sábado, 24 de mayo de 2014

Tanto pelear para terminar conversando. El Caudillismo en Venezuela por Miquel Izard

Tanto pelear para terminar conversando.

El Caudillismo en Venezuela

Miquel Izard

Nova Americana, Torino. 2,
1979, pp. 37-82.



Introducción


Si un caudillo es quien guía y manda gente de guerra, su existencia ha de ser tan vieja como la propiedad privada, juntamente con la cual debió de nacer, bien para protegerla, bien para hacerse con ella.
En las sociedades de antiguo régimen, la escasa complejidad del estado, que ni ha evolucionado excesivamente ni dispone de grandes recursos para garantizar el status de los que más o menos controlan el poder, comporta un papel preponderante de los jefes militares, que irrumpen repetidamente en la escena política defendiendo o atacando el orden establecido.[1] En el caso concreto de la sociedad venezolana el fenómeno de caudillismo ha tenido y tiene la suficiente trascendencia para que investigadores y políticos hayan podido considerarlo un caso paradigmático.[2] Este trabajo tiene un doble propósito: intentar, por una parte, hallar explicaciones a los rasgos particulares de este fenómeno universal en el caso de Tierra Firme, y, por otra, delinear el rol jugado por el caudillismo en la historia de Venezuela.
El estudio de este tipo de movimientos sociales se enfrenta con una serie de dificultades metodológicas e instrumentales que han sido señaladas por Jaime Torras. Así, por ejemplo, el riesgo de colaborar a una “visión espasmódica” del devenir de las clases populares antes de la salida a escena del proletariado industrial, visión que tiende a interpretar la irrupción del campesinado en primera línea no como un comportamiento deliberado sino como reflejo elemental en respuesta a estímulos económicos. Así también, el riesgo de buscar en estos movimientos a la búsqueda de los prolegómenos de futuras corrientes revolucionarias, en vez de entenderlos en la vieja tradición de las luchas populares contra la opresión. Un grave obstáculo instrumental es la no existencia de textos programáticos, ya que “la revuelta popular de tipo tradicional […] solía presentarse como exigencia del restablecimiento de un orden originario, dato cultural que todos conocían ya”.[3]
Previamente, es imprescindible delimitar la acepción del término “caudillismo”, acerca del cual debo definirme para desenmarañar una panorámica en sí ya demasiado confusa. En este trabajo me ocupo de quienes, dirigiendo grupos o comunidades (no necesariamente armados), intervinieron en la política, a nivel estatal o regional, bien activamente, intentando conquistar el poder o mantenerse en el mismo, bien pasivamente, defendiéndose de aquellos que desde el poder les hostigaban para someterlos o, en el caso de los caciques locales, para reducir su área de influencia.
Activos o pasivos, los caudillos necesitaban movilizar una clientela que hasta períodos muy recientes era con frecuencia gente de armas. Por regla general no se podía contar con la tropa, ya que salvo momentos excepcionales y hasta el período de Gómez, a principios del siglo XX, era muy escaso el número de hombres enrolados en un ejército permanente. La cantera para obtener montoneros fue generalmente los Llanos, de cuya trascendencia en este fenómenos hablaremos enseguida; sus habitantes, los llaneros, no tenían gran cosa que perder, eran guerreros natos que sólo defendiéndose del acoso de la oligarquía podían sobrevivir como hombres libres, y posiblemente se dejaban arrastrar con facilidad cuando alguien les proponía dejar de ser “bandidos” (situación legal en la que se veían inmersos no por su propia voluntad sino porque así lo decidía una legislación concreta de la que hablaré de inmediato), para convertirse en “revolucionarios”.
En este punto es necesaria una segunda aclaración léxica: con demasiada frecuencia se utilizaron como sinónimas las voces “rebelde” y “revolucionario” para calificar a los alzados contra el gobierno para liquidarlo u ocuparlo; en este trabajo calificaré de rebeldes (insurgentes, facciosos, insurrectos, sediciosos o sublevados) a los protagonistas de estos intentos, reservando el calificativo de revolucionarios para aquellos –suponiendo que los haya habido en la historia de Venezuela– que se proponían ir más allá, modificar cualitativamente la estructura socioeconómica, y en especial las relaciones de producción.[4]
Obviamente, ateniéndome a la primera aclaración terminológica, deberé tener presente no solamente a aquellos que en el pasado ya fueron calificados de caudillos, sino también a otros dirigentes a los que por descuido o eufemismo se llamó de otro modo: bandidos, guerrilleros, conspiradores, bandoleros, subversivos, etc.
Pienso que las características más o menos diferenciales del caudillismo venezolano deben rastrearse en una serie de hechos, entre los que destacarían, por una parte, los fenómenos que se produjeron en Venezuela durante las decisivas décadas de la crisis colonial y la organización de un estado formalmente soberano e independiente, y por otra el rol jugado por los llaneros.
Hacia finales del siglo XVIII, la interacción entre una serie de factores que enunciaré a continuación desencadenó las guerras civiles llamadas de la Independencia, que a su vez agravaron e incrementaron los fenómenos perturbadores y desestabilizadores.
Por añadidura, estas guerras incidieron sobre una sociedad que se estaba transformando rápidamente al ingresar de forma subordinada en la órbita del mundo capitalista. Esta inserción subordinada o periférica supuso diversas características entre las que cabe destacar el predominio abrumador de las actividades agropecuarias, la infrautilización de la tierra y la sobreexplotación de la mano de obra. Si se añade que las formaciones estancadas o retrocedieron, todo ello autoriza a comparar algunas reacciones de las masas populares venezolanas con las españolas que ha analizado Torras, quien señala que la reacción campesina fue el resultado de su oposición a la forma concreta con que se liquidó en España el Antiguo Régimen y, en particular, la inserción de la agricultura en la formación social resultante de este proceso; y se opuso no solamente porque se deterioraron sus condiciones materiales de vida sino porque además se le infligió una honda frustración: con el triunfo liberal se dejó a los campesinos sin la posibilidad de seguir soñando en un utópico proyecto igualitario de una monarquía paternal, sin intermediarios entre el rey y sus súbditos, campesinos libres dueños de la tierra que trabajaban; así la liquidación del Antiguo Régimen no significó en España su negación, sino al contrario su continuación en un angustioso horizonte de subordinación y desigualdades acrecentadas.[5] Y esta prolongación duró tanto que los rebeldes al estilo del capitán Swing no desaparecieron, como en la Gran Bretaña, a mediados del siglo XIX, sino que perduran todavía en la actualidad.
Por otra parte, el impacto ideológico de la Ilustración, de la independencia de las Trece Colonias y de la Revolución Francesa debió de ser considerable. Según Florescano, refiriéndose exclusivamente a la Nueva España pero con un planteamiento aplicable a Venezuela, la acelerada difusión de la ideología de los ilustrados precipitó la formación de una conciencia cívica y actuó de detonante especialmente en dos direcciones: proporcionó un bagaje ideológico a aquellos grupos sociales que se sentían marginados y necesitaban encontrar la vía a través de la cual poder racionalizar y proyectar sus reivindicaciones, o actuando de revulsivo en relación con dos grupos sociales mexicanos muy importantes, respectivamente, por su peso cualitativo o cuantitativo, la oligarquía criolla y las masas populares, ambos refractarios y por motivos bien distintos a las nuevas ideas o a las nuevas costumbres introducidas en la Colonia precisamente por los burócratas peninsulares responsables de materializar las reformas borbónicas. La oligarquía, que ideológicamente había asimilado la nueva filosofía, podía temer que alguien –como ocurrió a partir de 1810– intentara llevarla a la práctica: posiblemente sabían que su situación privilegiada podía terminar si alguien reaccionaba ante escritos como los del obispo de Michoacán denunciado la situación degradante en que se mantenía a los indígenas y mestizos o las distorsiones producidas en el cuerpo social novohispano por el latifundio. Las masas populares, al contrario, se escandalizaron ante lo que ellas calificaban de perversión de las costumbres por la difusión de modas a las que se tachaba de afrancesadas.[6]
Entre una reducida fracción de estas masas populares, la vinculada a la elaboración de manufacturados, el malestar se acrecentó al paralizarse sus actividades con la irrupción en las Indias de productos elaborados en la Gran Bretaña; la mecanización vinculada a la revolución industrial supuso reducciones de costos tan brutales que, por ejemplo, los tejidos ingleses pudieron competir incluso con los bastos elaborados para el consumo de las capas más populares de la población. Cuando el bloqueo continental decretado por Napoleón, el 21 de noviembre de 1806, limitó más o menos drásticamente la posibilidad de colocar en el mercado europeo los manufacturados de una producción en constante crecimiento, esta competencia se convirtió en imperiosa necesidad para los fabricantes británicos, y se vio favorecida por la casi aniquilación de la escuadra española tras la batalla de Trafalgar.
De mucha mayor trascendencia eran, sin embargo, los conflictos de intereses y los enfrentamientos de clase y de casta, exorbitados en Venezuela con el crecimiento económico generado en el siglo XVIII, o incluso, posiblemente, desde mediados del XVII. Los conflictos de intereses estuvieron principalmente vinculados a la comercialización de los frutos venezolanos y enfrentaron a los grandes propietarios con los comerciantes. Los enfrentamientos de clase y de casta, estuvieron en interacción con la expansión económica, ya que la oligarquía intentó aumentar su control sobre el suelo, y también sobre la mano de obra potencialmente activa. El afán de conseguir más tierras los enfrentó con los pequeños propietarios y con quienes practicaban una agricultura de subsistencias, constantemente marginados a tierras peores u obligados a trabajar, encadenados por el endeudamiento, las tierras que habían sido suyas pero en beneficio de quienes les habían expoliado. El afán de controlar la mano de obra los enfrentó con sus esclavos, a los que intentaron sobreexplotar, y con buena parte de los pardos, a quienes intentaron repetidamente obligar a trabajar en sus fundos por salarios de hambre. Esta persecución del peonaje libre supuso que buena parte de los mestizos se guareciese en el interior del país, y la región que ofrecía más posibilidades de libertad y de supervivencia eran los Llanos, en los que el ganado vacuno garantizaba la alimentación.
Pero el mantuanaje codiciaba también la tierra y la riqueza de los Llanos, y en su expansión sobre la zona ganadera se enfrentó con los llaneros –los aborígenes que allí residían desde tiempo inmemorial, y los pardos y esclavos fugitivos que allí habían buscado refugio–, intentando sitiarles por hambre, obligándolos a trabajar en sus hatos, y sobre todo prohibiéndoles vivir del ganado cimarrón, que por cimarrón no era propiedad de nadie.[7]
El paroxismo de los conflictos de intereses y los enfrentamientos de clase y de casta coincidieron con el miedo a la revolución de la oligarquía, exacerbado por la entronización de José Bonaparte en la Metrópoli, y degeneraron en una guerra civil llamada de la Independencia, guerra que en Venezuela fue más larga y devastadora que en el resto de las Indias y supuso nuevos factores que facilitaron la extensión del caudillismo. De ella surgieron un número exorbitante de dirigentes militares de uno y otro bando, que terminada la contienda intentarían beneficiarse de un estado de continuada inestabilidad política y social, o intervendrían repetidamente en la vida civil, oficialmente para acabar con situaciones anárquicas.
A partir de este momento los Llanos jugarían un papel trascendental en la historia de Venezuela y en el caudillismo, que vienen a ser lo mismo. La región dejó de ser exclusivamente un lugar de refugio para convertirse también en un foco desestabilizador del que periódicamente surgirían bandas armadas que caerían sobre la zona agrícola. Y digo foco desestabilizador porque, para un mejor control de los animales y de los ganaderos, la oligarquía caraqueña había elaborado, como mínimo desde 1787 unas Ordenanzas de los Llanos que convertían legalmente a los que no se querían someter a las mismas en bandidos o cuatreros reos de abigeato. Estos bandidos que, repitámoslo, no lo eran por vocación sino por que en tales los convertían las Ordenanzas, podían ser alistados como mercenarios por caudillos sin carisma pero con recursos económicos que quisieran levantar un ejército para conquistar el poder, o por caudillos que habiendo abandonado el poder de facto se sentían sin embargo guardianes de la legalidad y volvían a dirigir un movimiento para evitar la aparición o el triunfo de nuevos caudillos; tal fue por ejemplo el caso de Páez interviniendo en 1835 en defensa del presidente Vargas, a pesar de que éste no había sido su candidato en las elecciones anteriores.[8] También podían ser alistados por la oligarquía, con caudillo propio o no, cuando ésta, olvidando sus conflictos de intereses al ver resquebrajarse las estructuras, apelaba a alguien capaz de salvarla. En otros casos, los llaneros podían ser arrastrados por dirigentes subversivos, más o menos populistas, o podían, desesperados, lanzarse sobre la zona agraria para auto defenderse atacando, en aquellos momentos en que se incrementaba la presión de la oligarquía sobre la zona ganadera, aunque los llaneros, depredadores nómadas de a caballo, tenían muchas posibilidades de sobrevivir a salto de mata cuando eran perseguidos o acosados por la ley. Llaneros y caudillos podían también intervenir en revueltas de descontentos, generalmente de antiguo régimen. Obviamente se dieron otras variantes, y las combinaciones pueden prolongarse hasta el infinito. Hubo seguramente un sinfín de caudillos de los que no ha quedado ni el recuerdo escrito porque no consiguieron arrastras masas, porque se movieron en un ámbito muy reducido o porque fueron aniquilados a poco de alzarse. Además, los peones de los hatos de la oligarquía caraqueña eran indudablemente, a la vez, las mesnadas de caudillos locales, sus mismos patronos, que podían intentar convertirse en caudillos a escala estatal o contribuir con sus hombres a engrosar las tropas de sus iguales. Plausiblemente, en circunstancias extraordinarias, llaneros al margen o dentro de la ley fueron reclutados muy a su pesar para luchar a favor o en contra del gobierno a cambio de bien poca cosa, de nada, o de promesas jamás cumplidas.
Los sucesos desencadenados a partir de 1808 no fueron el resultado de un complejo proceso cuya gestión se hubiese iniciado mucho tiempo antes, sino la rápida reacción de la oligarquía que no quería depender de un monarca de la familia Bonaparte, y que se repitió en 1820 cuando tampoco quiso depender de una metrópoli gobernada por una monarquía constitucional.
La guerra no significó, en absoluto, que se superaran ni los conflictos ni los enfrentamientos que la habían provocado, sino todo lo contrario. Para un elevado porcentaje de venezolanos la nueva situación significó un empeoramiento de sus condiciones materiales, un incremento de la coerción a la vez que desaparecían algunas figuras jurídicas –el resguardo por ejemplo– que durante el período colonial la habían amortiguado. Ello fue posiblemente acompañado de una mayor desorientación ideológica: sobre el impacto de la revolución, recibían el de una nueva entelequia política, ya que los “padres de la patria” no les explicaron, ni pensaron que hiciese falta, el significado de nuevos y abstractos conceptos como nación, república o patria. Y así pasaron a ser, aparentemente muy a pesar suyo, de súbditos del rey de España a súbditos, que no ciudadanos, de unos nuevos estados cuyas características, a su vez, no hacían sino colaborar en la desmembración propicia al caudillismo o que lo presentaría como imprescindible para apuntalar un edificio todavía nuevo y tambaleante. El desmantelamiento de la subordinación a la Corona y la no edificación de una república formalmente democrática, tuvo diversas consecuencias: la mayoría de los venezolanos se sintieron ante un vacío de poder que podían creer llenar siguiendo al primer dirigente capaz de arrastrarlos; pasaría mucho tiempo hasta que los habitantes de Tierra Firme se creyeran componentes de una nacionalidad que había surgido de la nada, ya que el estado recién creado era artificial y sin ataduras; todo ello supuso que se formaran o renacieran sentimientos regionalistas y anticentralistas, pero no todavía, aunque a veces se proclamasen así, federalistas o separatistas. La vieja oligarquía quería seguir controlando el poder y para ello tuvo que imitar formas de gobierno restrictivas (voto censitario, exclusión de analfabetos, etc.)[9], que tenían como finalidad principal evitar que otros grupos sociales pudieran participar en el control del negocio público, lo que a su vez tenía dos nuevas consecuencias: por una parte la oligarquía haría lo imposible para consolidar aquellas injustas diferencias sociales que la mantenían en una situación de prepotencia (y la miseria y el analfabetismo colaboraban al subdesarrollo), y por otra parte, la permanencia de las injustas diferencias hacía cada vez más inestable al gobierno que, inseguro, se veían en la necesidad de organizar unas fuerzas armadas cuya misión principal no era defender al país de posibles enemigos externos, sino mantener sojuzgados a unos bien reales enemigos internos.[10]
Ahora bien, la producción venezolana tardó mucho en rehacerse y recobrar cotas alcanzadas antes de 1808, pues la guerra civil había sido más devastadora que en otras regiones de las Indias y los venezolanos participaron, en medida superior a sus recursos, en las contiendas del resto de América del Sur siguiendo los mandatos de Bolívar y los gobiernos venezolanos, a partir de 1824, debieron organizar unas fuerzas represivas y una burocracia medianamente eficaz que significaban considerables gastos, precisamente cuando disminuían las posibilidades de obtener ingresos, y aumentar la presión fiscal sólo sería viable dentro del marco de un desarrollo económico general;[11] a partir de 1830 Páez, en un intento de acabar con el que veía como uno de los obstáculos para el crecimiento material, quiso desmantelar el desproporcionado ejército permanente, pero lo que no podía liquidar por decreto eran las brutales desigualdades que generaban malestar, ni tampoco el gran número de dirigentes militares que había engendrado la guerra; y los segundos podían intentar arrastrar a los descontentos ante la debilidad de las fuerzas militares del ejecutivo.[12]
Este conjunto de características colaboraba a mantener a Venezuela en el atraso y en la pobreza, el subdesarrollo y la dependencia frente a las nuevas metrópolis, situación que era el más adecuado caldo de cultivo para el caudillismo y sus protagonistas desempeñaron durante todo el siglo XIX, un papel desestabilizador: como rebeldes, ponían en peligro el orden establecido, y si triunfaban y conseguían ocupar el poder seguían siendo elementos desequilibradores ya que directa o indirectamente provocaban que nuevos caudillos intentaran desbancarlos.
En otras palabras, el caudillismo era uno de los resultados del subdesarrollo, pero los gastos ocasionados por los intentos de erradicarlo y los destrozos y devastaciones provocadas por los alzados hacían cada vez más difícil salir del estancamiento material, y así se cerraba el círculo vicioso que, como a tal, no parecía tener salida.[13]
No quisiera terminar esta introducción en la que he insistido en el papel desempeñado por los llaneros en el caudillismo venezolano, sin llamar la atención sobre las similitudes y discrepancias con un fenómeno más universal y también más general, el del bandolerismo, estudiado por Hobsbawm. En cuanto a los componentes, y entre ciertas semejanzas, hay dos caracteres diferenciales: los bandoleros, si bien eran gente marginada por una determinada legislación represiva, habían formado parte previamente de la sociedad que los excluía, mientras que la mayoría de los llaneros ya nacían en una región totalmente relegada porque la élite dominante así lo había decidido desde que pensó conquistar los Llanos y no logró su intento;[14] y en segundo lugar no se daba normalmente entre los llaneros, una característica señalada por Hobsbawn, la colaboración entre bandidos y terratenientes, ya que los segundos podían enrolar a los primeros para incrementar su poder y su influencia.[15] En cuanto a las similitudes en la composición: llaneros y bandidos sociales cumplen una de las características que Hobsbawn ha señalado como esencial para los segundos, son gentes fuera de la ley, tenidos por criminales por los señores y el estado, “pero permanecen dentro de la sociedad campesina y son considerados por sus gentes como héroes, paladines, vengadores, luchadores por la justicia, a veces incluidos líderes de la liberación y en cualquier caso como personas a las que admirar, ayudar y apoyar”.[16] Entre las características que señala Hobsbawn, hay algunas que también me parecen darse en el fenómeno del caudillismo. Así cuando dice que los marginados eran gentes “que elegían no tanto la libertad como la lucha contra la servidumbre, no tanto el robo como la lucha social, menciona una serie de excluidos más o menos involuntariamente del mundo rural, ex soldados, desertores y merodeadores que proliferaban durante las guerra y las postguerras y eran el eslabón intermedio entre bandolerismo social y antisocial, pienso que también en Venezuela tuvieron gran trascendencia al proporcionar una parte considerable de los llaneros por adopción, los que buscaron refugio en la zona ganadera y contribuyeron a hacer crónico el problema del caudillismo. Otra característica, que nuestro autor califica de crucial dentro de la situación social del bandido es su ambigüedad: es a la vez un marginado y un rebelde, un pobre que se niega a serlo y que para ello se vale de la fuerza, el valor, la astucia y la determinación, lo que le aproxima a los pobres, le hace uno de ellos y le opone a los poderosos; pero a la vez el bandido, a diferencia de los campesinos, puede llegar a enriquecerse o alcanzar el poder, “cuanto más triunfa como bandido, más resulta a la vez un representante y un campeón de los pobres y una parte integrante del sistema de los ricos”.[17]
En cuanto a los planteamientos programáticos de estos marginados, Hobsbawn, da para los bandidos tres elementos esenciales: no se planteaban la ocupación de la tierra o lo que llamaríamos una reforma agraria; perseguían el retorno del orden tradicional de las cosas “tal como deberían ser (lo que, en las sociedades tradicionales, quiere decir tal como se cree que habían sido en un pasado real o mítico)”, planteamiento que significaba terminar con los abusos y las injusticias, aunque no se propusieran acabar ni con la explotación ni con la opresión; en este sentido, según Hobsbawm, los bandoleros sociales eran reformistas y no revolucionarios; en tercer lugar representaban para el resto de los miserables de su sociedad una esperanza utópica en la que debían seguir creyendo a pesar de todo, porque sin ella no podrían sobrevivir a la injusticia”.[18]
Un aspecto del que por desdicha no tenemos conocimiento, esencialmente por el tratamiento que tradicionalmente la historiografía ha dado a este problema, es acerca de la organización, cultura y economía de los llaneros. Nada sabemos acerca de si existían entre ellos reglas sociales o políticas.[19] En cuanto a su cultura, de la que sólo se ha conservado un riquísimo folklor, ni siquiera podemos afirmar si hablaban el castellano o alguna especie de papiamiento, dado el distinto origen de sus componentes, en el que indudablemente transmitirían una literatura oral; también es total nuestro desconocimiento de sus formas de vida. En cuanto a su economía es sabido que era autosuficiente basada en el consumo y comercialización de bienes pecuarios. Nuevamente debemos recurrir a Hobsbawm, quien observa que los bandoleros compran y venden y que al disponer de ingresos tienen más recursos que los campesinos y pueden llegar a desempeñar un rol importante en el sector moderno de la economía local, ya que no pueden, normalmente, comercializar lo depredado, o abastecerse, fuera de su área.[20]

