Reflexiones de Freire 25 años después de la Pedagogía del
oprimido conllevan a reafirmar posiciones como las afirmaciones en contra del
sectarismo porque niega la historia como posibilidad al asumir que al
socialismo se llega automáticamente y no por vía de la lucha y la organización
popular “fatalismo libertador” le llama, o el otro fatalismo según
el cual no hay posibilidad de triunfo. Asume posición crítica y distancia en
cuanto al lenguaje machista que discrimina a las mujeres al referir por ejemplo
“todos los hombres” bajo el supuesto que se s hallan las mujeres y asume esta
deuda de lenguaje de sus libros de la década de los años setenta. Asimismo
reflexiona sobre el miedo a la libertad de muchos oprimidos en quienes se
introyecta el opresor. Rico texto para un breve comentario de presentación.
A veinticinco años de la Pedagogía del oprimido
(Tomado de: Paulo
Freire. Pedagogía de la esperanza/
Un reencuentro con la Pedagogía del Oprimido.
México, Editores Siglo XXI, 1993, Capitulo II)
Hoy, a más de veinticinco años de
distancia de aquellas mañanas, de aquellas tardes, de aquellas noches, viendo,
oyendo, casi tocando con las manos certezas sectarias, excluyentes de la
posibilidad de otras certezas, negadoras de las dudas, afirmadoras de la verdad
poseída por ciertos grupos que se llamaban a sí mismos de revolucionarios,
reafirmo, como se impone a una Pedagogía
de la esperanza, la posición asumida y defendida en la Pedagogía del oprimido contra los sectarismos, siempre castradores,
y en defensa del radicalismo crítico.
En realidad, el clima preponderante
entre las izquierdas era el del sectarismo que, al mismo tiempo que niega la
historia como posibilidad, genera y proclama una especie de “fatalismo
libertador”. El socialismo llega necesariamente... es por eso que si llevamos
la comprensión de la historia como “fatalismo libertador” hasta sus últimas
consecuencias, prescindiremos de la lucha, del empeño en la creación del
socialismo democrático, como empresa histórica. Desaparecen así la ética de la
lucha y la belleza de la pelea. Creo, y más que creo, estoy convencido de que
nunca hemos necesitado tanto de posiciones radicales –en el sentido en que
entiendo la radicalidad en la Pedagogía
del oprimido– como hoy. Para superar, por un lado, los sectarismos basados
en verdades universales y únicas y, por el otro, las acomodaciones “pragmáticas”
a los hechos, como si éstos se hubieran vuelto inmutables, tan al gusto de
posiciones modernas los primeros, y modernistas las segundas, tenemos que ser
posmodernamente radicales y utópicos. Progresistas.
Mi último período en Chile,
precisamente el que corresponde a mi presencia en el Instituto de Capacitación
e Investigación en Reforma Agraria, al que llegué al comenzar mi tercer año en
el país, fue uno de los momentos más productivos de mi experiencia de exilio.
En primer lugar llegué a este instituto cuando ya tenía cierta convivencia con
la cultura del país, con los hábitos de su pueblo, cuando las rupturas
político-ideológicas dentro de la democracia cristiana ya eran claras. Por otro
lado, mi actividad en el ICIRA correspondió también a las primeras denuncias
que circularon contra mí en los y por los sectores más radicalmente derechistas
de la democracia cristiana. Decían que yo había hecho cosas que jamás hice ni
haría. Siempre he pensado que uno de los deberes éticos y políticos del
exiliado es el respeto al país que lo acoge.
Aun cuando la condición de exiliado no
me transformaba en un intelectual neutro, no tenía en absoluto el derecho a
inmiscuirme en la vida político-partidaria del país. No quiero ni siquiera
extenderme sobre los hechos que rodearon las acusaciones contra mí, fáciles de
invalidar por su absoluta inconsistencia. De cualquier modo, sin embargo, al
ser informado de la existencia del primer rumor, tomé la decisión de escribir
los textos de los temas que tuviera que tocar en los encuentros de capacitación,
y al hábito de escribir los textos sumé el de discutirlos, siempre que fue
posible, con dos grandes amigos con quienes trabajaba en el ICIRA: Marcela
Gajardo, chilena, hoy investigadora y profesora en la Facultad Latino-Americana
de Ciencias Sociales, y José Luiz Fiori, brasileño, sociólogo, hoy profesor de
la Universidad de Río de Janeiro.
Las horas que pasábamos juntos,
discutiendo descubrimientos y no sólo mis textos, debatiendo dudas,
interrogándonos, confrontándonos, sugiriéndonos lecturas, asombrándonos, tenían
para nosotros tal encanto que casi siempre nuestra plática, a partir de cierta
hora, era la única que se oía en el edificio. Ya todos habían abandonado sus
oficinas y nosotros seguíamos ahí, tratando de comprender mejor lo que había
detrás de la respuesta de un campesino a un desafío planteado en un círculo de cultura.
Con ellos debatí varios momentos de la Pedagogía del oprimido, que aún estaba
en proceso de redacción. No tengo por qué negar el bien que me hizo la amistad
de ambos y la contribución que me dio su aguda inteligencia.
En el fondo, mi paso por el Instituto
de Desarrollo Agropecuario, por el Ministerio de Educación, por la Corporación
de la Reforma Agraria, mi convivencia con sus equipos técnicos, a través de los
cuales me fue posible tener ricas experiencias en casi todo el país, con un
sinnúmero de comunidades campesinas, entrevistando a sus dirigentes; la propia
oportunidad de vivir la atmósfera histórica de la época, todo eso me resolvía
dudas que había traído al exilio, me profundizaba hipótesis, me reafirmaba
posiciones.
Vivir la intensidad de la experiencia
de la sociedad chilena, de mi experiencia dentro de esa experiencia, me hacía
repensar siempre la experiencia brasileña cuya memoria viva había traído
conmigo al exilio, y así escribí la Pedagogía
del oprimido entre 1967 y 1968. Texto que retomo ahora, en su “mayoría de
edad”, para volverlo a ver, a pensar, a decir. Para decir también, puesto que
lo retomo en otro texto que también tiene su discurso que, del mismo modo,
habla por sí mismo, hablando de la esperanza.
En tono casi de conversación, no sólo
con el lector o la lectora que busca ahora por primera vez la convivencia con
ese texto, sino también con quienes lo leyeron hace veinte años y que ahora,
leyendo este repensar, se aprestan a releerlo, quisiera señalar algunos puntos
a través de los cuales se podría redecir mejor lo dicho.
Creo que un punto interesante sobre el
cual comienzo a hablar es el de la gestación misma del libro que, en cuanto
incluye la gestación de las ideas, incluye también el momento o los momentos de
acción en que se fueron generando y los de ponerlas en el papel. En realidad,
las ideas que es preciso defender, las que implican otras ideas, las que se
repiten en varias “esquinas” de los textos a las que los autores y las autoras
se sienten obligados a regresar de vez en cuando, se van gestando a lo largo de
su práctica dentro de la práctica social mayor de que forman parte. En este
sentido hablé de las memorias que llevé conmigo al exilio, algunas conformadas
en la infancia lejana, pero de real importancia hasta hoy en la comprensión de
mi comprensión o de mi lectura del mundo. Es por eso también que hablé del
ejercicio al que siempre me entregué en el exilio, dondequiera que estuviese el
“contexto prestado”: el de, experimentándome en él, pensar y repensar mis relaciones
con y en el contexto original. Pero si las ideas, las posiciones que había que
expresar, explicar, defender en el texto venían naciendo en la
acción-reflexión-acción en que participamos, tocados por recuerdos de sucesos
ocurridos en viejas tramas, el momento de escribir se constituye como un tiempo
de creación y de recreación, también, de las ideas con que llegamos a nuestra
mesa de trabajo. El tiempo de escribir, además, va siempre precedido por el de
hablar de las ideas que después se fijarán en el papel. Por lo menos así se dio
conmigo. Hablar de ellas antes de escribir sobre ellas, en conversaciones con
amigos, en seminarios, en conferencias, fue también una forma no sólo de
probarlas, sino de recrearlas, de parirlas nuevamente: después se pulirían
mejor las aristas cuando el pensamiento adquiriera forma escrita, con otra
disciplina, con otra sistemática. En ese sentido, escribir es tanto rehacer lo
que se ha venido pensando en los diferentes momentos de nuestra práctica, de
nuestras relaciones, es tanto redecir lo que antes se dijo en el tiempo de
nuestra acción, como leer seriamente exige de quien lo hace repensar lo
pensado, reescribir lo escrito y leer también lo que antes de constituir el
escrito del autor o de la autora fue cierta lectura suya.
Pasé un año o más hablando de aspectos
de la Pedagogía del oprimido. Los
hablé con amigos que me visitaban, los discutí en seminarios y cursos. Un día
mi hija Magdalena llegó a llamarme la atención sobre el hecho, delicadamente.
Sugirió que contuviera un poco mis ansias de hablar sobre la Pedagogía del oprimido, aún no escrita.
