Paulo Freire dedicó parte de su vida al
estudio y reflexión de las prácticas educativas, en el siguiente texto
describe algunas que deben ser cultivadas por quienes nos dedicamos al hecho
docente, aunque algunas son comunes a todos, Freire se enfoca en los que creemos
en poder forjar una mejor sociedad, más justa e igualitaria que denomina como
educadores progresistas.
De las Cualidades Indispensables para el Mejor Desempeño de las Maestras y los Maestros Progresistas
(Tomado de: “Cartas a quien pretende enseñar”. Siglo XXI
Editores,
1° edic. en español, 1994, transcrito de la décima edición), 2005, pp. 60-71)
Me gustaría
dejar bien claro que las cualidades de las que voy a hablar y que me parecen
indispensables para las educadoras y para los educadores progresistas son
predicados que se van generando con la práctica. Más aún, son generados en la
práctica en coherencia con la opción política de naturaleza crítica del
educador. Por esto mismo, las cualidades de las que hablaré no son algo con lo
que nacemos o que encarnamos por decreto o recibimos de regalo. Por otro lado,
al ser alineadas en este texto no quiero atribuirles ningún juicio de valor por
el orden en el que aparecen. Todas ellas son necesarias para la práctica
educativa progresista.
Comenzaré
por la humildad, que de ningún modo significa falta de respeto hacia nosotros
mismos, ánimos acomodaticio o cobardía. Al contrario, la humildad exige
valentía, confianza en nosotros mismos, respeto hacia nosotros mismos y hacia
los demás.
La humildad
nos ayuda a reconocer esta sentencia obvia: nadie sabe todo, nadie lo ignora
todo. Todos sabemos algo, todos ignoramos algo. Sin humildad, difícilmente
escucharemos a alguien al que consideramos demasiado alejado de nuestro nivel
de competencia. Pero la humildad que nos hace escuchar a aquel considerado como
menos competente que nosotros no es un acto de condescendencia de nuestra parte
o un comportamiento de quien paga una promesa hecha con fervor: “Prometo Santa
Lucía que si el problema de mis ojos no es algo serio voy a escuchar con
atención a los rudos e ignorantes padres de mis alumnos”. No, no se trata de
eso. Escuchar con atención a quien nos busca, sin importar su nivel
intelectual, es un deber humano y un gusto democrático nada elitista.
De hecho,
no veo cómo es posible conciliar la adhesión al sueño democrático, la
superación de los preconceptos, con la postura no humilde, arrogante, en que
nos sentimos llenos de nosotros mismos. Cómo escuchar al otro, cómo dialogar,
si sólo me oigo a mi mismo, si sólo me veo a mí mismo, si nadie que no sea yo
mismo me mueve o me conmueve. Por otro lado si, siendo humilde, no me minimizo
ni acepto que me humillen, estoy siempre abierto a aprender y a enseñar. La
humildad me ayuda a no dejarme encerrar jamás en el circuito de mi verdad. Uno
de los auxiliares fundamentales de la humildad es el sentido común que nos
advierte que con ciertas actitudes estamos cerca de superar el límite a partir
del cual nos perdemos.
La
arrogancia del “¿sabe con quién está hablando?”, la soberbia del sabelotodo
incontenido en el gusto de hacer conocido y reconocido su saber, todo esto no
tiene nada que ver con la mansedumbre, ni con la apatía, del humilde.
Es que la
humildad no florece en la inseguridad de las personas sino en la seguridad
insegura de los cautos. Es por esto por lo que una de las expresiones de la
humildad es la seguridad insegura, la certeza incierta y no la certeza
demasiado segura de sí misma. La postura del autoritario, en cambio, es
sectaria. La suya es la única verdad que necesariamente debe ser impuesta a los
demás. Es en su verdad donde radica la salvación de los demás. Su saber es
“iluminador” de la “oscuridad” o de la ignorancia de los otros, que por lo
mismo deben estar sometidos al saber y a la arrogancia del autoritario o de la
autoritaria.
Ahora
retomo el análisis del autoritarismo, no importa si de los padres o de las
madres, si de los maestros o las maestras. Autoritarismo frente al cual
podremos esperar de los hijos o de los alumnos posiciones a veces rebeldes,
refractarias a cualquier límite como disciplina o autoridad, pero a veces
también apatía, obediencia exagerada, anuencia sin crítica o resistencia al
discurso autoritario, renuncia a sí mismo, miedo a la libertad.
