Tanto pelear para terminar conversando.
El Caudillismo en Venezuela
Miquel Izard
Nova Americana, Torino. 2,
1979, pp. 37-82.
Nova Americana, Torino. 2,
1979, pp. 37-82.
Introducción
Si un caudillo es quien guía y manda
gente de guerra, su existencia ha de ser tan vieja como la propiedad privada,
juntamente con la cual debió de nacer, bien para protegerla, bien para hacerse
con ella.
En las sociedades de antiguo régimen, la
escasa complejidad del estado, que ni ha evolucionado excesivamente ni dispone
de grandes recursos para garantizar el status de los que más o menos controlan
el poder, comporta un papel preponderante de los jefes militares, que irrumpen
repetidamente en la escena política defendiendo o atacando el orden
establecido.[1] En
el caso concreto de la sociedad venezolana el fenómeno de caudillismo ha tenido
y tiene la suficiente trascendencia para que investigadores y políticos hayan
podido considerarlo un caso paradigmático.[2]
Este trabajo tiene un doble propósito: intentar, por una parte, hallar
explicaciones a los rasgos particulares de este fenómeno universal en el caso
de Tierra Firme, y, por otra, delinear el rol jugado por el caudillismo en la
historia de Venezuela.
El estudio de este tipo de movimientos
sociales se enfrenta con una serie de dificultades metodológicas e
instrumentales que han sido señaladas por Jaime Torras. Así, por ejemplo, el
riesgo de colaborar a una “visión espasmódica” del devenir de las clases
populares antes de la salida a escena del proletariado industrial, visión que
tiende a interpretar la irrupción del campesinado en primera línea no como un comportamiento
deliberado sino como reflejo elemental en respuesta a estímulos económicos. Así
también, el riesgo de buscar en estos movimientos a la búsqueda de los
prolegómenos de futuras corrientes revolucionarias, en vez de entenderlos en la
vieja tradición de las luchas populares contra la opresión. Un grave obstáculo
instrumental es la no existencia de textos programáticos, ya que “la revuelta
popular de tipo tradicional […] solía presentarse como exigencia del
restablecimiento de un orden originario, dato cultural que todos conocían ya”.[3]
Previamente, es imprescindible delimitar
la acepción del término “caudillismo”, acerca del cual debo definirme para
desenmarañar una panorámica en sí ya demasiado confusa. En este trabajo me
ocupo de quienes, dirigiendo grupos o comunidades (no necesariamente armados),
intervinieron en la política, a nivel estatal o regional, bien activamente,
intentando conquistar el poder o mantenerse en el mismo, bien pasivamente,
defendiéndose de aquellos que desde el poder les hostigaban para someterlos o,
en el caso de los caciques locales, para reducir su área de influencia.
Activos o pasivos, los caudillos
necesitaban movilizar una clientela que hasta períodos muy recientes era con
frecuencia gente de armas. Por regla general no se podía contar con la tropa,
ya que salvo momentos excepcionales y hasta el período de Gómez, a principios
del siglo XX, era muy escaso el número de hombres enrolados en un ejército
permanente. La cantera para obtener montoneros fue generalmente los Llanos, de
cuya trascendencia en este fenómenos hablaremos enseguida; sus habitantes, los
llaneros, no tenían gran cosa que perder, eran guerreros natos que sólo
defendiéndose del acoso de la oligarquía podían sobrevivir como hombres libres,
y posiblemente se dejaban arrastrar con facilidad cuando alguien les proponía
dejar de ser “bandidos” (situación legal en la que se veían inmersos no por su
propia voluntad sino porque así lo decidía una legislación concreta de la que
hablaré de inmediato), para convertirse en “revolucionarios”.
En este punto es necesaria una segunda
aclaración léxica: con demasiada frecuencia se utilizaron como sinónimas las
voces “rebelde” y “revolucionario” para calificar a los alzados contra el
gobierno para liquidarlo u ocuparlo; en este trabajo calificaré de rebeldes
(insurgentes, facciosos, insurrectos, sediciosos o sublevados) a los
protagonistas de estos intentos, reservando el calificativo de revolucionarios
para aquellos –suponiendo que los haya habido en la historia de Venezuela– que
se proponían ir más allá, modificar cualitativamente la estructura
socioeconómica, y en especial las relaciones de producción.[4]
Obviamente, ateniéndome a la primera
aclaración terminológica, deberé tener presente no solamente a aquellos que en
el pasado ya fueron calificados de caudillos, sino también a otros dirigentes a
los que por descuido o eufemismo se llamó de otro modo: bandidos, guerrilleros,
conspiradores, bandoleros, subversivos, etc.
Pienso que las características más o
menos diferenciales del caudillismo venezolano deben rastrearse en una serie de
hechos, entre los que destacarían, por una parte, los fenómenos que se
produjeron en Venezuela durante las decisivas décadas de la crisis colonial y
la organización de un estado formalmente soberano e independiente, y por otra
el rol jugado por los llaneros.
Hacia finales del siglo XVIII, la
interacción entre una serie de factores que enunciaré a continuación
desencadenó las guerras civiles llamadas de la Independencia, que a su vez
agravaron e incrementaron los fenómenos perturbadores y desestabilizadores.
Por añadidura, estas guerras incidieron
sobre una sociedad que se estaba transformando rápidamente al ingresar de forma
subordinada en la órbita del mundo capitalista. Esta inserción subordinada o periférica
supuso diversas características entre las que cabe destacar el predominio
abrumador de las actividades agropecuarias, la infrautilización de la tierra y
la sobreexplotación de la mano de obra. Si se añade que las formaciones
estancadas o retrocedieron, todo ello autoriza a comparar algunas reacciones de
las masas populares venezolanas con las españolas que ha analizado Torras,
quien señala que la reacción campesina fue el resultado de su oposición a la
forma concreta con que se liquidó en España el Antiguo Régimen y, en
particular, la inserción de la agricultura en la formación social resultante de
este proceso; y se opuso no solamente porque se deterioraron sus condiciones
materiales de vida sino porque además se le infligió una honda frustración: con
el triunfo liberal se dejó a los campesinos sin la posibilidad de seguir
soñando en un utópico proyecto igualitario de una monarquía paternal, sin
intermediarios entre el rey y sus súbditos, campesinos libres dueños de la
tierra que trabajaban; así la liquidación del Antiguo Régimen no significó en
España su negación, sino al contrario su continuación en un angustioso
horizonte de subordinación y desigualdades acrecentadas.[5] Y
esta prolongación duró tanto que los rebeldes al estilo del capitán Swing no
desaparecieron, como en la Gran Bretaña, a mediados del siglo XIX, sino que
perduran todavía en la actualidad.
Por otra parte, el impacto ideológico de
la Ilustración, de la independencia de las Trece Colonias y de la Revolución
Francesa debió de ser considerable. Según Florescano, refiriéndose
exclusivamente a la Nueva España pero con un planteamiento aplicable a
Venezuela, la acelerada difusión de la ideología de los ilustrados precipitó la
formación de una conciencia cívica y actuó de detonante especialmente en dos
direcciones: proporcionó un bagaje ideológico a aquellos grupos sociales que se
sentían marginados y necesitaban encontrar la vía a través de la cual poder
racionalizar y proyectar sus reivindicaciones, o actuando de revulsivo en
relación con dos grupos sociales mexicanos muy importantes, respectivamente,
por su peso cualitativo o cuantitativo, la oligarquía criolla y las masas
populares, ambos refractarios y por motivos bien distintos a las nuevas ideas o
a las nuevas costumbres introducidas en la Colonia precisamente por los
burócratas peninsulares responsables de materializar las reformas borbónicas.
La oligarquía, que ideológicamente había asimilado la nueva filosofía, podía
temer que alguien –como ocurrió a partir de 1810– intentara llevarla a la
práctica: posiblemente sabían que su situación privilegiada podía terminar si
alguien reaccionaba ante escritos como los del obispo de Michoacán denunciado
la situación degradante en que se mantenía a los indígenas y mestizos o las
distorsiones producidas en el cuerpo social novohispano por el latifundio. Las
masas populares, al contrario, se escandalizaron ante lo que ellas calificaban
de perversión de las costumbres por la difusión de modas a las que se tachaba
de afrancesadas.[6]
Entre una reducida fracción de estas
masas populares, la vinculada a la elaboración de manufacturados, el malestar
se acrecentó al paralizarse sus actividades con la irrupción en las Indias de
productos elaborados en la Gran Bretaña; la mecanización vinculada a la
revolución industrial supuso reducciones de costos tan brutales que, por
ejemplo, los tejidos ingleses pudieron competir incluso con los bastos
elaborados para el consumo de las capas más populares de la población. Cuando
el bloqueo continental decretado por Napoleón, el 21 de noviembre de 1806,
limitó más o menos drásticamente la posibilidad de colocar en el mercado
europeo los manufacturados de una producción en constante crecimiento, esta
competencia se convirtió en imperiosa necesidad para los fabricantes británicos,
y se vio favorecida por la casi aniquilación de la escuadra española tras la
batalla de Trafalgar.
De mucha mayor trascendencia eran, sin
embargo, los conflictos de intereses y los enfrentamientos de clase y de casta,
exorbitados en Venezuela con el crecimiento económico generado en el siglo
XVIII, o incluso, posiblemente, desde mediados del XVII. Los conflictos de
intereses estuvieron principalmente vinculados a la comercialización de los
frutos venezolanos y enfrentaron a los grandes propietarios con los
comerciantes. Los enfrentamientos de clase y de casta, estuvieron en
interacción con la expansión económica, ya que la oligarquía intentó aumentar
su control sobre el suelo, y también sobre la mano de obra potencialmente
activa. El afán de conseguir más tierras los enfrentó con los pequeños
propietarios y con quienes practicaban una agricultura de subsistencias,
constantemente marginados a tierras peores u obligados a trabajar, encadenados
por el endeudamiento, las tierras que habían sido suyas pero en beneficio de
quienes les habían expoliado. El afán de controlar la mano de obra los enfrentó
con sus esclavos, a los que intentaron sobreexplotar, y con buena parte de los
pardos, a quienes intentaron repetidamente obligar a trabajar en sus fundos por
salarios de hambre. Esta persecución del peonaje libre supuso que buena parte
de los mestizos se guareciese en el interior del país, y la región que ofrecía
más posibilidades de libertad y de supervivencia eran los Llanos, en los que el
ganado vacuno garantizaba la alimentación.
Pero el mantuanaje codiciaba también la
tierra y la riqueza de los Llanos, y en su expansión sobre la zona ganadera se
enfrentó con los llaneros –los aborígenes que allí residían desde tiempo
inmemorial, y los pardos y esclavos fugitivos que allí habían buscado refugio–,
intentando sitiarles por hambre, obligándolos a trabajar en sus hatos, y sobre
todo prohibiéndoles vivir del ganado cimarrón, que por cimarrón no era
propiedad de nadie.[7]
El paroxismo de los conflictos de
intereses y los enfrentamientos de clase y de casta coincidieron con el miedo a
la revolución de la oligarquía, exacerbado por la entronización de José
Bonaparte en la Metrópoli, y degeneraron en una guerra civil llamada de la
Independencia, guerra que en Venezuela fue más larga y devastadora que en el
resto de las Indias y supuso nuevos factores que facilitaron la extensión del
caudillismo. De ella surgieron un número exorbitante de dirigentes militares de
uno y otro bando, que terminada la contienda intentarían beneficiarse de un
estado de continuada inestabilidad política y social, o intervendrían
repetidamente en la vida civil, oficialmente para acabar con situaciones
anárquicas.
A partir de este momento los Llanos
jugarían un papel trascendental en la historia de Venezuela y en el
caudillismo, que vienen a ser lo mismo. La región dejó de ser exclusivamente un
lugar de refugio para convertirse también en un foco desestabilizador del que
periódicamente surgirían bandas armadas que caerían sobre la zona agrícola. Y
digo foco desestabilizador porque, para un mejor control de los animales y de
los ganaderos, la oligarquía caraqueña había elaborado, como mínimo desde 1787
unas Ordenanzas de los Llanos que convertían legalmente a los que no se querían
someter a las mismas en bandidos o cuatreros reos de abigeato. Estos bandidos
que, repitámoslo, no lo eran por vocación sino por que en tales los convertían
las Ordenanzas, podían ser alistados como mercenarios por caudillos sin carisma
pero con recursos económicos que quisieran levantar un ejército para conquistar
el poder, o por caudillos que habiendo abandonado el poder de facto se sentían
sin embargo guardianes de la legalidad y volvían a dirigir un movimiento para
evitar la aparición o el triunfo de nuevos caudillos; tal fue por ejemplo el
caso de Páez interviniendo en 1835 en defensa del presidente Vargas, a pesar de
que éste no había sido su candidato en las elecciones anteriores.[8]
También podían ser alistados por la oligarquía, con caudillo propio o no,
cuando ésta, olvidando sus conflictos de intereses al ver resquebrajarse las
estructuras, apelaba a alguien capaz de salvarla. En otros casos, los llaneros
podían ser arrastrados por dirigentes subversivos, más o menos populistas, o
podían, desesperados, lanzarse sobre la zona agraria para auto defenderse
atacando, en aquellos momentos en que se incrementaba la presión de la
oligarquía sobre la zona ganadera, aunque los llaneros, depredadores nómadas de
a caballo, tenían muchas posibilidades de sobrevivir a salto de mata cuando
eran perseguidos o acosados por la ley. Llaneros y caudillos podían también
intervenir en revueltas de descontentos, generalmente de antiguo régimen.
Obviamente se dieron otras variantes, y las combinaciones pueden prolongarse
hasta el infinito. Hubo seguramente un sinfín de caudillos de los que no ha
quedado ni el recuerdo escrito porque no consiguieron arrastras masas, porque
se movieron en un ámbito muy reducido o porque fueron aniquilados a poco de
alzarse. Además, los peones de los hatos de la oligarquía caraqueña eran
indudablemente, a la vez, las mesnadas de caudillos locales, sus mismos
patronos, que podían intentar convertirse en caudillos a escala estatal o
contribuir con sus hombres a engrosar las tropas de sus iguales.
Plausiblemente, en circunstancias extraordinarias, llaneros al margen o dentro
de la ley fueron reclutados muy a su pesar para luchar a favor o en contra del
gobierno a cambio de bien poca cosa, de nada, o de promesas jamás cumplidas.
Los sucesos desencadenados a partir de
1808 no fueron el resultado de un complejo proceso cuya gestión se hubiese
iniciado mucho tiempo antes, sino la rápida reacción de la oligarquía que no
quería depender de un monarca de la familia Bonaparte, y que se repitió en 1820
cuando tampoco quiso depender de una metrópoli gobernada por una monarquía
constitucional.
