viernes, 9 de mayo de 2014

La Ración del Boa (segunda parte: Cap. VI al X) Eloy Guillermo González



La Ración del Boa
(segunda parte: Cap. VI al X)

Eloy Guillermo González
Caracas, Empresa El Cojo, 1908

VI
No el oro a raudales; no el pan, cuanto alcanzan las manos rapaces, bastan a aplacar la gula del monstruo insaciable: cuando uno y otro no son posibles, el ejército demanda sangre, lágrimas, amarguras, catástrofes. Toda una catástrofe moral y física, sería necesaria para invertir, –como se declara y se pretende–, los términos de la existencia política y social de un continente geográfico.
Bolívar, aventado por los desastres de mil ochocientos catorce, cae otra vez en tierra del virreinato, en momentos en que Cundinamarca falta a la fe de la unión granadina y favorece, con semejante conducta, al enemigo. El congreso de las provincias unidas, reunido en Tunja, echa mano, –ante la emergencia–, de la audacia, del valor y del fervor del brigadier venezolano, para reducir a obediencia a la provincia disidente. El ejército que manda Urdaneta, más todas las fuerzas disponibles en la Unión, son puestas bajo las órdenes de Bolívar, para que marche contra Santa Fe, a imponer la conciliación o a cumplir la guerra.
El general venezolano que decreta en Trujillo el exterminio de su patria, por exterminar al enemigo, va ahora aleccionado por las funestas consecuencias del furor sanguinario; de manera que, habiendo un oficial de escolta sacrificado inútilmente algunos prisioneros españoles a quienes conducía a presencia del general Urdaneta, Bolívar sabe condenar el crimen y medir la trascendencia y la gravedad de sus efectos. “Los españoles van a tomar este hecho particular, –escribe–, por una medida general, y, por consiguiente, van a tomar todos los partidos desesperados que les dicte su justo despecho. Ninguna promesa, protesta o capitulación será digna de crédito, para unos hombres que han visto cometer el asesinato más violento e ilegal con sus compatriotas que seguían nuestro sistema. Así, nada tienen que esperar de nosotros: ninguna vía les queda para evadirse y escapar de una muerte más o menos cercana, según el concepto que deben formar por las apariencias. Una terrible desesperación les hará ver su salud en su defensa; y para conseguirla, pondrán en juego todos los nortes de su malignidad, poder y energía, de modo que según parece probable, la toma de Santafé por la fuerza debe costarnos un inmenso sacrificio, porque nuestros enemigos van a emplear su fortuna en sostener su partido, y su partido lo van a aumentar con imposturas groseras, suponiéndonos verdugos de todos los hombres, sexos y condiciones. Con su actividad, ellos reunirán millares de hombres, que se opondrán a nuestras operaciones, y de este choque resultará el odio, la crueldad, y quizá una guerra eterna entre Cundinamarca y nuestro Gobierno”[1].
Propuesta así la cuestión, Bolívar insinuaba que no había otra manera de resolverla satisfactoriamente para la patria, sino engrosando sus fuerzas con todos los hombres, armas y caballos que existieran en el país, hasta completar cuatro mil combatientes.
Por fin, el ejército marchó de Tunja, el 1º de diciembre de 1814. Urdaneta lo mandaba en segundo; Miguel Carabaño era el Mayor; Florencio Palacios comandaba toda la infantería; el padre José Félix Blanco iba de vicario general.
Al llegar la primera avanzada de la vanguardia, al mando del coronel Bartolomé Chávez, al puente del Común, un destacamento enemigo que cubría el puesto, trató de impedirle el paso, haciendo fuego y retirándose precipitadamente. Bastó para que Bolívar declarase abiertas las hostilidades, significándole al presidente de la Unión que el gobierno de Cundinamarca aceptaba la guerra y que él se preparaba a hacerla. En el acto lo comunicó también al jefe de la vanguardia: “El gobierno de Santafé ha aceptado la guerra, y se prepara a hacerla. Puede U., pues, hostilizarlo de todos modos. Es preciso que U. reúna cuantos caballos sean posibles, enviando al efecto pequeñas partidas que registren el territorio, y los extraigan de los hatos donde los haya”. (Tocancipá, 5 de diciembre de 1814).
El día 8, Bolívar estaba sobre la capital. La furia asoladora del ánimo, de aquel ejército que va a rescatar pueblos, la dicen los documentos que precedieron al sitio y los que se expidieron hasta la capitulación. El primero es una carta del general para don Juan Jurado. Le dice en ella: “Amigo: como U. es el único que tengo de este nombre en esa ciudad, me tomo la libertad de dirigirle esta carta, para que no se deje alucinar con mentiras y patrañas sobre mi conducta y la de mis tropas; tenga U. un poco de paciencia: ya oirá en cuatro palabras mi historia”.
“Fui nombrado comandante de Puerto Cabello, y teniendo muchos reos que conspiraban contra el castillo y la plaza, como lo lograron después, no los pase por las armas, según debía, para salvar mi país, y no perderlo, como sucedió. Vine a libertar el Magdalena, y tome mas de 200 prisioneros, la mayor parte españoles del regimiento de Albuera: no los pase por las armas, y solo lo hice con un criollo llamado Domínguez, por traidor a su país. Entre en Venezuela y al empezar la campaña solo castigue de muerte a un tal Conde, porque vino de espía a mi campo; y a Rizo porque era nuestro mayor enemigo en Ocaña”.
“De resto, todo el mundo fue perdonado. Que lo diga García Herreros, que está en poder de Valdes, si no es cierto esto. Tíscar nos toma 16 oficiales y hombres decentes y los pasa por las armas en Barinas. Zuazola destruye pueblos enteros al mismo tiempo en Cuman a , por ser patriotas. Antoñanzas degüella 300 prisioneros nuestro en San Juan de los Morros, en la campaña anterior. Boves en los llanos hace prodigios de crueldad, estando yo en Mérida. ¿Sería justo sufrir la guerra a muerte, y no hacerla? La declaro y la llevo a efecto; pero no con todo el rigor que debía.
