lunes, 26 de mayo de 2014

Sin mas Patria que la Tierra que Pisaban sus Caballos por Miquel Izard

Sin mas Patria que la Tierra 

que Pisaban sus Caballos


Miquel Izard
Barcelona, Boletín americanista.
 Nº 36, 1988, pp. 169-187.

Quants homes calen per a fer un pais?
Quants paisos per a fer el mon?
Quantes llibertats per a fer la democracia?
Llibertats.
Raimon*



Si tengo por utópico el intento de recuperar el pasado, me malicio que todavía lo es más desentrañar los complejos y entrecruzados sucesos que sacudieron y ensangrentaron Venezuela a principios del siglo 19, enmascarados y escamoteados hasta lo esperpéntico por la Historia Oficial (en adelante HO) mediante un discurso maniqueista y muy simple: unos patriotas angélicos lucharon por la libertad y la independencia enfrentando la enemiga de unos diabólicos realistas; los primeros consiguieron al final la victoria dirigidos por un héroe, Bolívar, que sintetizó personalmente la gesta y debió enfrentarse durante el segundo período con Boves, el antihéroe.
A pesar de lo señalado al principio quizás tendría algún sentido mirar de descifrar el funcionamiento de la sociedad llanera, que fue una de las alternativas resistentes al enorme laboratorio en que convirtieron América los occidentales ensayando poner definitivamente en marcha la sociedad excedentaria o capitalista. Quizás también tendría sentido aprender de sus luchas defendiendo su tierra y su cultura, luchas que alcanzaron un momento álgido desde finales del siglo 18 hasta 1821 y que por ello han sido disfrazadas de guerra por la emancipación.[1]
Las que siguen son unas breves notas poniendo en evidencia el enmascaramiento que he mencionado.

Colonizadores y metropolitanos
Es sabido que el discurso de la HO atribuye la lucha por la independencia latinoamericana a la imperiosa necesidad de deshacerse del insoportable yugo colonial. Pero a la vez -dadas las discrepancias étnicas- los notables criollos querían recordar constantemente que descendían de los conquistadores y necesitaban reiterar una supuesta superioridad de los blancos sobre las demás etnias. La contradicción de rechazo a la Metrópoli pero sacralización de la invasión occidental ya apareció en los primeros ensayos de la HO y es más grotesco –si cabe– en la historiografía supuestamente progresista.
José Manuel Restrepo –la primera edición, provisional, de su obra es de 1827– manifestaba que ante la dificultad de derrotar a los aborígenes, “hombres filantrópicos propusieron desde 1576 que no el fusil y el cañón, sino la dulce y consoladora religión de Jesucristo, con su moral sublime y sus máximas de igualdad evangélica fuera la que civilizara a los indígenas y la que los sacara de sus nativas selvas y de las soledades donde habitaban. Misioneros escogidos por sus virtudes, su celo y desprendimiento debían enseñársela, reduciéndolos al mismo tiempo a la vida social” (II, 190-191).
Larrazábal –su primera edición del Bolívar es de 1865– es todavía más directo, “La raza española de los siglos XV y XVI descubridora, conquistadora y civilizadora de América, era superior a la raza indígena, a los indios descubiertos, conquistados y civilizados por ella” (I, 14-15).
Por su parte, Ricardo Martínez –en un ensayo de puro marxismo de jaculatoria– afirma, “Según los descubrimientos de Morgan puede concluirse que, objetivamente, cualquiera fueran los móviles económicos de los conquistadores, con toda la abominable crueldad de sus normas de colonización, la conquista entrañó un avance social sin precedentes en la historia humana porque, es innegable, que los conquistadores con sus rebaños, con la introducción de nuevos cultivos, el empleo de implementos de hierro, la introducción del idioma español y otros elementos civilizadores establecieron las premisas para el salto histórico de los estadios inferior y medio de la barbarie a la civilización”. E insiste de inmediato, “no obstante los sacrificios y penalidades sufridos por nuestra población indígena la conquista y la colonización significaron un inmenso progreso histórico cuando sometieron al régimen esclavista a los aborígenes quienes se encontraban en condiciones de barbarie y de comunismo primitivo” (23 y 28-29).
Confusiones y dislates similares se dieron cuando se intentó especificar quienes se opusieron a los libertadores, los de 1812 son tachados sin más de realistas, los de 1815 fueron sin lugar a dudas peninsulares llegados en el ejército expedicionario, pero es casi imposible enmascarar que quienes derrotaron a Bolívar en 1814 eran exclusivamente gentes del país y esclavos o miembros de las clases subalternas Teniendo en cuenta que todos los discursos de la HO presentan la independencia como un movimiento popular e igualador, se hace difícil explicar por qué los futuros beneficiarios se obstinaban en oponerse a recibir tales favores. También en este caso los resultados me parecen esperpénticos.
Hay salidas simples como la de Restrepo, liquida la cuestión afirmando que los peninsulares contaban con la plebe anárquica, los ladrones y los esclavos, a los que se ofrecía la libertad y que cometieron “todo linaje de excesos y fueron los más obstinados en la resistencia” (II, 323).
Larrazábal, después de hablar de la superioridad de los españoles, añadía, “pero la raza española del siglo XIX nacida en Europa, no era superior, a la raza española nacida en América”. Tras mencionar a los libertadores dice: “Había castas en América, es cierto; había masas ignorantes y semi-bárbaras: por eso encontró España, entre los americanos, quien defendiese su dominio; por eso también es más grande la obra de nuestros próceres, que emanciparon a América contra la voluntad, en mucha parte, del mismo pueblo emancipado. Pero la barbarie no era sólo de América. En América se desarrollaba un drama interno: los libertadores, es decir, los civilizadores luchan contra los realistas americanos, es decir, contra enceguecidas masas fanáticas de campesinos y habitadores de puebluchos de tierra adentro, es decir, contra la barbarie” (I, 14-15).[2]
Blanco-Fombona –prólogo a las Memorias de Rafael Sevilla firmado en 1916– usó una variante luego muy frecuente, “España no supo entonces [1820], como no sabe ahora, que el mejor soldado de España en América fue la América misma; y que el día, cuando las masas populares del continente, abiertas a la comprensión de sus verdaderos intereses, merced a la constante propaganda de los patriotas, dejó de sostener el edificio colonial, el edificio colonial vino a tierra” (7).
Ramón Díaz Sánchez enfatiza en primer lugar que la clase “verdaderamente nacional” era la popular, puesto que por “razones de casta, de interés y de cultura” los blancos criollos se sentían más solidarios con la Metrópoli. Y en segundo, afirma que esto no se contradice con que las masas permanecieran por más tiempo adictas “a las tradiciones de la institución colonial”, debido a la “ignorancia, las oscuras supersticiones, el peso formidable de la costumbre y ciertas circunstancias locales” (38).

Los primeros engendros del discurso de la HO
He realizado en otro lugar un ensayo de clasificación de los discursos de la HO.[3] Aquí me fijaré en coetáneos a los acontecimientos –dicen narrar lo que vieron– y en los primeros discursos encargados para edificar la mitología patria y el culto a los héroes, ya que posteriormente no se ha hecho gran cosa más que adornarlos o pulirlos. Mencionaré también un par de aportaciones del ensayo materialista, porque dicen dar una interpretación diferente del viejo esquema.
Sorprende la similitud entre los discursos de la HO realistas (en adelante HOR) y patriota (en adelante HOP); casi sólo cambia la distribución de los adjetivos, los que para uno son diabólicos para el otro son angélicos y viceversa.
El realista José Domingo Díaz, tras maravillarse por las afinidades entre notables caraqueños y Emparan, (me malicio tenían en común el proyecto de excedentarización o transición hacia el capitalismo) opinaba que de las “pestilentes” casas consistoriales salió, el 19 de abril, un “contagio” y volvía a sorprenderse de que la oligarquía fuese la directora del proceso (insisto, debería tenerse por la revolución burguesa), así como de que no tuvieran papel alguno “los hombres de las revoluciones, los que nada tienen que perder, los que deben buscar su fortuna en el desorden y los que nada esperan del imperio de las leyes, de la religión y de las costumbres” (73).
Defendiendo su parcialidad cada escritor era capaz de peregrinas manifestaciones: así, Díaz, tras reconocer que en los ejercitas de Boves había un gran número de esclavos, afirma tajantemente que se presentaron de forma voluntaria y que de la misma manera regresaron a las plantaciones y al servicio de los propietarios tras la segunda batalla de la Puerta, pues “Esta conducta, que parece un fenómeno de la sociedad, fue la consecuencia necesaria de los bienes que gozaban en Venezuela, en esa esclavitud que espanta en Europa; porque no la han considerado bajo las leyes españolas en aquellos países, sino bajo el terrible gobierno colonial de los extranjeros. Aquellas leyes que son el modelo de un gobierno paternal, y la expresión de los sentimientos más generosos de un soberano, debieron producir, como produjeron, tan noble y constante adhesión de los esclavos hacia él […] los esclavos de Venezuela no eran aquellos seres degradados que se ven en otros países, y sobre los cuales sus amos tienen aún el derecho de vida. Ellos en su condición eran tan felices cuanto era posible serlo. Sus tareas eran tan moderadas, que un esclavo activo las concluía para las doce del día. El resto de él y todos los de fiesta estaban a su disposición” (353-354).