No tuve fuerzas para vivir esa sugerencia: continué hablando apasionadamente
del libro como si estuviera –y en realidad estaba– aprendiendo a escribirlo.
No podría olvidar, en ese tiempo de
oralidad de la Pedagogía del oprimido,
una conferencia, la primera, que pronuncié sobre el libro en Nueva York, en
1967.
Era mi primera visita a Estados Unidos,
adonde me habían llevado el padre Joseph Fitzpatrick y monseñor Robert Fox, ya
fallecido.
Fue una visita sumamente importante
para mí, sobre todo por lo que pude observar en reuniones en áreas
discriminadas, de gente negra y puertorriqueña, a las que fui invitado por
educadoras que trabajaban con Robert Fox. Había muchas semejanzas entre lo que
ellas hacían en Nueva York y lo que yo había hecho en Brasil. El primero en
percibirlas fue Iván Ilich, quien propuso entonces a Fitzpatrick y a Fax que me
llevasen a Nueva York.
En mis andanzas y visitas a los diferentes
centros que mantenían en distintas zonas de Nueva York, pude comprobar, rever,
comportamientos que expresaban las “mañas” necesarias de los oprimidos. Vi y oí
en Nueva York cosas que eran “traducciones”, no sólo lingüísticas,
naturalmente, sino sobre todo emocionales, de mucho de lo que oyera en Brasil y
de lo que más recientemente venía oyendo en Chile. La razón de ser del
comportamiento era la misma, pero la forma, lo que yo llamo el “ropaje”, y el
contenido eran otros.
Hago referencia a uno de esos casos en
la Pedagogía del oprimido, pero no vendrá mal tratarlo ahora en forma más
amplia.
En una sala, participantes del grupo,
negros y puertorriqueños. La educadora apoya en el brazo de una silla una foto
artística de una calle, la misma en una de cuyas casas nos encontrábamos y en
cuya esquina había casi una montaña de basura.
– ¿Qué vemos en esta foto? –preguntó la
educadora–.
Hubo un silencio como siempre hay, no
importa dónde y cuándo hagamos la pregunta. Después, enfático, uno de ellos
dijo con falsa seguridad:
Vemos ahí una calle de América Latina.
–Pero –dijo la educadora– hay anuncios
en inglés...
Otro silencio cortado por otra
tentativa de ocultar la verdad que dolía, que hería, que lastimaba.
–
O es una calle de
América Latina y nosotros fuimos allá y les enseñamos inglés, o puede ser una
calle de África.
– ¿Por qué no de Nueva York? –preguntó
la educadora–.
–
Porque somos Estados
Unidos y no podemos tener eso ahí –y con el dedo señalaba la foto.
Después de un silencio más prolongado
otro habló y dijo, con dificultad y dolor pero como si se quitase de encima un
gran peso:
–
Tenemos que reconocer
que ésa es nuestra calle. Aquí vivimos.
Al recordar ahora aquella sesión, tan
parecida a tantas otras en que participé, al recordar cómo los educandos se
defendían en el análisis, en la “lectura” de la codificación (foto), procurando
ocultar la verdad, vuelvo a oír lo que meses antes había oído de Erich Fromm en
Cuernavaca, en México. “Una práctica educativa así –me dijo en el primer
encuentro que tuvimos por mediación de Iván Ilich y en que le hablé de cómo
pensaba y hacía la educación– es una especie de psicoanálisis histórico,
sociocultural y político”.
Sus palabras eran pertinentes, eran
confirmadas por la afirmación de uno de los educandos, con que los demás
concordaban: “ésa es una calle de América Latina, fuimos allá y les enseñamos
inglés”, o “es una calle de África”, “somos Estados Unidos y no podemos tener
eso ahí”. Dos noches antes había asistido a otra reunión, con otro grupo
también de puertorriqueños y negros en que la discusión giró en torno a otra
foto excelente. Era un montaje que representaba Nueva York en cortes. Había
seis planos o más, relativos a las condiciones económicas y sociales de las
diferentes zonas de la ciudad.
Después de entendida la foto, la
educadora preguntó al grupo en qué plano se situaban ellos. En un análisis
realista, el grupo posiblemente ocuparía la penúltima posición indicada en la
foto.
Hubo silencios, susurros, cambios de
opinión. Finalmente vino la manifestación del grupo. Su lugar era el tercer
nivel empezando de arriba...
De regreso al hotel, silencioso, al
lado de la educadora que manejaba su carro, continuaba pensando en las
reuniones, en la necesidad fundamental que tienen los individuos expuestos a
situaciones semejantes mientras no se asumen a sí mismos como individuos y como
clase, mientras no se comprometen, mientras no luchan, de negar la verdad que
los humilla. Que los humilla precisamente porque introyectan la ideología
dominante que los perfila como incompetentes y culpables, autores de sus
fracasos cuya razón de ser se encuentra en cambio en la perversidad del
sistema.
Pensaba también en algunas noches antes
cuando, traducido por Carmen Hunter, una de las más competentes educadoras
estadounidenses ya en aquella época, hablé por primera vez largamente sobre la
Pedagogía del oprimido, que sólo quedaría definitivamente terminada al año
siguiente. Y comparaba las reacciones de los educandos en aquellas dos noches
con las de algunos presentes en mi charla, educadores y organizadores de
comunidad.
El “miedo a la libertad” marcaba las
reacciones en las tres reuniones. La fuga de lo real, la tentativa de
domesticarlo mediante el ocultamiento de la verdad.
Ahora mismo, recordando hechos y
reacciones ocurridos hace tanto tiempo, me viene a la memoria algo muy parecido
a ellos en que también participé. Una vez más la expresión de la ideología
dominante, diría incluso –repitiendo lo dicho en la Pedagogía– la expresión del opresor, “habitando” y dominando el
cuerpo semivencido del oprimido.
Estábamos en pleno proceso electoral
para las elecciones de gobernador del estado de Sao Paulo, en 1982. Luiz Inácio
Lula da Silva, Lula, era el candidato del Partido de los Trabajadores y yo
participé, como militante del partido, en algunas reuniones en áreas
periféricas de la ciudad; no en grandes actos políticos, para los cuales me
siento demasiado incompetente, sino en reuniones en salones de clubes
recreativos o de asociaciones de barrio. En una de esas reuniones un obrero de
unos 40 años habló para criticar a Lula y oponerse a su candidatura. Su
argumento central era que no podía votar por alguien igual a él. “Lula: –decía
el obrero convencido–, igual que yo, no sabe hablar. No tiene el portugués que
se precisa para ser gobierno. Lula no tiene estudios. No tiene lecturas. Y hay
más, si Lula gana qué va a ser de nosotros, qué vergüenza para todos nosotros
si la reina de Inglaterra viene aquí de nuevo. La mujer de Lula no está en
condiciones de recibir a la reina. No puede ser primera dama”.
En Nueva York el discurso ocultador,
buscando otra geografía donde poner la basura que subrayaba la discriminación
padecida por los discriminados, era un discurso de autonegación, así como de
autonegación de su clase era el discurso del obrero que se negaba a ver en
Lula, por ser éste obrero también, una contestación al mundo que lo negaba.
En la última campaña electoral para
presidente, la nordestina que trabajaba con nosotros en nuestra casa votó por
Collar en el primer turno y en el segundo y nos dijo, con absoluta certeza: “No
había por quién votar”.
En el fondo debía estar de acuerdo con
mucha gente elitista de este país para quienes no se puede ser presidente si se
dice menas gente. En último análisis,
decir menas gente revela que uno es menos gente.
Volví a Chile. Poco después me hallaba
en una nueva fase del proceso de gestación de la Pedagogía del oprimido.
Empecé a escribir fichas a las que iba
dando ciertos títulos, en función del contenido de cada una, a la vez que las
numeraba. Andaba siempre con pedazos de papel en los bolsillos, cuando no con
una libretita de notas. Si se me ocurría una idea, no importa dónde estuviera,
en el ómnibus, en la calle, en un restaurante, solo o acompañado, registraba la
idea. A veces era una frase nada más.
Por la noche en casa, después de cenar,
trabajaba la o las ideas que había registrado, escribiendo dos, tres o más
páginas. A continuación ponía un título a la ficha y un número, en orden creciente.
Pasé a trabajar ideas tomándolas
también de las lecturas que hacía. Había ocasiones en que una afirmación del
autor que estaba leyendo generaba en mí casi una conmoción intelectual, y me
provocaba una serie de reflexiones que posiblemente jamás habían sido objeto de
la preocupación del autor o de la autora del libro.
En otros momentos la afirmación de tal
o cual autor me llevaba a reflexionar en el mismo campo en que el autor se
situaba pero reforzaba alguna posición mía, que pasaba a ver más clara.
En muchos casos el registro que me
desafiaba y sobre el cual escribía en fichas eran afirmaciones o dudas, ya de
los campesinos que entrevistaba y a quienes oía debatiendo codificaciones en
los círculos de cultura, ya de técnicos agrícolas, de agrónomos o de otros
educadores con quienes me encontraba frecuentemente en seminarios de formación.
