Sin mas Patria que la Tierra
que Pisaban sus Caballos
Miquel
Izard
Barcelona, Boletín americanista.
Nº 36, 1988, pp. 169-187.
Quants homes calen per a fer un pais?
Quants paisos per a fer el mon?
Quantes llibertats per a fer la democracia?
Llibertats.
Raimon*
Si tengo por utópico el intento de
recuperar el pasado, me malicio que todavía lo es más desentrañar los complejos
y entrecruzados sucesos que sacudieron y ensangrentaron Venezuela a principios
del siglo 19, enmascarados y escamoteados hasta lo esperpéntico por la Historia
Oficial (en adelante HO) mediante un
discurso maniqueista y muy simple: unos patriotas angélicos lucharon por la
libertad y la independencia enfrentando la enemiga de unos diabólicos
realistas; los primeros consiguieron al final la victoria dirigidos por un héroe,
Bolívar, que sintetizó personalmente la gesta y debió enfrentarse durante el
segundo período con Boves, el antihéroe.
A pesar de lo señalado al principio
quizás tendría algún sentido mirar de descifrar el funcionamiento de la
sociedad llanera, que fue una de las alternativas resistentes al enorme
laboratorio en que convirtieron América los occidentales ensayando poner
definitivamente en marcha la sociedad excedentaria o capitalista. Quizás
también tendría sentido aprender de sus luchas defendiendo su tierra y su
cultura, luchas que alcanzaron un momento álgido desde finales del siglo 18
hasta 1821 y que por ello han sido disfrazadas de guerra por la emancipación.[1]
Las que siguen son unas breves notas
poniendo en evidencia el enmascaramiento que he mencionado.
Colonizadores y metropolitanos
Es sabido que el discurso de la HO atribuye la lucha por la
independencia latinoamericana a la imperiosa necesidad de deshacerse del
insoportable yugo colonial. Pero a la vez -dadas las discrepancias étnicas- los
notables criollos querían recordar constantemente que descendían de los
conquistadores y necesitaban reiterar una supuesta superioridad de los blancos
sobre las demás etnias. La contradicción de rechazo a la Metrópoli pero
sacralización de la invasión occidental ya apareció en los primeros ensayos de
la HO y es más grotesco –si cabe– en
la historiografía supuestamente progresista.
José Manuel Restrepo –la primera
edición, provisional, de su obra es de 1827– manifestaba que ante la dificultad
de derrotar a los aborígenes, “hombres filantrópicos propusieron desde 1576 que
no el fusil y el cañón, sino la dulce y consoladora religión de Jesucristo, con
su moral sublime y sus máximas de igualdad evangélica fuera la que civilizara a
los indígenas y la que los sacara de sus nativas selvas y de las soledades
donde habitaban. Misioneros escogidos por sus virtudes, su celo y
desprendimiento debían enseñársela, reduciéndolos al mismo tiempo a la vida
social” (II, 190-191).
Larrazábal –su primera edición del Bolívar es de 1865– es todavía más
directo, “La raza española de los siglos XV y XVI descubridora, conquistadora y
civilizadora de América, era superior a la raza indígena, a los indios
descubiertos, conquistados y civilizados por ella” (I, 14-15).
Por su parte, Ricardo Martínez –en un
ensayo de puro marxismo de jaculatoria– afirma, “Según los descubrimientos de
Morgan puede concluirse que, objetivamente, cualquiera fueran los móviles
económicos de los conquistadores, con toda la abominable crueldad de sus normas
de colonización, la conquista entrañó un avance social sin precedentes en la
historia humana porque, es innegable, que los conquistadores con sus rebaños,
con la introducción de nuevos cultivos, el empleo de implementos de hierro, la
introducción del idioma español y otros elementos civilizadores establecieron
las premisas para el salto histórico de los estadios inferior y medio de la
barbarie a la civilización”. E insiste de inmediato, “no obstante los
sacrificios y penalidades sufridos por nuestra población indígena la conquista
y la colonización significaron un inmenso progreso histórico cuando sometieron
al régimen esclavista a los aborígenes quienes se encontraban en condiciones de
barbarie y de comunismo primitivo” (23 y 28-29).
Confusiones y dislates similares se
dieron cuando se intentó especificar quienes se opusieron a los libertadores,
los de 1812 son tachados sin más de realistas, los de 1815 fueron sin lugar a
dudas peninsulares llegados en el ejército expedicionario, pero es casi
imposible enmascarar que quienes derrotaron a Bolívar en 1814 eran
exclusivamente gentes del país y esclavos o miembros de las clases subalternas
Teniendo en cuenta que todos los discursos de la HO presentan la independencia como un movimiento popular e
igualador, se hace difícil explicar por qué los futuros beneficiarios se
obstinaban en oponerse a recibir tales favores. También en este caso los
resultados me parecen esperpénticos.
Hay salidas simples como la de Restrepo,
liquida la cuestión afirmando que los peninsulares contaban con la plebe
anárquica, los ladrones y los esclavos, a los que se ofrecía la libertad y que
cometieron “todo linaje de excesos y fueron los más obstinados en la
resistencia” (II, 323).
Larrazábal, después de hablar de la
superioridad de los españoles, añadía, “pero la raza española del siglo XIX
nacida en Europa, no era superior, a la raza española nacida en América”. Tras
mencionar a los libertadores dice: “Había castas en América, es cierto; había
masas ignorantes y semi-bárbaras: por eso encontró España, entre los
americanos, quien defendiese su dominio; por eso también es más grande la obra
de nuestros próceres, que emanciparon a América contra la voluntad, en mucha
parte, del mismo pueblo emancipado. Pero la barbarie no era sólo de América. En
América se desarrollaba un drama interno: los libertadores, es decir, los
civilizadores luchan contra los realistas americanos, es decir, contra
enceguecidas masas fanáticas de campesinos y habitadores de puebluchos de
tierra adentro, es decir, contra la barbarie” (I, 14-15).[2]
Blanco-Fombona –prólogo a las Memorias de Rafael Sevilla firmado en
1916– usó una variante luego muy frecuente, “España no supo entonces [1820], como no sabe ahora, que el mejor soldado de España en América fue
la América misma; y que el día, cuando las masas populares del continente,
abiertas a la comprensión de sus verdaderos intereses, merced a la constante
propaganda de los patriotas, dejó de sostener el edificio colonial, el edificio
colonial vino a tierra” (7).
Ramón Díaz Sánchez enfatiza en primer
lugar que la clase “verdaderamente nacional” era la popular, puesto que por
“razones de casta, de interés y de cultura” los blancos criollos se sentían más
solidarios con la Metrópoli. Y en segundo, afirma que esto no se contradice con
que las masas permanecieran por más tiempo adictas “a las tradiciones de la
institución colonial”, debido a la “ignorancia, las oscuras supersticiones, el
peso formidable de la costumbre y ciertas circunstancias locales” (38).
Los primeros engendros del discurso de la HO
He realizado en otro lugar un ensayo de
clasificación de los discursos de la HO.[3]
Aquí me fijaré en coetáneos a los acontecimientos –dicen narrar lo que vieron–
y en los primeros discursos encargados para edificar la mitología patria y el
culto a los héroes, ya que posteriormente no se ha hecho gran cosa más que
adornarlos o pulirlos. Mencionaré también un par de aportaciones del ensayo
materialista, porque dicen dar una interpretación diferente del viejo esquema.
Sorprende la similitud entre los
discursos de la HO realistas (en
adelante HOR) y patriota (en
adelante HOP); casi sólo cambia la
distribución de los adjetivos, los que para uno son diabólicos para el otro son
angélicos y viceversa.
El realista José Domingo Díaz, tras
maravillarse por las afinidades entre notables caraqueños y Emparan, (me
malicio tenían en común el proyecto de excedentarización o transición hacia el
capitalismo) opinaba que de las “pestilentes” casas consistoriales salió, el 19
de abril, un “contagio” y volvía a sorprenderse de que la oligarquía fuese la
directora del proceso (insisto, debería tenerse por la revolución burguesa),
así como de que no tuvieran papel alguno “los hombres de las revoluciones, los
que nada tienen que perder, los que deben buscar su fortuna en el desorden y
los que nada esperan del imperio de las leyes, de la religión y de las costumbres”
(73).
