jueves, 8 de mayo de 2014

La Ración del Boa (primera parte: Cap. I al V) por Eloy Guillermo González

La Ración del Boa
(primera parte: Cap. I al V)
Eloy Guillermo González
Caracas, Empresa El Cojo, 1908



Este es importante libro de Eloy Guillermo González, publicado primero en las páginas de la revista “El Cojo Ilustrado” y luego, por la misma empresa, en formato de libro. Por lo álgido de los temas tratados para ese momento fue sepultado entre la múltiple bibliografía. Silenciado hasta el extremo de ser poco conocido. Sus páginas relatan la rapiña de l guerra de independencia. No solamente de parte realista, sino tumben de los patricios en plan de formar nuevas repúblicas (Armando González Segovia).




I
Profunda e inquebrantable vitalidad la de este pis de Venezuela. La sangre de todas sus generaciones ha, materialmente, empapado la tierra; las arcas y los graneros han sido rotos y derribados, pillado el oro y saqueado el grano; las virtudes publicas, escarnecidas, mancilladas en la intemperancia de la sedición y en la beodez del motín: no se sabe en que invernadero trémula la simiente de la virtud privada, cuando ruge el escándalo, resquebrajando toda la fabrica de nuestra existencia social…
Yo pretendo mostrar en estas paginas –con una intención que llamo de Patria–, cuanto ha costado en desastres económicos y en catástrofes morales, el largo, sangriento y complicado movimiento de la independencia nacional; a ver si dentro el alma de mi país palpita la fatalidad suicida de desdeñar la magnitud de la prueba y del sacrificio, para situarse alguna vez, –candorosa o voluntariamente–, en el punto de soportarlos y consumarlos de nuevo…
La lucha armada ha comenzado por 1813 y por la cordillera de los Andes. La fortuna de las batallas ha besado las sienes de aquel brigadier venezolano, Simón Bolívar, aventurero de la libertad y de la guerra, que en diciembre del año doce exclamaba, desde los muros de Cartagena: “Yo soy, granadinos, un hijo de la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en medio de sus ruinas físicas y políticas….”[i]
El afortunado peregrino, bajo cuyo mando ha puesto el congreso de la Nueva Granada, las armas de Cartagena y de la Unión, penetra en Venezuela, por la villa de San Antonio, en marzo de mil ochocientos trece. Su pequeño ejército ha atravesado el Magdalena y el Zulia, ha transitado por los paramos, por las montañas y por los desiertos de la frontera, ha tomado las fortalezas de Tenerife, el Guamal, el Banco y Puerto de Ocaña, ha combatido victoriosamente en Chiriguaná, Alto de la Aguada, San Cayetano y Cúcuta. Manda la vanguardia Girardot, manda la retaguardia José Félix Ribas, Urdaneta es el Mayor, Briceño Méndez el Secretario de la expedición.
Bolívar quiere, desde San Antonio, romper en una violenta cruzada desconcertante, que no tenga su ímpetu sino en las fortalezas de Puerto Cabello y de la Guaira[ii]. El Secretario de Estado de la Unión teme por el éxito de aquella ardorosa empresa y le previene a su conductor que examine antes los recursos con que cuenta y los que puede esperar internado en Venezuela, y vea con que se mantiene ese ejercito[iii]. Bolívar contesta serenamente “que por los medios que el opresor de Caracas ha podido subyugar la Confederación, por esos mismos medios, y con mas seguridad que el, me atrevo a redimir a mi patria”[iv].
Comienza pues, la campaña venezolana: comienza, digamos, la bolivianizacion de la guerra. Con la guerra, la extorsión, la inclemencia, el furor. No bien se dan órdenes para que la vanguardia avance hasta La Grita, ocupando y guarneciendo al Rosario, San Cristóbal y Tariba; no se ha movido aun el general en jefe de su cuartel de Cúcuta, cuando recibe un oficio del Secretario de Estado, lamentando los sentimientos con que el gobierno de la Unión ha sabido la conducta del ejército. El brigadier invasor presenta una serie de excusas y razonamiento que constituyen una requisitoria. “Sin duda, –comienza por decir–, no hay nada mas común y menos evitable que el exceso por parte de tropas Victoriosas que toman al asalto una ciudad abandonada por sus habitantes,…porque, para guardar cada casa habría sido necesaria una escolta y para cada escolta un oficial de honor, que no atendiese a mas que a cuidar de los bienes de nuestros propios enemigos…yo en persona salí a castigar a los soldados que ebrios de gozo, y aun de licor, se desbandaban por todas partes, sin que el mayor rigor los reprimiese, pues V. E. ha de tener presente que la división de Cartagena, de que se componía el mayor numero de los que tomaron esta Villa, no tiene de militar mas que el nombre y el valor, no habiéndola disciplinado su Jefe, que es un paisano, y lo que es peor, protegiéndole sus mas criminales excesos...
“…después de haber hecho un inmenso botín en el Magdalena, que yo procure conservar integro para su justa y ordenada distribución, todavía no se ha logrado repartirles un solo maravedí por defecto de los que quedaron encargados de él. Y así, todo su clamor se dirigía a expresar que lo que ellos mismos no tomaban, jamás se les daba…”
“Habiendo asegurado inmediatamente después de mi entrada en esta Villa los almacenes pertenecientes a los españoles y a sus prófugos, los puse primero bajo la administración del Comisario de guerra, ciudadano Pedro Ibáñez, y luego bajo la del ciudadano José García, para la venta de sus efectos entre los mismos vecinos, como se ha verificado de una gran parte de ellos, cuyo valor monta a 33.306 pesos, y el resto queda aun por venderse, habiendo hecho distribuir anticipadamente a los soldados a 10 pesos en plata, y 40 pesos en efecto a los cabos, 50 a los sargentos y 100 a los oficiales, en calidad de gratificación extraordinaria.
“En cuanto a los bienes, muebles e inmuebles de los enemigos y cómplices, di comisión a los Alcaldes de los partidos para que los embargasen y pusiesen en seguridad, como igualmente esta autorizado el Alcalde de esta villa, ciudadano Ambrosio Almeida, para percibir las multas que se han impuesto a aquellos que merecen esta pena por lo menos”[v].
