La educación
es una parte esencial de un proyecto político, sea cual sea, en este sentido si
el gobierno y el Estado busca cambios revolucionarios la educación debe andar
al ritmo de este movimiento y si pretende mantener el orden de exploración y
opresión también marcha hacia esa vía. Por este motivo puede afirmarse que la
educación es profundamente política puesto que busca mantener el Estado que la
sustenta. Surge entonces la pregunta ¿Cuál es el sistema educativo pertinente
en tiempos de revolución? Pregunta sobre la cual Freire reflexiona en el texto que
se presenta a continuación
Educación en tiempos de Revolución
(Diálogo con Paulo Freire por Esther
Pérez y Fernando Martínez Heredia)
(Con
el título “Diálogo
con Paulo Freire”,
revista
“Casa de las
Américas”. La Habana, No. 164,
septiembre-octubre
de 1987, pp. 114-118)
Paulo Freire
nació en 1921. O, como él mismo dice, “poco después del triunfo de la
Revolución de Octubre”. Joven aún, pero casado ya con Elza, su compañera a lo
largo de 40 años, comenzó a dirigir el Sector de Educación del Servicio Social
de la industria en Recife. De su experiencia en esa institución a dicho Freire:
“Me fui espantado y tratando de comprender la razón de ser del espanto [...]
aprendiendo, de un lado, a dialogar con la clase trabajadora, y de otro, a
comprender su estructura de pensamiento, su lenguaje, a entender lo que yo
llamaría la terrible maldad del sistema capitalista”. Allí, sin llamarla aun
así, comenzó a hacer y a pensar la educación popular.
A principios
de la década de los 60, en Río Grande do Norte, Freire concibió y comenzó a
aplicar su método de alfabetización, basado en la comprensión del lenguaje
popular y en el descubrimiento y la discusión de temas políticos, económicos,
sociales e históricos relevantes para los que se alfabetizan. Una gran cantidad
de educadores comprometidos con la causa popular acogió y comenzó a profundizar
en la práctica esta propuesta pedagógica.
En junio de
1964, poco después del golpe militar en Brasil, Paulo Freire fue apresado por
el ejército. De ahí saldría para el exilio en Chile y Europa, compartiría sus
experiencias de educador trabajando en diversos países (Guinea-Bissau, Angola,
Cabo Verde, São Tomé y Príncipe, Granada, Nicaragua).
Poco después
de concluir este doloroso y fecundo exilio, Paulo Freire nos visitó como
invitado al Congreso de Psicología celebrado recientemente en Cuba.[1]
En esta primera estancia en nuestro país, nos concedió esta entrevista que fue
más aun: un diálogo fraterno en que se abordaron algunos de los puntos
fundamentales de su pensamiento y sus reflexiones más actuales.
Hacer una
entrevista a quien ha dicho que no hay pregunta tonta ni respuesta definitiva
resulta tranquilizador.
¿Dónde fue
que dije eso? ¿Lo recuerdas?
En una intervención
durante un Congreso de Educación Popular celebrado en Buenos Aires, donde
exigió que lo llevaran a oír tangos.
Exacto,
exacto.
Me pregunté
qué exigiría usted cuando llegara a La Habana.
He venido
con tan poco tiempo esta vez que no me ha alcanzado ni para plantear
exigencias. Solamente he querido conocer personas y crear amistades. Creo que
pueden darse cuenta de lo que significa para mí, un brasileño, un hombre de
ideas —aunque conserve ciertas ingenuidades de interpretación— que hizo una opción
a favor de las clases populares, llegar a Cuba por primera vez. Creo que
entienden la emoción que siento al pisar un suelo donde no hay un niño sin
escuela, donde no hay nadie que no haya comido hoy. Como ustedes dos son de la
generación que casi nació con la Revolución, quizá no comprendan la emoción que
siento yo, que nací hace muchísimo tiempo, un poquito después de la Revolución
de Octubre. Comparar, por ejemplo, esta realidad con la gente de mi país que no
comió hoy, que no comió ayer, que no comió antes de ayer y que no va a comer
mañana; la cantidad de niños que murieron hoy, que están muriendo ahora, y
saber que estoy en una tierra donde nadie muere de hambre, donde hay una
solidaridad en la posibilidad histórica, donde no hay una riqueza que te hiera
ni una pobreza y una miseria que te humillen. Para mí es una emoción inmensa.
Yo les confieso que lo único que me hace sufrir hoy en La Habana es no estar
aquí con Elza, que fue mi mujer, mi amante, la profesora de mis hijos, la
abuela de mis nietos. Fue mi educadora y amaba a Cuba. Pero no hay que llorar,
hay que cantar la alegría de estar en Cuba. La amabilidad de los cubanos es
increíble. Es la amabilidad que nace de la alegría, de la felicidad. Sentí una
gran emoción ayer al oír a Fidel, que hablaba como político y como pedagogo. Su
discurso estaba lleno de pedagogía, de esperanza, de realidad.[2]
Yo creo que vine en un buen momento, aunque me pregunto cuál es el momento malo
para venir a Cuba. Ese momento no existe.