Defendiendo su parcialidad cada escritor
era capaz de peregrinas manifestaciones: así, Díaz, tras reconocer que en los
ejercitas de Boves había un gran número de esclavos, afirma tajantemente que se
presentaron de forma voluntaria y que de la misma manera regresaron a las
plantaciones y al servicio de los propietarios tras la segunda batalla de la
Puerta, pues “Esta conducta, que parece un fenómeno de la sociedad, fue la
consecuencia necesaria de los bienes que gozaban en Venezuela, en esa esclavitud
que espanta en Europa; porque no la han considerado bajo las leyes españolas en
aquellos países, sino bajo el terrible gobierno colonial de los extranjeros.
Aquellas leyes que son el modelo de un gobierno paternal, y la expresión de los
sentimientos más generosos de un soberano, debieron producir, como produjeron,
tan noble y constante adhesión de los esclavos hacia él […] los esclavos de Venezuela no eran aquellos seres degradados que se
ven en otros países, y sobre los cuales sus amos tienen aún el derecho de vida.
Ellos en su condición eran tan felices cuanto era posible serlo. Sus tareas
eran tan moderadas, que un esclavo activo las concluía para las doce del día.
El resto de él y todos los de fiesta estaban a su disposición” (353-354).
* * *
Más estrafalario si cabe es el panfleto
de Mariano Torrente, encabezado con un cuadro social en el que hablaba del
considerable número de esclavos de Venezuela o Buenos Aires, lamentando que
“esta clase tan feroz por naturaleza como sumisa y fiel en el estado de
dependencia” hubiese perdido “todo respeto a los blancos” desde que se les
habían confiado las armas que “debieran servir para mantenerla en la necesaria
obediencia”. Mencionaba a continuación curiosas similitudes entre los “indios
pastores” de las Pampas del Río de la Plata y del norte de México, “todos ellos
robustos, vigorosos, valientes, esforzados, toscos e indomables”, como los
llaneros de Venezuela “si bien éstos eran de la clase mezclada y más próxima a
la raza africana”. Entre los tres pueblos había “poca diferencia en su barbarie
y ferocidad, aunque viven bajo el influjo de las leyes” (l, 63-64).
Iniciaba el tema con una curiosa
afirmación: el aborigen era el único grupo étnico que habría podido en realidad
reivindicar la independencia; pero matizando de inmediato que España había
adquirido sus derechos “por una costosa conquista, sancionados con la
introducción de una benéfica religión, con la cesación de las sangrientas
guerras civiles en que se destruían unas tribus con otras por el afán de
enriquecerse con sus despojos, y de poblar sus harenes con las mujeres
rendidas, con la abolición de sacrificios humanos y demás actos de ferocidad i
barbarie en contradicción con la moral i con el estado social i fortalecidos
finalmente con la sangre española derramada en aquellas playas, i con los
infinitos bienes de que fueron portadores los peninsulares con detrimento de su
población i ruina de su industria i opulencia” (I, 67-68).
Torrente reconoce la primacía de
Caracas, fue “la fragua principal de la insurrección americana”, lo cual
atribuye al contagio gálico que Emparan no quiso contener.[4]
Usando los mismos calificativos de la HOP,
pero invirtiendo los términos, dice de los sucesos del 19 de abril de 1810, “En
este día se consumó el atentado más atroz i se pusieron en uso todas las armas
de la perfidia, del engaño, de la mala fe, de la traición i de las criminales
pasiones” (I, 131-132).
Según Torrente la iniciativa fue sólo de
los notables, no contaban con el apoyo de las masas, aquéllos, “llenos de
astucia i mui versados en el manejo de la intriga” pusieron en marcha un
proceso en el que pudieron tomar parte “todos los hombres perdidos, inmorales i
viciosos de aquella sociedad” (I, 135-139).
Ya señaló como una de las causas de la
capitulación de Miranda ante Monteverde el pánico de unos y otros por la
revuelta de los esclavos, “interesados todos los blancos en reprimir los
escesos de la gente de color, se pusieron de acuerdo [...] en hacer una
transacción”. Miranda enfrentó nuevas dificultades pues pardos y mulatos se
negaron a entregar las armas y se temió pudieran reunirse con los esclavos
sublevados. A continuación reconoce que los realistas, concluida la
capitulación, se propasaron en la represión haciendo tambalear el restaurado
orden colonial (I, 294-309).
También son grotescos los calificativos
con que describe el segundo intento independentista, “las mismas furias
infernales no eran capaces de concebir un proyecto más atroz, i sólo la clase
de los más feroces antropófagos podía encargarse de su ejecución”. Pretendían
el “esterminio de la raza española”, y la “dilapidación de todos sus bienes” o
se prometieron grados en el ejército a cambio de cabezas de enemigos, siendo
necesarias cincuenta para tener derecho a la plaza de capitán (I, 406-423).
Torrente engendró una
serie de patrañas sobre los libertadores similares a las que la HOP endilgaría, pongo por caso, a
Boves. Así poco después de la entrada de Bolívar en Caracas hubo “un infernal
convite que dio el sedicioso Rivas [...] a 35 individuos de su sacrílego partido; uno de
los brindis ofrecido por el doctor don Vicente Tejera, fue el de votar cada
concurrente la muerte de uno de los detenidos por opiniones: los resultados de
este tenebroso conciliábulo fueron la decapitación de 36 realistas en la plaza
de la catedral” (l, 415).
Como acabo de decir la descripción de
Torrente acerca de Boves y su gente es contrario a la de la HOP. En primer lugar a sus tropas las
tiene formadas exclusivamente por llaneros, invencibles por su dominio del
caballo y su manejo de la lanza y añade “su modo de vivir semisalvaje hace que
no conozcan necesidades ficticias i que satisfagan con la mayor facilidad
aquellas más urgentes que les ha impuesto la naturaleza” (I, 416-417). Para
atraerlos, el “bizarro” Boves habría prometido “a todos los habitantes de los
Llanos sin distinción de castas, clases o estado de libertad [...] premiar sus
sacrificios con los bienes de los enemigos del rey”. A Torrente no le
escandalizaba el recurso al saqueo pero significaba que “Hai medidas violentas
que lo apurado de las circunstancias hace a veces tolerables, ya que no admitan
una completa justificación. Tal fue el de haber ofrecido Boves libertad a los
esclavos para abrir aquella campaña desoladora”. Y el recurso a la violencia,
por parte de las tropas realistas, estaría justificado en venganza por la
derivada del decreto patriota de guerra a muerte (I, 418-419).
Porfío, los calificativos son plenamente
intercambiables. A finales de 1813 la causa realista estaba casi perdida y
“sólo Boves i Morales quedaron en aquel inmenso piélago borrascoso para
contener el torrente furioso de la insurrección”. No ahorrándose la retórica
más grandilocuente; así, “La más remota posterioridad no podrá dejar de prestar
el más ardiente tributo de admiración i respeto hacia unos hombres tan
denodados, que lejos de desanimarse con los contrastes, adquirían por cada día
nuevo rigor i fuerza; i que sin más ausilios que los dictados de su desesperada
posición i los vivos deseos de sellar con su sangre la nobleza de sus
sentimientos i la firmeza de sus empeños, dieron a las armas españolas una
sólida gloria en el año siguiente” (I, 422-423). Y bueno sería recordar que
entre estas armas españolas los blancos peninsulares eran bien excepcionales.
Los epítetos encomiásticos para Boves no
cesan a lo largo de la obra: “quien más brilló en este teatro de sangrientos
combates fue el bizarro Boves, el cual parecido a un firme escollo entre las
tormentas del Océano, sostuvo con pujanza la autoridad real i dio repetidos
días de gloria a la monarquía española” (II, 76). La conquista de la capital en
julio de 1814 habría sido “la feliz terminación de la brillante campaña de
aquel esforzado comandante. Se disiparon totalmente las negras nubes con que
había estado ofuscado el hermoso cielo de Caracas; los amantes del orden y de
la legitimidad respiraron libremente; el genio de la revolución se sepultó en
los espantosos avernos; todos presagiaron un dulce porvenir y se entregaron a
las más lisongeras esperanzas” (II, 80). No hay ni una mínima alusión a los
hechos de Valencia y dice que en Urica “una sacrílega lanza [...] privó
desgraciadamente de la vida al hombre más valiente que se ha visto en América”
(II, 83).