Posiblemente fue la convivencia siempre respetuosa que tuve con el “sentido
común”, desde los lejanos días de mi experiencia en el Nordeste brasileño,
sumada a la certeza, que en mí nunca flaqueó, de que su superación pasa por él,
lo que hizo que jamás lo desdeñara o simplemente lo minimizara. Si no es
posible defender una práctica educativa que se contente con girar en torno al “sentido
común”, tampoco es posible aceptar la práctica educativa que, negando el “saber
de experiencia hecho”, parte del conocimiento sistemático del educador.
Es preciso que el educador o la
educadora sepan que su “aquí” y su “ahora” son casi siempre “allá” para el
educando. Incluso cuando el sueño del educador es no sólo poner su “aquí y
ahora”, su saber, al alcance del educando, sino ir más allá de su “aquí y ahora”
con él o comprender, feliz, que el educando supera su “aquí”, para que ese
sueño se realice tiene que partir del “aquí” del educando y no del suyo propio.
Como mínimo tiene que tomar en consideración la existencia del “aquí” del
educando y respetarlo. En el fondo, nadie llega allá partiendo de allá,
sino de algún aquí. Esto significa, en última instancia, que no es posible que el
educador desconozca, subestime o niegue los “saberes de experiencia hechos” con
que los educandos llegan a la escuela.
Volveré sobre este tema, que me parece
central en el examen de la Pedagogía del
oprimido no sólo como libro, sino también como práctica pedagógica.
A partir de cierto momento pasé, de
tanto en tanto, casi a jugar con las fichas. Leía tranquilamente un grupo, por
ejemplo, de diez de ellas y procuraba descubrir, primero, si había en su
secuencia temática alguna laguna que hubiera que llenar; segundo, si su lectura
cuidadosa provocaba o desencadenaba en mí la emergencia de nuevos temas. En el
fondo, las “fichas de ideas” terminaban por convertirse en fichas generadoras
de otras ideas, de otros temas.
A veces, por ejemplo, entre la ficha
número ocho y la número nueve sentía un vacío sobre el cual empezaba a
trabajar. Después numeraba de nuevo las fichas de acuerdo con la cantidad de
fichas nuevas que había escrito.
Al recordar ahora todo ese trabajo tan
artesanal, incluso con nostalgia, reconozco que habría ahorrado tiempo y
energía y aumentado mi eficacia si hubiera contado entonces con una
computadora, incluso modesta como la que tenemos ahora mi mujer y yo.
Sin embargo, fue a causa de todo aquel
esfuerzo artesanal cuando decidí empezar a redactar el texto, en julio de 1967,
aprovechando un periodo de vacaciones, en quince días de trabajo que no era
raro que cubriera las noches, escribí los tres primeros capítulos de la Pedagogía. Dactilografiado el texto, que
creía ya concluido con tres capítulos, los primeros, lo entregué a mi gran
amigo nunca olvidado y de quien siempre aprendí mucho, Emani Maria Fiori, para
que le hiciera un prefacio. Cuando Fiori me entregó su excelente estudio en
diciembre de 1967, dediqué algunas horas en casa, de noche, a leer desde el
prefacio hasta la última palabra del tercer capítulo, que para mí en aquel
entonces era el último.
El año anterior, 1966, Josué de Castro,
dueño de una vanidad tan frondosa como la de Gilberto Freyre, pero igual que la
de éste, es decir, una vanidad que no molestaba a nadie, había pasado unos días
en Santiago.
Una tarde en que no tenía tareas
oficiales la pasamos juntos, conversando libremente en uno de los bonitos
parques de Santiago, Josué, Almino Affonso y yo. Hablando sobre lo que estaba
escribiendo, de repente nos dijo: “Les sugiero un buen hábito para los que
escriben. Terminado el libro, el ensayo, métanlo en 'cuarentena' por tres o
cuatro meses en un cajón. Después, en una noche determinada, sáquenlo y
reléanlo. Uno siempre cambia 'algo'”, concluyó Josué, con la mano en el hombro
de uno de nosotros.
Seguí esa recomendación al pie de la
letra. La noche misma del día que Fiori me entregó su texto, después de leerlo
y también los tres capítulos de la Pedagogía, los encerré a todos por dos meses
en mi rincón de estudio.
No puedo negar la curiosidad, e incluso
más que eso, cierta nostalgia que el texto, encerrado allí “solo”, me
provocaba. A veces tenía fuertes deseos de releerlo, pero me parecía
interesante también tomar cierta distancia de él. Entonces me contenía.
Una noche, poco más de dos meses
después, me entregué por horas al reencuentro con los originales. Era casi como
si me reencontrase con un viejo amigo. Incluso con una gran emoción leí,
lentamente, sin querer que la lectura terminara en seguida, página por página,
el texto entero. (En aquel momento no podía imaginar que veinticuatro años
después tendría varios reencuentros, no ya con los originales sino con el libro
mismo, para repensarlo y redecirlo).
No introduje en él cambios importantes,
pero hice el fundamental descubrimiento de que no estaba acabado. Necesitaba un
capítulo más. Fue así, entonces, como escribí el cuarto y último capítulo,
aprovechando ya parte del tiempo del almuerzo en los seminarios de formación
realizados fuera de Santiago pero cerca, ya en hoteles de ciudades lejos de
Santiago, a las que iba con el mismo fin. Terminada la cena, me iba casi
corriendo a mi cuarto y me internaba en las noches para al día siguiente
retomar, bien temprano, la jornada de trabajo. Me acuerdo que el único texto
que fue capaz de apartarme de mi trabajo de escribir fue Quarup, el excelente libro de Antonio Callado.
En aquella época todavía era capaz de
leer mientras el automóvil devoraba las distancias. Así fue como, en uno de mis
viajes al sur de Chile, aprovechando el tiempo de camino que me posibilitó
horas de convivencia con el libro, terminé en el hotel, emocionado, la lectura
de Quarup, cuando empezaba a
amanecer. A continuación escribí una carta que finalmente, por timidez, no le
envié nunca a Callado, y que desdichadamente terminó por perderse, junto con
otras dirigidas a mí, cuando nos mudamos a Estados Unidos en 1969.
El gusto con que me entregaba a aquel
ejercicio, a la tarea de ir como gastándome en el escribir y en el pensar,
inseparables en la creación o en la producción del texto, me compensaba el
déficit de sueño con que volvía de los viajes. Ya no tengo en la memoria los
nombres de los hoteles donde escribí pedazos del cuarto capítulo de la Pedagogía, pero guardo en mí la
sensación de placer con que releía, antes de dormirme, las últimas páginas
escritas.
En casa, en Santiago, no fueron raras
las veces en que, absorbido y gratificado por el trabajo, me sorprendía cuando
el sol iluminaba el cuartito que había transformado en biblioteca, en la calle
Alcides de Gasperi 500, Apoquindo, Santiago. Me sorprendía el sol, los pájaros,
la mañana, el nuevo día. Entonces miraba por la ventana el pequeño jardín que
Elza había hecho, los rosales que había plantado.
No sé si la casa estará todavía ahí,
pintada de azul como lo estaba entonces.
No podría repensar la Pedagogía del oprimido sin pensar, sin
recordar algunos de los lugares donde la escribí, pero sobre todo uno de ellos,
la casa donde viví un tiempo feliz, y de la cual salí de Chile, cargando
nostalgias, sufriendo por irme, pero con la esperanza de poder responder a los
desafíos que me esperaban.
Terminada finalmente la redacción del
cuarto capítulo, revisados y retocados los tres primeros, entregué todo el
texto a una dactilógrafa para que lo pasara a máquina. A continuación hice
varias copias que distribuí entre algunos amigos chilenos, algunos compañeros
de exilio y amigos brasileños.
En los agradecimientos, en la primera
edición brasileña que sólo pudo aparecer cuando el libro ya había sido
traducido al inglés, al español, al italiano, al francés y al alemán, omití,
debido al clima de represión en que vivíamos, los nombres de algunos amigos y
también de compañeros de exilio.
Ninguno dejó de manifestarse,
trayéndome su estímulo unido a sugerencias concretas. Aclarar un punto aquí,
mejorar la redacción allá, etcétera.
Ahora, tantos años después y cada vez
más convencido de cuánto debemos luchar para que nunca más, en nombre de la
libertad, de la democracia, de la ética, del respeto a la cosa pública, vivamos
de nuevo la negación de la libertad, el ultraje a la democracia, el engaño y la
falta de consideración de la cosa pública, como nos impuso el golpe de Estado del
1 de abril de 1964, que pintorescamente se llamó a sí mismo Revolución,
quisiera recordar los nombres de todos los que me animaron con su palabra, para
expresarles mi agradecimiento: Marcela Gajardo, Jacques Chonchol, Jorge
Mellado, Juan Carlos Poblete, Raúl Velozo, Pelli, chilenos; Paulo de Tarso,
Plínio Sampaio, Almino Affonso, Maria Edy, Flávio Toledo, Wilson Cantoni, Emani
Fiori, J oáo Zacariotti, José Luiz Fiori, Antonio Romanelli, brasileños.