“Llego a La Victoria, y concedo allí una capitulación que no podían esperar los españoles. Huye el que debía ratificarla; la envío a Monteverde para que la ratificase, y responde que no debieron ni pudieron capitular conmigo. Mientras tanto, él pone en pontones y en bóvedas a todos los patriotas de Puerto Cabello: yo tomo la represalia, y hago lo mismo con los españoles: ofrezco canjear 4.000 por 200 patriotas, protestando pasarlos por las armas, si se sacrifican a los nuestros. No se admite mi oferta, y se pasa por las armas a nuestros prisioneros, a tiempo Boves se acerca a la capital, degollando todos los pueblos del tránsito, sin exceptuar niños ni mujeres. ¿Qué debía yo hacer, sin guarnición en la Guaira, y con cerca de 1.000 españoles en las bóvedas y castillos? ¿Esperaría yo la misma suerte infausta del castillo de Puerto Cabello que destruyó mi patria, y me quitó el honor? Amigo, póngase U. en mi lugar y póngase todo español, y como no lo haga mejor que yo, digo que no son hombres, ni españoles. He aquí mis decantadas crueldades, mi irreligión, y todo lo más que me han hecho el favor de atribuirme los señores que no me conocen, o me conocen mal.
“Contrayéndome ahora al estado actual de Valdes, digo y protesto bajo mi palabra de honor, que ni el Gobierno ha declarado la guerra a muerte, ni yo la he hecho, ni la haré nunca en este país pacífico, donde los españoles se han portado de un modo muy diferente que en Venezuela. El suceso de Jóber y sus compañeros ha sido altamente reprobado por el Gobierno y más aún por mí. Envío a U. ese documento en testimonio de esta verdad. Imágenes U. que siendo mi objeto venir a buscar auxilios en este país, no había de ser yo tan necio, que quisiese chocar con su Gobierno y disgustar la opinión pública, que aborrece la guerra a muerte. Además, U. me conoce, y sabe que yo más generoso que nadie con mis amigos, y con los no me hacen daño; y también sabe que soy terrible con aquellos que me ofenden”.
Mi objeto es ahorrar la sangre humana, y por eso deseo que Valdes entre en negociaciones, que pongan a cubierto esos habitantes de los horrores de un sitio, y de un asalto, que dentro de poco tendré que dar: entonces morirán millares de víctimas inocentes, y no quedará vivo un solo godo o regentista. Nuestras tropas son invencibles, y jamás han atacado que no hayan conseguido la victoria: son las mismas que han vencido en mil partes, y si hubiesen estado en Caracas, Caracas sería libre. La situación de UU. es desesperada: ningún auxilio puede venirles. Santa Marta está ya atacada por nuestros Generales y Oficiales de Venezuela con las tropas de Cartagena, que estaban en inacción por falta de jefes. Popayán no está aún ocupada por los enemigos: las tropas más avanzadas están en Patía a las órdenes de Vicente Parra, y Aimerich está en Pasto, muy tranquilamente. Esto lo sé por documentos que acabo de recibir del Presidente Vallecilla, que vinieron ayer para el Congreso. Boves no tiene ejército, porque en Maturín han derrotado a Morales, su segundo, que llevó todas sus fuerzas contra mí a Barcelona, y aun después de haber triunfado en Aragua, ha sido eternamente deshecho en aquel baluarte de la libertad de Venezuela. UU. no tienen municiones, yo tengo muchas, y espero cuantas quiera de Cartagena, que ha puesto todo a disposición del Congreso para esta guerra. Yo aumentaré mis fuerzas cuanto quiera; las de Valdes se han de disminuir, y con ellas los víveres y el entusiasmo con que han alucinado a esos infelices, que de ningún modo pueden combatir con nuestras tropas, que son comparables, y aun superiores, a las mejores de Napoleón”.
Todavía es tiempo, amigo, de salvarse. Yo soy religioso en mis promesas, y mi gloria la fundo en cumplirlas, porque mi ambición se limita a libertar mi país, y a ser estimado como hombre de bien, de mis coetáneos. Pero si por el contrario, mis tropas y oficiales padecen alguna pérdida por la ciega y loca obstinación de esos habitantes, soldados y Gobierno, yo temo mucho que Santafé sufra una catástrofe espantosa, comparable a lo más horroroso de nuestra presente guerra, en que centenares de pueblos han quedado reducidos a escombros, cenizas, y en fin, a una soledad horrible. No dude U. que la vida o la muerte de los que ahí existen dependen de las determinaciones que tomen sobre admitir todo lo que les ofrecemos, o perder todo lo que nos rehúsan. Nosotros sólo pretendemos la unión fraternal de ese Gobierno con el general, para la cual viene una comisión civil, compuesta de los ciudadanos Camilo Torres, José María Castillo y Baraya. Yo, inmediatamente que entre en Santafé, volveré a salir para Venezuela, sin mezclarme en nada de lo relativo a este país, excepto lo que respecta a los auxilios militares, que necesito para tomar el Occidente de aquella República, cuya capital estará ya ocupada por las tropas de Oriente”[2].
El señor Jurado, al imponerse de la carta antecedente, se quedó sorprendido y consternado.

VII
Por tanto, el señor Jurado, a su vez, correspondió punto por punto a la carta del General, manifestándole que la había recibido apertoria de manos del dictador del Estado ( don Manuel Bernardo Álvarez), junto con el impreso en que se refería la desgraciada ocurrencia con los europeos de Jaipa y Sogamoso.