Si los llaneros eran valientes españoles
los patriotas eran, por supuesto, endiablados sádicos. Sobre una matanza de
realistas en Macuto, febrero de 1814, dice Torrente, “este fue un ensayo de
fiereza que difícilmente podrá ser copiado aún por los caribes más despiadados.
No habiéndose saciado todavía la crueldad de aquellos monstruos se detuvieron a
considerar cómo otros Nerones tan horrible espectáculo [...]. ¡Horrible mancha
que el curso de los tiempos no podrá borrar jamás! ¡testimonio perenne que hará
ver a las futuras edades la sinrazón de la rebeldía de los americanos, su
indomable protervia para llevarla a efecto i los execrables medios de que se
valieron para fomentarla!” (II, 74).
Torrente defendía reiteradamente a Boves
en 1829, cuando ya era impresionante el andamiaje levantado en su contra; decía
de los patriotas que no habiendo podido escamotear su distinguido valor, han
procurado ajar su reputación presentándolo al mundo como el hombre más feroz
que haya producido la España”. Torrente no podía menos de reconocer “que la
guerra que Boves se vio precisado a hacer en América no estaba en armonía con
los principios observados en Europa”, pero enfatizó que Boves no hizo sino
“conformarse con el sistema adoptado por sus contrarios”. Si admitió esclavos
en sus filas fue con la intención de devolverlos a sus dueños terminada la
campaña y si autorizó el degüello generalizado “fue porque se penetró de que
sólo el terror podía salvarle de su amenazada ruina [...]. La apurada situación
en que se halló dicho gefe, la obcecación i temeridad del enemigo, sus mismo
estravíos i persecuciones fueron finalmente las causas que pudieron hacer
escusable un procedimiento tan violento” (II, 83-84).
Nadie osaría negar que los llaneros
participaron decididamente en la contienda –por lo menos entre 1813 y 1821– al
principio tenidos por realistas y a partir de 1815 por patriotas; como mínimo
se han escamoteado no mencionándolos por su nombre. Si la HOP –centrada en los héroes– atribuyó el realismo de la primera
etapa a la traición por despecho de Boves, la HOR hace exactamente lo mismo con Páez. Así Torrente intenta
explicar que las gentes de la sabana fuesen insurgentes a partir de 1815 debido
al chaqueteo exclusivo de éste que habría peleado en las tropas de Boves, a las
órdenes directas de Yáñez y conseguido merecidamente el grado de capitán. Pero,
tras una discusión con el comandante de San Fernando, “abandonó las banderas
del Rey y se declaró su enemigo tan implacable como antes había sido decidido
defensor. Arrebatado de la innoble pasión de la venganza, reunió a sus órdenes
a todos los descontentos, i formó bien pronto en los Llanos un cuerpo
respetable de caballería que asombró al país por las tropelías y crueldades
cometidas contra los realistas” (II, 168).
Quisiera insistir en que esta versión es
tan novelesca e increíble como la que el mismo Páez dio para justificar su
presencia en las llanuras, lo que no empecé su transmisión sin ningún rebozo
por parte de la HOP.
A otro nivel, según Torrente, Bolívar se
habría creído las acusaciones de traición de José Domingo Díaz vertidas en la Gaceta de Caracas contra Piar; su
fusilamiento por orden del Libertador, habría satisfecho a los realistas viendo
“purgado de la tierra por mano de los mismos rebeldes al monstruo más
despiadado [...] al de más prestigio entre las castas” (II, 355).
Para Torrente la derrota final de los
expedicionarios se habría debido única y exclusivamente a la proclamación de la
Constitución en la Península; como no da más explicaciones cabría deducir que
la despiadada Metrópoli fue castigada por alguna Providencia muy reaccionaria
(II, 117). Y para rematar su pomposo discurso finaliza con frase lapidaria. “La
América se ha perdido contra la voluntad de la misma América” (II, 607).
* * *
Manuel Palacio Fajardo, decidido
partidario de la Independencia escribió sus memorias hacia 1815 (publicadas en
1817) y falleció poco después. Ni conoció el final del proceso ni fue
mediatizado por los vencedores, así su obra es una fuente atípica.
Las insinuaciones para rebelarse contra
la Metrópoli eran sofocadas de inmediato por la represión inquisitorial que
actuaba sobre criollos apáticos adormecidos por la educación española. Pero
añade, curiosamente, que el blancaje se quejaba de la desconfianza con que eran
mirados a pesar de las reiteradas pruebas de lealtad dadas durante la guerra de
Sucesión o durante los ataques británicos. A pesar de los agravios, América
habría continuado dependiente a no ser por la invasión napoleónica de la
Metrópoli que al apoderarse la de familia real rompió los viejos lazos
dinásticos que mantenían unido el imperio colonial a la Corte.
Si esto hubiese sido exactamente así
–reconoce Palacio– 1808 habría sido el momento de proclamar la independencia;
no ocurrió porque los “americanos eran sinceramente afectos a la madre patria”,
las noticias de Europa llegaban desfiguradas y eran contradictorias, “la
resistencia de la nación española les parecía tan noble, la situación de la
familia real tan dolorosa, tan digna de lástima, que, paralizados por la
sorpresa, movidos a compasión, dejaron que se perdiese el momento feliz para
obrar” (20).
Luego Palacio mencionaba algo que la HOP suele escamotear, el contraste
entre notables criollos españolistas fernandistas, y por lo tanto
conservadores, y las autoridades metropolitanas que, salvo el virrey de México,
“parecieron dispuestos a prestar fidelidad y obediencia a Bonaparte, de acuerdo
con lo que prescribía el decreto firmado por el Consejo de Indias, que ordenaba
reconocer las cesiones hechas en Bayona a favor de Bonaparte”, a la vez que se
confirmaba en su cargo a autoridades nombradas con anterioridad en la época de
Godoy y, por ello, plausiblemente francófilas y liberales. Recuerda Palacio que
fueron tan sólo los americanos los que se opusieron a este cambio (20).
Palacio, casi siempre muy claro, explica
confusamente el antagonismo entre las juntas americanas y la Regencia, a la que
tacha de ilegal, ni explicita la que llama animosidad de las Cortes contra los
americanos, ni el sacrificio de los notables de Quito. También dice que “los
gobernantes y jefes españoles” al violar capitulaciones, asesinar prisioneros y
rechazar cualquier avenencia inclinaron a muchos, hasta este momento indecisos,
hacia el secesionismo.
Recuerda así mismo que en la proclama
independista de Caracas, de 5 de julio de 1811, el blancaje decidía
generosamente olvidar los males, agravios y privaciones “que el derecho funesto
de conquista ha causado indistintamente a todos los descendientes de los
descubridores, conquistadores y pobladores de estos países”, insistía en que
los secesionistas eran única y exclusivamente descendientes de los europeos.
Los caraqueños se lamentaban de que la Regencia les declarase a ellos, en
estado de rebelión, “a pesar de nuestras protestas, de nuestra moderación, de
nuestra generosidad y de la inviolabilidad de nuestros principios”; por
añadidura los capitalinos temían que incluso Fernando habría pactado con el
Corso, colmando su paciencia y sintiéndose “absueltos de toda sumisión y
dependencia de la Corona de España o
de los que se dicen o dijeron sus apoderados o representantes” (42-48).
Menta el desagrado de la mayoría del
mantuanaje ante Miranda y su proyecto constitucional, “su influencia en los
asuntos públicos fue más temida que deseada” y sólo lo aceptaban, e incluso con
reservas, los independentistas radicales. También señala que los protagonistas
de los sucesos deseaban la independencia “sin cambiar por completo las viejas
instituciones y las antiguas costumbres” (69-70).
Comenta con detalle las dificultades que
enfrentó el vacilante congreso reunido en Caracas: el sector inmovilista y no
secesionista era considerable; la mayoría de los secesionistas eran federales;
el gobierno –“poseso de una especie de apatía”– parecía paralizado; los
peninsularistas conspiraban constantemente en Caracas o Valencia; apareció un
secesionismo parcial de quienes pretendían crear una nueva provincia con parte
de la de Caracas. Una cascada de segregacionismo coincidía con una escalada de
intentos de controlar la mayor parcela posible de poder: Cádiz no deseaba
perder las colonias, Bogotá no deseaba perder Venezuela, Caracas no deseaba
perder Valencia o Maracaibo. Las conspiraciones de uno u otro tipo debieron ser
suficientemente preocupantes como para que en Caracas hubiese ejecuciones.