La guerra no significó, en absoluto, que
se superaran ni los conflictos ni los enfrentamientos que la habían provocado,
sino todo lo contrario. Para un elevado porcentaje de venezolanos la nueva situación
significó un empeoramiento de sus condiciones materiales, un incremento de la
coerción a la vez que desaparecían algunas figuras jurídicas –el resguardo por
ejemplo– que durante el período colonial la habían amortiguado. Ello fue
posiblemente acompañado de una mayor desorientación ideológica: sobre el
impacto de la revolución, recibían el de una nueva entelequia política, ya que
los “padres de la patria” no les explicaron, ni pensaron que hiciese falta, el
significado de nuevos y abstractos conceptos como nación, república o patria. Y
así pasaron a ser, aparentemente muy a pesar suyo, de súbditos del rey de
España a súbditos, que no ciudadanos, de unos nuevos estados cuyas
características, a su vez, no hacían sino colaborar en la desmembración propicia
al caudillismo o que lo presentaría como imprescindible para apuntalar un
edificio todavía nuevo y tambaleante. El desmantelamiento de la subordinación a
la Corona y la no edificación de una república formalmente democrática, tuvo
diversas consecuencias: la mayoría de los venezolanos se sintieron ante un
vacío de poder que podían creer llenar siguiendo al primer dirigente capaz de
arrastrarlos; pasaría mucho tiempo hasta que los habitantes de Tierra Firme se
creyeran componentes de una nacionalidad que había surgido de la nada, ya que
el estado recién creado era artificial y sin ataduras; todo ello supuso que se
formaran o renacieran sentimientos regionalistas y anticentralistas, pero no
todavía, aunque a veces se proclamasen así, federalistas o separatistas. La
vieja oligarquía quería seguir controlando el poder y para ello tuvo que imitar
formas de gobierno restrictivas (voto censitario, exclusión de analfabetos,
etc.)[9],
que tenían como finalidad principal evitar que otros grupos sociales pudieran
participar en el control del negocio público, lo que a su vez tenía dos nuevas
consecuencias: por una parte la oligarquía haría lo imposible para consolidar
aquellas injustas diferencias sociales que la mantenían en una situación de
prepotencia (y la miseria y el analfabetismo colaboraban al subdesarrollo), y
por otra parte, la permanencia de las injustas diferencias hacía cada vez más
inestable al gobierno que, inseguro, se veían en la necesidad de organizar unas
fuerzas armadas cuya misión principal no era defender al país de posibles
enemigos externos, sino mantener sojuzgados a unos bien reales enemigos
internos.[10]
Ahora bien, la producción venezolana
tardó mucho en rehacerse y recobrar cotas alcanzadas antes de 1808, pues la
guerra civil había sido más devastadora que en otras regiones de las Indias y
los venezolanos participaron, en medida superior a sus recursos, en las
contiendas del resto de América del Sur siguiendo los mandatos de Bolívar y los
gobiernos venezolanos, a partir de 1824, debieron organizar unas fuerzas
represivas y una burocracia medianamente eficaz que significaban considerables
gastos, precisamente cuando disminuían las posibilidades de obtener ingresos, y
aumentar la presión fiscal sólo sería viable dentro del marco de un desarrollo
económico general;[11] a
partir de 1830 Páez, en un intento de acabar con el que veía como uno de los
obstáculos para el crecimiento material, quiso desmantelar el desproporcionado
ejército permanente, pero lo que no podía liquidar por decreto eran las
brutales desigualdades que generaban malestar, ni tampoco el gran número de
dirigentes militares que había engendrado la guerra; y los segundos podían
intentar arrastrar a los descontentos ante la debilidad de las fuerzas
militares del ejecutivo.[12]
Este conjunto de características
colaboraba a mantener a Venezuela en el atraso y en la pobreza, el
subdesarrollo y la dependencia frente a las nuevas metrópolis, situación que
era el más adecuado caldo de cultivo para el caudillismo y sus protagonistas
desempeñaron durante todo el siglo XIX, un papel desestabilizador: como
rebeldes, ponían en peligro el orden establecido, y si triunfaban y conseguían
ocupar el poder seguían siendo elementos desequilibradores ya que directa o
indirectamente provocaban que nuevos caudillos intentaran desbancarlos.
En otras palabras, el caudillismo era
uno de los resultados del subdesarrollo, pero los gastos ocasionados por los
intentos de erradicarlo y los destrozos y devastaciones provocadas por los
alzados hacían cada vez más difícil salir del estancamiento material, y así se
cerraba el círculo vicioso que, como a tal, no parecía tener salida.[13]
No quisiera terminar esta introducción
en la que he insistido en el papel desempeñado por los llaneros en el
caudillismo venezolano, sin llamar la atención sobre las similitudes y
discrepancias con un fenómeno más universal y también más general, el del
bandolerismo, estudiado por Hobsbawm. En cuanto a los componentes, y entre
ciertas semejanzas, hay dos caracteres diferenciales: los bandoleros, si bien
eran gente marginada por una determinada legislación represiva, habían formado
parte previamente de la sociedad que los excluía, mientras que la mayoría de
los llaneros ya nacían en una región totalmente relegada porque la élite
dominante así lo había decidido desde que pensó conquistar los Llanos y no
logró su intento;[14] y
en segundo lugar no se daba normalmente entre los llaneros, una característica
señalada por Hobsbawn, la colaboración entre bandidos y terratenientes, ya que
los segundos podían enrolar a los primeros para incrementar su poder y su
influencia.[15]
En cuanto a las similitudes en la composición: llaneros y bandidos sociales
cumplen una de las características que Hobsbawn ha señalado como esencial para
los segundos, son gentes fuera de la ley, tenidos por criminales por los
señores y el estado, “pero permanecen dentro de la sociedad campesina y son
considerados por sus gentes como héroes, paladines, vengadores, luchadores por
la justicia, a veces incluidos líderes de la liberación y en cualquier caso
como personas a las que admirar, ayudar y apoyar”.[16]
Entre las características que señala Hobsbawn, hay algunas que también me
parecen darse en el fenómeno del caudillismo. Así cuando dice que los
marginados eran gentes “que elegían no tanto la libertad como la lucha contra
la servidumbre, no tanto el robo como la lucha social, menciona una serie de
excluidos más o menos involuntariamente del mundo rural, ex soldados,
desertores y merodeadores que proliferaban durante las guerra y las postguerras
y eran el eslabón intermedio entre bandolerismo social y antisocial, pienso que
también en Venezuela tuvieron gran trascendencia al proporcionar una parte
considerable de los llaneros por adopción, los que buscaron refugio en la zona
ganadera y contribuyeron a hacer crónico el problema del caudillismo. Otra
característica, que nuestro autor califica de crucial dentro de la situación
social del bandido es su ambigüedad: es a la vez un marginado y un rebelde, un
pobre que se niega a serlo y que para ello se vale de la fuerza, el valor, la
astucia y la determinación, lo que le aproxima a los pobres, le hace uno de
ellos y le opone a los poderosos; pero a la vez el bandido, a diferencia de los
campesinos, puede llegar a enriquecerse o alcanzar el poder, “cuanto más triunfa
como bandido, más resulta a la vez un representante y un campeón de los pobres
y una parte integrante del sistema de los ricos”.[17]
En cuanto a los planteamientos
programáticos de estos marginados, Hobsbawn, da para los bandidos tres
elementos esenciales: no se planteaban la ocupación de la tierra o lo que
llamaríamos una reforma agraria; perseguían el retorno del orden tradicional de
las cosas “tal como deberían ser (lo que, en las sociedades tradicionales,
quiere decir tal como se cree que habían sido en un pasado real o mítico)”,
planteamiento que significaba terminar con los abusos y las injusticias, aunque
no se propusieran acabar ni con la explotación ni con la opresión; en este
sentido, según Hobsbawm, los bandoleros sociales eran reformistas y no
revolucionarios; en tercer lugar representaban para el resto de los miserables
de su sociedad una esperanza utópica en la que debían seguir creyendo a pesar
de todo, porque sin ella no podrían sobrevivir a la injusticia”.[18]
Un aspecto del que por desdicha no
tenemos conocimiento, esencialmente por el tratamiento que tradicionalmente la
historiografía ha dado a este problema, es acerca de la organización, cultura y
economía de los llaneros. Nada sabemos acerca de si existían entre ellos reglas
sociales o políticas.[19]
En cuanto a su cultura, de la que sólo se ha conservado un riquísimo folklor,
ni siquiera podemos afirmar si hablaban el castellano o alguna especie de
papiamiento, dado el distinto origen de sus componentes, en el que
indudablemente transmitirían una literatura oral; también es total nuestro
desconocimiento de sus formas de vida. En cuanto a su economía es sabido que
era autosuficiente basada en el consumo y comercialización de bienes pecuarios.
Nuevamente debemos recurrir a Hobsbawm, quien observa que los bandoleros
compran y venden y que al disponer de ingresos tienen más recursos que los
campesinos y pueden llegar a desempeñar un rol importante en el sector moderno
de la economía local, ya que no pueden, normalmente, comercializar lo depredado,
o abastecerse, fuera de su área.[20]
El periodo colonial
Indudablemente ya hubo caudillos en esta
etapa, como mínimo y por citar sólo dos tipos, los de las muchas revueltas
populares, mayoritariamente desconocidas por no estudiadas y a veces ni tan
siquiera mencionadas en las crónicas oficiales, y los caudillos oligarcas, más
o menos locales, que controlaban económica, social, política e incluso
jurídicamente las gentes y las producciones de sus latifundios.
Pero, aparentemente, este caudillismo
colonial no alcanzó la trascendencia que tendría el posterior a 1810; y buena
prueba de ello sería que no hizo tambalearse el débil aparejo burocrático
metropolitano, lo que sí ocurrió en otras regiones de las Indias, debido
posiblemente a diversas causas entre las que destacaría las siguientes: en una
zona apartada de los grandes centros coloniales, la autonomía de los mantuanos
surgió antes y fue mayor; seguramente eran raros los enfrentamientos entre los
oligarcas, caudillos locales, y la burocracia metropolitana que actuaba más
bien como agente de estos que como delegada de la monarquía española. La
expansión económica, por escasez de metales preciosos, no se produjo sino en
una fase tardía, por lo que los enfrentamientos de clase y de casta no
alcanzaron cotas alarmantes hasta muy avanzado el periodo colonial. Como en
todas las Indias, una sagaz organización superestructural, basada en la
incuestionada aceptación del poder de la alianza corona-altar, limitaba
brutalmente, salvo en casos excepcionales, la osadía ideológica de los
insurgentes. Por último, la presión de la oligarquía sobre los Llanos –región,
como he señalado, determinante– es aparentemente un fenómeno de la segunda
mitad del siglo XVIII, por lo que no habría sido sino poco antes de la
Independencia cuando la región ganadera, de ser una zona de refugio para los
escurridizos, devino el paraje de donde surgirían o serían obligados a salir
elementos desestabilizadores para los valles agrarios del Norte.
Este papel jugado por los llaneros desde
finales del período colonial ya fue señalado, cayendo en un vulgar
determinismo, por el sociólogo positivista Pedro Manuel Arcaya, quien en una
conferencia leída en Caracas a principios del siglo XX, transcribía en primer
lugar una descripción de los capuchinos escrita en 1745: “Los indios que ha
habido y hay en el territorio de esta provincia y en sus dilatados Llanos,
fuera de los primeros que se poblaron al principio de la conquista, son de la
clase de los que viven more pecudum, sin conocimiento de Dios ni
adoración falsa ni verdadera ni subordinación a justicia. No tienen estos
indios pueblo alguno en su gentilidad, sino en rancherías o aduares y estos de
muy poca gente […]. Son muy flojos, perezosos y haraganes, muy amantes de la
libertad como las fieras de los montes. Andan desnudos y en la misma
conformidad que salieron del vientre de sus madres […]. No tienen luz de lo
eterno, ni conocimiento de ley alguna, ni aun de la natural (que se hace
increíble a todo teólogo si no lo experimentara); no hay modo para persuadirlos
y reducirlos a la fe si no es enseñándoles primero a ser racionales” y afirmaba
de inmediato que estas características, suavizadas por la labor misional de los
frailes, reaparecieron con mayor ímpetu después de la guerra de la
Independencia, “y al cabo resurgió el salvaje, más peligroso que en la época
colonial, porque la sangre castellana y la africana que en sus venas se habían
mezclado a la de sus antepasados indígenas le comunicaban coraje y osadía, y he
allí en la llanura a los nómadas, a los rebaños humanos de los aduares.
Incendian, porque tienen la nostalgia ancestral de las grandes extensiones
desiertas, matan los ganados que la
civilización llevó a la pradera, porque a su vista se remueven en ellos los
impulsos de innúmeras generaciones de cazadores, y al fin, sueltos en aquella
resurrección de la tribu todos los instintos depredatorios y destructores debía
surgir el hombre carnicero, vecino del caníbal de las primeras edades”.[21]
Las primeras guerras civiles, llamadas de la Independencia, 1812 -1824
Diversos autores han afirmado que las
guerras de la emancipación fueron en distintas regiones de las Indias el
detonante que, al desmantelarse la superestructura anterior, abrió las
posibilidades a la expansión del caudillismo. Los Stein señalaron, por una
parte, que terminada la contienda la oligarquía criolla se vio obligada a
controlar el cambio social para evitar que el movimiento iniciado hacia 1810 se
convirtiera en una continuada agitación y, por otra parte, que la perpetuación
del enfrentamiento en las zonas agrarias entre dos clases antagónicas –grandes
propietarios vs. siervos y esclavos– y la no solución de los problemas que
habían generado las graves tensiones de clase, hizo surgir abiertamente un
elemento “que había estado latente en el régimen colonial: el dirigente
político rural”, guía o caudillo que para la inmensa mayoría de americanos
fungía como verdadero gobernante, “legitimado por el sistema político,
respetado por los gobiernos nacionales y sus representantes locales en la burocracia
judicial, administrativa y militar”.[22]
Si bien en este párrafo los Stein parecen referirse a aquellos que más que
caudillos desestabilizadores debería calificarse de caciques colaboradores en
el mantenimiento del statu quo. Esta distinción entre caciques y caudillos,
pero con otro significado, es señalada por Díaz.[23]
Por su parte, Ruíz García ha señalado tres características o consecuencias de
las guerras que, a pesar de ser reconocidas en la actualidad por la inmensa
mayoría de los especialistas, siguen enmascaradas por aquellos que no tienen
interés alguno en que desaparezcan una serie de mitos históricos inventados a
partir de principios del siglo XIX en un desesperado intento de camuflar unas
explosivas injusticias sociales.[24]
En primer lugar el confusionismo social de la misma guerra. La oligarquía
criolla que hasta 1816 se declaró, como mínimo en Venezuela, defensora de la
libertad frente a los poderes coloniales, tenía a la vez un exacerbado temor de
clase hacia el cambio y realizó titánicos esfuerzos para que en este terreno no
se produjera la más mínima alteración en relación con el periodo anterior. Así,
consolidada la independencia política, estas mismas minorías que controlaban el
poder económico edificaron unas formas gubernativas aparentemente liberales y
republicanas, pero que en realidad estaban en total contradicción con su
verdadero contexto económico-social, muy retardatario. Estas contradicciones
estaban estrechamente vinculadas con la segunda característica señalada por
Ruíz García: un nuevo confusionismo, político, que quería infundir que los
debates cruciales enfrentando a los componentes de los nuevos estados giraban
en torno a las formas republicanas de gobierno que deberían adoptarse, cuando,
como veremos, detrás de los calificativos de centralistas o federales se
encontraban problemas mucho más graves de índole, como mínimo, estructural. Una
tercera consecuencia sería el papel que a partir de este momento jugarían los
militares de la Independencia como garantes o debeladores de los gobiernos
republicanos.