* * *

Más estrafalario si cabe es el panfleto de Mariano Torrente, encabezado con un cuadro social en el que hablaba del considerable número de esclavos de Venezuela o Buenos Aires, lamentando que “esta clase tan feroz por naturaleza como sumisa y fiel en el estado de dependencia” hubiese perdido “todo respeto a los blancos” desde que se les habían confiado las armas que “debieran servir para mantenerla en la necesaria obediencia”. Mencionaba a continuación curiosas similitudes entre los “indios pastores” de las Pampas del Río de la Plata y del norte de México, “todos ellos robustos, vigorosos, valientes, esforzados, toscos e indomables”, como los llaneros de Venezuela “si bien éstos eran de la clase mezclada y más próxima a la raza africana”. Entre los tres pueblos había “poca diferencia en su barbarie y ferocidad, aunque viven bajo el influjo de las leyes” (l, 63-64).
Iniciaba el tema con una curiosa afirmación: el aborigen era el único grupo étnico que habría podido en realidad reivindicar la independencia; pero matizando de inmediato que España había adquirido sus derechos “por una costosa conquista, sancionados con la introducción de una benéfica religión, con la cesación de las sangrientas guerras civiles en que se destruían unas tribus con otras por el afán de enriquecerse con sus despojos, y de poblar sus harenes con las mujeres rendidas, con la abolición de sacrificios humanos y demás actos de ferocidad i barbarie en contradicción con la moral i con el estado social i fortalecidos finalmente con la sangre española derramada en aquellas playas, i con los infinitos bienes de que fueron portadores los peninsulares con detrimento de su población i ruina de su industria i opulencia” (I, 67-68).
Torrente reconoce la primacía de Caracas, fue “la fragua principal de la insurrección americana”, lo cual atribuye al contagio gálico que Emparan no quiso contener.[4] Usando los mismos calificativos de la HOP, pero invirtiendo los términos, dice de los sucesos del 19 de abril de 1810, “En este día se consumó el atentado más atroz i se pusieron en uso todas las armas de la perfidia, del engaño, de la mala fe, de la traición i de las criminales pasiones” (I, 131-132).
Según Torrente la iniciativa fue sólo de los notables, no contaban con el apoyo de las masas, aquéllos, “llenos de astucia i mui versados en el manejo de la intriga” pusieron en marcha un proceso en el que pudieron tomar parte “todos los hombres perdidos, inmorales i viciosos de aquella sociedad” (I, 135-139).
Ya señaló como una de las causas de la capitulación de Miranda ante Monteverde el pánico de unos y otros por la revuelta de los esclavos, “interesados todos los blancos en reprimir los escesos de la gente de color, se pusieron de acuerdo [...] en hacer una transacción”. Miranda enfrentó nuevas dificultades pues pardos y mulatos se negaron a entregar las armas y se temió pudieran reunirse con los esclavos sublevados. A continuación reconoce que los realistas, concluida la capitulación, se propasaron en la represión haciendo tambalear el restaurado orden colonial (I, 294-309).
También son grotescos los calificativos con que describe el segundo intento independentista, “las mismas furias infernales no eran capaces de concebir un proyecto más atroz, i sólo la clase de los más feroces antropófagos podía encargarse de su ejecución”. Pretendían el “esterminio de la raza española”, y la “dilapidación de todos sus bienes” o se prometieron grados en el ejército a cambio de cabezas de enemigos, siendo necesarias cincuenta para tener derecho a la plaza de capitán (I, 406-423).
Torrente engendró una serie de patrañas sobre los libertadores similares a las que la HOP endilgaría, pongo por caso, a Boves. Así poco después de la entrada de Bolívar en Caracas hubo “un infernal convite que dio el sedicioso Rivas [...] a 35 individuos de su sacrílego partido; uno de los brindis ofrecido por el doctor don Vicente Tejera, fue el de votar cada concurrente la muerte de uno de los detenidos por opiniones: los resultados de este tenebroso conciliábulo fueron la decapitación de 36 realistas en la plaza de la catedral” (l, 415).
Como acabo de decir la descripción de Torrente acerca de Boves y su gente es contrario a la de la HOP. En primer lugar a sus tropas las tiene formadas exclusivamente por llaneros, invencibles por su dominio del caballo y su manejo de la lanza y añade “su modo de vivir semisalvaje hace que no conozcan necesidades ficticias i que satisfagan con la mayor facilidad aquellas más urgentes que les ha impuesto la naturaleza” (I, 416-417). Para atraerlos, el “bizarro” Boves habría prometido “a todos los habitantes de los Llanos sin distinción de castas, clases o estado de libertad [...] premiar sus sacrificios con los bienes de los enemigos del rey”. A Torrente no le escandalizaba el recurso al saqueo pero significaba que “Hai medidas violentas que lo apurado de las circunstancias hace a veces tolerables, ya que no admitan una completa justificación. Tal fue el de haber ofrecido Boves libertad a los esclavos para abrir aquella campaña desoladora”. Y el recurso a la violencia, por parte de las tropas realistas, estaría justificado en venganza por la derivada del decreto patriota de guerra a muerte (I, 418-419).
Porfío, los calificativos son plenamente intercambiables. A finales de 1813 la causa realista estaba casi perdida y “sólo Boves i Morales quedaron en aquel inmenso piélago borrascoso para contener el torrente furioso de la insurrección”. No ahorrándose la retórica más grandilocuente; así, “La más remota posterioridad no podrá dejar de prestar el más ardiente tributo de admiración i respeto hacia unos hombres tan denodados, que lejos de desanimarse con los contrastes, adquirían por cada día nuevo rigor i fuerza; i que sin más ausilios que los dictados de su desesperada posición i los vivos deseos de sellar con su sangre la nobleza de sus sentimientos i la firmeza de sus empeños, dieron a las armas españolas una sólida gloria en el año siguiente” (I, 422-423). Y bueno sería recordar que entre estas armas españolas los blancos peninsulares eran bien excepcionales.
Los epítetos encomiásticos para Boves no cesan a lo largo de la obra: “quien más brilló en este teatro de sangrientos combates fue el bizarro Boves, el cual parecido a un firme escollo entre las tormentas del Océano, sostuvo con pujanza la autoridad real i dio repetidos días de gloria a la monarquía española” (II, 76). La conquista de la capital en julio de 1814 habría sido “la feliz terminación de la brillante campaña de aquel esforzado comandante. Se disiparon totalmente las negras nubes con que había estado ofuscado el hermoso cielo de Caracas; los amantes del orden y de la legitimidad respiraron libremente; el genio de la revolución se sepultó en los espantosos avernos; todos presagiaron un dulce porvenir y se entregaron a las más lisongeras esperanzas” (II, 80). No hay ni una mínima alusión a los hechos de Valencia y dice que en Urica “una sacrílega lanza [...] privó desgraciadamente de la vida al hombre más valiente que se ha visto en América” (II, 83).
Si los llaneros eran valientes españoles los patriotas eran, por supuesto, endiablados sádicos. Sobre una matanza de realistas en Macuto, febrero de 1814, dice Torrente, “este fue un ensayo de fiereza que difícilmente podrá ser copiado aún por los caribes más despiadados. No habiéndose saciado todavía la crueldad de aquellos monstruos se detuvieron a considerar cómo otros Nerones tan horrible espectáculo [...]. ¡Horrible mancha que el curso de los tiempos no podrá borrar jamás! ¡testimonio perenne que hará ver a las futuras edades la sinrazón de la rebeldía de los americanos, su indomable protervia para llevarla a efecto i los execrables medios de que se valieron para fomentarla!” (II, 74).
Torrente defendía reiteradamente a Boves en 1829, cuando ya era impresionante el andamiaje levantado en su contra; decía de los patriotas que no habiendo podido escamotear su distinguido valor, han procurado ajar su reputación presentándolo al mundo como el hombre más feroz que haya producido la España”. Torrente no podía menos de reconocer “que la guerra que Boves se vio precisado a hacer en América no estaba en armonía con los principios observados en Europa”, pero enfatizó que Boves no hizo sino “conformarse con el sistema adoptado por sus contrarios”. Si admitió esclavos en sus filas fue con la intención de devolverlos a sus dueños terminada la campaña y si autorizó el degüello generalizado “fue porque se penetró de que sólo el terror podía salvarle de su amenazada ruina [...]. La apurada situación en que se halló dicho gefe, la obcecación i temeridad del enemigo, sus mismo estravíos i persecuciones fueron finalmente las causas que pudieron hacer escusable un procedimiento tan violento” (II, 83-84).
Nadie osaría negar que los llaneros participaron decididamente en la contienda –por lo menos entre 1813 y 1821– al principio tenidos por realistas y a partir de 1815 por patriotas; como mínimo se han escamoteado no mencionándolos por su nombre. Si la HOP –centrada en los héroes– atribuyó el realismo de la primera etapa a la traición por despecho de Boves, la HOR hace exactamente lo mismo con Páez. Así Torrente intenta explicar que las gentes de la sabana fuesen insurgentes a partir de 1815 debido al chaqueteo exclusivo de éste que habría peleado en las tropas de Boves, a las órdenes directas de Yáñez y conseguido merecidamente el grado de capitán. Pero, tras una discusión con el comandante de San Fernando, “abandonó las banderas del Rey y se declaró su enemigo tan implacable como antes había sido decidido defensor. Arrebatado de la innoble pasión de la venganza, reunió a sus órdenes a todos los descontentos, i formó bien pronto en los Llanos un cuerpo respetable de caballería que asombró al país por las tropelías y crueldades cometidas contra los realistas” (II, 168).
Quisiera insistir en que esta versión es tan novelesca e increíble como la que el mismo Páez dio para justificar su presencia en las llanuras, lo que no empecé su transmisión sin ningún rebozo por parte de la HOP.
A otro nivel, según Torrente, Bolívar se habría creído las acusaciones de traición de José Domingo Díaz vertidas en la Gaceta de Caracas contra Piar; su fusilamiento por orden del Libertador, habría satisfecho a los realistas viendo “purgado de la tierra por mano de los mismos rebeldes al monstruo más despiadado [...] al de más prestigio entre las castas” (II, 355).
Para Torrente la derrota final de los expedicionarios se habría debido única y exclusivamente a la proclamación de la Constitución en la Península; como no da más explicaciones cabría deducir que la despiadada Metrópoli fue castigada por alguna Providencia muy reaccionaria (II, 117). Y para rematar su pomposo discurso finaliza con frase lapidaria. “La América se ha perdido contra la voluntad de la misma América” (II, 607).