Hay otro aspecto vinculado a la
Pedagogía del oprimido y al clima perverso, antidemocrático, del régimen
militar que se abatió sobre nosotros en forma singularmente rabiosa, cruel y
rencorosa, que quisiera destacar.
Aun sabiendo que sería imposible editar
el libro en Brasil, que su primera edición fuera en portugués, la lengua en que
fue escrito originalmente, me interesaba que el texto dactilografiado llegara a
las manos de Fernando Gasparian, director de la editorial Paz e Terra, que lo
publicaría. El problema era cómo mandarlo sin peligro no sólo para los originales,
sino también y sobre todo para el portador. A esa altura, a comienzos de los
años setenta, ya vivíamos en Ginebra.
Comentando el hecho con intelectuales
suizos, profesores de la Universidad de Ginebra, uno de ellos, conseilleur national además de profesor,
Jean Ziegler, me ofreció llevar personalmente los originales, puesto que debía
ir a Río de Janeiro por asuntos académicos. Acepté su ofrecimiento convencido
de que, con su pasaporte diplomático, además de ser suizo, no le sucedería
nada: pasaría por el control de pasaportes y la aduana sin preguntas ni
revisiones.
Días después Gasparian, discretamente,
acusaba recibo del material pidiéndome que esperase un momento más favorable
para su publicación. Remití el texto a fines de 1970, cuando ya había aparecido
la primera edición del libro en inglés, o a comienzos de 1971. Su publicación
en Brasil su primera edición en portugués, sólo fue posible en 1975. Mientras
tanto, un sinnúmero de brasileños y brasileñas lo leía en ediciones extranjeras
que llegaban al país por golpes de astucia y de valentía. En esa época conocí a
unajoven monja estadunidense que trabajaba en el Nordeste y que me dijo que
varias veces, al regresar a Brasil de sus viajes a Estados Unidos, había
llevado varios ejemplares de la Pedagogía, poniendo cubiertas de libros
religiosos sobre la cubierta original. De ese modo amigos suyos que trabajaban
en la periferia de ciudades nordestinas pudieron leer el libro y discutirlo aún
antes de su publicación en portugués. Fue también de aquella época una carta
que me llegó a Ginebra, por mano de alguien, excelente carta de un grupo de
obreros de Sao Paulo que desdichadamente perdí de vista. Habían estudiado
juntos una copia del original escrito a máquina en Chile. Es una lástima que de
mis archivos de Ginebra haya quedado muy poco; entre muchas cosas buenas que se
perdieron estuvo esa carta. Recuerdo, sin embargo, cómo terminaba: “Paulo –decían,
más o menos–, debes continuar escribiendo pero, la próxima vez, debes cargar
más las tintas en las críticas a esos intelectuales que nos visitan con aires
de dueños de la verdad revolucionaria. Que nos buscan para enseñarnos que somos
oprimidos y explotados y para decirnos lo que debemos hacer”.
Algún tiempo después que Ziegler,
intelectual siempre ejemplar, hizo llegar a las manos de Gasparian el original
de la Pedagogía, publicó un libro que
se tomó best-seller a penas aparecido, La Suisse
au-dessus de tout soupcon [Suiza por encima de toda sospecha], en que
desnudaba secretos suizos demasiado delicados sobre todo en el campo de las
cuentas ocultas de cierto tipo de gente del Tercer Mundo. Con ese libro Ziegler
hirió un sinnúmero de intereses y sufrió represalias nada fáciles de enfrentar.
Recientemente Jean Ziegler se ha visto sometido a presiones y restricciones
mayores debido a la publicación de otro best-seller,
en que examina el “lavado” del dinero del narcotráfico. Como conseilleur national o diputado federal
por el cantón de Ginebra, hace poco Ziegler vio su inmunidad parlamentaria
restringida por sus pares con el argumento de que él escribe como profesor,
como científico, como académico, y la inmunidad parlamentaria se refiere a su
actividad en el parlamento. Por lo tanto puede ser procesado por lo que escribe
como científico.
Por eso, recordando su generoso gesto
de llevar para los brasileños y las brasileñas los originales del libro
prohibido, quiero hacer pública aquí mi solidaridad con el gran intelectual en
quien no separo al profesor, al científico serio y competente, del vigilante
representante del pueblo suizo, del conseilleur
national.
Una última palabra, finalmente, de
reconocimiento y agradecimiento póstumo, debo a Elza, en la hechura de la Pedagogía.
Creo que una de las mejores cosas que
podemos experimentar en la vida, hombres y mujeres, es la belleza en nuestras
relaciones, aun cuando esté salpicada, de vez en cuando, de desacuerdos que
simplemente comprueban que somos personas.
Fue ésa la experiencia que viví con
Elza y por causa de la cual, en el fondo, me fue posible disponerme a la
recreación de mí mismo bajo los cuidados igualmente generosos, desprendidos y
amorosos de otra mujer que hablándome a mí y de nosotros escribió, en un
excelente libro suyo, que había llegado a mí para “re inventar a partir de las
pérdidas” –la de ella, con la muerte de Raúl, su primer marido, y la mía con la
de Elza– “"la vida, con amor”.[1]
Durante todo el tiempo en que hablé de
la Pedagogía del oprimido a otras
personas y a Elza, ella siempre fue una oyente atenta y crítica, cuando
emprendí la fase de redacción del texto.
De mañana, muy temprano, leía las
páginas que yo había escrito hasta la madrugada y que había dejado ordenadas
sobre la mesa.
A veces no se contenía. Me despertaba
y, con humor, me decía: “Espero que este libro no nos haga más vulnerables a
nuevos exilios”.
Me siento contento por registrar este
agradecimiento por la libertad con que lo hago, sin temer que me acusen de
sentimental.
Mi preocupación, en este trabajo esperanzado,
como he demostrado hasta ahora, es la de mostrar, excitando, desafiando a la
memoria, como si estuviera excavando el tiempo, el proceso mismo por el que ha
venido constituyéndose mi reflexión, mi pensamiento pedagógico, su elaboración
de la que el libro es un momento. Cómo viene constituyéndose mi pensamiento
pedagógico, inclusive en esta Pedagogía
de la esperanza, en que examino la esperanza con que escribí la Pedagogía del oprimido.
De ahí que intente encontrar en viejas
tramas, hechos, actos de la infancia, de la juventud, de la madurez, en mi
experiencia con otros, en los acontecimientos, instantes del proceso general,
dinámico, no sólo la Pedagogía del
oprimido gestándose, sino mi propia vida. En verdad, en el juego de las
tramas de que forma parte la vida adquiere ella sentido –la vida–. Y la Pedagogía del oprimido es un momento
importante de mi vida de la que ese libro expresa cierto instante, exigiendo al
mismo tiempo de mí la necesaria coherencia con lo dicho en él.
Entre las responsabilidades que me
propone escribir, hay una que siempre asumo. La de –viviendo ya mientras
escribo la coherencia entre lo que va escribiéndose y lo dicho, lo hecho, lo
haciéndose– intensificar la necesidad de esa coherencia a lo largo de la
existencia. Pero la coherencia no es inmovilizante: en el proceso de
actuar-pensar, hablar-escribir, puedo cambiar de posición. Así mi coherencia,
tan necesaria como antes, se hace con nuevos parámetros. Lo imposible para mí
es la falta de coherencia, aun reconociendo la imposibilidad de una coherencia
absoluta. En el fondo esa cualidad o esa virtud, la coherencia, exige de
nosotros la inserción en un permanente proceso de búsqueda, exige paciencia y
humildad, virtudes también, en el trato con los demás. Ya veces ocurre que por n razones carecemos de esas virtudes,
que son fundamentales para el ejercicio de la otra, la coherencia.
En esta fase de retoma de la Pedagogía, iré tomando aspectos del
libro que hayan o no provocado crítica a lo largo de estos años, en el sentido
de explicarme mejor, de aclarar ángulos, de afirmar y reafirmar posiciones.
Hablar un poco del lenguaje, del gusto
por las metáforas, del cuño machista con que escribí la Pedagogía del oprimido y antes La
educación como práctica de la libertad, me parece no sólo importante sino
necesario.
Empezaré precisamente por el lenguaje
machista que marca todo el libro y mi deuda con un sinnúmero de mujeres
estadounidenses que me escribieron desde diferentes zonas de Estados Unidos
entre fines de 1970 y comienzos de 1971, algunos meses después de la aparición
de la primera edición del libro en Nueva York. Era como si se hubieran puesto
de acuerdo para enviar sus cartas críticas, que fueron llegando a mis manos, en
Ginebra, durante dos o tres meses, casi sin interrupción.