El periodo colonial

Indudablemente ya hubo caudillos en esta etapa, como mínimo y por citar sólo dos tipos, los de las muchas revueltas populares, mayoritariamente desconocidas por no estudiadas y a veces ni tan siquiera mencionadas en las crónicas oficiales, y los caudillos oligarcas, más o menos locales, que controlaban económica, social, política e incluso jurídicamente las gentes y las producciones de sus latifundios.
Pero, aparentemente, este caudillismo colonial no alcanzó la trascendencia que tendría el posterior a 1810; y buena prueba de ello sería que no hizo tambalearse el débil aparejo burocrático metropolitano, lo que sí ocurrió en otras regiones de las Indias, debido posiblemente a diversas causas entre las que destacaría las siguientes: en una zona apartada de los grandes centros coloniales, la autonomía de los mantuanos surgió antes y fue mayor; seguramente eran raros los enfrentamientos entre los oligarcas, caudillos locales, y la burocracia metropolitana que actuaba más bien como agente de estos que como delegada de la monarquía española. La expansión económica, por escasez de metales preciosos, no se produjo sino en una fase tardía, por lo que los enfrentamientos de clase y de casta no alcanzaron cotas alarmantes hasta muy avanzado el periodo colonial. Como en todas las Indias, una sagaz organización superestructural, basada en la incuestionada aceptación del poder de la alianza corona-altar, limitaba brutalmente, salvo en casos excepcionales, la osadía ideológica de los insurgentes. Por último, la presión de la oligarquía sobre los Llanos –región, como he señalado, determinante– es aparentemente un fenómeno de la segunda mitad del siglo XVIII, por lo que no habría sido sino poco antes de la Independencia cuando la región ganadera, de ser una zona de refugio para los escurridizos, devino el paraje de donde surgirían o serían obligados a salir elementos desestabilizadores para los valles agrarios del Norte.
Este papel jugado por los llaneros desde finales del período colonial ya fue señalado, cayendo en un vulgar determinismo, por el sociólogo positivista Pedro Manuel Arcaya, quien en una conferencia leída en Caracas a principios del siglo XX, transcribía en primer lugar una descripción de los capuchinos escrita en 1745: “Los indios que ha habido y hay en el territorio de esta provincia y en sus dilatados Llanos, fuera de los primeros que se poblaron al principio de la conquista, son de la clase de los que viven more pecudum, sin conocimiento de Dios ni adoración falsa ni verdadera ni subordinación a justicia. No tienen estos indios pueblo alguno en su gentilidad, sino en rancherías o aduares y estos de muy poca gente […]. Son muy flojos, perezosos y haraganes, muy amantes de la libertad como las fieras de los montes. Andan desnudos y en la misma conformidad que salieron del vientre de sus madres […]. No tienen luz de lo eterno, ni conocimiento de ley alguna, ni aun de la natural (que se hace increíble a todo teólogo si no lo experimentara); no hay modo para persuadirlos y reducirlos a la fe si no es enseñándoles primero a ser racionales” y afirmaba de inmediato que estas características, suavizadas por la labor misional de los frailes, reaparecieron con mayor ímpetu después de la guerra de la Independencia, “y al cabo resurgió el salvaje, más peligroso que en la época colonial, porque la sangre castellana y la africana que en sus venas se habían mezclado a la de sus antepasados indígenas le comunicaban coraje y osadía, y he allí en la llanura a los nómadas, a los rebaños humanos de los aduares. Incendian, porque tienen la nostalgia ancestral de las grandes extensiones desiertas, matan los ganados que la civilización llevó a la pradera, porque a su vista se remueven en ellos los impulsos de innúmeras generaciones de cazadores, y al fin, sueltos en aquella resurrección de la tribu todos los instintos depredatorios y destructores debía surgir el hombre carnicero, vecino del caníbal de las primeras edades”.[21]