* * *

Manuel Palacio Fajardo, decidido partidario de la Independencia escribió sus memorias hacia 1815 (publicadas en 1817) y falleció poco después. Ni conoció el final del proceso ni fue mediatizado por los vencedores, así su obra es una fuente atípica.
Las insinuaciones para rebelarse contra la Metrópoli eran sofocadas de inmediato por la represión inquisitorial que actuaba sobre criollos apáticos adormecidos por la educación española. Pero añade, curiosamente, que el blancaje se quejaba de la desconfianza con que eran mirados a pesar de las reiteradas pruebas de lealtad dadas durante la guerra de Sucesión o durante los ataques británicos. A pesar de los agravios, América habría continuado dependiente a no ser por la invasión napoleónica de la Metrópoli que al apoderarse la de familia real rompió los viejos lazos dinásticos que mantenían unido el imperio colonial a la Corte.
Si esto hubiese sido exactamente así –reconoce Palacio– 1808 habría sido el momento de proclamar la independencia; no ocurrió porque los “americanos eran sinceramente afectos a la madre patria”, las noticias de Europa llegaban desfiguradas y eran contradictorias, “la resistencia de la nación española les parecía tan noble, la situación de la familia real tan dolorosa, tan digna de lástima, que, paralizados por la sorpresa, movidos a compasión, dejaron que se perdiese el momento feliz para obrar” (20).
Luego Palacio mencionaba algo que la HOP suele escamotear, el contraste entre notables criollos españolistas fernandistas, y por lo tanto conservadores, y las autoridades metropolitanas que, salvo el virrey de México, “parecieron dispuestos a prestar fidelidad y obediencia a Bonaparte, de acuerdo con lo que prescribía el decreto firmado por el Consejo de Indias, que ordenaba reconocer las cesiones hechas en Bayona a favor de Bonaparte”, a la vez que se confirmaba en su cargo a autoridades nombradas con anterioridad en la época de Godoy y, por ello, plausiblemente francófilas y liberales. Recuerda Palacio que fueron tan sólo los americanos los que se opusieron a este cambio (20).
Palacio, casi siempre muy claro, explica confusamente el antagonismo entre las juntas americanas y la Regencia, a la que tacha de ilegal, ni explicita la que llama animosidad de las Cortes contra los americanos, ni el sacrificio de los notables de Quito. También dice que “los gobernantes y jefes españoles” al violar capitulaciones, asesinar prisioneros y rechazar cualquier avenencia inclinaron a muchos, hasta este momento indecisos, hacia el secesionismo.
Recuerda así mismo que en la proclama independista de Caracas, de 5 de julio de 1811, el blancaje decidía generosamente olvidar los males, agravios y privaciones “que el derecho funesto de conquista ha causado indistintamente a todos los descendientes de los descubridores, conquistadores y pobladores de estos países”, insistía en que los secesionistas eran única y exclusivamente descendientes de los europeos. Los caraqueños se lamentaban de que la Regencia les declarase a ellos, en estado de rebelión, “a pesar de nuestras protestas, de nuestra moderación, de nuestra generosidad y de la inviolabilidad de nuestros principios”; por añadidura los capitalinos temían que incluso Fernando habría pactado con el Corso, colmando su paciencia y sintiéndose “absueltos de toda sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dijeron sus apoderados o representantes” (42-48).
Menta el desagrado de la mayoría del mantuanaje ante Miranda y su proyecto constitucional, “su influencia en los asuntos públicos fue más temida que deseada” y sólo lo aceptaban, e incluso con reservas, los independentistas radicales. También señala que los protagonistas de los sucesos deseaban la independencia “sin cambiar por completo las viejas instituciones y las antiguas costumbres” (69-70).
Comenta con detalle las dificultades que enfrentó el vacilante congreso reunido en Caracas: el sector inmovilista y no secesionista era considerable; la mayoría de los secesionistas eran federales; el gobierno –“poseso de una especie de apatía”– parecía paralizado; los peninsularistas conspiraban constantemente en Caracas o Valencia; apareció un secesionismo parcial de quienes pretendían crear una nueva provincia con parte de la de Caracas. Una cascada de segregacionismo coincidía con una escalada de intentos de controlar la mayor parcela posible de poder: Cádiz no deseaba perder las colonias, Bogotá no deseaba perder Venezuela, Caracas no deseaba perder Valencia o Maracaibo. Las conspiraciones de uno u otro tipo debieron ser suficientemente preocupantes como para que en Caracas hubiese ejecuciones.
A medida que pasaba el tiempo el gobierno de Caracas enfrentaba nuevos inconvenientes. descrédito del papel moneda; temblor que liquidó parte del ejército en los cuarteles y aprovecharon los sacerdotes para apostrofar a los secesionistas; avance de los “realistas” desde Coro, que no sólo no encontraban resistencia sino que veían engrosar su ejército con cantidad de gente que se enrolaba voluntariamente; crecientes dificultades para mantener el orden en Caracas y disciplina en el ejército; pérdida de Puerto Cabello, que proporcionó a los realistas cantidad de armas y posibilidad de recibir más por vía marítima; ocupación por Monteverde de la región donde se aprovisionaba Caracas (71-80).
La reconquista de Venezuela por los secesionistas provocó que los españoles optaran por desbaratarla y “fraguaron el plan de sembrar en ella el desorden y la destrucción”. La falacia no tiene ni pies ni cabeza: los jefes realistas “resolvieron instigar a los esclavos a rebelarse contra sus dueños”, para lo que enviaron provocadores, no a las plantaciones como era de esperar, sino al interior del país, “hombres desalmados, cubiertos de crímenes y de infamia, tales como Boves, Yáñez, Rosette, Puy y Palomo, los primeros eran españoles, el último era un negro proscrito desde hacía mucho tiempo por ladrón y asesino”. Tampoco se entiende que “al dar la libertad a los esclavos” se formara un ejército “con todos los vagabundos que naturalmente abundaban por hallarse el país en guerra desde hacía tres años”. A los alzados se les prometían las riquezas de los notables (89-90).
Este conjunto de desalmados se habían reunido cerca del Orinoco y de allí avanzaban hacia el norte y se añade la consabida letanía, “la muerte parecía precederles, y señalar su ruta con ríos de sangre [...] desde el Orinoco hasta las cercanías de Caracas no perdonaron a un ser humano, matando a cuantos no querían seguirles”. Gracias al terror llegaron a reunir ocho mil hombres, entre los que habría sólo cincuenta blancos, algunos mezclados, “siendo el resto de ellos esclavos” que “vencían todos los obstáculos que encontraban en su camino por los medios más bárbaros” (90).
Así calificaba Palacio a la gente de Boves, a la vez que debía camuflar la violencia de los patriotas. Bolívar “agobiado de preocupaciones, acechándole los peligros e impulsos del terror, convertido en cólera, en un momento de angustia y desesperación, ordenó la ejecución de los prisioneros; y duele decir que así murieron 800 hombres”. Al saberse la noticia el comandante de Puerto Cabello mandó asesinar a sus prisioneros, lo que, esta vez, atribuía al sadismo (91).
Tras la batalla de La Puerta, mediados de 1814, el gobierno militar de Bolívar “había provocado el descontento y los habitantes de los Llanos se declararon por los realistas”, indignados porque algunos generales, en especial Campo Elías, mandaron ejecutar algunos prisioneros. Así los habitantes del Llano devinieron realistas tras el ajusticiamiento por los patriotas de unos prisioneros que no se explica por qué habían sido detenidos (94).
En otro orden de cosas, es sorprendente que Palacio –testigo de los acontecimientos– ni mencione las cacareadas brutalidades de los realistas con prisioneros civiles en Valencia, ni al paisanaje formando buena parte de los fugitivos de Caracas a Oriente. Dos falacias que engrosarían el martirologio elaborado algo más tarde por la HOP.
Las últimas páginas del Bosquejo forman unas conclusiones generales. Enfatiza que difícilmente se habría iniciado el proceso secesionista de no contar con el apoyo ofrecido por la Gran Bretaña, aunque los sucesos peninsulares lo trastocaron todo. Un ejército que debía invadir Venezuela a las órdenes de Miranda tuvo que desviarse hacia Lisboa para enfrentar las tropas napoleónicas y “El desengaño de los americanos fue muy hondo cuando vieron la actitud del gobierno británico en los conflictos trasatlánticos y les hizo perder mucho de su confianza en el triunfo” (199). A partir de marzo de 1812 quedó bien claro que Inglaterra se había realmente proclamado neutral; provocando que el mismo Palacio fuese enviado a Norteamérica para requerir ayuda –esencialmente armas y oficiales– y si allí no se conseguían, a París. Aquí tuvo éxito y ya “tomadas estaban todas las disposiciones para dar a los americanos la necesaria asistencia, cuando tuvo lugar la batalla de Leipzig que acarreó el total derrumbe de Bonaparte”.
Más adelante Palacio vuelve sobre las motivaciones legales del secesionismo, derivado de lo ocurrido en la Metrópoli desde 1808. Los patriotas americanos, ante la compleja situación monárquica se habrían dejado influir por la proclama de Pedro Cevallos razonando que España podía desconocer las abdicaciones de Bayona, el informe de Jovellanos a la Junta Central alegando el posible derecho de una nación a rebelarse contra el gobierno, el principio de la soberanía del pueblo proclamado por las juntas españolas y, todavía más, el decreto de 15 de octubre de 1809 de la Junta Central declarando a los criollos iguales en derecho a los españoles.
Por añadidura se hablaba de traición de los generales que explicaría las continuadas derrotas de los ejércitos metropolitanos, o de falta de energía del gobierno que incrementaba el desencanto.
Todo ello habría provocado la creación de juntas en las capitales americanas que en absoluto se planteaban romper con “la madre patria”; el secesionismo se habría debido a la incomprensión de la Regencia y a su desbaratada política colonial, lo que en lugar de desanimar a los separatistas “redobló su energía y aumentó su número”.
Palacio termina su ensayo con una afirmación aparentemente crítica: “El retorno de Fernando pudo haber traído el retorno de la paz”. Puesto que la gente estaría cansada de la guerra, los dirigentes se sentían frustrados, la mayoría era todavía apática o indiferente y Fernando sería todavía considerado con devoción. Todo lo habría estropeado que la noticia del retorno de “el Deseado”, la trajese Morillo con un ejército de 10.000 hombres, “los sudamericanos vieron entonces claramente que nada tenían que esperar ni de la nación española ni de su rey. De esta hora arranca la verdadera revolución, y en forma tan resuelta que ya no puede volverse atrás” (203-204).
Quizás la frase se entendiese mejor de tener presente que el ejército de Morillo llegó a Venezuela a mediados de 1815 para restablecer el orden colonial, precisamente tras la ocupación del norte de la colonia por la gente de Boves. Me malicio que los 10.000 llegaron para someter no a los llamados patriotas, sino a los llamados realistas, quienes, sin duda alguna, formarían el grueso de las fuerzas que, supuestamente dirigidas por Páez, dominaron el escenario durante la última etapa de la guerra por la independencia.