A medida que pasaba el tiempo el
gobierno de Caracas enfrentaba nuevos inconvenientes. descrédito del papel
moneda; temblor que liquidó parte del ejército en los cuarteles y aprovecharon
los sacerdotes para apostrofar a los secesionistas; avance de los “realistas”
desde Coro, que no sólo no encontraban resistencia sino que veían engrosar su
ejército con cantidad de gente que se enrolaba voluntariamente; crecientes
dificultades para mantener el orden en Caracas y disciplina en el ejército;
pérdida de Puerto Cabello, que proporcionó a los realistas cantidad de armas y
posibilidad de recibir más por vía marítima; ocupación por Monteverde de la
región donde se aprovisionaba Caracas (71-80).
La reconquista de Venezuela por los
secesionistas provocó que los españoles optaran por desbaratarla y “fraguaron
el plan de sembrar en ella el desorden y la destrucción”. La falacia no tiene
ni pies ni cabeza: los jefes realistas “resolvieron instigar a los esclavos a
rebelarse contra sus dueños”, para lo que enviaron provocadores, no a las plantaciones
como era de esperar, sino al interior del país, “hombres desalmados, cubiertos
de crímenes y de infamia, tales como Boves, Yáñez, Rosette, Puy y Palomo, los
primeros eran españoles, el último era un negro proscrito desde hacía mucho
tiempo por ladrón y asesino”. Tampoco se entiende que “al dar la libertad a los
esclavos” se formara un ejército “con todos los vagabundos que naturalmente
abundaban por hallarse el país en guerra desde hacía tres años”. A los alzados
se les prometían las riquezas de los notables (89-90).
Este conjunto de desalmados se habían
reunido cerca del Orinoco y de allí avanzaban hacia el norte y se añade la
consabida letanía, “la muerte parecía precederles, y señalar su ruta con ríos
de sangre [...] desde el Orinoco hasta las cercanías de Caracas no perdonaron a
un ser humano, matando a cuantos no querían seguirles”. Gracias al terror
llegaron a reunir ocho mil hombres, entre los que habría sólo cincuenta
blancos, algunos mezclados, “siendo el resto de ellos esclavos” que “vencían
todos los obstáculos que encontraban en su camino por los medios más bárbaros”
(90).
Así calificaba Palacio a la gente de
Boves, a la vez que debía camuflar la violencia de los patriotas. Bolívar
“agobiado de preocupaciones, acechándole los peligros e impulsos del terror,
convertido en cólera, en un momento de angustia y desesperación, ordenó la
ejecución de los prisioneros; y duele decir que así murieron 800 hombres”. Al
saberse la noticia el comandante de Puerto Cabello mandó asesinar a sus
prisioneros, lo que, esta vez, atribuía al sadismo (91).
Tras la batalla de La Puerta, mediados
de 1814, el gobierno militar de Bolívar “había provocado el descontento y los
habitantes de los Llanos se declararon por los realistas”, indignados porque
algunos generales, en especial Campo Elías, mandaron ejecutar algunos
prisioneros. Así los habitantes del Llano devinieron realistas tras el
ajusticiamiento por los patriotas de unos prisioneros que no se explica por qué
habían sido detenidos (94).
En otro orden de cosas, es sorprendente
que Palacio –testigo de los acontecimientos– ni mencione las cacareadas
brutalidades de los realistas con prisioneros civiles en Valencia, ni al
paisanaje formando buena parte de los fugitivos de Caracas a Oriente. Dos
falacias que engrosarían el martirologio elaborado algo más tarde por la HOP.
Las últimas páginas del Bosquejo forman unas conclusiones
generales. Enfatiza que difícilmente se habría iniciado el proceso secesionista
de no contar con el apoyo ofrecido por la Gran Bretaña, aunque los sucesos
peninsulares lo trastocaron todo. Un ejército que debía invadir Venezuela a las
órdenes de Miranda tuvo que desviarse hacia Lisboa para enfrentar las tropas
napoleónicas y “El desengaño de los americanos fue muy hondo cuando vieron la
actitud del gobierno británico en los conflictos trasatlánticos y les hizo
perder mucho de su confianza en el triunfo” (199). A partir de marzo de 1812
quedó bien claro que Inglaterra se había realmente proclamado neutral;
provocando que el mismo Palacio fuese enviado a Norteamérica para requerir
ayuda –esencialmente armas y oficiales– y si allí no se conseguían, a París.
Aquí tuvo éxito y ya “tomadas estaban todas las disposiciones para dar a los
americanos la necesaria asistencia, cuando tuvo lugar la batalla de Leipzig que
acarreó el total derrumbe de Bonaparte”.
Más adelante Palacio vuelve sobre las
motivaciones legales del secesionismo, derivado de lo ocurrido en la Metrópoli desde
1808. Los patriotas americanos, ante la compleja situación monárquica se habrían
dejado influir por la proclama de Pedro Cevallos razonando que España podía
desconocer las abdicaciones de Bayona, el informe de Jovellanos a la Junta
Central alegando el posible derecho de una nación a rebelarse contra el
gobierno, el principio de la soberanía del pueblo proclamado por las juntas
españolas y, todavía más, el decreto de 15 de octubre de 1809 de la Junta
Central declarando a los criollos iguales en derecho a los españoles.
Por añadidura se hablaba de traición de
los generales que explicaría las continuadas derrotas de los ejércitos
metropolitanos, o de falta de energía del gobierno que incrementaba el
desencanto.
Todo ello habría provocado la creación
de juntas en las capitales americanas que en absoluto se planteaban romper con
“la madre patria”; el secesionismo se habría debido a la incomprensión de la
Regencia y a su desbaratada política colonial, lo que en lugar de desanimar a
los separatistas “redobló su energía y aumentó su número”.
Palacio termina su ensayo con una
afirmación aparentemente crítica: “El retorno de Fernando pudo haber traído el
retorno de la paz”. Puesto que la gente estaría cansada de la guerra, los
dirigentes se sentían frustrados, la mayoría era todavía apática o indiferente
y Fernando sería todavía considerado con devoción. Todo lo habría estropeado
que la noticia del retorno de “el Deseado”, la trajese Morillo con un ejército
de 10.000 hombres, “los sudamericanos vieron entonces claramente que nada
tenían que esperar ni de la nación española ni de su rey. De esta hora arranca
la verdadera revolución, y en forma tan resuelta que ya no puede volverse
atrás” (203-204).
Quizás la frase se entendiese mejor de
tener presente que el ejército de Morillo llegó a Venezuela a mediados de 1815
para restablecer el orden colonial, precisamente tras la ocupación del norte de
la colonia por la gente de Boves. Me malicio que los 10.000 llegaron para
someter no a los llamados patriotas, sino a los llamados realistas, quienes,
sin duda alguna, formarían el grueso de las fuerzas que, supuestamente
dirigidas por Páez, dominaron el escenario durante la última etapa de la guerra
por la independencia.
* * *
La Historia
de Colombia de Guillaume Lallement, político y ensayista francés es bien
curiosa, visión filosecesionista muy próxima a la de Palacio Fajardo
–demasiadas veces produce la impresión de ser sólo una copia– pero aderezada
con eurocentrismos, en algunos casos esperpénticos.[5]
La junta creada en Bogotá en 1810,
notoriamente realista, dejó el poder en manos del virrey, después, encarcelado
por “inteligencia con los agentes del rey Josef”. Lo que condujo finalmente “a
la especie de gobierno democrático menos celoso por la libertad del país que
por las prerrogativas de la antigua capital”. Matiza de inmediato que “la
aristocracia fue la que hacía la revolución: de modo que a lo menos la
obediencia del pueblo no puede considerarse sino como un homenaje a los que
tenían la superioridad moral” (85-86). Algo similar habría ocurrido en Caracas,
donde el general Miranda “se habría declarado contra el gobierno federativo; y
por un inconcebible trastorno de sus principios populares, proponía una
aristocracia que hubiera podido merecer la aprobación aún de la misma
Metrópoli”. Añade Lallement que, “sin duda Miranda tenía por imposible la educación
de la multitud; pero el resentimiento que esta manifestó teniéndose por
ultrajada, probó que aquel se había engañado” (89). Y añade que la derrota
secesionista de 1812 se habría debido, en parte, a la “traición de los
esclavos” (97).