Las primeras guerras civiles, llamadas de la Independencia, 1812 -1824

Diversos autores han afirmado que las guerras de la emancipación fueron en distintas regiones de las Indias el detonante que, al desmantelarse la superestructura anterior, abrió las posibilidades a la expansión del caudillismo. Los Stein señalaron, por una parte, que terminada la contienda la oligarquía criolla se vio obligada a controlar el cambio social para evitar que el movimiento iniciado hacia 1810 se convirtiera en una continuada agitación y, por otra parte, que la perpetuación del enfrentamiento en las zonas agrarias entre dos clases antagónicas ­–grandes propietarios vs. siervos y esclavos– y la no solución de los problemas que habían generado las graves tensiones de clase, hizo surgir abiertamente un elemento “que había estado latente en el régimen colonial: el dirigente político rural”, guía o caudillo que para la inmensa mayoría de americanos fungía como verdadero gobernante, “legitimado por el sistema político, respetado por los gobiernos nacionales y sus representantes locales en la burocracia judicial, administrativa y militar”.[22] Si bien en este párrafo los Stein parecen referirse a aquellos que más que caudillos desestabilizadores debería calificarse de caciques colaboradores en el mantenimiento del statu quo. Esta distinción entre caciques y caudillos, pero con otro significado, es señalada por Díaz.[23] Por su parte, Ruíz García ha señalado tres características o consecuencias de las guerras que, a pesar de ser reconocidas en la actualidad por la inmensa mayoría de los especialistas, siguen enmascaradas por aquellos que no tienen interés alguno en que desaparezcan una serie de mitos históricos inventados a partir de principios del siglo XIX en un desesperado intento de camuflar unas explosivas injusticias sociales.[24] En primer lugar el confusionismo social de la misma guerra. La oligarquía criolla que hasta 1816 se declaró, como mínimo en Venezuela, defensora de la libertad frente a los poderes coloniales, tenía a la vez un exacerbado temor de clase hacia el cambio y realizó titánicos esfuerzos para que en este terreno no se produjera la más mínima alteración en relación con el periodo anterior. Así, consolidada la independencia política, estas mismas minorías que controlaban el poder económico edificaron unas formas gubernativas aparentemente liberales y republicanas, pero que en realidad estaban en total contradicción con su verdadero contexto económico-social, muy retardatario. Estas contradicciones estaban estrechamente vinculadas con la segunda característica señalada por Ruíz García: un nuevo confusionismo, político, que quería infundir que los debates cruciales enfrentando a los componentes de los nuevos estados giraban en torno a las formas republicanas de gobierno que deberían adoptarse, cuando, como veremos, detrás de los calificativos de centralistas o federales se encontraban problemas mucho más graves de índole, como mínimo, estructural. Una tercera consecuencia sería el papel que a partir de este momento jugarían los militares de la Independencia como garantes o debeladores de los gobiernos republicanos.
El primer confusionismo, agravado por el hecho de que, globalmente, los diferentes grupos sociales hubieran luchado en los dos bandos, ha sido señalado o denunciando ya desde hace mucho tiempo, aunque no siempre de una forma consciente.[25] Pero también ha podido servir para, basándose en él, se haya levantado un nuevo confusionismo de igualitarismo social. Un ejemplo de este nuevo equívoco fue pergeñado por el sociólogo Laureano Vallenilla Lanz, que en su artículo “Los partidos históricos” afirmaba: “Y nuestras contiendas civiles posteriores a la independencia, no han sido como las de otros países de Hispanoamérica, choques de dos oligarquías que se disputan el predominio político. Verdaderas revoluciones sociales, ellas han sido como las etapas de esta evolución que al cabo de un siglo ha dado por resultado el triunfo del igualitarismo, un tanto confuso todavía, como engendrado por la violencia, pero comprobando con sus tipos representativos la recia complexión psicológica de este pueblo heterogéneo que desmiente hasta cierto punto, por su facilidad de adaptación, la teoría de la desigualdad mental de las razas”.[26]
La tercera consecuencia de la que he hablado más arriba se plantea como mínimo a tres niveles: las repetidas intervenciones de los militares en la vida política desmantelando o apuntalando gobiernos; en estrecha relación con lo anterior, el desmesurado peso del ejecutivo en relación con los otros dos poderes constitucionales; y en tercer lugar un elemento notablemente desestabilizador, el elevado porcentaje de soldados de los desmesurados ejércitos independentistas venezolanos que se negaron a regresar a la vida civil tras haber permanecido muchos años en la milicia. Este último factor se produjo evidentemente en todas las Indias, pero Venezuela fue la región que llegó a tener más gente y por más tiempo en el ejército desmedido que jugó un papel decisivo en regiones tan alejadas de Caracas como el Alto Perú.
El peso excesivo de los militares en la vida política fue denunciado bien pronto por los ideólogos venezolanos. Así por ejemplo Francisco Javier Yanes, en una de sus “Epístolas catilinarias” comentando el pronunciamiento de 1835 contra el presidente Vargas y la actitud del general Mariño, decía: “¿Por qué mancha este caudillo su gloria con una conducta tan fatal a los intereses de su patria? ¡Ah!, mi amigo; ella me ha traído a la memoria el anuncio que muchas veces nos hicieron los escritores españoles, de que al fin compraríamos la independencia a costa de la libertad, porque nuestros mismos caudillos vendrían a ser nuestros tiranos”. Y casi treinta años más tarde, en el discurso ante la Convención de Río Negro de 1863, decía Antonio Leocadio Guzmán: “¿De dónde han venido los peligros de la libertad en América? De espadones de la independencia, o de facciones anarquizadoras”.[27]
El descomunal peso del ejecutivo fue denunciado por Rómulo Gallegos en un artículo, “Los poderes”, publicado en 1909, en el que decía entre otras cosas: “Nuestros gobiernos han sido esencialmente ejecutivitos. Al Poder Ejecutivo han estado siempre subordinados los otros dos […]./ El expediente de la refrendación que incumbe al Ejecutivo, de las leyes promulgadas por el Poder Legislativo, ha sido la brecha abierta a la irrupción del personalismo. […]./ De aquí la paradoja política de nuestra República; liberalismo en la ley, autocracia en su aplicación, y de aquí que haya sido siempre cuestión de azar, obtener un gobierno capaz de orientar por rumbos de patriotismo una labor cuya iniciativa ha estado reservada a un hombre solo./ Y será cuestión de azar mientras un hombre sea la solución y una voluntad la única capaz de realizar el prodigio. Entretanto, nada valen las fórmulas, constitucionalidad o dictadura significan lo mismo; siempre habrá que esperarlo todo de quien ejerza, siempre tendrá quien las ejerza todos los caminos abiertos, y el calificativo será siempre del hombre y no del sistema […]./ Para que estos poderes, el Legislativo y el Judicial, conserven su soberanía y sean autoridad sobre el Ejecutivo, será necesario que el pueblo no delegue la suya incondicionalmente en las manos de un solo hombre”.[28]
La dificultad que supuso para las tropas libertadoras readaptarse a la vida civil ha sido señalada bien recientemente por Robert Paul Mathews, añadiendo que engrosaron las bandas de caudillos locales, con los que se sentían ligados no por vínculos marciales o carismáticos. Mathews ha recordado que durante la década de los treinta se produjeron en Venezuela un sinfín de rebeliones que si bien fracasaron, contribuyeron a perpetuar el estado endémico de revuelta o bandolerismo entre los llaneros, aunque cabría preguntarse si la aspiración elemental de estas gentes era conquistar el poder o, en buena parte de los casos, no pretendían sino defenderse del acoso de la oligarquía que, recordémoslo una vez más, no sólo quería acabar con sus actividades, sino también convertirlos, muy a pesar suyo, en peones a su servicio.[29]
Pienso que, sin el menor cariz peyorativo, no deberíamos olvidar que Bolívar fue el primer gran caudillo de la historia venezolana y que si finalmente consiguió triunfar sobre el bando realista a partir de 1816 fue precisamente a partir del momento en que, valiéndose de su carisma, fue capaz de arrastrar tras de sí a los llaneros que hasta aquel momento se le habían enfrentado y lo habían derrotado. Después de 1824, cuando dejó Venezuela para intervenir en su Colombia o en el virreinato del Perú, fue suplantado en la Tierra Firme por los caudillos llaneros locales, Páez el primero, y que llegarían a enfrentarse con Bolívar por el control del nuevo estado entre 1826 y 1830.