En general, comentando el libro, lo que
les parecía positivo en él y la contribución que aportaba a su lucha,
invariablemente hablaban de lo que les parecía una gran contradicción en mí. Es
que, decían ellas con sus palabras, al discutir la opresión y la liberación, al
criticar con justa indignación las estructuras opresoras, yo usaba sin embargo
un lenguaje machista, y por lo tanto discriminatorio, en el que no había lugar
para las mujeres. Casi todas las que me escribieron citaban un pasaje u otro
del libro, como por ejemplo el que ahora escojo yo mismo: “De esta manera,
profundizando la toma de conciencia de la situación, los hombres se 'apropian'
de ella como realidad histórica y, como tal, capaz de ser transformada por
ellos”.[2] Y
me preguntaban: “¿Por qué no las mujeres también?”.
Recuerdo como si fuera hoy que estaba
leyendo las primeras dos o tres cartas que recibí y cómo, condicionado por la
ideología machista, reaccioné. Yes
importante destacar que, estando a fines de 1970 y comienzos de 1971, yo ya
había vivido intensamente la experiencia de la lucha política, ya tenía cinco o
seis años de exilio, ya había leído un mundo de obras serias, y sin embargo al
leer las primeras críticas que me llegaban todavía me dije o me repetí lo que
me habían enseñado en mi infancia: “Pero cuando digo hombre, la mujer
necesariamente está incluida”. En cierto momento de mis tentativas, puramente
ideológicas, de justificar ante mí mismo el lenguaje machista que usaba,
percibí la mentira o la ocultación de la verdad que había en la afirmación: “Cuando
digo hombre, la mujer está incluida”. ¿Y por qué los hombres no se sienten
incluidos cuando decimos: “Las mujeres están decididas a cambiar el mundo”?
Ningún hombre se sentiría incluido en el discurso de ningún orador ni en el
texto de ningún autor que dijera: “Las mujeres están decididas a cambiar el
mundo”. Del mismo modo que se asombran (los hombres) cuando ante un público
casi totalmente femenino, con dos o tres hombres apenas, digo: “Todas ustedes
deberían”, etc. Para los hombres presentes, o yo ignoro la sintaxis de la
lengua portuguesa o estoy tratando de hacerles un chiste. Lo imposible es que
se piensen incluidos en mi discurso. ¿Cómo explicar, a no ser ideológicamente,
la regla según la cual si en una sala hay doscientas mujeres y un solo hombre
debo decir: “Todos ellos son trabajadores y dedicados”? En verdad, éste no es
un problema gramatical, sino ideológico.
En este sentido expresé al comienzo de
estos comentarios mi deuda con aquellas mujeres, cuyas cartas desdichadamente
perdí también, porque me hicieron ver cuánto tiene el lenguaje de ideología.
Entonces les escribí a todas, una por
una, acusando recibo de sus cartas y agradeciendo la excelente ayuda que me
habían dado.
Desde entonces me refiero siempre a mujer y hombre, o a los seres humanos. A
veces prefiero afear la frase para hacer explícito mi rechazo del lenguaje
machista.
Ahora, al escribir esta Pedagogia de la esperanza, en la que repienso el alma y el cuerpo de la Pedagogía del oprimido, pediré a las
editoriales que superen su lenguaje machista. Y que no se diga que éste es un
problema menor, porque en verdad es un problema mayor. Que no se diga que lo
fundamental es el cambio del mundo malvado, su recreación en el sentido de
hacerlo menos perverso, y por lo tanto la superación del habla machista es de
menor importancia, sobre todo porque las mujeres no son una clase social.
La discriminación de la mujer,
expresada y efectuada por el discurso machista y encarnada en prácticas concretas,
es una forma colonial de tratarla, incompatible por lo tanto con cualquier
posición progresista, de mujer o de hombre, poco importa.
El rechazo de la ideología machista,
que implica necesariamente la recreación del lenguaje, es parte del sueño
posible en favor del cambio del mundo. Por eso mismo, al escribir o hablar un
lenguaje ya no colonial, no lo hago para agradar a las mujeres o desagradar a
los hombres, sino para ser coherente con mi opción por ese mundo menos malvado
del que hablaba antes. Del mismo modo en que no escribí el libro que ahora
revivo para ser simpático a los oprimidos como individuos y como clase y
simplemente fustigar a los opresores como individuos y como clase también. Lo
escribí como tarea política que me pareció mi deber cumplir.
Agréguese que no es puro idealismo no
esperar que el mundo cambie radicalmente para ir cambiando el lenguaje. Cambiar
el lenguaje es parte del proceso de cambiar el mundo. La relación
lenguaje-pensamiento-mundo es una relación dialéctica, procesal, contradictoria.
Es claro que la superación del discurso machista, como la superación de
cualquier discurso autoritario, exige o nos plantea la necesidad de,
paralelamente al nuevo discurso, democrático, antidiscriminatorio, empeñarnos
en prácticas también democráticas.
Lo que no es posible es simplemente
hacer el discurso democrático y antidiscriminatorio y tener una práctica
colonial.
Un aspecto importante, en el capítulo
del lenguaje, que quisiera destacar es cuánto me impresionó siempre, en mis
experiencias con trabajadores y trabajadoras urbanos y rurales, su lenguaje
metafórico. La riqueza simbólica de su habla. En un casi paréntesis llamaría la
atención sobre la rica bibliografía que hay actualmente en materia de trabajos
de lingüistas y filósofos del lenguaje sobre la metáfora y su uso en la
literatura y en la ciencia. Sin embargo aquí lo que me preocupa es acentuar
hasta qué punto el habla popular y la escasez en ella de esquinas de aristas duras que nos hieran (y aquí les va una
metáfora) siempre me interesaron y me apasionaron. Desde la adolescencia en
Jaboatao mis oídos empezaron a abrirse favorablemente a la sonoridad del habla
popular. Más tarde, ya en el SESI, se sumaría a esto la creciente comprensión
de la semántica y necesariamente de la sintaxis populares.
Mis largas conversaciones con
pescadores, en sus cascaros en la playa de Pontas de Pedra, en Pernambuco, así
como mis diálogos con campesinos y trabajadores urbanos, en los cerros y en las
calles de Recife, no sólo me familiarizaron con su lenguaje sino que me
aguzaron la sensibilidad a la belleza con que siempre hablan de sí mismos,
incluso de sus dolores, y del mundo. Belleza y seguridad también.
Uno de los mejores ejemplos de esa
belleza y de esa seguridad se encuentra en el discurso de un campesino de Minas
Gerais, 31 en diálogo con el antropólogo Carlos Brandáo, en una de las muchas
andanzas de éste por los campos, como investigador. Brandáo grabó una larga
conversación con Antonio Cícero de Souza, conocido como Cico, de la que
aprovechó una parte como prefacio al libro que organizó.[3]
Ahora usted llega y me pregunta: Cico,
¿qué es educación? Está bueno. Pues, yo lo que pienso, lo digo. Entonces vea,
usted dice: "educación"; ahí yo digo: “educación”. La palabra es la
misma ¿verdad? La pronunciación, quiero decir. Es una misma: “educación”. Pero
entonces yo le pregunto a usted: ¿es la misma cosa? ¿Estamos hablando de lo
mismo cuando decimos esa palabra? Ahí yo digo: no. Yo se lo digo a usted así
tal cual: no, no es lo mismo. Yo creo que no.
Educación... Cuando usted llega y dice “educación”,
viene de su mundo. El mismo, otro. Cuando el que habla soy yo viene de otro
lugar, de otro mundo. Viene del fondo de un pozo que es el lugar de la vida de
un pobre, como dicen algunos. Comparación: ¿en el suyo esa palabra viene junto
con qué? ¿Con escuela, no es así? ¿Con un profesor fino, con buena ropa,
estudiado, buen libro, nuevo, cuaderno, pluma, todo bien separado, cada cosa a
su manera, como debe ser... De su mundo viene estudio de escuela que transforma
a la persona en doctor. ¿No es verdad? Yo creo que es, pero creo de lejos,
porque yo nunca vi eso aquí.
Cierta vez propuse a un grupo de
estudiantes de un curso de posgrado en la puc-sp32 una lectura en conjunto del
texto de Cico. Un análisis, una lectura crítica de ese texto.
Pasamos cuatro sesiones de tres horas
para leer las cuatro páginas de Cico.
La temática que se fue planteando a
medida que fuimos adentrándonos en el texto, descubriéndola, rica y plural,
hacía que el tiempo pasara sin que nos diéramos cuenta. No hubo intervalo en encuentros
en que estudiamos a Cico, tal era la pasión con que nos entregábamos al
trabajo.
Algo que me gustaría mucho haber podido
hacer, y que el no haberlo hecho no me hizo perder la esperanza de llegar a
hacerlo algún día, es discutir con trabajadores y trabajadoras rurales o
urbanos ese texto de Cico. Una experiencia en que, partiendo de la lectura que
hicieran del discurso de Cico, fuera agregándole la mía también. En el momento
en que tomáramos el texto de Cico y habláramos de él, me cabría enseñar n
contenidos en tomo a los cuales, igual que Cico, posiblemente con un poder de
análisis menor que el de él, ellos y ellas tienen un “saber de experiencia
vivida”. Lo fundamental, sin embargo, sería que los desafiara para que,
aprehendiendo la significación más profunda de los temas y de los contenidos,
pudiesen aprenderlos.