* * *

La Historia de Colombia de Guillaume Lallement, político y ensayista francés es bien curiosa, visión filosecesionista muy próxima a la de Palacio Fajardo –demasiadas veces produce la impresión de ser sólo una copia– pero aderezada con eurocentrismos, en algunos casos esperpénticos.[5]
La junta creada en Bogotá en 1810, notoriamente realista, dejó el poder en manos del virrey, después, encarcelado por “inteligencia con los agentes del rey Josef”. Lo que condujo finalmente “a la especie de gobierno democrático menos celoso por la libertad del país que por las prerrogativas de la antigua capital”. Matiza de inmediato que “la aristocracia fue la que hacía la revolución: de modo que a lo menos la obediencia del pueblo no puede considerarse sino como un homenaje a los que tenían la superioridad moral” (85-86). Algo similar habría ocurrido en Caracas, donde el general Miranda “se habría declarado contra el gobierno federativo; y por un inconcebible trastorno de sus principios populares, proponía una aristocracia que hubiera podido merecer la aprobación aún de la misma Metrópoli”. Añade Lallement que, “sin duda Miranda tenía por imposible la educación de la multitud; pero el resentimiento que esta manifestó teniéndose por ultrajada, probó que aquel se había engañado” (89). Y añade que la derrota secesionista de 1812 se habría debido, en parte, a la “traición de los esclavos” (97).
El asesinato de Briceño y demás patriotas en Barinas puso en evidencia que “los españoles adoptaron contra la insurrección criolla el horrible medio de guerra con que habían manchado la defensa de su territorio de Europa contra Napoleón; uso tomado de los caníbales y que no puede adoptar una nación culta sin cubrirse de eterno oprobio”. Dice a continuación que “Bolívar derramó lágrimas por Briceño, su camarada y su amigo, y arrebatado de su dolor juraba vengar sus guerreros sacrificando igual número de prisioneros españoles; pero al momento después desistió de este proyecto de represalias indigno de su carácter. Sólo una vez se le verá obedecer al juramento de su venganza y será disculpado por la necesidad de salvar su ejército” (115). Lo que evidencia el muy superficial conocimiento que Lallement tenía de los acontecimientos.
Los secesionistas habrían abolido la esclavitud, “sin que por eso se promoviese la explosión de aquella turba que no conoce sino el puñal cuando se halla sin cadenas”, medida que afectó de golpe a setenta mil africanos “a quienes la antigua política había marcado ignominiosamente” (123). Añade, la Provincia “encerraba un considerable número de vagabundos que venían de todas partes buscando su impunidad a la sombra de las calamidades públicas”; además, “Varios agentes españoles se esparcieron secretamente en la provincia ofreciendo a los unos una entera libertad [que según él, como acabamos de ver, ya les habrían concedido los separatistas] y a los otros asilo y protección [no especifica frente a quien]; y a todos presentaban armas, siendo la única condición que les imponían la carnicería de los patriotas”. Tarea en la que habría sobresalido Boves, del que, tras endilgarle los consabidos adjetivos, dice fue, “el más terrible aunque el más indigno adversario de Bolívar”; afirma de él y demás jefes realistas, “los medios de que se valieron y la conducta de estos facinerosos no encuentra comparación sino en la primera conquista del Nuevo Mundo por los españoles; con sólo la diferencia que los del día no tenían por excusa la necesidad de batirse con antropófagos” (123-124). Si nos remontamos al primer apartado de este trabajo veremos que la historia, comparada o no, es un juego de disparates en el que todas las combinaciones son posibles.
Por ello llama la atención que tampoco Lallement mencione la inaudita violencia de Valencia o la huida a Oriente.
La mayoría no escuchaba o se oponía al proyecto secesionista porque era “un pueblo voluble y flojo que recibía indiferentemente la libertad o la esclavitud, que va al combate espantado del ruido de sus cadenas, pero que se tiene por feliz de volver a ellas cuando así logra que le dejen en ocioso descanso”. Por supuesto no pensó preguntarse el por qué de ello y recurrió al fácil y socorrido expediente de atribuirlo al fatalismo étnico: “Para explicar la apatía de la población bastarda, es preciso recordar los elementos de que estaba compuesta. El papel que hacían los indios era enteramente pasivo, porque siendo ellos incapaces de reclamar jamás sus derechos como primeros poseedores del terreno, no comprendían como otros defendían allí una patria. Por lo que hacía a los esclavos hubiera sido muy expuesto el elevarlos a todos por arriba de sus obligaciones, los habitantes de los Llanos, mestizos, negros libres o zambos, no eran bien tratados por ningún partido que venciese, y así no mostraban adhesión a ninguno. El egoísmo natural de la clase traficante y de los artesanos, cuya mayor parte eran mulatos, se hacía más fuerte con los vicios de su educación; porque el estado de siervos siendo largo, marchita las facultades intelectuales, al modo que una substancia mortífera corrompe los principios vitales”. Añadía que la aristocracia blanca, el “alto comercio, las magistraturas civiles y eclesiásticas”, tampoco podía de pronto penetrarse [...] de los beneficios de la revolución. Concluye el apartado afirmando que “la voz de la libertad no era escuchada y el despotismo encontraba siempre a su favor el hábito de la obediencia”. Y, en esta línea, añade la guinda: desde 1815 los independentistas “promovieron las primeras insurrecciones y sostuvieron los primeros combates con hombres medio desnudos y armados de palos y de horquillas. En mucho tiempo no pudieron oponer sino el arma blanca a las de fuego de Europa, y la España admiraba en esto la obra de su política que había hecho de sus hijos un pueblo de indios” (1401-143).
Como sus predecesores y continuadores, Lallement no sabía cómo explicar la derrota final metropolitana. Decía después de lo que acabo de copiar, “Pero estos ensayos de la multitud y la perseverancia de los jefes daban grandes ejemplos, inspiraban una generosa emulación y por último enseñaban a vencer. Los ricos dieron honor a su país, pagando con el oro que debía afeminarlos, el hierro que hace libres las naciones, mientras que las reacciones sangrientas del poder acababan de proveer la decisión de todas las clases” (143-144). Iniciada esta variante, ya son posibles todos los adjetivos rimbombantes y las frases grandilocuentes. Según Lallement, los patricios se refugiaron en los bosques con sus familias y “tomaban a ejemplo de los salvajes aquel género de vida que aumenta las fuerzas del hombre y disminuye sus necesidades; iban pidiendo su alimento a la tierra y la venganza al cielo”. Estos nuevos Robinsones crecieron en cantidad y “excitados por el cuadro de sus miserias e inspirando por todas partes el terror de una suerte semejante, hicieron partidarios de su causa a los fogosos habitantes de las llanuras, y de esta mezcla de diferentes causas se vio salir una multitud de guerrillas invencibles”. De inmediato –ya se había producido la transubstanciación– menciona las consabidas virtudes de los llaneros, sobriedad, valentía, infatigabilidad, etc. De Zaraza dice, pongo por caso, “se negó a las reducciones del poder con un desinterés digno de la antigüedad”. Así se comprendería el desastre final metropolitano, ya que “todo lo que prepara la derrota de los soldados europeos, parece combatir a favor de los llaneros” (145-147).

