Para Paulo Freire la lectura del mundo que nos rodea
precede a la lectura de la palabra, pero al leer la palabra enriquecemos la
visión de nuestro mundo y por tanto podemos volver a interpretarlo –leerlo– de
una manera más completa. La relación teoría-práctica no es abstracta al volver
a la teoría cargado la realidad vital que muchas veces contradice la teoría
misma. De allí la importancia del acto de leer, porque permite conocer visiones
que la lectura de la práctica permitirá asimilarla para hacer una mejor
práctica.
La Importancia del Acto de Leer
Paulo Freire
(Tomado de: La importancia del acto de leer y el proceso de liberación.
México, Siglo XXI, decimosexta edición, 2004, pp. 94-107)
Rara ha sido la vez, a lo largo de tantos años de
práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me he permitido la tarea
de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos.
Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos
formal posible. Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia del
acto de leer.
Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa
importancia, decir algo del momento mismo en que me preparaba para estar aquí
hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba escribiendo este
texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica del acto de
leer, que no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje
escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La
lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior
lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél.
Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser
alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el
texto y el contexto. Al intentar escribir sobre la importancia del acto de
leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica,
guardados en la memoria, desde las experiencias más remotas de mi infancia, de
mi adolescencia, de mi juventud, en que la importancia del acto de leer se vino
constituyendo en mí.
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando
distancia” de los diferentes momentos en que el acto de leer se fue dando en mi
experiencia existencial. Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en
que me movía; después la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi
escolarización, fue la lectura de la “palabra-mundo”.
La vuelta a la infancia distante, buscando la
comprensión de mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía –y hasta
donde no me está traicionando la memoria– me es absolutamente significativa. En
este esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que
escribo, la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo
entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos
de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra
jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos
menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus
cuartos, su corredor, su sótano, su terraza –el lugar de las flores de mi
madre–, la amplia quinta donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él
gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me
daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de
mis primeras lecturas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel
contexto –en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba
la capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de
señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis
relaciones mis hermanos mayores y con mis padres.
Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel
contexto se encarnaban en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del
olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas
de los árboles sopladas por fuertes vientos que anunciaban tempestades,
truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a la geografía, inventando
lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de
aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del
cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del follaje, en la forma
de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la
densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente
de colores de una misma fruta en distintos momentos: el verde del mago-espada
hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango madurando, las pintas negras del
mago ya más que maduro. La relación entre esos colores, el desarrollo del
fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su sabor. Fue en esa época,
posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí la significación del
acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los
animales: los gatos de la familia, su manera mañosa de enroscarse en nuestras
piernas, su maullido de súplica o de rabia; Joli, el viejo perro negro de mi
padre, su mal humor cada vez que uno de los gatos incautamente se aproximaba
demasiado al lugar donde estaba comiendo y que era suyo; “estado de espíritu”,
el de Joli en tales momentos, completamente diferente del de cuando casi
deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a uno de los zorros responsables
de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela.
De aquel contexto –el del mi mundo inmediato–
formaba parte, por otro lado, el universo del lenguaje de los mayores,
expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores. Todo eso ligado
a contextos más amplios que el del mi mundo inmediato y cuya existencia yo no
podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por retomar la infancia distante, a
que ya he hecho referencia, buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo
particular en que me movía, permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, la
experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la palabra. Y algo que
me parece importante, en el contexto general de que vengo hablando, emerge
ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas reflexiones. Me
refiero a mi miedo de las almas en pena cuya presencia entre nosotros era
permanente objeto de las conversaciones de los mayores, en el tiempo de mi
infancia. Las almas en pena necesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para
aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas,
lanzando carcajadas burlonas, pidiendo oraciones o indicando el escondite de
ollas. Con todo, posiblemente hasta mis siete años en el barrio de Recife en
que nací iluminado por faroles que se perfilaban con cierta dignidad por las calles.
Faroles elegantes que, al caer la noche, se “daban” a la vara mágica de quienes
los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos,
la figura flaca del “farolero” de mi calle, que venía viniendo, andar
cadencioso, vara iluminadora al hombro, de farol en farol, dando luz a la
calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos dentro de la casa.
Una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadora de ellas.
No había mejor clima para travesuras de las alma
que aquél. Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo,
esperaba que el tiempo pasara, que la noche se fuera, que la madrugada
semiclareada fuera llegando, trayendo con ella el canto de los pajarillos
“amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en
la smañanas abiertas, la percepción de un sinnúmero de ruidos que se perdía en
la claridad y en la algaraza de los días y resultaban misteriosamente
subrayados en el silencio profundo de las noches.