No hay cómo no repetir que enseñar no
es la pura transferencia mecánica del perfil del contenido que el profesor hace
al alumno, pasivo y dócil. Como tampoco hay cómo no repetir que partir del
saber que tengan los educandos no significa quedarse girando en torno a ese
saber. Partir significa ponerse en camino, irse, desplazarse de un punto a otro
y no quedarse, permanecer. Jamás
dije, como a veces insinúan o dicen que dije, que, debemos girar fascinados en
tomo al saber de los educandos, como la mariposa alrededor de la luz.
Partir
del “saber de experiencia vivida” para superarlo no es quedarse en él.
Hace algunos años estuve en una capital
nordestina, invitado por educadores que actuaban en áreas rurales del estado.
Querían tenerme con ellos y ellas en los tres días que dedicarían a la
evaluación de su trabajo con diferentes grupos de campesinos. En cierto momento
de una de las sesiones salió a luz la cuestión del lenguaje, del contorno
sonoro del habla de los campesinos, de su simbolismo. Uno de los presentes
relató entonces el siguiente hecho.
Hacía ya casi dos meses que quería,
dijo, tomar parte en las reuniones dominicales que un equipo de campesinos
realizaba después de la misa de las 9 de la mañana. Ya le había insinuado al
líder su deseo sin haber recibido la necesaria anuencia.
Un día finalmente fue invitado y oyó,
como apertura de la reunión, presentándolo al grupo, el siguiente discurso del
líder: “Tenemos hoy un compañero nuevo que no es campesino. Es un hombre de
lectura. En la última reunión discutí con ustedes sobre la presencia de él aquí
con nosotros”. Después de hablar un poco sobre el visitante, lo miró
atentamente y dijo: “Necesitamos decirte, compañero, una cosa importante. Si
viniste aquí pensando enseñamos que somos explotados, no hace falta, porque
nosotros lo sabemos muy bien. Ahora lo que nosotros queremos saber de ti es si
tú vas a estar con nosotros, a la hora que caigan los palos”.
Es decir, digo ahora yo, si tu
solidaridad supera los límites de tu curiosidad intelectual, si va más allá de
las notas que vas a tomar en las reuniones con nosotros, si vas a estar con
nosotros, a nuestro lado, cuando caiga sobre nosotros la represión.
Otro educador, posiblemente estimulado
por la historia que había oído, dio su testimonio contando lo siguiente: que
estaba participando con otros educadores y educadoras en un día de estudios con
dirigencias campesinas. De repente uno de los campesinos habló diciendo: “Así
como vamos en esta conversación no nos vamos a entender. Porque mientras que
ustedes ahí –y señaló al grupo de educadores – no hablan más que de la sal, nosotros aquí –e indicó al grupo de
campesinos– nos interesamos por la sazón,
y la sal no es más que una parte de
la sazón”.
Para los campesinos, los educadores
estaban perdiéndose en la visión que suelo llamar focalista de la realidad, mientras que ellos lo que querían era la
comprensión de las relaciones entre las partes componentes de la totalidad. No
negaban la sal, pero querían entenderla en sus relaciones con los demás
ingredientes que en conjunto componían la sazón.
En relación con esa riqueza popular de
la que tanto podemos aprender, recuerdo sugerencias que anduve haciendo a
varios educadores y educadoras en contacto frecuente con trabajadores urbanos y
rurales, en el sentido de ir registrando historias, trozos de conversaciones,
frases, expresiones, que pudieran servir para análisis semánticos, sintácticos,
prosódicos de su discurso. En cierto momento de un esfuerzo como ése, sería
posible proponer a los trabajadores, como si fueran codificaciones, las
historias o las frases, o los trozos de discurso, ya estudiados, sobre todo con
la colaboración de sociolingüistas, y probar la comprensión que habían tenido
los educadores de esas frases o historias presentándola a los trabajadores.
Sería un ejercicio de aproximación de las dos sintaxis -la dominante y la
popular.
En verdad, en materia de lenguaje hay
algo más a lo que quisiera referirme. Algo que jamás acepté, por el contrario,
que siempre rechacé: la afirmación o la pura insinuación de que escribir
bonito, con elegancia, no es cosa de científico. Los científicos escriben difícil,
no bonito. Siempre me ha parecido que el momento estético del lenguaje debe ser
perseguido por todos nosotros, no importa si somos científicos rigurosos o no.
No hay ninguna incompatibilidad entre el rigor en la búsqueda de la comprensión
y del conocimiento del mundo y la belleza de la forma en la expresión de los
descubrimientos.
Sería absurdo que la compatibilidad se
diera o debiera darse entre la fealdad y el rigor.
No por casualidad mis primeras lecturas
de la obra de Gilberto Freyre, en los años cuarenta, me impresionaron tanto,
así como hoy releerla también constituye un momento de placer estético.
A mí, desde muy joven, siempre me
agradó un discurso sin aristas, no importa si es de un campesino ingenuo frente
al mundo o de un sociólogo del porte de Gilberto Freyre. Creo que en este país poca
gente ha manejado el lenguaje con el buen gusto con que lo hizo él.
Nunca me olvido del impacto que causaba
en adolescentes a quienes yo enseñaba portugués, en los años cuarenta, la lectura
que hacía con ellos de trozos de la obra de Gilberto. Casi siempre lo tomaba
como ejemplo para hablar de la colocación de los pronombres objetivos en las
oraciones, subrayando la belleza de su estilo. Difícilmente, de acuerdo con la
gramática o no, Gilberto Freyre escribía una cosa fea.
Fue él quien, en una primera
experiencia estética, entre “ela ~inh~-se
aproxi"!ando"y "ela vinha se aproximando”,[4] me
hizo optar, sm nmguna dificultad, por la segunda posibilidad, debido a la
sonoridad que resulta de la separación del se
del verbo auxiliar vinha que le “da”
la libertad de dejarse atraer por la a
del verbo principal aproximando. El se
de vinha-se pasa a ser s'a cuando se
libera de aquel verbo y como que se arrima a la a de aproximando.
No comete pecado contra la seriedad
científica quien, recha- ~an~o l~ estrechez y la falta de sabor de la
afectación gramatical. Jamas dice o escribe “tinha acabado-se”, o “seuocé
ver Pedro” o bien "houueram
muitas pessoas na audiencia”, o “fazem
muitos ano; que voltei”.[5]
No comete pecado contra la seriedad
científica quien trata bien a la palabra para no herir el oído y el buen gusto
de quien lee o escucha su discurso, y no por eso puede ser acusado en forma
simplista de “retórico” o de haber caído en la “fascinación de la elegancia
lingüística como fin en sí misma”. Cuando no acusado de haber sido vencido por
la fuerza del disgusto de un parloteo inconsecuente, o señalado como “pretencioso”
o “e~nob” o visto como ridículamente pomposo en su forma de escribir o de
hablar.
Si Gilberto Freyre, por no hablar más
que de él, entre nosotros, hubiera creído eso, es decir en la relación entre
rigor científico y desprecio por el tratamiento estético del lenguaje, no
tendríamos hoy páginas como la que sigue:
La palabra “Nordeste” es hoy una
palabra desfigurada por la expresión “obras del Nordeste”, que significa “obras
contra las secas”. Los sertiies de arena seca que rechina bajo los pies. Los
sertoes de paisajes duros que roen los ojos. Los mandacarús,[6]
los vacunos y caballos angulosos. Las sombras leves como almas del otro mundo
con miedo del sol.
Pero ese Nordeste de figuras de hombres
y de animales que se alargan casi como figuras de El Greco es tan sólo un lado
del Nordeste. El otro Nordeste. Más viejo que él es el Nordeste de árboles
gruesos, de sombras profundas, de bueyes pachorrientos, de gente vigorosa y a
veces redondeada casi como Sancho Panza por la miel de caña, por el pescado
cocido con mandioca, por el trabajo lento y siempre igual, por los parásitos,
por el aguardiente, por el guarapo de caña, por el frijol, por las lombrices,
por la erisipela, por el ocio, por las enfermedades que hinchan a las personas,
por el propio mal de comer tierra.
Y más adelante: “Un Nordeste oleoso
donde en noche de luna parece escurrir un aceite gordo de las cosas y de las
personas”.[7] En
relación con la Pedagogía del oprimido, hubo críticas como las referidas más
arriba y también a lo que se consideró la ininteligibilidad del texto. Críticas
al lenguaje considerado como casi imposible de entender, y tan rebuscado y
elitista que no podía esconder mi “falta de respeto por el pueblo”.
Al recordar unas y volver a ver otras
de esas críticas, hoy, me acuerdo de un encuentro que tuve en Washington, en
1972, con un grupo de jóvenes interesados en discutir algunos temas del libro.
Había entre ellos un hombre negro, de
unos cincuenta años de edad, dedicado a problemas de organización comunitaria.