El caudillaje de los libertadores, 1824-1858

a) La época de Páez, 1824-1847. Éste se convirtió, hacia 1826, en el gerifalte máximo de Venezuela porque gozaba aún de un gran predicamento entre las masas populares, especialmente entre los excombatientes llaneros, muchos de los cuales habían peleado bajo sus órdenes, y este mismo prestigio fue la causa de que la oligarquía criolla, temerosa de que estallara de nuevo la latente rebeldía generada desde antes de 1808, decidiera apoyarle incondicionalmente, ya que era uno de los pocos libertadores con carisma suficiente para intentar salvaguardar el frágil e injusto andamiaje superestrutural organizado en Venezuela desde su Independencia. Por añadidura, Páez fue capaz de extender su dominio sobre todo el estado, haciéndose obedecer por los caudillos regionales, aunque respetándolos, verdaderos señores de taifas que no querían o no podían ultrapasar el ámbito provincial.
Pero no sólo crecía el descontento entre los viejos llaneros; además el aparato estatal elaborado por el mantuanaje, brutalmente injusto y represivo, incrementó el número de marginados y de los que se veían obligados a refugiarse en los Llanos huyendo de una legislación organizada para favorecer exclusivamente a una minoría de grandes propietarios o de comerciantes, escurridizos y relegados entre los que se encontraban esclavos cimarrones, pequeños propietarios blancos o mestizos arruinados, peones de hatos, exsoldados incapaces de readaptarse a la vida civil y un sinfín de gentes a los que la legislación mencionada convertía, muy a su pesar y contra su voluntad, en reos de delitos mejor o peor tipificados en los nuevos códigos.
Esta masa, a la que desde el gobierno se calificaba indistintamente de cuatreros, bandidos, bandoleros o criminales, como ha señalado Mathews, “en raras ocasiones conformaban grupos de más de treinta y no respondían a una conspiración planificada, sino mas bien a un estado general de ilegalidad […y] era generalmente difícil distinguir entre rebeldes y bandoleros, ya que ambos fenómenos se alimentaban mutuamente en una precaria simbiosis”.[30]
Estos huidizos, para sobrevivir, podían sacrificar reses y negociar sus cueros. El gobierno, acusándoles de abigeato, pero sobre todo continuando con el viejo intento de controlarlos para hacerlos trabajar en los hatos por salarios de hambre, decretó nuevas leyes que no hicieron sino acorralarlos más si cabe y crear una enrarecida atmósfera en la que proliferaban nuevos rebeldes-fugitivos. Ya la primera república venezolana había promulgado hacia 1811 unas nuevas y más brutales Ordenanzas de los Llanos;[31] posteriormente, el Congreso de Colombia aprobó el 3 de mayo de 1826 una ley sobre procedimiento en las causas de hurto y robo que señalaba nítidamente su doble finalidad en el primer punto, enfatizando: “Considerando: Que por una consecuencia de la dilatada guerra que ha sufrido la República cierta clase de hombres se ha desmoralizado hasta el extremo de atacar frecuentemente del modo más escandaloso la propiedad y seguridad individual del pacífico ciudadano, y que siendo indudable que la multitud de hurtos que se cometen con impunidad, de los vagos, ociosos y mal entretenidos que por desgracia existen en las poblaciones por el poco celo de los encargados de la policía, y debiéndose poner un pronto y eficaz remedio a este grave mal, escarmentando a aquellos y exigiendo a éstos la más estrecha responsabilidad”; ya que, en el caso de la zona ganadera, no sólo se quería actuar contra aquellos a quienes la oligarquía llamaba cuatreros, sino también vagos. En un desesperado intento de amedrentar a los primeros el articulo 27 decretaba pena de muerte para los que “al ejecutar un hurto o robo hicieran uso de armas” y en el artículo 29 se especificaba que los jueces y alcaldes “procederán contra los vagos, ociosos y mal entretenidos”, señalando a continuación las doce figuras delictivas que la ley calificaba de vagancia, entre los cuales cabía lógicamente cualquier persona a la que se quisiera perseguir.[32]
Diez años más tarde el Congreso venezolano legisló de nuevo al respecto con la Ley de Hurtos o de Azotes, en la que se sentenciaba: “los capitanes o cabezas de gavillas que infesten ciudades o caminos sufrirán la pena del último suplicio, y los demás cómplices la de ciento cincuenta azotes distribuidos en tres porciones de quince en quince días y diez años de presidio. Para los hurtos de cien a quinientos pesos se impondrían al reo cincuenta azotes de dolor y dos años de trabajo en las obras públicas del cantón o de la provincia respectiva. Excediendo de quinientos pesos sin pasar de mil, el reo sufrirá el mismo número de azotes y cuatro años de trabajos forzados; y de mil pesos en adelante, los azotes de dolor subirán a setenta y cinco, con seis años de presidio”.[33]
Ahora bien, la descomunal brecha entre la legislación decretada por los nuevos gobiernos y su capacidad real de hacerla cumplir tenía un efecto negativo, pues en lugar de acabar con los forajidos, engendraba nuevos rebeldes.[34] Pues los gobiernos venezolanos no solo tenían cuerpos represivos pequeños e ineficaces, además debían perseguir a “cuatreros” que conocían de forma excelente las innumerables rutas y el sinfín de vericuetos de los Llanos. En aquel medio, frente a los oligarcas y a una naturaleza hostil, sólo podían sobrevivir los baquianos, que además habían perfeccionado hasta la sofisticación sus viejas tácticas guerrilleras sometidas a la prueba del fuego durante la guerra de la Independencia. Por añadidura este fracaso dio lugar a que la oligarquía ganadera creara sus propias fuerzas represivas paralelas, que llegado el caso podían utilizarse en los repetidos enfrentamientos internos, defendiendo o atacando al gobierno, e introduciendo un nuevo elemento desestabilizador.
No sería hasta principios del siglo XX cuando el último caudillo rural en el poder, Juan Vicente Gómez, gracias a los recursos que le proporcionó el petróleo, casi acabó con la insurgencia llanera, unos treinta años después de que el general Roca, el “héroe del desierto”, liquidara los malones argentinos.
Además del mentado, otros focos rebeldes declarados ponían en entredicho la autoridad de Páez; por una parte, conseguían sobrevivir en algunos regiones de la república guerrilleros realistas gracias al apoyo que encontraban entre las masas populares y de estos, es el del pardo José Dionisio Cisneros del que he localizado más información: actuaba en los Valles del Tuy, junto a la capital, pero a finales de 1831 pactó con Páez a condición de que no se tomaran represalias ni contra él ni contra sus hombres y de que se les conservaran los grados militares que ellos mismos se habían otorgado.[35]
De una cariz bien distinto fueron las rebeliones organizadas por libertadores bolivarianos que intentaron repetidamente reconstruir la República de Colombia, ideada por Bolívar y desbaratada por la oligarquía caraqueña.[36]
Nuevas pugnas entre los libertadores se desataron en 1835, quienes decían apoyar al presidente vs. los que querían derrocarle. Un año antes había resultado electo el médico José María Vargas, a pesar de que el general Soublette era el candidato gubernamental.[37] A principios del siglo XX el historiador Rafael Villavicencio enjuiciaría esta victoria pírrica (ya que Vargas se vio finalmente obligado a dimitir en 1836) señalando que, “Representaba el eminente patricio el partido que aspiraba a realizar el imperio absoluto de la ley con exclusión de los privilegios militares que creara la guerra de la Independencia, vale decir, el elemento civil”.[38]
El episodio de julio de 1835 –enfrentamiento abierto entre oligarquía civilista y libertadores– hizo correr mucha tinta; he seleccionado juicios de gentes de ambos bandos, pero es imprescindible recordar algo que he advertido en la introducción: los venezolanos que expresaban su parecer a través de mecanismos que han llegado hasta nosotros mediante la imprenta eran una pequeñísima minoría que nos han dejado una infinidad de testimonios; contrariamente, la inmensa mayoría de los venezolanos, “los hombres sin historia”, generaron una también copiosísima información que se transmitió oralmente, pero que, y no por casualidad, apenas ha llegado hasta nosotros. Ello tiene consecuencias transparentes sobre la comprensión del pasado, pero desdichadamente nuestras técnicas son tan rudimentarias que no sabemos sino servirnos de los documentos escritos.[39]
Francisco Javier Yanes, del bando civilista, se pronunció declaradamente contra la conjuración militar en sus “Epístolas catilinarias”, en ellas denunció, en primer lugar, que entre los alzados estaban los más exaltados bolivarianos junto con enemigos encarnizados del Libertador e incluso “sus mismos asesinos”; que a pesar del escaso apoyo conseguido, invocaban en cada uno de sus actos la voluntad popular, tachando a los partidarios de Vargas de godos y mantuanos, acusándolos de querer restablecer un gobierno aristocrático y se presentaban como partidarios de reconstruir la República de Colombia y de reformar la constitución y Yanes enumeraba, los únicos móviles, “Hombres de esta especie no son idólatras sino de sus sórdidos intereses: habiendo vivido siempre de los empleos y del desorden aborrecen todo gobierno en cuya administración no pueden influir en beneficio propio […]. Desde luego estos hombres escogieron el medio de vivir de empleos y de lucrar a costa del hombre honrado y laborioso. ¿Cuál fue éste? Una revolución. Este es el modo de vivir más conocido en nuestro país, dijeron para sí: los pueblos se han familiarizado tanto con ellas, que ya no parecen crímenes; si acaso la que vamos a emprender no tiene el éxito que nos prometemos, un indulto, una completa amnistía nos librará del suplicio; y en los días que dure el desorden, procuraremos robar todo lo que se pueda, y con el botín viviremos hasta que llegue la oportunidad de hacer otra”; Yanes insistía de inmediato en las verdaderas causas del golpe “la ambición de empleos, el horror al trabajo, la comodidad de la holgazanería”.[40]
Los alzados, vencidos y exiliados, publicaron un folleto justificativo que transparentaba enfrentamientos entre los libertadores por el control del poder. Insistían en señalar que los partidarios de Vargas eran los mismos godos a los que los firmantes habrían derrotado en el campo de batalla durante las guerras de la Independencia; en que los militares capitaneados por Páez habían perseguido a los libertadores bolivarianos; en proclamarse federalistas, partidarios de disminuir los gastos públicos para amortizar la deuda interna; en acusar al gobierno de querer revocar las adjudicaciones hechas a los militares en recompensa de los servicios que habían prestado durante la guerra, de escarnecer a los oficiales patriotas, de no pagarles los haberes que se les debían con tierras baldías. No dudaban en calificar el enfrentamiento que les había opuesto a los varguistas de guerra civil.[41]
Los sucesos de 1835 pueden catalogarse de conflictos entre militares, las revueltas populares de la década siguiente tuvieron un cariz bien distinto; estallaron en 1844 y, nuevamente, con mayor virulencia en 1846-1847 y no sólo pusieron seriamente en peligro el control del poder por parte de la oligarquía sino que, por encima de todo, durante las mismas se forjaron los caudillos que tendrían un decisivo protagonismo en el período inmediatamente posterior y sobre todo durante las llamadas guerras de la federación.
Como ha recordado Mathews, en estas revueltas las demandas de justicia social se limitaban a confusas y emotivas consignas, sin que se planteara un programa alternativo que exigiera cambios estructurales y, si los rebeldes pretendieron vincularse al partido liberal, éste, porque repudiaba la vía verdaderamente revolucionaria, no pensó, ni remotamente, en proponer soluciones radicales —distribución de la tierra, variaciones cualitativas en las relaciones entre el peonaje y los propietarios, libertad para los esclavos— que terminaran con las causas que habían desencadenado la revuelta; a pesar de ello provocaron una vez más el pánico de la oligarquía, que de nuevo creía en peligro su situación privilegiada. Y que el mantuanaje volviera a estremecerse con el miedo a la revolución, no se debió a que se estuviera gestando una, sino a que, como ha hecho ver el mismo Mathews, las revueltas de los cuarenta eran significativamente diferentes a la violencia descontrolada de décadas anteriores: la que comentamos no era el resultado de la irrupción de hordas de bandidos llaneros, sino que se debía a un hondo malestar provocado entre el controlado peonaje agropecuario que trabajaba en las haciendas y hatos de la oligarquía, por la confluencia de una crisis interna de subsistencias y una externa, que afectó a todo el sistema capitalista, y perjudicó la exportación de frutos comercializables. El peonaje descontento, demagógicamente ofuscado por los liberales, consideraba al gobierno como al culpable de la situación, y veía en la caída de una autoridad ya desacreditada la solución a sus graves problemas; la revuelta popular superaba el marco puramente político y empezaba a plantearse, aunque todavía de forma muy confusa, reivindicaciones sociales; los enfrentamientos por el poder habían dejado de reflejar conflictos de intereses entre oligarcas y libertadores y ahora, un partido político encabezado por civiles intentaba manipular las masas campesinas como grupo de presión fruente a otros partidos.[42]
El pánico mencionado se transparenta por ejemplo en la reacción de un ideólogo como Cecilio Acosta que, a pesar de no estar aparentemente vinculado a ningún partido, se creyó en la necesidad de denunciar a quienes soliviantaban a las masas, a los “demagogos guzmancistas”, en una serie de tres artículos titulados “Lo que debe entenderse por pueblo”, en los que decía: “¡Ilustre pueblo de Venezuela! […]. Tú no eres él, ese que ha querido suplantarte y contrahacerte; tú eres la reunión de los ciudadanos honrados, de los virtuosos padres de familia, de los pacíficos labradores, de los mercaderes industriosos, de los leales militares, de los industriales y jornaleros contraídos; tú eres el clero que predica la moral, los propietarios que contribuyen a afianzarla, los que se ocupan en menesteres útiles, los que dan ejemplo de ella, los que no buscan la guerra para medrar, ni el trastorno del orden establecido para alcanzar empleos de holganza y lucro; tú eres, en fin, la reunión de todos los buenos; y esta reunión es lo que se llama pueblo; lo demás no es pueblo, son asesinos que afilan el puñal, ladrones famosos que acechan por la noche, bandidos que infestan cominos y encrucijadas, especuladores del desorden, ambiciosos que aspiran, envidiosos que denigran y demagogos que trastornan”. Acosta añadía inmediatamente, que el “pueblo nunca conspira, porque en ello iría contra sus propios intereses, que los hace estribar en la paz; ni tiene tampoco derecho de conspirar, mayormente en los gobiernos democráticos como el nuestro, porque sería antilógico, porque sería destruir la obra de sus manos, que es el Gobierno y, por lo mismo, destruirse a sí mismos; porque sería, en fin, establecer un derecho fatal para los Estados, que se verían expuestos a caer cada y cuando plugiese a una facción”.
Insistía luego machaconamente en que, “pueblo, en el sentido que nosotros queremos, en el sentido que deben querer todos, en el sentido de la razón, es la totalidad de los buenos ciudadanos”. Pero una vez señalado que sólo podían intervenir en el gobierno los buenos ciudadanos Acosta definía a esta parte de la población venezolana, “todos aquellos que están dedicados a menesteres y oficios de provecho, porque el trabajo es la virtud o principio de virtud; así como la ociosidad es el vicio, o su camino. Y si estos menesteres y oficios útiles son la labranza, el tráfico mercantil, las artes, y las profesiones científicas, especialmente las de aplicación práctica; quiere esto decir que los buenos ciudadanos deben ser labradores, trajinantes, mercaderes, artesanos, hombres ocupados, en fin; y si esto es verdad, como aparece, quiere también decir que los buenos ciudadanos deben tener propiedad o renta, que es el resultado de la industria, el fruto y la recompensa del trabajo, y la esperanza de las familias”.
En el último de los artículos, Acosta arremetía contra la revolución y trazaba una total apología del gobierno, de cualquier forma de gobierno, porque había sido elegido por el pueblo; por lo que teniendo en cuenta el carácter tan marcadamente censitario de la democracia venezolana, está bien claro que en momentos de pánico Acosta se desenmascaraba y calificaba de pueblo no a los que trabajaban y producían, a pesar de lo que había dicho en los párrafos anteriores, sino a los propietarios de los medios de producción, y que por ello podían beneficiarse del trabajo de los demás. Añadía en este panegírico del orden: “Una revolución es la fuerza bruta en acción, su fin matar; lo que se pretende, debe hacerlo el pueblo, y la causa porque se pretende, es para echar abajo el Gobierno. Pero el Gobierno no es otra cosa que el gran personero, el representante del común, el entendimiento público que aconseja, la voluntad nacional que dirige, en una palabra, el pensamiento de la nación; de manera que por una especie de dualismo que no se puede negar, porque se ve, podemos decir que en la nación se pueden considerar dos pueblos, el que obedece, que se llama asimismo, y el que aconseja y dirige, que se llama Gobierno. Y según esto, ¿Qué otra cosa han querido decir los facciosos con la malhadada insurrección popular, sino que el pueblo debe matar al pueblo? […] Y no se nos venga ahora con que el Gobierno es malo, que hace lo que quiere, y no corresponde a la voluntad nacional. Hasta risa de compasión merece un cargo semejante. Una cosa no más preguntaremos: ¿Y quién ha elegido ese mismo Gobierno sino el pueblo?”. Los tres artículos llevaban como epílogo una desesperada llamada al Ciudadano Esclarecido, al carismático Páez, para que una vez más, abusando de su predicamento, neutralizara o aplastara la rebelión de los desposeídos.[43]
De la revuelta popular de 1846-1847, y de su posible contenido programático e ideológico, como precursora de las guerras federales, se ha ocupado también, y ampliamente, Brito Figueroa para quien Zamora, influido por las doctrinas de los socialistas utópicos europeos, habría dirigido un movimiento decididamente revolucionario, encaminado a implantar cambios cualitativos; pero en las proclamas sólo se encuentran las apelaciones típicas de los movimientos de antiguo régimen, sin que aparezcan planteamientos nítidos y transparentes que permitan entrever un programa para el futuro que supusiera algo más que afirmar que se luchaba “para proporcionar una situación feliz a los pobres”, que se haría temblar, pero nada más, a los oligarcas, o que todo se resolvería sustituyendo un gobernante por otro.[44]

b) La época de los Monagas, 1847-1858. Ante la extensión que iba tomando la revuelta, la oligarquía se vio en la necesidad de confiar el poder a un nuevo caudillo que gozando del carisma de los libertadores, tuviera el beneplácito de Páez sin que pareciera excesivamente vinculado al Centauro. Con ello, y con la astucia de los Monagas que, a la par que se enriquecieron, fueron capaces de aparentar cierta connivencia con los liberales, se consiguió por un tiempo mantener la revuelta en hibernación, un compás de espera hasta estallar de nuevo en 1859, ahora con el nombre de guerras federales.[45]
Por añadidura, el que durante los primeros años José Tadeo Monagas tuviera que hacer frente a los intentos de recuperar el poder más o menos dirigidos por Páez, colaboró a que las masas le consideraran como un enemigo de los intereses oligárquicos, lo que indudablemente le confirió un prestigio considerable que se incrementó en un primer momento con unas demagógicas medidas legislativas, que si en apariencia favorecían a los humildes, su incumplimiento, limitación e inoperancia perpetuaban la estructura social y seguía bien injusta la situación de los desheredados. Como ha señalado Mathews, el encanto duró muy poco; las masas que apoyaban al gobierno lo hicieron también pensando que éste, vencida definitivamente la reacción, pondría en práctica una política agraria más justa; podían incluso soñar con que se distribuirían entre los explotados tierras baldías, pero de inmediato el peonaje ya se concedió sus reformas, negándose, por ejemplo, los colonos de los Valles de Aragua, a pagar rentas y a cancelar deudas con los propietarios de la tierra. A pesar de que Monagas les conminó de inmediato a cumplir con lo que él calificó de obligaciones de los rurales, éstos tardarían todavía un tiempo, ya decepcionados, en “desprenderse de la distorsionada apreciación que hacían de la ideología liberal”, ya que plausiblemente durante algunos meses pudieron pensar que quienes les habían traicionado no eran los partidarios de esta ideología, sino el nuevo caudillo que se había apoyado en ella.
Además, vencidos los caudillos paecistas, el gobierno Monagas degeneró rápidamente en el personalismo y el autoritarismo en detrimento, no sólo de los conservadores, sino también de los liberales, quienes empezaron a captar que habían sido manipulados, no para llevar a cabo su programa político, sino para conseguir el apoyo popular que permitiera la consolidación del nuevo caudillo.[46]
Al poco tiempo, desde 1853, se reanudaron violencia rural y revueltas populares, algunas de ellas organizadas por los conservadores o los liberales e incluso en algún caso con un cierto cariz autonomista.
Para hacerles frente, el gobierno se vio obligado a decretar medidas impopulares para obtener nuevos ingresos, que nunca eran suficientes por culpa de la incompetencia administrativa y de la corrupción. De ésta fueron los Monagas, al parecer los primeros beneficiados, al hacerse con una buena cantidad de las tierras baldías enajenadas por el estado.[47]
Además, la esperanza que la oposición parlamentaria albergaba de recuperar por la vía democrática las posiciones perdidas, se esfumó tan pronto como la elección fraudulenta de José Gregorio Monagas para suceder a su hermano José Tadeo, puso en evidencia que el nepotismo alcanzaba límites sin precedentes.
El malestar afectó a nuevas capas sociales cuando en 1857 la crisis económica mundial hizo, de nuevo, caer en picado los precios de los bienes comercializables y la situación precipitó al año siguiente en una rebelión contra José Gregorio Monagas, quien todavía tuvo la suficiente sensatez como para retirarse sin luchar, a la vista del amplio abanico de sus oponentes. Para Mathews, esta asonada, como casi todas las del período, fue esencialmente política, dirigida por los cabecillas civiles y militares. Los llaneros, que seguían insubordinados, no participaron en el alzamiento, y las masas campesinas, que si lo hicieron intervinieron, como siempre, como carne de cañón pero no defendiendo sus propios intereses, una vez más fueron reclutadas con la promesa de que se les cancelarían las deudas que las mantenían sometidas a los propietarios de la tierra.
Derrocado Monagas y suplantado por un nuevo caudillo, el dirigente máximo de los alzados, el general Julián Castro, mientras en Caracas se enfrentaban los vencedores, conservadores y liberales, con neto predominio de los primeros, y en Valencia, en el debate sobre una nueva constitución, se oponían federalistas y centralistas, en el ámbito rural y en los Llanos se iniciaba un nuevo movimiento como siempre por desesperación.