El señor Jurado quería que el general Bolívar se diese una cuenta exacta de su situación y de influencia, para lo cual le refería que, catorce días después de llegado él a Santafé, había comenzado en esa ciudad la transformación política que a muy luego se había extendido a toda Nueva Granada: que el ex-Virrey Amar lo comisionó, o mejor, lo aventuró a calmar los desórdenes que su apatía y su falta de providencia habían provocado: que cumplió cuanto posible, evitando que se derramase sangre: que, habiéndolo hecho Amar responsable ante el gobierno español, Santafé lo había adoptado espontáneamente en el momento de su transformación, y que a aquella ciudad generosa le debía el pan que comía con nueve de sus hijos caraqueños, gratuitamente: que había sido cuatro años presidente del poder judicial, con toda la buena ventura que podía desear; por último, que había obtenido del gobierno apartarse de los empleos políticos, para evitar las sospechas que pudiera ocasionar su partida de bautismo. Agregaba el señor Jurado que, encargado de la vacuna y de la expedición botánica, sus hijos y sus libros constituían todo su cuidado; que mucho debía a los caraqueños, especialmente al General Bolívar, y, por tanto, sus palabras y sus lágrimas pedían la paz; pero en este punto, el señor Jurado adoptaba un lenguaje y apelaba a reflexiones las menos a propósito con aquel general de 30 años, ensoberbecido por victorias inconcebibles, hijo de la fortuna, impetuoso de valor y de osadía, arrebatado de juventud, irascible de índole. Tenía el señor Jurado consideraciones de la presente guisa: “Los medios de que U. sabe se ha valido el gobierno general, para imitar a éste, ¿son por ventura decorosos y bien intencionados para conciliarse una unión fraternal? A la vez que viene en el ejército una comisión compuesta de ciudadanos tan notables, ¿porqué no hacen proposiciones razonables a este gobierno, para que sin comprometer su decoro, puedan transigir diferencias de tanta consecuencia, convirtiéndose la fuerza y el poder hacia un objeto digno de hombres ilustrados y del genio americano, antes que estrellarse en su propio detrimento? Mientras que el europeo sea obediente al gobierno, y fiel a sus juramentos, debiera gozar los derechos de ciudadanos; ¿y por que se le persigue y sacrifica como a una bestia feroz, sin proceso ni juicio?...”
En realidad, un hombre que previamente presentaba las excusas de su situación, bajo el semblante en que lo hacia el señor Jurado, no estaba moralmente autorizado para llevar aquellas reflexiones, matizadas de consejos y cuasi reprensivas, a un general victorioso, que se estimaba capaz para imponer cláusulas a una ciudad sitiada, menos aun cuando concluía su carta anunciando que la representación nacional deliberaba en aquel momento, sobre la materia[3].
El resultado de esta deliberación lo conoció el general Bolívar, en una nota del dictador Álvarez, en el cual le significaba que Santafé estaba resulta a la defensa, y que, en consecuencia, podía el sitiador proceder del modo que le pareciese mas decoroso a las arma que mandaba. “No dude V. E. que este pueblo se halla en la general resolución de verse sacrificado, antes de entrar en pactos poco honrosos, y que a costa de su sangre inocente defenderá derechos de que se le intenta privar”[4].
Ni esta nota, ni la rara respuesta de Jurado quedaron sin la correspondiente satisfacción. Al dictador decía el sitiador: “Después de haber propuesto una capitulación más honrosa que triunfo, ofreciendo paz, amistad, y una inmunidad absoluta de honor, vida y prosperidad, no me queda otro partido que asaltar esta ciudad en consecuencia de la respuesta de V. E. en que me asegura que sus habitantes están decidido a morir, antes que unirse al cuerpo de sus hermanos que forma la nación de la Nueva Granada.
“V. E. me convida a la guerra, y yo no la rehusó jamás, cuando de mi parte están la justicia y la razón. V. E. quiere hacer parecer a todo ese infeliz pueblo, solo por sostener un partido inicuo, que es el de la división, y aun el de nuestros enemigos comunes: y todos sus habitantes morirán sin duda a manos de nuestros soldados, que tienen orden de no dejarse asesinar por la casas, calles y ventanas, sin pasar al filo de la espada cuantos encuentren en el transito y en el interior de la habitaciones, que según se me ha informado están taladradas, para hacer un fuego alevoso, y tienen además cantidad de armas arrojadizas, para el uso de las mujeres y sacerdotes, a quienes V. E. y sus partidarios han persuadido que yo vengo a destruirlo todo, a violarlo todo, y hasta a profanar impíamente la religión que amo y respeto más que V. E. y sus consejeros, esos sacerdotes fanáticos que bien pronto verán sobre sus cabezas, dirigido por la justicia del cielo”.
“En una palabra, si V. E. no acepta hoy mismo la capitulación que por última vez le ofrezco, prepárese para morir el primero, seguro de que el resto del pueblo le seguirá bien pronto”[5].
No fue menos áspera y amenazante la respuesta del señor Jurado. “He recibido la de U. con mucho dolor, –le decía Bolívar–, porque veo por ella que UU. se obstinan en parecer a manos de nuestros soldados, que tienen orden de asaltar la ciudad, y de no dejar por la espalda un solo habitante de cuantos puedan asesinarlos alevosamente por las calles, casas y ventanasSantafé va a presentar un espectáculo espantoso de desolación y muerte: las casas serán reducidas a cenizas, si por ellas se nos ofende. Llevaré dos mil teas encendidas para reducir a pavesas una ciudad que quiere ser el sepulcro de sus libertadores, y que recibe con oprobios los más ultrajantes al que viene de tan remoto países a romperles las cadenas que sus enemigos quieren imponerle. Estos cobardes, tanto como fanáticos, me llaman irreligioso, y me nombran Nerón: yo seré, pues, su Nerón, ya que me fuerzan a serlo contra los demás vehementes sentimientos de mi corazón, que ama a los hombres, porque son sus hermanos, y a los americanos, porque son sus compañeros de cuna y de infortunios. Mi alma está despedazada con la sola contemplación del terror de ver reducida a la nada una ciudad hermana de Caracas, y madre de algunos libertadores de Venezuela.
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“Usted puede variar este decreto, y si no, es la segunda víctima después del Presidente”.
“Adiós hasta que me vea como su libertador, o su juez”.
El señor Jurado no hallaba manera de remediar aquella situación. “Yo carezco de toda influencia pública, le decía a Bolívar, sin carácter, sin manejos, aislado en mi casa, rodeado de once hijos y de su virtuosa madre: ¿por qué título puedo yo variar la resolución del pueblo y del Gobierno? ¿Y con qué justicia me dice usted que seré la segunda víctima después del Presidente? ¿Son éstas las protestas generosas que ayer me incluyó usted en su carta, para que me formara una justa idea de su carácter? Amigo, vamos claros: si usted quiere la amistad de los hombres de bien y de los pueblos libres, es necesario que mude de rumbo, y emplee en sus intimaciones un lenguaje digno de usted y de nosotros.
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“No estoy revestido de carácter político ni militar: no tengo influencia en el Gobierno: no he tomado parte activa en estas diferencias: soy un hombre pacífico y cargado de familia: sumiso y obediente a la autoridad pública, y he sacrificado mi carrera por el americano. ¿Y a este tal hombre que trata usted de amigo, lo conmina con la muerte, en el tiempo mismo que desea afirmar su carácter justo y generoso?”.