* * *

Hacia 1840, transcurridos diez años desde la desmembración de la República de Colombia, persistían las dificultades para trabar grupos humanos antagónicos y comarcas que bien poco tenían en común. Los notables recurrían a los artilugios que se ensayaban en todo el mundo capitalista y se requería, por supuesto, una Historia Oficial nacional a la que se le encomendaría, no que explicara el pasado de la nación, si no existía en 1840 difícilmente podía encontrarse en épocas anteriores, sino que se lo inventara para justificar la inexistente cohesión.
Como en casi todas partes la misión recayó en un creador de pluma fácil y dispuesto a obrar por encargo. Rafael María Baralt, abogado y poeta, capacitado para pergeñar lo que hiciese falta, aceptó para ingresar en el gremio de los juiciosos.[6] Y como doquier el engendro alcanzó la fortuna, las escuelas posteriores sin excepción no han hecho sino remozar con el barniz correspondiente (positivista, marxista, etc.) el esquema baraltiano –falaz e increíble– que nadie ha osado modificar.
El derrocamiento de Emparan el 19 de abril de 1810 –mucho más tarde se encargó a la HO testificar que ésta fue una fecha clave en la independencia– se debió a su violencia, contrastando con el buen recuerdo que dejó en Cumaná; ello molestó tanto a criollos como a españoles del cabildo o del ejército que, además, temían que el capitán general reconocería a José Bonaparte como rey, pues se le tenía por afrancesado. Momentáneamente sólo se creó una junta similar a las metropolitanas, pues casi nadie pensaba en emanciparse excepto “los más nobles, ricos e ilustrados, porque a decir verdad las clases más numerosas del pueblo, miserables e ignorantes, ni siquiera concebían el sentido de la palabra, mucho menos la conveniencia de variar un orden de cosas a que les apegaban varias y fuertes simpatías” (II, 46). Particularidad en la que insistía poco más adelante sin olvidar los consabidos adjetivos peyorativos, “Pero valga la verdad. La revolución estaba aún muy lejos de tener un carácter popular […]. El pueblo, ese ente que cada partido define a su manera, que todos creen tener a su disposición, que todos llaman en el momento del peligro, que todos olvidan después de la victoria y con quien todos en fin procuran justificar su conducta y disculpar sus errores, fluctuaba aquí por lo general entre sus hábitos perezosos y serviles y el deseo de novedades, la curiosidad y la afición a destruir; sentimientos innatos en las turbas” (II, 76-77).
La junta caraqueña adoptó netas medidas liberales como la abolición del tributo indígena o la prohibición de nuevas entradas de africanos a la vez que derogaba una reciente ordenanza sobre vagos (medida que se menciona reiteradamente pero jamás se explicita). Cómo no, tuvo que hacer frente a sus propios extremistas que pretendían radicalizar el proceso con motivo, pongo por caso, de la masacre de Quito; que temía provocasen “trastornos y anarquía”, pues se les consideraba “atizadores del pueblo” (II, 61).
En esta historia que, insisto, no tiene pies ni cabeza, ni nadie pretende que los tenga, el pueblo puede ser insultado, zarandeado o manipulado. No intervino el 19 de abril, lo querían atizar los radicales o puede salir a escena repentinamente. A la llegada de Miranda, la Junta no deseaba que desembarcara tan ardiente republicano, pero el pueblo le hizo saltar en tierra de mano poderosa” (II, 63).
El alistamiento de esclavos por Miranda “sobre violento era perjudicial en aquellas circunstancias. “Atacaba la propiedad e indisponía contra la revolución a la clase más valiosa de aquella sociedad”; la medida, insiste, sólo proporcionó al ejército “unos cuantos hombres inmorales y cobardes” y “aumentaba la miseria y el desorden” (II, 115-116). Y la insurrección de las esclavitudes de los alrededores de Caracas provocó la derrota de la Primera República.
También es chocante la interpretación de la incuestionable y lamentable violencia. Mentando la de Zuazola en Oriente, dice que hombres y mujeres, niños y ancianos, fueron “desorejados o desollados vivos” y me sorprende oír de aquella región algo que desgraciadamente se había extendido en el Llano. Afirma a continuación que aquél no perpetraba siempre los mismos suplicios, variábalos y combinábalos de mil maneras, para procurarse el gusto de la novedad. Las fieras matan por necesidad, por instinto; sólo el hombre mata por placer y Zuazola [era] el más fiero y atroz de los nacidos” (II, 137).
Más rocambolesco es el intento de justificar el decreto de guerra a muerte. Estando todavía Bolívar en Cúcuta, Antonio Nicolás Briceño formó un pequeño cuerpo franco que, actuando al margen del Libertador, había decidido asesinar a cuanto español o canario se consiguiese, repartiéndose sus bienes y valiendo el asesinato para ascender en el escalafón. Bolívar habría combatido el proyecto “haciéndole ver el mal que haría a la causa que defendían la inmoralidad de aquel convenio”. Briceño, fingió obedecer, pero publicó un edicto en San Cristóbal de guerra a muerte y ofreciendo la libertad a los esclavos que mataran a sus propietarios. El Libertador ordenó su detención para someterle a un consejo de guerra, Briceño consiguió escapar, pero cayó en manos de los realistas, “El desenlace de este drama estrafalario y odioso fue correspondiente a sus principios, pues el comandante español de Barinas, don Antonio Tiscar mandó fusilar a Briceño y a sus compañeros, en justa represalia, es verdad”, pero también habría mandado fusilar a algunos vecinos por “sus connotaciones o amistad con el cabeza de aquella loca empresa”. Al tener noticia en Mérida de los fusilamientos, Bolívar “concibió el más grande y trascendental de sus pensamientos revolucionarios: el de la guerra a muerte. De hecho estaba ésta declarada y se hacía por los españoles con notable violencia” (II, 164-167). Lecuna, en nota a pie de página, precisa que Briceño y los suyos fueron ejecutados el mismo día que Bolívar firmaba el decreto. Y asombrosamente añade, “Para tomar esta tremenda medida junto con la causa que expresa el autor” (sic, cuando por las fechas era imposible), tuvo en cuenta un despacho de Monteverde autorizando a “pasar a cuchillo a los insurgentes que osasen resistir con las armas a las tropas del rey; y especialmente la necesidad de crear el sentimiento de la nacionalidad, a fin de impedir que cuerpos enteros, acobardados por el terror que inspiraban los españoles, se pasasen a los enemigos en los combates”.
Baralt remacha más tarde diciendo que las palabras del decreto “eran de aquellas con que el hombre fuerte, de grande espíritu y profundas pasiones, domina y arrebata las almas inferiores, y a pesar suyo les conduce a ejecutar los vastos fines que él sólo es capaz de concebir y pretender” (II, 169). Posiblemente el tema le preocupaba y no sabía muy bien cómo justificarlo; más adelante dice de Boves que “pagando muerte con muerte ejercía una represalia autorizada por el decreto formidable de Trujillo” (II, 185).