El coronel Manuel del Castillo, segundo comandante de la expedición, va mandando en jefe de las fuerzas combinadas que se dirigen a La Grita. Desde Tariba, el 3 de abril, expide la orden siguiente a los Alcaldes de San Cristóbal: “El ciudadano Julio Uzcategui tiene orden mía para exigir al vecindario de esa villa, 20 caballos, sea por donativo voluntario, por donativo forzoso, o por vigorosa contribución; y en los mismos términos, 20 frenos y 20 pares de espuelas. UU. como magistrados civiles de esa villa, bajo cargo de responsabilidad, deben hacer efectiva en el día esta exacción, y al efecto lo prevengo a UU. Igualmente han de disponer UU., bajo el mismo cargo, que dentro de segundo día vengan a este Cuartel General sesenta mulas de carga en muy buen estado de servicio, bien aperadas, y provistas de arrieros, al respecto de dos por cada cinco mulas, y un caporal, hombre de razón y de responsabilidad, por cada 20 mulas. Y para la manutención del ejército durante su mansión en este lugar, y sus marchas a las posiciones inmediatas que ocupa el enemigo, harán UU. Venir diariamente raciones de plátano y carne, al respecto de una libra de carne y cuatro plátanos para cada uno, …Advirtiéndoles a todos, como lo hago a UU., que la menor demora, retardación o entorpecimiento, producirá una providencia muy sensible, no solo a los Magistrados, sino a todo el vecindario; y que después de la marcha del ejercito han de seguir haciendo las consignaciones diarias de víveres en los almacenes que quedarán establecidos aquí”[vi].
Y como pasasen los dos días señalados por el segundo de Bolívar y no llegasen los recursos exigidos, apretó la orden a los mismos alcaldes de San Cristóbal, en los siguientes estrechos términos:
“Ya es insoportable la demora que experimento de parte de UU. Si a las cuatro de la tarde de este día no esta en este Cuartel general el dinero y demás objetos que he exigido de ese mal pueblo, responderán UU. Con la confiscación general de sus bienes, y prisión de sus personas, y el lugar será dado al saqueo de las tropas, como lo merece por su perversidad.
“Al mercader Cristóbal Gutiérrez le prevendrán UU. que bajo la misma pena traiga esta misma tarde, o el total de los efectos que tiene ocultos de Mestre, o su valor, de lo que también serán UU. responsables[vii].
Habiendo el ciudadano José Javier Viechi, alcalde ordinario, expuesto razones de fuerza superior, el coronel Castillo repuso: “Esta corriente que mañana vengan las diez y ocho mulas que me dice U. están prontas; …Lo que es necesario é indispensable que estén aquí mañana muy temprano, son veinte reses. U. sáquelas de cualquier parte, y remítalas, en la inteligencia de que habiendo falta en esta remesa, cumplo mi ofrecimiento en el día mismo[viii].
Santander, que hacia sus armas en aquella campaña y venia como Mayor de la vanguardia, avisa a Bolívar, desde Bailadores: “en esta parroquia se han aprehendido algunos trastos de los emigrados, que no valen cosa. Entre ellos, cinco piezas de bayeta y alguna loza fina que he vendido para enterar su producto en la Proveeduría. He hecho embargar las haciendas de don Clemente Molina y don José Chacón, y que administradas, sus productos sean para proveer la tropa. Mañana mando al Hato del primero a sacar ganados y recoger mulas. También he mandado moler 24 fanegas de trigo del español Vilardell, y algunas cañas de Molina… Hiciera también cortar los plátanos de la costa, si fuese obra de uno o dos días”[ix].
Positivamente, era de una flagrante verdad que el brigadier de los ejércitos de Cartagena y de la Unión, libertadores de Venezuela, comenzaba a hacer uso, para independizarnos, –y como lo había prometido–, de los mismos medios de que se había valido Monteverde para subyugarnos.

II
La Nueva Granada no tenía toda ella la fe profunda de aquel reverenciable Camilo Torres, en el éxito de la empresa boliviana. Era, ciertamente, Bolívar un valeroso y ardiente oficial, vibrante de osadía y deslumbrante de concepción audaz y gloriosa; pero era también, acaso el único que sentía aquel fervor y aquella confianza en la fortuna de una empresa que el mismo Congreso granadino intentaba como un ensayo sobre la faja limítrofe de Venezuela.
¿En qué concepto, además, iba a penetrar en país extranjero aquel invasor armado de extranjeras armas? Bolívar mismo había solicitado el auxilio granadino de manera que pareciese un enrolamiento voluntario de caballeros de la libertad, rompiendo la frontera de un país que era su patria, sólo semblante de derecho que le procuraría una excusa moral. Pero era él también quien deseaba tenerse como un general de la Unión, para poseer ante sus mesnadas la fuerza de una autoridad moral necesaria a sofrenarlas, una apelación a recursos y a poder, y una fianza ante la opinión venezolana, de no ser un aventurero temerario, de pecho a cualquiera eventualidad suicida: no toda Venezuela estaba bajo un pacífico dominio de Monteverde: peleaba el Oriente; y protestaba como podía Occidente; y aquel invasor, que buscaba la victoria de sus armas y por ella la libertad de su patria, necesitaba aparecer ante los patriotas provisto de una respetable credencial de derecho.
De aquí las vacilaciones del gobierno de la Unión. Pero mientras él hesitaba, el ejército invasor, diseminado de Cúcuta a La Grita, en verdaderas partidas de merodeo, pasaba por extremas necesidades: era imposible sostenerlo con menos de 25.000 pesos mensuales, y ya para el mes de abril había consumido todos sus fondos: Bolívar había hecho los esfuerzos que él confesaba posibles, para economizar por su parte el producto del botín, respetando hasta un maravedí de los bienes confiscados, depositados en manos de los alcaldes de toda la jurisdicción cucutense. Cincuenta y un mil pesos había producido el pillaje y todo se había consumido en los meses de marzo y abril[x]. “Vamos a aniquilar nuestro propio país, exclamaba Bolívar, vamos a imposibilitarnos para obrar: a quedarnos sin ejército; y a poner en mayor descontento a estos pueblos, que habremos arruinado para mantenernos en una perniciosa inacción”[xi].
Y clamaba por que se le autorizase para obrar hostilmente contra Venezuela, a fin de obtener todos los bienes y evitar todos los males que mencionaba.
Mientras tanto, él sostenía el sistema instaurado, no solamente viviendo de la región que ocupaban sus tropas, sino tomando medidas sobre organización de gobierno en territorio venezolano, discrecionalmente, sin saber si “obtendría la aprobación del ejecutivo de la Unión”[xii], tales como el nombramiento del doctor don Cristóbal Mendoza para gobernador de la provincia de Mérida, provisto de instrucciones que terminaban con la siguiente: “Hallándose la República en una completa disolución, el Gobernador de la provincia está plenamente autorizado para obrar conforme a las circunstancias, sin ceñirse a la letra de las leyes e instituciones, teniendo por único principio y regla de conducta –que la salud del pueblo es la suprema ley”[xiii].