Al decir
que del autoritarismo se pueden esperar varios tipos de reacciones entiendo que
en el dominio de lo humano, felizmente, las cosas no se dan mecánicamente. De
esta manera es posible que ciertos niños sobrevivan casi ilesos al rigor del
arbitrio, lo que no nos autoriza a manejar esa posibilidad y a no esforzarnos
por ser menos autoritarios, sino en nombre del sueño democrático por lo menos
en nombre del respeto al ser en formación de nuestros hijos e hijas, de
nuestros alumnos y alumnas.
Pero es
preciso sumar otra cualidad a la humildad con que la maestra actúa y se
relaciona con sus alumnos, y esta cualidad es la amorosidad sin la cual su
trabajo pierde el significado. Y amorosidad no sólo para los alumnos sino para
el propio proceso de enseñar. Debo confesar, sin ninguna duda, que no creo que
sin una especie de “amor armado”, como diría el poeta Tiago de Melo, la
educadora o el educador puedan sobrevivir a las negatividades de su quehacer.
Las injusticias, la indiferencia del poder público, expresadas en la
desvergüenza de los salarios, en el arbitrio con que son castigadas las
maestras y no tías que se rebelan y participan manifestaciones de protesta a
través de su sindicato – pero a pesar de esto continúan entregándose a su
trabajo con los alumnos.
Sin
embargo, es preciso que ese amor sea en realidad un “amor armado”, un amor
luchador de quien se afirma en el derecho o en el deber de tener el derecho de
luchar, de renunciar, de anunciar. Es esta la forma de amar indispensable al
educador progresista y que es preciso que todos nosotros aprendamos y vivamos.
Pero sucede
que la amorosidad de la que hablo, el sueño por el que peleo y para cuya
realización me preparo permanentemente, exigen que yo invente en mí, en mi
experiencia social, otra cualidad: la valentía de luchar al lado de la valentía
de amar.
La valentía
como virtud no es algo que se encuentre fuera de mi mismo. Como superación de
mi miedo, ella lo implica.
En primer
lugar, cuando hablamos del miedo debemos estar absolutamente seguros de que
estamos hablando sobre algo muy concreto. Esto es, el miedo no es una
abstracción. En segundo lugar, creo que debemos saber que estamos hablando de
una cosa muy normal. Otro punto que me viene a la mente es que, cuando pensamos
en el miedo, llegamos a reflexionar sobre la necesidad de ser muy claros
respecto a nuestras opciones, lo cual exige ciertos procedimientos y prácticas
concretas que son las propias experiencias que provocan el miedo.
A medida
que tengo más y más claridad sobre mi opción, sobre mis sueños, que son
sustantivamente políticos y adjetivamente pedagógicos, en la medida en que
reconozco que como educador soy un político, también entiendo mejor las razones
por las cuales tengo miedo y percibo cuánto tenemos aun por andar para mejorar
nuestra democracia. Es que al poner en práctica un tipo de educación que
provoca críticamente la conciencia del educando, necesariamente trabajamos
contra algunos mitos que nos deforman. Al cuestionar esos mitos también
enfrentamos al poder dominante, puesto que ellos son expresiones de ese poder,
de su ideología.
Cuando
comenzamos a ser asaltados por miedos concretos, tales como el miedo a perder
el empleo o a no alcanzar cierta promoción, sentimos la necesidad de poner
ciertos límites a nuestros miedos. Antes que nada reconocemos que sentir miedo
es manifestación de que estamos vivos. No tengo que esconder mis temores. Pero
lo que no puedo permitir es que mi miedo me paralice. Si estoy seguro de mi
sueño político, debo continuar mi lucha con tácticas que disminuyan el riesgo
que corro. Por eso es tan importante gobernar mi miedo, educar mi miedo, de
donde nace finalmente mi valentía. Es por eso por lo que no puedo por un lado
negar mi miedo y por el otro abandonarme a él, sino que preciso controlarlo, y
es en el ejercicio de esta práctica donde se va construyendo mi valentía
necesaria.
