sábado, 21 de diciembre de 2013

A veinticinco años de la Pedagogía del oprimido por Paulo Freire


Reflexiones de Freire 25 años después de la Pedagogía del oprimido conllevan a reafirmar posiciones como las afirmaciones en contra del sectarismo porque niega la historia como posibilidad al asumir que al socialismo se llega automáticamente y no por vía de la lucha y la organización popular “fatalismo libertador” le llama, o el otro fatalismo según el cual no hay posibilidad de triunfo. Asume posición crítica y distancia en cuanto al lenguaje machista que discrimina a las mujeres al referir por ejemplo “todos los hombres” bajo el supuesto que se s hallan las mujeres y asume esta deuda de lenguaje de sus libros de la década de los años setenta. Asimismo reflexiona sobre el miedo a la libertad de muchos oprimidos en quienes se introyecta el opresor. Rico texto para un breve comentario de presentación.

A veinticinco años de la Pedagogía del oprimido

(Tomado de: Paulo  Freire. Pedagogía de la esperanza/
Un reencuentro con la Pedagogía del Oprimido.
México, Editores Siglo XXI, 1993, Capitulo II)

Hoy, a más de veinticinco años de distancia de aquellas mañanas, de aquellas tardes, de aquellas noches, viendo, oyendo, casi tocando con las manos certezas sectarias, excluyentes de la posibilidad de otras certezas, negadoras de las dudas, afirmadoras de la verdad poseída por ciertos grupos que se llamaban a sí mismos de revolucionarios, reafirmo, como se impone a una Pedagogía de la esperanza, la posición asumida y defendida en la Pedagogía del oprimido contra los sectarismos, siempre castradores, y en defensa del radicalismo crítico.
En realidad, el clima preponderante entre las izquierdas era el del sectarismo que, al mismo tiempo que niega la historia como posibilidad, genera y proclama una especie de “fatalismo libertador”. El socialismo llega necesariamente... es por eso que si llevamos la comprensión de la historia como “fatalismo libertador” hasta sus últimas consecuencias, prescindiremos de la lucha, del empeño en la creación del socialismo democrático, como empresa histórica. Desaparecen así la ética de la lucha y la belleza de la pelea. Creo, y más que creo, estoy convencido de que nunca hemos necesitado tanto de posiciones radicales –en el sentido en que entiendo la radicalidad en la Pedagogía del oprimido– como hoy. Para superar, por un lado, los sectarismos basados en verdades universales y únicas y, por el otro, las acomodaciones “pragmáticas” a los hechos, como si éstos se hubieran vuelto inmutables, tan al gusto de posiciones modernas los primeros, y modernistas las segundas, tenemos que ser posmodernamente radicales y utópicos. Progresistas.
Mi último período en Chile, precisamente el que corresponde a mi presencia en el Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria, al que llegué al comenzar mi tercer año en el país, fue uno de los momentos más productivos de mi experiencia de exilio. En primer lugar llegué a este instituto cuando ya tenía cierta convivencia con la cultura del país, con los hábitos de su pueblo, cuando las rupturas político-ideológicas dentro de la democracia cristiana ya eran claras. Por otro lado, mi actividad en el ICIRA correspondió también a las primeras denuncias que circularon contra mí en los y por los sectores más radicalmente derechistas de la democracia cristiana. Decían que yo había hecho cosas que jamás hice ni haría. Siempre he pensado que uno de los deberes éticos y políticos del exiliado es el respeto al país que lo acoge.
Aun cuando la condición de exiliado no me transformaba en un intelectual neutro, no tenía en absoluto el derecho a inmiscuirme en la vida político-partidaria del país. No quiero ni siquiera extenderme sobre los hechos que rodearon las acusaciones contra mí, fáciles de invalidar por su absoluta inconsistencia. De cualquier modo, sin embargo, al ser informado de la existencia del primer rumor, tomé la decisión de escribir los textos de los temas que tuviera que tocar en los encuentros de capacitación, y al hábito de escribir los textos sumé el de discutirlos, siempre que fue posible, con dos grandes amigos con quienes trabajaba en el ICIRA: Marcela Gajardo, chilena, hoy investigadora y profesora en la Facultad Latino-Americana de Ciencias Sociales, y José Luiz Fiori, brasileño, sociólogo, hoy profesor de la Universidad de Río de Janeiro.
Las horas que pasábamos juntos, discutiendo descubrimientos y no sólo mis textos, debatiendo dudas, interrogándonos, confrontándonos, sugiriéndonos lecturas, asombrándonos, tenían para nosotros tal encanto que casi siempre nuestra plática, a partir de cierta hora, era la única que se oía en el edificio. Ya todos habían abandonado sus oficinas y nosotros seguíamos ahí, tratando de comprender mejor lo que había detrás de la respuesta de un campesino a un desafío planteado en un círculo de cultura.
Con ellos debatí varios momentos de la Pedagogía del oprimido, que aún estaba en proceso de redacción. No tengo por qué negar el bien que me hizo la amistad de ambos y la contribución que me dio su aguda inteligencia.
En el fondo, mi paso por el Instituto de Desarrollo Agropecuario, por el Ministerio de Educación, por la Corporación de la Reforma Agraria, mi convivencia con sus equipos técnicos, a través de los cuales me fue posible tener ricas experiencias en casi todo el país, con un sinnúmero de comunidades campesinas, entrevistando a sus dirigentes; la propia oportunidad de vivir la atmósfera histórica de la época, todo eso me resolvía dudas que había traído al exilio, me profundizaba hipótesis, me reafirmaba posiciones.
Vivir la intensidad de la experiencia de la sociedad chilena, de mi experiencia dentro de esa experiencia, me hacía repensar siempre la experiencia brasileña cuya memoria viva había traído conmigo al exilio, y así escribí la Pedagogía del oprimido entre 1967 y 1968. Texto que retomo ahora, en su “mayoría de edad”, para volverlo a ver, a pensar, a decir. Para decir también, puesto que lo retomo en otro texto que también tiene su discurso que, del mismo modo, habla por sí mismo, hablando de la esperanza.
En tono casi de conversación, no sólo con el lector o la lectora que busca ahora por primera vez la convivencia con ese texto, sino también con quienes lo leyeron hace veinte años y que ahora, leyendo este repensar, se aprestan a releerlo, quisiera señalar algunos puntos a través de los cuales se podría redecir mejor lo dicho.
Creo que un punto interesante sobre el cual comienzo a hablar es el de la gestación misma del libro que, en cuanto incluye la gestación de las ideas, incluye también el momento o los momentos de acción en que se fueron generando y los de ponerlas en el papel. En realidad, las ideas que es preciso defender, las que implican otras ideas, las que se repiten en varias “esquinas” de los textos a las que los autores y las autoras se sienten obligados a regresar de vez en cuando, se van gestando a lo largo de su práctica dentro de la práctica social mayor de que forman parte. En este sentido hablé de las memorias que llevé conmigo al exilio, algunas conformadas en la infancia lejana, pero de real importancia hasta hoy en la comprensión de mi comprensión o de mi lectura del mundo. Es por eso también que hablé del ejercicio al que siempre me entregué en el exilio, dondequiera que estuviese el “contexto prestado”: el de, experimentándome en él, pensar y repensar mis relaciones con y en el contexto original. Pero si las ideas, las posiciones que había que expresar, explicar, defender en el texto venían naciendo en la acción-reflexión-acción en que participamos, tocados por recuerdos de sucesos ocurridos en viejas tramas, el momento de escribir se constituye como un tiempo de creación y de recreación, también, de las ideas con que llegamos a nuestra mesa de trabajo. El tiempo de escribir, además, va siempre precedido por el de hablar de las ideas que después se fijarán en el papel. Por lo menos así se dio conmigo. Hablar de ellas antes de escribir sobre ellas, en conversaciones con amigos, en seminarios, en conferencias, fue también una forma no sólo de probarlas, sino de recrearlas, de parirlas nuevamente: después se pulirían mejor las aristas cuando el pensamiento adquiriera forma escrita, con otra disciplina, con otra sistemática. En ese sentido, escribir es tanto rehacer lo que se ha venido pensando en los diferentes momentos de nuestra práctica, de nuestras relaciones, es tanto redecir lo que antes se dijo en el tiempo de nuestra acción, como leer seriamente exige de quien lo hace repensar lo pensado, reescribir lo escrito y leer también lo que antes de constituir el escrito del autor o de la autora fue cierta lectura suya.
Pasé un año o más hablando de aspectos de la Pedagogía del oprimido. Los hablé con amigos que me visitaban, los discutí en seminarios y cursos. Un día mi hija Magdalena llegó a llamarme la atención sobre el hecho, delicadamente. Sugirió que contuviera un poco mis ansias de hablar sobre la Pedagogía del oprimido, aún no escrita. No tuve fuerzas para vivir esa sugerencia: continué hablando apasionadamente del libro como si estuviera –y en realidad estaba– aprendiendo a escribirlo.
