducta de todos y cada uno de los suspensos, examinando testigos, documentos, cuentas y cuanto pudiese calificar la verdad de sus sórdidos manejos; sin que se perdonase diligencia ni medio que pudiera ilustrar al gobierno en aquella parte y fundar su juicio[xlvii].
Quiso luego el Libertador que fuese el general Cedeño quien con cincuenta hombres bien montados, a las órdenes del comandante Juan Antonio Romero, marchase a los hatos de Subiría, Trejo y Bescanza, a recoger todo el ganado posible, sin excepción de macho o hembra, chico o grande, manso o cerrero, contando con que se reunirían seis mil reses por lo menos, de este lado del Apure[xlviii].

XXIII
El Ministro del Interior y Justicia exponía al Libertador la apurada situación del Vicepresidente, respecto a recursos; y Bolívar le hacía contestar que desde agosto del año anterior estaban suspendidos en el ejército todos los sueldos, porque S. E. tropezaba con el mismo inconveniente de la falta de recursos; que correspondiendo al congreso general dictar los medios de que tanto el ejército como los demás empleados de la República debían subsistir S. E. se abstenía de ello[xlix].
Al coronel Miguel Borras se le dio ordenes para que marchara a donde estuvieran el Gral. Cedeño y el coronel Rosales y recibiera el mando de la tropa que conducía este último, mil caballos o los más que fueren y el ganado que llevase para el ejército: que éste y aquéllos los pusiera en el potrero del Totumo y reservara y cuidara escrupulosamente por separado los doscientos mejores, para que sirviesen en la campaña, y que en quince o veinte días pusiera en el totumo de seis a ocho mil reses, fuera de las que entonces había[l]. Pero, “con sorpresa y desesperación”, supo el Libertador, por el coronel Plaza, que el Gral. Cedeño sólo pensaba en remitir quinientas reses de las cuatro mil que había ido a buscar a Casanare: el pretexto de que el ganado estaba flaco, no podía nunca cubrir a un jefe a quien no se le había pedido grande y bueno para mantener tropas que nunca habían reparado en su calidad, ni podía el gobierno detenerse tampoco ella, se le prevenía al Gral. Cedeño que sería responsable ante el Gobierno y ante la República entera de las consecuencias funestas que seguirían a la falta de cumplimiento de sus órdenes; que para reparar en lo posible el mal causado, cogiera seis mil reses o más, sin respetar ni separar al manco, ni la hembra, ni el flaco, ni el chico[li]. Una comisión igual se le dio al coronel Rosales[lii]: al Gral. Páez se le ordenaba que marchara a incorporarse al Libertador, llevando más de tres mil novillos, en la seguridad de que seguiría por su espalda un hato entero, y que desistiera del vano empeño de conservar las vacas, porque ciertamente no se hallaba otra causa para el poco fruto del trabajo de la caballería, que la infernal lidia con los toros para haberlos de reducir[liii]: al general Guerrero se le avisaba que sólo había ochocientas reses para la subsistencia del ejército, que procediera a asignar a cada hacendado un número proporcional de reses que entregar, y que si no lo hacía en un tiempo determinado, enviase un escuadrón que arrease toda la hacienda sin consideración[liv].
Una grave enfermedad había hecho faltar al general Cedeño: Bolívar halló justa e irrefutable en excusa[lv]; al mismo tiempo ordenó a Borrás, que en lugar de doscientos, le enviara cuatrocientos o quinientos caballos escogidos[lvi], y al gobernador de Mérida que hiciera seguir cuanto antes veinte y cinco mil pesos que iban de Bogotá para el ejército, porque no había fondos[lvii].
El Gral. Cedeño llegó al paso de Quintero con las tropas de Casanare y más de mil caballos, pero sin el ganado que se esperaba: Bolívar, para reparar este mal, ordenó que salieran las tropas y las caballerías a recoger reses y recomendó al Gral. Páez que, al incorporársele, no sólo llevase los caballos sobrantes que necesitaban los escuadrones, sino quinientos más para reemplazos: era en momentos en que recibía avisos de que el coronel español Tello había ocupado a San Carlos y de que Morales con las infanterías estaba entre el Tinaco y San Carlos, habiendo dejado la caballería en el Pao[lviii].
…Por fin, iba a librarse la suerte decisiva al éxito de una gran batalla. El 23 de junio, las fuerzas del ejército libertador se reunieron en los campos de Tinaquillo, y marcharon por la mañana sobre el cuartel General enemigo, situado en Carabobo. Venían en el orden siguiente: la 1ª división compuesta del batallón británico, Bravos de Apure, y mil quinientos caballos a las órdenes del señor Gral. Páez; la 2ª compuesta de la 2ª brigada de la Guardia, los batallones Tiradores, Boyacá y Vargas, y el Escuadrón Sagrado mandado por Aramendi, a las órdenes del señor Gral. Cedeño; la 3ª compuesta de la 1ª brigada de la Guardia, los batallones Rifles, Granaderos, Vencedor de Boyacá y Anzoátegui y el regimiento de Rondón a las órdenes del señor coronel Plaza.
La marcha por los campos y desfiladeros que separaban el campo enemigo fue rápida y ordenada. A las once de la mañana, el ejército libertador desfiló por su izquierda, al frente del enemigo, bajo sus fuegos; atravesó un riachuelo que sólo daba frente para un hombre, en presencia del contrario, colocado en una altura inaccesible y plana, que lo dominaba y lo cruzaba con todos sus fuegos. El general Páez, a la cabeza de los dos batallones de su división y del regimiento que mandaba Cornelio Muñoz, marchó sobre la derecha enemiga, que en media hora fue envuelta y cortada. De la 2ª división no entró en combate sino una parte del Tiradores, que mandaba Heras; “pero su general, desesperado de no poder entrar en la batalla con toda su división, por los obstáculos del terreno, dio sólo contra una masa de infantería, y murió en medio de ella del modo heroico que merecía terminar la doble carrera del bravo de los bravos de Colombia”.
El coronel Plaza, “lleno de un entusiasmo sin ejemplo, se precipitó sobre un batallón enemigo a rendirlo”, muriendo para la República, intrepidísimamente.
Disperso el ejército enemigo, fuerte de seis mil hombres escogidos, apenas cuatrocientos pudieron ir a refugiarse en las fortalezas de Puerto Cabello.
Estaba ganada la batalla y Carabobo pagaba diez años de catástrofes[lix].