Es por esto
por lo que hay miedo sin valentía, que es el miedo que nos avasalla, que nos
paraliza, pero no hay valentía sin miedo, que es el miedo que, “hablando” de
nosotros como gente, va siendo limitado, sometido y controlado.
Otra virtud
es la tolerancia. Sin ella es imposible realizar un trabajo pedagógico serio,
sin ella es inviable una experiencia democrática autentica: sin ella, la
práctica educativa progresista se desdice. La tolerancia, sin embargo, no es
una posición irresponsable de quien juega el juego del “hagamos de cuenta”.
Ser
tolerante no significa ponerse en connivencia con lo intolerable, no es
encubrir lo intolerable, no es amansar al agresor ni disfrazarlo. La tolerancia
es la virtud que nos enseña a convivir con lo que es diferente. A aprender con
lo diferente, a respetar lo diferente.
En un
primer momento parece que hablar de tolerancia es casi como hablar de favor. Es
como si ser tolerante fuese una forma cortes, delicada, de aceptar o tolerar la
presencia muy deseada de mi contrario. Una manera civilizada de consentir en
una convivencia que de hecho me repugna. Eso es hipocresía, no tolerancia. Y la
hipocresía es un defecto, un desvalor. La tolerancia es una virtud. Por eso
mismo si la vivo, debo vivirla como algo que asumo. Como algo que me hace
coherente como ser histórico, inconcluso, que estoy siendo en una primera
instancia, y en segundo lugar, con mi opción político-democrática. No veo cómo
podremos ser democráticos, sin experimentar, como principio fundamental, la
tolerancia y la convivencia con lo que nos es diferente.
Nadie
aprende tolerancia en un clima de irresponsabilidad en el cual no se hace
democracia. El acto de tolerar implica el clima de establecer límites, de
principios que deben ser respetados. Es por esto por lo que la tolerancia no es
la simple connivencia con lo intolerable. Bajo el régimen autoritario, en el
cual se exacerba la autoridad, o bajo el régimen licencioso, en el que la
libertad no se limita, difícilmente aprenderemos la tolerancia. La tolerancia
requiere respeto, disciplina, ética. El autoritario, empapado de prejuicios
sobre el sexo, las clases, las razas, jamás podrá ser tolerante si antes no
vence sus prejuicios. Es por esto por lo que el discurso progresista del
prejuiciado, en contraste con su práctica, es un discurso falso.
Es por esto
también por lo que el cientificista es igualmente intolerante, porque toma o
entiende la ciencia como la verdad ultima y nada vale fuera de ella, pues es
ella la que nos da la seguridad de la que no se puede dudar. No hay como ser
tolerantes si estamos inmersos en el cientificismo, cosa que no debe llevarnos
a la negación de la ciencia.
Me gustaría
ahora agrupar la decisión, la seguridad, la tensión entre la paciencia y la
impaciencia y la alegría de vivir como cualidades que deben ser cultivadas por
nosotros si somos educadores y educadoras progresistas.
La
capacidad de decisión de la educadora es absolutamente necesaria en su trabajo
formador. Es probando su habilitación para decidir como la educadora enseña la
difícil virtud de la decisión. Difícil en la medida en que decidir significa
romper para optar. Ninguno decide a no ser por una cosa contra la otra, por un
punto contra otro, por una persona contra otra. Es por esto por lo que toda
opción que sigue a una decisión exige una meditada evaluación en el acto de
comparar para optar por uno de los posibles polos, personas o posiciones. Y es
la evaluación, con todas las implicaciones que ella genera, la que finalmente me
ayuda a optar.
Decisión es
ruptura no siempre es fácil de ser vivida. Pero no es posible existir sin
romper, por más difícil que nos resulte romper.
Una de las
deficiencias de una educadora es la incapacidad de decidir. Su indecisión, que
los educandos interpretan como debilidad moral o como incompetencia
profesional. La educadora democrática, solo por ser democrática, no puede
anularse; al contrario, si no puede asumir sola la vida de su clase tampoco
puede, en nombre de la democracia, huir de su responsabilidad de tomar
decisiones. Lo que no puede es ser arbitraria en las decisiones que toma. El
testimonio de no asumir su deber como autoridad, dejándose caer en la licencia,
es sin duda mas funesto que el de extrapolar los límites de su autoridad.