Las segundas guerras civiles, llamadas de la Federación, 1859-1863

Normalmente, en las historias de Venezuela se encuadra bajo este calificativo una serie de insurrecciones, algunas flagrantemente opuestas entre sí, y normalmente sin ninguna conexión entre ellas, excepto la coincidencia de que todas se iniciaron antes de que, tras el derrocamiento de los Monagas, comenzase otro debate, en el que se enzarzaron de nuevo conservadores y liberales, los últimos proclamándose ahora federales.
Benjamín A. Frankel ha señalado que en estas contiendas se enfrentaron los pobres contra los ricos, los negros y pardos contra los blancos (en una nueva guerra de castas), los pequeños o medianos propietarios agropecuarios contra los comerciantes prestamistas, o los que aspiraban a cargos en la burocracia contra los que los detentaban.[48] Pero pienso que, esencialmente, el grueso de las montoneras federales lo formaban, como en períodos anteriores y especialmente durante la guerra de la Independencia, aquellas personas marginadas y acosadas, que se habían refugiado en los Llanos.[49]
En realidad, la verdadera trascendencia del movimiento se debió a que Ezequiel Zamora, efímeramente, tuvo poder de arrastre suficiente como para aglutinar y coordinar las masas en rebeldía latente y convertirlas en un ejército disciplinado y eficaz que puso seriamente en peligro el orden establecido. En efecto, a pesar de que inmovilistas de uno y otro bando estuvieron interesados y posiblemente comprometidos en el asesinato de Zamora, a pesar de su desaparición y de la desorganización subsiguiente del ejército rebelde, hubieron de hacerse una serie de concesiones que más tarde ya se cuidarían de manipular para que al fin quedaran nuevamente en puro verborrea demagógica y gatopardiana.
Estas nuevas guerras civiles se iniciaron oficialmente a principios de 1859 por la negativa liberal a la constitución elaborada en la Convención constituyente reunida en Valencia. Rechazo materializado en Coro, el 20 de febrero, cuando se desencadenó, con el “Grito de la Federación”, un movimiento antigubernamental dirigido por Zamora. Pero todo hace suponer que su decisión fue un acto individual y no acuerdo de partido –las disensiones entre los liberales eran bastante anteriores–, puesto que no todos los dirigentes eran tan insensatos como para intentar manipular unas bandas rebeldes que podían arrasar incluso con los promotores.
Ahora bien, ni siquiera puede decirse que fuera Zamora quien desencadenó una revuelta, sino que pudo arrastrar a una serie de grupos de insurgentes y descontentos que ya se habían alzado antes o sólo esperaban a alguien capaz de entusiasmarlos con nuevas promesas que, una vez más, jamás serían cumplidas. Como ha observado Mathews, bien pronto el carisma de Zamora se trasplantó a la palabra Federación que para las masas populares llegó a equivaler a igualdad y libertad. Como veremos de inmediato, el ideario federal era suficientemente confuso como para que en un primer momento cada quien pudiera interpretarlo como solución taumatúrgica a su propia problemática. Obviamente, si los pequeños o medianos propietarios podían aspirar a intervenir en un gobierno que defendiera sus intereses, buena parte de las masas podían soñar en un porvenir justo y libre, sin de momento preocuparse demasiado por cómo se materializaría en la práctica. Para Mathews, a partir del momento en que el carisma se trasplantó del caudillo a la confusa ideología, las bandas de bandoleros–rebeldes se convirtieron en el vehículo de la segunda y catalizaron el afán de una vida menos dura entre grupos cada vez más amplios de masas rurales.[50] Por añadidura, este mismo confusionismo ideológico permitió a los federales capitalizar el difundido y vago sentimiento antigubernamental que no había cesado de crecer desde que la guerra de la Independencia creara un avío de poder, al suplantar los libertadores la fórmula monárquica por una solución republicana mal asimilada por las masas.
Por unas y otras razones, crecía en los Llanos el número de seguidores de Zamora, que pasaron bajo el control total del nuevo caudillo, en detrimento a veces de caudillos anteriores.[51]
La capacidad aglutinadora de los federales disminuyó considerablemente con el asesinato de Zamora y el ascenso de Juan Crisóstomo Falcón. Un porcentaje notable de las fuerzas rebeldes se descompuso en pequeñas bandas –plausiblemente se reconstruyeron algunas de las que ya actuaban antes del 1859–, dirigidas por jefes menores, nuevos “señores de la guerra”, que controlaban regiones más o menos grandes de la república, colaborando al relajamiento de los ya débiles lazos que mantenían oficialmente unido al estado forjado en 1830.[52]
Durante esta nueva guerra civil, como en la anterior de la Independencia, los odios tanto tiempo anidados dieron lugar una vez más a una violencia y a un encarnizamiento desmesurados;[53] Páez, caudillo en ambas, idealizaba la primera para denigrar a los federales, y en un discurso pronunciado en Caracas a principios de 1863, decía: “Cuando contemplo esta guerra, yo me pregunto qué cambio se ha operado en nuestra raza. Cuando luchábamos por nuestra independencia, ambos ejércitos buscábamos el pedazo de tierra más limpio para combatir. Ahora la guerra que se nos hace es de fugas, de robos y de asesinatos. Debo añadir en justicia al ejército español que los caminos, durante aquella misma lucha estaban libres, la propiedad protegida, las familias respetadas. Los españoles quisieron que se perdiese para ellos el país, más bien que desmoralizarlo y corromperlo”.[54]
Pero el mismo Páez recibió una carta de Falcón lamentándose del fusilamiento de oficiales heridos o prisioneros, de matanzas indiscriminadas, en fin, de vesania por parte del ejército gubernamental, que se habían incrementado a medida que se hacía más evidente su impotencia para liquidar la revuelta popular.[55]
A pesar del fraccionamiento de los alzados, las fuerzas gubernamentales fueron incapaces de vencer a los rebeldes federales o exfederales; finalmente, tras más de cuatro años, los dirigentes de ambos bandos intentaron cerrar la contienda a través del pírrico Tratado de Coche, de abril de 1863. Firmado por Pedro José Rojas y Guzmán Blanco, en él se acordaban las condiciones de la claudicación bilateral, se resolvían los complejos problemas de los préstamos recibidos por los sucesivos gobiernos, y se acordaban soluciones salomónicas y por lo tanto inoperantes: la asamblea legislativa se dividiría por mitad entre los dos partidos rivales, Falcón ascendería a la presidencia, mientras Páez debía exiliarse definitivamente. En cuanto a la federación, por la que más o menos confusamente tantos habían peleado por tan largo tiempo, se plasmaba tan sólo, en una nueva constitución, por la que se organizaban los Estados Unidos de Venezuela.[56]
Durante la contienda, en el bando conservador también se había intentado recurrir a un caudillo para acabar con la revuelta. Sospechoso de veleidades federalistas, Julián Castro, el dirigente de la rebelión contra Monagas, fue derrocado, encarcelado y reemplazado por el vicepresidente Manuel Felipe de Tovar. Tras nuevos ensayos, la oligarquía, en un intento de poner fin a la guerra, decidió reinstaurar al envejecido Páez en la presidencia, proclamándole dictador en agosto de 1861. Pero había perdido su autoridad, y había traicionado tantas veces a los llaneros que había perdido también la credibilidad.
La necesidad de recurrir al Centauro ya fue proclamada durante la presidencia de su antecesor, Gual, por Pedro José de Rojas, el mismo que posteriormente intentaría justificar la dictadura. A principios de diciembre de 1860, en artículo publicado en El Independiente, lamentaba que los rebeldes actuasen impunemente aprovechando la debilidad gubernamental y abusando de las garantías constitucionales y acusaba a los federales de demagogos; señalando a la vez quiénes eran los rebeldes y quiénes los gubernamentales: “Por un lado cuantos elementos de conservación y de progreso encierran las sociedades modernas; por el otro cuantos instintos de destrucción es capaz de acumular un odio que parece tener ya por objeto a todo el género humano. Por un lado lo más brillante y lo más glorioso de nuestra lista militar, acaudillando al ejército triunfante del Gobierno; por el otro jefes oscuros, militares anónimos, guerrilleros sin nombre y sin historia, que no excitan la atención del país sino por sus crímenes, acaudillando partidas indisciplinadas, diseminadas en nuestro vasto territorio, que rehúsan el combate y que fueron siempre vencidas cada vez que lo aceptaron”.[57]
Diez meses después, en el mismo periódico caraqueño, Rojas se congratulaba de que el golpe de estado que había derrocado a Gual se hubiese llevado a cabo pacíficamente, sin tumultos o algaradas populares. Inmediatamente señalaba la imperiosa necesidad de instaurar una dictadura que llamó nacional, en la que pudieran intervenir todos aquellos a los que calificaba de ciudadanos.[58]
Más tarde, la dictadura de Páez fue liquidada por aquellos mismos que lo habían llevado al poder y que, ante su fracaso, prefirieron pactar con Falcón, que parecía algo más capaz de controlar las masas rebeldes e impedir (lo que también interesaba vitalmente a los dirigentes federales), que de tanto oírlo acabaran creyéndose, que verdaderamente iban a realizar la revolución y que lo consiguieran tras casi cinco años de lucha. Durante este importante período de la historia venezolana, aunque al final no se produjo, ni en lo social ni en lo económico ni en lo político, cambio alguno cualitativo, queda fuera de toda duda que en algún momento pudo parecer que la misma dinámica de las masas hubiera podido, pasando por encima del parapeto que representaban sus dirigentes y arrasando con todo, edificar unas nuevas estructuras, más justas y, por lo tanto, bien diferentes.
Ya los intelectuales decimonónicos más o menos coetáneos de los hechos, intentaron comprender o explicar qué había sucedido y, por encima de todo, qué había movilizado a la mayoría de los venezolanos que durante casi un lustro estuvieron batallando con una ferocidad inaudita.
Una respuesta fácil, socorrida y que, naturalmente, no pretendía en absoluto esclarecer la verdad, fue la del grupo de intelectuales al descarado servicio de la oligarquía –y Rojas era uno de sus representantes paradigmáticos–, que liquidaban el arduo problema calificando la rebelión de anárquica o desordenada. En abril de 1862, en el discurso por el que se juramentaba como sustituto de Páez, Rojas insistía en los mismos conceptos; hablando de un viaje de Carabobo a Valencia, decía haberse creído situado en un altozano y desde allí, “Vi los ánimos enloquecidos perdido todo concierto, anarquizadas las opiniones. Vi las poblaciones tristes, abandonadas algunas a la irrupción de hordas semibárbaras. Vi desiertos y desolados nuestros campos. Vi el agua de nuestros ríos cambiada en roja, hasta imaginar que fuese sangre humana la que baña en muchas partes nuestro territorio. Y vi bebiendo de esas aguas, o por mejor decir de esa sangre, al monstruo horrible que de ella se alimenta. Fijé mi atención en ese monstruo: ¡Era la federación venezolana! ¡Era la Federación, convertida de principio en azote, erigida en bandera de crímenes en bandera que aquí empuña un ignorante, acá un estúpido ambicioso, allá un cualquiera sin significación política, más allá el traidor, el criminal, el malo de todas nuestras épocas calamitrosas”.[59]
Al final del siglo XIX, cuando de nuevo se alteró el panorama político venezolano durante la inestabilidad postgumancista, los primeros sociólogos criollos, ante la posibilidad o el temor de que se reprodujera el marasmo de los años sesenta, iniciaron productivas discusiones sobre la cuestión. Ahora bien, ese mismo temor y sus prejuicios de clase les situaban en un punto de partida erróneo, prejuzgando peyorativamente los movimientos de masas porque los protagonizaban hordas a las que solía adjetivar con calificativos denigrantes. El ejemplo clásico de esta miope actitud inicial es el valor atribuido a la tan manida declaración de Antonio Leocadio Guzmán en el Congreso de 1867, en una discusión sobre reformas constitucionales: “No sé de dónde han sacado que el pueblo de Venezuela le tenga amor a la federación, cuando no sabe ni lo que esta palabra significa. Esta idea salió de mí y de otros que nos dijimos: supuesto que toda revolución necesita bandera, ya que la Convención de Valencia no quiso bautizar la constitución con el nombre de federal, invoquemos nosotros esa idea; porque si los contrarios, señores, hubieran dicho Federación, nosotros hubiéramos dicho Centralismo”.[60] En todo caso, sólo cabe deducir de esta proclama que Guzmán era un redomado demagogo que para hacerse con el poder no vaciló en provocar una brutal guerra civil que no hizo sino empeorar la situación de las masas venezolanas. Pero plausiblemente aquellas masas, si no conocían el significado exacto del vocablo federación, sí sabían, y muy bien, ellos que desde siempre anduvieron descalzos, donde les apretaba el zapato. Quizás no habrían levantado, un gobierno federal de triunfar; pero sabían perfectamente quiénes eran sus enemigos y cómo se beneficiaban de una situación eminentemente injusta. La voluntaria ceguera ante esta evidencia o el querer confundir, también voluntariamente, los móviles de los ejércitos federales con los dos de sus máximos dirigentes políticos, pudo conducir a interpretaciones aberrantes como la de Pedro Manuel Arcaya, por ejemplo, quien en una conferencia precisamente sobre “Federación y Democracia en Venezuela”, frente al parecer de Vallenilla Lanz o Gil Fortoul, no aceptaba que, “la trama de nuestra historia política sería el desarrollo de una lucha de clases, sorda durante la colonia, patente ya desde la iniciación de la independencia nacional, francamente declarada en la formación del partido liberal, y en cruenta guerra civil transformada con la revolución federal. Desde este punto de vista nuestras contiendas de liberales y oligarcas equivaldrían en cierto modo, a la de plebeyos y patricios de la vieja Roma y aun a las del proletariado y el capitalismo de los modernos pueblos europeos./ No juzgamos así nosotros a la evolución política venezolana”. Efectivamente el juicio de Arcaya era bien distinto, los caudillos de las revueltas llaneras no se alzaron para llevar a cabo una “revolución nacional” ya que no tenían “imaginación para idearla”, sino que “se alzaban inconscientemente para volver a la vida nómada y así robaban y depredaban”. Y según el sociólogo, “No los movió odiosidad especial hacia el bando oligarca cuando se alzaron, bien que luego, por consecuencia de la guerra, tomaron gran aversión a los godos”. De lo cual supongo que debe deducirse que las brutalidades que se cometieron en todas las guerras civiles de Tierra Firme no serían el resultado de la brecha insalvable que separaba cada vez más a los explotados de los explotadores, sino de una innata inclinación de los venezolanos (y en casos parecidos de todos los humanos) el sadismo.
En el siguiente fragmento puede verse la interpretación de las guerras federales por parte de Arcaya como una simple lucha por el poder: “El verdadero carácter de la revolución federal debe buscarse en los movimientos organizados que tuvieron lugar en Coro y en el centro de la República en 1859. No eran, a decir verdad, una explosión del salvajismo, como los que el año anterior encabezara Espinosa en los Llanos; por ejemplo, las tropas que salieron de Coro con Zamora, arrastradas por su prestigio y el de Falcón, estaban constituidas por excelentes elementos populares, aunque a la postre la larga duración de la guerra y la desorganización de las guerrillas de Coplé, hizo que estas retrocedieran en muchas partes de la República, a una condición parecida a la de los grupos de Espinosa. Tampoco representaban la tendencia federalista que proclamaban, idea abstracta por la cual nadie era capaz de hacer ningún esfuerzo. Eran, sí, las agitaciones de un partido político poderoso que, caído, aspiraba a reivindicarlo, que oyendo las declaraciones de sus adversarios se sentía profundamente herido y se creía perseguido de muerte, que teniendo en su seno militares prestigiosos que representaban grandes fuerzas efectivas y numerosos e importantes elementos civiles, juzgaba fácil empresa la de derribar a sus adversarios, de un partido, en fin, que tenía el convencimiento de constituir la porción de los buenos, de los magnánimos, de los generosos de la nación venezolana y juzgaba que era guerra santa, la que por su propio triunfo emprendiera. Pero en su aversión a los contrarios, a los godos, no entraba como factor la antipatía de castas ni colores. Tan odiados eran por los federales los godos negros como los blancos”. Al margen de que los godos negros posiblemente podrían contarse con los dedos de una oreja, vemos como el autor por fin emite su juicio: por una parte, las masas venezolanas estaban divididas, no sabemos en base a que conceptos, en “excelentes elementos populares” y en elementos populares salvajes, y por otra parte la guerra habría sido exclusivamente el resultado del afán de un partido para conquistar el poder cuando veía cerrada la posibilidad de conseguirlo por la vía parlamentaria. Remachaba esta afirmación señalando “no podía ser de otro modo porque los iniciadores y primeros propagandistas de la revolución distaban mucho de pertenecer a la parte infeliz que arriba describimos. Casi todos, comenzando por Falcón y Zamora, eran propietarios y hombres de significación política y social”. No cabe duda alguna de que los dirigentes formaban parte de la burguesía, pero lo que no explica Arcaya es como este puñado de hombres fue capaz de arrastrar a casi toda la población. Y el razonamiento del autor proseguía: “Aparece contradictoria la hipótesis de que la Federación representara una lucha de clases, con el hecho de que al cabo de triunfar el partido que se cree que encarnaba las aspiraciones colectivas del proletariado quedará éste tanto o más oprimido que antes”.[61] Esto, con ser verdad, en modo alguno demuestra la ausencia de enfrentamientos de clase y de casta, sino más bien cómo los máximos dirigentes venezolanos traicionaron a las masas, cuando les pareció que ya podían prescindir de la carne de cañón o, mejor aún, cuando empezaron a temer que se volviera contra ellos.
Otros sociólogos, partiendo de argumentos que ya habían expuesto los mismo federales, apuntaban hacia una hipótesis mucho más plausible, la de que las guerras federales no serían sino la continuación de las de la Independencia. Pero por la misma confusión reinante acerca de los grupos enfrentados en cada una de las diversas etapas de las primeras, resulta difícil dilucidar de cuál podían autoproclamarse sucesores los federales a mediados del siglo XIX.
En una alocución lanzada por Zamora el 7 de marzo del 1859 en Coro, al iniciar la guerra, el general afirmó: “El 20 de febrero es un grande acontecimiento; él determina una situación, despeja un porvenir: él trae las palmas de la victoria. No más sombras siniestras en el horizonte de la patria; enarbolemos el estandarte de nuestros padres, los patriotas de 1811”.[62] Pero tal afirmación dista mucho de resultar para nosotros inequívoca: declararse continuadores de los protagonistas de los hechos de 1811 podía ser un recurso populista para beneficiarse del mito de los libertadores, podía entenderse como una propuesta de finalizar lo que un historiador contemporáneo ha llamado “las revoluciones inconclusas en América Latina” (y que sería más correcto calificar de “no iniciadas”); y en un caso extremo y literal, podría interpretarse como una autodeclaración de continuismo del pronunciamiento encabezado por la oligarquía criolla por miedo a la revolución. Como esta última interpretación sería aberrante y Zamora, como veremos, aunque no fuera excesivamente radical no dejaba de ser un dirigente popular, creo que la primera interpretación es la más correcta: los federales, manipulando el pasado utilizando como tantas veces se ha hecho el mito histórico como herramienta para justificar o legitimar situaciones poco nítidas, se autoproclamaban sucesores de unos hechos reales que ocurrieron de una forma distinta a como los narraban los cronistas oficiales. Y no cabe pensar, en absoluto en desconocimiento o falta de información por parte de los dirigentes rebeldes. Un diputado de su mismo partico, Francisco Mejía, en una intervención en la convención constituyente de Valencia, 30 de julio de 1858, afirmó: “¡Treinta y siete años han transcurrido ya desde que en el glorioso campo de Carabobo se selló la independencia de Venezuela! Se selló, es verdad, la independencia de la antiguo metrópoli, más no la libertad. De entonces acá (voy a decir una verdad dolorosa, pero por dolorosa que sea, no deja de ser una verdad incontestable), de entonces acá, lejos de obtener el resultado de tan cruentos sacrificios sólo hemos cambiado de ropaje; sí, algunos de nuestros libertadores (soy parte de los restos de estas falanges y continúo diciendo esa verdad terrible), algunos de nuestros próceres cambiaron el dictado de Libertador por el de Dominador, y nos han arrastrado, señor, al caos, al abismo”.[63]
Señalaba ya Vallenilla que, en todo caso, las masas federales podían considerarse sucesoras de las que de 1811 a 1816 se opusieron precisamente al mantuanaje que se proclamó republicano y de los seguidores de Páez que a partir de 1816 colaboraron con el movimiento emancipador dirigido por Bolívar. En su ensayo sobre “Los partidos políticos” afirmaba: “¿Cómo puede achacarse, racionalmente, a la sola propaganda de El Venezolano la aparición de aquellas mismas hordas que vitoreaban al partido liberal y a la Federación con la misma inconsciencia con que habían vitoreado primero a Fernando VII y a Boves y más tarde a Bolívar y a la patria? Todos aquellos movimientos eran simplemente la continuación del mismo incendio, oculto a veces bajo las cenizas o elevando sus llamas hasta enrojecer el horizonte, pero siempre implacable en su obra de devastación y de nivelación”.[64]
De forma parecida y casi en la misma época pero más concisamente se expresaba Rafael Villavicencio; en el discurso de incorporación a la Academia de la Historia (leído el 23 de mayo de 1900) señalaba: “el movimiento federal, a la inversa del de 1810, se llevó a efecto primordialmente por las masas populares que aspiraban a obtener importancia política”.[65]
En efecto, en las narraciones sobre las guerras federales se citan anecdóticamente casos de soldados que ya habían luchado en las de la Independencia. José León Tapia menciona al sargento Laguna que estuvo “siempre al ladito de mi general Bolívar, dándole a esa corneta cada vez que me ordenaban. Después en la federación, con mi general Zamora, nos dijo que la guerra continuaba y fue la misma cosa”; dice después Tapia que Laguna murió hacia 1915, “medio en lo real, medio en la leyenda, pobrecito y todavía sargento, después de dos guerras, sin saber por qué”.[66] Enfrentamos pues una nueva problemática: la articulación de los móviles de las masas y sus dirigentes en las guerras federales. Para Villavicencio las primeras lucharon desde 1810 o desde 1859, “porque aspiraban a obtener importancia política”; el médico Tapia, tan sagaz como en tantas de sus interpretaciones, recuerda que el sargento Laguna peleó en dos guerras “sin saber por qué”; para Brito, Zamora y sus colaboradores debían ser calificados de revolucionarios porque conocían y comentaban a los socialistas utópicos, e incluso las masas reinterpretaron, con el mismo bagaje ideológico, los principios de la democracia burguesa.[67]
Mathews en cambio no está de acuerdo con quienes afirman que la guerra federal fue una verdadera revolución social que habría terminado con los últimos restos del colonialismo y añade “los estudios que idealizan las consecuencias de la guerra, ya pueden buscar en vano […] siquiera un solo rasgo redentor que pudiera justificar la prolongada destrucción y devastación […]. Ni Falcón, ni Guzmán Blanco, ni Alcántara, ni la multitud de jefezuelos o caudillos provinciales podrían remotamente ser considerados como algo más de lo que fueron en realidad: buscadores de poder político y de riqueza, que jugaron con las emociones de las masas, pulsándolas en sus puntos más vulnerables para provocar las mismas reacciones reflejas de violencia y destrucción que han caracterizado a las reacciones de las masas a través de todo los tiempos”.[68]
Y finaliza afirmando que terminada la guerra, los caudillos se distribuyeron los despojos, ingresando en la oligarquía agraria gracias al acaparamiento de haciendas expropiadas o de tierras baldías. En resumen, igual que después de Carabobo, no hubo transformaciones cualitativas en la distribución de la tierra, sino nuevamente cambios exclusivamente cuantitativos: la misma estructura de tenencia con la sustitución de algunos propietarios por otros nuevos.
En realidad, las referencias que he localizado sobre la ideología y el programa de los federales, más bien tenderían a identificarlos con aspirantes al poder, pero no para realizar desde él transformaciones revolucionarias. Ya en 1858 el mencionado Francisco Mejía, en su intervención en la convención de Valencia, se limitaba a afirmar: “No me cansaré de decirlo: el bienestar general, la libertad, el orden, la paz, son los resultados que pueden comprobar la bondad de una organización política”.[69] Evidentemente el planteamiento ni era excesivamente radical, ni ambicioso. Pero siempre cabría la posibilidad de seguir pensando que Zamora fue el único dirigente federal verdaderamente revolucionario y que precisamente por esto fue inmolado. Frankel señala por una parte que, hasta cierto punto, “actuó como intermediario intelectual entre los florilegios literarios de Guzmán y sus observaciones políticas, y las frustraciones y aspiraciones profundamente arraigadas de su pueblo”. En efecto, parece fuera de toda duda que Zamora gozaba del carisma que no tenían otros dirigentes federales, lo que le permitía arrastrar a los llaneros y, sobre todo, a los rebeldes, sin que sus seguidores tuvieran demasiado en cuenta un programa tan limitado que como señaló Frankel: “era de naturaleza esencialmente intelectual, primordialmente político y más bien moderado que radical. Exigía la abolición de la pena de muerte, la prohibición perpetua de la esclavitud y el sufragio universal. Para aquellos, cada vez más numerosos, que se sumaban a su causa, significaba mucho más y demostraba su determinación de consumar radicalmente las esperanzas no realizadas de la Guerra de Independencia”.[70]
Verdaderamente, basta leer alguna de las proclamas de Zamora para ver de inmediato que sólo representaba una palabrería vacía sin afirmar nada en concreto. En una alocución lanzada en Coro, el 25 de febrero de 1859, proclamó: “La Federación encierra en el seno de su poder el remedio de todos los males de la patria. No; es que los remedia, es que los hará imposibles. Con Federación atenderá cada Estado a todas sus necesidades y utilizará todos sus recursos, mientras que juntos constituirán por el vínculo del gobierno general el gran bien, el bien fecundo y glorioso de la unidad nacional. El orden público dejará de ser un pretexto de tiranía, porque será la primera de las atribuciones de cada gobierno particular”. Soltó frases tan vacías como las anteriores un mes más tarde en una proclama en San Felipe: “¡Pueblos del Occidente! Ha llegado el momento de vuestros pronunciamientos, proclamad el evangelio práctico de los principios políticos, la igualdad entre los venezolanos, el imperio de la mayoría, la verdadera República, la Federación. El Ejército Federal será la vanguardia en esta cruzada de glorias. Triunfará la bandera de la Federación o me veréis sucumbir bajo las bayonetas del Centralismo de la Tiranía”.[71]
Parece que el general era muy aficionado a esta fraseología grandilocuente que a nada obliga e incluso cabría la posibilidad de que a ello se debiera en parte el gran predicamento de que gozaba entre los humildes según Tapia, durante un almuerzo con otros militares, Zamora afirmó, “la tierra es de todos”, lo que, a pesar de que según el mismo Tapia, “pocas veces ha hablado así un general en este país”, no quiere decir absolutamente nada si no se especifica con detalle el alcance que se quiere dar a la frase.[72] Desdichadamente, la historia de la América Latina y del orbe, está ahíta de reformas agrarias que no han cambiado absolutamente nada, como no sea la suerte de algunos de los reformadores, pero jamás la de los reformados.[73]

