domingo, 22 de diciembre de 2013

Nadie Nace hecho por Paul Freire




El texto define la importancia de la práctica social en la construcción del ser humano. Nacemos con ciertas tenencias e inclinaciones, pero es la realidad social y la práctica la que termina concretando lo que somos o llegamos a ser. Vygostki refería la psicología como construcción social y biológica; por su parte Marx refirió que el ser social determina la conciencia y no ésta a aquella. Esa hechura psicológica y social de las personas se concreta es a través de la práctica, por ello es que nadie nace hecho y en el experimentación del mundo nos construimos como personas y sociedad.

Nadie Nace hecho.
Experimentándonos en el mundo es como
nos hacemos a nosotros mismos

(Tomado de: Política y Educación. México, Siglo XXI,
 1996, pp. 88-98)

Nadie nace hecho. Nos vamos haciendo poco a poco, en la práctica social en que tomamos parte.
Yo no nací profesor ni marcado para serlo, aun cuando mi infancia y adolescencia estuvieron siempre llenas de “sueños” en los que rara vez me vi encarnando una figura que no fuese la de profesor.
Tanto “jugué” a ser profesor en la adolescencia que cuando dicté mis primeras clases en el curso llamado entonces de "admisión" en el Colegio Osvaldo Cruz de Recife, en los años cuarenta, no me resultaba fácil distinguir al profesor imaginario del profesor del mundo real. Y era feliz en ambos mundos. Feliz cuando sólo soñaba que dictaba clases y feliz cuando efectivamente enseñaba.
En realidad yo tenía desde niño cierto gusto docente que jamás perdí. Un gusto por enseñar y aprender que me empujaba a la práctica de enseñar, que a su vez fue dando forma y sentido a aquel gusto. Ciertas dudas, ciertas inquietudes, la certeza de que las cosas están siempre haciéndose y rehaciéndose, y en lugar de inseguro me sentía firme en la comprensión que crecía en mí de que las personas no somos, sino que estamos siendo.
A veces, o casi siempre, lamentablemente, cuando pensamos o nos preguntamos sobre nuestra trayectoria profesional, el centro de referencia exclusivo está en los cursos realizados, en la formación académica y en la experiencia vivida en el área de la profesión. Queda fuera, como algo sin importancia, nuestra presencia en el mundo. Es como si la actividad profesional de los hombres y las mujeres no tuviera nada que ver con sus experiencias de infancia y juventud, con sus deseos, sus sueños, su amor por el mundo o su desamor por la vida. Con su alegría o su malestar al paso de los días y los años.
En realidad no me es posible separar lo que hay en mí de profesional de lo que soy como hombre. De lo que fui como niño de Recife, nacido en el decenio de los veinte en una familia de clase media, acosada por la crisis de 1929. Niño desafiado desde muy pronto por las injusticias sociales y muy pronto indignado contra los prejuicios raciales y de clase, y más tarde también por los prejuicios acerca del sexo y las mujeres.
¿Cómo no percibir, por ejemplo, que en mi formación profesional participa un buen tiempo de mi adolescencia en Jaboatão, cerca de Recife, donde no sólo jugué al fútbol con niños de los arroyos y de los cerros, niños de las llamadas clases menos afortunadas, sino que además aprendí con ellos lo que significaba comer poco o no comer?
Algunas opciones radicales –jamás sectarias– que me mueven hoy como educador, y por lo tanto como político, empezaron a gestarse en aquel tiempo distante.
La Pedagogía del oprimido, escrita tanto tiempo después de aquellos juegos de fútbol al lado de Toinho Morango, de Reginaldo, de Gerson Macaco, de Dourado, pronto roídos por la tuberculosis, tiene que ver con el aprendizaje jamás interrumpido que empecé en aquella época –el de la necesidad de la transformación, de la reinvención del mundo en favor de las clases oprimidas.
Un segundo momento de esa trayectoria, importante también, se da cuando el director del Colegio Osvaldo Cruz, Aluízio Araujo, que me había recibido en su colegio como alumno gratuito, me invitó a hacerme cargo de algunas clases de portugués en lo que entonces era la escuela secundaria. Hasta hoy recuerdo lo que significó para mí, entre asustado y feliz, entre temeroso y osado, dar mi primera clase.