No tuvo esta conducta, ni debía tenerla, el dictador Álvarez: contestó a bolívar su nota, aceptando la guerra.
En consecuencia, la ciudad fue asaltada el 10 de diciembre. El once, los del gobierno de Santafé enviaron un comisionado al general republicano, proponiendo arreglo: el doce se rindieron por capitulación. Era tiempo: como lo había prometido Bolívar, apenas comenzaron a tomar posesión de las primera calles las tropas de la Unión, el terror abrió sus alas fatídicas sobre los habitantes indefensos e  inocentes: la soldadesca acometía, mataba y saqueaba: las puertas de los establecimientos mercantiles eran derribadas y arrasado su interior: era el mismo ejército, maestro y agente de pillaje, que había asolado la cordillera venezolana, el año anterior… El Arzobispo de Santafé, en presencia de la catástrofe, apela a sus recursos espirituales, y expide una pastoral, lanzando el anatema contra aquellas hordas sin piedad. Sometida la ciudad, Bolívar pide estrecha cuenta al diocesano: le dice que no pudiendo el Gobierno vencido sostener la guerra y triunfar, apeló al fanatismo, solicitando y obteniendo del arzobispado aquel edicto del 3 de diciembre, en el cual se denigra del general republicano, se le pinta impío e irreligioso, se le excomulga, y se incluye en la excomunión a todo el ejército. Bolívar exige reparación, por medio de otra pastoral en que se dé de él otra opinión a los ojos de la multitud[6].
El arzobispo, don Juan Bautista Pey de Andrade, el gobernador del Arzobispado, don José Domingo Duquesne, expiden nuevas letras a sus fieles, declarando que se habían equivocado de concepto, “porque el Excelentísimo señor general en jefe don Simón Bolívar ha dado pruebas evidentes de la más noble y sincera conducta, y ha hecho conocer que no sólo resplandecen en su persona todos los talentos políticos y militares, sino también una bondad de ánimo y benevolencia de corazón, en que brilla la clemencia y la humanidad. No se han ejecutado aquí en todo el progreso de la expedición, por sus nobles oficiales y por su generoso y aguerrido ejército libertador, las acciones que se decían; sino que por el contrario, han manifestado toda la moderación y equidad en todos sus procedimientos”[7].
Advertían, en consecuencia, que el general y sus tropas no habían incurrido en la excomunión, y que eran piadosos y religiosos, porque habían asistido a los templos y tratado con mucha urbanidad a los eclesiásticos, al extremo de que los jefes de la iglesia ordenaron cantar un Te Deum en todos los templos de la capital, el domingo 18 de diciembre, a la hora de la misa mayor y con la debida solemnidad.

VIII
Tomada Santafé, la inevitable exacción. Bolívar invoca, como siempre, las graves necesidades de su ejército, las ulteriores operaciones en que debe emplearlo. Declara que ambas circunstancia exigen gastos que las rentas ordinarias del Estado no alcanzaría a cubrir; que urgen los momentos de ponerse en campaña y de cubrir las fronteras más expuestas a peligro. Advierte que el medio elegido para proveer a esta necesidad es el más suave y no duda que el patriotismo de los habitantes de Cundinamarca, la presencia de los eventos dolorosos, el fin laudable que se propone, serán suficientes, –a los ojos de aquellos habitantes–, para que se apresuren a destinar una parte de su fortuna a la salvación del resto.
En consecuencia, dispone nombrar para la colecta del donativo voluntario a los señores Juan Jurado, Luís Eduardo Azuola, Pedro Groot, Ignacio Herrera, Jerónimo Mendoza, Pantaleón Gutiérrez, Ignacio Vargas y Joaquín Vargas Vesga, autorizándolos para nombrar en todos los pueblos de la provincia encargados de igual comisión[8].
Aquellos donativos alcanzan a doscientos mil pesos[9]: con ellos declara el general que ha vestido y pagado la tropa; pero que, nombrado por el gobierno general para expedicionar sobre la provincia de Santa Marta, el haber de su caja militar apenas le alcanzará para llegar a aquella provincia. En vista de esto, opina que debe auxiliársele en lo adelante para los demás gastos de la expedición y manifiesta al gobernador de Cartagena que no halla dificultad para que en ésta se consiga una suma igual o mayor que la referida.
Comprende y declara que Cartagena ha hecho crecidos suministros para la guerra que sostiene, pero insinúa que no ha apelado al recurso extraordinario de un empréstito forzoso y que jamás se les ha exigido nada a los españoles de aquella ciudad. Indicaba que no debía considerarse a dichos españoles como conciudadanos nuestros y que, si hasta entonces se les había permitido vivir, era preciso que pagasen ese beneficio[10].
En este predicamento ordenaba a la autoridad de Cartagena que recabase de los españoles la suma, de grado o por fuerza; que hiciese sacar de sus almacenes paño y las telas necesarias para hacer dos mil vestidos inmediatamente; que los obligasen a pagar la hechura, y que se les diese a entender que todo aquello era una pequeña indemnización del mal que estaban haciendo.
Para animar a estas medidas al gobierno de Cartagena, mostraba lo acontecido en Cundinamarca. Allí se había dado al enemigo un trato despiadado: el antiguo presidente Lozano había visto embargar y pregonar sus bienes, hasta cubrir la cantidad que se le había asignado en el empréstito.
Bolívar marchó a Honda, a donde ya había adelantado la mayor parte de su ejército. Allí le manifestó al gobernador de Antioquia que en la escasez en que se hallaba el erario público, no podía atender con sus fondos a los grandes gastos de una guerra continuada y que era preciso que los pueblos patriotas subviniesen a ellos con donativos voluntarios, tanto más cuanto que Antioquia, por su situación local, tenía menos que temer y había tenido la fortuna de no experimentar los desastres consiguientes a la presencia del enemigo[11].
Hallándose en Mompós, sabe Bolívar, por emigrados de Santhomas, que Boves ha sucumbido y que el ejército patriota de Venezuela ha sido destruido en la acción. El general presenta esta última circunstancia como un peligro inminente de invasión de la Nueva Granada, sobre la cual puede lanzar el enemigo hasta veinte mil soldados, y que el único remedio al próximo conflicto o la sola manera de conjurarlo es adelantarse a él, invadiendo perentoriamente el territorio venezolano. Para este plan, exige que se aumente abundantemente el armamento, mandado comprar a las antillas cuantos fusiles fuere posible; y para obtenerlo, indicaba Bolívar que si las rentas del Estado estaban agotadas, los particulares, los institutos y las iglesias poseían alhajas de valor, de las cuales debía expropiárseles, porque debía “apreciarse en más la existencia de los individuos que una pompa inútil”[12].