Así, pongo por caso, Baralt calificaba a Boves de sanguinario matizando a continuación, “una necesidad política, el hábito que embota la sensibilidad, y acaso una disposición natural, sin la cual ese hábito raras veces se adquiere, le conducían como un torrente a la destrucción de cuanto se le oponía; pero conservando en medio de aquellos estragos su carácter indolente y fiero de marino, sin detenerse a ver como expiraban sus víctimas”. Y trazaba una comparación con Morales de la que aquél salía beneficiado: “Morales, sólo comparable a Zuazola, era como él despiadado por placer, cruel por instinto. Humilde además y villano, unía éste a sus entrañas de fiera las de avaro, y en ocasiones solamente por despojar destruía; a tiempo que Boves, despreciando cualquiera cosa que no fueran las armas, dejaba a la soldadesca el infame provecho del botín. Valiente, impetuoso y terrible, era siempre el primero en el peligro. El coraje de Morales no era otra cosa que el del tigre, que acecha su presa y al descuido se abalanza sobre ella y le devoran” (II, 185).
En esta línea menciona asesinatos de militares y civiles tras la rendición de Valencia, pero no el famoso baile. Tampoco narra, con la grandilocuencia de la historiografía posterior, la emigración a Oriente, se limita a decir, “Imposible es recordar sin estremecerse los desastres que experimentó aquella pobre gente. El hambre, las enfermedades, los animales dañinos de los bosques y el hierro del enemigo a porfía se cebaron en ella”. Y dice Lecuna, en nota, que “Boves no se atrevió a perseguirlos” y que Morales se desplazó hacia Oriente “por la vía de los Llanos” (II, 277).
Como mínimo es curiosa su afirmación de que la marcha de Boves fue un mal para Caracas –habría actuado menos cruelmente que Quero– y añade Baralt del asturiano “como todo hombre valeroso, tenía momentos de generosidad y aún de clemencia: era ignorante, pero no indócil al consejo; y por una peculiaridad de su carácter, oía con placer y deferencia él de las gentes honradas” (II, 278-279).
Es también peculiar la opinión de Baralt sobre los seguidores de Boves o, mejor dicho, sobre el grueso del bando supuestamente realista en la segunda fase de la guerra. Es, cómo no, simple, maniquea y despectiva: los llaneros eran la encarnación del mal, estaban inclinados naturalmente al pillaje y al asesinato, pero a la vez eran una fuerza bruta sin voluntad a la que alguien debía pinchar para que se moviese. En las llanuras, Yáñez y Boves sabiendo “el gran provecho que podía sacarse de sus habitantes, procuraron atraérselos a su partido con toda clase de halagos y promesas. Nada por otra parte era más fácil que determinar a los llaneros a tomar parte en una lucha que desde el principio se presentaba favorable para ellos; pues ni se les obligaba a la disciplina de un cuerpo reglado, ni había límites en el desorden y el pillaje”. Añade Baralt que Yáñez y Boves eran los hombres adecuados, “intrépidos ambos, olvidados de toda idea de lo bueno y de lo malo y desapegados a la disciplina, reunían en sus personas los dos grandes resortes que hacen mover a un pueblo nómada y guerrero: el valor personal y la astucia, sin los cuales no hay respeto hacia el jefe, y la dureza que autoriza el desenfreno” (II, 195-196).
Y de inmediato menciona unos hechos que me malicio no han sido debidamente atendidos; las matanzas de Campo Elías, en especial en Calabozo contra “vecinos indefensos”, provocando que, los llaneros, “resentidos, abandonaron sus pueblos y se reunieron a Boves, buscando en él un vengador”. Lecuna, en nota, parece justificar la violencia de Campo Elías, diciendo, “la subversión en los Llanos y en todo el país venía aumentando por una reacción natural en favor de España, a medida que llegaban las noticias de la liberación de la Península del dominio francés” (II, 198). Me atrevería a pensar que la subversión no era precisamente filohispánica y mucho menos fernandista, sino que estaría vinculada a la insurgencia antiexcedentaria que reiteradamente he mencionado en estos trabajos. Páginas más adelante, Baralt insiste en que la crueldad de Campo Elías incrementó el número de seguidores de Boves, pero él lo acrecentó “con una medida que añadía al descontento el cebo del latrocinio. Y fue la de publicar la circular en la que prometió el pillaje de todas las poblaciones patriotas a los individuos que se les unieran” (II, 211-212).
Inventarse por qué las gentes de las sabanas siguieron a Boves tiene un más difícil todavía, fantasear sobre la causa de que el grueso de las tropas patriotas después de 1815 estuviese formado también por llaneros coordinados por Páez. Por supuesto, ahora la HOP no puede recurrir al maniqueísmo ni abusar de adjetivos peyorativos; y dadas las dificultades del ejercicio el resultado suele ser absurdo o confuso. Baralt lo atribuye a un error de Morillo, al menospreciarlos, al privar a tantos jefes realistas de sus despachos y al despedir a la mayoría con ultrajes, y añade “Por fortuna el pago lo recibieron aquellos soberbios luego al punto, porque los más distinguidos militares del país, despechados como enemigos, fueron a buscar entre sus hermanos amigos y venganza” (II, 305-306).
En esta historia elitesca también tiene una trascendencia sobrenatural el caudillo de turno que incluso puede hacer cambiar de bando a todos sus seguidores. Y, por supuesto, a Páez no se le podían endilgar los mismos calificativos que a Boves, entre otras cosas porque mandó escribir la historia a Baralt. Habría sido “como debe serlo todo jefe de llaneros, afable y familiar en su trato con ellos, diestro en sus ejercicios e indulgente, con estas prendas y un valor verdadero, en ocasiones impetuoso e imprudente, en ocasiones frío y cauto, pero siempre afortunado” (II, 349).
Insisto en la confusión interna dentro de un mismo discurso; páginas más adelante Baralt dice que los dirigentes patriotas debieron huir del Llano aterrorizados porque no se habituaban a la forma de vida y a la táctica de los llaneros, y añadía que el estado perpetuo de guerra en que se hallaba la comarca, la miseria, el encono de las pasiones y el hábito, en fin, de las matanzas y del robo, habían desarrollado por desgracia en la desalmada soldadesca una gran disposición al latrocinio y a las violencias [...]. Porque, en verdad, ¿cómo impedir las violencias de innumerables partidas que recorrían las llanuras, ni las de muchos hombres malos que, so color de hacer la guerra a los españoles, vagaban sin sujeción a nadie, cometiendo excesos inauditos?” (II, 359). Y mucho más adelante reconoce que a principios de 1819, Bolívar consiguió la reconciliación con Páez que habría sido necesaria para neutralizar a “los envidiosos, los enemigos encubiertos de la república, los chismosos y revolvedores, que habían sido causa de la desavenencia” (II, 434-435).