No podría olvidar, en ese tiempo de oralidad de la Pedagogía del oprimido, una conferencia, la primera, que pronuncié sobre el libro en Nueva York, en 1967.
Era mi primera visita a Estados Unidos, adonde me habían llevado el padre Joseph Fitzpatrick y monseñor Robert Fox, ya fallecido.
Fue una visita sumamente importante para mí, sobre todo por lo que pude observar en reuniones en áreas discriminadas, de gente negra y puertorriqueña, a las que fui invitado por educadoras que trabajaban con Robert Fox. Había muchas semejanzas entre lo que ellas hacían en Nueva York y lo que yo había hecho en Brasil. El primero en percibirlas fue Iván Ilich, quien propuso entonces a Fitzpatrick y a Fax que me llevasen a Nueva York.
En mis andanzas y visitas a los diferentes centros que mantenían en distintas zonas de Nueva York, pude comprobar, rever, comportamientos que expresaban las “mañas” necesarias de los oprimidos. Vi y oí en Nueva York cosas que eran “traducciones”, no sólo lingüísticas, naturalmente, sino sobre todo emocionales, de mucho de lo que oyera en Brasil y de lo que más recientemente venía oyendo en Chile. La razón de ser del comportamiento era la misma, pero la forma, lo que yo llamo el “ropaje”, y el contenido eran otros.
Hago referencia a uno de esos casos en la Pedagogía del oprimido, pero no vendrá mal tratarlo ahora en forma más amplia.
En una sala, participantes del grupo, negros y puertorriqueños. La educadora apoya en el brazo de una silla una foto artística de una calle, la misma en una de cuyas casas nos encontrábamos y en cuya esquina había casi una montaña de basura.
– ¿Qué vemos en esta foto? –preguntó la educadora–.
Hubo un silencio como siempre hay, no importa dónde y cuándo hagamos la pregunta. Después, enfático, uno de ellos dijo con falsa seguridad:
Vemos ahí una calle de América Latina.
–Pero –dijo la educadora– hay anuncios en inglés...
Otro silencio cortado por otra tentativa de ocultar la verdad que dolía, que hería, que lastimaba.
     O es una calle de América Latina y nosotros fuimos allá y les enseñamos inglés, o puede ser una calle de África.
– ¿Por qué no de Nueva York? –preguntó la educadora–.
     Porque somos Estados Unidos y no podemos tener eso ahí –y con el dedo señalaba la foto.
Después de un silencio más prolongado otro habló y dijo, con dificultad y dolor pero como si se quitase de encima un gran peso:
     Tenemos que reconocer que ésa es nuestra calle. Aquí vivimos.
Al recordar ahora aquella sesión, tan parecida a tantas otras en que participé, al recordar cómo los educandos se defendían en el análisis, en la “lectura” de la codificación (foto), procurando ocultar la verdad, vuelvo a oír lo que meses antes había oído de Erich Fromm en Cuernavaca, en México. “Una práctica educativa así –me dijo en el primer encuentro que tuvimos por mediación de Iván Ilich y en que le hablé de cómo pensaba y hacía la educación– es una especie de psicoanálisis histórico, sociocultural y político”.
Sus palabras eran pertinentes, eran confirmadas por la afirmación de uno de los educandos, con que los demás concordaban: “ésa es una calle de América Latina, fuimos allá y les enseñamos inglés”, o “es una calle de África”, “somos Estados Unidos y no podemos tener eso ahí”. Dos noches antes había asistido a otra reunión, con otro grupo también de puertorriqueños y negros en que la discusión giró en torno a otra foto excelente. Era un montaje que representaba Nueva York en cortes. Había seis planos o más, relativos a las condiciones económicas y sociales de las diferentes zonas de la ciudad.
Después de entendida la foto, la educadora preguntó al grupo en qué plano se situaban ellos. En un análisis realista, el grupo posiblemente ocuparía la penúltima posición indicada en la foto.
Hubo silencios, susurros, cambios de opinión. Finalmente vino la manifestación del grupo. Su lugar era el tercer nivel empezando de arriba...
De regreso al hotel, silencioso, al lado de la educadora que manejaba su carro, continuaba pensando en las reuniones, en la necesidad fundamental que tienen los individuos expuestos a situaciones semejantes mientras no se asumen a sí mismos como individuos y como clase, mientras no se comprometen, mientras no luchan, de negar la verdad que los humilla. Que los humilla precisamente porque introyectan la ideología dominante que los perfila como incompetentes y culpables, autores de sus fracasos cuya razón de ser se encuentra en cambio en la perversidad del sistema.
Pensaba también en algunas noches antes cuando, traducido por Carmen Hunter, una de las más competentes educadoras estadounidenses ya en aquella época, hablé por primera vez largamente sobre la Pedagogía del oprimido, que sólo quedaría definitivamente terminada al año siguiente. Y comparaba las reacciones de los educandos en aquellas dos noches con las de algunos presentes en mi charla, educadores y organizadores de comunidad.
El “miedo a la libertad” marcaba las reacciones en las tres reuniones. La fuga de lo real, la tentativa de domesticarlo mediante el ocultamiento de la verdad.
Ahora mismo, recordando hechos y reacciones ocurridos hace tanto tiempo, me viene a la memoria algo muy parecido a ellos en que también participé. Una vez más la expresión de la ideología dominante, diría incluso –repitiendo lo dicho en la Pedagogía– la expresión del opresor, “habitando” y dominando el cuerpo semivencido del oprimido.
Estábamos en pleno proceso electoral para las elecciones de gobernador del estado de Sao Paulo, en 1982. Luiz Inácio Lula da Silva, Lula, era el candidato del Partido de los Trabajadores y yo participé, como militante del partido, en algunas reuniones en áreas periféricas de la ciudad; no en grandes actos políticos, para los cuales me siento demasiado incompetente, sino en reuniones en salones de clubes recreativos o de asociaciones de barrio. En una de esas reuniones un obrero de unos 40 años habló para criticar a Lula y oponerse a su candidatura. Su argumento central era que no podía votar por alguien igual a él. “Lula: –decía el obrero convencido–, igual que yo, no sabe hablar. No tiene el portugués que se precisa para ser gobierno. Lula no tiene estudios. No tiene lecturas. Y hay más, si Lula gana qué va a ser de nosotros, qué vergüenza para todos nosotros si la reina de Inglaterra viene aquí de nuevo. La mujer de Lula no está en condiciones de recibir a la reina. No puede ser primera dama”.
En Nueva York el discurso ocultador, buscando otra geografía donde poner la basura que subrayaba la discriminación padecida por los discriminados, era un discurso de autonegación, así como de autonegación de su clase era el discurso del obrero que se negaba a ver en Lula, por ser éste obrero también, una contestación al mundo que lo negaba.
En la última campaña electoral para presidente, la nordestina que trabajaba con nosotros en nuestra casa votó por Collar en el primer turno y en el segundo y nos dijo, con absoluta certeza: “No había por quién votar”.
En el fondo debía estar de acuerdo con mucha gente elitista de este país para quienes no se puede ser presidente si se dice menas gente. En último análisis, decir menas gente revela que uno es menos gente.
Volví a Chile. Poco después me hallaba en una nueva fase del proceso de gestación de la Pedagogía del oprimido.
Empecé a escribir fichas a las que iba dando ciertos títulos, en función del contenido de cada una, a la vez que las numeraba. Andaba siempre con pedazos de papel en los bolsillos, cuando no con una libretita de notas. Si se me ocurría una idea, no importa dónde estuviera, en el ómnibus, en la calle, en un restaurante, solo o acompañado, registraba la idea. A veces era una frase nada más.
Por la noche en casa, después de cenar, trabajaba la o las ideas que había registrado, escribiendo dos, tres o más páginas. A continuación ponía un título a la ficha y un número, en orden creciente.
Pasé a trabajar ideas tomándolas también de las lecturas que hacía. Había ocasiones en que una afirmación del autor que estaba leyendo generaba en mí casi una conmoción intelectual, y me provocaba una serie de reflexiones que posiblemente jamás habían sido objeto de la preocupación del autor o de la autora del libro.
En otros momentos la afirmación de tal o cual autor me llevaba a reflexionar en el mismo campo en que el autor se situaba pero reforzaba alguna posición mía, que pasaba a ver más clara.