El asesinato de Briceño y demás
patriotas en Barinas puso en evidencia que “los españoles adoptaron contra la
insurrección criolla el horrible medio de guerra con que habían manchado la
defensa de su territorio de Europa contra Napoleón; uso tomado de los caníbales
y que no puede adoptar una nación culta sin cubrirse de eterno oprobio”. Dice a
continuación que “Bolívar derramó lágrimas por Briceño, su camarada y su amigo,
y arrebatado de su dolor juraba vengar sus guerreros sacrificando igual número
de prisioneros españoles; pero al momento después desistió de este proyecto de
represalias indigno de su carácter. Sólo una vez se le verá obedecer al
juramento de su venganza y será disculpado por la necesidad de salvar su
ejército” (115). Lo que evidencia el muy superficial conocimiento que Lallement
tenía de los acontecimientos.
Los secesionistas habrían abolido la
esclavitud, “sin que por eso se promoviese la explosión de aquella turba que no
conoce sino el puñal cuando se halla sin cadenas”, medida que afectó de golpe a
setenta mil africanos “a quienes la antigua política había marcado
ignominiosamente” (123). Añade, la Provincia “encerraba un considerable número
de vagabundos que venían de todas partes buscando su impunidad a la sombra de
las calamidades públicas”; además, “Varios agentes españoles se esparcieron
secretamente en la provincia ofreciendo a los unos una entera libertad [que
según él, como acabamos de ver, ya les habrían concedido los separatistas] y a
los otros asilo y protección [no especifica frente a quien]; y a todos
presentaban armas, siendo la única condición que les imponían la carnicería de
los patriotas”. Tarea en la que habría sobresalido Boves, del que, tras
endilgarle los consabidos adjetivos, dice fue, “el más terrible aunque el más
indigno adversario de Bolívar”; afirma de él y demás jefes realistas, “los
medios de que se valieron y la conducta de estos facinerosos no encuentra
comparación sino en la primera conquista del Nuevo Mundo por los españoles; con
sólo la diferencia que los del día no tenían por excusa la necesidad de batirse
con antropófagos” (123-124). Si nos remontamos al primer apartado de este
trabajo veremos que la historia, comparada o no, es un juego de disparates en
el que todas las combinaciones son posibles.
Por ello llama la atención que tampoco
Lallement mencione la inaudita violencia de Valencia o la huida a Oriente.
La mayoría no escuchaba o se oponía al
proyecto secesionista porque era “un pueblo voluble y flojo que recibía
indiferentemente la libertad o la esclavitud, que va al combate espantado del
ruido de sus cadenas, pero que se tiene por feliz de volver a ellas cuando así
logra que le dejen en ocioso descanso”. Por supuesto no pensó preguntarse el
por qué de ello y recurrió al fácil y socorrido expediente de atribuirlo al
fatalismo étnico: “Para explicar la apatía de la población bastarda, es preciso
recordar los elementos de que estaba compuesta. El papel que hacían los indios
era enteramente pasivo, porque siendo ellos incapaces de reclamar jamás sus
derechos como primeros poseedores del terreno, no comprendían como otros
defendían allí una patria. Por lo que hacía a los esclavos hubiera sido muy
expuesto el elevarlos a todos por arriba de sus obligaciones, los habitantes de
los Llanos, mestizos, negros libres o zambos, no eran bien tratados por ningún
partido que venciese, y así no mostraban adhesión a ninguno. El egoísmo natural
de la clase traficante y de los artesanos, cuya mayor parte eran mulatos, se
hacía más fuerte con los vicios de su educación; porque el estado de siervos
siendo largo, marchita las facultades intelectuales, al modo que una substancia
mortífera corrompe los principios vitales”. Añadía que la aristocracia blanca,
el “alto comercio, las magistraturas civiles y eclesiásticas”, tampoco podía de
pronto penetrarse [...] de los beneficios de la revolución. Concluye el
apartado afirmando que “la voz de la libertad no era escuchada y el despotismo
encontraba siempre a su favor el hábito de la obediencia”. Y, en esta línea,
añade la guinda: desde 1815 los independentistas “promovieron las primeras
insurrecciones y sostuvieron los primeros combates con hombres medio desnudos y
armados de palos y de horquillas. En mucho tiempo no pudieron oponer sino el
arma blanca a las de fuego de Europa, y la España admiraba en esto la obra de
su política que había hecho de sus hijos un pueblo de indios” (1401-143).
Como sus predecesores y continuadores,
Lallement no sabía cómo explicar la derrota final metropolitana. Decía después
de lo que acabo de copiar, “Pero estos ensayos de la multitud y la
perseverancia de los jefes daban grandes ejemplos, inspiraban una generosa
emulación y por último enseñaban a vencer. Los ricos dieron honor a su país,
pagando con el oro que debía afeminarlos, el hierro que hace libres las
naciones, mientras que las reacciones sangrientas del poder acababan de proveer
la decisión de todas las clases” (143-144). Iniciada esta variante, ya son
posibles todos los adjetivos rimbombantes y las frases grandilocuentes. Según
Lallement, los patricios se refugiaron en los bosques con sus familias y
“tomaban a ejemplo de los salvajes aquel género de vida que aumenta las fuerzas
del hombre y disminuye sus necesidades; iban pidiendo su alimento a la tierra y
la venganza al cielo”. Estos nuevos Robinsones crecieron en cantidad y
“excitados por el cuadro de sus miserias e inspirando por todas partes el
terror de una suerte semejante, hicieron partidarios de su causa a los fogosos
habitantes de las llanuras, y de esta mezcla de diferentes causas se vio salir
una multitud de guerrillas invencibles”. De inmediato –ya se había producido la
transubstanciación– menciona las consabidas virtudes de los llaneros,
sobriedad, valentía, infatigabilidad, etc. De Zaraza dice, pongo por caso, “se
negó a las reducciones del poder con un desinterés digno de la antigüedad”. Así
se comprendería el desastre final metropolitano, ya que “todo lo que prepara la
derrota de los soldados europeos, parece combatir a favor de los llaneros”
(145-147).
* * *
Hacia 1840, transcurridos diez años
desde la desmembración de la República de Colombia, persistían las dificultades
para trabar grupos humanos antagónicos y comarcas que bien poco tenían en
común. Los notables recurrían a los artilugios que se ensayaban en todo el
mundo capitalista y se requería, por supuesto, una Historia Oficial nacional a
la que se le encomendaría, no que explicara el pasado de la nación, si no
existía en 1840 difícilmente podía encontrarse en épocas anteriores, sino que
se lo inventara para justificar la inexistente cohesión.
Como en casi todas partes la misión
recayó en un creador de pluma fácil y dispuesto a obrar por encargo. Rafael
María Baralt, abogado y poeta, capacitado para pergeñar lo que hiciese falta, aceptó
para ingresar en el gremio de los juiciosos.[6] Y
como doquier el engendro alcanzó la fortuna, las escuelas posteriores sin
excepción no han hecho sino remozar con el barniz correspondiente (positivista,
marxista, etc.) el esquema baraltiano –falaz e increíble– que nadie ha osado
modificar.
El derrocamiento de Emparan el 19 de
abril de 1810 –mucho más tarde se encargó a la HO testificar que ésta fue una fecha clave en la independencia– se
debió a su violencia, contrastando con el buen recuerdo que dejó en Cumaná;
ello molestó tanto a criollos como a españoles del cabildo o del ejército que,
además, temían que el capitán general reconocería a José Bonaparte como rey,
pues se le tenía por afrancesado. Momentáneamente sólo se creó una junta
similar a las metropolitanas, pues casi nadie pensaba en emanciparse excepto
“los más nobles, ricos e ilustrados, porque a decir verdad las clases más
numerosas del pueblo, miserables e ignorantes, ni siquiera concebían el sentido
de la palabra, mucho menos la conveniencia de variar un orden de cosas a que
les apegaban varias y fuertes simpatías” (II, 46). Particularidad en la que
insistía poco más adelante sin olvidar los consabidos adjetivos peyorativos,
“Pero valga la verdad. La revolución estaba aún muy lejos de tener un carácter
popular […]. El pueblo, ese ente que cada partido define a su manera, que todos
creen tener a su disposición, que todos llaman en el momento del peligro, que
todos olvidan después de la victoria y con quien todos en fin procuran
justificar su conducta y disculpar sus errores, fluctuaba aquí por lo general
entre sus hábitos perezosos y serviles y el deseo de novedades, la curiosidad y
la afición a destruir; sentimientos innatos en las turbas” (II, 76-77).