Ante una situación de angustia como la pintada por Bolívar, no era sorprendente que el jefe de la vanguardia, –que lo era accidentalmente Santander–, participase desde La Grita que había comenzado la deserción, por la falta de dinero y de víveres. Desde el 22 de abril, aquella tropa no recibía socorro y frecuentes días se comió sin sal; no había ganado, en las éras se había agotado el arroz, el invierno cobraba los rigores de la estación tropical, la tierra respiraba virulencia, y la peste comenzó a batir sus alas silenciosas y siniestras sobre aquellos desmedrados gitanos libertarios, cuyos flácidos brazos eran inevitables garras de rapiña[xiv].
Bolívar declaraba que, a más tardar para el 7 de mayo, si no se obtenían las sumas necesarias, era “imposible responder de un ejército desmoralizado por la intriga y la sedición y desalentado con la grandeza de los peligros que los facciosos exageraban”[xv].
El gobierno de la Unión replicaba que tenía noticias de que el botín de Cúcuta habría bastado a satisfacer por largo tiempo toda necesidad; Bolívar confesaba que era cierto, pero que en el tumulto y la confusión del asalto se habían robado más de 200.000 pesos, “sin que hubiese estado en su mano impedirlo”, porque los comerciantes y los mercaderes huyeron en el momento mismo que entraban las tropas en la villa, dejando sus almacenes y tiendas abiertas. “Los vecinos que andaban por las calles, y los que desde sus casas observaban la proporción de aprovecharse sin riesgo de los intereses de sus opresores, fueron los primeros en tomar cuanto pudieron. Diseminados mis soldados por las calles persiguiendo a los enemigos fugitivos, encontraban tiendas y casas abiertas ya comenzadas a robar, y era muy difícil, por no decir imposible, impedir que cogiesen cuanto se les presentaba a las manos.
“Inmediatamente hice reunir en un solo almacén todos los objetos apresados para que se vendiesen, y con su producto se han pagado estos dos meses las tropas que yo traje, las que trajeron el Brigadier Ricaurte y el Comandante Girardot, y el batallón del Coronel Castillo, pues a mí no se me han dado fondos para mantener este ejército… En una confusión como la de un combate y las consecuencias que le son anexas, no es posible que haya el orden que se desea, sobre todo en unas tropas acostumbradas a tomar los pueblos del Magdalena, pillarlos e incendiarlos luego, como ha sido la práctica de los soldados de Cartagena…”[xvi].
Por fin, el 27 de abril, el gobierno granadino da la orden para que Bolívar marche a ocupar las provincias de Mérida y Trujillo. Ahora es el General quien se llama a reflexión y propio consejo, aleccionado por las mortificaciones, las reprimendas que ha sufrido, los inconvenientes que ha tenido que vencer, los riesgos de fracaso a que se
ha expuesto. La carencia de dinero es su tormento, el prest, la ración de aquel dragón voraz, que a medida que serpea por los flancos andinos, va engendrando de sí mismo anillos que lo alargan y dilatan su abdomen insaciable. Aquellas provincias que va a invadir, son “países que apenas podrán suministrar víveres para alimentar la tropa, permaneciendo en ellos un mes cuando más, y por consiguiente, nos faltarán los sueldos para el ejército, pues no hay caudales en aquellas provincias, que han aniquilado el terremoto, la guerra y las persecuciones de los enemigos”[xvii].
Proponía, pues, que los gobiernos particulares y el general de la Nueva Granada le suministrasen mensualmente 25.000 pesos, mientras se internaba en la provincia de Caracas, que era la más rica. Estas cantidades serían reintegradas por la República de Venezuela cuando estuviese restablecida, más los intereses que se estipularan con los prestamistas, bajo la garantía del gobierno de la Unión. A este efecto, Bolívar se preparaba a enviar dos comisionados a las provincias del Socorro, Tunja y Cundinamarca, con credenciales e instrucciones. “Luego que lleguemos a Mérida, –proseguía exponiendo–, los soldados me pedirán sus sueldos atrasados, y yo no tendré fondos con qué poder pagarles. Entonces los oficiales mismos aumentarán quizá el descontento de las tropas, atribuyendo al país de Venezuela la falta de prest, que tampoco tendrían aquí si se demorasen más tiempo en el territorio de la Unión”[xviii].
Marcha, pues, contra Venezuela, subyugada por Monteverde, el ejército unido, invasor y libertador de la patria. Son poco menos de 2.000 hombres de Cundinamarca, Tunja, el Socorro, Cartagena y Pamplona, provisto de 22 piezas de artillería, de las cuales ha tomado 8 al enemigo en diversos sucesos; llevan 1.200 saquetes de metralla, 11.600 balas, mil y tantos cartuchos de pólvora, mil cien fusiles, 300 sables, 600 lanzas, 140.000 cartuchos con bala, tres quintales de pólvora en grano, 92 tiendas de campaña, 10 quintales de plomo en pasta y quinientas armas (fusiles, sables, lanzas, escopetas), en composición[xix]. Monteverde se dispone a recibirlo, desde Carache hasta Caracas, con 12.000 soldados.
Las tropas todas de Cundinamarca y algunos soldados de Cartagena van a ser reunidas en la villa de San Cristóbal, para formar la retaguardia que se colocará bajo el mando del coronel José Félix Ribas, a fin de que marche a libertar la provincia de Barinas y se reincorpore luego al ejército, en algún punto de la provincia de Caracas.
Esta división iba encargada, además, de sacar de Barinas ganados, caballos y dinero; mulas y reses de toda clase para vender[xx]. En momentos en que Bolívar tomaba estas disposiciones, recogía en Cúcuta 15.000 pesos, vendiendo el resto del botín y algún cacao de las haciendas embargadas[xxi].

III
Ocupado Trujillo, Bolívar se dirigió a su gobernador, manifestándole que desde el momento en que había llegado a aquella ciudad le había suplicado se sirviese reunirle todas las caballerías que hubiese en el Estado, para el servicio del ejército, así como la recolección de las sumas que el Estado pudiese suministrar para los gastos de la guerra; agregándole que era inconcebible que en el momento en que volvía a dirigírsele, la provincia de Trujillo rehusara hacer los servicios indispensables para conservarle su propia libertad y para salvar el resto de Venezuela. Concluía Bolívar: “Yo protesto a US., que si para mañana no tenemos trescientas caballerías capaces de transportar nuestros bagajes a Guanare, diez mil pesos en plata para pagar las tropas, y el completo de los cien reclutas, consideraré la provincia de Trujillo como país enemigo, y será, en consecuencia, tratado como tal[xxii].