Esto lo manifestaba en momentos en que urgía por nuevos recursos para sus tropas, porque había gastado más de nueve mil pesos en vestir y pagar los batallones de Tunja y Mompós, de los que, el último había cerca de nueve meses que no recibía los sueldos debidos y el primero había quedado reducido a doscientos hombres, por deserción a consecuencia de la falta de prest. A estos gastos, con los cuales manifiesta Bolívar que no contaba, había que añadir otros para reponer vestuarios y gorras que se habían perdido en el naufragio de unas balsas que los llevaban; para reintegrar en las encomiendas de correos siete mil pesos tomados de elle para habilitar champanes, y, por último, para afrontar las exigencias de la forzosa inacción del ejército mientras se resolviesen las dificultades de Cartagena, inacción que consumiría los ochenta mil pesos que la comisaría llevaba desde Santafé[13].
Un mes después, el general remitía al gobierno la relación de lo gastado en los meses de diciembre, enero y febrero, a fin de que por ella se observase que la existencia en caja apenas alcanzaría a cubrir el consumo de marzo, puesto que el solo gasto del hospital debía ser excesivo, ya que casi no había soldado ni oficial que no padeciese alguna enfermedad. Encarecía, pues, que si el gobierno no tomaba prontas medidas sobre el dinero, el ejército quedaba expuesto a graves males y a muchas pérdidas, ya de deserción, ya de muertes por la falta de auxilios para las curaciones[14].
Resueltas, por fin, las dificultades de Cartagena, con la comisión que cerca de su gobernador llevó el señor Rafael Revenga, secretario de Bolívar, éste movió su ejército. El catorce de marzo estaba en Sambrano y de este punto se comunicó con el secretario de la guerra, para advertirle cuán enormes eran los gastos de un ejército y cuán inútiles los que había hecho por causa de su inacción: que al reunirse las tropas en el Bajo Magdalena, su presupuesto no sería menor de cuarenta mil pesos mensuales: que no había sacado de Santa Fe sino ochenta y ocho mil y que era de presumir que bien pronto tendrían fin[15].
En efecto, a los cuatro días avisó que ese dinero se había acabado ya, que no le quedaban sino diez y nueve mil pesos y que el presidente del congreso reclamaba diez y seis mil: “yo los enviaré, –le decía Bolívar–, pero esté cierto V. E., que será disuelto el ejército, pues la deserción de granadinos será enorme en cuanto no haya prest”[16].
Pero hasta allí fueron satisfechas las demandas de Bolívar: no solamente se le negaron los auxilios de dinero que solicitaba, sino que, frente a los muros de Cartagena, de nuevo la rivalidad y las intrigas de la política, le opusieron tantas pequeñeces contrarias y tantos inconvenientes mezquinos, que, sin duda, se contaba con su genio irascible y su índole impaciente, para hacerle decir: “Si no se arma y municiona el ejército completamente, y conforme a las órdenes del gobierno general, V. E. que tiene la autoridad de mandarme a ocupar la línea, tendrá también la de nombrar otro jefe, y darme un buque que me lleve a una de las colonias… Debo abandonar un país que no ha recibido de mí más que servicios; pero en donde mi permanencia causaría ya más males que cuantos bienes pudieran producir mis mayores esfuerzos[17].
Marimón cometió la imprudencia de hacerse cargo de aquel rasgo de cólera: aceptó la renuncia de Bolívar y dispuso que se encargase del mando del ejército el oficial de mayor graduación, exceptuando a Santiago Mariño y a Miguel Carabaño, “por exigirlo así el estado de las cosas”[18]. Fue elegido Florencio Palacios.
En vano se reúne en Turbaco, al día siguiente, una junta de guerra, para considerar y decidir que Bolívar no debió ni pudo dimitir el mando sin consultarlo antes, por lo menos, con su Estado Mayor General; que Marimón no era el llamado a decidir sobre el particular; y que el ejército no reconocía otra autoridad que la de su Capitán General, nombrado por el Gobierno de la Nueva Granada[19]. En vano. Continuaron las disensiones, los parlamentos inútiles, la disolución progresiva de las tropas. Bolívar tuvo que abandonar aquel ejército y salir del territorio de la confederación el 9 de mayo de 1815. “El sacrificio del mando, –decía en su nota de despedida–, de mi fortuna de mi gloria futura, no me ha costado esfuerzo alguno… Yo no seré más General: iré a vivir lejos de mis amigos y compatriotas, y no moriré por la patria. Pero habré hecho un nuevo servicio con dar la paz por mi ausencia… Señor: Yo no pido por recompensa de mis servicios, sino el olvido de mis faltas[20].
Bolívar se embarcó para Jamaica el nueve de mayo: exactamente un año después, volveremos a verlo reaparecer sobre las costas de la Margarita.

IX
Bolívar llegó a Haití. Gobernaba Petion, como presidente de la República. El antiguo general de la revolución francesa puso a disposición del novel general de la revolución hispanoamericana, armas y pertrechos con qué tentar de nuevo en tierra firme el azar de las batallas.
El incontenible aventurero de la voluntad patria arriba a la Margarita, en donde el bravo Arismendi lo reconoce por Capitán General de la guerra y de la república. Lo acompaña Brion, el primer almirante de la escuadra independiente.
Celos desgraciados de Mariño por la autoridad suprema y desconfianzas más desgraciadas aún de algunos jefes del Oriente, dan ocasión a los españoles para alcanzar ventajas que ponen en zozobra la expedición republicana. Mac Gregor, a quien sirve de mayor general Soublette, conduce y salva sus restos, desde Ocumare hasta el Oriente, pasando por el centro de los enemigos. Bolívar se sitúa en Barcelona, resuelto a defender allí sus elementos, mientras se provee de gente y transporte suficientes para abrir la campaña. Envía al general Freytes a cumplir esta comisión y urge al general José Tadeo Monagas para que le remita por el momento 200 reses, sin que deje de sostenerlo constantemente con provisiones[21]. Sobre el mismo momento, el general Zaraza le remite 500 reses más[22]. El general Bolívar confiesa que cada día ve aumentar sus recursos y manifiesta al almirante que no haya temor de hacer grandes contratas de armamento y municiones, porque posee tanto ganado como para cubrir puntualmente sus créditos, amén de los tesoros que conducen los granadinos. “Cuantas alhajas y objetos de valor, de oro, plata y piedras preciosas contenían las iglesias de Santafé y varias personas ricas de la capital y las provincias, vienen en el ejército”[23].