Hay muchas
ocasiones en que el buen ejemplo pedagógico, en la dirección de la democracia,
es tomar la decisión junto con los alumnos después de analizar el problema. En
otros momentos en los que la decisión a tomar debe ser de la esfera de la
educadora, no hay por qué no asumirla, no hay razón para omitirse.
La
indecisión delata falta de seguridad, una cualidad indispensable a quien sea
que tenga la responsabilidad del gobierno, no importa si de una clase, de una
familia, de una institución, de una empresa o del Estado.
Por su
parte la seguridad requiere competencia científica, claridad política e
integridad ética.
No puedo
estar seguro de lo que hago si no sé cómo fundamentar científicamente mi acción
o si no tengo por lo menos algunas ideas de lo que hago, por qué lo hago y para
qué lo hago. Si sé poco o nada sobre en favor de qué o de quién, en contra de
qué o de quién hago lo que estoy haciendo o haré. Si esto no me conmueve para
nada, si lo que hago hiere la dignidad de las personas con las que trabajo, si
las expongo a situaciones bochornosas que puedo y debo evitar mi insensibilidad
ética, mi cinismo me contraindican para encarnar la tarea del educador. Tarea
que exige una forma críticamente disciplinada de actuar con la que la educadora
desafía a sus educandos. Forma disciplinada que tiene que ver, por un lado, con
la competencia que la maestra va revelando a sus educandos, discreta y
humildemente, sin quehaceres arrogantes, y por el otro con el equilibrio con el
que la educadora ejerce su autoridad – segura, lúcida, determinada.
Nada de
eso, sin embargo, puede concretarse si a la educadora le falta el gusto por la
búsqueda permanente de la justicia. Nadie puede prohibirle que le guste más un
alumno que otro por n razones. Es un derecho que tiene. Lo que ella no puede es
omitir el derecho de los otros a favor de su preferido.
Existe otra
cualidad fundamental que no puede faltarle a la educadora progresista y que
exige de ella la sabiduría con que entregarse a la experiencia de vivir la
tensión entre la paciencia y la impaciencia. Ni la paciencia por sí sola ni la
impaciencia solitaria. La paciencia por sí sola puede llevar a la educadora a
posiciones de acomodación, de espontaneismo, con lo que niega su sueño
democrático. La paciencia desacompañada puede conducir a la inmovilidad, a la
inacción. La impaciencia por sí sola, por otro lado, puede llevar a la maestra
a un activismo ciego, a la acción por si misma, a la práctica en que no se
respetan las relaciones necesarias entre la táctica y la estrategia. La paciencia
aislada tiende a obstaculizar la consecución de los objetivos de la practica
haciéndola “tierna”, “blanda” e inoperante. En la impaciencia aislada
amenazamos el éxito de la práctica que se pierde en la arrogancia de quien se
juzga dueño de la historia. La paciencia sola se agota en el puro blablablá; la
impaciencia a solas en el activismo irresponsable.
La virtud no está, pues, en ninguna de ellas sin la
otra sino en vivir la permanente tensión entre ellas. Está en vivir y actuar
impacientemente paciente, sin que jamás se dé la una aislada de la otra.
Junto con esa forma de ser y de actuar equilibrada,
armoniosa, se impone otra cualidad que vengo llamando parsimonia verbal. La
parsimonia verbal está implicada en el acto de asumir la tensión entre paciencia-impaciencia.
Quien vive la impaciente paciencia difícilmente pierde, salvo casos
excepcionales, el control de lo que habla, raramente extrapola los límites del
discurso ponderado pero enérgico. Quien vive preponderadamente la paciencia,
apenas ahora su legitima rabia, que expresa en un discurso flojo y acomodado.
Quien por el contrario es sólo impaciencia tiende a la exacerbación en su
discurso. El discurso del paciente siempre es bien comportado, mientras que el
discurso del impaciente generalmente va más allá de lo que la realidad misma
soportaría.