En muchos casos el registro que me desafiaba y sobre el cual escribía en fichas eran afirmaciones o dudas, ya de los campesinos que entrevistaba y a quienes oía debatiendo codificaciones en los círculos de cultura, ya de técnicos agrícolas, de agrónomos o de otros educadores con quienes me encontraba frecuentemente en seminarios de formación. Posiblemente fue la convivencia siempre respetuosa que tuve con el “sentido común”, desde los lejanos días de mi experiencia en el Nordeste brasileño, sumada a la certeza, que en mí nunca flaqueó, de que su superación pasa por él, lo que hizo que jamás lo desdeñara o simplemente lo minimizara. Si no es posible defender una práctica educativa que se contente con girar en torno al “sentido común”, tampoco es posible aceptar la práctica educativa que, negando el “saber de experiencia hecho”, parte del conocimiento sistemático del educador.
Es preciso que el educador o la educadora sepan que su “aquí” y su “ahora” son casi siempre “allá” para el educando. Incluso cuando el sueño del educador es no sólo poner su “aquí y ahora”, su saber, al alcance del educando, sino ir más allá de su “aquí y ahora” con él o comprender, feliz, que el educando supera su “aquí”, para que ese sueño se realice tiene que partir del “aquí” del educando y no del suyo propio. Como mínimo tiene que tomar en consideración la existencia del “aquí” del educando y respetarlo. En el fondo, nadie llega allá partiendo de allá, sino de algún aquí. Esto significa, en última instancia, que no es posible que el educador desconozca, subestime o niegue los “saberes de experiencia hechos” con que los educandos llegan a la escuela.
Volveré sobre este tema, que me parece central en el examen de la Pedagogía del oprimido no sólo como libro, sino también como práctica pedagógica.
A partir de cierto momento pasé, de tanto en tanto, casi a jugar con las fichas. Leía tranquilamente un grupo, por ejemplo, de diez de ellas y procuraba descubrir, primero, si había en su secuencia temática alguna laguna que hubiera que llenar; segundo, si su lectura cuidadosa provocaba o desencadenaba en mí la emergencia de nuevos temas. En el fondo, las “fichas de ideas” terminaban por convertirse en fichas generadoras de otras ideas, de otros temas.
A veces, por ejemplo, entre la ficha número ocho y la número nueve sentía un vacío sobre el cual empezaba a trabajar. Después numeraba de nuevo las fichas de acuerdo con la cantidad de fichas nuevas que había escrito.
Al recordar ahora todo ese trabajo tan artesanal, incluso con nostalgia, reconozco que habría ahorrado tiempo y energía y aumentado mi eficacia si hubiera contado entonces con una computadora, incluso modesta como la que tenemos ahora mi mujer y yo.
Sin embargo, fue a causa de todo aquel esfuerzo artesanal cuando decidí empezar a redactar el texto, en julio de 1967, aprovechando un periodo de vacaciones, en quince días de trabajo que no era raro que cubriera las noches, escribí los tres primeros capítulos de la Pedagogía. Dactilografiado el texto, que creía ya concluido con tres capítulos, los primeros, lo entregué a mi gran amigo nunca olvidado y de quien siempre aprendí mucho, Emani Maria Fiori, para que le hiciera un prefacio. Cuando Fiori me entregó su excelente estudio en diciembre de 1967, dediqué algunas horas en casa, de noche, a leer desde el prefacio hasta la última palabra del tercer capítulo, que para mí en aquel entonces era el último.
El año anterior, 1966, Josué de Castro, dueño de una vanidad tan frondosa como la de Gilberto Freyre, pero igual que la de éste, es decir, una vanidad que no molestaba a nadie, había pasado unos días en Santiago.
Una tarde en que no tenía tareas oficiales la pasamos juntos, conversando libremente en uno de los bonitos parques de Santiago, Josué, Almino Affonso y yo. Hablando sobre lo que estaba escribiendo, de repente nos dijo: “Les sugiero un buen hábito para los que escriben. Terminado el libro, el ensayo, métanlo en 'cuarentena' por tres o cuatro meses en un cajón. Después, en una noche determinada, sáquenlo y reléanlo. Uno siempre cambia 'algo'”, concluyó Josué, con la mano en el hombro de uno de nosotros.
Seguí esa recomendación al pie de la letra. La noche misma del día que Fiori me entregó su texto, después de leerlo y también los tres capítulos de la Pedagogía, los encerré a todos por dos meses en mi rincón de estudio.
No puedo negar la curiosidad, e incluso más que eso, cierta nostalgia que el texto, encerrado allí “solo”, me provocaba. A veces tenía fuertes deseos de releerlo, pero me parecía interesante también tomar cierta distancia de él. Entonces me contenía.
Una noche, poco más de dos meses después, me entregué por horas al reencuentro con los originales. Era casi como si me reencontrase con un viejo amigo. Incluso con una gran emoción leí, lentamente, sin querer que la lectura terminara en seguida, página por página, el texto entero. (En aquel momento no podía imaginar que veinticuatro años después tendría varios reencuentros, no ya con los originales sino con el libro mismo, para repensarlo y redecirlo).
No introduje en él cambios importantes, pero hice el fundamental descubrimiento de que no estaba acabado. Necesitaba un capítulo más. Fue así, entonces, como escribí el cuarto y último capítulo, aprovechando ya parte del tiempo del almuerzo en los seminarios de formación realizados fuera de Santiago pero cerca, ya en hoteles de ciudades lejos de Santiago, a las que iba con el mismo fin. Terminada la cena, me iba casi corriendo a mi cuarto y me internaba en las noches para al día siguiente retomar, bien temprano, la jornada de trabajo. Me acuerdo que el único texto que fue capaz de apartarme de mi trabajo de escribir fue Quarup, el excelente libro de Antonio Callado.
En aquella época todavía era capaz de leer mientras el automóvil devoraba las distancias. Así fue como, en uno de mis viajes al sur de Chile, aprovechando el tiempo de camino que me posibilitó horas de convivencia con el libro, terminé en el hotel, emocionado, la lectura de Quarup, cuando empezaba a amanecer. A continuación escribí una carta que finalmente, por timidez, no le envié nunca a Callado, y que desdichadamente terminó por perderse, junto con otras dirigidas a mí, cuando nos mudamos a Estados Unidos en 1969.
El gusto con que me entregaba a aquel ejercicio, a la tarea de ir como gastándome en el escribir y en el pensar, inseparables en la creación o en la producción del texto, me compensaba el déficit de sueño con que volvía de los viajes. Ya no tengo en la memoria los nombres de los hoteles donde escribí pedazos del cuarto capítulo de la Pedagogía, pero guardo en mí la sensación de placer con que releía, antes de dormirme, las últimas páginas escritas.
En casa, en Santiago, no fueron raras las veces en que, absorbido y gratificado por el trabajo, me sorprendía cuando el sol iluminaba el cuartito que había transformado en biblioteca, en la calle Alcides de Gasperi 500, Apoquindo, Santiago. Me sorprendía el sol, los pájaros, la mañana, el nuevo día. Entonces miraba por la ventana el pequeño jardín que Elza había hecho, los rosales que había plantado.
No sé si la casa estará todavía ahí, pintada de azul como lo estaba entonces.
No podría repensar la Pedagogía del oprimido sin pensar, sin recordar algunos de los lugares donde la escribí, pero sobre todo uno de ellos, la casa donde viví un tiempo feliz, y de la cual salí de Chile, cargando nostalgias, sufriendo por irme, pero con la esperanza de poder responder a los desafíos que me esperaban.
Terminada finalmente la redacción del cuarto capítulo, revisados y retocados los tres primeros, entregué todo el texto a una dactilógrafa para que lo pasara a máquina. A continuación hice varias copias que distribuí entre algunos amigos chilenos, algunos compañeros de exilio y amigos brasileños.
En los agradecimientos, en la primera edición brasileña que sólo pudo aparecer cuando el libro ya había sido traducido al inglés, al español, al italiano, al francés y al alemán, omití, debido al clima de represión en que vivíamos, los nombres de algunos amigos y también de compañeros de exilio.
Ninguno dejó de manifestarse, trayéndome su estímulo unido a sugerencias concretas. Aclarar un punto aquí, mejorar la redacción allá, etcétera.
Ahora, tantos años después y cada vez más convencido de cuánto debemos luchar para que nunca más, en nombre de la libertad, de la democracia, de la ética, del respeto a la cosa pública, vivamos de nuevo la negación de la libertad, el ultraje a la democracia, el engaño y la falta de consideración de la cosa pública, como nos impuso el golpe de Estado del 1 de abril de 1964, que pintorescamente se llamó a sí mismo Revolución, quisiera recordar los nombres de todos los que me animaron con su palabra, para expresarles mi agradecimiento: Marcela Gajardo, Jacques Chonchol, Jorge Mellado, Juan Carlos Poblete, Raúl Velozo, Pelli, chilenos; Paulo de Tarso, Plínio Sampaio, Almino Affonso, Maria Edy, Flávio Toledo, Wilson Cantoni, Emani Fiori, J oáo Zacariotti, José Luiz Fiori, Antonio Romanelli, brasileños.