Páez guerrea en el Apure, contra Morillo, Latorre y Calzada: del Caño del Rosario le avisa a Bolívar que tiene empotrerados diez mil (10.000) caballos, sin contar los que cargan sus escuadrones para su equipo; a los cuales deben agregarse más de diez mil que hace cuidar en las sabanas con el ejército y dos mil mulas en potrero, prontas para el servicio[24]. Bolívar, que recibió esta comunicación en Angostura, ordena al jefe llanero que le envíe estas dos mil mulas para comprar armas y pertrechos para la campaña[25].
Para el mes de septiembre, Guayana está bajo el dominio de las armas de la república: ambas orillas del Orinoco están libres de enemigos que puedan hostilizar el comercio; por consiguiente, Bolívar declara levantado el bloqueo que desde el 6 de enero había decretado para la costa, dejándolo en vigor en Cumaná, La Guaira y Puerto Cabello[26].
Pero, tomando en consideración que la “excesiva generosidad” con que había tratado a los más celosos partidarios de los españoles, –por sólo el título de americanos–, no había bastado a inspirarles sentimientos dignos de este nombre, adoptó los mismos principios del enemigo para el secuestro y confiscación de bienes y decretó: que todo los bienes y propiedades muebles e inmuebles de cualquier especie, y los créditos, acciones y derechos correspondientes a las personas de uno y otro sexo que habían seguido al enemigo al evacuar éste a Guayana, –o tomado parte activa de un servicio–, quedaban secuestrados y confiscados a favor del Estado; y que desde luego se ponían en arriendo, administración o depósito, según su naturaleza: que no serían comprendidos en las confiscaciones los bienes dótales de la mujer, ni la tercera parte del caudal del marido, la cual se dividiría por partes iguales entre las hijas solteras y los hijos menores de catorce años: que la propiedad debía entenderse en toda la extensión de la palabra, comprendiendo créditos, títulos, derechos y acciones: que todas las haciendas y propiedades de cualquier especie, pertenecientes a los padres capuchinos y demás misioneros que hubiesen hecho voto de pobreza, quedaban igualmente confiscadas a favor del Estado: que todas las propiedades secuestradas o confiscadas por el gobierno español, a los patriotas, serían embargadas y administradas por el Estado, hasta que presentándose sus antiguos dueños o sus herederos, se decidiese si por su conducta posterior no habían desmerecido la protección del gobierno. Para los cargos a que daba lugar este decreto, habrían un administrador general de todas las propiedades confiscadas y secuestradas; dos administradores subalternos, para el alto y el bajo Orinoco, respectivamente; y los administradores particulares que se creyese necesarios. Se nombraría una comisión en cada departamento, para que hiciese un inventario exacto y circunstanciado de todas las haciendas y propiedades que se hallasen en el caso de confiscación y secuestro; comisión que obraría bajo las ordenes inmediatas del administrador del departamento, quien se conformaría a las instrucciones que recibiese del principal. Se fijarían carteles, proviniendo a los vecinos que se reputarían por cómplices de aquellos cuyas propiedades debían ser confiscadas o secuestradas, a todos los que ocultasen muebles, utensilios, mercancía o efecto de cualquier especie, o no diesen noticia de los que los ocultaren o poseyeren: esta disposición era extensiva a los depósitos confidenciales, debitos, arriendos, cuentas de cargo y data, y toda especie de acciones y derechos.
Los infractores de este decreto pagarían el doble del valor de los efectos o derechos en que perjudicaren el Estado. Satisfarían los gatos que ocasionasen por su silencio o por su mala fe, y quedarían sujetos a que observase su conducta, como ciudadanos sospechosos[27].
Declaróse que la republica tenía un derecho positivo e incontrovertible a todos los bienes, raíces, muebles y de cualquiera naturaleza que fuesen, pertenecientes a los españoles europeos y americanos que hubiesen seguido el partido del rey; y que debiendo procederse al secuestro y confiscación de ellos, en Guayana, a favor de erario nacional, creábase y estableciese un Tribunal de secuestro, compuesto de un presidente, dos ministros, un fiscal y un secretario. Fueron nombrados para estos cargos: Zea, que era intendente del ejército; José España y Fernando Serrano, abogados; Luis Peraza y Luis Quintero. Este Tribunal debía conocer sobre los derechos, propiedad y legitimidad de los bienes secuestrables, de acuerdo con el decreto de 3 de septiembre, a las instrucciones que Bolívar se reservaba da por separado y a las leyes, ordenes y disposiciones del régimen español, que no se opusiesen a aquel objeto[28].
Decretaría este tribunal el embargo de las haciendas, casas, muebles, alhajas, animales y demás bienes correspondiente a los españoles europeos y americanos que hubiesen seguido el partido contrario a la republica: haría las declaraciones correspondientes de los bienes que tocasen al erario nacional, con la mayor especificación y claridad, de modo que no pudiere presentarse el menor obstáculo para su enajenación; dispondría que le solicitasen y recogiese todos los documentos que acreditasen deudas, acciones y derechos en favor de los bienes confiscados, para su examen y cobro; elegiría depositarios para los bienes que se embargasen y pediría a todas la cuentas de su administración, haciendo que se entregase el saldos en cajas al Estado. Practicando el inventario de los bienes, papeles y demás que debieran embargarse, se procedería a su avalúo por medio de peritos; se oiría a las partes que alegasen derecho a los bienes embargados, y con audiencia del fiscal se fallaría definitivamente esta demanda, sirviendo de regla que las pruebas convenientes no serían otras que escrituras públicas y documentos fehacientes otorgados antes de la desocupación de la provincia por los españoles; se pondrían en pública subasta los indicados bienes y se rematarían al mejor postor dando los documentos de propiedad correspondientes, para resguardo del rematador. En estos remates debía servir de regla, que ninguna propiedad del Estado podría ser vendida en menos de las dos terceras partes de su valor, cuando no hubiese quien lo diere íntegro; bien que se podría enajenar por la mitad de su precio, si el rematador lo exhibía de contado en dinero y cuando no quedase otro arbitrio ventajoso al Estado.