El gusto que tuve aquella mañana de hace tantos veranos es el gusto que tengo hoy en las primeras clases que continúo dictando, a veces temeroso también.
Leí mucho en aquella etapa. Pasé noches enteras con las obras de Ernesto Carneiro Ribeiro, con las de Rui Barbosa. Estudié gramáticos portugueses, gramáticos brasileños. Incursioné en estudios de lingüística y me negué siempre a perderme en gramatiquismos. Dicté clases de gramática proponiendo a los alumnos la lectura de Gilberto Freyre, de Graciliano Ramos, de Machado de Assis, de Lins do Regó, de Manuel Bandeira, de Drummond de Andrade. Lo que buscaba incansablemente era la belleza del lenguaje, oral o escrito. Fue Vossler[1] quien primero me llamó la atención hacia el problema del momento estético del lenguaje. Entre ella venía aproximándose y ella se venía aproximando nunca tuve duda: siempre me quedé con la segunda posibilidad.
Fueron de esos tiempos las primeras tentativas en el sentido de desafiar o de estimular, de instigar a los alumnos, adolescentes de los primeros años de secundaria, a que se diesen a la práctica de desarrollar su lenguaje –el oral y el escrito. Práctica que es casi imposible vivir plenamente si le falta la búsqueda del momento estético del lenguaje, la belleza de la expresión, coincidente con la regla gramatical o no. Búsqueda de la belleza de la expresión a la que se une la preocupación por la claridad del discurso, por la precisión rigurosa del pensamiento y por el respeto a la verdad. La estética y la ética se dan la mano.
Un tiempo intensamente vivido por mi experiencia docente en aquella época era el que dedicaba a la discusión de sus textos con los alumnos. Discusión colectiva en la que participaban con vivo interés, en torno a frases, trozos de sus trabajos, que yo seleccionaba y cuyo análisis abría todo un horizonte temático. Horizonte que iba desde la colocación de los pronombres, que implica cuestiones estéticas, hasta el uso de las contracciones de preposición y artículo; de la sintaxis del verbo haber al empleo del infinitivo personal.
Era analizando con los alumnos sus trabajos concretos, su experiencia de redacción, como yo iba, con indiscutible facilidad, poniendo sobre la mesa cuestiones de sintaxis cuyo estudio estaba previsto, en la programación de los contenidos, para uno o dos años después. La sintaxis surgía esclarecedora del habla viva de los autores de los textos. No era trasplantada de las páginas frías de una gramática. Del mismo modo, la búsqueda de la belleza del discurso se daba probando el buen gusto en experiencias concretas que los alumnos hacían con su lenguaje, en la comparación que yo establecía muchas veces entre la frase de uno de los jóvenes autores y la de un Gilberto Freyre, un Lins do Regó o un Graciliano Ramos.
Una de las consecuencias obvias de una práctica así era el gusto con que los alumnos se entregaban a la escritura y a la lectura. El gusto y la segundad.
El estudio de la gramática dejó de ser un disgusto, un obstáculo a la convivencia con los profesores de lenguaje. En lugar de tener en ella la prisión de la creatividad, del riesgo, el espantajo de la aventura intelectual, pasamos a tener en ella una herramienta al servicio de nuestra expresión. Los estudios gramaticales dejaron de ser un instrumento represivo con que la cultura dominante inhibe a los intelectuales populares y pasaron a ser vistos como algo necesario, incorporado a la propia dinámica del lenguaje. Por eso mismo tales estudios sólo se justifican en la medida en que nos ayudan a liberar nuestra creatividad, y no en cuanto la impiden.
Sin negar la gramática, es realmente preciso superar la comprensión colonial según la cual la gramática es una especie de capataz de nuestra actividad intelectual.
En la infancia y en la adolescencia había tenido, entre otras, dos experiencias con profesoras que me retaban a entender las cosas en lugar de hacerme memorizar mecánicamente trozos o retazos de pensamiento.
Eunice Vasconcelos, en Recife, con quien aprendí muy creativamente a formar oraciones, y Cecilia Brandão en Jaboatão, que me introdujo en la adolescencia a una comprensión no gramalicoide de la gramática.