La junta caraqueña adoptó netas medidas
liberales como la abolición del tributo indígena o la prohibición de nuevas
entradas de africanos a la vez que derogaba una reciente ordenanza sobre vagos
(medida que se menciona reiteradamente pero jamás se explicita). Cómo no, tuvo
que hacer frente a sus propios extremistas que pretendían radicalizar el
proceso con motivo, pongo por caso, de la masacre de Quito; que temía
provocasen “trastornos y anarquía”, pues se les consideraba “atizadores del
pueblo” (II, 61).
En esta historia que, insisto, no tiene
pies ni cabeza, ni nadie pretende que los tenga, el pueblo puede ser insultado,
zarandeado o manipulado. No intervino el 19 de abril, lo querían atizar los
radicales o puede salir a escena repentinamente. A la llegada de Miranda, la
Junta no deseaba que desembarcara tan ardiente republicano, pero el pueblo le
hizo saltar en tierra de mano poderosa” (II, 63).
El alistamiento de esclavos por Miranda
“sobre violento era perjudicial en aquellas circunstancias. “Atacaba la
propiedad e indisponía contra la revolución a la clase más valiosa de aquella
sociedad”; la medida, insiste, sólo proporcionó al ejército “unos cuantos
hombres inmorales y cobardes” y “aumentaba la miseria y el desorden” (II,
115-116). Y la insurrección de las esclavitudes de los alrededores de Caracas
provocó la derrota de la Primera República.
También es chocante la interpretación de
la incuestionable y lamentable violencia. Mentando la de Zuazola en Oriente,
dice que hombres y mujeres, niños y ancianos, fueron “desorejados o desollados
vivos” y me sorprende oír de aquella región algo que desgraciadamente se había
extendido en el Llano. Afirma a continuación que aquél no perpetraba siempre
los mismos suplicios, variábalos y combinábalos de mil maneras, para procurarse
el gusto de la novedad. Las fieras matan por necesidad, por instinto; sólo el
hombre mata por placer y Zuazola [era] el más fiero y atroz de los nacidos” (II,
137).
Más rocambolesco es el intento de
justificar el decreto de guerra a muerte. Estando todavía Bolívar en Cúcuta,
Antonio Nicolás Briceño formó un pequeño cuerpo franco que, actuando al margen
del Libertador, había decidido asesinar a cuanto español o canario se
consiguiese, repartiéndose sus bienes y valiendo el asesinato para ascender en
el escalafón. Bolívar habría combatido el proyecto “haciéndole ver el mal que
haría a la causa que defendían la inmoralidad de aquel convenio”. Briceño,
fingió obedecer, pero publicó un edicto en San Cristóbal de guerra a muerte y
ofreciendo la libertad a los esclavos que mataran a sus propietarios. El Libertador
ordenó su detención para someterle a un consejo de guerra, Briceño consiguió
escapar, pero cayó en manos de los realistas, “El desenlace de este drama
estrafalario y odioso fue correspondiente a sus principios, pues el comandante
español de Barinas, don Antonio Tiscar mandó fusilar a Briceño y a sus
compañeros, en justa represalia, es verdad”, pero también habría mandado
fusilar a algunos vecinos por “sus connotaciones o amistad con el cabeza de
aquella loca empresa”. Al tener noticia en Mérida de los fusilamientos, Bolívar
“concibió el más grande y trascendental de sus pensamientos revolucionarios: el
de la guerra a muerte. De hecho
estaba ésta declarada y se hacía por los españoles con notable violencia” (II,
164-167). Lecuna, en nota a pie de página, precisa que Briceño y los suyos
fueron ejecutados el mismo día que Bolívar firmaba el decreto. Y asombrosamente
añade, “Para tomar esta tremenda medida junto con la causa que expresa el
autor” (sic, cuando por las fechas era imposible), tuvo en cuenta un despacho
de Monteverde autorizando a “pasar a cuchillo a los insurgentes que osasen
resistir con las armas a las tropas del rey; y especialmente la necesidad de
crear el sentimiento de la nacionalidad, a fin de impedir que cuerpos enteros,
acobardados por el terror que inspiraban los españoles, se pasasen a los
enemigos en los combates”.
Baralt remacha más tarde diciendo que
las palabras del decreto “eran de aquellas con que el hombre fuerte, de grande
espíritu y profundas pasiones, domina y arrebata las almas inferiores, y a
pesar suyo les conduce a ejecutar los vastos fines que él sólo es capaz de
concebir y pretender” (II, 169). Posiblemente el tema le preocupaba y no sabía
muy bien cómo justificarlo; más adelante dice de Boves que “pagando muerte con muerte
ejercía una represalia autorizada por el decreto formidable de Trujillo” (II,
185).
Así, pongo por caso, Baralt calificaba a
Boves de sanguinario matizando a continuación, “una necesidad política, el
hábito que embota la sensibilidad, y acaso una disposición natural, sin la cual
ese hábito raras veces se adquiere, le conducían como un torrente a la
destrucción de cuanto se le oponía; pero conservando en medio de aquellos
estragos su carácter indolente y fiero de marino, sin detenerse a ver como expiraban
sus víctimas”. Y trazaba una comparación con Morales de la que aquél salía
beneficiado: “Morales, sólo comparable a Zuazola, era como él despiadado por
placer, cruel por instinto. Humilde además y villano, unía éste a sus entrañas
de fiera las de avaro, y en ocasiones solamente por despojar destruía; a tiempo
que Boves, despreciando cualquiera cosa que no fueran las armas, dejaba a la
soldadesca el infame provecho del botín. Valiente, impetuoso y terrible, era
siempre el primero en el peligro. El coraje de Morales no era otra cosa que el
del tigre, que acecha su presa y al descuido se abalanza sobre ella y le
devoran” (II, 185).
En esta línea menciona asesinatos de
militares y civiles tras la rendición de Valencia, pero no el famoso baile.
Tampoco narra, con la grandilocuencia de la historiografía posterior, la
emigración a Oriente, se limita a decir, “Imposible es recordar sin
estremecerse los desastres que experimentó aquella pobre gente. El hambre, las
enfermedades, los animales dañinos de los bosques y el hierro del enemigo a
porfía se cebaron en ella”. Y dice Lecuna, en nota, que “Boves no se atrevió a
perseguirlos” y que Morales se desplazó hacia Oriente “por la vía de los
Llanos” (II, 277).
Como mínimo es curiosa su afirmación de
que la marcha de Boves fue un mal para Caracas –habría actuado menos cruelmente
que Quero– y añade Baralt del asturiano “como todo hombre valeroso, tenía
momentos de generosidad y aún de clemencia: era ignorante, pero no indócil al
consejo; y por una peculiaridad de su carácter, oía con placer y deferencia él
de las gentes honradas” (II, 278-279).
Es también peculiar la opinión de Baralt
sobre los seguidores de Boves o, mejor dicho, sobre el grueso del bando
supuestamente realista en la segunda fase de la guerra. Es, cómo no, simple,
maniquea y despectiva: los llaneros eran la encarnación del mal, estaban
inclinados naturalmente al pillaje y al asesinato, pero a la vez eran una
fuerza bruta sin voluntad a la que alguien debía pinchar para que se moviese.
En las llanuras, Yáñez y Boves sabiendo “el gran provecho que podía sacarse de
sus habitantes, procuraron atraérselos a su partido con toda clase de halagos y
promesas. Nada por otra parte era más fácil que determinar a los llaneros a
tomar parte en una lucha que desde el principio se presentaba favorable para
ellos; pues ni se les obligaba a la disciplina de un cuerpo reglado, ni había
límites en el desorden y el pillaje”. Añade Baralt que Yáñez y Boves eran los
hombres adecuados, “intrépidos ambos, olvidados de toda idea de lo bueno y de
lo malo y desapegados a la disciplina, reunían en sus personas los dos grandes
resortes que hacen mover a un pueblo nómada y guerrero: el valor personal y la
astucia, sin los cuales no hay respeto hacia el jefe, y la dureza que autoriza
el desenfreno” (II, 195-196).