Creo, sin
embargo, que este es un momento especialmente bueno por más de una razón.
Primero, por el enorme interés que están despertando en Cuba las posiciones de
los cristianos, las comunidades eclesiales de base y su creciente importancia
en diversos puntos de la América Latina, y las experiencias de la educación
popular. Pero, además, porque estamos viviendo un proceso autocrítico del
conjunto de la sociedad que, por supuesto, pasa por la educación. No sé si sabe
que durante el último Congreso del PCC y el último de la UJC la educación fue
un tema muy debatido.[3] Después de la Campaña de Alfabetización, que fue el
hecho cultural más grande de la Revolución...
¡Exacto! Y
para mí, la Campaña de Alfabetización de Cuba, seguida años después por la de
Nicaragua, constituye uno de los más importantes hechos de la historia de la
educación en este siglo.
Después de
la Campaña, Cuba consiguió hacer masiva su educación; que, como usted decía, no
haya niños sin escuelas, que ningún adulto que quiera estudiar no pueda
hacerlo. Hemos estimulado fuertemente la educación de los adultos. Y, sin
embargo, la educación cubana atraviesa en estos momentos un período
autocrítico.
En otras
palabras, está siendo reestudiada. Mira, yo percibía ayer en el discurso de
Fidel toda la cuestión de la rectificación. Creo que es extraordinariamente
importante la cuestión de la dimensión de humildad que creo que tiene que tener
una revolución. En el momento en que una revolución no reconoce probables
errores cometidos, se pierde, porque se piensa a sí misma hecha por santos.
Precisamente porque son hechas por hombres y mujeres, y no por ángeles, las
revoluciones cometen errores. Lo fundamental es reconocer probables errores y
rectificarlos. El empuje hacia la rectificación es la prueba de la vitalidad.
Es la humildad necesaria que una revolución tiene que tener. Y creo que esto es
aplicable a la educación: es necesario revisar la práctica educativa para
encontrar aquella que se corresponda más adecuadamente con el proceso
revolucionario.
Uno de los
grandes problemas que una revolución tiene en su transición, en sus primeros
momentos de vida, consiste en que la historia no se hace mecánicamente; la
historia se hace históricamente. Esto significa que el cambio, las
transformaciones introducidas por la revolución en su primer momento —en la
medida en que se empieza a salir del modo de producción capitalista—, las
relaciones sociales adecuadas al nuevo modo de producción, no se construyeron
de la noche a la mañana. Se cambia el modo de producción y lo que hay de
superestructural en el dominio de la cultura, incluso del derecho, y sobre todo
de la mentalidad, de la comprensión del mundo —de la comprensión del racismo,
por ejemplo, del sexo—; la ideología, en fin, queda 20 años por detrás del modo
de producción cambiado, porque está forjada por el viejo modo de producción,
que tiene más tiempo histórico que el nuevo modo de producción socialista.
Si la cuestión
histórica fuera mecánica, yo ya habría hecho la revolución en Brasil. Yo no,
claro, yo ayudaría a los Lula a hacer la revolución. Pero no es un proceso
mecánico, sino histórico.
Uno de los
grandes problemas que tiene una revolución en su transición, que a veces es muy
prolongada, es el siguiente: la vieja educación, de naturaleza burguesa, llena
de ideología burguesa, obviamente no responde a las necesidades nuevas, a la
nueva sociedad aún no creada; la nueva sociedad comienza a crearse, por supuesto,
durante el proceso de movilización popular, de organización popular para la
revolución. Ahí empieza la creación de la nueva sociedad, pero ésta todavía no
tiene un perfil definido a no ser teóricamente. Lo que sucede es que, llegada
al poder, la revolución se enfrenta a la permanencia de residuos de la vieja
ideología, a veces hasta dentro de nosotros los revolucionarios, que estamos
marcados, invadidos, por la ideología dominante, que se aloja en nosotros
mañosamente. Lo que pasa entonces es que en el momento de la transición, la
educación tiene poco que ver —no quiero decir “no tiene nada que ver”, para no
parecer demasiado exigente— con el proceso de construcción de la nueva
sociedad, del nuevo hombre y la nueva mujer.
Hay que
hacer una nueva escuela. Y el problema reside precisamente en que la nueva
educación necesita de la nueva sociedad, y esa sociedad no está todavía parida.
Hay un momento de perplejidad. El educador dialéctico, dinámico, revolucionario
tiene que enfrentar los obstáculos que su propio proyecto pedagógico, más
revolucionario que lo que la media piensa que debería ser, le crea; en esta
fase de transición —la he estudiado, no en los libros, sino a nivel de
experiencia personal...
En
Guinea-Bissau, por ejemplo.
En
Guinea-Bissau, en Granada. Allí conversé durante seis horas con Maurice Bishop
y leí posteriormente la reflexión de Fidel acerca de los errores cometidos. Y
también en Angola, São Tomé, antes en Chile, en un proceso diferente. Y en
Nicaragua. He andado por todas esas tierras, y afortunadamente invitado por las
revoluciones, grandes y medias; no importan los tamaños de las revoluciones, lo
que importa son los ímpetus revolucionarios. Por eso me dediqué a pensar un
poco sobre estos problemas. Y lo que pasa es que siempre ocurre esto. No es
casual que las universidades sean las últimas fortalezas en convertirse a la
revolución. Están cargadas de la ideología anterior, son mantenedoras de la
ideología anterior. Y lo peor es que a veces nosotros los revolucionarios
sostenemos la ideología anterior.
Hay
contradicciones fantásticas, por ejemplo, entre la escuela y la revolución en
una transición revolucionaria. La escuela, al mismo tiempo que sueña con un
empuje hacia una formación más profunda del alumnado, repite procedimientos
característicos y adaptados a la pedagogía de la clase dominante. Es que en el
fondo guardamos en nosotros, contradictoriamente, las marcas ideológicas, la
posición de clase con que nacemos. Pero hay que ser un buen marxista para
entender estas cosas. Y no se trata de ser muy estudioso, muy lector, sino de
tener una buena sensibilidad de la importancia de la carga, de la fuerza, del
peso de la ideología. La ideología es material, no es solamente ideal. Tiene
peso, tiene fuerza.
Entonces, yo
creo que uno de los grandes desafíos de los educadores revolucionarios es
lograr la transición entre la escuela que sirvió bien a la clase dominante
antes de la revolución, y la escuela que ha de servir bien a las clases
populares, a la sociedad ahora; y esa transición se hace revolucionándose,
superando las marcas más fuertes de la tradición anterior. Una escuela
revolucionaria tiene que ser una escuela de alegría, pero no de
irresponsabilidad. Es como el trabajo y la vida en el hogar. Yo tengo que
despertar contento, porque voy al trabajo, y regresar feliz, porque vuelvo a la
casa. Si no construyo esto con mi compañera, si no construyo esto en el
trabajo, es que hay algo errado. La escuela, igualmente, tiene que ser un
espacio y un tiempo de satisfacción. El acto de conocer que la escuela debe
hacer, debe crear, debe estimular, no puede ser un acto de tristeza ni de dolor
solamente. Y es obvio que conocer demanda sufrimiento, pero hay en la
intimidad, en el movimiento interno del acto de conocer, una alegría, que es la
alegría de quien conoce. La escuela tiene que crear esto; crear una disciplina
seria, rigurosa, pero que no olvide la satisfacción. Y estas cosas no pueden
ocurrir en la transición revolucionaria “de frentón”, como dicen los chilenos.
Esas cosas son rehechas. Por eso me siento muy contento cuando me dices que uno
de los temas centrales del Congreso del PCC fue exactamente la pedagogía, es
decir, la práctica educativa en Cuba, y hasta qué punto es posible
revolucionariamente hacerla más dinámica, más creativa. Yo no tengo duda alguna
de que la escuela es importante, la escuela es fundamental; no hay que superar,
no hay que suprimir la escuela. Pero hay que hacerla un espacio-tiempo de
alegría, de satisfacción y de saber, y, por tanto, de disciplina. No puede ser
un espacio de irresponsabilidad. Pero tampoco debe ser, sobre todo en una
revolución, un espacio de autoritarismo. Hay que encontrar exactamente los
caminos de la creatividad de los alumnos, de los niños y las niñas, un camino
de libertad. La revolución se hace, precisamente, porque no hay libertad.
Para mí las
experiencias de ustedes en Brasil consisten precisamente en crear espacios de
libertad en un contexto en el que no está dada. Esto, indudablemente, requiere
por parte de ustedes de una creatividad enorme. Leía, por ejemplo, de las
experiencias de Betto para, según sus palabras, “dotar de la palabra” a las
personas que no cuentan con ella...
Exacto
extraordinario…
Comienza por
demostrarles a las personas que tienen boca.
Yo quedé
absolutamente emocionado al oír a Betto en el libro que “hablamos” juntos. Y
admirado de la creatividad de Betto, que es extraordinaria. Un educador sin
capacidad de creación no puede trabajar. Por otra parte, quedé espantado de la
necesidad de hacer aquello. A ciertos niveles de dominación los hombres y las
mujeres se ven a tal punto disminuidos que casi se objetivan, como señalara
Marx, casi se transforman en cosas.
Me resulta
muy interesante tratar de vincular estas experiencias de ustedes con nuestra
realidad, que es radicalmente diferente. Me hacía pues la siguiente pregunta:
¿Qué es la educación popular? Confundirla con educación de adultos resulta una
reducción enorme, ¿no es cierto? Se trata de una concepción completamente
diferente de la escuela, de la enseñanza, del aprendizaje. ¿Se trata de dotar
al pueblo de aquello con lo que contó y cuenta la burguesía, es decir, una
pedagogía, una universidad, una escuela? ¿Cómo vincular estas cosas, entonces,
con la realidad de una revolución en el poder, con su necesidad de extender la educación
con los medios a su alcance al total de la población? Me parece que su
experiencia de vida lo hace una persona especialmente capaz para responder esta
pregunta, porque comenzó usted en Brasil con la experiencia de alfabetización,
pero se dio cuenta de que la alfabetización era un momento. Y después, tras la
desgracia del exilio, tuvo la suerte de participar en proyectos educativos en
varias partes del mundo en disímiles condiciones. Su experiencia en
Guinea-Bissau, en Granada, en Angola, en Nicaragua, tiene que haberle dado una
idea de los problemas que enfrenta la revolución en el campo educativo tras el
advenimiento de las clases populares al poder.
Es un
momento difícil que demanda de los educadores una enorme capacidad creadora; y
demanda una virtud que yo vi en Amílcar Cabral. A mí, en este siglo, hay tres
revolucionarios que me han impresionado.
Voy a
citarlos a los tres, aunque esté siendo injusto con otros, y sé que hay
montones de otros revolucionarios. Pero yo me quedaría con dos muertos y uno
vivo que me llenan de esperanza, de fe, de humanismo, en el sentido no burgués
de la palabra. Los dos muertos son Amílcar y Che. Y el vivo es Fidel. A estos
tres símbolos acostumbro a llamarlos “pedagogos de la revolución”, y establezco
una diferencia entre el pedagogo de la revolución y el pedagogo revolucionario.
Yo hago un esfuerzo fantástico para ser un pedagogo revolucionario, y no sé si
lo soy todavía, pero lucho para serlo. El pedagogo de la revolución es esto que
ustedes tienen aquí, es Fidel. Amílcar lo fue también. Yo estoy escribiendo un
ensayo sobre él con este título: “Amílcar Cabral, pedagogo de la revolución”.
Che Guevara fue también un pedagogo de la revolución.
Yo considero
que los pedagogos revolucionarios, que tienen tanta responsabilidad como los
pedagogos de la revolución, que no pueden traicionar a la revolución, como
decía Fidel anoche, en una dimensión menor tienen que asumir con absoluta
responsabilidad su tarea, que no es nada fácil. Esa tarea se desarrolla en los
primeros años de la transición. Y no me refiero a los primeros diez años, o 20
años; creo que el tiempo de una revolución no se mide en décadas. El hecho de
que la Revolución Cubana tenga casi 30 años, no significa que está hecha: nunca
estará hecha. Eso es lo que pido: que nunca esté hecha, porque una revolución
que está hecha yerra; cuando no está siendo, ya no es. La revolución tiene que
ser como decía ayer Fidel. Esta comprensión de la revolución es sustantivamente
pedagógica. Pero tiene que ser encarnada pedagógicamente en métodos coherentes.
Ahí está la revisión —no en el sentido peyorativo que esta palabra tiene—, la
recreación, que la práctica educativa tiene que estar sufriendo siempre.
Porque la
práctica educativa tampoco puede ser: para ser, tiene que estar siendo. Yo
tengo que cambiar, yo tengo que marchar como educador y como político.
Entonces, los métodos, las técnicas tienen que estar al servicio de los
contenidos. Primero en relación con los contenidos, segundo en relación con los
objetivos. Y en estos momentos de transición revolucionaria, que son los más
difíciles, precisamente por la carga que arrastramos del período anterior, de
las experiencias en que fuimos formados y deformados, hay que desarrollar,
incentivar, estimular una curiosidad incesante. La pregunta es fundamental. Yo
tengo un libro reciente, realizado en colaboración con un chileno exiliado, que
se llama Hacia una pedagogía de la pregunta.[4]
Una de mis
preocupaciones actuales es que la educación nuestra está siendo una educación
de la contestación, de la respuesta, y no de la pregunta. Entramos en la clase,
sean los alumnos niños o jóvenes, empezamos a responder a preguntas que ellos
no han hecho. Y lo peor es que a veces ni siquiera sabemos quiénes hicieron las
primeras preguntas fundamentales de las que resultaron las respuestas que
estamos dando. Estamos dando respuestas a preguntas antiguas y no sabemos
quiénes las hicieron. Y es como si estuviéramos empezando un discurso, y de
hecho estamos dando respuestas. Yo propongo lo contrario: una pedagogía de la
pregunta. No tengo duda alguna de que la mujer y el hombre, al empezar a no ser
solamente animales, al transformarse en este tipo de animal que somos, lo
hicieron preguntando. Se engendraron socialmente preguntando. Cuando no se hablaba
todavía el lenguaje que hoy tenemos, el cuerpo ya preguntaba. En el momento en
el que se hicieron humanos, el hombre y la mujer prolongaron sus brazos en un
instrumento que les sirvió para seguir conquistando el mundo, y con el cual
consiguieron su estabilidad y su alimento. En ese momento, independientemente
de que si hablaban o no, ya se preguntaban y preguntaban. Entonces, desarrollar
una pedagogía que no pregunte, sino que solo conteste preguntas que no han sido
hechas, parece herir una naturaleza histórica, no metafísica, del hombre y de
la mujer. Por eso defiendo tanto una pedagogía que, siendo conceptual, sea
también una pedagogía dialógica, entendiendo que el diálogo se da entre
diferentes e iguales.
Me parece
que se trata de una pedagogía profundamente respetuosa, de una pedagogía que
tiene un respeto profundo por los considerados tradicionalmente ignorantes, no
poseedores de conocimientos “que no valen la pena”, poseedores de conocimientos
“que no hay que aprender”.
Exacto,
exacto. Te acuerdas ahora de las conversaciones mías con Betto, cuando él se
refiere a una mujer que sentía inseguridad, porque pensaba que no sabía nada.
Él le preguntó quién resolvería mejor su vida perdido en un bosque: un médico
que ha pasado por la universidad y no sabe cocinar, o ella, que sabe matar una
gallina. Esta afirmación tuya me lleva a una cuestión fundamental de la
educación popular y a una reflexión fundamental de carácter
político-filosófico. Se trata de la cuestión del sentido común y el saber
riguroso, en otras palabras, de la relación entre sabiduría popular y
conocimiento científico o académico.
Hablabas de
mi respeto a este saber de experiencia que tiene el pueblo, y yo insisto en ese
respeto. Incluso insisto en que la educación popular tiene ahí su punto de
partida, pero nunca su punto de llegada. Jamás dije que los educadores
populares progresistas (y en Cuba diría los educadores populares
revolucionarios, porque progresista es la forma que tiene de ser un educador
revolucionario en un país todavía burgués; yo me considero en Brasil un
educador popular progresista, y tengo la osadía de decir que si viviera en
Cuba, yo sería un educador revolucionario; si fuera cubano, y aun siendo
brasileño, porque soy también cubano, por el amor que le tengo a esta
revolución, a este pueblo, a esta valentía, que históricamente fue posible y
ustedes hicieron posible). Pero volviendo a la cuestión, estoy absolutamente
convencido de que si bien el educador progresista y revolucionario no puede alojarse
en el sentido común y quedar satisfecho con eso en nombre del respeto a las
masas populares, tampoco puede olvidarse de que ese sentido común existe. No se
puede negar su nivel de saber. Hay que saber incluso que el conocimiento
científico un día fue ingenuo también y hoy día sigue siendo ingenuo. La
sabiduría científica, la ciencia, no es un a
priori, sino que se hace históricamente, tiene historicidad. Eso significa
que el saber científico, riguroso, exacto, de hoy no será necesariamente el de
mañana. Lo que sabíamos hace 20 años de la luna fue superado por lo que se sabe
hoy.
Cuando yo
afirmo que es partir de la sabiduría popular, de la comprensión del mundo que
tienen los niños populares, su familia, su pueblo, que debe comenzar la
educación popular, no estoy diciendo que es para quedarse ahí, sino para partir
de ahí y así superar las ingenuidades y las debilidades de la percepción
ingenua.
A esto
llamaba usted en sus primeros escritos “concientización”.
Exacto. Pero
probablemente en mis primeros escritos, al llamarla concientización, cometía un
error de idealismo, que se encuentra fácilmente en mi primer libro. Consiste en
lo siguiente: le daba tanto énfasis al proceso de concientización que era como
si concientizando acerca de la realidad inmoral, de la realidad expropiadora;
ya se estuviera realizando la transformación de esta realidad. Eso era
idealismo.
Eso es lo
que se encuentra en “La educación como práctica de la libertad”.
Exacto. Es
ahí donde está la gran fuente de los momentos idealistas que marcaron el
comienzo de mi madurez. Yo soy un escritor tardío. He hablado mucho, soy un
hombre de mi cultura. La cultura brasileña es todavía de memoria oral. Por eso
hablé mucho antes de escribir. Y sigo hablando mucho. Soy más un productor oral
que un escritor. Pero me gusta lo que escribo, también me gusta. Cuando
escribo, lo hago como si estuviera hablando. Mi leer es mi escuchar.
Pero la
cuestión que se plantea —y esto es muy importante en la teoría del currículum,
por ejemplo— es que hay que conocer cómo el pueblo conoce, hay que saber cómo
el pueblo sabe. Hay que saber cómo el pueblo siente, cómo el pueblo piensa,
cómo el pueblo habla. El lenguaje popular tiene una sintaxis, una estructura de
pensamiento, una semántica, una significación de los significados que no puede
ser, que no es igual a la nuestra, de universitarios. Y hay que conocer esto.
Hay que vivir todas estas diferencias en las escuelas de niños populares.
Imagínate que un niño popular brasileño, por ejemplo, que escribe un trabajito
en su escuela en el primer grado y usa una sintaxis de concordancia
estrictamente popular, escriba “A gente chegamos”, y la profesora lo tacha con
un lápiz rojo y le dice: “Equivocado”. Esto es un absurdo. Es como si mañana
tuviéramos una revolución popular en Brasil y mi nieta llegara a mi casa y me
dijera: “Mira, abuelo, yo no entiendo nada. Escribí ‘A gente chegou’ y la
profesora me lo tachó y escribió ‘A gente chegamos’ ”. Y ella me diría: “Mira
abuelo, tú dices ‘A gente chegou’. Y mi madre, mis hermanos, mis vecinos —los
vecinos son de ‘clase’—, mis amigos dicen ‘A gente chegou’. Yo no comprendo
nada”.[5]
Hace 480 años que hacemos esto contra el pueblo en Brasil. Esto crea problemas
que no son estrictamente lingüísticos, sino de personalidad, de estructura de
pensamiento. Si tú me preguntas: “Paulo, ¿y te parece entonces justo, legítimo,
que las masas populares no aprendan, no aprehendan, la sintaxis llamada
erudita?”, yo te respondería: No, es necesario que la aprendan, pero como un
instrumento de lucha. Las masas populares brasileñas, los niños populares,
tienen que aprender la sintaxis dominante para poder luchar mejor contra la
clase dominante. No porque sea más bella la sintaxis dominante, no porque sea
mejor y más correcta, porque yo te diría un poco enfáticamente que el lenguaje
popular, tanto allá como acá, es muy rico, precisamente por el uso de las
metáforas, de la simbología. El lenguaje popular es mucho más poético, porque
necesita ampliar el vocabulario y lo hace a través de la metáfora. No quiero parecer
populista, sino defender el derecho que el pueblo tiene a ser respetado en su
sintaxis y en su estructura de pensamiento. Y en segundo lugar, defender el
derecho del pueblo a aprender y aprehender la sintaxis dominante para poder
trabajar mejor políticamente contra los dominantes. Esta es una de mis luchas.
Y yo
encuentro que esto tiene que ver con la escuela revolucionaria, con la escuela
en Cuba. Una pedagogía revolucionaria en Cuba —y no me estoy refiriendo a lo
que se hace en Cuba, sino a lo que creo que se debe hacer en cualquier sociedad
que hace una revolución— tiene que ser una pedagogía que siendo viva, dinámica,
provoque, desafié a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes en la
universidad para lograr la creatividad, el riesgo. ¿Cómo hacer una pedagogía
revolucionaria que no se fundamente en el riesgo? Sin correr riesgos es
imposible crear, es imposible innovar, renovar, revivir, vivir. Y por ello el
diálogo es arriesgado, porque la posición dialógica que se asume frente a los
alumnos descubre los flancos, abre el espacio del profesor. Puede que el
profesor resulte investigado por el alumno y puede que no sepa. Y hay que tener
la valentía de decir simplemente: “Aunque yo sea diferente a tí como profesor,
yo no sé esto”. Y es reconociendo que no se sabe que se puede empezar a saber.
Volviendo
atrás. Al inicio, entonces, concebía usted la concientización como el paso de
la conciencia ingenua a la conciencia crítica. Después introdujo usted el
concepto de —no conozco si existe la palabra en español? — la “politicidad de
la educación”.
Así es. Y si
no existe la palabra habría que crearla. La politicidad de la educación
reforzaría la comprensión de la concientización.
¿Qué cosa es
la politicidad de la educación?
Hoy hablé
mucho de eso con los psicólogos. En términos simples: si los que estamos
sentados alrededor de esta mesa salimos de aquí con ayuda de la imaginación,
nos situamos frente a una clase y empezamos a analizar la práctica docente que
se realiza? imaginemos que se trata de una profesora de primero, segundo o
tercer grado— y comenzamos a preguntamos sobre lo que pasa en el aula,
inmediatamente captamos determinados elementos constituyentes de la práctica
con respecto a la cual estamos tomando una distancia para poder conocerla.
Descubrimos que no hay práctica educativa sin profesor; que no hay práctica
educativa sin enseñanza; que no hay práctica educativa sin alumnos; que no hay
práctica educativa sin objeto de conocimiento o contenido. Hacen falta
muchísimas otras cosas, pero vamos a quedamos con estas.
En el
momento en que se comprueba que toda práctica educativa es un modo de
enseñanza; que el profesor enseña alguna cosa que debe saber, y por tanto que
debe haber conocido antes de enseñar y que debe reconocer al enseñar, uno
comprende que toda práctica educativa es cognoscitiva, que supone un acto de
conocimiento, que no hay práctica educativa que no sea una cierta teoría del
conocimiento en práctica. Pero uno se pregunta: ¿qué conocer en la práctica
educativa? Y esta pregunta lleva directamente a la cuestión del currículum, a
la cuestión de la organización programática de los contenidos en la educación,
en el campo de la Biología, de la Sociología, de la lengua, de los Estudios
Sociales. Hay un conjunto de contenidos, de programas, que se relacionan, y lo
ideal es conseguir cierta interdisciplinariedad.
Pero en el
momento en que uno se pregunta sobre qué conocer, cuando uno se sitúa frente a los
contenidos, a los programas, uno de inmediato se plantea: ¿a favor de quién se
conoce esto?, ¿a favor de qué? Y cuando uno se pregunta ¿qué hago yo como
profesor?, ¿a favor de quiénes trabajo?, ¿a favor de qué trabajo?, hay que
preguntarse de inmediato: ¿contra quiénes trabajo?, ¿contra qué trabajo? Y la
contestación de esa pregunta pasa por la calidad política del que se la
plantea, por el compromiso político del que la hace. En ese momento se descubre
eso que llamo la politicidad de la educación, la cualidad que la educación
tiene de ser política. Esto es, ni hubo nunca, ni habrá, una educación neutra.
La educación es una práctica que responde a una clase, sea en el poder o contra
el poder. Esto es la politicidad. Si lees nuevamente el primer libro mío tú no
descubres esto. Y ahí estaba unas de mis debilidades, una de mis ingenuidades.
Mi alegría es que soy capaz de reconocer mis debilidades. Por eso es que no me
parece correcto que me hagan críticas basadas en un libro, cuando he escrito
más de 14. O si no, hay que decir que se está criticando solo el primer libro,
pero eso no quiere decir que se está criticando el pensamiento de Paulo Freire.
Para eso, hay que leer toda mi obra, todas mis entrevistas, todo lo que he
hecho, porque si no, no es correcto. Recientemente, una muchacha que vivió
largo tiempo en la revolución de Nicaragua y que pasó cuatro horas conmigo en
Brasil, publicó una entrevista con una introducción en la que hacia una crítica
a las críticas a Paulo Freire. Y publicó un libro muy lindo donde muestra el
error de mucha gente.
¿Es Rosa
María?
Sí, Rosa
María Torres. ¿Tienen el libro? ¿No? Ahora que he venido les voy a mandar la
colección completa de mis obras y de críticas sobre mi obra, las buenas y las
malas.[6]
Excelente.
Tengo dos cosas más que quería precisar. La primera: ¿diría usted que la
educación popular en su práctica y en su teoría es el intento de hacer una
pedagogía de las clases populares en contra de una pedagogía de la burguesía?
Exacto,
exacto. Tu pregunta contiene mi respuesta. A Rosa María, cuando me preguntó
esto con otra formulación, le dije que la educación popular es algo que se
desarrolla en la interioridad del esfuerzo de movilización y de organización de
las clases populares para la toma del poder; su propósito es la sistematización
de una educación nueva e incluso de metodologías de trabajo diferentes a las burguesas.
Pero ahora
podrías hacerme otra pregunta que me adelanto a formular: “Paulo, ¿piensas que
todo lo que la burguesía ha hecho está equivocado?” La respuesta es “no”. Otra
cosa sería errónea, estrecha. Nunca olvido las afirmaciones de Amílcar Cabral sobre
la cultura. Él les decía a sus compañeros de lucha en Guinea-Bissau —y no lo
estoy citando literalmente—: “la cuestión no es la negación absoluta de las
culturas extranjeras, sino la aceptación de las cosas adecuadas a nuestra
sociedad”.
Eso lo dijo Martí
de una manera muy bella. Dijo: “injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero
el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.
¡Exacto!