El primer confusionismo, agravado por el
hecho de que, globalmente, los diferentes grupos sociales hubieran luchado en
los dos bandos, ha sido señalado o denunciando ya desde hace mucho tiempo,
aunque no siempre de una forma consciente.[25]
Pero también ha podido servir para, basándose en él, se haya levantado un nuevo
confusionismo de igualitarismo social. Un ejemplo de este nuevo equívoco fue
pergeñado por el sociólogo Laureano Vallenilla Lanz, que en su artículo “Los
partidos históricos” afirmaba: “Y nuestras contiendas civiles posteriores a la
independencia, no han sido como las de otros países de Hispanoamérica, choques
de dos oligarquías que se disputan el predominio político. Verdaderas
revoluciones sociales, ellas han sido como las etapas de esta evolución que al
cabo de un siglo ha dado por resultado el triunfo del igualitarismo, un tanto
confuso todavía, como engendrado por la violencia, pero comprobando con sus
tipos representativos la recia complexión psicológica de este pueblo
heterogéneo que desmiente hasta cierto punto, por su facilidad de adaptación,
la teoría de la desigualdad mental de las razas”.[26]
La tercera consecuencia de la que he
hablado más arriba se plantea como mínimo a tres niveles: las repetidas
intervenciones de los militares en la vida política desmantelando o apuntalando
gobiernos; en estrecha relación con lo anterior, el desmesurado peso del
ejecutivo en relación con los otros dos poderes constitucionales; y en tercer
lugar un elemento notablemente desestabilizador, el elevado porcentaje de
soldados de los desmesurados ejércitos independentistas venezolanos que se
negaron a regresar a la vida civil tras haber permanecido muchos años en la
milicia. Este último factor se produjo evidentemente en todas las Indias, pero
Venezuela fue la región que llegó a tener más gente y por más tiempo en el
ejército desmedido que jugó un papel decisivo en regiones tan alejadas de
Caracas como el Alto Perú.
El peso excesivo de los militares en la
vida política fue denunciado bien pronto por los ideólogos venezolanos. Así por
ejemplo Francisco Javier Yanes, en una de sus “Epístolas catilinarias”
comentando el pronunciamiento de 1835 contra el presidente Vargas y la actitud
del general Mariño, decía: “¿Por qué mancha este caudillo su gloria con una
conducta tan fatal a los intereses de su patria? ¡Ah!, mi amigo; ella me ha
traído a la memoria el anuncio que muchas veces nos hicieron los escritores
españoles, de que al fin compraríamos la independencia a costa de la libertad,
porque nuestros mismos caudillos vendrían
a ser nuestros tiranos”. Y casi treinta años más tarde, en el discurso ante
la Convención de Río Negro de 1863, decía Antonio Leocadio Guzmán: “¿De dónde
han venido los peligros de la libertad en América? De espadones de la
independencia, o de facciones anarquizadoras”.[27]
El descomunal peso del ejecutivo fue
denunciado por Rómulo Gallegos en un artículo, “Los poderes”, publicado en
1909, en el que decía entre otras cosas: “Nuestros gobiernos han sido
esencialmente ejecutivitos. Al Poder Ejecutivo han estado siempre subordinados
los otros dos […]./ El expediente de la refrendación que incumbe al Ejecutivo,
de las leyes promulgadas por el Poder Legislativo, ha sido la brecha abierta a
la irrupción del personalismo. […]./ De aquí la paradoja política de nuestra
República; liberalismo en la ley, autocracia en su aplicación, y de aquí que
haya sido siempre cuestión de azar, obtener un gobierno capaz de orientar por
rumbos de patriotismo una labor cuya iniciativa ha estado reservada a un hombre
solo./ Y será cuestión de azar mientras un hombre sea la solución y una
voluntad la única capaz de realizar el prodigio. Entretanto, nada valen las
fórmulas, constitucionalidad o dictadura significan lo mismo; siempre habrá que
esperarlo todo de quien ejerza, siempre tendrá quien las ejerza todos los
caminos abiertos, y el calificativo será siempre del hombre y no del sistema
[…]./ Para que estos poderes, el Legislativo y el Judicial, conserven su
soberanía y sean autoridad sobre el Ejecutivo, será necesario que el pueblo no
delegue la suya incondicionalmente en las manos de un solo hombre”.[28]
La dificultad que supuso para las tropas
libertadoras readaptarse a la vida civil ha sido señalada bien recientemente
por Robert Paul Mathews, añadiendo que engrosaron las bandas de caudillos
locales, con los que se sentían ligados no por vínculos marciales o
carismáticos. Mathews ha recordado que durante la década de los treinta se
produjeron en Venezuela un sinfín de rebeliones que si bien fracasaron, contribuyeron
a perpetuar el estado endémico de revuelta o bandolerismo entre los llaneros,
aunque cabría preguntarse si la aspiración elemental de estas gentes era
conquistar el poder o, en buena parte de los casos, no pretendían sino
defenderse del acoso de la oligarquía que, recordémoslo una vez más, no sólo
quería acabar con sus actividades, sino también convertirlos, muy a pesar suyo,
en peones a su servicio.[29]
Pienso que, sin el menor cariz
peyorativo, no deberíamos olvidar que Bolívar fue el primer gran caudillo de la
historia venezolana y que si finalmente consiguió triunfar sobre el bando
realista a partir de 1816 fue precisamente a partir del momento en que,
valiéndose de su carisma, fue capaz de arrastrar tras de sí a los llaneros que
hasta aquel momento se le habían enfrentado y lo habían derrotado. Después de
1824, cuando dejó Venezuela para intervenir en su Colombia o en el virreinato
del Perú, fue suplantado en la Tierra Firme por los caudillos llaneros locales,
Páez el primero, y que llegarían a enfrentarse con Bolívar por el control del
nuevo estado entre 1826 y 1830.
El caudillaje de los libertadores, 1824-1858
a)
La época de Páez, 1824-1847. Éste se convirtió,
hacia 1826, en el gerifalte máximo de Venezuela porque gozaba aún de un gran
predicamento entre las masas populares, especialmente entre los excombatientes
llaneros, muchos de los cuales habían peleado bajo sus órdenes, y este mismo
prestigio fue la causa de que la oligarquía criolla, temerosa de que estallara
de nuevo la latente rebeldía generada desde antes de 1808, decidiera apoyarle
incondicionalmente, ya que era uno de los pocos libertadores con carisma
suficiente para intentar salvaguardar el frágil e injusto andamiaje
superestrutural organizado en Venezuela desde su Independencia. Por añadidura,
Páez fue capaz de extender su dominio sobre todo el estado, haciéndose obedecer
por los caudillos regionales, aunque respetándolos, verdaderos señores de
taifas que no querían o no podían ultrapasar el ámbito provincial.
Pero no sólo crecía el descontento entre
los viejos llaneros; además el aparato estatal elaborado por el mantuanaje,
brutalmente injusto y represivo, incrementó el número de marginados y de los
que se veían obligados a refugiarse en los Llanos huyendo de una legislación
organizada para favorecer exclusivamente a una minoría de grandes propietarios
o de comerciantes, escurridizos y relegados entre los que se encontraban
esclavos cimarrones, pequeños propietarios blancos o mestizos arruinados,
peones de hatos, exsoldados incapaces de readaptarse a la vida civil y un
sinfín de gentes a los que la legislación mencionada convertía, muy a su pesar
y contra su voluntad, en reos de delitos mejor o peor tipificados en los nuevos
códigos.
Esta masa, a la que desde el gobierno se
calificaba indistintamente de cuatreros, bandidos, bandoleros o criminales,
como ha señalado Mathews, “en raras ocasiones conformaban grupos de más de
treinta y no respondían a una conspiración planificada, sino mas bien a un
estado general de ilegalidad […y] era generalmente difícil distinguir entre
rebeldes y bandoleros, ya que ambos fenómenos se alimentaban mutuamente en una
precaria simbiosis”.[30]
Estos huidizos, para sobrevivir, podían
sacrificar reses y negociar sus cueros. El gobierno, acusándoles de abigeato,
pero sobre todo continuando con el viejo intento de controlarlos para hacerlos
trabajar en los hatos por salarios de hambre, decretó nuevas leyes que no
hicieron sino acorralarlos más si cabe y crear una enrarecida atmósfera en la
que proliferaban nuevos rebeldes-fugitivos. Ya la primera república venezolana
había promulgado hacia 1811 unas nuevas y más brutales Ordenanzas de los
Llanos;[31]
posteriormente, el Congreso de Colombia aprobó el 3 de mayo de 1826 una ley
sobre procedimiento en las causas de hurto y robo que señalaba nítidamente su
doble finalidad en el primer punto, enfatizando: “Considerando: Que por una
consecuencia de la dilatada guerra que ha sufrido la República cierta clase de
hombres se ha desmoralizado hasta el extremo de atacar frecuentemente del modo
más escandaloso la propiedad y seguridad individual del pacífico ciudadano, y
que siendo indudable que la multitud de hurtos que se cometen con impunidad, de
los vagos, ociosos y mal entretenidos que por desgracia existen en las
poblaciones por el poco celo de los encargados de la policía, y debiéndose
poner un pronto y eficaz remedio a este grave mal, escarmentando a aquellos y
exigiendo a éstos la más estrecha responsabilidad”; ya que, en el caso de la
zona ganadera, no sólo se quería actuar contra aquellos a quienes la oligarquía
llamaba cuatreros, sino también vagos. En un desesperado intento de amedrentar
a los primeros el articulo 27 decretaba pena de muerte para los que “al
ejecutar un hurto o robo hicieran uso de armas” y en el artículo 29 se
especificaba que los jueces y alcaldes “procederán contra los vagos, ociosos y
mal entretenidos”, señalando a continuación las doce figuras delictivas que la
ley calificaba de vagancia, entre los cuales cabía lógicamente cualquier
persona a la que se quisiera perseguir.[32]
Diez años más tarde el Congreso
venezolano legisló de nuevo al respecto con la Ley de Hurtos o de Azotes, en la
que se sentenciaba: “los capitanes o cabezas de gavillas que infesten ciudades
o caminos sufrirán la pena del último suplicio, y los demás cómplices la de
ciento cincuenta azotes distribuidos en tres porciones de quince en quince días
y diez años de presidio. Para los hurtos de cien a quinientos pesos se
impondrían al reo cincuenta azotes de dolor y dos años de trabajo en las obras
públicas del cantón o de la provincia respectiva. Excediendo de quinientos
pesos sin pasar de mil, el reo sufrirá el mismo número de azotes y cuatro años
de trabajos forzados; y de mil pesos en adelante, los azotes de dolor subirán a
setenta y cinco, con seis años de presidio”.[33]
Ahora bien, la descomunal brecha entre
la legislación decretada por los nuevos gobiernos y su capacidad real de
hacerla cumplir tenía un efecto negativo, pues en lugar de acabar con los
forajidos, engendraba nuevos rebeldes.[34]
Pues los gobiernos venezolanos no solo tenían cuerpos represivos pequeños e
ineficaces, además debían perseguir a “cuatreros” que conocían de forma excelente
las innumerables rutas y el sinfín de vericuetos de los Llanos. En aquel medio,
frente a los oligarcas y a una naturaleza hostil, sólo podían sobrevivir los
baquianos, que además habían perfeccionado hasta la sofisticación sus viejas
tácticas guerrilleras sometidas a la prueba del fuego durante la guerra de la
Independencia. Por añadidura este fracaso dio lugar a que la oligarquía
ganadera creara sus propias fuerzas represivas paralelas, que llegado el caso
podían utilizarse en los repetidos enfrentamientos internos, defendiendo o
atacando al gobierno, e introduciendo un nuevo elemento desestabilizador.
No sería hasta principios del siglo XX
cuando el último caudillo rural en el poder, Juan Vicente Gómez, gracias a los
recursos que le proporcionó el petróleo, casi acabó con la insurgencia llanera,
unos treinta años después de que el general Roca, el “héroe del desierto”,
liquidara los malones argentinos.
Además del mentado, otros focos rebeldes
declarados ponían en entredicho la autoridad de Páez; por una parte, conseguían
sobrevivir en algunos regiones de la república guerrilleros realistas gracias
al apoyo que encontraban entre las masas populares y de estos, es el del pardo
José Dionisio Cisneros del que he localizado más información: actuaba en los
Valles del Tuy, junto a la capital, pero a finales de 1831 pactó con Páez a
condición de que no se tomaran represalias ni contra él ni contra sus hombres y
de que se les conservaran los grados militares que ellos mismos se habían
otorgado.[35]
De una cariz bien distinto fueron las
rebeliones organizadas por libertadores bolivarianos que intentaron
repetidamente reconstruir la República de Colombia, ideada por Bolívar y
desbaratada por la oligarquía caraqueña.[36]
Nuevas pugnas entre los libertadores se
desataron en 1835, quienes decían apoyar al presidente vs. los que querían
derrocarle. Un año antes había resultado electo el médico José María Vargas, a
pesar de que el general Soublette era el candidato gubernamental.[37] A
principios del siglo XX el historiador Rafael Villavicencio enjuiciaría esta
victoria pírrica (ya que Vargas se vio finalmente obligado a dimitir en 1836)
señalando que, “Representaba el eminente patricio el partido que aspiraba a
realizar el imperio absoluto de la ley con exclusión de los privilegios
militares que creara la guerra de la Independencia, vale decir, el elemento
civil”.[38]
El episodio de julio de 1835
–enfrentamiento abierto entre oligarquía civilista y libertadores– hizo correr
mucha tinta; he seleccionado juicios de gentes de ambos bandos, pero es
imprescindible recordar algo que he advertido en la introducción: los
venezolanos que expresaban su parecer a través de mecanismos que han llegado
hasta nosotros mediante la imprenta eran una pequeñísima minoría que nos han
dejado una infinidad de testimonios; contrariamente, la inmensa mayoría de los
venezolanos, “los hombres sin historia”, generaron una también copiosísima
información que se transmitió oralmente, pero que, y no por casualidad, apenas
ha llegado hasta nosotros. Ello tiene consecuencias transparentes sobre la
comprensión del pasado, pero desdichadamente nuestras técnicas son tan rudimentarias
que no sabemos sino servirnos de los documentos escritos.[39]
Francisco Javier Yanes, del bando
civilista, se pronunció declaradamente contra la conjuración militar en sus
“Epístolas catilinarias”, en ellas denunció, en primer lugar, que entre los alzados
estaban los más exaltados bolivarianos junto con enemigos encarnizados del
Libertador e incluso “sus mismos asesinos”; que a pesar del escaso apoyo
conseguido, invocaban en cada uno de sus actos la voluntad popular, tachando a
los partidarios de Vargas de godos y mantuanos, acusándolos de querer
restablecer un gobierno aristocrático y se presentaban como partidarios de
reconstruir la República de Colombia y de reformar la constitución y Yanes
enumeraba, los únicos móviles, “Hombres de esta especie no son idólatras sino
de sus sórdidos intereses: habiendo vivido siempre de los empleos y del
desorden aborrecen todo gobierno en cuya administración no pueden influir en
beneficio propio […]. Desde luego estos hombres escogieron el medio de vivir de
empleos y de lucrar a costa del hombre honrado y laborioso. ¿Cuál fue éste? Una
revolución. Este es el modo de vivir más conocido en nuestro país, dijeron para
sí: los pueblos se han familiarizado tanto con ellas, que ya no parecen
crímenes; si acaso la que vamos a emprender no tiene el éxito que nos
prometemos, un indulto, una completa amnistía nos librará del suplicio; y en
los días que dure el desorden, procuraremos robar todo lo que se pueda, y con
el botín viviremos hasta que llegue la oportunidad de hacer otra”; Yanes
insistía de inmediato en las verdaderas causas del golpe “la ambición de
empleos, el horror al trabajo, la comodidad de la holgazanería”.[40]
Los alzados, vencidos y exiliados,
publicaron un folleto justificativo que transparentaba enfrentamientos entre
los libertadores por el control del poder. Insistían en señalar que los
partidarios de Vargas eran los mismos godos a los que los firmantes habrían
derrotado en el campo de batalla durante las guerras de la Independencia; en
que los militares capitaneados por Páez habían perseguido a los libertadores
bolivarianos; en proclamarse federalistas, partidarios de disminuir los gastos
públicos para amortizar la deuda interna; en acusar al gobierno de querer
revocar las adjudicaciones hechas a los militares en recompensa de los
servicios que habían prestado durante la guerra, de escarnecer a los oficiales
patriotas, de no pagarles los haberes que se les debían con tierras baldías. No
dudaban en calificar el enfrentamiento que les había opuesto a los varguistas
de guerra civil.[41]
Los sucesos de 1835 pueden catalogarse
de conflictos entre militares, las revueltas populares de la década siguiente
tuvieron un cariz bien distinto; estallaron en 1844 y, nuevamente, con mayor
virulencia en 1846-1847 y no sólo pusieron seriamente en peligro el control del
poder por parte de la oligarquía sino que, por encima de todo, durante las
mismas se forjaron los caudillos que tendrían un decisivo protagonismo en el
período inmediatamente posterior y sobre todo durante las llamadas guerras de
la federación.