Hay otro aspecto vinculado a la Pedagogía del oprimido y al clima perverso, antidemocrático, del régimen militar que se abatió sobre nosotros en forma singularmente rabiosa, cruel y rencorosa, que quisiera destacar.
Aun sabiendo que sería imposible editar el libro en Brasil, que su primera edición fuera en portugués, la lengua en que fue escrito originalmente, me interesaba que el texto dactilografiado llegara a las manos de Fernando Gasparian, director de la editorial Paz e Terra, que lo publicaría. El problema era cómo mandarlo sin peligro no sólo para los originales, sino también y sobre todo para el portador. A esa altura, a comienzos de los años setenta, ya vivíamos en Ginebra.
Comentando el hecho con intelectuales suizos, profesores de la Universidad de Ginebra, uno de ellos, conseilleur national además de profesor, Jean Ziegler, me ofreció llevar personalmente los originales, puesto que debía ir a Río de Janeiro por asuntos académicos. Acepté su ofrecimiento convencido de que, con su pasaporte diplomático, además de ser suizo, no le sucedería nada: pasaría por el control de pasaportes y la aduana sin preguntas ni revisiones.
Días después Gasparian, discretamente, acusaba recibo del material pidiéndome que esperase un momento más favorable para su publicación. Remití el texto a fines de 1970, cuando ya había aparecido la primera edición del libro en inglés, o a comienzos de 1971. Su publicación en Brasil su primera edición en portugués, sólo fue posible en 1975. Mientras tanto, un sinnúmero de brasileños y brasileñas lo leía en ediciones extranjeras que llegaban al país por golpes de astucia y de valentía. En esa época conocí a unajoven monja estadunidense que trabajaba en el Nordeste y que me dijo que varias veces, al regresar a Brasil de sus viajes a Estados Unidos, había llevado varios ejemplares de la Pedagogía, poniendo cubiertas de libros religiosos sobre la cubierta original. De ese modo amigos suyos que trabajaban en la periferia de ciudades nordestinas pudieron leer el libro y discutirlo aún antes de su publicación en portugués. Fue también de aquella época una carta que me llegó a Ginebra, por mano de alguien, excelente carta de un grupo de obreros de Sao Paulo que desdichadamente perdí de vista. Habían estudiado juntos una copia del original escrito a máquina en Chile. Es una lástima que de mis archivos de Ginebra haya quedado muy poco; entre muchas cosas buenas que se perdieron estuvo esa carta. Recuerdo, sin embargo, cómo terminaba: “Paulo –decían, más o menos–, debes continuar escribiendo pero, la próxima vez, debes cargar más las tintas en las críticas a esos intelectuales que nos visitan con aires de dueños de la verdad revolucionaria. Que nos buscan para enseñarnos que somos oprimidos y explotados y para decirnos lo que debemos hacer”.
Algún tiempo después que Ziegler, intelectual siempre ejemplar, hizo llegar a las manos de Gasparian el original de la Pedagogía, publicó un libro que se tomó best-seller a penas aparecido, La Suisse au-dessus de tout soupcon [Suiza por encima de toda sospecha], en que desnudaba secretos suizos demasiado delicados sobre todo en el campo de las cuentas ocultas de cierto tipo de gente del Tercer Mundo. Con ese libro Ziegler hirió un sinnúmero de intereses y sufrió represalias nada fáciles de enfrentar. Recientemente Jean Ziegler se ha visto sometido a presiones y restricciones mayores debido a la publicación de otro best-seller, en que examina el “lavado” del dinero del narcotráfico. Como conseilleur national o diputado federal por el cantón de Ginebra, hace poco Ziegler vio su inmunidad parlamentaria restringida por sus pares con el argumento de que él escribe como profesor, como científico, como académico, y la inmunidad parlamentaria se refiere a su actividad en el parlamento. Por lo tanto puede ser procesado por lo que escribe como científico.
Por eso, recordando su generoso gesto de llevar para los brasileños y las brasileñas los originales del libro prohibido, quiero hacer pública aquí mi solidaridad con el gran intelectual en quien no separo al profesor, al científico serio y competente, del vigilante representante del pueblo suizo, del conseilleur national.
Una última palabra, finalmente, de reconocimiento y agradecimiento póstumo, debo a Elza, en la hechura de la Pedagogía.
Creo que una de las mejores cosas que podemos experimentar en la vida, hombres y mujeres, es la belleza en nuestras relaciones, aun cuando esté salpicada, de vez en cuando, de desacuerdos que simplemente comprueban que somos personas.
Fue ésa la experiencia que viví con Elza y por causa de la cual, en el fondo, me fue posible disponerme a la recreación de mí mismo bajo los cuidados igualmente generosos, desprendidos y amorosos de otra mujer que hablándome a mí y de nosotros escribió, en un excelente libro suyo, que había llegado a mí para “re inventar a partir de las pérdidas” –la de ella, con la muerte de Raúl, su primer marido, y la mía con la de Elza– “"la vida, con amor”.[1]
Durante todo el tiempo en que hablé de la Pedagogía del oprimido a otras personas y a Elza, ella siempre fue una oyente atenta y crítica, cuando emprendí la fase de redacción del texto.
De mañana, muy temprano, leía las páginas que yo había escrito hasta la madrugada y que había dejado ordenadas sobre la mesa.
A veces no se contenía. Me despertaba y, con humor, me decía: “Espero que este libro no nos haga más vulnerables a nuevos exilios”.
Me siento contento por registrar este agradecimiento por la libertad con que lo hago, sin temer que me acusen de sentimental.
Mi preocupación, en este trabajo esperanzado, como he demostrado hasta ahora, es la de mostrar, excitando, desafiando a la memoria, como si estuviera excavando el tiempo, el proceso mismo por el que ha venido constituyéndose mi reflexión, mi pensamiento pedagógico, su elaboración de la que el libro es un momento. Cómo viene constituyéndose mi pensamiento pedagógico, inclusive en esta Pedagogía de la esperanza, en que examino la esperanza con que escribí la Pedagogía del oprimido.
De ahí que intente encontrar en viejas tramas, hechos, actos de la infancia, de la juventud, de la madurez, en mi experiencia con otros, en los acontecimientos, instantes del proceso general, dinámico, no sólo la Pedagogía del oprimido gestándose, sino mi propia vida. En verdad, en el juego de las tramas de que forma parte la vida adquiere ella sentido –la vida–. Y la Pedagogía del oprimido es un momento importante de mi vida de la que ese libro expresa cierto instante, exigiendo al mismo tiempo de mí la necesaria coherencia con lo dicho en él.
Entre las responsabilidades que me propone escribir, hay una que siempre asumo. La de –viviendo ya mientras escribo la coherencia entre lo que va escribiéndose y lo dicho, lo hecho, lo haciéndose– intensificar la necesidad de esa coherencia a lo largo de la existencia. Pero la coherencia no es inmovilizante: en el proceso de actuar-pensar, hablar-escribir, puedo cambiar de posición. Así mi coherencia, tan necesaria como antes, se hace con nuevos parámetros. Lo imposible para mí es la falta de coherencia, aun reconociendo la imposibilidad de una coherencia absoluta. En el fondo esa cualidad o esa virtud, la coherencia, exige de nosotros la inserción en un permanente proceso de búsqueda, exige paciencia y humildad, virtudes también, en el trato con los demás. Ya veces ocurre que por n razones carecemos de esas virtudes, que son fundamentales para el ejercicio de la otra, la coherencia.
En esta fase de retoma de la Pedagogía, iré tomando aspectos del libro que hayan o no provocado crítica a lo largo de estos años, en el sentido de explicarme mejor, de aclarar ángulos, de afirmar y reafirmar posiciones.
Hablar un poco del lenguaje, del gusto por las metáforas, del cuño machista con que escribí la Pedagogía del oprimido y antes La educación como práctica de la libertad, me parece no sólo importante sino necesario.
Empezaré precisamente por el lenguaje machista que marca todo el libro y mi deuda con un sinnúmero de mujeres estadounidenses que me escribieron desde diferentes zonas de Estados Unidos entre fines de 1970 y comienzos de 1971, algunos meses después de la aparición de la primera edición del libro en Nueva York. Era como si se hubieran puesto de acuerdo para enviar sus cartas críticas, que fueron llegando a mis manos, en Ginebra, durante dos o tres meses, casi sin interrupción.