* * *

El pergeño de Restrepo recuerda al de Baralt, tanto que muchos párrafos parecen copia textual. Hay, pero, algunas variantes: en un balance de la Segunda República dice que Boves y otros jefes españoles, “A nombre de la religión y del Rey conmovieron a los indios, negros, zambos y mulatos de Venezuela, especialmente de las llanuras de Calabozo y de Apure, a los que armaron lanzándolos contra los blancos. Aquellos, tan feroces como valientes, soltaron la rienda a todos los excesos que les permitían los jefes realistas. Con el cebo del saqueo, del robo, del asesinato y de otros muchos crímenes, casi todas las castas de Venezuela se armaron contra los criollos blancos que habían hecho y sostenían la revolución para dar a su patria independencia, libertad e igualdad” (III, 215-216).
Es la consabida interpretación de unas depravadas masas sin voluntad que se podían excitar fácilmente de permitirles robar y asesinar, excesos por los que no se inclinaban de forma espontánea, dada su abulia verdaderamente aplastante. Ya puesta en marcha, la masa se descontrolaba y llegó a tramar un plan, “una horrible conspiración para degollar a los blancos”. Pero Morillo llegó a tiempo y tomó las medidas pertinentes para evitar el exterminio. Y pienso que a continuación da una de las claves para entender la llegada, precisamente a Venezuela, del ejército metropolitano, “Sin embargo, sus habitantes [de Venezuela, y queda claro que sólo los blancos eran habitantes] habrían continuado viviendo sobre un volcán pronto a hacer una terrible explosión, si el arribo de una numerosa expedición de tropas españolas no hubiera asegurado la tranquilidad pública contra el desenfreno militar y las maquinaciones de las castas” (III, 217).
En efecto, insiste en que las máximas autoridades españolas habrían oficiado reiteradamente a la Metrópoli que sin tropas suficientes sería imposible “restablecer la obediencia y la debida subordinación de los inferiores”; que sin ella “los indios, negros, zambos y mulatos, armados imprudentemente para destruir a los republicanos, podían hacer una revolución que sería aún más horrible y sangrienta que la que iba terminándose de los llamados patriotas” (III, 218).
Queda claro, aunque en ningún momento lo diga explícitamente, que en las sabanas la situación, en 1815, tras la llegada del ejército expedicionario, volvió a ser la misma de antes de 1812 o antes de 1808. Los escurridizos de la región “no teniendo por lo común otras armas que la lanza y el caballo, perseguidos como bandoleros, algunas veces desesperados, formaban grandes reuniones y se atrevían a atacar los cuerpos realistas” (III, 234); los españoles les temían “como unos forajidos que cometían toda especie de crímenes” (III, 255). Añade Restrepo que no fue hasta después de Mucuritas, principios de 1817, que Bolívar, el independentista, propuso una alianza a Páez, el hombre que los llaneros había escogido para coordinar su resistencia. Bolívar y llaneros –antiguos enemigos– tenían ahora en común la resistencia a las tropas españolas, pero por razones bien distintas (III, 327). Y por si quedaba duda alguna lo remata páginas más adelante, diciendo que el ejército del Apure era en 1818 “un conjunto de llaneros valientes, pero sin disciplina, y acostumbrados en lo general a cometer cualesquiera crímenes, que no siempre se podían castigar [...] su obediencia y sumisión al jefe de la República era entonces solamente de nombre. Amaban la independencia de toda autoridad superior y por tanto era harto difícil que inmediatamente se sometieran y respetaran las órdenes del Jefe Supremo”. Y añade en nota a pie de página “Los llaneros que mandaban Páez, Sarasa, Monagas [...] eran los mismos en gran parte y de igual raza de los que reunieron en 1813 y 1814 Boves, Morales, Yáñez y Rosete; tenían, pues, los mismos vicios y la misma insubordinación” (III, 375-376).
Pienso que es muy esclarecedora la noticia de que en 1818, al conocerse en Caracas la derrota de Morillo en Calabozo frente a los llaneros de Páez, casi tres mil personas se trasladaron despavoridas a La Guaira para embarcar, igual como huyeron a la llegada de Boves a mediados de 1814 (III, 382-383).