Y de inmediato menciona unos hechos que
me malicio no han sido debidamente atendidos; las matanzas de Campo Elías, en
especial en Calabozo contra “vecinos indefensos”, provocando que, los llaneros,
“resentidos, abandonaron sus pueblos y se reunieron a Boves, buscando en él un
vengador”. Lecuna, en nota, parece justificar la violencia de Campo Elías,
diciendo, “la subversión en los Llanos y en todo el país venía aumentando por
una reacción natural en favor de España, a medida que llegaban las noticias de
la liberación de la Península del dominio francés” (II, 198). Me atrevería a
pensar que la subversión no era precisamente filohispánica y mucho menos
fernandista, sino que estaría vinculada a la insurgencia antiexcedentaria que
reiteradamente he mencionado en estos trabajos. Páginas más adelante, Baralt
insiste en que la crueldad de Campo Elías incrementó el número de seguidores de
Boves, pero él lo acrecentó “con una medida que añadía al descontento el cebo
del latrocinio. Y fue la de publicar la circular en la que prometió el pillaje
de todas las poblaciones patriotas a los individuos que se les unieran” (II,
211-212).
Inventarse por qué las gentes de las
sabanas siguieron a Boves tiene un más difícil todavía, fantasear sobre la causa
de que el grueso de las tropas patriotas después de 1815 estuviese formado
también por llaneros coordinados por Páez. Por supuesto, ahora la HOP no puede recurrir al maniqueísmo ni
abusar de adjetivos peyorativos; y dadas las dificultades del ejercicio el
resultado suele ser absurdo o confuso. Baralt lo atribuye a un error de
Morillo, al menospreciarlos, al privar a tantos jefes realistas de sus
despachos y al despedir a la mayoría con ultrajes, y añade “Por fortuna el pago
lo recibieron aquellos soberbios luego al punto, porque los más distinguidos
militares del país, despechados como enemigos, fueron a buscar entre sus
hermanos amigos y venganza” (II, 305-306).
En esta historia elitesca también tiene
una trascendencia sobrenatural el caudillo de turno que incluso puede hacer
cambiar de bando a todos sus seguidores. Y, por supuesto, a Páez no se le
podían endilgar los mismos calificativos que a Boves, entre otras cosas porque
mandó escribir la historia a Baralt. Habría sido “como debe serlo todo jefe de llaneros, afable y familiar en su trato
con ellos, diestro en sus ejercicios e indulgente, con estas prendas y un valor
verdadero, en ocasiones impetuoso e imprudente, en ocasiones frío y cauto, pero
siempre afortunado” (II, 349).
Insisto en la confusión interna dentro
de un mismo discurso; páginas más adelante Baralt dice que los dirigentes
patriotas debieron huir del Llano aterrorizados porque no se habituaban a la
forma de vida y a la táctica de los llaneros, y añadía que el estado perpetuo
de guerra en que se hallaba la comarca, la miseria, el encono de las pasiones y
el hábito, en fin, de las matanzas y del robo, habían desarrollado por
desgracia en la desalmada soldadesca una gran disposición al latrocinio y a las
violencias [...]. Porque, en verdad, ¿cómo impedir las violencias de
innumerables partidas que recorrían las llanuras, ni las de muchos hombres
malos que, so color de hacer la guerra a los españoles, vagaban sin sujeción a
nadie, cometiendo excesos inauditos?” (II, 359). Y mucho más adelante reconoce
que a principios de 1819, Bolívar consiguió la reconciliación con Páez que
habría sido necesaria para neutralizar a “los envidiosos, los enemigos
encubiertos de la república, los chismosos y revolvedores, que habían sido
causa de la desavenencia” (II, 434-435).
* * *
El pergeño de Restrepo recuerda al de
Baralt, tanto que muchos párrafos parecen copia textual. Hay, pero, algunas
variantes: en un balance de la Segunda República dice que Boves y otros jefes
españoles, “A nombre de la religión y del Rey conmovieron a los indios, negros,
zambos y mulatos de Venezuela, especialmente de las llanuras de Calabozo y de
Apure, a los que armaron lanzándolos contra los blancos. Aquellos, tan feroces
como valientes, soltaron la rienda a todos los excesos que les permitían los
jefes realistas. Con el cebo del saqueo, del robo, del asesinato y de otros
muchos crímenes, casi todas las castas de Venezuela se armaron contra los
criollos blancos que habían hecho y sostenían la revolución para dar a su
patria independencia, libertad e igualdad” (III, 215-216).
Es la consabida interpretación de unas
depravadas masas sin voluntad que se podían excitar fácilmente de permitirles
robar y asesinar, excesos por los que no se inclinaban de forma espontánea,
dada su abulia verdaderamente aplastante. Ya puesta en marcha, la masa se
descontrolaba y llegó a tramar un plan, “una horrible conspiración para
degollar a los blancos”. Pero Morillo llegó a tiempo y tomó las medidas
pertinentes para evitar el exterminio. Y pienso que a continuación da una de
las claves para entender la llegada, precisamente a Venezuela, del ejército
metropolitano, “Sin embargo, sus habitantes [de Venezuela, y queda claro que
sólo los blancos eran habitantes] habrían continuado viviendo sobre un volcán
pronto a hacer una terrible explosión, si el arribo de una numerosa expedición
de tropas españolas no hubiera asegurado la tranquilidad pública contra el
desenfreno militar y las maquinaciones de las castas” (III, 217).
En efecto, insiste en que las máximas
autoridades españolas habrían oficiado reiteradamente a la Metrópoli que sin
tropas suficientes sería imposible “restablecer la obediencia y la debida
subordinación de los inferiores”; que sin ella “los indios, negros, zambos y
mulatos, armados imprudentemente para destruir a los republicanos, podían hacer
una revolución que sería aún más horrible y sangrienta que la que iba
terminándose de los llamados patriotas” (III, 218).
Queda claro, aunque en ningún momento lo
diga explícitamente, que en las sabanas la situación, en 1815, tras la llegada
del ejército expedicionario, volvió a ser la misma de antes de 1812 o antes de
1808. Los escurridizos de la región “no teniendo por lo común otras armas que
la lanza y el caballo, perseguidos como bandoleros, algunas veces desesperados,
formaban grandes reuniones y se atrevían a atacar los cuerpos realistas” (III,
234); los españoles les temían “como unos forajidos que cometían toda especie
de crímenes” (III, 255). Añade Restrepo que no fue hasta después de Mucuritas,
principios de 1817, que Bolívar, el independentista, propuso una alianza a
Páez, el hombre que los llaneros había escogido para coordinar su resistencia.
Bolívar y llaneros –antiguos enemigos– tenían ahora en común la resistencia a
las tropas españolas, pero por razones bien distintas (III, 327). Y por si
quedaba duda alguna lo remata páginas más adelante, diciendo que el ejército
del Apure era en 1818 “un conjunto de llaneros valientes, pero sin disciplina,
y acostumbrados en lo general a cometer cualesquiera crímenes, que no siempre
se podían castigar [...] su obediencia y sumisión al jefe de la República era
entonces solamente de nombre. Amaban la independencia de toda autoridad
superior y por tanto era harto difícil que inmediatamente se sometieran y
respetaran las órdenes del Jefe Supremo”. Y añade en nota a pie de página “Los
llaneros que mandaban Páez, Sarasa, Monagas [...] eran los mismos en gran parte
y de igual raza de los que reunieron en 1813 y 1814 Boves, Morales, Yáñez y
Rosete; tenían, pues, los mismos vicios y la misma insubordinación” (III,
375-376).
Pienso que es muy esclarecedora la
noticia de que en 1818, al conocerse en Caracas la derrota de Morillo en Calabozo
frente a los llaneros de Páez, casi tres mil personas se trasladaron
despavoridas a La Guaira para embarcar, igual como huyeron a la llegada de
Boves a mediados de 1814 (III, 382-383).
* * *
Insisto, lo he dicho reiteradamente, en
la incoherencia del discurso de la HO,
es absurdo, inverosímil e ilógico. No resiste la más mínima crítica.