La manera siempre abierta como practiqué en casa, ejerciendo mi derecho a preguntar, a estar en desacuerdo, a criticar, no puede ser ignorada en la comprensión de cómo vengo siendo profesor. De cómo, desde los comienzos de mi indecisa práctica docente, yo ya me inclinaba, convencido, al diálogo, al respeto al alumno. La práctica del diálogo con mis padres me había preparado para continuar viviéndola con mis alumnos.
¿Cómo desconocer la importancia de mis primeras lecturas de Gilberto Freyre para mi manera de entender la actividad docente y no sólo para mi preocupación por la elegancia de la forma?
El estilo redondeado de Gilberto Freyre, sin puntas ni aristas, acogedor, no sólo da la bienvenida al lector y a la lectora sino que los invita a continuar con él. Su estilo me predispuso a tener una concepción plástica de mi práctica docente. A entender mi actividad docente como un acto de diálogo, abierto y, hasta donde pudiera, bonito.
En verdad, no nací marcado para ser profesor de esta manera, sino que llegué a serlo con la experiencia de mi infancia, mi adolescencia y mi juventud.
Otro momento, que duró diez años, de gran importancia para mi formación permanente de educador, fue el de mi pasaje por el Servicio Social de la Industria, SESI, Departamento Regional de Pernambuco.[2]
Cuando pienso hoy en los proyectos en que participé al frente de la División de Educación, y después en la Superintendencia General del organismo, percibo cuánto aprendí. Percibo cuan fundamental fue para mí en aquella época y continúa siendo hoy el ejercicio al que me entregaba y me entrego de pensar la práctica para practicar mejor.
No temo afirmar que aquellos diez años ya distantes y lo que en ellos pude hacer, siempre con otras personas, fueron una fuente para el desarrollo de gran parte de las cosas que vengo realizando. No cabe duda, sin embargo, de que para que la práctica a la que me entregaba se perfeccionase, era necesario que la sometiera siempre al análisis crítico, del que resultaría su rectificación o su ratificación. La práctica necesita la teoría como la teoría necesita la práctica.
“Educación y actualidad brasileña”, la tesis con la que obtuve el segundo lugar en un concurso de la que entonces se llamaba Universidad de Recife y me convertí en profesor asistente y doctor, fue una expresión teórica de aquel momento. “Educación y actualidad brasileña” anunciaba La educación como práctica de la libertad y la propia Pedagogía del oprimido, aunque este último es, en verdad, un libro más crítico y más radical.[3]
Puedo afirmar que las prácticas vividas a lo largo de aquellos diez años reforzaron intuiciones que me ocupaban desde la juventud y que se irían confirmando a lo largo de mi experiencia profesional. Una de ellas: uno sólo trabaja realmente en favor de las clases populares si trabaja con ellas, discutiendo acerca de sus sueños, sus deseos, sus frustraciones, sus miedos, sus alegrías.
Eso no significa que el educador-político o político-educador se acomode al nivel de mayor o menor ingenuidad de las clases populares, en determinado momento. Lo que significa es que no es posible olvidar, subestimar, negar las aspiraciones de las clases populares, si la nuestra es una opción progresista.
Es en este sentido en el que trabajan en favor de la reacción tanto el intelectual que diciéndose progresista menosprecia el saber popular, como el que, diciéndose igualmente progresista, se queda girando en torno del saber popular sin tratar de superarlo.
También está al servicio de la reacción el o la intelectual para quien los contenidos poseen una especie de fuerza especial, un poder casi mágico –una especie de “complejo B”. Corresponde al profesor administrarlos y al alumno tragarlos. ¡Pura falacia!
Parte de la importancia de los contenidos es la calidad crítico-epistemológica de la posición del educando frente a ellos. En otras palabras: por fundamentales que sean los contenidos, su importancia efectiva no reside solamente en ellos, sino en el modo en que los educandos los aprehenden y los incorporan a su práctica. Por eso enseñar contenidos es algo más serio y complejo que discursear sobre su perfil.
Las investigaciones, los estudios teóricos que hice en aquellos diez años con la efectiva colaboración de Elza, mi primera mujer, posibilitaron lo que llegó a llamarse el método Paulo Freire. Que en el fondo es mucho más una comprensión dialéctica de la educación que un método de alfabetización. Comprensión dialéctica de la educación vivamente preocupada por el proceso de conocer en que educadores y educandos deben asumir el papel crítico de sujetos conocedores.
Mi presencia en el Movimiento de Cultura Popular de Recife, de cuyo equipo fundador formo parte y que tuvo en el profesor Germano Coelho el mayor y más inquieto pensador, así como mi paso como profesor al frente de lo que era entonces el Servicio de Extensión Cultural de la Universidad de Recife, tienen que ver con la formación que me dio la práctica vivida en el SESI, sometida, como lo fue, a una rigurosa reflexión teórica.
Fue de ese universo de prácticas de donde vine, en junio de 1963, a Brasilia, invitado por Paulo de Tarso, entonces ministro de Educación, para coordinar el Programa Nacional de Alfabetización, extinguido por el golpe militar del 1 de abril de 1964.
A partir de ahí serían casi dieciséis años de vida lejos del Brasil, pero de vigorosa importancia en mi camino profesional.
En primer lugar debo decir que no fue fácil educar la saudade del Brasil. No fue fácil ponerle límites, sin los cuales se volvería nostalgia y haría la vida más difícil de ser vivida. Y fue exactamente en la medida en que aprendimos a convivir con la falta del Brasil como el tiempo del exilio, asumido, se convirtió en tiempo de producción.
Centrado primero en Chile, después en Cambridge, donde fui profesor en Harvard, y finalmente en Suiza, en Ginebra, recorrí el mundo. Mis libros, sobre todo la Pedagogía del oprimido, comenzaron a ser traducidos a varias lenguas, lo que hacía que aumentara el número de las invitaciones que fueron convirtiéndome en un andariego.
Las experiencias en que participé en África, en Asia, en Europa, en América Latina, en el Caribe, en Estados Unidos, en México, en Canadá, discutiendo con educadores nacionales problemas fundamentales de sus subsistemas educacionales; mi participación en cursos y seminarios en universidades estadunidenses, latinoamericanas, africanas, europeas, asiáticas; mis encuentros con dirigencias de movimientos de liberación en África, en América Latina, todo eso está guardado en mi memoria no como algo pasado que se recuerda con saudade: por el contrario, está bien vivo y bien actual.[4] Y cuando pienso en todo eso algo me hace creer que una de las marcas más visibles de mi trayectoria profesional es el empeño con que me entrego a procurar siempre la unidad entre la práctica y la teoría. En ese sentido mis libros, bien o mal, son informes técnicos de quehaceres en los que participé.
Pero no nací marcado para ser un profesor así. Me fui haciendo de esta manera en el cuerpo de las tramas, en la reflexión sobre la acción, en la observación atenta de otras prácticas o de la práctica de otros sujetos, en la lectura persistente y crítica de textos teóricos, no importa si estaba o no de acuerdo con ellos. Es imposible practicar el estar siendo de ese modo sin una apertura a los diferentes y a las diferencias, con quienes y con los cuales siempre es probable que aprendamos.
Una de las condiciones necesarias para convertirnos en intelectuales que no temen al cambio es la percepción y la aceptación de que no hay vida en la inmovilidad. De que no hay progreso en el estancamiento. De que si soy, de verdad, social y políticamente responsable, no puedo acomodarme a las estructuras injustas de la sociedad. No puedo, traicionando la vida, bendecirlas.
Nadie nace hecho. Nos vamos haciendo poco a poco, en la práctica social en que tomamos parte.


[1] Karl Vosser, Filosofía del lenguaje. Buenos Aires, Losada, 1963.
[2] Véase Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza, cit., y Ana María Freire, en el mismo libro, nota p. 61.
[3] Véase de nuevo Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza, cit.
[4] En la Pedagogía de la esperanza me extiendo en el análisis de ese y otros momentos de mi experiencia de educador.

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