El teniente de aquel gobierno expuso la imposibilidad de llenar funciones que sólo estaba interinamente desempeñando: Bolívar nombró para gobernador provisional al ciudadano Fernando Guillén, encareciéndole que sus primeras obligaciones eran recoger con la mayor eficacia, celo y actividad cuantas mulas y caballos hubiese en el Estado, y dinero para pagar las tropas[xxiii].
El jefe del ejército pasó a Boconó al día siguiente, después de haber fijado una contribución de 10.000 pesos entre los habitantes ricos de la provincia; pero considerando que la forma en que se había procedido a hacerla efectiva no era la más eficaz, dispuso que sería “más fácil la exacción” repartiendo a los que fuesen hacendados cantidades pequeñas, “sin perjuicio de que los que públicamente se conociese tener dinero efectivo, exhibieran sumas mayores”; pero que no debía “dejarse una sola persona sin contribución, aunque fuesen diez pesos[xxiv].
Bolívar siguió adelante, e involuntariamente tuvo que penetrar en Guanare: al llegar al sitio del Vizcucuy (sic. Biscucuy), supo que una avanzada de cien hombres que habían enviado los enemigos, desde Guanare, había contramarchado rápidamente cuando se acercaban los invasores: el general republicano trató de darles alcance con una partida de cazadores y de caballería, pero no lo consiguió sino en la mañana del 1º de julio, en el paso del río. Una violenta carga de caballería le dio el triunfo, de manera que el contrario, sorprendido en la ciudad, se vio obligado a tomar la fuga precipitadamente. “Hemos tomado caudales suficientes, para la reconquista de Venezuela –decía Bolívar–; en la Administración de tabaco hay existentes sobre doscientos mil pesos; y además, hemos hallado porción de almacenes de ropa pertenecientes a los españoles, los que vendidos, producirán muchos miles[xxv].
A la mañana siguiente, Bolívar salió de Guanare y pasó el río Boconó, en dirección de Barinas, “resuelto a atacar a Tíscar”. Su acometida coincidió con la noticia del triunfo de la retaguardia, mandada por Ribas, en Niquitao, lo cual aseguraba la posesión de las provincias de Mérida y Trujillo. El jefe español abandonó a Barinas a la media noche, y desde ella le encargaba Bolívar al comandante de armas de Guanare, Francisco Ponce, que hiciese los mayores esfuerzos por conseguir cuantos caballos se pudiese[xxvi].
El jefe vencedor hizo convocar la municipalidad, los tribunales y notables de Barinas, y les leyó la proclama del congreso granadino a los venezolanos, los documentos que autorizaban la misión libertadora, y un discurso en que, entre otras disposiciones, había éstas: “El Intendente de la provincia, Nicolás Pulido, queda repuesto en su empleo, y está especialmente encargado de la administración de rentas nacionales, y colección de préstamos forzados y donativos voluntarios…” “Los bienes confiscados a los enemigos deben ser administrados provisoriamente por la comisión de secuestros…”[xxvii].
El mayor general Urdaneta recibió órdenes de marchar con una división sobre Araure, a donde debían concurrir Ribas con la retaguardia y Girardot, a su regreso de Nutrias, con la vanguardia, para batir tropas de Monteverde que habían llegado a aquella villa: Bolívar regresó a Guanare. Allí recibió comunicaciones del Gobierno de la Unión, que trasmitió a los Gobernadores de Barinas, Trujillo y Mérida, ordenándole que la renta de los Estados que se fueren libertando no se invirtiese sino en los precisos e indispensables objetos de la guerra, “economizando todo otro gasto que no se dirigía a este fin, disminuyendo el número de los empleados civiles, que quedarán reducidos solamente a aquellos que fueren de absoluta necesidad, y esto sin sueldo por ahora; en la inteligencia de que ningún funcionario público podrá ser pagado hasta que no se concluya la campaña[xxviii].
De seguidas se dirigía Bolívar al Comandante general de la provincia de Barinas, para expresarle que extrañaba bastante que mientras en Guanare se habían hecho más de mil vestidos, en aquella capital apenas se había fabricado un corto número, por lo cual era necesario que se le remitiesen prontamente cuantos fuese posible, “así como el dinero que es preciso exigir de todos los pueblos, para haber de mantener el ejército, que no sé con qué se pagará este mes[xxix].
Urdaneta ocupó a Araure sin resistencia, mientras Girardot iba de Nutrias a reunírsele a marchas forzadas; mientras Ribas derrotaban en los Horcones, y perseguía hasta Cabudare, la división de Oberto, compuesta de mil plazas: eran merideños los soldados vencedores cerca de Barquisimeto.

El mayor general siguió a San Carlos, el 25 de julio con la División del Centro, sin que todavía se le hubiese incorporado ni la retaguardia, ni la vanguardia…
Antes de continuar observando a Bolívar, detengámonos a meditar si era obra del “despilfarro y desbarajuste” que el brigadier Ricaurte denunciaba al Gobierno de la Unión, o si se debía a una previsión del futuro Libertador, aquella incesante, aquella incontenible exacción, aquella insaciable voracidad de dinero, de ganados, de plantaciones, de almacenes, que consumía y consumía desaforadamente el boa invasor, reptando por los caminos todavía ubérrimos de la Colonia venezolana; ansia famélica, gula devastadora, que obligaba a Bolívar a clamar, a intermitencias de veinte y de setenta horas, desde cada campamento, desde cada alto de la invasión, que el ejército perecía de necesidad, que sus cajas estaban exhausta, que la miseria, más temible que el enemigo, le cerraba el paso de la gloria. Sangre torrencial no había, todavía, empapado aquel camino de expoliación desenfrenada: los combates decisivamente libertadores de tres provincias, Mérida, Trujillo y Barinas, los había ganado Ribas con la retaguardia, el primero en Niquitao, el otro en los Horcones. Bolívar le dice al Gobierno, en abril, que el inmenso botín de Cúcuta, –aun después de aquella regalía en que toca diez pesos a cada soldado–, servirá para auxiliar al ejército en la campaña que va a comenzar, y, el 30 del mismo mes, le avisa al gobernador de Pamplona que va a entrar el mes de mayo sin tener fondos con qué sostener su gente, amenazando de una total indigencia, sin poder detenerse y sin poder marchar adelante: veinte días después, desde Mérida, ya multada, envía un destacamento sobre la capital de Barinas, a extraer caudales para la subsistencia del ejército, “que bien los necesita”: justamente un mes después, amenaza a Trujillo con tratarlo como a enemigo, si no le procura recursos con qué socorrer a los libertadores de Venezuela: diez días después aprehende en Guanare “caudales suficientes para la reconquista de Venezuela”, entre ellos, doscientos mil pesos del estanco del tabaco: a los once días confisca los bienes enemigos en Barinas; suprime la mayor parte de los empleados civiles y deja sin sueldo a los restantes, hasta que concluya la guerra; regresa a Guanare a los diez días, a urgir por dinero y vestuarios; llega a Araure, setenta horas
más tarde, y allí declara, antes de seguir a San Carlos detrás de la división de Urdaneta, que “los fondos con que debe ocurrir a los gastos del ejército, se hallan agotados”; que no le queda otro arbitrio para remediar esta necesidad, “que las contribuciones extraordinarias que los fieles hijos de la patria puedan hacer”[xxx].