En general, comentando el libro, lo que les parecía positivo en él y la contribución que aportaba a su lucha, invariablemente hablaban de lo que les parecía una gran contradicción en mí. Es que, decían ellas con sus palabras, al discutir la opresión y la liberación, al criticar con justa indignación las estructuras opresoras, yo usaba sin embargo un lenguaje machista, y por lo tanto discriminatorio, en el que no había lugar para las mujeres. Casi todas las que me escribieron citaban un pasaje u otro del libro, como por ejemplo el que ahora escojo yo mismo: “De esta manera, profundizando la toma de conciencia de la situación, los hombres se 'apropian' de ella como realidad histórica y, como tal, capaz de ser transformada por ellos”.[2] Y me preguntaban: “¿Por qué no las mujeres también?”.
Recuerdo como si fuera hoy que estaba leyendo las primeras dos o tres cartas que recibí y cómo, condicionado por la ideología  machista, reaccioné. Yes importante destacar que, estando a fines de 1970 y comienzos de 1971, yo ya había vivido intensamente la experiencia de la lucha política, ya tenía cinco o seis años de exilio, ya había leído un mundo de obras serias, y sin embargo al leer las primeras críticas que me llegaban todavía me dije o me repetí lo que me habían enseñado en mi infancia: “Pero cuando digo hombre, la mujer necesariamente está incluida”. En cierto momento de mis tentativas, puramente ideológicas, de justificar ante mí mismo el lenguaje machista que usaba, percibí la mentira o la ocultación de la verdad que había en la afirmación: “Cuando digo hombre, la mujer está incluida”. ¿Y por qué los hombres no se sienten incluidos cuando decimos: “Las mujeres están decididas a cambiar el mundo”? Ningún hombre se sentiría incluido en el discurso de ningún orador ni en el texto de ningún autor que dijera: “Las mujeres están decididas a cambiar el mundo”. Del mismo modo que se asombran (los hombres) cuando ante un público casi totalmente femenino, con dos o tres hombres apenas, digo: “Todas ustedes deberían”, etc. Para los hombres presentes, o yo ignoro la sintaxis de la lengua portuguesa o estoy tratando de hacerles un chiste. Lo imposible es que se piensen incluidos en mi discurso. ¿Cómo explicar, a no ser ideológicamente, la regla según la cual si en una sala hay doscientas mujeres y un solo hombre debo decir: “Todos ellos son trabajadores y dedicados”? En verdad, éste no es un problema gramatical, sino ideológico.
En este sentido expresé al comienzo de estos comentarios mi deuda con aquellas mujeres, cuyas cartas desdichadamente perdí también, porque me hicieron ver cuánto tiene el lenguaje de ideología.
Entonces les escribí a todas, una por una, acusando recibo de sus cartas y agradeciendo la excelente ayuda que me habían dado.
Desde entonces me refiero siempre a mujer y hombre, o a los seres humanos. A veces prefiero afear la frase para hacer explícito mi rechazo del lenguaje machista.
Ahora, al escribir esta Pedagogia de la esperanza, en la que repienso el alma y el cuerpo de la Pedagogía del oprimido, pediré a las editoriales que superen su lenguaje machista. Y que no se diga que éste es un problema menor, porque en verdad es un problema mayor. Que no se diga que lo fundamental es el cambio del mundo malvado, su recreación en el sentido de hacerlo menos perverso, y por lo tanto la superación del habla machista es de menor importancia, sobre todo porque las mujeres no son una clase social.
La discriminación de la mujer, expresada y efectuada por el discurso machista y encarnada en prácticas concretas, es una forma colonial de tratarla, incompatible por lo tanto con cualquier posición progresista, de mujer o de hombre, poco importa.
El rechazo de la ideología machista, que implica necesariamente la recreación del lenguaje, es parte del sueño posible en favor del cambio del mundo. Por eso mismo, al escribir o hablar un lenguaje ya no colonial, no lo hago para agradar a las mujeres o desagradar a los hombres, sino para ser coherente con mi opción por ese mundo menos malvado del que hablaba antes. Del mismo modo en que no escribí el libro que ahora revivo para ser simpático a los oprimidos como individuos y como clase y simplemente fustigar a los opresores como individuos y como clase también. Lo escribí como tarea política que me pareció mi deber cumplir.
Agréguese que no es puro idealismo no esperar que el mundo cambie radicalmente para ir cambiando el lenguaje. Cambiar el lenguaje es parte del proceso de cambiar el mundo. La relación lenguaje-pensamiento-mundo es una relación dialéctica, procesal, contradictoria. Es claro que la superación del discurso machista, como la superación de cualquier discurso autoritario, exige o nos plantea la necesidad de, paralelamente al nuevo discurso, democrático, antidiscriminatorio, empeñarnos en prácticas también democráticas.
Lo que no es posible es simplemente hacer el discurso democrático y antidiscriminatorio y tener una práctica colonial.
Un aspecto importante, en el capítulo del lenguaje, que quisiera destacar es cuánto me impresionó siempre, en mis experiencias con trabajadores y trabajadoras urbanos y rurales, su lenguaje metafórico. La riqueza simbólica de su habla. En un casi paréntesis llamaría la atención sobre la rica bibliografía que hay actualmente en materia de trabajos de lingüistas y filósofos del lenguaje sobre la metáfora y su uso en la literatura y en la ciencia. Sin embargo aquí lo que me preocupa es acentuar hasta qué punto el habla popular y la escasez en ella de esquinas de aristas duras que nos hieran (y aquí les va una metáfora) siempre me interesaron y me apasionaron. Desde la adolescencia en Jaboatao mis oídos empezaron a abrirse favorablemente a la sonoridad del habla popular. Más tarde, ya en el SESI, se sumaría a esto la creciente comprensión de la semántica y necesariamente de la sintaxis populares.
Mis largas conversaciones con pescadores, en sus cascaros en la playa de Pontas de Pedra, en Pernambuco, así como mis diálogos con campesinos y trabajadores urbanos, en los cerros y en las calles de Recife, no sólo me familiarizaron con su lenguaje sino que me aguzaron la sensibilidad a la belleza con que siempre hablan de sí mismos, incluso de sus dolores, y del mundo. Belleza y seguridad también.
Uno de los mejores ejemplos de esa belleza y de esa seguridad se encuentra en el discurso de un campesino de Minas Gerais, 31 en diálogo con el antropólogo Carlos Brandáo, en una de las muchas andanzas de éste por los campos, como investigador. Brandáo grabó una larga conversación con Antonio Cícero de Souza, conocido como Cico, de la que aprovechó una parte como prefacio al libro que organizó.[3]
Ahora usted llega y me pregunta: Cico, ¿qué es educación? Está bueno. Pues, yo lo que pienso, lo digo. Entonces vea, usted dice: "educación"; ahí yo digo: “educación”. La palabra es la misma ¿verdad? La pronunciación, quiero decir. Es una misma: “educación”. Pero entonces yo le pregunto a usted: ¿es la misma cosa? ¿Estamos hablando de lo mismo cuando decimos esa palabra? Ahí yo digo: no. Yo se lo digo a usted así tal cual: no, no es lo mismo. Yo creo que no.
Educación... Cuando usted llega y dice “educación”, viene de su mundo. El mismo, otro. Cuando el que habla soy yo viene de otro lugar, de otro mundo. Viene del fondo de un pozo que es el lugar de la vida de un pobre, como dicen algunos. Comparación: ¿en el suyo esa palabra viene junto con qué? ¿Con escuela, no es así? ¿Con un profesor fino, con buena ropa, estudiado, buen libro, nuevo, cuaderno, pluma, todo bien separado, cada cosa a su manera, como debe ser... De su mundo viene estudio de escuela que transforma a la persona en doctor. ¿No es verdad? Yo creo que es, pero creo de lejos, porque yo nunca vi eso aquí.
Cierta vez propuse a un grupo de estudiantes de un curso de posgrado en la puc-sp32 una lectura en conjunto del texto de Cico. Un análisis, una lectura crítica de ese texto.
Pasamos cuatro sesiones de tres horas para leer las cuatro páginas de Cico.
La temática que se fue planteando a medida que fuimos adentrándonos en el texto, descubriéndola, rica y plural, hacía que el tiempo pasara sin que nos diéramos cuenta. No hubo intervalo en encuentros en que estudiamos a Cico, tal era la pasión con que nos entregábamos al trabajo.
Algo que me gustaría mucho haber podido hacer, y que el no haberlo hecho no me hizo perder la esperanza de llegar a hacerlo algún día, es discutir con trabajadores y trabajadoras rurales o urbanos ese texto de Cico. Una experiencia en que, partiendo de la lectura que hicieran del discurso de Cico, fuera agregándole la mía también. En el momento en que tomáramos el texto de Cico y habláramos de él, me cabría enseñar n contenidos en tomo a los cuales, igual que Cico, posiblemente con un poder de análisis menor que el de él, ellos y ellas tienen un “saber de experiencia vivida”. Lo fundamental, sin embargo, sería que los desafiara para que, aprehendiendo la significación más profunda de los temas y de los contenidos, pudiesen aprenderlos.