Los caudillos federales, 1863 – 1870

Precisamente porque las guerras federales no resolvieron ninguno de los graves problemas
estructurales que desde tanto tiempo tenía planteada la sociedad venezolana, persistió el malestar de los explotados facilitando revueltas de descontentos. Los estallidos fueron más graves a partir de 1863, después de la traición de Coche, en primer lugar porque se desmanteló el sistema represivo, más o menos eficaz, de la oligarquía centralista, sin sustituirlo inmediatamente por uno federal; y en segundo lugar porque la nueva situación favorecía la inclinación natural de los caudillos locales, buscando compartimentar la República y convertirse en señores de taifas. Proceso que crecía tan pronto como disminuía el poder del gobierno central, fue quizás más impresionante en este período que en otros de la historia venezolana, en el cual a viejos caudillos que ya actuaban antes de 1859 (y hemos visto que fueron manipulados por los dirigentes federales), se sumaron, como después de cada guerra civil, militares de ambos bandos que terminada la contienda fueron incapaces de regresar a la vida civil y prefirieron seguir guerrilleando. Incluso en 1868, una insurrección en la que tomaron parte liberales y conservadores intentó restaurar a un caudillo tan superado como José Tadeo Monagas y cuando éste murió poco después, se pensó siguiendo los hábitos de nepotismo a los que la familia oriental estaba tan acostumbrada, que le sucediera su hijo José Ruperto, lo que no ocurrió porque, como veremos de inmediato, los federales ensalzaron otro caudillo que tuvo las cualidades necesarias y suficientes para mantenerse en el poder durante dieciocho largos años.