“Ni el rico, ni el pobre, –dice la orden–, quedará exento de esta contribución, que tan grandes bienes ha de causar a todos; y ninguna causa o pretexto se admitirá al que pretenda excusarse, antes bien, se le apremiará por todos modos a la exhibición de la cantidad que se le haya señalado”. “Yo espero que usted, como amante de la libertad de su país, hará los mayores esfuerzos a fin de lograr el objeto que me propongo, esto es, la recolección de crecidas sumas que puedan bastar para la subsistencia del ejército[xxxi].
Y al día siguiente, puesto el pie sobre tierra de Caracas, nombra para gobernador a don Cristóbal Mendoza, y le dice: “…sobre todo, encarezco a usted la necesidad de la recolección de dinero para el ejército que no puede subsistir sin grandes fondos[xxxii].
Ese mismo día, San Carlos es ocupado victoriosamente: Bolívar ordena en el acto levantar una contribución “que baste para la paga del ejército, arreglada a los caudales de cada uno, pero que no pase de mil pesos, ni baje de diez”. El que no exhiba la cantidad que se le señale, debe ser remitido preso al cuartel general[xxxiii]. Y repite de seguidas: “…especialmente le encargo la recolección del dinero, que es lo que más urge por ahora”.
Estaba sellada la primera etapa libertadora: de Cúcuta hasta San Carlos, dinero, ganados, bestias, mercaderías, plantaciones, nada había bastado al nutrimento del ejército de la Unión

IV

De San Carlos a Caracas estaba señalada la segunda jornada libertadora. Desde aquel campamento, Bolívar despachó una descubierta sobre el enemigo, por el camino de Valencia. El veintinueve de julio, a las diez de la noche, el jefe del ejército recibió aviso de que los enemigos estaban en Tinaquillo, con ánimo y preparativos de marcha sobre los republicanos.
Bolívar movió en el acto una parte de vanguardia y el centro del ejército. Seis horas después, a las seis de la mañana del 30, él mismo se situó en las Palmas, a poca distancia del campo enemigo. Al día siguiente, muy temprano, siguió marcha y a las dos horas recibió aviso de la descubierta de que el español, en número de mil y tantos hombres, le iba al encuentro, hallándose ya en la sabana de los Pegones. Un grupo de cazadores fue lanzado al reto, pero el contrario tocó contramarcha y tomó la vuelta de Tinaquillo. Bolívar dio orden de que cargara la caballería: cuando ésta lo alcanzó, ya estaba formado en batalla en la sabana de los Taguanes. Hubo que hacer alto, para aguardar a la infantería; al llegar ésta, Bolívar dispuso el campo: la infantería debía atacar de frente, mientras que la caballería, –flanqueando por la izquierda del enemigo–, debía cortarlo por la espalda. El ejército español, al sentir el segundo movimiento, comenzó a replegar en orden: durante seis horas sostuvo la retirada, pero al cabo de ellas, ya tenía sobre sus filas a la caballería republicana, y fue forzoso el desorden. Bolívar acometió entonces de firme, dispersándolos y capturándolos. La noche cerró cerca de Tocuyito, en donde acampó Bolívar: muy próximo pernoctaba también Monteverde, quien, ignorante de la derrota de Izquierdo, muerto en la persecución, había llegado con dos compañías de caballería é infantería. Al saber la noticia, Monteverde regresó a Valencia.
Bolívar entró en Tocuyito el 1º de agosto en el medio día. “Desde el instante mismo en que supieron nuestra aproximación los patriotas (los de Valencia), corrieron a presentárseme, llevándome las armas que tenían, o que podían coger, y dándome noticia de la situación en que se hallaba Monteverde”[xxxiv]. Al acercarse Bolívar a Valencia, aquél tomó precipitadamente la ruta de Puerto Cabello, perseguido por una partida al mandato del Comandante Girardot.
Los patriotas penetraron, pues, sin resistencia en la ciudad y dispusieron marcha a Caracas. No bien acampaban en La Victoria, cuando se presentó ante Bolívar una comisión, compuesta de los señores Marqués de Casa León, don Felipe Fermín Paúl, don Vicente José Galguera, el presbítero don Marcos Ribas y don Francisco Iturbe, a manifestarle que en esta capital se habían reunido los empleados principales y los habían diputado a ellos cerca del jefe republicano, “a fin de tratar de un acomodamiento pacífico” sobre las bases de que se les había provisto. Ellas no contienen otro interés que asegurar la vida de los empleados y de los realistas, que temen una revancha de la capitulación de Miranda: Bolívar asegura, en cambio, “que estas capitulaciones serán cumplidas religiosamente, para oprobio del pérfido Monteverde y honor del pueblo americano”[xxxv]. Habían propuesto el arreglo los señores Manuel de Fierro, Luis José Escalona, Francisco de Aramburu, el conde de La Granja, Jerónimo Sanz, Ignacio de Ponte, Antonio Carvallo, Francisco Antonio Carrasco, Juan Bernardo Larrain.
Venía, pues, Bolívar venciendo con su marcha: iba a penetrar en Caracas sin sangre, como penetró en Valencia. Sin embargo, en medio del alborozo del Triunfo, húmeda aún su firma sobre el tratado, aparece en La Victoria el señor Manuel Isidro Osío, enviado por el Alcalde de Villa de Cura, don Gabriel Barrios, a avisar al vencedor que él y los demás Vecinos de aquella ciudad se han pronunciado por la Independencia, y Bolívar al darle las gracias y conferirle el mando provisional, político de aquella villa, le agrega: “…para su gobierno advierto a U. que deberá proceder inmediatamente contra los españoles e isleños de esa jurisdicción, confiscando sus bienes y remitiéndolos a La Victoria…”[xxxvi]. Y antes de marchar a Caracas, al enviar al Teniente coronel de caballería José María Paz del Castillo a Villa de Cura, a encargarse del mando militar, le ordena: “Los bienes de los que prendan serán embargados, con las formalidades necesarias, dándome cuenta para mi determinación”[xxxvii].