***     ***     ***
Es de suponerse que quedaría de aquella heroica y desdichada Venezuela, de la que Bolívar, desde el año quince, decía que “sus acontecimientos habían sido tan rápidos y sus devastaciones tales, que casi la habían reducido a una absoluta indigencia y a una soledad espantosa”. En aquel tiempo, ya “sus tiranos gobernaban un desierto, y sólo oprimían a tristes restos, que escapados de la muerte, alimentaban una precaria existencia; algunas mujeres, niños y ancianos, eran los que quedaban[lx].
Cuando comenzó el año de Carabobo, Bolívar “estaba desesperado por terminar la campaña de Venezuela, para que descansasen estos miserables pueblos” y salir él del ansia en que vivía por el estado en que se hallaban sus tropas, que tanto necesitaban y tan poco se les daba, “y también para salir de la responsabilidad en que estaba, a irse lo más lejos que pudiese, a descansar de tanta pena que le daban los males ajenos que no podía remediar”[lxi].
Y a pesar de todo, Venezuela no podría estar segura de su libertad, sin que se consolidase la independencia de la Nueva Granada: esta obra confortaría la creación de Colombia, a la cual tenía que garantizar el Perú independiente y sus provincias altas autonómicas… Aquella obra necesitaba aquella energía; y conservaría será no solamente un deber de gloria y de honor, sino el aplazamiento salvador de la formidable interrogación que el destino trazaría sobre la América del Sur, proponiendo al nuevo Hegemón que repitiese el portento.