No hay cómo no repetir que enseñar no es la pura transferencia mecánica del perfil del contenido que el profesor hace al alumno, pasivo y dócil. Como tampoco hay cómo no repetir que partir del saber que tengan los educandos no significa quedarse girando en torno a ese saber. Partir significa ponerse en camino, irse, desplazarse de un punto a otro y no quedarse, permanecer. Jamás dije, como a veces insinúan o dicen que dije, que, debemos girar fascinados en tomo al saber de los educandos, como la mariposa alrededor de la luz.
Partir del “saber de experiencia vivida” para superarlo no es quedarse en él.
Hace algunos años estuve en una capital nordestina, invitado por educadores que actuaban en áreas rurales del estado. Querían tenerme con ellos y ellas en los tres días que dedicarían a la evaluación de su trabajo con diferentes grupos de campesinos. En cierto momento de una de las sesiones salió a luz la cuestión del lenguaje, del contorno sonoro del habla de los campesinos, de su simbolismo. Uno de los presentes relató entonces el siguiente hecho.
Hacía ya casi dos meses que quería, dijo, tomar parte en las reuniones dominicales que un equipo de campesinos realizaba después de la misa de las 9 de la mañana. Ya le había insinuado al líder su deseo sin haber recibido la necesaria anuencia.
Un día finalmente fue invitado y oyó, como apertura de la reunión, presentándolo al grupo, el siguiente discurso del líder: “Tenemos hoy un compañero nuevo que no es campesino. Es un hombre de lectura. En la última reunión discutí con ustedes sobre la presencia de él aquí con nosotros”. Después de hablar un poco sobre el visitante, lo miró atentamente y dijo: “Necesitamos decirte, compañero, una cosa importante. Si viniste aquí pensando enseñamos que somos explotados, no hace falta, porque nosotros lo sabemos muy bien. Ahora lo que nosotros queremos saber de ti es si tú vas a estar con nosotros, a la hora que caigan los palos”.
Es decir, digo ahora yo, si tu solidaridad supera los límites de tu curiosidad intelectual, si va más allá de las notas que vas a tomar en las reuniones con nosotros, si vas a estar con nosotros, a nuestro lado, cuando caiga sobre nosotros la represión.
Otro educador, posiblemente estimulado por la historia que había oído, dio su testimonio contando lo siguiente: que estaba participando con otros educadores y educadoras en un día de estudios con dirigencias campesinas. De repente uno de los campesinos habló diciendo: “Así como vamos en esta conversación no nos vamos a entender. Porque mientras que ustedes ahí –y señaló al grupo de educadores – no hablan más que de la sal, nosotros aquí –e indicó al grupo de campesinos– nos interesamos por la sazón, y la sal no es más que una parte de la sazón”.
Para los campesinos, los educadores estaban perdiéndose en la visión que suelo llamar focalista de la realidad, mientras que ellos lo que querían era la comprensión de las relaciones entre las partes componentes de la totalidad. No negaban la sal, pero querían entenderla en sus relaciones con los demás ingredientes que en conjunto componían la sazón.
En relación con esa riqueza popular de la que tanto podemos aprender, recuerdo sugerencias que anduve haciendo a varios educadores y educadoras en contacto frecuente con trabajadores urbanos y rurales, en el sentido de ir registrando historias, trozos de conversaciones, frases, expresiones, que pudieran servir para análisis semánticos, sintácticos, prosódicos de su discurso. En cierto momento de un esfuerzo como ése, sería posible proponer a los trabajadores, como si fueran codificaciones, las historias o las frases, o los trozos de discurso, ya estudiados, sobre todo con la colaboración de sociolingüistas, y probar la comprensión que habían tenido los educadores de esas frases o historias presentándola a los trabajadores. Sería un ejercicio de aproximación de las dos sintaxis -la dominante y la popular.
En verdad, en materia de lenguaje hay algo más a lo que quisiera referirme. Algo que jamás acepté, por el contrario, que siempre rechacé: la afirmación o la pura insinuación de que escribir bonito, con elegancia, no es cosa de científico. Los científicos escriben difícil, no bonito. Siempre me ha parecido que el momento estético del lenguaje debe ser perseguido por todos nosotros, no importa si somos científicos rigurosos o no. No hay ninguna incompatibilidad entre el rigor en la búsqueda de la comprensión y del conocimiento del mundo y la belleza de la forma en la expresión de los descubrimientos.
Sería absurdo que la compatibilidad se diera o debiera darse entre la fealdad y el rigor.
No por casualidad mis primeras lecturas de la obra de Gilberto Freyre, en los años cuarenta, me impresionaron tanto, así como hoy releerla también constituye un momento de placer estético.
A mí, desde muy joven, siempre me agradó un discurso sin aristas, no importa si es de un campesino ingenuo frente al mundo o de un sociólogo del porte de Gilberto Freyre. Creo que en este país poca gente ha manejado el lenguaje con el buen gusto con que lo hizo él.
Nunca me olvido del impacto que causaba en adolescentes a quienes yo enseñaba portugués, en los años cuarenta, la lectura que hacía con ellos de trozos de la obra de Gilberto. Casi siempre lo tomaba como ejemplo para hablar de la colocación de los pronombres objetivos en las oraciones, subrayando la belleza de su estilo. Difícilmente, de acuerdo con la gramática o no, Gilberto Freyre escribía una cosa fea.
Fue él quien, en una primera experiencia estética, entre “ela ~inh~-se aproxi"!ando"y "ela vinha se aproximando”,[4] me hizo optar, sm nmguna dificultad, por la segunda posibilidad, debido a la sonoridad que resulta de la separación del se del verbo auxiliar vinha que le “da” la libertad de dejarse atraer por la a del verbo principal aproximando. El se de vinha-se pasa a ser s'a cuando se libera de aquel verbo y como que se arrima a la a de aproximando.
No comete pecado contra la seriedad científica quien, recha- ~an~o l~ estrechez y la falta de sabor de la afectación gramatical. Jamas dice o escribe “tinha acabado-se”, o “seuocé ver Pedro” o bien "houueram muitas pessoas na audiencia”, o “fazem muitos ano; que voltei”.[5]
No comete pecado contra la seriedad científica quien trata bien a la palabra para no herir el oído y el buen gusto de quien lee o escucha su discurso, y no por eso puede ser acusado en forma simplista de “retórico” o de haber caído en la “fascinación de la elegancia lingüística como fin en sí misma”. Cuando no acusado de haber sido vencido por la fuerza del disgusto de un parloteo inconsecuente, o señalado como “pretencioso” o “e~nob” o visto como ridículamente pomposo en su forma de escribir o de hablar.
Si Gilberto Freyre, por no hablar más que de él, entre nosotros, hubiera creído eso, es decir en la relación entre rigor científico y desprecio por el tratamiento estético del lenguaje, no tendríamos hoy páginas como la que sigue:
La palabra “Nordeste” es hoy una palabra desfigurada por la expresión “obras del Nordeste”, que significa “obras contra las secas”. Los sertiies de arena seca que rechina bajo los pies. Los sertoes de paisajes duros que roen los ojos. Los mandacarús,[6] los vacunos y caballos angulosos. Las sombras leves como almas del otro mundo con miedo del sol.
Pero ese Nordeste de figuras de hombres y de animales que se alargan casi como figuras de El Greco es tan sólo un lado del Nordeste. El otro Nordeste. Más viejo que él es el Nordeste de árboles gruesos, de sombras profundas, de bueyes pachorrientos, de gente vigorosa y a veces redondeada casi como Sancho Panza por la miel de caña, por el pescado cocido con mandioca, por el trabajo lento y siempre igual, por los parásitos, por el aguardiente, por el guarapo de caña, por el frijol, por las lombrices, por la erisipela, por el ocio, por las enfermedades que hinchan a las personas, por el propio mal de comer tierra.
Y más adelante: “Un Nordeste oleoso donde en noche de luna parece escurrir un aceite gordo de las cosas y de las personas”.[7] En relación con la Pedagogía del oprimido, hubo críticas como las referidas más arriba y también a lo que se consideró la ininteligibilidad del texto. Críticas al lenguaje considerado como casi imposible de entender, y tan rebuscado y elitista que no podía esconder mi “falta de respeto por el pueblo”.
Al recordar unas y volver a ver otras de esas críticas, hoy, me acuerdo de un encuentro que tuve en Washington, en 1972, con un grupo de jóvenes interesados en discutir algunos temas del libro.
Había entre ellos un hombre negro, de unos cincuenta años de edad, dedicado a problemas de organización comunitaria. Durante los debates, de vez en cuando, después de una visible dificultad para comprender de uno de los jóvenes, él hablaba para aclarar el punto, y lo hacía siempre muy bien.