Aquel tribunal arrendaría y depositaría en persona de las calidades de la ley, –bajo las fianzas y las seguridades correspondientes–, los bienes que no conviniesen o no pudiesen enajenarse por falta de postores; podría estipular plazos para el pago del importe de los bienes rematados, o arrendados, estableciendo el modo y términos en que deberían efectuarse los pagamentos, procurando que los plazos no pasasen de tres o de seis meses cada uno, y que, si era posible, se exhibiese algún dinero de pronto[29].
También expidió Bolívar en aquellos días decreto, reglando las presas que se hicieron sobre el enemigo, por la escuadra de la republica cuando fue evacuada Guayana por aquél; para evitar dudas respecto al numero de partes que correspondían a cada uno de los interesados en las presas, dispuso: que la octava parte de todo el producto de ellas correspondía al almirante Brion; que el resto se dividiría en dos mitades, una para los armadores o propietarios de los buques apresadores, y la otra repartida así: doce porciones al capitán del buque; diez a su segundo; ocho al primer teniente; seis al segundo; cuatro al capitán de presa; cuatro al capitán de voluntarios; seis al medico; cuatro al primer maestre, tres al segundo; cuatro al capitán de armas; tres al maestro carpintero; tres al primer astillero; una y media al despensero; una y media al segundo artillero, una y media al segundo de armas; una y media al segundo carpintero; dos y media al bodeguero; dos al patrón del bote; dos al jefe de timón; dos al cocinero; una y media a los segundo de éste; una y cuarta a los timoneles; una a los gavieros; uno a los marineros; cuatro al escribano; medias a los muchachos; tres a los veleros; tres al práctico; tres cuarta parte a los voluntarios; y otras tres cuartas a los pasajeros[30].
Después de lo cual, recibe Bolívar aviso de Páez, de que ha ocupado a Barinas victoriosamente, –el 14 de agosto–, y doscientas mulas mas, tomados el enemigo, fuera de un inmenso botín de que se apoderaron los llaneros[31].

X
Guayana y el Apure son, en 1817-1818, el granero de la republica. El ejército, como una sierpe de fuego. Ha agostado el occidente; no ha podido meter en el centro su cabeza voraz, y recta por el oriente, rumbo al sur, arideciendo la tierra, a trueque de un abono de sangre a cuyo favor renacerá la prosperidad, rociada por la gloria.
Bolívar es un perpetuo clamor por subsistencia para aquel monstruo, que no se sacia de victimas ni de vituallas. Verdaderamente, es indecible hasta donde montaron las ruinas morales y materiales de esta empresa invalorable; verdaderamente, debió ser tenaz, recia, profunda, la semilla del bien plantado, para vencer el incendio y erguirse bajo el maltrato rudo, brotando entre lo escombros…
Bolívar ordena a Páez que monta a la perfección dos mil (2.000) jinetes; que le reúna quinientas (500) mulas enjalmadas y por lo menos dos mil (2.000) caballos, para remontar el ejercito, sin contar las caballerías de repuesto para el de Apure; que recoja, dos mil (2.000) mulas, para que inmediata, inmediata, inmediatamente, se la remita a Angostura, sin tener cuenta con que sean de particulares, que le acumule, para la primera oportunidad, todos los objetos comerciables, con el objeto de pagar cuatrocientos mil (400.000) pesos con que lo auxiliado el extranjero[32].
A Urdaneta le exige víveres interminablemente, todos los que basten para mantener el ejercito desde Guayana hasta la próxima Legada a los llanos[33].
Bolívar debía escribir, –ocho años más tarde–, que el Mariscal de Ayacucho “era el general del soldado”[34]. Esta expresión pudo aplicarse siempre al mismo Libertador: este dictado y todas sus conquistas de gloria y grandeza las debe a su ejército, y nada le parece bastante para pagarlo largamente. Cinco países devorados por la saña de un ardoroso combate de quince años, muestran la enorme osamenta del festín sanguinario: la guerra de independencia está calificada por el Libertador como un desastre inevitable, en previsión de cuyos espantosos efectos se apresura a asegurar la subsistencia de sus mantenedores. En los días que narramos, Bolívar dispone que todos los bienes raíces é inmuebles que por los términos del decreto y del reglamento de confiscación no puedan enajenarse a beneficio del erario público, sean repartidos y adjudicados a los generales, jefes, oficiales y soldados de la república, con arreglo a la siguiente valuación: general en jefe, veinticinco mil (25.000) pesos; general de división, veinte mil (20.000); general de brigada, quince mil (15.000); coronel, diez mil (10.000); teniente coronel, nueve mil (9.000); mayor, ocho mil (8.000); capitán, seis mil (6.000); teniente, cuatro mil (4.000); subteniente, tres mil (3.000); sargentos primero y segundo, mil (1.000); cabos primero y segundo, setecientos (700); soldado, quinientos (500). Si los bienes que debían repartirse no satisfacían este cómputo, se cubriría el completo con terrenos baldíos. Si el gobierno quería premiar alguna acción distinguida con estos bienes, no se detendrían en consultar ni la graduación del agraciado, ni el valor de la propiedad[35]. Esta ley de repartición de bienes nacionales, la denominaba Bolívar “justa, útil y necesaria”. Por ella firmaba asegurar a los defensores de la patria una fortuna, recompensando sus pérdidas y sus esfuerzos valerosos y haciendo de cada servidor un propietario[36].
Al comunicarla a Páez, ordenándole que hiciese publicar en su ejército con toda la solemnidad de un bando nacional, le anunciaba que una fragata de 22 cañones, partida de Inglaterra, le conducía el valor de más de cuatrocientos mil (400.000) pesos en armas, municiones y vestuarios; pero a la vez le advertía que los inmensos gastos que había hecho para equipar las divisiones, habían agotado sus recursos en Guayana, donde apenas quedaban muy pocas mulas para cubrir los grandes créditos que había contraído[37]. Una semana después, resuelto a reunir al general llanero, ordénale que venga a su encuentro, –en donde quiera que se hallare–, conduciéndole mil (1.000) caballos[38]; y el mismo día advierte al general Zaraza que ha prevenido al comandante general de Caicara (teniente-coronel Venancio Riobueno), para que sin pérdida de un instante recoja en aquellos potreros setecientos (700) caballos y yeguas mansas y se los remita a Cabruta, no debiendo emplear más que quince días en la operación[39].