El ejército ocupa a Caracas el 8 de agosto de 1813: el gobernador Fierro, a la cabeza de las tropas españolas, ha abandonado la ciudad, “temiendo alguna fermentación peligrosa”, y ha dejado encargado del gobierno a Coto Paúl. Bolívar expide ese día una proclama y un manifiesto, expresando en éste: “…no podremos formar un gobierno estable y permanente, consolidar nuestra independencia, ni cantar victoria, mientras sea indispensable que nuestras armas vencedoras subsistan en continua agitación hasta lograr por entero el triunfo tan deseado: quiero recordároslo con la sinceridad que me es característica, añadiéndoos que si todos, todos, no contribuís efizcamente a tan sagrados fines, cada cual con lo que permitan sus facultades y circunstancias, nuestra lucha puede dilatarse, …pues sin auxilios y socorros nada podrá hacerse, espero que mis conciudadanos franca y generosamente se prestarán gustosos a proporcionarlos, ya por ser uno de sus imprescindibles deberes, ya por no degradarse del alto rango a que la Providencia los ha elevado; y ya por imitar el asombroso ejemplo que la Nueva Granada y todos los pueblos del tránsito a esta Capital han dado en nuestras tropas vencedoras, a las cuales nada les ha faltado para su subsistencia y lucha[xxxviii].
De seguidas explicaba Bolívar los motivos para el nombramiento de funcionarios fiscales, que asegurasen, o como él decía, “lisonjeasen sus clamores”:
 “Ya se han dejado ver los rasgo del patriotismo bien cimentado en los heroicos corazones de muchos ciudadanos, que unos en persona se me han presentado a hacer demostraciones efectivas y entusiasmado… Confieso, sin, embargo, que no todos podrán hacer a su patria presentes tan lisonjeros, y que sobrando a muchos el deseo, les sobrecogerá la pequeñez del exhibo. Conozco muy bien este grave inconveniente, y conozco también que aunque otros no lo tengan lo dificultarán, por no haber persona encargada de esta recaudación. Por tanto, he resuelto nombrar, como nombro, para que ante ellos se haga, a los cuatro corregidores recientemente electos que diaria y nocturnamente se prestarán a cuantos ocurran con sus donativos, sean cuales fueren, pues no está ceñida mi esperanza al solo metálico sonante, sino a cuantos artículos sean necesarios para la guerra……Con todos hablo, ciudadanos: a nadie exceptúo: cualesquiera demostraciones llenarán mis deseos…”
Y volviéndose aún hacia sus propios colaboradores, les decía: “Empleados de todas rentas y estados, a vosotros también se dirigen mis encarecimientos; un año entero gemisteis bajo el feroz tirano yugo español, sin sueldos, oprimidos en oscuras cavernas, etc. No será, pues, extraño partáis vuestra renta con el guerrero soldado que tan noble y generosamente expone el pecho a las balas, por defender vuestra libertad civil. Dentro de los muros de una ciudad provista como esta de cuantos mantenimientos son necesarios, de cualquier modo podéis proporcionar vuestra subsistencia y la de vuestra familia, cubriendo las carnes con telas ordinarias en obsequio de nuestra felicidad futura…”
De allí a dos días anunció en otra proclama que las dilapidaciones del gobierno español habían agotado todos los recursos y reducido a la nada los fondos públicos; y que, en consecuencia, procedería a una reforma, tanto en el número de los empleados, como respecto a sus sueldos, “porque no faltarían ciudadanos virtuosos que se contentasen con lo necesario para su subsistencia”[xxxix].
Como en esta misma proclama lo manifiesta, emprende la campaña sobre el interior, comenzando por el asedio de Puerto Cabello, y ya dueño de esta plaza, toma en consideración que los ingresos de la renta del tabaco se disminuyen sobremanera cada día, a causa de los fraudes que se cometen, bien en ventas clandestinas que algunos particulares hacen del tabaco, bien en la malversación de algunos empleados del mismo ramo, y que ello acontece en momentos en que la patria exige el sacrificio de los bienes de los ciudadanos, para cooperar al sostenimiento del ejército, y decreta que “todo aquel que fuere convencido de haber defraudado los caudales de la renta nacional de tabaco, o vendiéndolo clandestinamente fuera del estanco, o dilapidándolos con robos y manejos ilícitos, será pasado por las armas, y embargados sus bienes, para deducir los gastos y perjuicios que origine”. Las mismas penas imponía y a los conniventes y a los parciales[xl].
Bolívar estuvo dirigiendo personalmente la Guerra en Puerto Cabello y Valencia hasta promedios de octubre del año trece. De allí regresó a Caracas, después de las acciones de Bárbula y las Trincheras.

V
Antes de volver a Caracas, Bolívar reglamenta los sueldos y las raciones de las clases y de los soldados del ejército llamado ya “Libertador de Venezuela”.
Dispones de los sargentos, los cabos y los soldados de cualquier batallón o escuadrón de línea, gocen diariamente de una ración compuesta de un medio real de carne, y un cuartillo del pan que se encuentre en el país donde resida; que reciban también diariamente, en dinero efectivo, un socorro calculado así:
Sargento primero y tambor mayor: 2 ½ reales
Sargento segundo: 2 reales
Cabo primero: 1 ½ reales
Cabo segundo y trompeta de orden: 1 ¼ reales
Soldado, tambor, trompeta y pífano: 1 reales
Y que además, se les provea de un vestuario de paño con las demás piezas de lienzo, zapatos y sombreros, cuyo valor equivaliese a la diferencia entre el valor de la ración y socorro diario, y el haber total, y a cuyo vestuario se asignaría una duración proporcional a su costo. Disponía que cuando por algún motivo las clases y soldados no recibiesen ración, se les diese su equivalente de tres cuartos de real en dinero: igual procedimiento debía adoptarse con quien de hallase en hospital, pero sustrayéndole el socorro para abonar los gastos de estancia. Cuando faltare carne o pan, se abonaría por aquélla medio real; y por éste, un cuarto[xli].
Venido Bolívar a Caracas, hubo, el catorce de octubre de mil ochocientos trece, reunión extraordinaria del cabildo: concurrieron a ella, don Cristóbal Mendoza, gobernador político del Estado; don Juan Antonio Rodríguez Domínguez, juez de policía, Presidente de la Municipalidad; don Vicente y don Jacinto Ibarra, alguaciles mayores; los municipales don Andrés Narvarte, don Marcelino Algain, don Miguel Camacho, don Francisco Ignacio Alvarado Serrano, don José Ventura Santana, don Rafael Escorihuela, y los síndicos don José Ángel de Álamo y don Pedro Pablo Díaz, don Antonio Fernández de León, director general de rentas nacionales; los corregidores don Carlos Machado, don Francisco Talavera, don Ramón García Cádiz, don Vicente López Méndez y el prior del consulado, don Juan Toro.