Como ha recordado Mathews, en estas
revueltas las demandas de justicia social se limitaban a confusas y emotivas
consignas, sin que se planteara un programa alternativo que exigiera cambios
estructurales y, si los rebeldes pretendieron vincularse al partido liberal,
éste, porque repudiaba la vía verdaderamente revolucionaria, no pensó, ni
remotamente, en proponer soluciones radicales —distribución de la tierra,
variaciones cualitativas en las relaciones entre el peonaje y los propietarios,
libertad para los esclavos— que terminaran con las causas que habían
desencadenado la revuelta; a pesar de ello provocaron una vez más el pánico de
la oligarquía, que de nuevo creía en peligro su situación privilegiada. Y que
el mantuanaje volviera a estremecerse con el miedo a la revolución, no se debió
a que se estuviera gestando una, sino a que, como ha hecho ver el mismo
Mathews, las revueltas de los cuarenta eran significativamente diferentes a la
violencia descontrolada de décadas anteriores: la que comentamos no era el
resultado de la irrupción de hordas de bandidos llaneros, sino que se debía a
un hondo malestar provocado entre el controlado peonaje agropecuario que
trabajaba en las haciendas y hatos de la oligarquía, por la confluencia de una
crisis interna de subsistencias y una externa, que afectó a todo el sistema
capitalista, y perjudicó la exportación de frutos comercializables. El peonaje
descontento, demagógicamente ofuscado por los liberales, consideraba al
gobierno como al culpable de la situación, y veía en la caída de una autoridad
ya desacreditada la solución a sus graves problemas; la revuelta popular
superaba el marco puramente político y empezaba a plantearse, aunque todavía de
forma muy confusa, reivindicaciones sociales; los enfrentamientos por el poder
habían dejado de reflejar conflictos de intereses entre oligarcas y
libertadores y ahora, un partido político encabezado por civiles intentaba
manipular las masas campesinas como grupo de presión fruente a otros partidos.[42]
El pánico mencionado se transparenta por
ejemplo en la reacción de un ideólogo como Cecilio Acosta que, a pesar de no
estar aparentemente vinculado a ningún partido, se creyó en la necesidad de
denunciar a quienes soliviantaban a las masas, a los “demagogos guzmancistas”,
en una serie de tres artículos titulados “Lo que debe entenderse por pueblo”,
en los que decía: “¡Ilustre pueblo de Venezuela! […]. Tú no eres él, ese que ha
querido suplantarte y contrahacerte; tú eres la reunión de los ciudadanos
honrados, de los virtuosos padres de familia, de los pacíficos labradores, de
los mercaderes industriosos, de los leales militares, de los industriales y
jornaleros contraídos; tú eres el clero que predica la moral, los propietarios
que contribuyen a afianzarla, los que se ocupan en menesteres útiles, los que
dan ejemplo de ella, los que no buscan la guerra para medrar, ni el trastorno
del orden establecido para alcanzar empleos de holganza y lucro; tú eres, en
fin, la reunión de todos los buenos; y esta reunión es lo que se llama pueblo;
lo demás no es pueblo, son asesinos que afilan el puñal, ladrones famosos que
acechan por la noche, bandidos que infestan cominos y encrucijadas,
especuladores del desorden, ambiciosos que aspiran, envidiosos que denigran y
demagogos que trastornan”. Acosta añadía inmediatamente, que el “pueblo nunca
conspira, porque en ello iría contra sus
propios intereses, que los hace estribar en la paz; ni tiene tampoco
derecho de conspirar, mayormente en los gobiernos democráticos como el nuestro,
porque sería antilógico, porque sería
destruir la obra de sus manos, que es el Gobierno y, por lo mismo, destruirse a
sí mismos; porque sería, en fin, establecer un derecho fatal para los
Estados, que se verían expuestos a caer cada y cuando plugiese a una facción”.
Insistía luego machaconamente en que,
“pueblo, en el sentido que nosotros queremos, en el sentido que deben querer
todos, en el sentido de la razón, es la totalidad de los buenos ciudadanos”.
Pero una vez señalado que sólo podían intervenir en el gobierno los buenos ciudadanos Acosta definía a esta
parte de la población venezolana, “todos aquellos que están dedicados a
menesteres y oficios de provecho, porque el trabajo es la virtud o principio de
virtud; así como la ociosidad es el vicio, o su camino. Y si estos menesteres y
oficios útiles son la labranza, el tráfico mercantil, las artes, y las
profesiones científicas, especialmente las de aplicación práctica; quiere esto
decir que los buenos ciudadanos deben ser labradores, trajinantes, mercaderes,
artesanos, hombres ocupados, en fin; y si esto es verdad, como aparece, quiere
también decir que los buenos ciudadanos deben tener propiedad o renta, que es
el resultado de la industria, el fruto y la recompensa del trabajo, y la
esperanza de las familias”.
En el último de los artículos, Acosta
arremetía contra la revolución y trazaba una total apología del gobierno, de
cualquier forma de gobierno, porque había sido elegido por el pueblo; por lo
que teniendo en cuenta el carácter tan marcadamente censitario de la democracia
venezolana, está bien claro que en momentos de pánico Acosta se desenmascaraba
y calificaba de pueblo no a los que trabajaban y producían, a pesar de lo que
había dicho en los párrafos anteriores, sino a los propietarios de los medios
de producción, y que por ello podían beneficiarse del trabajo de los demás.
Añadía en este panegírico del orden: “Una revolución es la fuerza bruta en
acción, su fin matar; lo que se pretende, debe hacerlo el pueblo, y la causa
porque se pretende, es para echar abajo el Gobierno. Pero el Gobierno no es
otra cosa que el gran personero, el representante del común, el entendimiento
público que aconseja, la voluntad nacional que dirige, en una palabra, el
pensamiento de la nación; de manera que por una especie de dualismo que no se
puede negar, porque se ve, podemos decir que en la nación se pueden considerar
dos pueblos, el que obedece, que se llama asimismo, y el que aconseja y dirige,
que se llama Gobierno. Y según esto, ¿Qué otra cosa han querido decir los
facciosos con la malhadada insurrección popular, sino que el pueblo debe matar
al pueblo? […] Y no se nos venga ahora con que el Gobierno es malo, que hace lo
que quiere, y no corresponde a la voluntad nacional. Hasta risa de compasión
merece un cargo semejante. Una cosa no más preguntaremos: ¿Y quién ha elegido
ese mismo Gobierno sino el pueblo?”. Los tres artículos llevaban como epílogo
una desesperada llamada al Ciudadano Esclarecido, al carismático Páez, para que
una vez más, abusando de su predicamento, neutralizara o aplastara la rebelión
de los desposeídos.[43]
De la revuelta popular de 1846-1847, y
de su posible contenido programático e ideológico, como precursora de las
guerras federales, se ha ocupado también, y ampliamente, Brito Figueroa para quien
Zamora, influido por las doctrinas de los socialistas utópicos europeos, habría
dirigido un movimiento decididamente revolucionario, encaminado a implantar
cambios cualitativos; pero en las proclamas sólo se encuentran las apelaciones
típicas de los movimientos de antiguo régimen, sin que aparezcan planteamientos
nítidos y transparentes que permitan entrever un programa para el futuro que
supusiera algo más que afirmar que se luchaba “para proporcionar una situación
feliz a los pobres”, que se haría temblar, pero nada más, a los oligarcas, o
que todo se resolvería sustituyendo un gobernante por otro.[44]
b)
La época de los Monagas, 1847-1858. Ante la
extensión que iba tomando la revuelta, la oligarquía se vio en la necesidad de
confiar el poder a un nuevo caudillo que gozando del carisma de los
libertadores, tuviera el beneplácito de Páez sin que pareciera excesivamente
vinculado al Centauro. Con ello, y con la astucia de los Monagas que, a la par
que se enriquecieron, fueron capaces de aparentar cierta connivencia con los
liberales, se consiguió por un tiempo mantener la revuelta en hibernación, un
compás de espera hasta estallar de nuevo en 1859, ahora con el nombre de
guerras federales.[45]
Por añadidura, el que durante los
primeros años José Tadeo Monagas tuviera que hacer frente a los intentos de
recuperar el poder más o menos dirigidos por Páez, colaboró a que las masas le
consideraran como un enemigo de los intereses oligárquicos, lo que
indudablemente le confirió un prestigio considerable que se incrementó en un
primer momento con unas demagógicas medidas legislativas, que si en apariencia
favorecían a los humildes, su incumplimiento, limitación e inoperancia
perpetuaban la estructura social y seguía bien injusta la situación de los
desheredados. Como ha señalado Mathews, el encanto duró muy poco; las masas que
apoyaban al gobierno lo hicieron también pensando que éste, vencida
definitivamente la reacción, pondría en práctica una política agraria más
justa; podían incluso soñar con que se distribuirían entre los explotados
tierras baldías, pero de inmediato el peonaje ya se concedió sus reformas,
negándose, por ejemplo, los colonos de los Valles de Aragua, a pagar rentas y a
cancelar deudas con los propietarios de la tierra. A pesar de que Monagas les
conminó de inmediato a cumplir con lo que él calificó de obligaciones de los
rurales, éstos tardarían todavía un tiempo, ya decepcionados, en “desprenderse
de la distorsionada apreciación que hacían de la ideología liberal”, ya que
plausiblemente durante algunos meses pudieron pensar que quienes les habían
traicionado no eran los partidarios de esta ideología, sino el nuevo caudillo
que se había apoyado en ella.
Además, vencidos los caudillos
paecistas, el gobierno Monagas degeneró rápidamente en el personalismo y el
autoritarismo en detrimento, no sólo de los conservadores, sino también de los
liberales, quienes empezaron a captar que habían sido manipulados, no para
llevar a cabo su programa político, sino para conseguir el apoyo popular que
permitiera la consolidación del nuevo caudillo.[46]
Al poco tiempo, desde 1853, se
reanudaron violencia rural y revueltas populares, algunas de ellas organizadas
por los conservadores o los liberales e incluso en algún caso con un cierto
cariz autonomista.
Para hacerles frente, el gobierno se vio
obligado a decretar medidas impopulares para obtener nuevos ingresos, que nunca
eran suficientes por culpa de la incompetencia administrativa y de la
corrupción. De ésta fueron los Monagas, al parecer los primeros beneficiados,
al hacerse con una buena cantidad de las tierras baldías enajenadas por el
estado.[47]
Además, la esperanza que la oposición
parlamentaria albergaba de recuperar por la vía democrática las posiciones
perdidas, se esfumó tan pronto como la elección fraudulenta de José Gregorio
Monagas para suceder a su hermano José Tadeo, puso en evidencia que el
nepotismo alcanzaba límites sin precedentes.
El malestar afectó a nuevas capas
sociales cuando en 1857 la crisis económica mundial hizo, de nuevo, caer en
picado los precios de los bienes comercializables y la situación precipitó al
año siguiente en una rebelión contra José Gregorio Monagas, quien todavía tuvo
la suficiente sensatez como para retirarse sin luchar, a la vista del amplio
abanico de sus oponentes. Para Mathews, esta asonada, como casi todas las del
período, fue esencialmente política, dirigida por los cabecillas civiles y
militares. Los llaneros, que seguían insubordinados, no participaron en el
alzamiento, y las masas campesinas, que si lo hicieron intervinieron, como
siempre, como carne de cañón pero no defendiendo sus propios intereses, una vez
más fueron reclutadas con la promesa de que se les cancelarían las deudas que
las mantenían sometidas a los propietarios de la tierra.
Derrocado Monagas y suplantado por un
nuevo caudillo, el dirigente máximo de los alzados, el general Julián Castro,
mientras en Caracas se enfrentaban los vencedores, conservadores y liberales,
con neto predominio de los primeros, y en Valencia, en el debate sobre una
nueva constitución, se oponían federalistas y centralistas, en el ámbito rural
y en los Llanos se iniciaba un nuevo movimiento como siempre por desesperación.
Las segundas guerras civiles, llamadas de la Federación, 1859-1863
Normalmente, en las historias de
Venezuela se encuadra bajo este calificativo una serie de insurrecciones,
algunas flagrantemente opuestas entre sí, y normalmente sin ninguna conexión
entre ellas, excepto la coincidencia de que todas se iniciaron antes de que,
tras el derrocamiento de los Monagas, comenzase otro debate, en el que se
enzarzaron de nuevo conservadores y liberales, los últimos proclamándose ahora
federales.
