La crítica es pura y simplemente crítica. En ese sentido, no
es constructiva ni destructiva. Hacerla de una u otra tendencia –constructiva o
destructiva– no es potestad de quien la hace sino de quien la recibe. Lo que sí
existe es una intencionalidad de quien la emite la cual si puede estar dentro
de esos parámetros de construcción o destrucción. Sin embargo, alguien puede
hacer una crítica con mala intención, pero si quien la recibe la asume desde la
óptica del avance y evaluar cuánto hay de verdad en ella, esa crítica sirve
para bien. Freire aquí plantea el derecho que todos tenemos de criticar, sin
que este derecho vaya reñido con la ética, por ello no se puede mentir al
criticar. Si evaluamos la obra de un autor, debe ser leída y estudiada, debe
reflexionarse sobre la necesidad de hacer una determinada cita, si es
pertinente y necesaria. La honradez es base del avance científico. Tenemos
derecho a criticar y errar, no mentir es un deber ético.
Del derecho a criticar - del deber de no
mentir al criticar
(Política
y Educación. México, Siglo XXI,
primera
edición en español 1996,
tomado
de la cuarta edición, 1996, pp. 66-72)
El derecho a criticar y el deber, al
criticar, de no faltar a la verdad para apoyar nuestra crítica es un imperativo
ético de la más alta importancia en el proceso de aprendizaje de nuestra
democracia.
Es preciso aceptar la crítica seria,
fundada, que recibimos, por un lado, como esencial para el avance de la
práctica y de la reflexión teórica, y por el otro para el crecimiento necesario
del sujeto criticado. De ahí que al ser criticados, por más que no nos guste,
si la crítica es correcta, fundamentada, hecha en forma ética, no tenemos por
qué dejar de aceptarla, rectificando así nuestra posición anterior. Asumir la
crítica significa, por lo tanto, reconocer que nos convenció parcial o
totalmente de que estábamos incurriendo en un error que merecía ser corregido o
superado. Esto significa que tenemos que aceptar algo obvio: que nuestros
análisis de los hechos y de las cosas, nuestras reflexiones, nuestras
propuestas, nuestra comprensión del mundo, nuestra manera de pensar, de hacer
política, de sentir la belleza o la fealdad o la injusticia, nada de eso es
unánimemente aceptado o rechazado. Esto significa, fundamentalmente, reconocer
que es imposible estar en el mundo haciendo cosas, influyendo, interviniendo,
sin ser criticado.
Sin embargo, a pesar de la obviedad de
lo que acabo de decir, o sea, de que es imposible agradar a griegos y troyanos,
quien hace algo tiene que ejercer la humildad incluso antes de empezar a
aparecer en función de lo que empezó a hacer. Vivida en forma auténtica, la
humildad calma, apacigua los posibles ímpetus de intolerancia de nuestra
vanidad frente a la crítica, incluso justa, que recibimos.
Por otra parte, no es posible ejercer
el derecho a criticar, en términos constructivos, pretendiendo tener en el
criticar un testimonio educativo, sin encarnar una posición rigurosamente
ética. Así, el derecho a la práctica de criticar exige de quien lo asume el
cumplimiento minucioso de ciertos deberes que, si no son observados, restan
validez y eficacia a la crítica. Deberes en relación con el autor que
criticamos y deberes en relación con los lectores de nuestro texto crítico. Y
en el fondo también deberes con nosotros mismos.
El primero de ellos es no mentir. No
mentir acerca de lo que se critica, no mentir a los lectores ni a nosotros
mismos. Podemos equivocarnos, podemos errar. Mentir, nunca.
Otro deber es el de procurar, con
rigor, conocer el objeto de nuestra crítica. No es ético ni riguroso criticar
lo que no conocemos. No puedo basar mi crítica del pensamiento de A o de B en
lo que oí decir de A y de B, ni siquiera en lo que leí sobre A y B, sino en lo
que yo mismo leí e investigué de su pensamiento. Es claro que para criticar
positiva o negativamente el pensamiento de A o de B también es importante saber
lo que dicen de ellos otros autores. Pero no basta con eso.
La exigencia de conocer el pensamiento
que se ha de criticar no depende de que nos guste o nos disguste la persona
cuyo pensamiento analizamos.
¿Cómo criticar un texto que ni siquiera
leí con base únicamente en la rabia que tengo al autor o la autora, o porque
José y María me dijeron que el autor del texto es espontaneísta? No cabe duda
de que tenemos derecho a tenerle rabia a algunas personas. También es obvio.
Pero el derecho que tengo de tenerle rabia a María o a José no se hace
extensivo al derecho de mentir acerca de él o de ella. No puedo decir, por
ejemplo, sin probarlo, que José y María dijeron que puede haber práctica
educativa sin contenidos. En primer lugar, esta afirmación es una mentira histórica.
Nunca ha habido ni hay educación sin contenidos. Segundo, si digo eso de José y
María, subrayando por lo tanto su error, sin probar que ellos realmente hicieron
esa afirmación, miento en relación con José y María, miento en relación conmigo
mismo y continúo trabajando contra la democracia, que no se construye falseando
la verdad.
Si mi antipatía por A o por B provoca
en mí un malestar que va más allá de los límites, que me imposibilita o al
menos me dificulta leerlos, debo obligarme a una posición de silencio respecto de
lo que escriben. Y además debo criticarme por no ser capaz de superar mis
malestares personales. Lo que no puedo es aumentar la fila de los que hablan
por hablar, por lo que oyeron decir, y a veces incluso sin ningún rechazo
afectivo por el criticado. Por el contrario, de los que incluso se dicen amigos
del intelectual criticado pero se han grabado, corno clisés inmutables, frases
hechas que repiten con aires de inmensa sabiduría. Insisto en que su falla no
está en el hecho de criticar a un amigo. No es ningún pecado criticar a
un amigo, siempre que lo hagamos con ética.