En 1959 se editó como folleto la voz “Bolívar”
que Marx había escrito para la British
Encyclopedia, posiblemente por
encargo puramente crematístico. Es un artículo de circunstancias y lleno de
errores factuales que levantó una injustificada polvareda. Poco después, el
académico venezolano Ángel F. Brice escribió una réplica inefable. Su primer
gran argumento, denunciados los garrafales lapsus, es que “mal podía Marx estudiar
la revolución hispanoamericana a través del fenómeno económico, cuando en la
época en que escribía ni se pensaba siquiera que ese fenómeno hubiera podido
tener influencia en el movimiento separatista” y, a continuación, un segundo
argumento, tan rotundo como el primero, “Es muy dudoso que ideas materiales
hubieran tenido influencia decisiva en la lucha Magna, dado su amor a la
gloria, a la libertad y a la soberanía popular que, como bien se sabe, acicateó
en todo momento el pensamiento y la acción del Libertador” (12).
Brice añadió el consabido panegírico del
héroe, “es necesario no haber leído la verdadera historia [...] para no saber
que el Libertador se caracterizó por una nobleza sin par, por una generosidad
inigualada y por un desprendimiento tan excelso que su lucha está dirigida a
implantar la igualdad de los hombres, sin distinguir nacimiento, color ni
religión”; hasta el extremo de afirmar a continuación, “si alguna verdad es
indiscutible, es aquella que nos presenta a nuestra Guerra de la independencia
cual un verdadero rasero, porque así como sembraba la libertad en los pueblos
lo hacía con la igualdad también [...]. Bien puede decirse, pues, que la labor
del Libertador fue formar una sola clase, la de los ciudadanos libres” (18-19).[7]
De alguna manera el opúsculo de Ricardo
Martínez puede ser el broche para cerrar estas páginas. Una interpretación
marxista de la independencia a través de la reseña del Bosquejo de la historia política de las Américas de William Z.
Foster. Según Martínez “En Venezuela el curso de !as guerras de la
independencia fue distinto, porque el movimiento separatista que se inicia el
19 de abril se proponía darle el poder a las oligarquías [...].Tales planes
políticos tuvieron como opositores a las grandes masas esclavas dirigidas por
los heroicos llaneros y los elementos pobres y explotados de las ciudades,
resueltos a destruir la estructura económica y social esclavista, premisa
esencial para librar con éxito la guerra contra el dominio colonial español”
(71-72). Y añade poco más adelante que a pesar de la muerte de Boves su obra
sería indestructible, pues “el régimen esclavista que era la base del sistema
colonial había recibido un golpe de muerte [...]. La simiente de la
nacionalidad venezolana, plantada por los ejércitos de Boves continuaría
germinando; la guerra de clases que había librado Boves al dar a luz los
primeros gérmenes de la nacionalidad, abría el camino a la guerra de liberación
del yugo colonial español”. Y pregona a continuación “El continuador de la lucha
de Boves tenía que surgir de la única región en la cual las condiciones
materiales estaban maduras para, de nuevo, servir de arsenal y suplir las
vanguardias que habían de librar la lucha por la independencia: los llaneros”
(88-89).
Y remacha afirmando que “la guerra
contra los esclavocratas que había librado Boves, y que parcialmente continuaba
librando Páez, había abierto el camino para la guerra de liberación nacional
que solamente Bolívar podía realizar con éxito” (92).
Bibliografía
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p.
MARX, Carlos, Simón Bolívar.
Prólogo de S. López Montenegro. Buenos Aires, 1959, Ediciones de Hoy.
PALACIO FAJARDO, Manuel, Bosquejo
de la Revolución en la América Española, Caracas 1953, Secretaría General
de la Conferencia Interamericana. Primera edición 1817.
RESTREPO, José Manuel, Historia
de la revolución de la república de Colombia, Medellín, 1969, Bedont, 5
vols. Primera edición 1827.
TORRENTE, Mariano, Historia de la revolución hispanoamericana, Madrid, 1829-1830.
Imprenta de Moreno, 3 vols.
* Raimon (1940),
famoso y apreciado autor y cantante catalán, el verso dice:
Cuántos hombres
se
necesitan para hacer un
país?
¿Cuántos
países
para
hacer el mundo?
Cuántas
libertades
para
hacer la democracia?
Libertades. (Nota
AGS)
[1] En 1859 la hija del
general Pedro Zaraza, uno de los dirigentes llaneros, se dirigió al Congreso de
la República significando que se encontraba en la miseria viviendo de la
caridad pública, por lo que pedía una pensión. En la solicitud, hablaba de su
padre cuando "vagaba en los Llanos con su falanje de valientes llaneros
circumbalado de nuestros enemigos [...] cuando no tenía más patria que la
tierra que pisaba”. Archivo Histórico de la Cámara de Diputados, Caracas,
Congreso Nacional, AP, 351, 1859, 418-431. He parafraseado la última expresión
para titular esta entrega.
[2] Aparentemente la
cuestión le obsesionaba; insistía pocas páginas más adelante al significar que
las causas materiales fueron adventicias, que “lo esencial para una revolución
es tener un ideal, un interés y encontrar quien lo realice. En América lo
inició –como siempre ocurre cuando se emprenden cambios de tal índole– un grupo
oligárquico, la élite, los mejor preparados por la riqueza, la posición, los
viajes, la cultura. Como en América había castas emprendieron el cambio los de
la casta superior; es decir, los criollos; es decir, los blancos; es decir los
vástagos del español. Ellos enrolan más tarde, y paulatinamente, a los demás
hijos de América, de toda casta y color; los enrolaron no sin dificultades,
después de múltiples vicisitudes por conseguirlo, después de un proceso lento
de ideas y nociones nuevas en el alma de las clases inferiores de aquella
heterogénea sociedad” (27).
[3] “Nueva Granada” en La revolución francesa y el mundo ibérico,
Madrid, 1989, Turner, 525-575.
[4] “Desde que
principió la revolución francesa i que salieron de aquellas fábricas de
impiedad i del desorden discursos i escritos incendiarios, trazados por cabezas
empapadas en el furor revolucionario, i presentados a la Europa como
emanaciones del raciocinio i corolarios de sus principios políticos sancionados
por la moderna filosofía, en contradicción con los dictados del derecho
establecido, base fundamental de toda sociedad bien organizada” (l, 50-51).
[5] Republicano radical
tuvo que exiliarse en Bélgica y Prusia. La edición francesa, Histoire de la Colombie, apareció en
1826. Pero es más conocido por su obra en 22 volúmenes Choix des rapports, opinions et discours prononcés à la tribune
nationale depuis 1789, aparecida entre 1818 y 1823.
[6] “Apenas alcanzada
la treintena, Baralt contrajo matrimonio con una señorita de conocida familia
caraqueña [...] y dio prueba de querer orientar su vida hacia fines más serios
y adecuados a su carácter y a su preparacién. Así lo demostró con la
terminación de su obra capital [...] el Resumen de la historia antigua y
moderna de Venezuela”. Cfr. Diccionario
biográfico de Venezuela, Madrid 1953, Cárdenas-Sáenz de la Calzada y
compañía, 1.558 páginas (cita en 111).
[7] Es curiosa la cantidad
de adhesiones, ideología al margen, que ha recibido tan fabulosa hipótesis.
Brito Figueroa, sin duda alguna piensa lo mismo y cree que “En esto, nuestra
historia es singular y ese fenómeno constituye un aporte del proceso social
venezolano a América Latina y por su significación a la historia de la
humanidad. Escasos son los pueblos en el mundo que cuentan con una tradición
revolucionaria en la que se funden dinámicamente lo específicamente nacional y
lo social igualitario”. En prólogo a Laureano Vallenilla Lanz Obras completas, Caracas, 1983,
Universidad Santa María, I, XI. Y el mismo desvarío –la guerra de la
independencia acabó con las clases sociales en Venezuela– sostiene el académico
Tomás Polanco Alcántara en su contestación –en las dos acepciones de la
palabra– al discurso de ingreso en la misma academia de Mario Sanoja Obediente,
un modelo de esquema marxista de la historia de Venezuela, Ideas sobre el origen de la nación venezolana, Caracas, 1987, ANH,
54.
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