A poco debía merecer Cedeño, aprehensor de Piar, la recompensa excepcional prevenida en el decreto de repartición: Bolívar dispone que, –como una gracia singular, concedida a los servicios de aquel general–, se le adjudiquen cien (100) yeguas y el resto de su haber íntegro en ganado vacuno de cría, permitiéndole establecer su hacienda en las sabanas del Palmar[40].
Todavía para diciembre, Bolívar permanece en Angostura: ha recibido un oficial enviado por Páez, avisándole que el general Morillo, a la cabeza de tres mil hombres, había ocupado a Apurito el 3 de aquel mes, y que el ejército patriota se hallaba frente a él, –a seis leguas de distancia–, en el sitio de la Concepción; que las avanzadas habían escaramuzado por dos veces, y que no se aguardaba para la batalla general sino respectivos refuerzos. Bolívar temía que siendo verdad lo último, el general español Latorre marchase con su división a unirse a Morillo y alcanzase una victoria funesta a la república.
El jefe de los patriotas, para prevenir todo peligro, y auxiliar a Páez si le era posible, activaba la reunión y organización de un ejército de seis a ocho mil hombres, para ponerse a cubierto de toda desgracia si la suerte le era adversa en el Apure.
Con este objeto, decía que los auxilios que iba a sacar de la provincia de Guayana eran muy abundantes y poderosos, y que los que aguardaba de Cumaná no lo eran menos: para complementar, ordenaba a los generales Zaraza y Monagas que engrosasen también sus fuerzas y que recogiesen cuantos caballos, yeguas y mulas existiesen en los territorios de su mando[41].
Quince días después de esto, él envía a propagar al extranjero su brillante situación, por medio de los agentes de Venezuela en Europa y en los Estados Unidos. Era dueño de ambas orillas del Orinoco: sus armas ocupaban las provincias de Caracas, Cumaná y Barcelona, a excepción de las capitales: caballos, mulas, ganados de todas las especies, estaban en su poder. Confiaba, además, en que, tomada San Fernando, la provincia de Barinas haría bajar sus ricas producciones por el Apure al Orinoco, para la exportación[42].
Así concluía el año XVII. Como los de Italia al de Napoleón, los campos del Apure y Barinas iban a dar al ejército de Bolívar, la abundancia y la gloria.




[1] Al presidente de las provincias unidas de la Nueva Granada, Cuartel general en Tunja, a 29 de noviembre de 1814. Simón Bolívar.
[2] Al señor Juan Jurado. Campo de Techo, a 8 de diciembre de 1814.
[3] Al ciudadano general Simón Bolívar, Santafé, 8 de diciembre de1814. Juan Jurado.
[4] Al Excmo. Señor general en jefe del ejército destinado hacia Santafé. ---8 de diciembre de 1814. Manuel Bernardo Álvarez.
[5] Al Excmo. Señor Presidente de Cundinamarca, Techo, 9 de diciembre de 1814.
[6] A los señores gobernadores del Arzobispado, Santafé, 15 de diciembre de 1814.
[7] Pastoral del 16 de diciembre de 1814, dada en la ciudad de Santafé.
[8] Decreto, Santafé, 17 de diciembre de 1814.
[9] Al gobernador de Cartagena, 17 de enero de 1815.
[10] Idem. Idem.
[11] Al gobernador de Antioquia, Honda, 28 de enero de 1815.
[12] Al secretario de la guerra, Mompós, 17 de febrero de 1815.
[13] Al secretario de la guerra, Mompós, 21 de febrero de 1815.
[14] Idem., Mompós, 6 de marzo de 1815.
[15] Al secretario de la guerra, Sambrano, 14 de marzo de 1815.
[16] Al presidente del congreso, en comisión, Barrancas, 18 de marzo de 1815.
[17] Al presidente del congreso, en comisión, Turbaco, 24 de marzo de 1815.
[18] Al capitán general de los ejércitos de la Unión, Cartagena, 24 de marzo de 1815. J. Marimón.
[19] Acta de la junta de guerra, Turbaco, 25 de marzo de 1815. Pedro R. Chipía, secretario.
[20] Al presidente de las provincias unidas de la Nueva Granada, La Popa, 8 de mayo de 1815.
[21] Al general José T. Monagas, Barcelona, 13 y 16 de enero de 1817.
[22] Al almirante Luís Brion, idem., 17 de enero de 1817.
[23] Idem., idem.
[24] Páez a Bolívar, Caño del Rosario, 18 de febrero de 1817.
[25] Bolívar a Páez, Angostura, 15 de septiembre de 1817.
[26] Fortalezas de la Antigua Guayana, 3 de septiembre de 1817.
[27] Fortaleza de la Antigua Guayana, 3 de septiembre de 1817.
[28] Angostura, 23 de septiembre de 1817.
[29] Angostura, 28 de septiembre de 1817.
[30] Angostura, 29 de septiembre de 1817.
[31] Al general Manuel Cedeño, Angostura, 30 de septiembre de 1817.
[32] Al general J. A. Páez, Angostura, 4 de octubre de 1817.
[33] Al general Urdaneta, Angostura, 5 de octubre de 1817.
[34] Resumen suscinto de la vida del general Sucre. Lima, 1825.
[35] Decreto de repartición de bienes nacionales, Santo Tomás de Angostura, 10 de octubre de 1817.
[36] Al general Pedro Zaraza, Idem., 11 de octubre de 1817.
[37] Al general Páez, Idem., 4 de noviembre de 1817.
[38] Idem., 13 de noviembre de 1817.
[39] Al general Pedro Zaraza, idem, idem.
[40] Al presidente de la comisión de repartición, San Diego, 3 de diciembre de 1817.
[41] Al general Pedro León Torres, Angostura, 19de diciembre de 1817.
[42] Al general Lino de Clemente, Idem., 30 de diciembre de 1817.

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