Ambos discursos, tanto el muy controlado como el
carente de toda disciplina, contribuyen a la preservación del statu quo. El
primero por estar mucho más acá de la realidad; el segundo por ir más allá del
límite de lo soportable. El discurso y la práctica benevolente del que es sólo
o casi todo es posible. Existe una paciencia casi inagotable en el aire. El
discurso nervioso, arrogante, incontrolado, irrealista, sin límite, está
empapado de inconsecuencia, de irresponsabilidad. Estos discursos no ayudan en
nada a la formación de los educandos. Existen además los que son excesivamente
equilibrados en su discurso pero de vez en cuando se desequilibran. De la pura
paciencia pasan inesperadamente a la impaciencia incontenida, creando en los
demás un clima de inseguridad con resultados indiscutiblemente pésimos.
Existe un sinnúmero de madres y padres que se
comportan así. De una licencia en la que el habla y la acción son coherentes
pasan, al día siguiente, a un universo de desatinos y ordenes autoritarias que
dejan estupefactos a sus hijos e hijas, pero principalmente inseguros. La
ondulación del comportamiento de los padres limita en los hijos el equilibrio
emocional que precisan para crecer. Amar no es suficiente, precisamos saber
amar.
Me parece importante, reconociendo que las
reflexiones sobre las cualidades son incompletas, discutir un poco sobre la
alegría de vivir, como una virtud fundamental para la práctica educativa
democrática.
Es dándome por completo a la vida y no a la muerte
– lo que ciertamente no significa, por un lado, negar la muerte, ni por el otro
mitificar la vida – como me entrego, libremente, a la alegría de vivir. Y es mi
entrega a la alegría de vivir, sin esconder la existencia de razones para la
tristeza en esta vida, lo que me prepara para estimular y luchar por la alegría
en la escuela.
Es viviendo –no importa si con deslices o
incoherencias, pero si dispuesto a superarlos– la humildad, la amorosidad, la
valentía, la tolerancia, la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad,
la ética, la justicia, la tensión entre la paciencia y la impaciencia, la
parsimonia verbal, como contribuyo a crear la escuela alegre, a forjar la
escuela feliz. La escuela que es aventura, que marcha, que no le tiene miedo al
riesgo y que por eso mismo se niega a la inmovilidad. La escuela en la que se
piensa, en la que se actúa, en la que se crea, en la que se habla, en la que se
ama, se adivina la escuela que apasionadamente le dice sí a la vida. Y no la
escuela que enmudece y me enmudece.
Realmente, la solución más fácil para enfrentar los
obstáculos, la falta de respeto del poder público, el arbitrio de la autoridad
antidemocrática es la acomodación fatalista en la que muchos de nosotros nos
instalamos.
“¿Qué puedo hacer, si siempre ha sido así? Me
llamen maestra o me llamen tía continúo siendo mal pagada, desconsiderada,
desatendida. Pues que así sea”. Esta en realidad es la posición más cómoda,
pero también es la posición más cómoda, pero también es la posición de quien
renuncia al conflicto sin el cual negamos la dignidad de la vida. No hay vida
ni existencia humana sin pelea ni conflicto. El conflicto hace nacer nuestra
conciencia. Negarlo es desconocer los mínimos pormenores de la experiencia
vital y social. Huir de él es ayudar a la preservación del statu quo.
Por eso no veo otra salida que no sea la de la
unidad en la diversidad de intereses no antagónicos de los educadores y de las
educadoras en defensa de sus derechos. Derecho a su libertad docente, derecho a
hablar, derecho a mejores condiciones de trabajo pedagógico, derecho a un
tiempo libre remunerado para dedicarse a su permanente capacitación, derecho a
ser coherente, derecho a criticar a las autoridades sin miedo a ser castigadas
– a lo que corresponde el deber de responsabilizarse por la veracidad de sus
criticas -, derecho a tener el deber de ser serios, coherentes, a no mentir
para sobrevivir.
Es preciso que luchemos para que estos derechos
sean más que reconocidos – respetados y encarnados. A veces es preciso que
luchemos junto al sindicato y a veces contra él si su dirigencia es sectaria,
de derecha o de izquierda.
Pero a veces también es preciso que luchemos
como administración progresista contra las rabias endemoniadas de los
retrógrados, de los tradicionalistas entre los cuales algunos se juzgan
progresistas y de los neoliberales para quienes la historia terminó en ellos.
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