Al final de la reunión se acercó a mí y, en forma simpática, me dijo: “Si alguno de esos jóvenes te dice que no te entiende a causa del inglés que hablas, no es cierto. La cuestión es de lenguaje-pensamiento. La dificultad está en que ellos todavía no piensan dialécticamente. Y todavía les falta convivencia con la dureza de la experiencia de los sectores discriminados de la sociedad”.
Es interesante también observar que algunas críticas, en inglés, al lenguaje “difícil y esnob” de la Pedagogía atribuían alguna responsabilidad a mi amiga Myra Ramas, seria y competente traductora del libro. Myra trabajó con la máxima corrección profesional, con absoluta seriedad. Durante el proceso de traducción del texto, acostumbraba consultar con un grupo de amigos a quienes llamaba por teléfono para preguntar: “¿Tiene sentido esta frase para ti?”. Y citaba el trozo que acababa de traducir, sobre el cual tenía dudas. Por otra parte, terminada parte de un capítulo, enviaba copia de la traducción y del original a otros amigos estadounidenses que dominaban el portugués, como el teólogo Richard Shaull, quien prologó la edición estadounidense, solicitándoles sus opiniones y sugerencias.
Yo mismo, que en esa época residía en Cambridge como profesor visitante en Harvard, fui consultado por ella varias veces. Recuerdo su paciente investigación de las diferentes hipótesis que se le ocurrieron para traducir una de mis metáforas, “inédito viable”, que finalmente optó por llamar “untestedJeasibility”.
Con las limitaciones derivadas de mi carencia de autoridad respecto a la lengua inglesa, debo decir que me siento muy bien en la traducción de Myra. Por eso, frente a los lectores y las lectoras de lengua inglesa, en seminarios y discusiones, he asumido siempre la responsabilidad por las críticas hechas al lenguaje del libro.
Recuerdo también la opinión de un joven de 16 años, hijo de una excelente alumna negra que tuve en Harvard, a quien solicité que leyera la traducción del primer capítulo de la Pedagogía, que acababa de llegar de Nueva York. A la semana siguiente me trajo la de ella y la de su joven hijo, a quien había pedido que leyera el texto. “Este texto –decía él–  fue escrito sobre mí. Habla de mí”. Aun admitiendo que haya tropezado con alguna que otra palabra ajena a su experiencia intelectual de adolescente, eso no le hizo perder la comprensión de la totalidad. Su experiencia existencial en el contexto de la discriminación hizo que desde el principio fuera sim-pático al texto.
Hoy, después de tantos años, con la Pedagogía traducida a un sinnúmero de lenguas a través de las cuales ha cubierto prácticamente el mundo, ese tipo de crítica ha disminuido bastante. Pero aún las hay.
Por eso me alargo un poco más sobre la cuestión.
No veo cómo puede ser legítimo que un estudiante o una estudiante, un profesor o una profesora cierre un libro cualquiera, no sólo la Pedagogía del oprimido, diciendo simplemente que su lectura no es viable porque no entendió claramente el significado de un período. Y sobre todo hacerlo sin haber hecho el menor esfuerzo, sin haber actuado con la seriedad necesaria para quien estudia. Hay muchas personas para quienes detener la lectura de un texto en el momento en que surgen dificultades para su comprensión, a fin de recurrir a instrumentos de trabajo corrientes –diccionarios, incluyendo los de filosofía y ciencias sociales, los etimológicos, los de sinónimos, las enciclopedias, etc.–, es una pérdida de tiempo. No. Por el contrario, el tiempo dedicado a la consulta de diccionarios y enciclopedias para elucidar lo que estamos leyendo es tiempo de estudio, no tiempo perdido. A veces las personas continúan la lectura esperando captar mágicamente, en la página siguiente, el significado de la palabra, si es que aparece de nuevo.
Leer un texto es algo más serio, que exige más. Leer un texto no es “pasear” en forma licenciosa e indolente sobre las palabras. Es aprender cómo se dan las relaciones entre las palabras en la composición del discurso. Es tarea de sujeto crítico, humilde, decidido.
Leer, como estudio, es un proceso difícil, incluso penoso a veces, pero siempre placentero también. Implica que el lector o la lectora se adentren en la intimidad del texto para aprehender su más profunda significación. Cuanto más hacemos este ejercicio en forma disciplinada, tanto más nos preparamos para que las futuras lecturas sean menos difíciles.
Leer un texto exige de quien lo hace, sobre todo, estar convencido de que las ideologías no han muerto. Por eso mismo, la que permea el texto, o a veces se oculta en él, no es necesariamente la de quien lo lee. De ahí la necesidad de que el lector adopte una postura abierta y crítica, radical y no sectaria, sin la cual cerrará el texto, prohibiéndose aprender algo de él, porque es posible que defienda posiciones antagónicas a las suyas. E, irónicamente, a veces esas posiciones son apenas diferentes.
En muchos casos ni siquiera hemos leído a la autora o al autor: hemos leído acerca de ella o de él y aceptamos las críticas que se les hacen sin ir directamente a sus textos. Las asumimos como nuestras.
El profesor Celso Beisiegel, pro-rector de la Universidad de Sao Paulo y uno de los intelectuales más serios del país, me dijo que cierta vez, participando en un grupo de discusión sobre la educación brasileña, oyó decir a uno de los presentes que mis trabajos ya no tenían importancia en el debate nacional acerca de la educación. Curioso, Beisiegelle preguntó: “¿Qué libros de Paulo Freire estudió usted?”.
Sin casi silencio después de la pregunta, el joven crítico respondió: “Ninguno. Pero leí sobre él”.
Lo fundamental, sin embargo, es que no se critica a un autor o a una autora por lo que se dice sobre él o ella, sino por la lectura seria, dedicada, competente que hacemos de sus textos. Sin que esto signifique que no debemos leer lo que se ha dicho y se dice sobre él o ella, también.
Finalmente, la práctica de leer textos seriamente termina por ayudarnos a aprender cómo la lectura, como estudio, es un proceso amplio, que exige tiempo, paciencia, sensibilidad, método, rigor, decisión y pasión por conocer.
Sin necesariamente referirme a los autores o a las autoras de críticas ni tampoco a los capítulos de la Pedagogía a que se refieren las restricciones, continuaré el ejercicio de ir tomando aquí y allá algún juicio frente al cual debo pronunciarme, o rehacer un pronunciamiento anterior.
Uno de esos juicios, que viene de los años setenta, es el que me toma precisamente por lo que critico y combato, es decir, me toma por arrogante, elitista, “invasor cultural”, es decir alguien que no respeta la identidad popular, de clase, de las clases populares -trabajadores rurales y urbanos. En el fondo ese tipo de entica, dirigido a mí, con base en una comprensión distorsionada de la concientización y en una visión profundamente ingenua de la práctica educativa –vista como práctica neutra, al servicio del bienestar de la humanidad–, no es capaz de percibir que una de las bellezas de esta práctica es precisamente que no es posible vivirla sin correr riesgo. El riesgo de no ser coherentes, de decir una cosa y hacer otra, por ejemplo. Y es precisamente su politicidad, su imposibilidad de ser neutra, lo que exige del educador o de la educadora su eticidad. La tarea de la educadora o del educador sería demasiado fácil si se redujera a la enseñanza de contenidos que ni siquiera necesitarían ser manejados y “transmitidos” en forma aséptica, porque en cuanto contenidos de una ciencia neutra serían asépticos en sí. En ese caso el educador no tendría por qué preocuparse o esforzarse, por lo menos, por ser decente, ético, a no ser con respecto a su capacitación. Sujeto de una práctica neutra, no tendría otra cosa que hacer que “transferir conocimiento” igualmente neutro.
No es eso lo que ocurre en la realidad. No hay ni ha habido jamás una práctica educativa, en ningún espacio-tiempo, comprometida únicamente con ideas preponderantemente abstractas e intocables. Insistir en eso y tratar de convencer a los incautos de que ésa es la verdad es una práctica política indiscutible con que se intenta suavizar una posible rebeldía de las víctimas de la injusticia. Tan política como la otra, la que no esconde, sino que por el contrario proclama su politicidad.
Lo que me mueve a ser ético por sobre todo es saber que como la educación es, por su propia naturaleza, directiva y política, yo debo respetar a los educandos, sin jamás negarles mi sueño o mi utopía. Defender una tesis, una posición, una preferencia, con seriedad y con rigor, pero también con pasión, estimulando y respetando al mismo tiempo el derecho al discurso contrario, es la mejor forma de enseñar, por un lado, el derecho a tener el deber de “pelear” por nuestras ideas, por nuestros sueños, y no sólo aprender la sintaxis del verbo haber, y por el otro el respeto mutuo.