Benjamín A. Frankel ha señalado que en
estas contiendas se enfrentaron los pobres contra los ricos, los negros y
pardos contra los blancos (en una nueva guerra de castas), los pequeños o
medianos propietarios agropecuarios contra los comerciantes prestamistas, o los
que aspiraban a cargos en la burocracia contra los que los detentaban.[48]
Pero pienso que, esencialmente, el grueso de las montoneras federales lo
formaban, como en períodos anteriores y especialmente durante la guerra de la
Independencia, aquellas personas marginadas y acosadas, que se habían refugiado
en los Llanos.[49]
En realidad, la verdadera trascendencia
del movimiento se debió a que Ezequiel Zamora, efímeramente, tuvo poder de
arrastre suficiente como para aglutinar y coordinar las masas en rebeldía
latente y convertirlas en un ejército disciplinado y eficaz que puso seriamente
en peligro el orden establecido. En efecto, a pesar de que inmovilistas de uno
y otro bando estuvieron interesados y posiblemente comprometidos en el
asesinato de Zamora, a pesar de su desaparición y de la desorganización
subsiguiente del ejército rebelde, hubieron de hacerse una serie de concesiones
que más tarde ya se cuidarían de manipular para que al fin quedaran nuevamente
en puro verborrea demagógica y gatopardiana.
Estas nuevas guerras civiles se
iniciaron oficialmente a principios de 1859 por la negativa liberal a la
constitución elaborada en la Convención constituyente reunida en Valencia.
Rechazo materializado en Coro, el 20 de febrero, cuando se desencadenó, con el
“Grito de la Federación”, un movimiento antigubernamental dirigido por Zamora.
Pero todo hace suponer que su decisión fue un acto individual y no acuerdo de
partido –las disensiones entre los liberales eran bastante anteriores–, puesto
que no todos los dirigentes eran tan insensatos como para intentar manipular
unas bandas rebeldes que podían arrasar incluso con los promotores.
Ahora bien, ni siquiera puede decirse
que fuera Zamora quien desencadenó una revuelta, sino que pudo arrastrar a una
serie de grupos de insurgentes y descontentos que ya se habían alzado antes o
sólo esperaban a alguien capaz de entusiasmarlos con nuevas promesas que, una
vez más, jamás serían cumplidas. Como ha observado Mathews, bien pronto el
carisma de Zamora se trasplantó a la palabra Federación que para las masas
populares llegó a equivaler a igualdad y libertad. Como veremos de inmediato,
el ideario federal era suficientemente confuso como para que en un primer
momento cada quien pudiera interpretarlo como solución taumatúrgica a su propia
problemática. Obviamente, si los pequeños o medianos propietarios podían
aspirar a intervenir en un gobierno que defendiera sus intereses, buena parte
de las masas podían soñar en un porvenir justo y libre, sin de momento
preocuparse demasiado por cómo se materializaría en la práctica. Para Mathews,
a partir del momento en que el carisma se trasplantó del caudillo a la confusa
ideología, las bandas de bandoleros–rebeldes se convirtieron en el vehículo de
la segunda y catalizaron el afán de una vida menos dura entre grupos cada vez
más amplios de masas rurales.[50]
Por añadidura, este mismo confusionismo ideológico permitió a los federales
capitalizar el difundido y vago sentimiento antigubernamental que no había
cesado de crecer desde que la guerra de la Independencia creara un avío de
poder, al suplantar los libertadores la fórmula monárquica por una solución
republicana mal asimilada por las masas.
Por unas y otras razones, crecía en los
Llanos el número de seguidores de Zamora, que pasaron bajo el control total del
nuevo caudillo, en detrimento a veces de caudillos anteriores.[51]
La capacidad aglutinadora de los
federales disminuyó considerablemente con el asesinato de Zamora y el ascenso
de Juan Crisóstomo Falcón. Un porcentaje notable de las fuerzas rebeldes se
descompuso en pequeñas bandas –plausiblemente se reconstruyeron algunas de las
que ya actuaban antes del 1859–, dirigidas por jefes menores, nuevos “señores
de la guerra”, que controlaban regiones más o menos grandes de la república,
colaborando al relajamiento de los ya débiles lazos que mantenían oficialmente
unido al estado forjado en 1830.[52]
Durante esta nueva guerra civil, como en
la anterior de la Independencia, los odios tanto tiempo anidados dieron lugar
una vez más a una violencia y a un encarnizamiento desmesurados;[53]
Páez, caudillo en ambas, idealizaba la primera para denigrar a los federales, y
en un discurso pronunciado en Caracas a principios de 1863, decía: “Cuando
contemplo esta guerra, yo me pregunto qué cambio se ha operado en nuestra raza.
Cuando luchábamos por nuestra independencia, ambos ejércitos buscábamos el
pedazo de tierra más limpio para combatir. Ahora la guerra que se nos hace es
de fugas, de robos y de asesinatos. Debo añadir en justicia al ejército español
que los caminos, durante aquella misma lucha estaban libres, la propiedad
protegida, las familias respetadas. Los españoles quisieron que se perdiese
para ellos el país, más bien que desmoralizarlo y corromperlo”.[54]
Pero el mismo Páez recibió una carta de
Falcón lamentándose del fusilamiento de oficiales heridos o prisioneros, de
matanzas indiscriminadas, en fin, de vesania por parte del ejército
gubernamental, que se habían incrementado a medida que se hacía más evidente su
impotencia para liquidar la revuelta popular.[55]
A pesar del fraccionamiento de los
alzados, las fuerzas gubernamentales fueron incapaces de vencer a los rebeldes
federales o exfederales; finalmente, tras más de cuatro años, los dirigentes de
ambos bandos intentaron cerrar la contienda a través del pírrico Tratado de
Coche, de abril de 1863. Firmado por Pedro José Rojas y Guzmán Blanco, en él se
acordaban las condiciones de la claudicación bilateral, se resolvían los
complejos problemas de los préstamos recibidos por los sucesivos gobiernos, y
se acordaban soluciones salomónicas y por lo tanto inoperantes: la asamblea
legislativa se dividiría por mitad entre los dos partidos rivales, Falcón
ascendería a la presidencia, mientras Páez debía exiliarse definitivamente. En
cuanto a la federación, por la que más o menos confusamente tantos habían
peleado por tan largo tiempo, se plasmaba tan sólo, en una nueva constitución,
por la que se organizaban los Estados Unidos de Venezuela.[56]
Durante la contienda, en el bando
conservador también se había intentado recurrir a un caudillo para acabar con
la revuelta. Sospechoso de veleidades federalistas, Julián Castro, el dirigente
de la rebelión contra Monagas, fue derrocado, encarcelado y reemplazado por el
vicepresidente Manuel Felipe de Tovar. Tras nuevos ensayos, la oligarquía, en
un intento de poner fin a la guerra, decidió reinstaurar al envejecido Páez en
la presidencia, proclamándole dictador en agosto de 1861. Pero había perdido su
autoridad, y había traicionado tantas veces a los llaneros que había perdido
también la credibilidad.
La necesidad de recurrir al Centauro ya
fue proclamada durante la presidencia de su antecesor, Gual, por Pedro José de
Rojas, el mismo que posteriormente intentaría justificar la dictadura. A
principios de diciembre de 1860, en artículo publicado en El Independiente, lamentaba que los rebeldes actuasen impunemente
aprovechando la debilidad gubernamental y abusando de las garantías
constitucionales y acusaba a los federales de demagogos; señalando a la vez
quiénes eran los rebeldes y quiénes los gubernamentales: “Por un lado cuantos
elementos de conservación y de progreso encierran las sociedades modernas; por
el otro cuantos instintos de destrucción es capaz de acumular un odio que
parece tener ya por objeto a todo el género humano. Por un lado lo más
brillante y lo más glorioso de nuestra lista militar, acaudillando al ejército
triunfante del Gobierno; por el otro jefes oscuros, militares anónimos,
guerrilleros sin nombre y sin historia, que no excitan la atención del país
sino por sus crímenes, acaudillando partidas indisciplinadas, diseminadas en
nuestro vasto territorio, que rehúsan el combate y que fueron siempre vencidas
cada vez que lo aceptaron”.[57]
Diez meses después, en el mismo
periódico caraqueño, Rojas se congratulaba de que el golpe de estado que había
derrocado a Gual se hubiese llevado a cabo pacíficamente, sin tumultos o
algaradas populares. Inmediatamente señalaba la imperiosa necesidad de
instaurar una dictadura que llamó nacional, en la que pudieran intervenir todos
aquellos a los que calificaba de ciudadanos.[58]
Más tarde, la dictadura de Páez fue
liquidada por aquellos mismos que lo habían llevado al poder y que, ante su
fracaso, prefirieron pactar con Falcón, que parecía algo más capaz de controlar
las masas rebeldes e impedir (lo que también interesaba vitalmente a los
dirigentes federales), que de tanto oírlo acabaran creyéndose, que verdaderamente
iban a realizar la revolución y que lo consiguieran tras casi cinco años de
lucha. Durante este importante período de la historia venezolana, aunque al
final no se produjo, ni en lo social ni en lo económico ni en lo político,
cambio alguno cualitativo, queda fuera de toda duda que en algún momento pudo
parecer que la misma dinámica de las masas hubiera podido, pasando por encima
del parapeto que representaban sus dirigentes y arrasando con todo, edificar
unas nuevas estructuras, más justas y, por lo tanto, bien diferentes.
Ya los intelectuales decimonónicos más o
menos coetáneos de los hechos, intentaron comprender o explicar qué había
sucedido y, por encima de todo, qué había movilizado a la mayoría de los
venezolanos que durante casi un lustro estuvieron batallando con una ferocidad
inaudita.
Una respuesta fácil, socorrida y que,
naturalmente, no pretendía en absoluto esclarecer la verdad, fue la del grupo
de intelectuales al descarado servicio de la oligarquía –y Rojas era uno de sus
representantes paradigmáticos–, que liquidaban el arduo problema calificando la
rebelión de anárquica o desordenada. En abril de 1862, en el discurso por el
que se juramentaba como sustituto de Páez, Rojas insistía en los mismos
conceptos; hablando de un viaje de Carabobo a Valencia, decía haberse creído
situado en un altozano y desde allí, “Vi los ánimos enloquecidos perdido todo
concierto, anarquizadas las opiniones. Vi las poblaciones tristes, abandonadas
algunas a la irrupción de hordas semibárbaras. Vi desiertos y desolados
nuestros campos. Vi el agua de nuestros ríos cambiada en roja, hasta imaginar
que fuese sangre humana la que baña en muchas partes nuestro territorio. Y vi
bebiendo de esas aguas, o por mejor decir de esa sangre, al monstruo horrible
que de ella se alimenta. Fijé mi atención en ese monstruo: ¡Era la federación
venezolana! ¡Era la Federación, convertida de principio en azote, erigida en
bandera de crímenes en bandera que aquí empuña un ignorante, acá un estúpido
ambicioso, allá un cualquiera sin significación política, más allá el traidor,
el criminal, el malo de todas nuestras épocas calamitrosas”.[59]
Al final del siglo XIX, cuando de nuevo
se alteró el panorama político venezolano durante la inestabilidad
postgumancista, los primeros sociólogos criollos, ante la posibilidad o el
temor de que se reprodujera el marasmo de los años sesenta, iniciaron
productivas discusiones sobre la cuestión. Ahora bien, ese mismo temor y sus
prejuicios de clase les situaban en un punto de partida erróneo, prejuzgando
peyorativamente los movimientos de masas porque los protagonizaban hordas a las
que solía adjetivar con calificativos denigrantes. El ejemplo clásico de esta
miope actitud inicial es el valor atribuido a la tan manida declaración de
Antonio Leocadio Guzmán en el Congreso de 1867, en una discusión sobre reformas
constitucionales: “No sé de dónde han sacado que el pueblo de Venezuela le
tenga amor a la federación, cuando no sabe ni lo que esta palabra significa.
Esta idea salió de mí y de otros que nos dijimos: supuesto que toda revolución
necesita bandera, ya que la Convención de Valencia no quiso bautizar la
constitución con el nombre de federal, invoquemos nosotros esa idea; porque si
los contrarios, señores, hubieran dicho Federación, nosotros hubiéramos dicho Centralismo”.[60]
En todo caso, sólo cabe deducir de esta proclama que Guzmán era un redomado
demagogo que para hacerse con el poder no vaciló en provocar una brutal guerra
civil que no hizo sino empeorar la situación de las masas venezolanas. Pero
plausiblemente aquellas masas, si no conocían el significado exacto del vocablo
federación, sí sabían, y muy bien, ellos que desde siempre anduvieron
descalzos, donde les apretaba el zapato. Quizás no habrían levantado, un
gobierno federal de triunfar; pero sabían perfectamente quiénes eran sus
enemigos y cómo se beneficiaban de una situación eminentemente injusta. La
voluntaria ceguera ante esta evidencia o el querer confundir, también
voluntariamente, los móviles de los ejércitos federales con los dos de sus
máximos dirigentes políticos, pudo conducir a interpretaciones aberrantes como
la de Pedro Manuel Arcaya, por ejemplo, quien en una conferencia precisamente
sobre “Federación y Democracia en Venezuela”, frente al parecer de Vallenilla
Lanz o Gil Fortoul, no aceptaba que, “la trama de nuestra historia política
sería el desarrollo de una lucha de clases, sorda durante la colonia, patente
ya desde la iniciación de la independencia nacional, francamente declarada en
la formación del partido liberal, y en cruenta guerra civil transformada con la
revolución federal. Desde este punto de vista nuestras contiendas de liberales
y oligarcas equivaldrían en cierto modo, a la de plebeyos y patricios de la
vieja Roma y aun a las del proletariado y el capitalismo de los modernos pueblos
europeos./ No juzgamos así nosotros a la evolución política venezolana”.
Efectivamente el juicio de Arcaya era bien distinto, los caudillos de las
revueltas llaneras no se alzaron para llevar a cabo una “revolución nacional”
ya que no tenían “imaginación para idearla”, sino que “se alzaban
inconscientemente para volver a la vida nómada y así robaban y depredaban”. Y
según el sociólogo, “No los movió odiosidad especial hacia el bando oligarca
cuando se alzaron, bien que luego, por consecuencia de la guerra, tomaron gran
aversión a los godos”. De lo cual
supongo que debe deducirse que las brutalidades que se cometieron en todas las
guerras civiles de Tierra Firme no serían el resultado de la brecha insalvable
que separaba cada vez más a los explotados de los explotadores, sino de una
innata inclinación de los venezolanos (y en casos parecidos de todos los
humanos) el sadismo.