Todos aquellos señores resolvieron aclamar por unanimidad al ciudadano venezolano, brigadier de la Nueva Granada, Simón Bolívar, por Capitán General de los ejércitos de Venezuela, vivo y efectivo, con todas las preeminencias y prerrogativas de este grado; y antes de separarse, acordaron fijar con caracteres bien inteligibles, en las portadas de todas las municipalidades del distrito, esta inscripción: “Bolívar, Libertador de Venezuela”[xlii].
Empero, para esa fecha, Bolívar no poseía en realidad sino el territorio que ocupaban sus armas: las plazas de Caracas, Valencia y Puerto Cabello; porque el puerto interior y el castillo de San Felipe estaban en poder del enemigo. Había que rehacer la campaña; había que salirse de nuevo de Caracas a reconquistar la república. Antes de marchar, Bolívar expone que las divisiones que van sobre Coro, Guayana y Maracaibo, “(necesitan auxilios para su subsistencia” y deben “disfrutar cuanto poseemos”; y de acuerdo con esta declaración decreta:
1º Los justicias mayores de los pueblos, asociándose con dos vecinos de toda probidad y concepto público, harán y remitirán firmada a la dirección general y a la administración del pueblo o del partido, una lista de los vecinos de su jurisdicción que posean una hacienda, labranza o tienda abierta, de cualquier especie que sea.
2º Formada que sea la lista, procederá el mismo teniente justicia y acompañantes a asignar el soldado o soldados que pueda pagar cada propietario; y como quiera que en la clase de labradores y artesanos habrá algunos que sus rentas no le permitan constituir un pré íntegro, se les asignará la mitad.
3º Se entregará voluntariamente en la administración del pueblo o del partido, con un mes de anticipación, la asignación que se le haya hecho del pré de uno o más soldados, o de la cantidad menor que haya cabido; y de los que no lo hagan, pasará un aviso el administrador a su juez, para que por medidas coactivas se haga satisfacer el impuesto, que será el duplo del que le corresponde, por su morosidad.
4º……………………………………………………….
5º Son comprendidos en este impuesto los sacerdotes, por sus bienes patrimoniales y benefíciales, y también los cuerpos religiosos y colegios, por sus fondos comunes; pero no lo serán los empleados civiles y de Hacienda, por lo que respecta a sus sueldos, a causa de habérseles rebajado a la mitad.
6º……………………………………………………….
7º Los jueces administradores y demás que se estimen negligentes en el cumplimiento de esta ley, serán removidos de sus empleos, y multados pecuniariamente al arbitrio del que conozca de su negligencia[xliii].

íbase, pues, a reemprender la campaña: las siete provincias libertadas en un rapto de fortuna para los patriotas, apenas quedaban, para el honor de las armas republicanas, inscritas en los fastos del denuedo: sólo en realidad era libre la provincia de Cumaná, garantida por el ejército de Mariño. Mérida, Trujillo y Barinas consuman una violenta reacción: Achaguas, Pedraza, Bailadores, ofrecen de nuevo la cerviz a la coyunda. García de Sena conduce una división al occidente y Tomás Montilla otra a los Llanos, para concurrir contra San Fernando y asegurar el territorio de Barinas, a donde irán a auxiliarlos, para proseguir a Bailadores, Campo-Elías, vencedor de Boves en Mosquiteros, y Urdaneta, expedicionario sobre Coro y Maracaibo. Todo quimeras: se aproximaba 1814, y ningún hado, ninguna adversidad, ningún destino misterioso llevaba a la república al desastre: su camino había sido abierto ampliamente hacia el infortunio por los invasores acaudillados por Bolívar: España, fuerte desde el principio, de doce mil soldados, volvía del estupor de la acometida, y tomaba la revancha contra aquel puñado de audaces, que se contentó con abrirse paso impetuosamente, a punta de bayoneta, contra las filas enemigas, sin dejar detrás de sí nada de fuerza material, nada de organización, nada de previsiones que consolidasen la victoria y asegurasen la independencia; no otra cosa que un deslumbramiento fulmíneo de arrojo y de heroísmo; no otra cosa que el pavor de la irrupción, el estrépito del asalto, el aúllo de la venganza, la conminación implacable, la extorsión, el saqueo, la ruina, el desastre adelantado a Boves… Ceballos triunfa en Bobare, en Yaritagua, en Barquisimeto; se reúne a Yánez, y la victoria de Araure, ganada homéricamente por los republicanos, apenas es un tropiezo al raudal de la revancha, que se represa un instante, agolpa su caudal, empuja la resistencia y la rompe inconteniblemente, para desbordarse hasta los valles de Barlovento, en un torrente férvido de venganza y de furor, bajo el semblante de 8.000 llaneros de Bobes, el hegemón del desquite, el hombre-conjunción de todas las fuerzas reactivas que producirán el siniestro.
A Bolívar no se escapan los rumbos ni los orígenes de 1814: en su manifiesto de Carúpano, del mes de septiembre, su pluma guía su confesión: “En vano esfuerzos inauditos han logrado innumerables victorias, compradas al caro precio de la sangre de nuestros heroicos soldados. Un corto número de sucesos por parte de nuestros contrarios ha desplomado el edificio de nuestra gloria…
“Es una estupidez maligna atribuir a los hombres públicos las vicisitudes que el orden de las cosas produce en los Estados, no estando en la esfera de las facultades de un General o magistrado, contener en un momento de turbulencia, de choque y de divergencia de opiniones, el torrente de las pasiones humanas… Y aun cuando graves errores o pasiones violentas en los jefes causen frecuentes perjuicios a la República, estos mismos perjuicios deben, sin embargo, apreciarse con equidad, y buscar su origen en la causa primitiva de todos los infortunios, la fragilidad de nuestra especie…”
“Yo, muy distante de tener la loca presunción de conceptuarme inculpable de la catástrofe de mi patria, sufro al contrario el profundo pesar de caerme el instrumento infausto de sus espantosas miserias; pero soy inocente, porque mi conciencia no ha participado nunca del error voluntario o de la malicia, aunque por otra parte haya obrado mal y sin acierto…”[xliv].