El intento porfirista de Guzmán Blanco, 1870-1888

El desbarajuste del septenio anterior, que no benefició al pueblo, perjudicó de forma extraordinaria a la oligarquía, que vio arruinarse sus hatos y haciendas, al poderoso grupo de comerciantes que controlaban los intercambios con el exterior y también fue obstáculo considerable para los financieros europeos que, en su fase de expansión imperialista, buscaba nuevos mercados, nuevas fuentes de alimentos o materias primas y nuevos clientes para sus capitales. Estos tres grupos estaban vitalmente interesados en encontrar la manera o la persona capaz de restablecer el orden en el que reanudar o iniciar actividades. Pero ahora, cuando capitalistas extranjeros estaban interesados en invertir en Venezuela, no sólo exigían un caudillo que acabara con la inestabilidad, era además necesario que éste–otra forma de pacificación no habría podido imponerse en los Llanos– garantizara mínimamente la continuidad del nuevo orden e intentase llevar a cabo en el país dentro del marco de un despotismo ilustrado unas mínimas transformaciones que facilitaran la recepción de los bienes materiales e intelectuales que las nuevas metrópolis estaban decididas a suministrar. Así, por ejemplo, en el mismo 1870, se decretó que la instrucción primaria sería gratuita y obligatoria.
El caudillo que reunía las condiciones fue Antonio Guzmán Blanco; hijo de Antonio Leocadio Guzmán, ocupaba lugar destacado entre los dirigentes históricos del federalismo, había conseguido cierto prestigio como militar y fue un hábil político que supo valerse para su proyecto de los caudillos regionales a los que no intentó liquidar (habría sido tarea inútil) sino manipular para que hicieran y deshicieran en sus taifas de acuerdo con el deseo y las necesidades del gobierno central.
Económicamente, la época guzmancista significó un incremento notable del cariz dependiente de la sociedad venezolana; el presidente se alió con los comerciantes extranjeros, o vinculados al exterior, cedió las minas de cobre a británicos y ofreció beneficios mínimos a los capitales foráneos que se instalaran en el país para construir la red ferroviaria.
Por otra parte, como en toda época dictatorial, el peculado se redujo cuantitativamente, por favorecer a menos personas, y el Ilustre Americano trató a Venezuela como si fuese su mero y personal patrimonio.
A pesar de ello, la aparente tranquilidad del periodo, enmarcado entre las guerras federales y el turbulento fin de siglo, hizo que los intelectuales posteriores mitificaran el lapso guzmancista como una era de paz y progreso que tendieron a comparar con el porfiriato mexicano.[74]

La inestabilidad postguzmancista, 1888-1908

El que en las dos décadas siguientes al caudillaje de Guzmán Blanco, reapareciera con el mismo vigor que en los periodos anteriores el desorden o la desmembración, pienso que es prueba suficiente de que, en todo caso, la labor del Ilustre Americano, si fue positiva, como mínimo no fue duradera, ni consiguió la estabilidad social y política que deseaban algunos grupos venezolanos e intereses extranjeros.
En junio de 1888, con unas elecciones organizadas desde París, por Guzmán, pasó a ocupar la presidencia su candidato Rojas Paúl, quien intentó desmarcarse de su protector y descaudalizar la vida venezolana, sustituyendo el guzmancismo por el liberalismo y el predominio de un jefe por el de un partido. En 1890 fue proclamado presidente Raimundo Andueza Palacio, quien, para perpetuarse en el poder, intentó beneficiarse ilegalmente de un reforma constitucional presentada por él. La maniobra engendró nuevos caudillos que se alzaron contra el presidente, Joaquín Crespo, uno de los hombres de paja que ocupó la presidencia en el periodo guzmancista, encabezó una Revolución Legalista, con cierta base popular, que no demoró en conquistar Caracas e imponer una nueva constitución inspirada en la de 1864 y que llevó al poder al nuevo caudillo, José Manuel Hernández, el “Mocho”, con carisma suficiente como para proporcionarle la necesaria e imprescindible base popular. Y para las elecciones de 1898 intentó la vía parlamentaria, realizando una gira de mítines por todo el país. Por su parte, Crespo escogió como candidato de los liberales a un oscuro militar, el general Ignacio Andrade, que, con el apoyo del gobierno, no tuvo dificultades en alzarse con la presidencia. Hernández recurrió entonces a las armas y, mientras Crespo moría en el campo de batalla, él era vencido por los liberales.
El polígrafo positivista César Zumera fue uno de los ideólogos del anticaudillismo a principios del siglo XX, pensamiento que plasmó en una larga serie de artículos que publicó en La Semana de Nueva York; en el número 46 manifestó su admiración por la campaña civilista de Hernández: “seguimos con intenso interés y simpatía su campaña eleccionaria de 1897 […]. Esa lucha tenía que culminar en un desafuero de parte del poder, porque no era de creerse que la primera tentativa de elección popular libre hecha en el país después de la de Antonio L. Guzmán, fuera a romper la tradición de la fuerza y la farsa en vigor durante media centuria”. Y en el número 18 se escandalizó por las versallescas frases con que el rector de la Universidad de Caracas, Laureano Villanueva, se dirigió a Cipriano Castro.[75]
Del desorganizado periodo que siguió a los hechos narrados se beneficiarían militares andinos. A mediados de 1899, Cipriano Castro, antiguo caudillo al servicio de Andueza, organizó una nueva Revolución, la Restauradora, en la que fue capaz de dar cabida a conservadores y liberales y que conquistó el país en el tiempo de recorrerlo. Castro, quizás engolosinado por su rápido triunfo, quiso gobernar en solitario sin someterse ni a nada ni a nadie. Los perjudicados o los que temían verse menoscabados organizaron la consabida revolución, ahora se llamó Libertadora, y en la que intervinieron los caudillos históricos, los políticos de ambos partidos, los representantes de los intereses foráneos y los financieros venezolanos, hasta tal extremo que el jefe de la nueva asonada fue el banquero Manuel Antonio Matos. Para Harwich Vallenilla, “Los caudillos venezolanos fueron entonces los instrumentos de una política internacional que sobrepasaba sus propios antagonismos parroquiales, mientras el señor Matos, banquero en el campo de batalla, se dejó llevar por tácticas de combate que desconocía completamente. La Libertadora, que había de ser la última guerra civil venezolana, fue en efecto, la última resistencia de los caudillos feudales contra la soberanía del Estado moderno representado por Cipriano Castro”.[76]
De nuevo, pudo más el carisma que la plata y Castro derrotó fácilmente a los alzados, iniciando un largo periodo de dictadura militar de los tachirenses, en la que le sucedió Juan Vicente Gómez, hombre de la total confianza del presidente que quedó encargado del poder —y se apoderó del mismo— mientras Castro viajaba a Europa para ser intervenido.

El petróleo y el ocaso de los caudillos rurales

Gómez, que llegó al poder como un caudillo más, en este caso desplazando a su superior en la jefatura, fue, empero, el último caudillo rural en la historia de Venezuela. A poco de iniciado su mandato comenzó la explotación comercial de los ricos yacimientos de petróleo, lo que originó una interacción entre entrada de ingresos suficientes para organizar un sistema eficaz y pensar en acabar con los escurridizos de los Llanos que suministraban la materia prima que hacía posible el caudillaje, y el interés de las compañías extranjeras en consolidar un gobierno fuerte, cualquiera, mientras garantizara el orden en todo el país.
Con los royalties de la empresas petroleras, Gómez no sólo organizó unas eficaces fuerzas represivas bien pagadas y mejor pertrechadas, que posiblemente se nutrían en parte de llaneros, sino que pudo llevar a cabo una serie de obras públicas, en especial carreteras, permitiendo trasladar las fuerzas represivas motorizadas con gran rapidez a cualquier punto de la República; y, además, dispuso, de suficientes recursos como para corromper a aquellos caudillos locales que estaban dispuestos a venderse.[77]
Ahora bien, la penetración de capitales extranjeros no cesó de crecer, y Venezuela devino uno de los países latinoamericanos más dependiente de los países capitalistas centrales. Pero la excesiva orientación hacia el petróleo no tuvo exclusivamente esta consecuencia; la inyección de capitales con las posibilidades de importar, aniquiló buena parte de las actividades tradicionales incrementando el subdesarrollo, la dependencia y la vulnerabilidad de Tierra Firme. A pesar de ello, la estabilidad social y política perpetrada por el gomecismo generó que algunos de sus intelectuales orgánicos justificaran la dictadura desde un punto de vista ideológico, en especial el ya citado Vallenilla Lanz.

La inestabilidad postgomecista y los caudillos políticos

El eficaz sistema organizado por Gómez sólo se desbarató con la muerte del dictador en 1936, cuando los caudillos rurales ya habían desaparecido totalmente y la oposición democrática era excesivamente débil y no estaba arraigada en los despolitizados medios populares. Entre 1936 y 1958, cuando se consolidó un sistema parlamentario, el poder estuvo ocupado por los oficiales del ejército represivo organizado por Gómez. Entre 1936 y 1945 por los generales López Contreras y Medina Angarita. En 1945 se produjo un golpe militar de oficiales jóvenes de Acción Democrática, que dos años más tarde cedieron el poder a Rómulo Gallegos, presidente surgido de un proceso electoral. Pero a los nueve meses, Gallegos, que no quiso doblegarse a los mandatos de los espadones, fue derrocado por éstos. El poder pasó a una Junta militar que a finales de 1952 organizó unas elecciones pero se negó a reconocer la aplastante victoria de los partidos y recurrió de nuevo al cuartelazo, esta vez dirigido por el general Marcos Pérez Jiménez, que se mantuvo en el poder hasta el 23 de enero de 1958, cuando a su vez fue desplazado por un levantamiento popular apoyado por una parte del ejército.
Gómez erradicó el caudillismo rural, pero al no transformar las estructuras socioeconómicas, sino al contrario, provocar una situación que acentuaron subdesarrollo y dependencia, no liquidó las causas de inestabilidad política que permitían la aparición de caudillos. Éstos ya no podían surgir o beneficiarse de las montoneras de los Llanos, pero salían de, y encontraban su clientela entre, las fuerzas represivas, creadas, recordémoslo, para acabar con el caudillismo llanero.