* * *

Insisto, lo he dicho reiteradamente, en la incoherencia del discurso de la HO, es absurdo, inverosímil e ilógico. No resiste la más mínima crítica.
En 1959 se editó como folleto la voz “Bolívar” que Marx había escrito para la British Encyclopedia, posiblemente por encargo puramente crematístico. Es un artículo de circunstancias y lleno de errores factuales que levantó una injustificada polvareda. Poco después, el académico venezolano Ángel F. Brice escribió una réplica inefable. Su primer gran argumento, denunciados los garrafales lapsus, es que “mal podía Marx estudiar la revolución hispanoamericana a través del fenómeno económico, cuando en la época en que escribía ni se pensaba siquiera que ese fenómeno hubiera podido tener influencia en el movimiento separatista” y, a continuación, un segundo argumento, tan rotundo como el primero, “Es muy dudoso que ideas materiales hubieran tenido influencia decisiva en la lucha Magna, dado su amor a la gloria, a la libertad y a la soberanía popular que, como bien se sabe, acicateó en todo momento el pensamiento y la acción del Libertador” (12).
Brice añadió el consabido panegírico del héroe, “es necesario no haber leído la verdadera historia [...] para no saber que el Libertador se caracterizó por una nobleza sin par, por una generosidad inigualada y por un desprendimiento tan excelso que su lucha está dirigida a implantar la igualdad de los hombres, sin distinguir nacimiento, color ni religión”; hasta el extremo de afirmar a continuación, “si alguna verdad es indiscutible, es aquella que nos presenta a nuestra Guerra de la independencia cual un verdadero rasero, porque así como sembraba la libertad en los pueblos lo hacía con la igualdad también [...]. Bien puede decirse, pues, que la labor del Libertador fue formar una sola clase, la de los ciudadanos libres” (18-19).[7]
De alguna manera el opúsculo de Ricardo Martínez puede ser el broche para cerrar estas páginas. Una interpretación marxista de la independencia a través de la reseña del Bosquejo de la historia política de las Américas de William Z. Foster. Según Martínez “En Venezuela el curso de !as guerras de la independencia fue distinto, porque el movimiento separatista que se inicia el 19 de abril se proponía darle el poder a las oligarquías [...].Tales planes políticos tuvieron como opositores a las grandes masas esclavas dirigidas por los heroicos llaneros y los elementos pobres y explotados de las ciudades, resueltos a destruir la estructura económica y social esclavista, premisa esencial para librar con éxito la guerra contra el dominio colonial español” (71-72). Y añade poco más adelante que a pesar de la muerte de Boves su obra sería indestructible, pues “el régimen esclavista que era la base del sistema colonial había recibido un golpe de muerte [...]. La simiente de la nacionalidad venezolana, plantada por los ejércitos de Boves continuaría germinando; la guerra de clases que había librado Boves al dar a luz los primeros gérmenes de la nacionalidad, abría el camino a la guerra de liberación del yugo colonial español”. Y pregona a continuación “El continuador de la lucha de Boves tenía que surgir de la única región en la cual las condiciones materiales estaban maduras para, de nuevo, servir de arsenal y suplir las vanguardias que habían de librar la lucha por la independencia: los llaneros” (88-89).
Y remacha afirmando que “la guerra contra los esclavocratas que había librado Boves, y que parcialmente continuaba librando Páez, había abierto el camino para la guerra de liberación nacional que solamente Bolívar podía realizar con éxito” (92).


Bibliografía

BARALT, Rafael M.", Resumen de la historia de Venezuela, Caracas, 1975, [ANH], 3 vols. Primera edición 1841. Con notas de Vicente Lecuna.
BLANCO-FOMBONA, Rufino. Ensayos históricos, Caracas, 1981, Biblioteca Ayacucho.
BRICE, Ángel Francisco, Bolívar visto por Carlos Marx, Caracas, 1961, se.
DlAZ José Domingo, Recuerdos sobre la rebelión de Caracas. Estudio preliminar y notas de Ángel Francisco Brice, Caracas, 1961, ANH. Primera edición 1829.
Díaz SANCHEZ, Ramón, La independencia de Venezuela y sus perspectivas, Caracas, 1973, Monte Ávila.
LARRAZABAL, Felipe, Bolívar, Caracas, 1975, Catalá, 3 vols. Primera edición 1865.
LALLEMENT, Guillaume, Historia de la república de Colombia, París, 1827, Imprenta J, Pinard.
MARTINEZ, Ricardo, A partir de Boves, Caracas. 1963, Cibema. 138 p.
MARX, Carlos, Simón Bolívar. Prólogo de S. López Montenegro. Buenos Aires, 1959, Ediciones de Hoy.
PALACIO FAJARDO, Manuel, Bosquejo de la Revolución en la América Española, Caracas 1953, Secretaría General de la Conferencia Interamericana. Primera edición 1817.
RESTREPO, José Manuel, Historia de la revolución de la república de Colombia, Medellín, 1969, Bedont, 5 vols. Primera edición 1827.
TORRENTE, Mariano, Historia de la revolución hispanoamericana, Madrid, 1829-1830. Imprenta de Moreno, 3 vols.


* Raimon (1940), famoso y apreciado autor y cantante catalán, el verso dice:
Cuántos hombres se necesitan para hacer un país?
¿Cuántos países para hacer el mundo?
Cuántas libertades para hacer la democracia?
Libertades. (Nota AGS)
[1] En 1859 la hija del general Pedro Zaraza, uno de los dirigentes llaneros, se dirigió al Congreso de la República significando que se encontraba en la miseria viviendo de la caridad pública, por lo que pedía una pensión. En la solicitud, hablaba de su padre cuando "vagaba en los Llanos con su falanje de valientes llaneros circumbalado de nuestros enemigos [...] cuando no tenía más patria que la tierra que pisaba”. Archivo Histórico de la Cámara de Diputados, Caracas, Congreso Nacional, AP, 351, 1859, 418-431. He parafraseado la última expresión para titular esta entrega.
[2] Aparentemente la cuestión le obsesionaba; insistía pocas páginas más adelante al significar que las causas materiales fueron adventicias, que “lo esencial para una revolución es tener un ideal, un interés y encontrar quien lo realice. En América lo inició –como siempre ocurre cuando se emprenden cambios de tal índole– un grupo oligárquico, la élite, los mejor preparados por la riqueza, la posición, los viajes, la cultura. Como en América había castas emprendieron el cambio los de la casta superior; es decir, los criollos; es decir, los blancos; es decir los vástagos del español. Ellos enrolan más tarde, y paulatinamente, a los demás hijos de América, de toda casta y color; los enrolaron no sin dificultades, después de múltiples vicisitudes por conseguirlo, después de un proceso lento de ideas y nociones nuevas en el alma de las clases inferiores de aquella heterogénea sociedad” (27).
[3] “Nueva Granada” en La revolución francesa y el mundo ibérico, Madrid, 1989, Turner, 525-575.
[4] “Desde que principió la revolución francesa i que salieron de aquellas fábricas de impiedad i del desorden discursos i escritos incendiarios, trazados por cabezas empapadas en el furor revolucionario, i presentados a la Europa como emanaciones del raciocinio i corolarios de sus principios políticos sancionados por la moderna filosofía, en contradicción con los dictados del derecho establecido, base fundamental de toda sociedad bien organizada” (l, 50-51).
[5] Republicano radical tuvo que exiliarse en Bélgica y Prusia. La edición francesa, Histoire de la Colombie, apareció en 1826. Pero es más conocido por su obra en 22 volúmenes Choix des rapports, opinions et discours prononcés à la tribune nationale depuis 1789, aparecida entre 1818 y 1823.
[6] “Apenas alcanzada la treintena, Baralt contrajo matrimonio con una señorita de conocida familia caraqueña [...] y dio prueba de querer orientar su vida hacia fines más serios y adecuados a su carácter y a su preparacién. Así lo demostró con la terminación de su obra capital [...] el Resumen de la historia antigua y moderna de Venezuela”. Cfr. Diccionario biográfico de Venezuela, Madrid 1953, Cárdenas-Sáenz de la Calzada y compañía, 1.558 páginas (cita en 111).
[7] Es curiosa la cantidad de adhesiones, ideología al margen, que ha recibido tan fabulosa hipótesis. Brito Figueroa, sin duda alguna piensa lo mismo y cree que “En esto, nuestra historia es singular y ese fenómeno constituye un aporte del proceso social venezolano a América Latina y por su significación a la historia de la humanidad. Escasos son los pueblos en el mundo que cuentan con una tradición revolucionaria en la que se funden dinámicamente lo específicamente nacional y lo social igualitario”. En prólogo a Laureano Vallenilla Lanz Obras completas, Caracas, 1983, Universidad Santa María, I, XI. Y el mismo desvarío –la guerra de la independencia acabó con las clases sociales en Venezuela– sostiene el académico Tomás Polanco Alcántara en su contestación –en las dos acepciones de la palabra– al discurso de ingreso en la misma academia de Mario Sanoja Obediente, un modelo de esquema marxista de la historia de Venezuela, Ideas sobre el origen de la nación venezolana, Caracas, 1987, ANH, 54.

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