Al Presidente del Congreso granadino comenzaba comunicándole la catástrofe con las siguientes palabras: “La naturaleza de una guerra de exterminio que me fue forzoso sostener en Venezuela para conservar la libertad que le había dado, redujo aquel país a tal desolación que es imposible describir a V. E.[xlv]
Allí en Cartagena estaba el brigadier don Joaquín de Ricaurte, segundo del ejército granadino invasor de Venezuela. La rivalidad, el celo mezquino, el orgullo herido, la tristeza de la gloria ajena, violan en su pluma la discreción y en sus labios el silencio de las primeras complicidades. “El ejército dice en su informe al Congreso de la Nueva Granada, marchó con una general desorganización en todos sus departamentos. El de la administración, que es el gran móvil que concierta los movimientos, afianza la subsistencia, y el que asegura la disciplina, no existió nunca. El ejército debía vivir del país que ocupaba; pero sin un sistema para exigir contribuciones, éstas se arrancaban violentamente, sin medida ni proporción; a los haberes de los contribuyentes, ni a las necesidades del mismo ejército
“…El latrocinio reducido a sistema, la impunidad con que se atacaban las propiedades, sin distinción de los propietarios, y la aplicación del producto de los robos al provecho de algunas familias, fue otro motivo de exasperación para unos pueblos que nos esperaban como libertadores, y que nos veían obrar con más fiereza, más inmoralidad, que nunca lo habían hecho los españoles, ni podían hacerlo los caribes…”
“Por fin, los pueblos que esperaban ver restablecido su sistema representativo, y que con este modo se pusiera a salvo su seguridad y que ven un desgobierno liberal, una porción de dictadores obrando según sus caprichos, una gran disipación de subsistencia y ninguna organización de rentas, soltaron los diques a su furia, y unidos a los pocos restos de los enemigos, formaron masas enormes dispuestas a parecer mil veces antes que someterse a la brutalidad de los soldados indisciplinados, de los jefes inmorales, y de sus satélites, a quienes eran permitidos los desórdenes, los robos, los asesinatos, y cuanto horroriza la naturaleza”[xlvi].
Sí 1814 fue la desastrosa repleción del boa devastador.




[i] Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada, Cartagena de Indias, 15 de Diciembre del 1812.
[ii] Proclama, villa redimida de San Antonio, 10 de marzo de 1813.
[iii] El Secretario de Estado del gobierno de la Unión, Tunja, 20 de marzo de 1813. Valencia.
[iv] Bolívar al Secretario de Estado del gobierno de la Unión, Cúcuta, 8 de abril de 1813. 3º.
[v] Bolívar al Presidente del Poder Ejecutivo, Cúcuta, 6 de abril de 1813.
[vi] Cuartel General en Táchira, a 3 de abril de 1813. Manuel del Castillo.
[vii] Cuartel General en Táchira,g a 5 de abril, año 3º.
[viii] Idem., Idem.
[ix] Bailadores, 24 de abril de 1813. Francisco de Paula Santander.
[x] Bolívar al gobernador del Estado de Pamplona, Cúcuta, 30 de abril de 1813.
[xi] Bolívar al gobernador del Estado de Pamplona, Cúcuta, 30 de abril de 1813.
[xii] Oficio al Encargado del Poder Ejecutivo, San José de Cúcuta, fecha dicha.
[xiii] Instrucciones al señor Cristóbal Mendoza, para pasar a encargarse del gobierno de Mérida, Cúcuta, 28 de abril de 1813.
[xiv] Santander, La Grita, 30 de abril de 1813, a las 8 de la noche.
[xv] Bolívar al Presidente de la Unión, Cúcuta, 3 de mayo de 1813.
[xvi] Al Poder Ejecutivo de la Unión, Cúcuta, 7 de mayo de 1813.
[xvii] Al Poder Ejecutivo de la Unión, Cúcuta, 8 de mayo de 1813.
[xviii] Al Poder Ejecutivo, Cúcuta, 8 de mayo de 1813.
[xix] Estado de armas, pertrechos y útiles del ejército unido. Cúcuta, 9 de mayo de 1813. José Tejada.
[xx] Al Poder Ejecutivo, Cúcuta, 12 de mayo de 1813.
[xxi] Al Poder Ejecutivo, Cúcuta, 12 de mayo de 1813.
[xxii] Al Gobernador de Trujillo, 22 de junio de 1813.
[xxiii] Al ciudadano Fernando Guillén, Trujillo, 25 de junio de 1813.
[xxiv] Al Gobernador de Trujillo, Boconó de Trujillo, 26 de junio de 1813.
[xxv] Al comandante de la retaguardia, Guanare, 2 de junio de 1813.
[xxvi] Al comandante de armas de Guanare, Barinas, 6 de julio de 1813.
[xxvii] Acta de Barinas, de 13 de julio de 1813. –3º J osé Antonio de Porras, escribano de Estado.
[xxviii] Cuartel general en Guanare, a 19 de julio 1813.
[xxix] Cuartel general en Guanare, a 19 julio de 1813.
[xxx] A todos los jueces de la provincia, Araure, 26 de julio de 1813.
[xxxi] A todos los jueces de la provincia, Araure, 26 de julio de 1813.
[xxxii] Al doctor Cristóbal Mendoza, Araure, 27 de julio de 1813.
[xxxiii] A todas las justicias de todos los pueblos del partido capitular de San Carlos, 27 de julio de 1813.
[xxxiv] Bolívar a la comisión político-militar del Supremo Congreso de la Nueva Granada.
[xxxv] Al Gobernador y municipalidad de Caracas, Cuartel General en La Victoria, a 4 de agosto de 1813.
[xxxvi] Cuartel General, La Victoria, 5 de agosto de 1813.
[xxxvii] Idem, idem.
[xxxviii] Caracas, 11 de agosto 1813. Refrendado por el Secretario de Gracia y Justicia, Rafael Mérida.
[xxxix] Cuartel General en Caracas, a 13 de agosto de 1813.
[xl] Decreto de Puerto Cabello, 11 de septiembre de 1813. Refrendando: Antonio Muñoz Tébar, Secretario de Estado y de Hacienda.
[xli] Reglamento sobre sueldos y raciones, Valencia, 10 de octubre de 1813. Refrendado, Antonio Rafael Mendiri, secretario den guerra.
[xlii] Acta de la municipalidad de Caracas, 14 de octubre de 1813. Autentica, Francisco León de Urbina, teniente-secretario.
[xliii] Cuartel general en Caracas, 20 de octubre de 1813. Refrendado, Antonio Muñoz Tébar, secretario de Hacienda.
[xliv] Carúpano, 7 de septiembre de 1814. Manifiesto dado por S. E. el Libertador.
[xlv] Cartagena, 20 de septiembre de 1814. Simón Bolívar.
[xlvi] Cartagena, 9 de octubre de 1814. de la Gaceta Española, de Santa Fe, 1º de agosto de 1816. Joaquín de Ricaurte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario