El texto define la importancia de la práctica social en la
construcción del ser humano. Nacemos con ciertas tenencias e inclinaciones,
pero es la realidad social y la práctica la que termina concretando lo que
somos o llegamos a ser. Vygostki refería la psicología como construcción social
y biológica; por su parte Marx refirió que el ser social determina la
conciencia y no ésta a aquella. Esa hechura psicológica y social de las
personas se concreta es a través de la práctica, por ello es que nadie nace
hecho y en el experimentación del mundo nos construimos como personas y
sociedad.
Nadie Nace
hecho.
Experimentándonos
en el mundo es como
nos hacemos a
nosotros mismos
(Tomado de: Política y Educación. México, Siglo XXI,
1996, pp. 88-98)
Nadie nace hecho. Nos vamos haciendo
poco a poco, en la práctica social en que tomamos parte.
Yo no nací profesor ni marcado para
serlo, aun cuando mi infancia y adolescencia estuvieron siempre llenas de
“sueños” en los que rara vez me vi encarnando una figura que no fuese la de
profesor.
Tanto “jugué” a ser profesor en la
adolescencia que cuando dicté mis primeras clases en el curso llamado entonces
de "admisión" en el Colegio Osvaldo Cruz de Recife, en los años
cuarenta, no me resultaba fácil distinguir al profesor imaginario del profesor
del mundo real. Y era feliz en ambos mundos. Feliz cuando sólo soñaba que
dictaba clases y feliz cuando efectivamente enseñaba.
En realidad yo tenía desde niño cierto
gusto docente que jamás perdí. Un gusto por enseñar y aprender que me empujaba
a la práctica de enseñar, que a su vez fue dando forma y sentido a aquel gusto.
Ciertas dudas, ciertas inquietudes, la certeza de que las cosas están siempre
haciéndose y rehaciéndose, y en lugar de inseguro me sentía firme en la
comprensión que crecía en mí de que las personas no somos, sino que estamos
siendo.
A veces, o casi siempre,
lamentablemente, cuando pensamos o nos preguntamos sobre nuestra trayectoria
profesional, el centro de referencia exclusivo está en los cursos realizados,
en la formación académica y en la experiencia vivida en el área de la
profesión. Queda fuera, como algo sin importancia, nuestra presencia en el
mundo. Es como si la actividad profesional de los hombres y las mujeres no
tuviera nada que ver con sus experiencias de infancia y juventud, con sus
deseos, sus sueños, su amor por el mundo o su desamor por la vida. Con su
alegría o su malestar al paso de los días y los años.
En realidad no me es posible separar lo
que hay en mí de profesional de lo que soy como hombre. De lo que fui como niño
de Recife, nacido en el decenio de los veinte en una familia de clase media,
acosada por la crisis de 1929. Niño desafiado desde muy pronto por las
injusticias sociales y muy pronto indignado contra los prejuicios raciales y de
clase, y más tarde también por los prejuicios acerca del sexo y las mujeres.
¿Cómo no percibir, por ejemplo, que en
mi formación profesional participa un buen tiempo de mi adolescencia en
Jaboatão, cerca de Recife, donde no sólo jugué al fútbol con niños de los
arroyos y de los cerros, niños de las llamadas clases menos afortunadas, sino
que además aprendí con ellos lo que significaba comer poco o no comer?
Algunas opciones radicales –jamás
sectarias– que me mueven hoy como educador, y por lo tanto como político,
empezaron a gestarse en aquel tiempo distante.
La Pedagogía del oprimido, escrita
tanto tiempo después de aquellos juegos de fútbol al lado de Toinho Morango, de
Reginaldo, de Gerson Macaco, de Dourado, pronto roídos por la tuberculosis,
tiene que ver con el aprendizaje jamás interrumpido que empecé en aquella época
–el de la necesidad de la transformación, de la reinvención del mundo en favor
de las clases oprimidas.
Un segundo momento de esa trayectoria,
importante también, se da cuando el director del Colegio Osvaldo Cruz, Aluízio
Araujo, que me había recibido en su colegio como alumno gratuito, me invitó a
hacerme cargo de algunas clases de portugués en lo que entonces era la escuela
secundaria. Hasta hoy recuerdo lo que significó para mí, entre asustado y
feliz, entre temeroso y osado, dar mi primera clase.
El gusto que tuve aquella mañana de
hace tantos veranos es el gusto que tengo hoy en las primeras clases que
continúo dictando, a veces temeroso también.
Leí mucho en aquella etapa. Pasé noches
enteras con las obras de Ernesto Carneiro Ribeiro, con las de Rui Barbosa.
Estudié gramáticos portugueses, gramáticos brasileños. Incursioné en estudios
de lingüística y me negué siempre a perderme en gramatiquismos. Dicté clases de
gramática proponiendo a los alumnos la lectura de Gilberto Freyre, de Graciliano
Ramos, de Machado de Assis, de Lins do Regó, de Manuel Bandeira, de Drummond de
Andrade. Lo que buscaba incansablemente era la belleza del lenguaje, oral o
escrito. Fue Vossler[1]
quien primero me llamó la atención hacia el problema del momento estético del
lenguaje. Entre ella venía aproximándose y ella se venía aproximando nunca
tuve duda: siempre me quedé con la segunda posibilidad.
Fueron de esos tiempos las primeras
tentativas en el sentido de desafiar o de estimular, de instigar a los alumnos,
adolescentes de los primeros años de secundaria, a que se diesen a la práctica
de desarrollar su lenguaje –el oral y el escrito. Práctica que es casi
imposible vivir plenamente si le falta la búsqueda del momento estético del
lenguaje, la belleza de la expresión, coincidente con la regla gramatical o no.
Búsqueda de la belleza de la expresión a la que se une la preocupación por la
claridad del discurso, por la precisión rigurosa del pensamiento y por el
respeto a la verdad. La estética y la ética se dan la mano.
Un tiempo intensamente vivido por mi
experiencia docente en aquella época era el que dedicaba a la discusión de sus
textos con los alumnos. Discusión colectiva en la que participaban con vivo
interés, en torno a frases, trozos de sus trabajos, que yo seleccionaba y cuyo
análisis abría todo un horizonte temático. Horizonte que iba desde la
colocación de los pronombres, que implica cuestiones estéticas, hasta el uso de
las contracciones de preposición y artículo; de la sintaxis del verbo haber al
empleo del infinitivo personal.
Era analizando con los alumnos sus
trabajos concretos, su experiencia de redacción, como yo iba, con indiscutible
facilidad, poniendo sobre la mesa cuestiones de sintaxis cuyo estudio estaba
previsto, en la programación de los contenidos, para uno o dos años después. La
sintaxis surgía esclarecedora del habla viva de los autores de los textos. No
era trasplantada de las páginas frías de una gramática. Del mismo modo, la
búsqueda de la belleza del discurso se daba probando el buen gusto en
experiencias concretas que los alumnos hacían con su lenguaje, en la
comparación que yo establecía muchas veces entre la frase de uno de los jóvenes
autores y la de un Gilberto Freyre, un Lins do Regó o un Graciliano Ramos.
Una de las consecuencias obvias de una
práctica así era el gusto con que los alumnos se entregaban a la escritura y a
la lectura. El gusto y la segundad.
El estudio de la gramática dejó de ser
un disgusto, un obstáculo a la convivencia con los profesores de lenguaje. En
lugar de tener en ella la prisión de la creatividad, del riesgo, el espantajo
de la aventura intelectual, pasamos a tener en ella una herramienta al servicio
de nuestra expresión. Los estudios gramaticales dejaron de ser un instrumento
represivo con que la cultura dominante inhibe a los intelectuales populares y
pasaron a ser vistos como algo necesario, incorporado a la propia dinámica del
lenguaje. Por eso mismo tales estudios sólo se justifican en la medida en que
nos ayudan a liberar nuestra creatividad, y no en cuanto la impiden.
Sin negar la gramática, es realmente
preciso superar la comprensión colonial según la cual la gramática es
una especie de capataz de nuestra actividad intelectual.
En la infancia y en la adolescencia
había tenido, entre otras, dos experiencias con profesoras que me retaban a
entender las cosas en lugar de hacerme memorizar mecánicamente trozos o retazos
de pensamiento.
Eunice Vasconcelos, en Recife, con
quien aprendí muy creativamente a formar oraciones, y Cecilia Brandão en
Jaboatão, que me introdujo en la adolescencia a una comprensión no gramalicoide
de la gramática.
La manera siempre abierta como
practiqué en casa, ejerciendo mi derecho a preguntar, a estar en desacuerdo, a
criticar, no puede ser ignorada en la comprensión de cómo vengo siendo
profesor. De cómo, desde los comienzos de mi indecisa práctica docente, yo ya
me inclinaba, convencido, al diálogo, al respeto al alumno. La práctica del
diálogo con mis padres me había preparado para continuar viviéndola con mis
alumnos.
¿Cómo desconocer la importancia de mis
primeras lecturas de Gilberto Freyre para mi manera de entender la actividad
docente y no sólo para mi preocupación por la elegancia de la forma?
El estilo redondeado de Gilberto
Freyre, sin puntas ni aristas, acogedor, no sólo da la bienvenida al lector y a
la lectora sino que los invita a continuar con él. Su estilo me predispuso a
tener una concepción plástica de mi práctica docente. A entender mi actividad
docente como un acto de diálogo, abierto y, hasta donde pudiera, bonito.
En verdad, no nací marcado para ser profesor
de esta manera, sino que llegué a serlo con la experiencia de mi infancia, mi
adolescencia y mi juventud.
Otro momento, que duró diez años, de
gran importancia para mi formación permanente de educador, fue el de mi pasaje
por el Servicio Social de la Industria, SESI, Departamento Regional de
Pernambuco.[2]
Cuando pienso hoy en los proyectos en
que participé al frente de la División de Educación, y después en la
Superintendencia General del organismo, percibo cuánto aprendí. Percibo cuan
fundamental fue para mí en aquella época y continúa siendo hoy el ejercicio al
que me entregaba y me entrego de pensar la práctica para practicar mejor.
No temo afirmar que aquellos diez años
ya distantes y lo que en ellos pude hacer, siempre con otras personas, fueron
una fuente para el desarrollo de gran parte de las cosas que vengo realizando.
No cabe duda, sin embargo, de que para que la práctica a la que me entregaba se
perfeccionase, era necesario que la sometiera siempre al análisis crítico, del
que resultaría su rectificación o su ratificación. La práctica necesita la
teoría como la teoría necesita la práctica.
“Educación y actualidad brasileña”, la
tesis con la que obtuve el segundo lugar en un concurso de la que entonces se llamaba
Universidad de Recife y me convertí en profesor asistente y doctor, fue una
expresión teórica de aquel momento. “Educación y actualidad brasileña”
anunciaba La educación como práctica de la libertad y la propia Pedagogía
del oprimido, aunque este último es, en verdad, un libro más crítico y más
radical.[3]
Puedo afirmar que las prácticas vividas
a lo largo de aquellos diez años reforzaron intuiciones que me ocupaban desde
la juventud y que se irían confirmando a lo largo de mi experiencia
profesional. Una de ellas: uno sólo trabaja realmente en favor de las clases
populares si trabaja con ellas, discutiendo acerca de sus sueños, sus
deseos, sus frustraciones, sus miedos, sus alegrías.
Eso no significa que el
educador-político o político-educador se acomode al nivel de mayor o menor
ingenuidad de las clases populares, en determinado momento. Lo que significa es
que no es posible olvidar, subestimar, negar las aspiraciones de las clases
populares, si la nuestra es una opción progresista.
Es en este sentido en el que trabajan
en favor de la reacción tanto el intelectual que diciéndose progresista
menosprecia el saber popular, como el que, diciéndose igualmente progresista,
se queda girando en torno del saber popular sin tratar de superarlo.
También está al servicio de la reacción
el o la intelectual para quien los contenidos poseen una especie de fuerza
especial, un poder casi mágico –una especie de “complejo B”. Corresponde al
profesor administrarlos y al alumno tragarlos. ¡Pura falacia!
Parte de la importancia de los
contenidos es la calidad crítico-epistemológica de la posición del educando
frente a ellos. En otras palabras: por fundamentales que sean los contenidos,
su importancia efectiva no reside solamente en ellos, sino en el modo en que
los educandos los aprehenden y los incorporan a su práctica. Por eso enseñar
contenidos es algo más serio y complejo que discursear sobre su perfil.
Las investigaciones, los estudios
teóricos que hice en aquellos diez años con la efectiva colaboración de Elza,
mi primera mujer, posibilitaron lo que llegó a llamarse el método Paulo Freire.
Que en el fondo es mucho más una comprensión dialéctica de la educación que un
método de alfabetización. Comprensión dialéctica de la educación vivamente
preocupada por el proceso de conocer en que educadores y educandos deben asumir
el papel crítico de sujetos conocedores.
Mi presencia en el Movimiento de
Cultura Popular de Recife, de cuyo equipo fundador formo parte y que tuvo en el
profesor Germano Coelho el mayor y más inquieto pensador, así como mi paso como
profesor al frente de lo que era entonces el Servicio de Extensión Cultural de
la Universidad de Recife, tienen que ver con la formación que me dio la
práctica vivida en el SESI, sometida, como lo fue, a una rigurosa reflexión
teórica.
Fue de ese universo de prácticas de
donde vine, en junio de 1963, a Brasilia, invitado por Paulo de Tarso, entonces
ministro de Educación, para coordinar el Programa Nacional de Alfabetización,
extinguido por el golpe militar del 1 de abril de 1964.
A partir de ahí serían casi dieciséis
años de vida lejos del Brasil, pero de vigorosa importancia en mi camino
profesional.
En primer lugar debo decir que no fue
fácil educar la saudade del Brasil. No fue fácil ponerle límites, sin
los cuales se volvería nostalgia y haría la vida más difícil de ser vivida. Y
fue exactamente en la medida en que aprendimos a convivir con la falta del
Brasil como el tiempo del exilio, asumido, se convirtió en tiempo de
producción.
Centrado primero en Chile, después en Cambridge,
donde fui profesor en Harvard, y finalmente en Suiza, en Ginebra, recorrí el
mundo. Mis libros, sobre todo la Pedagogía del oprimido, comenzaron a
ser traducidos a varias lenguas, lo que hacía que aumentara el número de las
invitaciones que fueron convirtiéndome en un andariego.
Las experiencias en que participé en
África, en Asia, en Europa, en América Latina, en el Caribe, en Estados Unidos,
en México, en Canadá, discutiendo con educadores nacionales problemas fundamentales de sus
subsistemas educacionales; mi participación en cursos y seminarios en
universidades estadunidenses, latinoamericanas, africanas, europeas, asiáticas;
mis encuentros con dirigencias de movimientos de liberación en África, en
América Latina, todo eso está guardado en mi memoria no como algo pasado que se
recuerda con saudade: por el contrario, está bien vivo y bien actual.[4]
Y cuando pienso en
todo eso algo me hace creer que una de las marcas más visibles de mi
trayectoria profesional es el empeño con que me entrego a procurar siempre la
unidad entre la práctica y la teoría. En ese sentido mis libros, bien o mal,
son informes técnicos de quehaceres en los que participé.
Pero no nací marcado para ser un
profesor así. Me fui haciendo de esta manera en el cuerpo de las tramas, en la
reflexión sobre la acción, en la observación atenta de otras prácticas o de la
práctica de otros sujetos, en la lectura persistente y crítica de textos
teóricos, no importa si estaba o no de acuerdo con ellos. Es imposible
practicar el estar siendo de ese modo sin una apertura a los diferentes y a las
diferencias, con quienes y con los cuales siempre es probable que aprendamos.
Una de las condiciones necesarias para convertirnos en
intelectuales que no temen al cambio es la percepción y la aceptación de que no
hay vida en la inmovilidad. De que no hay progreso en el estancamiento. De que
si soy, de verdad, social y políticamente responsable, no puedo acomodarme a
las estructuras injustas de la sociedad. No puedo, traicionando la vida,
bendecirlas.
Nadie nace hecho. Nos
vamos haciendo poco a poco, en la práctica social en que tomamos parte.
[1] Karl Vosser, Filosofía del
lenguaje. Buenos Aires, Losada, 1963.
[2] Véase Paulo Freire, Pedagogía
de la esperanza, cit., y Ana María Freire, en el mismo libro, nota p. 61.
[3] Véase de nuevo Paulo Freire, Pedagogía
de la esperanza, cit.
[4] En la Pedagogía de la
esperanza me extiendo en el análisis de ese y otros momentos de mi experiencia
de educador.
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