[1] Sobre la ambigüedad del concepto de orden en Venezuela, pero tan corriente en cualquier sociedad, véase G. Carrera Damas, Temas de historia social y de las ideas, UCV, Caracas 1969, p. 170.
[2] Caudillos, aunque sea con otro nombre se han dado en todo el mundo y, naturalmente, en toda la América Latina, desde personajes históricos tan novelados como Pancho Villa o Zapata, hasta héroes de novela tan reales como el coronel Aureliano Buendía. Salvando todas las distancias el caudillismo venezolano presenta algunos rasgos comunes con el argentino: zona ganadera que suministra bandoleros-rebeldes, enfrentamientos entre las provincias y la capital, etc. Pero en la Argentina apenas existían los graves enfrentamientos de castas y, especialmente, se integró antes y más plenamente en el mercado mundial, lo que fue causa y efecto de un mayor orden en el que estaban tan vitalmente interesados la Gran Bretaña como la oligarquía nacional que necesitaban imprescindiblemente que los bandoleros se convirtieran en vaqueros. Venezuela, contrariamente, no se integraría sino hasta bastante más tarde y con un producto, el petróleo, que al no exigir grandes cantidades de mano de obra no necesitaba más allá de un caudillo-dictador que garantizara una mínima tranquilidad interna.
[3] J. Torras Elías, Liberalismo y rebeldía campesina, 1820-1823, Ariel Barcelona 1976, pp. 12, 22 y 13-14.
[4] Véase al respecto —matizando el parecer de Marx y Gramsci—J. Fontana, Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX. Ariel, Barcelona 1975, pp. 99-106. Un ejemplo bastará para evidenciar el subjetivismo de la confusión semántica en el que tan fácilmente se caía y se cae,. El periódico El Patriota de San Cristóbal definía en 1893 “Revolución” como “la última y suprema razón de un pueblo, contra el despotismo que le oprime”; pero atacaba a aquellos que se alzaban contra el caudillo que había derrocado al déspota, calificándolos ya no de revolucionarios sino de criminales. Reproducido en Pensamiento político venezolano del siglo XIX, Presidencia de la República, Caracas 1961, 10 pp. 175-76. Gracias a esta extraordinaria antología, a la que recurriré repetidamente, me ha sido posible redactar este artículo en Barcelona sin fuentes archivísticas de primera mano.
[5] Liberalismo y rebeldía campesina, pp. 30-31. Esta actitud defensiva frente a una modernización que les perjudicaba —lo que indudablemente ayudaría a comprender la actitud de llaneros y campesinos venezolanos— también ha sido señalada por E. J. Hobsbawm, en relación con los bandoleros, “en esos momentos, el deseo de defender la antigua sociedad estable contra la subversión de sus valores, la urgencia por restaurar sus viejas normas, amenazadas o en desintegración, se tornan extraordinariamente vigorosos”. Cf. Bandolerismo social, en H. A. Landsberger (ed.) Rebelión campesina y cambio social, Crítica, Barcelona 1978, p. 201.
[6] F. Florescano e I. Gil Sánchez, La época de las reformas borbónicas y el crecimiento económico, 1750 – 1808. D. Costo Villegas (ed.) Historia general de México. El Colegio de México, México 1976, vol. II, pp. 295-301.
[7] He intentado clarificar esta problemática en El miedo a la revolución. La lucha por la libertad en Venezuela (1777-1830), Tecnos, Madrid, 1979.
[8] En el manifiesto al país que, derrotados, redactaron en Curazao los militares que se habían alzado contra Vargas, afirmaban: “No puede Venezuela gozar de tranquilidad mientras viva en ella el general Páez, porque si manda la convierte en juguete de sus caprichos, y si no manda hace del gobierno un instrumento suyo o ha de conspirar siempre para volver al mando, resultando de que no puede haber ningún sistema estable y seguro”; reproducido en Pensamiento, 12, p. 200.
[9] Son muchos los ejemplos que podrían citarse sobre la restringidísima participación de los venezolanos en la vida política, pero bastará uno: en las elecciones de 1846, según Brito, sólo participaron como electores un 4,7 % de la población total. F. Brito Figueroa, Tiempo de Ezequiel Zamora, OCI. Caracas 1976, pp. 219 y 76-77.
[10] Como ha recordado Carrera Damas (Temas, p. 172), las dictaduras han sido constantemente, “con la violencia como fuente de poder y el miedo por legislación […], de una forma u otra, nuestro más acabado producto constitucional”. Y Rómulo Gallegos (Pensamiento, 14, pp. 538-39) ya había señalado que “las constituciones venezolanas no son respetadas ni por el que manda ni por el mandado porque no se consideran como propias”.
[11] Véase un planteamiento teórico de la interacción entre desarrollo, crisis hacendística y transformaciones sociales en J. Fontana, La quiebra de la monarquía absoluta, Ariel, Barcelona 1971, pp. 24-26.
[12] Cf. el parecer del mismo Páez, Autobiografía, Antártida (Lima) 1960, vol. II, pp. 69-77.
[13] Son muchos los pensadores venezolanos que denunciaron repetidamente los calamitosos resultados sobre una de las principales y más afectadas actividades venezolanas del siglo XIX, la ganadería. Así unos editoriales de P.J. Rojas, titulados Pobre Venezuela y publicados en El Independiente en febrero de 1863; o uno de los artículos de C. Zumeta, sobre Cipriano Castro que publicó en La Semana de New York en septiembre de 1906. Ambos reproducidos en Pensamiento, 8 pp.160-61 y 14, 94.
[14] Este fracaso ayudaría a comprender la actitud pesimista y determinista que irracionalmente adoptaron algunos intelectuales venezolanos para enjuiciar a su sociedad o, más posiblemente, en un intento espurio de justificar gobiernos dictatoriales; Vallenilla Lanz, para introducir el concepto del “gendarme necesario”, se vio obligado a interpretar de una manera peculiar la historia de su país; así, por ejemplo, explicaba el alzamiento de 1846, “Ese debía ser y ese era necesariamente el criterio, la conciencia social de un pueblo semibárbaro y militarizado en que el nómada, el llanero, el beduino, preponderaba por el número y por la fuerza poderosa de su brazo”. Reproducido en Pensamiento, 13, p. 444. Por su parte, Pedro Manuel Arcaya afirmaba, “cesó, pues, en definitiva, el influjo de Bolívar en la cosa pública de Venezuela desde fines de 1829. El alma de las multitudes estaba con Páez, a quien al cabo sometiéronse los demás jefes militares del país y vino a ser así el caudillo por excelencia, el hombre del prestigio máximo, en suma, el señor, el régulo necesario de la sociedad venezolana, cualquiera que fuera el nombre que en el vocabulario de las leyes escritas se quisiera dar a aquel poder suyo, que no debía en realidad sino la naturaleza misma que lo había hecho nacer caudillo, en toda la extensión de la palabra, en un país destinado por las leyes inexorables de la herencia psíquica a someterse a un jefe”. Reproducido en Pensamiento, pp. 1, 514.
[15] Bandidos, Ariel, Barcelona 1976, pp., 111-12.
[16] Ibid., p.10. véase, del mismo autor, Bandolerismo social, pp. 192-213.
[17] Bandidos, pp. 88-89, 42-43 y 106-7. Véase también, Bandolerismo social, p. 196.
[18] Bandidos, pp. 21, 22-24 y 58-59. Hobsbawm señala una cuarta característica (Bandolerismo social, p. 197) que yo no observo en Venezuela, el que raramente los bandoleros entraran en conflicto con la autoridad suprema del país; pero es que en Tierra Firme, como ya he señalado anteriormente, los llaneros se enfrentaron con el poder establecido en Caracas a partir del mismo momento en que la oligarquía intentó controlar la zona ganadera.
[19] Hobsbawm (Bandidos, pp. 89-90) ejemplifica tipos de organización entre los bandoleros chinos o haiduks.
[20] Ibid, p., 103.
[21] Pensamiento, 13 pp. 530-31. El subrayado es mío.
[22] S.J. y B.H. Stein, La herencia colonial de América Latina, Siglo XXI, México 1971, pp. 156 y 160.
[23] F. Díaz Díaz, Caudillos y caciques, El Colegio de México, México 1972, pp. 3-5. Para Díaz la diferencia entre caudillos y caciques estriba en que los primeros tendrían mentalidad urbana, llevarían a cabo una obra de proyección nacional, lucharían por el cambio social, defenderían un programa y se encontrarían en el tránsito de la dominación carismática a la legal, mientras que los caciques tendrían mentalidad rural, llevarían a cabo una obra de proyección regional, lucharían por la defensa del statu quo, defenderían una jacquerie y significarían el tránsito de la dominación carismática a la tradicional.
[24] E. Ruiz García, América Latina hoy, Guadarrama, Madrid 1971, passim.
[25] He intentado una primera aproximación en mi El miedo a la revolución, pero creo que basta recordar que la oligarquía, por ejemplo, fue republicana de 1808 a 1816 y nuevamente a partir de 1820, o que las masas llaneras fueron realistas hasta 1816 y republicanos a partir de esta fecha. En 1900 el erudito positivista Rafael Villavicencio señalaba en su discurso de incorporación a la Academia Nacional de la Historia: “El movimiento separatista de la Metrópoli fue iniciado en 1810 por hombres que pertenecían a la aristocracia de Caracas […mientras que el] pueblo fue casi en su totalidad realista”, cf. Pensamiento, 13 p. 100. Y bien recientemente, José León Tapia ha podido afirmar que Falcón derrotó en Siquisiqui al comandante Nicolás Torrellas, “de los Torrellas realistas, patriotas cuando convino y godos cuando pasó todo”, Por aquí pasó Zamora, Centauro, Caracas 1976, p. 149.
[26] Reproducido en Pensamiento, 13, pp. 439-60, el párrafo transcrito corresponde a la página 457.
[27] Reproducidas ambas en Pensamiento, 12, pp. 39 y 6, 150.
[28] Artículo editorial de La Alborada (Caracas), 4, 28, febrero, 1909.
[29] Violencia rural en Venezuela, 1840-1858; antecedentes socioeconómicos de la guerra federal, Monte Ávila, Caracas, 1977, p. 84.
[30] Violencia rural en Venezuela, p. 87.
[31] Pueden consultarse en Materiales para el estudio de la cuestión agraria en Venezuela, 1800-1830, UCV, Caracas, 1965, pp. 63-92. Véase sobre el tema el esclarecedor trabajo de G. Carrera Damas (primero presentado como Introducción a los Materiales y más tarde publicado por separado), Boves, aspectos socioeconómicos de su acción histórica, Ministerio de Educación, Caracas, 1968, passim.
[32] Véase, Cuerpo de leyes de la República de Colombia, 1821-1827, UCV, Caracas 1961, vol. I, p. 473-77.
[33] Reproducido por F. Brito Figueroa, Historia económica y social de Venezuela, UCV, Caracas, 1966, vol. I, p. 276.
[34] Ibid., 277, menciona un caso paradigmático de principios de 1837; el juez de una parroquia de la Guayana mandó a fijar un botalón para flagelar a los ladrones, produciéndose un motín y el asesinato de la autoridad judicial; los dirigentes de aquél, los hermanos Juan Pablo y Juan Francisco Farfán, devinieron dirigentes de una revuelta antigubernamental que tuvo buen tiempo en jaque a la oligarquía. Pero, por añadidura, los Farfán habían luchado en la guerra, primero bajo Boves y más tarde a las órdenes de Páez, y el segundo de los hermanos había alcanzado el grado de teniente coronel.
[35] Cf. José Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, Piñango, Caracas, 1967, vol. II, p. 187, Cisneros, incorporado al ejército venezolano con el grado de coronel, se especializó en la caza de esclavos fugitivos; posteriormente, a raíz de la gran revuelta popular de 1846, Páez le encargó dirigir la represión contra la fracción de Ezequiel Zamora y los repetidos fracasos del guerrillero realista fueron aprovechados por el Centauro para deshacerse de un peligroso rival (lo mandó fusilar) acusándole de contubernio con los rebeldes; cf. Brito Figueroa, Tiempo, pp. 136-47.
[36] Gil Fortoul, Historia Constitucional, vol. II, p. 184, 188 y 205.
[37] Ibid., pp. 205-8.
[38] Reproducidas ambas en Pensamiento, 13, pp. 94-95. El mismo parecer sustentaba el historiador positivista José Gil Fortoul, Historia Constitucional, vol. II, pp. 190 y ss.
[39] Lógicamente la diferencia entre la información oral y escrita fue perfectamente captada por los coetáneos; como recordó Gil Fortoul (Historia Constitucional, vol. II, p. 269), ni a Soublette ni a Páez les exasperaban las diatribas diarias de la prensa; contrariamente, al primero le preocupaban los poetas callejeros y decía que “las prosas pasaban pronto y se olvidaban, pero que los versitos se gravaban en la memoria como cera virgen”. El mismo Gil Fortoul en la misma obra (vol. II, pp. 18-79) recogió algunas de las expresiones llaneras:
Amigo, no he ío a la guerra
ni siquiera soy sordao
no me diga general
porque yo a naide he robao.

Mientras haiga un General
no compro ni una becerra
porque ellos para robar
de na forman una guerra

Yo conozco generales
hechos a los empujones
a conforme es la manteca
así son los chicharrones.

Cuando un blanco está comiendo
con un blanco en compañía
o el blanco le debe al negro
o es del negro la comía.
[40] Pensamiento, 12, pp. 21-76, los fragmentos reproducidos corresponden a las páginas 22, 25, 26 y 27.
[41] Ibid., 12, pp.- 192-211.
[42] Mathew, Violencia rural, pp. 97-121.
[43] Publicados en El Centinela de la Patria (Caracas), 19, 21,24, 4, 8 y 15 de enero de 1847, y reproducidos en Pensamiento, 9, pp. 56-67.
[44] Tiempo, pp. 95-215.
[45] Ya a principios del siglo XX, Laureano Vallenilla en su Cesarismo Democrático enfatizó que el enfrentamiento político sólo había producido “la aparición del otro caudillo; la sustitución de Páez con Monagas: la alternabilidad del poder personal, que los odios tradicionales hicieron violentas”, reproducido en Pensamiento, 13, p. 452.
[46] Violencia rural, pp. 126 y ss. Sobre rebeliones paecistas véase Brito Figueroa, Tiempo, pp. 235-36 y 240.
[47] Véase al respecto la Introducción de C. Gómez a Materiales para el estudio de la cuestión agraria en Venezuela (1829-1860), UCV, Caracas, 1971 y Brito Figueroa, Tiempo, pp. 257-63. Por su parte Mathews ha recordado que la política agraria en este período, sustentada jurídicamente en la ley del 10 de abril de 1848, si oficialmente se proponía brindarle ingresos al gobierno y estimular la producción agraria, en realidad sirvió para que acumularan grandes extensiones de tierras baldías –sin que llegaran a pagarlas al gobierno– sino que además arrebataron las tierras a indígenas o a pequeños propietarios, La turbulenta década de los Monagas, 1847-1858, Fundación John Boulton, Política y economía en Venezuela, 1810-1976, Caracas, 1976, pp. 118-20. Pero para Brito Figueroa (Tiempo, p. 271) el balance político del período sería positivo teniendo en cuenta amnistía, conmutaciones de penas de muerte impuestas en el período anterior a líderes liberales, derogación de leyes que perjudicaban las clases populares o abolición de la esclavitud.
[48] La guerra federal y sus secuelas, 1859-1869, Fundación John Boulton, Política y economía, pp. 151 y ss. Mathews también ha insistido sobre la aparición de la contradicción de la presencia en el bando federal de propietarios agropecuarios; en La turbulenta década, p. 106, habla de ganaderos grandes y pequeños que desconfiando de la capacidad del gobierno para resolver sus problemas se pasaron al bando federal desde 1859; y en Violencia rural, pp. 163 y ss. menciona pequeños hacendados desesperados por la imposibilidad de cancelar sus deudas con los comerciantes prestamistas.
[49] Según Brito (Tiempo, p. 306) se incorporaron al ejército de Zamora negros cimarrones que abandonaron sus palenques pensando que, algo conseguirían participando en la revuelta. Y Mathews (Violencia rural, p. 167) afirma que el ejército federal fue capaz de asimilar movimientos bien populares de rebeldía, como él de los indios de Guanarito, que no tenían un cariz político –en ningún caso se presentaron como aspirantes al poder-, pero sí una decidida reivindicación social a través de formas muy violentas.
[50] Violencia rural, p. 167 y ss.
[51] Zamora se vio incluso en la necesidad de eliminar éstos. El caso más conocido es el de Martín Espinosa, ejecutado según los historiadores por su independencia e indisciplina o por su excesiva brutalidad. Cabrían, sin embargo, otras posibilidades: que el verdadero delito de Espinosa hubiera sido presentarse como excesivamente radical o que hubiese sido liquidado ante el peligro de que se convirtiese en un competidor del jefe indiscutible.
[52] Véase, por ejemplo, Brito Figueroa, Tiempo, pp. 457 y 467.
[53] Según Brito (ibid., p. 455) la guerra habría ocasionado más de doscientas mil víctimas, lo que vendría a representar un doce por ciento la población venezolana.
[54] Discurso citado por Pedro José Rojas en un editorial de El Independiente y reproducido en Pensamiento, 8, p. 175.
[55] Véase reproducida en Pensamiento, 11, pp. 360-64.
[56] En su extraordinario libro testimonial, José León Tapia recoge la frustración que produjo entre las masas populares la claudicación de sus dirigentes. Al hablar del Tratado dice que a él se llegó “cuando con una guerra ganada negoció Antonio Guzmán Blanco para que al fin Juan Crisóstomo Falcón llegara a la Presidencia, después de tanto pelear para terminar conversando”; señala que Juan Navarrete Romero, oficial zamorista, era la “expresión triste de todo un grupo de venezolanos, que sin una ideología definida trataron de hacer una revolución que se frustró con el pacto”; Por aquí pasó Zamora, pp. 185 y 228.
[57] Reproducida en Pensamiento, 7, pp. 415-18, Rojas planteaba la misma dicotomía, entre orden y desorden, en el onceavo de los artículos que dedicó en El Independiente a rechazar un posible acuerdo entre Falcón y el gobierno; Pensamiento, 8, pp. 40-63.
[58] Reproducida en Pensamiento, 8., pp. 15-19.
[59] Reproducida en Pensamiento, 7, pp. 179-83. El fragmento en la 181.
[60] Citado por L. Alvarado, Historia de la Revolución Federal, Ministerio de Educación, 1956, p. 598.
[61] Reproducida en Pensamiento, 13, pp. 520-38. Los fragmentos citados en 523 y 532-34.
[62] Reproducida en Pensamiento, 11, p. 339.
[63] Reproducida en Pensamiento, 12, p. 602.
[64] Ibid., 13, pp. 439-60, los fragmentos copiados se hallan en 449-451.
[65] Ibid., 13, pp. 100-101.
[66] Por aquí pasó Zamora, pp. 237-39. Los subrayados son míos.
[67] Tiempo, 473. Pero cabe preguntarse si unas soluciones pensadas para sociedades capitalistas materialmente muy avanzadas, habrían tenido aplicaciones concretas en una sociedad tradicional y estancada como la venezolana.
[68] La turbulenta década, pp. 157-58.
[69] Pensamiento, 12, p. 604.
[70] La guerra federal, p. 151.
[71] Pensamiento, 11, pp. 336-42.
[72] Por aquí pasó Zamora, p. 126.
[73] Véase Frankel, La guerra federal, 159-60 y A. Mijares, “La evolución política en Venezuela”, Venezuela Independiente, Fundación Eugenio Mendoza, Caracas, 1962, pp. 123-25.
[74] Véase, por ejemplo, el ya citado discurso de incorporación a la Academia de Rafael Villavicencio, Pensamiento, 13, pp. 88-105.
[75] Reproducida en Pensamiento, 14, pp. 86, 87 y 78.
[76] “El modelo económico del Liberalismo Amarillo. Historia de un fracaso, 1888-1908. Política y economía, p. 240.
[77] Para domesticar caudillos locales, que podían convertirse en sus secuaces, Gómez no utilizó únicamente el dinero. Tapia (Por aquí pasó Zamora, pp. 272-77) narra como los caciques gomecistas de Santa Inés recurrían a toda clase de expedientes, entre ellos el asesinato, para aumentar sus haciendas, eliminando o atemorizando pequeños y medianos propietarios, todo ello, obviamente, con el beneplácito del Dictador.

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