[i] Soublette a Bolívar, Pamplona, 14 de septiembre de 1819.
[ii] Soublette a Bolívar, Pamplona, 19 de septiembre de 1819.
[iii] Bolívar a los alcaldes Hato Viejo, 22 de septiembre de 1819.
[iv] Soublette a Bolívar, el Rosario, 25 de septiembre de 1819.
[v] Soublette a Bolívar, el Rosario, 25 de septiembre de 1819.
[vi] Bolívar al Vicepresidente de las provincias libres de la Nueva Granada, Leiva, 25 de septiembre de 1819.
[vii] Idem., al cura de Moniquirá, 26 de septiembre de 1819.
[viii] Bolívar, al de Chitaraque, Puente Nacional, 26 de septiembre de 1819.
[ix] Decreto, Vélez, 28 de septiembre de 1819.
[x] Bolívar al Cabildo de Vélez, fecha anterior.
[xi] Luis E. Azuola al Libertador, Santafé, 2 de octubre de 1819.
[xii] Bolívar a Soublette, El Socorro, 4 de octubre de 1819.
[xiii] Soublette al encargado del Estado Mayor, San Cristóbal, 5 de octubre de 1819.
[xiv] Bolívar a Santander, Barichara, 10 de octubre de 1819.
[xv] Bolívar al gobernador de Pamplona, Piedecuesta, 12 de octubre de 1819.
[xvi] Soublette a Lara, Paradero de Bruja, 14 de octubre de 1819.
[xvii] Bolívar al comandante de Rifles, Bucaramanga, 14 de octubre de 1819.
[xviii] Bolívar a Soublette, Instrucciones, Pamplona, 19 de octubre de 1819.
[xix] Bolívar al Vicepresidente de las provincias libres de la Nueve Granada, Pamplona 19 de octubre de 1819.
[xx] Idem., al coronel Cruz Carrillo, Pamplona, 20 de octubre de 1819.
[xxi] Bolívar, al coronel Jacinto Lara, la misma fecha y lugar.
[xxii] Idem., al gobernador militar de Pamplona, 21 de octubre de 1819.
[xxiii] Bolívar, al gobernador militar de Pamplona, 21 de octubre de 1819.
[xxiv] Al gobernador militar de Tunja, Pamplona, 22 de octubre de 1819.
[xxv] Al Vicepresidente de la Nueva Granada, Idem., 25 de octubre de 1819.
[xxvi] Al general Soublette, Nueva Granada, 29 de octubre de 1819.
[xxvii] Al Vicepresidente de la Nueva Granada, la Salina, 19 de noviembre de 1819.
[xxviii] Al Vicepresidente de la Nueva Granada, la Salina, 19 de noviembre de 1819.
[xxix] Idem., idem.
[xxx] Al Vicepresidente, Pore, 22 de noviembre de 1819.
[xxxi] Bolívar al coronel Juan Antonio Paredes, Achaguas, 5 de diciembre de 1819.
[xxxii] Idem., al general Soublette, Angostura 13 de diciembre de 1819.
[xxxiii] Instrucciones, al coronel Mariano Montilla, Angostura 31 de diciembre de 1819.
[xxxiv] Ventazón, 17 de diciembre de 1819; Angostura, 24; Guasdalito, enero 29 de 1820; Idem., 31 de enero; Santafé, 7 de marzo; Idem.,10; Tunja, 25, 26 y 27; Santa Rosa, 30; San Cristóbal, 12 de abril; el Rosario, 4 de julio; Idem., 28; San Cristóbal, 14 de agosto.
[xxxv] Bolívar a Páez, Bogota, 18 de enero de 1821.
[xxxvi] Idem., Idem., Idem., firma Briceño Méndez.
[xxxvii] Instrucciones al general Cedeño, Bailadores, 24 de febrero de 1821.
[xxxviii] Bolívar a Santander, Mérida, 26 de febrero de 1821.
[xxxix] Instrucciones a Salom, Idem., Idem.
[xl] Idem. a Ambrosio Plaza, Trujillo, 2 de marzo de 1821.
[xli] Bolívar al general Miguel Guerrero, Trujillo, 2 de marzo de 1821.
[xlii] Idem., al gobernador comandante general de Mérida, idem., 8 de marzo 1821.
[xliii] Al Vicepresidente de Cundinamaraca, Trujillo, 2 de marzo de 1821.
[xliv] Al Vicepresidente de Cundinamarca, Trujillo, 2 de marzo de 1821.
[xlv] Al Vicepresidente de Condinamarca, Trujillo, 8 de marzo de 1821.
[xlvi] Al general Páez, Boconó, 10 de marzo de 1821.
[xlvii] Al Vicepresidente de Venezuela, Achaguas, 27 de marzo de 1821.
[xlviii] Al general M. Cedeño, Potrero del Totumo, 9 de abril de 1821
[xlix] Briceño Méndez al Ministro de lo interior y Justicia, Barinas, 14 de abril de 1821.
[l] Al coronel Miguel Borrás, Barinas, 19 de abril de 1821.
[li] Al Gral. Manuel Cedeño, Idem., Idem.
[lii] Al Gral. Manuel Cedeño, Idem., Idem.
[liii] Al Gral. José Antonio Páez, Barinas, 10 de abril de 1821.
[liv] Al Gral. Miguel Guerrero, Idem., Idem.
[lv] Al Gral. Cedeño, Idem., 28 de abril de 1821.
[lvi] Al coronel Borrás, Idem., Idem.
[lvii] Al gobernador de Mérida, ídem, 30 de abril de 1821.
[lviii] Al Gral. Páez, ídem, 2 de mayo de 1821.
[lix] Parte de la batalla, al Vicepresidente de Colombia, Valencia 25 de junio de 1821.
[lx] Tom. por O’Leary, de un diario a Kingston, mayo de 1815.
[lxi] Al Gral. Páez, Bogotá, enero 18 de 1821.


No hay comentarios:

Publicar un comentario