Cierta vez leí, en un texto crítico
sobre un trabajo mío, que soy poco riguroso en el tratamiento de los temas. En
cierto momento, por una razón que no recuerdo, el crítico citaba un fragmento de
la Pedagogía del oprimido con un error lamentable que había venido
repitiéndose en varias reimpresiones: “la invasión de la praxis” en
lugar de “la invasión de la praxis”. Me asombró que un intelectual que
sorprende una falta de rigor en otro no percibiera con qué poco rigor obraba al
citar semejante frase sin sentido: “la invasión de la praxis”. Y no
corno prueba de mi falta de rigor.
Carente de rigor, ese intelectual
subraya el poco rigor del otro. El derecho a la crítica exige también del
crítico un saber que debe ir más allá del saber en torno al objeto directo de
la crítica. Saber indispensable para el rigor del crítico.
Otro deber ético de quien critica es
dejar claro a sus lectores si su crítica abarca sólo un texto del criticado o
su obra completa, su pensamiento.
Si el autor criticado ha escrito varias
obras, al criticar una de ellas no podemos decir que estamos criticando la
totalidad de su pensamiento, a no ser que conociendo la totalidad nos convenzamos
de ello. Reitero: lo que no es posible es leer un texto entre diez y extender
la crítica de éste a los nueve restantes, sin antes analizarlos rigurosamente.
La ética del trabajo intelectual no me
permite la irresponsabilidad de actuar con liviandad en la apreciación del
trabajo de los demás. Como ya dije, puedo errar, puedo equivocarme o confundirme
en mi análisis, pero no puedo distorsionar el pensamiento que estudio y critico.
No puedo decir que el autor que critico dijo Y si dijo M y yo sé que dijo M.
No puedo criticar por pura envidia, por
pura rabia o simplemente para hacerme presente.
Es inadmisible que entre intelectuales
de buen nivel escuchemos afirmaciones como ésta:
–
¿Ya leíste un trabajo
reciente de ese autor a quien criticas tan duramente?
–
No, y odio a quien lo
leyó.
Este discurso niega totalmente al
intelectual que lo hace. Peor aún: este discurso no contribuye en nada a la
formación ético-científica de los alumnos o alumnas de ese intelectual.
Recientemente oí a una educanda contar
en tono sufrido cuánto la había decepcionado escuchar de un profesor en quien
confiaba referencias críticas a cierto intelectual basadas en “me dijeron” y en
“es lo que se dice”.
Los profesores no enseñamos únicamente
los contenidos. A través de la enseñanza de los contenidos enseñamos a pensar
críticamente, si somos progresistas, y por eso mismo para nosotros enseñar no es
depositar paquetes en la conciencia vacía de los educandos.
Nuestro testimonio de seriedad en las
citas o en las referencias que hacemos a autores con los que no estamos de
acuerdo o sí estamos de acuerdo, o por el contrario nuestra irresponsabilidad
en el tratamiento de los temas y de los autores, todo esto puede interferir
negativa o positivamente en la formación permanente de los educandos.
Hace años oí a un estudiante brasileño
que estaba haciendo un doctorado en París decir lo siguiente:
“Recientemente aprendí la significación
profunda de las citas. Estaba discutiendo con mi orientador un pequeño texto en
el que citaba yo a Merleau-Ponty. El profesor me detuvo con un gesto y me planteó
dos preguntas:
“– ¿Leíste por lo menos el capítulo
entero del que tomaste la cita?
“– ¿Estás seguro de que necesitas hacer
esa cita?
“En realidad –dijo mi amigo–, yo no
había leído a Merleau-Ponty. Desafiado por las preguntas del orientador, fui a
ver su texto, revisé el mío, y percibí que la cita era innecesaria”.
Citar, realmente, no puede ser pura
exhibición intelectual ni remedio para la inseguridad. Por ejemplo, leer un
libro en la traducción brasileña porque no dominamos la lengua materna del
autor, pero citarlo en su lengua original, es un procedimiento poco ético y
nada respetable. Citar no puede ser un artificio para alargar nuestro texto con
retazos de textos de otros.
Creo que es urgente entre nosotros
superar este mal hábito, que es en el fondo un testimonio deformante, de
criticar, minimizar a un autor, imputarle afirmaciones que nunca hizo o
distorsionar las que realmente hizo. En cierto momento del proceso los críticos
se apoyan tan sólo en lo que oyen, y no en lo que leen o investigan.
La crítica fácil, ligera, se extiende
irresponsable y no es raro que se pierda en el tiempo. De repente se oye
todavía, de alguno de esos críticos perdidos en el tiempo, como presencias
fantasmales, que Freire es idealista. Que la concientización en su obra
es la mejor prueba de su ilusión subjetivista. No leyeron un texto de 1970 en
que examino detenidamente ese problema, otro de 1974, ambos publicados por la
Editora Paz e Terra en 1975, en Açao cultural para a liberdade e outros
escritos. No leyeron una serie de ensayos, de entrevistas, de libros
dialógicos publicados en los años ochenta y, más recientemente, la Pedagogía
de la esperanza, un reencuentro con la Pedagogía del oprimido, publicada
hace poco. Tampoco leyeron A educação na cidade, publicada por Cortez en
diciembre de 1991.
No es que crea que todos deben leerme.
¡No! Pero sí los que, por criticarme, no pueden esquivar la lectura de lo que
critican.
El derecho incontestable
de criticar exige de quien lo ejerce el deber de no mentir.
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