En el siguiente fragmento puede verse la
interpretación de las guerras federales por parte de Arcaya como una simple
lucha por el poder: “El verdadero carácter de la revolución federal debe
buscarse en los movimientos organizados que tuvieron lugar en Coro y en el
centro de la República en 1859. No eran, a decir verdad, una explosión del
salvajismo, como los que el año anterior encabezara Espinosa en los Llanos; por
ejemplo, las tropas que salieron de Coro con Zamora, arrastradas por su
prestigio y el de Falcón, estaban constituidas por excelentes elementos
populares, aunque a la postre la larga duración de la guerra y la desorganización
de las guerrillas de Coplé, hizo que estas retrocedieran en muchas partes de la
República, a una condición parecida a la de los grupos de Espinosa. Tampoco
representaban la tendencia federalista que proclamaban, idea abstracta por la
cual nadie era capaz de hacer ningún esfuerzo. Eran, sí, las agitaciones de un
partido político poderoso que, caído, aspiraba a reivindicarlo, que oyendo las
declaraciones de sus adversarios se sentía profundamente herido y se creía
perseguido de muerte, que teniendo en su seno militares prestigiosos que
representaban grandes fuerzas efectivas y numerosos e importantes elementos
civiles, juzgaba fácil empresa la de derribar a sus adversarios, de un partido,
en fin, que tenía el convencimiento de constituir la porción de los buenos, de
los magnánimos, de los generosos de la nación venezolana y juzgaba que era
guerra santa, la que por su propio triunfo emprendiera. Pero en su aversión a
los contrarios, a los godos, no
entraba como factor la antipatía de castas ni colores. Tan odiados eran por los
federales los godos negros como los blancos”. Al margen de que los godos negros
posiblemente podrían contarse con los dedos de una oreja, vemos como el autor
por fin emite su juicio: por una parte, las masas venezolanas estaban divididas,
no sabemos en base a que conceptos, en “excelentes elementos populares” y en
elementos populares salvajes, y por otra parte la guerra habría sido exclusivamente el resultado del afán de
un partido para conquistar el poder cuando veía cerrada la posibilidad de
conseguirlo por la vía parlamentaria. Remachaba esta afirmación señalando “no
podía ser de otro modo porque los iniciadores y primeros propagandistas de la
revolución distaban mucho de pertenecer a la parte infeliz que arriba describimos. Casi todos, comenzando por
Falcón y Zamora, eran propietarios y hombres de significación política y
social”. No cabe duda alguna de que los dirigentes formaban parte de la
burguesía, pero lo que no explica Arcaya es como este puñado de hombres fue
capaz de arrastrar a casi toda la población. Y el razonamiento del autor
proseguía: “Aparece contradictoria la hipótesis de que la Federación
representara una lucha de clases, con el hecho de que al cabo de triunfar el
partido que se cree que encarnaba las aspiraciones colectivas del proletariado
quedará éste tanto o más oprimido que antes”.[61]
Esto, con ser verdad, en modo alguno demuestra la ausencia de enfrentamientos
de clase y de casta, sino más bien cómo los máximos dirigentes venezolanos
traicionaron a las masas, cuando les pareció que ya podían prescindir de la
carne de cañón o, mejor aún, cuando empezaron a temer que se volviera contra
ellos.
Otros sociólogos, partiendo de
argumentos que ya habían expuesto los mismo federales, apuntaban hacia una
hipótesis mucho más plausible, la de que las guerras federales no serían sino
la continuación de las de la Independencia. Pero por la misma confusión
reinante acerca de los grupos enfrentados en cada una de las diversas etapas de
las primeras, resulta difícil dilucidar de cuál podían autoproclamarse
sucesores los federales a mediados del siglo XIX.
En una alocución lanzada por Zamora el 7
de marzo del 1859 en Coro, al iniciar la guerra, el general afirmó: “El 20 de
febrero es un grande acontecimiento; él determina una situación, despeja un
porvenir: él trae las palmas de la victoria. No más sombras siniestras en el
horizonte de la patria; enarbolemos el estandarte de nuestros padres, los
patriotas de 1811”.[62]
Pero tal afirmación dista mucho de resultar para nosotros inequívoca: declararse
continuadores de los protagonistas de los hechos de 1811 podía ser un recurso
populista para beneficiarse del mito de los libertadores, podía entenderse como
una propuesta de finalizar lo que un historiador contemporáneo ha llamado “las
revoluciones inconclusas en América Latina” (y que sería más correcto calificar
de “no iniciadas”); y en un caso extremo y literal, podría interpretarse como
una autodeclaración de continuismo del pronunciamiento encabezado por la
oligarquía criolla por miedo a la revolución. Como esta última interpretación
sería aberrante y Zamora, como veremos, aunque no fuera excesivamente radical
no dejaba de ser un dirigente popular, creo que la primera interpretación es la
más correcta: los federales, manipulando el pasado utilizando como tantas veces
se ha hecho el mito histórico como herramienta para justificar o legitimar
situaciones poco nítidas, se autoproclamaban sucesores de unos hechos reales
que ocurrieron de una forma distinta a como los narraban los cronistas oficiales.
Y no cabe pensar, en absoluto en desconocimiento o falta de información por
parte de los dirigentes rebeldes. Un diputado de su mismo partico, Francisco
Mejía, en una intervención en la convención constituyente de Valencia, 30 de
julio de 1858, afirmó: “¡Treinta y siete años han transcurrido ya desde que en
el glorioso campo de Carabobo se selló la independencia de Venezuela! Se selló,
es verdad, la independencia de la antiguo metrópoli, más no la libertad. De
entonces acá (voy a decir una verdad dolorosa, pero por dolorosa que sea, no
deja de ser una verdad incontestable), de entonces acá, lejos de obtener el
resultado de tan cruentos sacrificios sólo hemos cambiado de ropaje; sí,
algunos de nuestros libertadores (soy parte de los restos de estas falanges y
continúo diciendo esa verdad terrible), algunos de nuestros próceres cambiaron
el dictado de Libertador por el de Dominador, y nos han arrastrado, señor,
al caos, al abismo”.[63]
Señalaba ya Vallenilla que, en todo
caso, las masas federales podían considerarse sucesoras de las que de 1811 a
1816 se opusieron precisamente al mantuanaje que se proclamó republicano y de
los seguidores de Páez que a partir de 1816 colaboraron con el movimiento
emancipador dirigido por Bolívar. En su ensayo sobre “Los partidos políticos”
afirmaba: “¿Cómo puede achacarse, racionalmente, a la sola propaganda de El Venezolano la aparición de aquellas
mismas hordas que vitoreaban al partido liberal y a la Federación con la misma
inconsciencia con que habían vitoreado primero a Fernando VII y a Boves y más
tarde a Bolívar y a la patria? Todos aquellos movimientos eran simplemente la
continuación del mismo incendio, oculto a veces bajo las cenizas o elevando sus
llamas hasta enrojecer el horizonte, pero siempre implacable en su obra de devastación
y de nivelación”.[64]
De forma parecida y casi en la misma
época pero más concisamente se expresaba Rafael Villavicencio; en el discurso
de incorporación a la Academia de la Historia (leído el 23 de mayo de 1900)
señalaba: “el movimiento federal, a la inversa del de 1810, se llevó a efecto
primordialmente por las masas populares que aspiraban a obtener importancia
política”.[65]
En efecto, en las narraciones sobre las
guerras federales se citan anecdóticamente casos de soldados que ya habían
luchado en las de la Independencia. José León Tapia menciona al sargento Laguna
que estuvo “siempre al ladito de mi general Bolívar, dándole a esa corneta cada
vez que me ordenaban. Después en la federación, con mi general Zamora, nos dijo
que la guerra continuaba y fue la misma
cosa”; dice después Tapia que Laguna murió hacia 1915, “medio en lo real,
medio en la leyenda, pobrecito y todavía sargento, después de dos guerras, sin saber por qué”.[66]
Enfrentamos pues una nueva problemática: la articulación de los móviles de las
masas y sus dirigentes en las guerras federales. Para Villavicencio las
primeras lucharon desde 1810 o desde 1859, “porque aspiraban a obtener
importancia política”; el médico Tapia, tan sagaz como en tantas de sus
interpretaciones, recuerda que el sargento Laguna peleó en dos guerras “sin
saber por qué”; para Brito, Zamora y sus colaboradores debían ser calificados
de revolucionarios porque conocían y comentaban a los socialistas utópicos, e
incluso las masas reinterpretaron, con el mismo bagaje ideológico, los
principios de la democracia burguesa.[67]
Mathews en cambio no está de acuerdo con
quienes afirman que la guerra federal fue una verdadera revolución social que
habría terminado con los últimos restos del colonialismo y añade “los estudios
que idealizan las consecuencias de la guerra, ya pueden buscar en vano […]
siquiera un solo rasgo redentor que pudiera justificar la prolongada
destrucción y devastación […]. Ni Falcón, ni Guzmán Blanco, ni Alcántara, ni la
multitud de jefezuelos o caudillos provinciales podrían remotamente ser
considerados como algo más de lo que fueron en realidad: buscadores de poder
político y de riqueza, que jugaron con las emociones de las masas, pulsándolas
en sus puntos más vulnerables para provocar las mismas reacciones reflejas de
violencia y destrucción que han caracterizado a las reacciones de las masas a
través de todo los tiempos”.[68]
Y finaliza afirmando que terminada la
guerra, los caudillos se distribuyeron los despojos, ingresando en la
oligarquía agraria gracias al acaparamiento de haciendas expropiadas o de
tierras baldías. En resumen, igual que después de Carabobo, no hubo
transformaciones cualitativas en la distribución de la tierra, sino nuevamente
cambios exclusivamente cuantitativos: la misma estructura de tenencia con la
sustitución de algunos propietarios por otros nuevos.
En realidad, las referencias que he
localizado sobre la ideología y el programa de los federales, más bien
tenderían a identificarlos con aspirantes al poder, pero no para realizar desde
él transformaciones revolucionarias. Ya en 1858 el mencionado Francisco Mejía,
en su intervención en la convención de Valencia, se limitaba a afirmar: “No me
cansaré de decirlo: el bienestar general, la libertad, el orden, la paz, son
los resultados que pueden comprobar la bondad de una organización política”.[69]
Evidentemente el planteamiento ni era excesivamente radical, ni ambicioso. Pero
siempre cabría la posibilidad de seguir pensando que Zamora fue el único
dirigente federal verdaderamente revolucionario y que precisamente por esto fue
inmolado. Frankel señala por una parte que, hasta cierto punto, “actuó como
intermediario intelectual entre los florilegios literarios de Guzmán y sus
observaciones políticas, y las frustraciones y aspiraciones profundamente
arraigadas de su pueblo”. En efecto, parece fuera de toda duda que Zamora
gozaba del carisma que no tenían otros dirigentes federales, lo que le permitía
arrastrar a los llaneros y, sobre todo, a los rebeldes, sin que sus seguidores
tuvieran demasiado en cuenta un programa tan limitado que como señaló Frankel:
“era de naturaleza esencialmente intelectual, primordialmente político y más
bien moderado que radical. Exigía la abolición de la pena de muerte, la
prohibición perpetua de la esclavitud y el sufragio universal. Para aquellos,
cada vez más numerosos, que se sumaban a su causa, significaba mucho más y
demostraba su determinación de consumar radicalmente las esperanzas no
realizadas de la Guerra de Independencia”.[70]
Verdaderamente, basta leer alguna de las
proclamas de Zamora para ver de inmediato que sólo representaba una palabrería
vacía sin afirmar nada en concreto. En una alocución lanzada en Coro, el 25 de
febrero de 1859, proclamó: “La Federación encierra en el seno de su poder el
remedio de todos los males de la patria. No; es que los remedia, es que los
hará imposibles. Con Federación atenderá cada Estado a todas sus necesidades y
utilizará todos sus recursos, mientras que juntos constituirán por el vínculo
del gobierno general el gran bien, el bien fecundo y glorioso de la unidad
nacional. El orden público dejará de ser un pretexto de tiranía, porque será la
primera de las atribuciones de cada gobierno particular”. Soltó frases tan
vacías como las anteriores un mes más tarde en una proclama en San Felipe:
“¡Pueblos del Occidente! Ha llegado el momento de vuestros pronunciamientos,
proclamad el evangelio práctico de los principios políticos, la igualdad entre los venezolanos, el
imperio de la mayoría, la verdadera República, la Federación. El Ejército
Federal será la vanguardia en esta cruzada de glorias. Triunfará la bandera
de la Federación o me veréis sucumbir
bajo las bayonetas del Centralismo de la
Tiranía”.[71]
Parece que el general era muy aficionado
a esta fraseología grandilocuente que a nada obliga e incluso cabría la
posibilidad de que a ello se debiera en parte el gran predicamento de que
gozaba entre los humildes según Tapia, durante un almuerzo con otros militares,
Zamora afirmó, “la tierra es de todos”, lo que, a pesar de que según el mismo
Tapia, “pocas veces ha hablado así un general en este país”, no quiere decir
absolutamente nada si no se especifica con detalle el alcance que se quiere dar
a la frase.[72]
Desdichadamente, la historia de la América Latina y del orbe, está ahíta de
reformas agrarias que no han cambiado absolutamente nada, como no sea la suerte
de algunos de los reformadores, pero jamás la de los reformados.[73]
Los
caudillos federales, 1863 – 1870
Precisamente porque las guerras federales no resolvieron ninguno
de los graves problemas
estructurales que desde tanto tiempo tenía planteada
la sociedad venezolana, persistió el malestar de los explotados facilitando
revueltas de descontentos. Los estallidos fueron más graves a partir de 1863,
después de la traición de Coche, en primer lugar porque se desmanteló el
sistema represivo, más o menos eficaz, de la oligarquía centralista, sin
sustituirlo inmediatamente por uno federal; y en segundo lugar porque la nueva
situación favorecía la inclinación natural de los caudillos locales, buscando
compartimentar la República y convertirse en señores de taifas. Proceso que
crecía tan pronto como disminuía el poder del gobierno central, fue quizás más
impresionante en este período que en otros de la historia venezolana, en el
cual a viejos caudillos que ya actuaban antes de 1859 (y hemos visto que fueron
manipulados por los dirigentes federales), se sumaron, como después de cada
guerra civil, militares de ambos bandos que terminada la contienda fueron
incapaces de regresar a la vida civil y prefirieron seguir guerrilleando.
Incluso en 1868, una insurrección en la que tomaron parte liberales y
conservadores intentó restaurar a un caudillo tan superado como José Tadeo
Monagas y cuando éste murió poco después, se pensó siguiendo los hábitos de nepotismo
a los que la familia oriental estaba tan acostumbrada, que le sucediera su hijo
José Ruperto, lo que no ocurrió porque, como veremos de inmediato, los
federales ensalzaron otro caudillo que tuvo las cualidades necesarias y
suficientes para mantenerse en el poder durante dieciocho largos años.
El intento porfirista de Guzmán Blanco, 1870-1888
El desbarajuste del septenio anterior,
que no benefició al pueblo, perjudicó de forma extraordinaria a la oligarquía,
que vio arruinarse sus hatos y haciendas, al poderoso grupo de comerciantes que
controlaban los intercambios con el exterior y también fue obstáculo
considerable para los financieros europeos que, en su fase de expansión
imperialista, buscaba nuevos mercados, nuevas fuentes de alimentos o materias
primas y nuevos clientes para sus capitales. Estos tres grupos estaban
vitalmente interesados en encontrar la manera o la persona capaz de restablecer
el orden en el que reanudar o iniciar actividades. Pero ahora, cuando
capitalistas extranjeros estaban interesados en invertir en Venezuela, no sólo
exigían un caudillo que acabara con la inestabilidad, era además necesario que
éste–otra forma de pacificación no habría podido imponerse en los Llanos–
garantizara mínimamente la continuidad del nuevo orden e intentase llevar a
cabo en el país dentro del marco de un despotismo ilustrado unas mínimas
transformaciones que facilitaran la recepción de los bienes materiales e
intelectuales que las nuevas metrópolis estaban decididas a suministrar. Así,
por ejemplo, en el mismo 1870, se decretó que la instrucción primaria sería
gratuita y obligatoria.