Durante los debates, de vez en cuando, después de una visible dificultad para
comprender de uno de los jóvenes, él hablaba para aclarar el punto, y lo hacía
siempre muy bien.
Al final de la reunión se acercó a mí
y, en forma simpática, me dijo: “Si alguno de esos jóvenes te dice que no te
entiende a causa del inglés que hablas, no es cierto. La cuestión es de
lenguaje-pensamiento. La dificultad está en que ellos todavía no piensan
dialécticamente. Y todavía les falta convivencia con la dureza de la
experiencia de los sectores discriminados de la sociedad”.
Es interesante también observar que
algunas críticas, en inglés, al lenguaje “difícil y esnob” de la Pedagogía atribuían alguna
responsabilidad a mi amiga Myra Ramas, seria y competente traductora del libro.
Myra trabajó con la máxima corrección profesional, con absoluta seriedad.
Durante el proceso de traducción del texto, acostumbraba consultar con un grupo
de amigos a quienes llamaba por teléfono para preguntar: “¿Tiene sentido esta
frase para ti?”. Y citaba el trozo que acababa de traducir, sobre el cual tenía
dudas. Por otra parte, terminada parte de un capítulo, enviaba copia de la
traducción y del original a otros amigos estadounidenses que dominaban el
portugués, como el teólogo Richard Shaull, quien prologó la edición
estadounidense, solicitándoles sus opiniones y sugerencias.
Yo mismo, que en esa época residía en
Cambridge como profesor visitante en Harvard, fui consultado por ella varias
veces. Recuerdo su paciente investigación de las diferentes hipótesis que se le
ocurrieron para traducir una de mis metáforas, “inédito viable”, que finalmente
optó por llamar “untestedJeasibility”.
Con las limitaciones derivadas de mi
carencia de autoridad respecto a la lengua inglesa, debo decir que me siento
muy bien en la traducción de Myra. Por eso, frente a los lectores y las
lectoras de lengua inglesa, en seminarios y discusiones, he asumido siempre la
responsabilidad por las críticas hechas al lenguaje del libro.
Recuerdo también la opinión de un joven
de 16 años, hijo de una excelente alumna negra que tuve en Harvard, a quien
solicité que leyera la traducción del primer capítulo de la Pedagogía, que acababa de llegar de
Nueva York. A la semana siguiente me trajo la de ella y la de su joven hijo, a
quien había pedido que leyera el texto. “Este texto –decía él– fue escrito sobre mí. Habla de mí”. Aun
admitiendo que haya tropezado con alguna que otra palabra ajena a su
experiencia intelectual de adolescente, eso no le hizo perder la comprensión de
la totalidad. Su experiencia existencial en el contexto de la discriminación
hizo que desde el principio fuera sim-pático
al texto.
Hoy, después de tantos años, con la Pedagogía traducida a un sinnúmero de
lenguas a través de las cuales ha cubierto prácticamente el mundo, ese tipo de
crítica ha disminuido bastante. Pero aún las hay.
Por eso me alargo un poco más sobre la
cuestión.
No veo cómo puede ser legítimo que un
estudiante o una estudiante, un profesor o una profesora cierre un libro
cualquiera, no sólo la Pedagogía del
oprimido, diciendo simplemente que su lectura no es viable porque no
entendió claramente el significado de un período. Y sobre todo hacerlo sin
haber hecho el menor esfuerzo, sin haber actuado con la seriedad necesaria para
quien estudia. Hay muchas personas para quienes detener la lectura de un texto
en el momento en que surgen dificultades para su comprensión, a fin de recurrir
a instrumentos de trabajo corrientes –diccionarios, incluyendo los de filosofía
y ciencias sociales, los etimológicos, los de sinónimos, las enciclopedias,
etc.–, es una pérdida de tiempo. No. Por el contrario, el tiempo dedicado a la
consulta de diccionarios y enciclopedias para elucidar lo que estamos leyendo
es tiempo de estudio, no tiempo perdido. A veces las personas continúan la
lectura esperando captar mágicamente, en la página siguiente, el significado de
la palabra, si es que aparece de nuevo.
Leer un texto es algo más serio, que
exige más. Leer un texto no es “pasear” en forma licenciosa e indolente sobre
las palabras. Es aprender cómo se dan las relaciones entre las palabras en la
composición del discurso. Es tarea de sujeto crítico, humilde, decidido.
Leer, como estudio, es un proceso
difícil, incluso penoso a veces, pero siempre placentero también. Implica que
el lector o la lectora se adentren en la intimidad del texto para aprehender su
más profunda significación. Cuanto más hacemos este ejercicio en forma
disciplinada, tanto más nos preparamos para que las futuras lecturas sean menos
difíciles.
Leer un texto exige de quien lo hace,
sobre todo, estar convencido de que las ideologías no han muerto. Por eso
mismo, la que permea el texto, o a veces se oculta en él, no es necesariamente
la de quien lo lee. De ahí la necesidad de que el lector adopte una postura
abierta y crítica, radical y no sectaria, sin la cual cerrará el texto,
prohibiéndose aprender algo de él, porque es posible que defienda posiciones
antagónicas a las suyas. E, irónicamente, a veces esas posiciones son apenas
diferentes.
En muchos casos ni siquiera hemos leído
a la autora o al autor: hemos leído acerca de ella o de él y aceptamos las
críticas que se les hacen sin ir directamente a sus textos. Las asumimos como
nuestras.
El profesor Celso Beisiegel, pro-rector
de la Universidad de Sao Paulo y uno de los intelectuales más serios del país,
me dijo que cierta vez, participando en un grupo de discusión sobre la
educación brasileña, oyó decir a uno de los presentes que mis trabajos ya no
tenían importancia en el debate nacional acerca de la educación. Curioso,
Beisiegelle preguntó: “¿Qué libros de Paulo Freire estudió usted?”.
Sin casi silencio después de la
pregunta, el joven crítico respondió: “Ninguno. Pero leí sobre él”.
Lo fundamental, sin embargo, es que no
se critica a un autor o a una autora por lo que se dice sobre él o ella, sino
por la lectura seria, dedicada, competente que hacemos de sus textos. Sin que
esto signifique que no debemos leer lo que se ha dicho y se dice sobre él o
ella, también.
Finalmente, la práctica de leer textos
seriamente termina por ayudarnos a aprender cómo la lectura, como estudio, es
un proceso amplio, que exige tiempo, paciencia, sensibilidad, método, rigor,
decisión y pasión por conocer.
Sin necesariamente referirme a los
autores o a las autoras de críticas ni tampoco a los capítulos de la Pedagogía
a que se refieren las restricciones, continuaré el ejercicio de ir tomando aquí
y allá algún juicio frente al cual debo pronunciarme, o rehacer un
pronunciamiento anterior.
Uno de esos juicios, que viene de los
años setenta, es el que me toma precisamente por lo que critico y combato, es
decir, me toma por arrogante, elitista, “invasor cultural”, es decir alguien
que no respeta la identidad popular, de clase, de las clases populares
-trabajadores rurales y urbanos. En el fondo ese tipo de entica, dirigido a mí,
con base en una comprensión distorsionada de la concientización y en una visión
profundamente ingenua de la práctica educativa –vista como práctica neutra, al
servicio del bienestar de la humanidad–, no es capaz de percibir que una de las
bellezas de esta práctica es precisamente que no es posible vivirla sin correr
riesgo. El riesgo de no ser coherentes, de decir una cosa y hacer otra, por
ejemplo. Y es precisamente su politicidad, su imposibilidad de ser neutra, lo
que exige del educador o de la educadora su eticidad. La tarea de la educadora
o del educador sería demasiado fácil si se redujera a la enseñanza de
contenidos que ni siquiera necesitarían ser manejados y “transmitidos” en forma
aséptica, porque en cuanto contenidos de una ciencia neutra serían asépticos en
sí. En ese caso el educador no tendría por qué preocuparse o esforzarse, por lo
menos, por ser decente, ético, a no ser con respecto a su capacitación. Sujeto
de una práctica neutra, no tendría otra cosa que hacer que “transferir
conocimiento” igualmente neutro.
No es eso lo que ocurre en la realidad.
No hay ni ha habido jamás una práctica educativa, en ningún espacio-tiempo,
comprometida únicamente con ideas preponderantemente abstractas e intocables.
Insistir en eso y tratar de convencer a los incautos de que ésa es la verdad es
una práctica política indiscutible con que se intenta suavizar una posible
rebeldía de las víctimas de la injusticia. Tan política como la otra, la que no
esconde, sino que por el contrario proclama su politicidad.
Lo que me mueve a ser ético por sobre
todo es saber que como la educación es, por su propia naturaleza, directiva y
política, yo debo respetar a los educandos, sin jamás negarles mi sueño o mi
utopía. Defender una tesis, una posición, una preferencia, con seriedad y con
rigor, pero también con pasión, estimulando y respetando al mismo tiempo el
derecho al discurso contrario, es la mejor forma de enseñar, por un lado, el
derecho a tener el deber de “pelear” por nuestras ideas, por nuestros sueños, y
no sólo aprender la sintaxis del verbo haber, y por el otro el respeto mutuo.