Respetar a los educandos, sin embargo, no significa mentirles sobre mis sueños, decirles con palabras o gestos o prácticas que el espacio de la escuela es un lugar “sagrado” donde solamente se estudia, y estudiar no tiene nada que ver con lo que ocurre en el mundo de afuera; ocultarles mis opciones, como si fuera “pecado” preferir, optar, romper, decidir, soñar. Respetarlos significa, por un lado, darles testimonio de mi elección, defendiéndola; por el otro, mostrarles otras posibilidades de opción mientras les enseño, no importa qué...
y que no se diga que si soy profesor de biología no puedo alargarme en otras consideraciones, que debo enseñar sólo biología, como si el fenómeno vital pudiera comprenderse fuera de la trama histórico-social, cultural y política. Como si la vida, la pura vida, pudiera ser vivida igual en todas sus dimensiones en la favela,  en una zona feliz de los “Jardines” de Sao Paulo. Si soy profesor de biología debo, obviamente, enseñar biología, pero al hacerlo no puedo separarla de esa trama.
Es la misma reflexión que nos imponemos con relación a la alfabetización. Quien busca un curso de alfabetización de adultos quiere aprender a escribir y a leer frases y palabras, quiere alfabetizarse. Pero la lectura y la escritura de las palabras pasa por la lectura del mundo. Leer el mundo es un acto anterior a la lectura de la palabra. La enseñanza de la lectura y de la escritura de la palabra a la que falte el ejercicio crítico de la lectura y la releetura del mundo es científica, política y pedagógicamente manca.
¿Que existe el riesgo de influir en los alumnos? No es posible vivir, mucho menos existir, sin riesgos. Lo fundamental es prepararnos para saber correrlos bien.
Cualquiera que sea la calidad de la práctica educativa, autoritaria o democrática, es siempre directiva. Sin embargo, en el momento en que la directividad del educador o de la educadora interfiere con la capacidad creadora, formuladora, indagadora del educando en forma restrictiva, entonces la directividad necesaria se convierte en manipulación, en autoritarismo. Manipulación y autoritarismo practicados por muchos educadores que, diciéndose progresistas, la pasan muy bien.
Mi cuestión no es negar la politicidad y la directividad de la educación, tarea por lo demás imposible de convertir en acto, sino, asumiéndolas, vivir plenamente la coherencia de mi opción democrática con mi práctica educativa, igualmente democrática.
Mi deber ético, en cuanto uno de los sujetos de una práctica imposiblemente neutra –la educativa–, es expresar mi respeto por las diferencias de ideas y de posiciones. Mi respeto incluso por las posiciones antagónicas a las mías, que combato con seriedad y pasión.
Sin embargo, decir cavilosamente que no existen no es científico ni ético.
Criticar la arrogancia, el autoritarismo de intelectuales de izquierda o de derecha, en el fondo igualmente reaccionarios, que se consideran propietarios, los primeros del saber revolucionario, y los segundos del saber conservador; criticar el comportamiento de universitarios que pretenden concientizar a trabajadores rurales y urbanos sin concientizarse también con ellos; criticar un indisimulable aire de mesianismo, en el fondo ingenuo, de intelectuales que en nombre de la liberación de las clases trabajadoras imponen o buscan imponer la “superioridad” de su saber académico a las “masas incultas”, esto lo he hecho siempre. Y de esto hablé casi exclusivamente en la Pedagogía del oprimido. Y de esto hablo ahora, con la misma fuerza, en la Pedagogía de la esperanza.
Una de las diferencias sustantivas, sin embargo, entre mí y los autores de esas críticas que se me hacen es que para mí el camino para la superación de esas prácticas está en la superación de la ideología autoritariamente elitista; está en el ejercicio difícil de las virtudes de la humildad, la coherencia, la tolerancia, por parte del o de la intelectual progresista. De la coherencia que va reduciendo la distancia entre lo que decimos y lo que hacemos.
Para ellos y ellas, críticos y críticas, el camino está en la imposible negación de la politicidad de la educación, de la ciencia, de la tecnología.
“La teoría del aprendizaje de Freire –se dijo más o menos en los años setenta–  está subordinada a propósitos sociales y políticos y una teoría así se expone al riesgo de la manipulación”, como si fuera posible una práctica educativa en que profesores y profesoras, alumnos y alumnas, pudieran estar absolutamente exentos del riesgo de la manipulación y de sus consecuencias. Como si fuera o hubiera sido alguna vez posible, en algún tiempo-espacio, la existencia de una práctica educativa distante, fría, indiferente, en relación con "propósitos sociales y políticos".
Lo que se exige éticamente a los educadores y las educadoras es que, coherentes con su sueño democrático, respeten a los educandos, y por eso mismo no los manipulen nunca.
De ahí la cautela vigilante con que deben actuar, con que deben vivir intensamente su práctica educativa; de ahí que sus ojos deban estar siempre abiertos, sus oídos también, su cuerpo entero abierto a las trampas de que está lleno el llamado “currículum oculto”. De ahí la exigencia que deben imponerse de ir tornándose cada vez más tolerantes, de ir poniéndose cada vez más transparentes, de ir volviéndose cada vez más críticos, de ir haciéndose cada vez más curiosos.
Cuanto más tolerantes, cuanto más transparentes, cuanto más críticos, cuanto más curiosos y humildes sean, tanto más auténticamente estarán asumiendo la práctica docente. En una perspectiva así, indiscutiblemente progresista, mucho más posmoderna que moderna, según entiendo la posmodernidad, y nada “modernizadora”, enseñar no es simplemente transmitir conocimientos en torno al objeto o contenido. Transmisión que se hace en su mayor parte a través de la pura descripción del concepto del objeto, que los alumnos deben memorizar mecánicamente. Enseñar, siempre desde el punto de vista posmodernamente progresista de que hablo aquí, no puede reducirse a un mero enseñar a los alumnos a aprender a través de una operación en que el objeto del conocimiento fuese el acto mismo de aprender. Enseñar a aprender sólo es válido –desde ese punto de vista, repítase– cuando los educandos aprenden a aprender al aprender la razón de ser del objeto o del contenido. Enseñando biología u otra disciplina cualquiera es como el profesor enseña a los alumnos a aprender.
En la línea progresista, por lo tanto, enseñar implica que los educandos, “penetrando” en cierto sentido el discurso del profesor, se apropien de la significación profunda del contenido que se está enseñando. El acto de enseñar vivido por el profesor o la profesora va desdoblándose, por parte de los educandos, en el acto de conocer lo enseñado.
A su vez, el profesor o la profesora sólo enseñan en términos verdaderos en la medida en que conocen el contenido de lo que enseñan, es decir, en la medida en que se lo apropian, en que lo aprehenden. En este caso, al enseñar re-conocen el objeto ya conocido. En otras palabras, rehacen su cognoscitividad en la cognoscitividad de los educandos. Enseñar es así la forma que adopta el acto de conocimiento que el profesor o la profesora necesariamente realizan a fin de saber lo que enseñan para provocar también en los alumnos su acto de conocimiento. Por eso enseñar es un acto creador, un acto crítico y no mecánico. La curiosidad de profesores y alumnos, en acción, se encuentra en la base del enseñar-aprender.
Enseñar un contenido por la apropiación o la aprehensión de éste por parte de los educandos exige la creación y el ejercicio de una seria disciplina intelectual que debe ir forjándose desde el nivel preescolar. Pretender la inserción crítica de los educandos en la situación educativa, en cuanto situación de conocimiento, sin esa disciplina es una espera vana. Pero así como no es posible enseñar a aprender sin enseñar cierto contenido a través de cuyo conocimiento se aprende a aprender, tampoco se enseña la disciplina de que hablo a no ser en y por la práctica cognoscitiva de la que los educandos van volviéndose sujetos cada vez más críticos.


[1] Ana Maria Araújo Freire, Analfabetismo no Brasil. Da ideología da interdiaio do carpo a ideología nacionalista ou de como deixar sem ter e escrever desde as Catarinas (paraguaucu}, Filipas, Anas, Genebras, ApolOnias e Gracias até os Sevverios, Sao Paulo, Cortez Editora, 1989.
[2] Pedagogía del oprimido, 44a ed., México, Siglo XXI, 1970, p. 94.
[3] Carlos Brandáo et al., A questiio política da educaaio popular, Sao Paulo, Brasiliense, 1980.
[4] La traducción sería más o menos: “ella veníase acercando” y “ella venía acercándose” [T]
[5] Aproximadamente: “habíase acabado”, “si verás a Pedro”, “hubieron muchas personas en el público”, “hacen muchos años que volví” [T]
[6] Cactus típico del Nordeste brasileño (Cereus jamacaru, P.) [T]
[7] Gilberto Freyre, op. cit.

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