El caudillo que reunía las condiciones
fue Antonio Guzmán Blanco; hijo de Antonio Leocadio Guzmán, ocupaba lugar
destacado entre los dirigentes históricos del federalismo, había conseguido
cierto prestigio como militar y fue un hábil político que supo valerse para su
proyecto de los caudillos regionales a los que no intentó liquidar (habría sido
tarea inútil) sino manipular para que hicieran y deshicieran en sus taifas de
acuerdo con el deseo y las necesidades del gobierno central.
Económicamente, la época guzmancista
significó un incremento notable del cariz dependiente de la sociedad
venezolana; el presidente se alió con los comerciantes extranjeros, o
vinculados al exterior, cedió las minas de cobre a británicos y ofreció
beneficios mínimos a los capitales foráneos que se instalaran en el país para
construir la red ferroviaria.
Por otra parte, como en toda época
dictatorial, el peculado se redujo cuantitativamente, por favorecer a menos
personas, y el Ilustre Americano trató a Venezuela como si fuese su mero y
personal patrimonio.
A pesar de ello, la aparente
tranquilidad del periodo, enmarcado entre las guerras federales y el turbulento
fin de siglo, hizo que los intelectuales posteriores mitificaran el lapso
guzmancista como una era de paz y progreso que tendieron a comparar con el
porfiriato mexicano.[74]
La inestabilidad postguzmancista, 1888-1908
El que en las dos décadas siguientes al
caudillaje de Guzmán Blanco, reapareciera con el mismo vigor que en los
periodos anteriores el desorden o la desmembración, pienso que es prueba
suficiente de que, en todo caso, la labor del Ilustre Americano, si fue
positiva, como mínimo no fue duradera, ni consiguió la estabilidad social y
política que deseaban algunos grupos venezolanos e intereses extranjeros.
En junio de 1888, con unas elecciones
organizadas desde París, por Guzmán, pasó a ocupar la presidencia su candidato
Rojas Paúl, quien intentó desmarcarse de su protector y descaudalizar la vida
venezolana, sustituyendo el guzmancismo por el liberalismo y el predominio de
un jefe por el de un partido. En 1890 fue proclamado presidente Raimundo
Andueza Palacio, quien, para perpetuarse en el poder, intentó beneficiarse
ilegalmente de un reforma constitucional presentada por él. La maniobra
engendró nuevos caudillos que se alzaron contra el presidente, Joaquín Crespo,
uno de los hombres de paja que ocupó la presidencia en el periodo guzmancista,
encabezó una Revolución Legalista, con cierta base popular, que no demoró en
conquistar Caracas e imponer una nueva constitución inspirada en la de 1864 y
que llevó al poder al nuevo caudillo, José Manuel Hernández, el “Mocho”, con
carisma suficiente como para proporcionarle la necesaria e imprescindible base
popular. Y para las elecciones de 1898 intentó la vía parlamentaria, realizando
una gira de mítines por todo el país. Por su parte, Crespo escogió como
candidato de los liberales a un oscuro militar, el general Ignacio Andrade,
que, con el apoyo del gobierno, no tuvo dificultades en alzarse con la
presidencia. Hernández recurrió entonces a las armas y, mientras Crespo moría
en el campo de batalla, él era vencido por los liberales.
El polígrafo positivista César Zumera
fue uno de los ideólogos del anticaudillismo a principios del siglo XX,
pensamiento que plasmó en una larga serie de artículos que publicó en La Semana de Nueva York; en el número 46
manifestó su admiración por la campaña civilista de Hernández: “seguimos con
intenso interés y simpatía su campaña eleccionaria de 1897 […]. Esa lucha tenía
que culminar en un desafuero de parte del poder, porque no era de creerse que
la primera tentativa de elección popular libre hecha en el país después de la
de Antonio L. Guzmán, fuera a romper la tradición de la fuerza y la farsa en
vigor durante media centuria”. Y en el número 18 se escandalizó por las
versallescas frases con que el rector de la Universidad de Caracas, Laureano
Villanueva, se dirigió a Cipriano Castro.[75]
Del desorganizado periodo que siguió a
los hechos narrados se beneficiarían militares andinos. A mediados de 1899,
Cipriano Castro, antiguo caudillo al servicio de Andueza, organizó una nueva
Revolución, la Restauradora, en la que fue capaz de dar cabida a conservadores
y liberales y que conquistó el país en el tiempo de recorrerlo. Castro, quizás
engolosinado por su rápido triunfo, quiso gobernar en solitario sin someterse
ni a nada ni a nadie. Los perjudicados o los que temían verse menoscabados
organizaron la consabida revolución, ahora se llamó Libertadora, y en la que
intervinieron los caudillos históricos, los políticos de ambos partidos, los
representantes de los intereses foráneos y los financieros venezolanos, hasta
tal extremo que el jefe de la nueva asonada fue el banquero Manuel Antonio
Matos. Para Harwich Vallenilla, “Los caudillos venezolanos fueron entonces los
instrumentos de una política internacional que sobrepasaba sus propios
antagonismos parroquiales, mientras el señor Matos, banquero en el campo de
batalla, se dejó llevar por tácticas de combate que desconocía completamente.
La Libertadora, que había de ser la última guerra civil venezolana, fue en
efecto, la última resistencia de los caudillos feudales contra la soberanía del
Estado moderno representado por Cipriano Castro”.[76]
De nuevo, pudo más el carisma que la
plata y Castro derrotó fácilmente a los alzados, iniciando un largo periodo de
dictadura militar de los tachirenses, en la que le sucedió Juan Vicente Gómez,
hombre de la total confianza del presidente que quedó encargado del poder —y se
apoderó del mismo— mientras Castro viajaba a Europa para ser intervenido.
El petróleo y el ocaso de los caudillos rurales
Gómez, que llegó al poder como un
caudillo más, en este caso desplazando a su superior en la jefatura, fue,
empero, el último caudillo rural en la historia de Venezuela. A poco de
iniciado su mandato comenzó la explotación comercial de los ricos yacimientos
de petróleo, lo que originó una interacción entre entrada de ingresos
suficientes para organizar un sistema eficaz y pensar en acabar con los
escurridizos de los Llanos que suministraban la materia prima que hacía posible
el caudillaje, y el interés de las compañías extranjeras en consolidar un
gobierno fuerte, cualquiera, mientras garantizara el orden en todo el país.
Con los royalties de la empresas
petroleras, Gómez no sólo organizó unas eficaces fuerzas represivas bien
pagadas y mejor pertrechadas, que posiblemente se nutrían en parte de llaneros,
sino que pudo llevar a cabo una serie de obras públicas, en especial
carreteras, permitiendo trasladar las fuerzas represivas motorizadas con gran
rapidez a cualquier punto de la República; y, además, dispuso, de suficientes
recursos como para corromper a aquellos caudillos locales que estaban dispuestos
a venderse.[77]
Ahora bien, la penetración de capitales
extranjeros no cesó de crecer, y Venezuela devino uno de los países
latinoamericanos más dependiente de los países capitalistas centrales. Pero la
excesiva orientación hacia el petróleo no tuvo exclusivamente esta
consecuencia; la inyección de capitales con las posibilidades de importar,
aniquiló buena parte de las actividades tradicionales incrementando el
subdesarrollo, la dependencia y la vulnerabilidad de Tierra Firme. A pesar de
ello, la estabilidad social y política perpetrada por el gomecismo generó que
algunos de sus intelectuales orgánicos justificaran la dictadura desde un punto
de vista ideológico, en especial el ya citado Vallenilla Lanz.
La inestabilidad postgomecista y los caudillos políticos
El eficaz sistema organizado por Gómez
sólo se desbarató con la muerte del dictador en 1936, cuando los caudillos
rurales ya habían desaparecido totalmente y la oposición democrática era
excesivamente débil y no estaba arraigada en los despolitizados medios
populares. Entre 1936 y 1958, cuando se consolidó un sistema parlamentario, el
poder estuvo ocupado por los oficiales del ejército represivo organizado por
Gómez. Entre 1936 y 1945 por los generales López Contreras y Medina Angarita.
En 1945 se produjo un golpe militar de oficiales jóvenes de Acción Democrática,
que dos años más tarde cedieron el poder a Rómulo Gallegos, presidente surgido
de un proceso electoral. Pero a los nueve meses, Gallegos, que no quiso
doblegarse a los mandatos de los espadones, fue derrocado por éstos. El poder
pasó a una Junta militar que a finales de 1952 organizó unas elecciones pero se
negó a reconocer la aplastante victoria de los partidos y recurrió de nuevo al
cuartelazo, esta vez dirigido por el general Marcos Pérez Jiménez, que se
mantuvo en el poder hasta el 23 de enero de 1958, cuando a su vez fue
desplazado por un levantamiento popular apoyado por una parte del ejército.
Gómez erradicó el caudillismo rural, pero al no
transformar las estructuras socioeconómicas, sino al contrario, provocar una
situación que acentuaron subdesarrollo y dependencia, no liquidó las causas de
inestabilidad política que permitían la aparición de caudillos. Éstos ya no
podían surgir o beneficiarse de las montoneras de los Llanos, pero salían de, y
encontraban su clientela entre, las fuerzas represivas, creadas, recordémoslo,
para acabar con el caudillismo llanero.
[1] Sobre la ambigüedad
del concepto de orden en Venezuela, pero tan corriente en cualquier sociedad,
véase G. Carrera Damas, Temas de historia
social y de las ideas, UCV, Caracas 1969, p. 170.
[2] Caudillos, aunque
sea con otro nombre se han dado en todo el mundo y, naturalmente, en toda la
América Latina, desde personajes históricos tan novelados como Pancho Villa o
Zapata, hasta héroes de novela tan reales como el coronel Aureliano Buendía.
Salvando todas las distancias el caudillismo venezolano presenta algunos rasgos
comunes con el argentino: zona ganadera que suministra bandoleros-rebeldes,
enfrentamientos entre las provincias y la capital, etc. Pero en la Argentina
apenas existían los graves enfrentamientos de castas y, especialmente, se integró
antes y más plenamente en el mercado mundial, lo que fue causa y efecto de un
mayor orden en el que estaban tan vitalmente interesados la Gran Bretaña como
la oligarquía nacional que necesitaban imprescindiblemente que los bandoleros
se convirtieran en vaqueros. Venezuela, contrariamente, no se integraría sino
hasta bastante más tarde y con un producto, el petróleo, que al no exigir
grandes cantidades de mano de obra no necesitaba más allá de un
caudillo-dictador que garantizara una mínima tranquilidad interna.
[3] J. Torras Elías, Liberalismo y rebeldía campesina, 1820-1823, Ariel Barcelona 1976,
pp. 12, 22 y 13-14.
[4] Véase al respecto
—matizando el parecer de Marx y Gramsci—J. Fontana, Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX. Ariel,
Barcelona 1975, pp. 99-106. Un ejemplo bastará para evidenciar el subjetivismo
de la confusión semántica en el que tan fácilmente se caía y se cae,. El
periódico El Patriota de San Cristóbal definía
en 1893 “Revolución” como “la última y suprema razón de un pueblo, contra el
despotismo que le oprime”; pero atacaba a aquellos que se alzaban contra el
caudillo que había derrocado al déspota, calificándolos ya no de
revolucionarios sino de criminales. Reproducido en Pensamiento político venezolano del siglo XIX, Presidencia de la
República, Caracas 1961, 10 pp. 175-76. Gracias a esta extraordinaria
antología, a la que recurriré repetidamente, me ha sido posible redactar este
artículo en Barcelona sin fuentes archivísticas de primera mano.
[5] Liberalismo y rebeldía campesina, pp.
30-31. Esta actitud defensiva frente a una modernización que les perjudicaba
—lo que indudablemente ayudaría a comprender la actitud de llaneros y
campesinos venezolanos— también ha sido señalada por E. J. Hobsbawm, en
relación con los bandoleros, “en esos momentos, el deseo de defender la antigua
sociedad estable contra la subversión de sus valores, la urgencia por restaurar
sus viejas normas, amenazadas o en desintegración, se tornan
extraordinariamente vigorosos”. Cf. Bandolerismo
social, en H. A. Landsberger (ed.) Rebelión
campesina y cambio social, Crítica, Barcelona 1978, p. 201.
[6] F. Florescano e I.
Gil Sánchez, La época de las reformas
borbónicas y el crecimiento económico, 1750 – 1808. D. Costo Villegas (ed.)
Historia general de México. El
Colegio de México, México 1976, vol. II, pp. 295-301.
[7] He intentado
clarificar esta problemática en El miedo
a la revolución. La lucha por la libertad en Venezuela (1777-1830), Tecnos,
Madrid, 1979.
[8] En el manifiesto al
país que, derrotados, redactaron en Curazao los militares que se habían alzado
contra Vargas, afirmaban: “No puede Venezuela gozar de tranquilidad mientras
viva en ella el general Páez, porque si manda la convierte en juguete de sus
caprichos, y si no manda hace del gobierno un instrumento suyo o ha de
conspirar siempre para volver al mando, resultando de que no puede haber ningún
sistema estable y seguro”; reproducido en Pensamiento,
12, p. 200.
[9] Son muchos los
ejemplos que podrían citarse sobre la restringidísima participación de los
venezolanos en la vida política, pero bastará uno: en las elecciones de 1846,
según Brito, sólo participaron como electores un 4,7 % de la población total.
F. Brito Figueroa, Tiempo de Ezequiel
Zamora, OCI. Caracas 1976, pp. 219 y 76-77.
[10] Como ha recordado
Carrera Damas (Temas, p. 172), las
dictaduras han sido constantemente, “con la violencia como fuente de poder y el
miedo por legislación […], de una forma u otra, nuestro más acabado producto
constitucional”. Y Rómulo Gallegos (Pensamiento,
14, pp. 538-39) ya había señalado que “las constituciones venezolanas no son
respetadas ni por el que manda ni por el mandado porque no se consideran como
propias”.
[11] Véase un
planteamiento teórico de la interacción entre desarrollo, crisis hacendística y
transformaciones sociales en J. Fontana, La
quiebra de la monarquía absoluta, Ariel, Barcelona 1971, pp. 24-26.
[12] Cf. el parecer del
mismo Páez, Autobiografía, Antártida
(Lima) 1960, vol. II, pp. 69-77.
[13] Son muchos los
pensadores venezolanos que denunciaron repetidamente los calamitosos resultados
sobre una de las principales y más afectadas actividades venezolanas del siglo
XIX, la ganadería. Así unos editoriales de P.J. Rojas, titulados Pobre Venezuela y publicados en El Independiente en febrero de 1863; o
uno de los artículos de C. Zumeta, sobre
Cipriano Castro que publicó en La
Semana de New York en septiembre de 1906. Ambos reproducidos en Pensamiento, 8 pp.160-61 y 14, 94.