Respetar a los educandos, sin embargo,
no significa mentirles sobre mis sueños, decirles con palabras o gestos o
prácticas que el espacio de la escuela es un lugar “sagrado” donde solamente se
estudia, y estudiar no tiene nada que ver con lo que ocurre en el mundo de
afuera; ocultarles mis opciones, como si fuera “pecado” preferir, optar,
romper, decidir, soñar. Respetarlos significa, por un lado, darles testimonio
de mi elección, defendiéndola; por el otro, mostrarles otras posibilidades de
opción mientras les enseño, no importa qué...
y que no se diga que si soy profesor de
biología no puedo alargarme en otras consideraciones, que debo enseñar sólo
biología, como si el fenómeno vital pudiera comprenderse fuera de la trama
histórico-social, cultural y política. Como si la vida, la pura vida, pudiera
ser vivida igual en todas sus dimensiones en la favela, en una zona feliz de los “Jardines” de Sao
Paulo. Si soy profesor de biología debo, obviamente, enseñar biología, pero al
hacerlo no puedo separarla de esa trama.
Es la misma reflexión que nos imponemos
con relación a la alfabetización. Quien busca un curso de alfabetización de
adultos quiere aprender a escribir y a leer frases y palabras, quiere
alfabetizarse. Pero la lectura y la escritura de las palabras pasa por la
lectura del mundo. Leer el mundo es un acto anterior a la lectura de la
palabra. La enseñanza de la lectura y de la escritura de la palabra a la que
falte el ejercicio crítico de la lectura y la releetura del mundo es
científica, política y pedagógicamente manca.
¿Que existe el riesgo de influir en los
alumnos? No es posible vivir, mucho menos existir, sin riesgos. Lo fundamental
es prepararnos para saber correrlos bien.
Cualquiera que sea la calidad de la
práctica educativa, autoritaria o democrática, es siempre directiva. Sin
embargo, en el momento en que la directividad del educador o de la educadora
interfiere con la capacidad creadora, formuladora, indagadora del educando en
forma restrictiva, entonces la directividad necesaria se convierte en
manipulación, en autoritarismo. Manipulación y autoritarismo practicados por
muchos educadores que, diciéndose progresistas, la pasan muy bien.
Mi cuestión no es negar la politicidad
y la directividad de la educación, tarea por lo demás imposible de convertir en
acto, sino, asumiéndolas, vivir plenamente la coherencia de mi opción
democrática con mi práctica educativa, igualmente democrática.
Mi deber ético, en cuanto uno de los
sujetos de una práctica imposiblemente neutra –la educativa–, es expresar mi
respeto por las diferencias de ideas y de posiciones. Mi respeto incluso por
las posiciones antagónicas a las mías, que combato con seriedad y pasión.
Sin embargo, decir cavilosamente que no
existen no es científico ni ético.
Criticar la arrogancia, el
autoritarismo de intelectuales de izquierda o de derecha, en el fondo
igualmente reaccionarios, que se consideran propietarios, los primeros del
saber revolucionario, y los segundos del saber conservador; criticar el
comportamiento de universitarios que pretenden concientizar a trabajadores
rurales y urbanos sin concientizarse también con ellos; criticar un
indisimulable aire de mesianismo, en el fondo ingenuo, de intelectuales que en
nombre de la liberación de las clases trabajadoras imponen o buscan imponer la “superioridad”
de su saber académico a las “masas incultas”, esto lo he hecho siempre. Y de
esto hablé casi exclusivamente en la Pedagogía
del oprimido. Y de esto hablo ahora, con la misma fuerza, en la Pedagogía de la esperanza.
Una de las diferencias sustantivas, sin
embargo, entre mí y los autores de esas críticas que se me hacen es que para mí
el camino para la superación de esas prácticas está en la superación de la
ideología autoritariamente elitista; está en el ejercicio difícil de las
virtudes de la humildad, la coherencia, la tolerancia, por parte del o de la
intelectual progresista. De la coherencia que va reduciendo la distancia entre
lo que decimos y lo que hacemos.
Para ellos y ellas, críticos y
críticas, el camino está en la imposible negación de la politicidad de la
educación, de la ciencia, de la tecnología.
“La teoría del aprendizaje de Freire –se
dijo más o menos en los años setenta– está subordinada a propósitos sociales y
políticos y una teoría así se expone al riesgo de la manipulación”, como si
fuera posible una práctica educativa en que profesores y profesoras, alumnos y
alumnas, pudieran estar absolutamente exentos del riesgo de la manipulación y
de sus consecuencias. Como si fuera o hubiera sido alguna vez posible, en algún
tiempo-espacio, la existencia de una práctica educativa distante, fría,
indiferente, en relación con "propósitos sociales y políticos".
Lo que se exige éticamente a los
educadores y las educadoras es que, coherentes con su sueño democrático,
respeten a los educandos, y por eso mismo no los manipulen nunca.
De ahí la cautela vigilante con que
deben actuar, con que deben vivir intensamente su práctica educativa; de ahí
que sus ojos deban estar siempre abiertos, sus oídos también, su cuerpo entero
abierto a las trampas de que está lleno el llamado “currículum oculto”. De ahí
la exigencia que deben imponerse de ir tornándose cada vez más tolerantes, de
ir poniéndose cada vez más transparentes, de ir volviéndose cada vez más
críticos, de ir haciéndose cada vez más curiosos.
Cuanto más tolerantes, cuanto más
transparentes, cuanto más críticos, cuanto más curiosos y humildes sean, tanto más
auténticamente estarán asumiendo la práctica docente. En una perspectiva así,
indiscutiblemente progresista, mucho más posmoderna que moderna, según entiendo
la posmodernidad, y nada “modernizadora”, enseñar no es simplemente transmitir
conocimientos en torno al objeto o contenido. Transmisión que se hace en su
mayor parte a través de la pura descripción del concepto del objeto, que los
alumnos deben memorizar mecánicamente. Enseñar, siempre desde el punto de vista
posmodernamente progresista de que hablo aquí, no puede reducirse a un mero
enseñar a los alumnos a aprender a través de una operación en que el objeto del
conocimiento fuese el acto mismo de aprender. Enseñar a aprender sólo es válido
–desde ese punto de vista, repítase– cuando los educandos aprenden a aprender
al aprender la razón de ser del objeto o del contenido. Enseñando biología u
otra disciplina cualquiera es como el profesor enseña a los alumnos a aprender.
En la línea progresista, por lo tanto,
enseñar implica que los educandos, “penetrando” en cierto sentido el discurso
del profesor, se apropien de la significación profunda del contenido que se
está enseñando. El acto de enseñar vivido por el profesor o la profesora va
desdoblándose, por parte de los educandos, en el acto de conocer lo enseñado.
A su vez, el profesor o la profesora
sólo enseñan en términos verdaderos en la medida en que conocen el contenido de
lo que enseñan, es decir, en la medida en que se lo apropian, en que lo
aprehenden. En este caso, al enseñar re-conocen el objeto ya conocido. En otras
palabras, rehacen su cognoscitividad en la cognoscitividad de los educandos.
Enseñar es así la forma que adopta el acto de conocimiento que el profesor o la
profesora necesariamente realizan a fin de saber lo que enseñan para provocar
también en los alumnos su acto de conocimiento. Por eso enseñar es un acto
creador, un acto crítico y no mecánico. La curiosidad de profesores y alumnos,
en acción, se encuentra en la base del enseñar-aprender.
Enseñar un contenido por
la apropiación o la aprehensión de éste por parte de los educandos exige la
creación y el ejercicio de una seria disciplina intelectual que debe ir
forjándose desde el nivel preescolar. Pretender la inserción crítica de los
educandos en la situación educativa, en cuanto situación de conocimiento, sin
esa disciplina es una espera vana. Pero así como no es posible enseñar a
aprender sin enseñar cierto contenido a través de cuyo conocimiento se aprende
a aprender, tampoco se enseña la disciplina de que hablo a no ser en y por la
práctica cognoscitiva de la que los educandos van volviéndose sujetos cada vez
más críticos.
[1]
Ana Maria Araújo Freire, Analfabetismo
no Brasil. Da ideología da interdiaio do carpo a ideología nacionalista ou de
como deixar sem ter e escrever desde as Catarinas (paraguaucu}, Filipas, Anas,
Genebras, ApolOnias e Gracias até os Sevverios, Sao Paulo, Cortez Editora,
1989.
[3]
Carlos Brandáo et al.,
A questiio política da educaaio popular, Sao Paulo, Brasiliense, 1980.
[4]
La traducción sería más o
menos: “ella veníase acercando” y “ella venía acercándose” [T]
[5]
Aproximadamente: “habíase
acabado”, “si verás a Pedro”, “hubieron muchas personas en el público”, “hacen
muchos años que volví” [T]
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