Pero en la medida en que fui penetrando en la
intimidad de mi mundo, en que lo percibía mejor y lo “entendía” en la lectura
que de él iba haciendo, mis temores iban disminuyendo. Pero, es importante
decirlo, la “lectura” de mi mundo, que siempre fundamental para mí, no hizo de
mí sino un niño anticipado en hombre, un racionalista de pantalón corto. La
curiosidad del niño no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser
ejercida, en lo cual fui más ayudado que estorbado por mis padres. Y fue con
ellos, precisamente, en cierto momento de esa rica experiencia de comprensión
de mi mundo inmediato, sin que esa comprensión significara animadversión por lo
que tenía encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en la
lectura de la palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la
“lectura” del mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a
él. Fui alfabetizado en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los
mangos, con palabras de mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo
mi pizarrón y las ramitas fueron mis gis.
Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita
particular de Eunice Vasconcelos, cuya desaparición reciente me hirió y me
dolió, y a quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado.
Eunice continuó y profundizó el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de
la palabra, de la frase, de la oración, jamás significó una ruptura con la
“lectura” del mundo. Con ella, la lectura de la palabra fue la lectura de la
“palabra-mundo”.
Hace poco tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde nací. Pisé el
mismo suelo en que me erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a leer. El mismo
mundo, el primer mundo que se dio a mi comprensión por la “lectura” que de él
fui haciendo. Allí reecontré algunos de los árboles de mi infancia. Los
reconocí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes
troncos de mi infancia–. Entonces, una nostalgia que suelo llamar mansa o bien
educada, saliendo del suelo, de los árboles, de la casa, me envolvió
cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien reencuentra
personas queridas.
Continuando en ese esfuerzo de “releer” momentos
fundamentales de experiencias de ni infancia, de mi adolescencia, de mi
juventud, en que la comprensión crítica de la importancia del acto de leer se
fue constituyendo en mí a través de su práctica, retomo el tiempo en que, como
alumno del llamado curso secundario, me ejercité en la percepción crítica de
los textos que leía en clase, con la colaboración, que hasta hoy recuerdo, de
mi entonces profesor de lengua portuguesa.
No eran, sin embargo, aquellos momentos puros
ejercicios de los que resultase un simple darnos cuenta de la existencia de una
página escrita delante de nosotros que debía ser cadenciada, mecánica y
fastidiosamente “deletrada” en lugar de realmente leída. No eran aquellos
momentos “lecciones de lectura” en el sentido tradicional esa expresión. Eran
momentos en que los textos se ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo
la del entonces joven profesor José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor
también de portugués, en mis veinte años, viví intensamente la importancia del
acto de leer y de escribir, en el fondo imposibles de dicotomizar, con alumnos
de los primeros años del entonces llamado curso secundario. La conjugación, la
sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la enciclisis
pronominal, yo no reducía nada de eso a tabletas de conocimientos que los
estudiantes debían engullir. Todo eso, por el contrario, se proponía a la
curiosidad de los alumnos de manera dinámica y viva, en el cuerpo mismo de
textos, ya de autores que estudiábamos, ya de ellos mismos, como objetos a
desvelar y no como algo parado cuyo perfil yo describiese. Los alumnos no
tenían que memorizar mecánicamente la descripción del objeto, sino aprender su
significación profunda. Sólo aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de
memorizarla, de fijarla. La memorización mecánica de la descripción del objeto
no se constituye en conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un
texto, tomado como pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de
memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el
conocimiento de que habla el texto.
Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto
profesores y profesoras, en que los estudiantes “lean”, en un semestre, un
sinnúmero de capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que a veces
tenemos del acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las
veces en que los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas
bibliografías que eran mucho más para ser “devoradas” que para ser leídas o
estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de
esta expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica
y de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En
algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas,
indicaciones sobre las páginas de este o aquel capítulo de tal o cual libro que
debían leer: “De la página 15 a la 37”.
La insistencia en la cantidad de lecturas sin el
adentramiento debido en los textos a ser comprendidos, y no mecánicamente
memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita. Visión que es
urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro ángulo, que se
encuentra, por ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible calidad
o falta de calidad de su trabajo con la cantidad páginas escritas. Sin embargo,
uno de los documentos filosóficos más importantes que disponemos, las Tesis
sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas dos páginas y media...
Parece importante, sin embargo, para evitar una
comprensión errónea de lo que estoy afirmando, subrayar que mi crítica al hacer
mágica la palabra no significa, de manera alguna, una posición poco responsable
de mi parte con relación a la necesidad que tenemos educadores y educandos de
leer, siempre y seriamente, de leer los clásicos en tal o cual campo del saber,
de adentrarnos en los textos, de crear una disciplina intelectual, sin la cual
es posible nuestra práctica en cuanto profesores o estudiantes.
Todavía dentro del momento bastante rico de mi
experiencia como profesor de lengua portuguesa, recuerdo, tan vivamente como si
fuese de ahora y no de un ayer ya remoto, las veces en que me demoraba en el
análisis de un texto de Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos,
de Jorge Amado. Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los
estudiantes, subrayando aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el
buen gusto de su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las
necesarias diferencias entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Vengo tratando de dejar claro, en este trabajo en
torno a la importancia del acto de leer –y no es demasiado repetirlo ahora–,
que mi esfuerzo fundamental viene siendo el de explicar cómo, en mí, se ha
venido destacando esa importancia. Es como si estuviera haciendo la
“arqueología” de mi comprensión del complejo acto de leer, a lo largo de mi
experiencia existencial. De ahí que haya hablado de momentos de mi infancia, de
mi adolescencia, de los comienzos de mi juventud, y termine ahora reviendo, en
rasgos generales, algunos de los aspectos centrales de la proposición que hice,
hace algunos años, en el campo de la alfabetización de adultos.
Inicialmente me parece interesante reafirmar que
siempre vi la alfabetización de adultos como un acto político y como un acto de
conocimiento, y por eso mismo un acto creador. Para mí sería imposible de
comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de
la-le-li-lo-lu. De ahí que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura
enseñanza de la palabra, de las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo
proceso el alfabetizador iría “llenando” con sus palabras las cabezas
supuestamente “vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto
de conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el
alfabetizando, su sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del
educador, como ocurre en cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda
del educador deba anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de
su lenguaje escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el
alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo
hago ahora con el que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el
objeto sentido y son capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y
percibido. Como yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la
pluma, de decir la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la
pluma, sino además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La
alfabetización es la creación o el montaje de la expresión escrita de la
expresión oral. Ese montaje no lo puede hacer el educador para los educandos, o
sobre ellos. Ahí tiene él un momento de su tarea creadora.
Me parece innecesario extenderme más, aquí y ahora,
sobre lo que he desarrollado, en diferentes momentos, a propósito de la
complejidad de este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en
este texto, me gustaría volver, por la significación que tiene para la
comprensión crítica del acto de leer y, por consiguiente, para la propuesta de
alfabetización a que me he consagrado. Me refiero a que la lectura del mundo
precede siempre a la lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la
continuidad de la lectura de aquél. En la propuesta a que hacía referencia hace
poco, este movimiento del mundo a la palabra y de la palabra al mundo está
siempre presente. Movimiento en que la palabra dicha fluye del mundo mismo a
través de la lectura que de él hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos
ir más lejos y decir que la lectura de la palabra no es sólo precedida por la
lectura del mundo sino por cierta forma de “escribirlo” o de “rescribirlo”, es
decir de transformarlo a través de nuestra práctica consciente.
Este movimiento dinámico es uno de los aspectos
centrales, para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que siempre haya insistido
en que las palabras con que organizar el programa de alfabetización debían
provenir del universo vocabular de los grupos populares, expresando su
verdadero lenguaje, sus anhelos, sus inquietudes, sus reivindicaciones, sus
sueños. Debían venir cargadas de la significación de su experiencia existencial
y no de la experiencia del educador. La investigación de lo que llamaba el
universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos
llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares.
Después volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo codificaciones, que
son representaciones de la realidad.
La palabra ladrillo, por ejemplo, se insertaría en
una representación pictórica, la de un grupo de albañiles, por ejemplo,
construyendo una casa. Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la
palabra oral de los grupos populares, a ellos, para el proceso de su
aprehensión y no de su memorización mecánica, solíamos desafiar a los
alfabetizandos con un conjunto de situaciones codificadas de cuya
descodificación o “lectura” resultaba la percepción crítica de lo que es la
cultura, por la comprensión de la práctica o del trabajo humano, transformador
del mundo, En el fondo, ese conjunto de representaciones de situaciones
concretas posibilitaba a los grupos populares una “lectura” de la “lectura” anterior
del mundo, antes de la lectura de la palabra.
Esta “lectura” más crítica de la “lectura” anterior
menos crítica del mundo permitía a los grupos populares, a veces en posición
fatalista frente a las injusticias, una comprensión diferente de su indigencia.
Es en este sentido que la lectura crítica de la
realidad, dándose en un proceso de alfabetización o no, y asociada sobre todo a
ciertas prácticas claramente políticas de movilización y de organización, puede
constituirse en un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción
contrahegemónica.
Concluyendo estas reflexiones en torno a la
importancia del acto de leer, que implica siempre percepción crítica, interpretación
y “reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de vacilar un poco,
resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el tratamiento del tema,
en consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo hacer.
Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congreso.
Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de encuentros como éste, como
ahora.
12 de noviembre de 1981
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