[14] Este fracaso
ayudaría a comprender la actitud pesimista y determinista que irracionalmente
adoptaron algunos intelectuales venezolanos para enjuiciar a su sociedad o, más
posiblemente, en un intento espurio de justificar gobiernos dictatoriales;
Vallenilla Lanz, para introducir el concepto del “gendarme necesario”, se vio
obligado a interpretar de una manera peculiar la historia de su país; así, por
ejemplo, explicaba el alzamiento de 1846, “Ese debía ser y ese era
necesariamente el criterio, la conciencia social de un pueblo semibárbaro y
militarizado en que el nómada, el llanero, el beduino, preponderaba por el
número y por la fuerza poderosa de su brazo”. Reproducido en Pensamiento, 13, p. 444. Por su parte,
Pedro Manuel Arcaya afirmaba, “cesó, pues, en definitiva, el influjo de Bolívar
en la cosa pública de Venezuela desde fines de 1829. El alma de las multitudes
estaba con Páez, a quien al cabo sometiéronse los demás jefes militares del
país y vino a ser así el caudillo por excelencia, el hombre del prestigio máximo, en suma, el señor, el
régulo necesario de la sociedad venezolana, cualquiera que fuera el nombre que
en el vocabulario de las leyes escritas se quisiera dar a aquel poder suyo, que
no debía en realidad sino la naturaleza misma que lo había hecho nacer caudillo, en toda la extensión de la
palabra, en un país destinado por las leyes inexorables de la herencia psíquica
a someterse a un jefe”. Reproducido en Pensamiento,
pp. 1, 514.
[15] Bandidos, Ariel, Barcelona 1976, pp.,
111-12.
[16] Ibid., p.10. véase,
del mismo autor, Bandolerismo social,
pp. 192-213.
[17] Bandidos, pp. 88-89, 42-43 y 106-7.
Véase también, Bandolerismo social,
p. 196.
[18] Bandidos, pp. 21, 22-24 y 58-59.
Hobsbawm señala una cuarta característica (Bandolerismo
social, p. 197) que yo no observo en Venezuela, el que raramente los
bandoleros entraran en conflicto con la autoridad suprema del país; pero es que
en Tierra Firme, como ya he señalado anteriormente, los llaneros se enfrentaron
con el poder establecido en Caracas a partir del mismo momento en que la
oligarquía intentó controlar la zona ganadera.
[19] Hobsbawm (Bandidos, pp. 89-90) ejemplifica tipos
de organización entre los bandoleros chinos o haiduks.
[20] Ibid, p., 103.
[21] Pensamiento, 13 pp. 530-31. El subrayado
es mío.
[22] S.J. y B.H. Stein, La herencia colonial de América Latina, Siglo
XXI, México 1971, pp. 156 y 160.
[23] F. Díaz Díaz, Caudillos y caciques, El Colegio de
México, México 1972, pp. 3-5. Para Díaz la diferencia entre caudillos y
caciques estriba en que los primeros tendrían mentalidad urbana, llevarían a
cabo una obra de proyección nacional, lucharían por el cambio social,
defenderían un programa y se encontrarían en el tránsito de la dominación
carismática a la legal, mientras que los caciques tendrían mentalidad rural,
llevarían a cabo una obra de proyección regional, lucharían por la defensa del
statu quo, defenderían una jacquerie
y significarían el tránsito de la dominación carismática a la tradicional.
[24] E. Ruiz García, América Latina hoy, Guadarrama, Madrid
1971, passim.
[25] He intentado una
primera aproximación en mi El miedo a la
revolución, pero creo que basta recordar que la oligarquía, por ejemplo,
fue republicana de 1808 a 1816 y nuevamente a partir de 1820, o que las masas
llaneras fueron realistas hasta 1816 y republicanos a partir de esta fecha. En
1900 el erudito positivista Rafael Villavicencio señalaba en su discurso de
incorporación a la Academia Nacional de la Historia: “El movimiento separatista
de la Metrópoli fue iniciado en 1810 por hombres que pertenecían a la
aristocracia de Caracas […mientras que el] pueblo fue casi en su totalidad
realista”, cf. Pensamiento, 13 p.
100. Y bien recientemente, José León Tapia ha podido afirmar que Falcón derrotó
en Siquisiqui al comandante Nicolás Torrellas, “de los Torrellas realistas,
patriotas cuando convino y godos cuando pasó todo”, Por aquí pasó Zamora, Centauro, Caracas 1976, p. 149.
[26] Reproducido en Pensamiento, 13, pp. 439-60, el párrafo
transcrito corresponde a la página 457.
[27] Reproducidas ambas
en Pensamiento, 12, pp. 39 y 6, 150.
[28] Artículo editorial
de La Alborada (Caracas), 4, 28,
febrero, 1909.
[29] Violencia rural en Venezuela, 1840-1858;
antecedentes socioeconómicos de la guerra federal, Monte Ávila, Caracas,
1977, p. 84.
[30] Violencia rural en Venezuela, p. 87.
[31] Pueden consultarse
en Materiales para el estudio de la
cuestión agraria en Venezuela, 1800-1830, UCV, Caracas, 1965, pp. 63-92.
Véase sobre el tema el esclarecedor trabajo de G. Carrera Damas (primero
presentado como Introducción a los Materiales
y más tarde publicado por separado), Boves,
aspectos socioeconómicos de su acción histórica, Ministerio de Educación,
Caracas, 1968, passim.
[32] Véase, Cuerpo de leyes de la República de Colombia,
1821-1827, UCV, Caracas 1961, vol. I, p. 473-77.
[33] Reproducido
por F. Brito Figueroa, Historia económica
y social de Venezuela, UCV, Caracas, 1966, vol. I, p. 276.
[34] Ibid., 277, menciona un caso paradigmático de principios de
1837; el juez de una parroquia de la Guayana mandó a fijar un botalón para
flagelar a los ladrones, produciéndose un motín y el asesinato de la autoridad
judicial; los dirigentes de aquél, los hermanos Juan Pablo y Juan Francisco
Farfán, devinieron dirigentes de una revuelta antigubernamental que tuvo buen
tiempo en jaque a la oligarquía. Pero, por añadidura, los Farfán habían luchado
en la guerra, primero bajo Boves y más tarde a las órdenes de Páez, y el
segundo de los hermanos había alcanzado el grado de teniente coronel.
[35] Cf. José Gil
Fortoul, Historia Constitucional de
Venezuela, Piñango, Caracas, 1967, vol. II, p. 187, Cisneros, incorporado
al ejército venezolano con el grado de coronel, se especializó en la caza de
esclavos fugitivos; posteriormente, a raíz de la gran revuelta popular de 1846,
Páez le encargó dirigir la represión contra la fracción de Ezequiel Zamora y
los repetidos fracasos del guerrillero realista fueron aprovechados por el
Centauro para deshacerse de un peligroso rival (lo mandó fusilar) acusándole de
contubernio con los rebeldes; cf. Brito Figueroa, Tiempo, pp. 136-47.
[36] Gil Fortoul, Historia Constitucional, vol. II, p.
184, 188 y 205.
[37] Ibid., pp. 205-8.
[38] Reproducidas ambas
en Pensamiento, 13, pp. 94-95. El
mismo parecer sustentaba el historiador positivista José Gil Fortoul, Historia Constitucional, vol. II, pp.
190 y ss.
[39] Lógicamente la
diferencia entre la información oral y escrita fue perfectamente captada por
los coetáneos; como recordó Gil Fortoul (Historia
Constitucional, vol. II, p. 269), ni a Soublette ni a Páez les exasperaban
las diatribas diarias de la prensa; contrariamente, al primero le preocupaban
los poetas callejeros y decía que “las prosas pasaban pronto y se olvidaban,
pero que los versitos se gravaban en la memoria como cera virgen”. El mismo Gil
Fortoul en la misma obra (vol. II, pp. 18-79) recogió algunas de las
expresiones llaneras:
Amigo,
no he ío a la guerra
ni
siquiera soy sordao
no
me diga general
porque
yo a naide he robao.
Mientras haiga un General
no compro ni una becerra
porque ellos para robar
de na forman una guerra
Yo conozco generales
hechos a los empujones
a conforme es la manteca
así son los chicharrones.
Cuando un blanco está comiendo
con un blanco en compañía
o el blanco le debe al negro
o es del negro la comía.
[40] Pensamiento, 12, pp. 21-76, los
fragmentos reproducidos corresponden a las páginas 22, 25, 26 y 27.
[42]
Mathew, Violencia rural, pp. 97-121.
[43] Publicados
en El Centinela de la Patria (Caracas), 19, 21,24, 4, 8 y 15 de enero de 1847,
y reproducidos en Pensamiento, 9, pp.
56-67.
[44] Tiempo, pp. 95-215.
[45] Ya a principios del
siglo XX, Laureano Vallenilla en su Cesarismo
Democrático enfatizó que el enfrentamiento político sólo había producido
“la aparición del otro caudillo; la sustitución de Páez con Monagas: la
alternabilidad del poder personal, que los odios tradicionales hicieron
violentas”, reproducido en Pensamiento,
13, p. 452.
[46] Violencia rural, pp. 126 y ss. Sobre
rebeliones paecistas véase Brito Figueroa, Tiempo,
pp. 235-36 y 240.
[47] Véase al respecto
la Introducción de C. Gómez a Materiales
para el estudio de la cuestión agraria en Venezuela (1829-1860), UCV,
Caracas, 1971 y Brito Figueroa, Tiempo,
pp. 257-63. Por su parte Mathews ha recordado que la política agraria en este
período, sustentada jurídicamente en la ley del 10 de abril de 1848, si
oficialmente se proponía brindarle ingresos al gobierno y estimular la producción
agraria, en realidad sirvió para que acumularan grandes extensiones de tierras
baldías –sin que llegaran a pagarlas al gobierno– sino que además arrebataron
las tierras a indígenas o a pequeños propietarios, La turbulenta década de los Monagas, 1847-1858, Fundación John
Boulton, Política y economía en
Venezuela, 1810-1976, Caracas, 1976, pp. 118-20. Pero para Brito Figueroa (Tiempo, p. 271) el balance político del
período sería positivo teniendo en cuenta amnistía, conmutaciones de penas de
muerte impuestas en el período anterior a líderes liberales, derogación de
leyes que perjudicaban las clases populares o abolición de la esclavitud.
[48] La guerra federal y sus secuelas, 1859-1869,
Fundación John Boulton, Política y
economía, pp. 151 y ss. Mathews también ha insistido sobre la aparición de
la contradicción de la presencia en el bando federal de propietarios
agropecuarios; en La turbulenta década,
p. 106, habla de ganaderos grandes y pequeños que desconfiando de la capacidad
del gobierno para resolver sus problemas se pasaron al bando federal desde
1859; y en Violencia rural, pp. 163 y
ss. menciona pequeños hacendados desesperados por la imposibilidad de cancelar
sus deudas con los comerciantes prestamistas.
[49] Según Brito (Tiempo, p. 306) se incorporaron al
ejército de Zamora negros cimarrones que abandonaron sus palenques pensando
que, algo conseguirían participando en la revuelta. Y Mathews (Violencia rural, p. 167) afirma que el
ejército federal fue capaz de asimilar movimientos bien populares de rebeldía,
como él de los indios de Guanarito, que no tenían un cariz político –en ningún
caso se presentaron como aspirantes al poder-, pero sí una decidida
reivindicación social a través de formas muy violentas.
[50] Violencia rural, p. 167 y ss.
[51] Zamora se vio incluso
en la necesidad de eliminar éstos. El caso más conocido es el de Martín
Espinosa, ejecutado según los historiadores por su independencia e indisciplina
o por su excesiva brutalidad. Cabrían, sin embargo, otras posibilidades: que el
verdadero delito de Espinosa hubiera sido presentarse como excesivamente
radical o que hubiese sido liquidado ante el peligro de que se convirtiese en
un competidor del jefe indiscutible.
[52] Véase, por ejemplo,
Brito Figueroa, Tiempo, pp. 457 y
467.
[53] Según Brito (ibid., p. 455) la guerra habría
ocasionado más de doscientas mil víctimas, lo que vendría a representar un doce
por ciento la población venezolana.
[54] Discurso citado por
Pedro José Rojas en un editorial de El
Independiente y reproducido en Pensamiento,
8, p. 175.
[55] Véase reproducida
en Pensamiento, 11, pp. 360-64.
[56] En su
extraordinario libro testimonial, José León Tapia recoge la frustración que
produjo entre las masas populares la claudicación de sus dirigentes. Al hablar
del Tratado dice que a él se llegó “cuando con una guerra ganada negoció
Antonio Guzmán Blanco para que al fin Juan Crisóstomo Falcón llegara a la
Presidencia, después de tanto pelear para terminar conversando”; señala que
Juan Navarrete Romero, oficial zamorista, era la “expresión triste de todo un
grupo de venezolanos, que sin una ideología definida trataron de hacer una
revolución que se frustró con el pacto”; Por
aquí pasó Zamora, pp. 185 y 228.
[57] Reproducida en Pensamiento, 7, pp. 415-18, Rojas
planteaba la misma dicotomía, entre orden y desorden, en el onceavo de los
artículos que dedicó en El Independiente
a rechazar un posible acuerdo entre Falcón y el gobierno; Pensamiento, 8, pp. 40-63.
[58] Reproducida en Pensamiento, 8., pp. 15-19.
[59] Reproducida en Pensamiento, 7, pp. 179-83. El fragmento
en la 181.
[60] Citado por L.
Alvarado, Historia de la Revolución
Federal, Ministerio de Educación, 1956, p. 598.
[61] Reproducida en Pensamiento, 13, pp. 520-38. Los
fragmentos citados en 523 y 532-34.
[62] Reproducida en Pensamiento, 11, p. 339.
[63] Reproducida en Pensamiento, 12, p. 602.
[64] Ibid., 13, pp. 439-60, los fragmentos copiados
se hallan en 449-451.
[65] Ibid., 13, pp. 100-101.
[66] Por aquí pasó Zamora, pp. 237-39. Los
subrayados son míos.
[67] Tiempo, 473. Pero cabe preguntarse si
unas soluciones pensadas para sociedades capitalistas materialmente muy
avanzadas, habrían tenido aplicaciones concretas en una sociedad tradicional y
estancada como la venezolana.
[68] La turbulenta década, pp. 157-58.
[69] Pensamiento, 12, p. 604.
[70] La guerra federal, p. 151.
[71] Pensamiento, 11, pp. 336-42.
[72] Por aquí pasó Zamora, p. 126.
[73] Véase Frankel, La guerra federal, 159-60 y A. Mijares,
“La evolución política en Venezuela”, Venezuela
Independiente, Fundación Eugenio Mendoza, Caracas, 1962, pp. 123-25.
[74] Véase, por ejemplo,
el ya citado discurso de incorporación a la Academia de Rafael Villavicencio, Pensamiento, 13, pp. 88-105.
[75] Reproducida en Pensamiento, 14, pp. 86, 87 y 78.
[76] “El modelo
económico del Liberalismo Amarillo. Historia de un fracaso, 1888-1908”. Política
y economía, p. 240.
[77] Para domesticar
caudillos locales, que podían convertirse en sus secuaces, Gómez no utilizó
únicamente el dinero. Tapia (Por aquí
pasó Zamora, pp. 272-77) narra como los caciques gomecistas de Santa Inés
recurrían a toda clase de expedientes, entre ellos el asesinato, para aumentar
sus haciendas, eliminando o atemorizando pequeños y medianos propietarios, todo
ello, obviamente, con el beneplácito del Dictador.
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