Entonces, mira, no se puede negar la importancia de los movimientos de la
escuela nueva que han surgido paso a paso con el desarrollo de la revolución
industrial y que no pueden ser reducidos a una sola experiencia de escuela
nueva. Hay varias expresiones de escuelas nuevas en el movimiento general
grande, en el que se encuentran desde la locura maravillosa de un Ferrer,
español, anarquista, que influyó extraordinariamente sobre la educación en
Nueva York, y en Brasil también a comienzos de este siglo. Ferrer fue asesinado
por el estado español en 1910. Estas experiencias, repito, van desde Ferrer
hasta posiciones más intermedias como la de Montessori, basada en la idea de la
libertad. O la exageración de la escuela de Hamburgo, con sus maestros
camaradas, que eran todos iguales a los alumnos, con lo cual se llegaba casi a
la irresponsabilidad, pero que era, al mismo tiempo, una cosa muy linda. Yo no
estoy a favor de esto, pero lo que quiero decir es que no se puede hacer una
crítica general y estrecha. Eso no sería científico, no lo acepto, creo que es
ideológico. Y no se trata de que crea que la ciencia no tenga ideología, porque
la tiene, pero quiero más ciencia que ideología, respetando el valor y la
fuerza de la ideología cuando se trata de la ideología proletaria.
Pero
volviendo a tu pregunta, te digo más que antes. Creo que si uno parte hacia la
educación popular sin la intención de construir una pedagogía de las clases
populares, tarde o temprano va a descubrir que ella aparece en su práctica. A
partir de ahí, o desiste, o sigue adelante. Esto no significa, sin embargo, que
la creación de una pedagogía popular niegue los avances logrados por la
pedagogía burguesa.
Pero por
otra parte, no pienso que incluso la pedagogía que pudiéramos llamar burguesa,
porque ha sido creada dentro de la dominación burguesa, pueda ser en su
totalidad catalogada de burguesa. O sea, la pedagogía popular no puede
remitirse al conocimiento popular del que hablábamos, como su única fuente,
sino que tiene que remitirse también a la protesta contra las sociedades
burguesas que dentro de ellas se ha generado.
Exacto. Si
no hace esto, no es dialéctica y corre el riesgo de perderse; yo estoy
totalmente de acuerdo con lo que hay de afirmación en tu pregunta. Las
preguntas casi siempre traen una afirmación, y yo estoy de acuerdo contigo.
Ahora, en una sociedad como la nuestra, la sociedad brasileña, la educación
popular hoy en día tiene que orientarse en el sentido de cómo movilizar,
orientar. La educación popular tiene que colocarse en el centro, en la
interioridad de los movimientos populares, de los movimientos sociales. De ahí,
la necesidad de que los partidos revolucionarios olviden su tradicionalismo.
Los partidos de izquierda en este fin de siglo, o se hacen nuevos,
revitalizándose cerca de los movimientos populares sociales, o se burocratizan.
Uno de mis
esfuerzos en el Partido de los Trabajadores, en el que milito, es mi trabajo en
una semilla de universidad popular. Dirijo este centro de formación, del cual
tuve el honor de haber sido nombrado presidente. Porque en el fondo fui
nombrado. Un día llegó una comisión de líderes sindicales y me dijeron que yo
era presidente. Y yo les dije: “ustedes me están nombrando, nadie me ha
elegido”. Pero acepté. Lo que ha hecho este instituto en sus seis meses de
vida, a nivel latinoamericano incluso, en términos de formación de la clase
trabajadora, es una cosa que da alegría.
¿Cómo se
llama el instituto, Paulo?
Instituto de
Cajamar, que es la municipalidad en que está ubicado. Yo soy el presidente del
Consejo. Lula es miembro del Consejo. Y el lunes antes pasado el día completo
todos juntos discutiendo los programas del centro, y yo me responsabilicé con
él; porque el instituto comenzó muy poco después de la muerte de Elza, que era
mi amor, fue y es mi vida, mi amante, la madre de mis hijos, la abuela de mis
nietos, la infraestructura de la familia. Yo soy superestructura solamente. Te
imaginas lo que pasa a una superestructura cuando le falta la infraestructura.
Estoy un tanto perdido, pero vivo y lucho por seguir vivo. Esta es la opción
que hice. Pero, como te decía, el instituto se creó muy poco después de la
muerte de Elza y en aquel momento me resultaba difícil. Ahora asumí el
compromiso de hablar por lo menos una vez en todos los cursos que se organicen
para la formación de cuadros de la clase trabajadora. Es emocionante conversar
con un líder obrero que pasó muchas experiencias y te dice después: “Yo antes
tenía la intuición de que este era el camino; ahora lo sé”. Hay un grupo de
intelectuales, académicos, en Brasil, que han optado por las clases
trabajadoras y que no se sienten propietarios de la sabiduría de la revolución.
Porque esta es una cosa que los intelectuales han tenido que aprender: la
humildad de no ser los propietarios del saber revolucionario. Hay que aprender
también con la clase trabajadora, con los obreros, con los campesinos. Una dosis
de humildad no le hace daño a nadie.
Yo estoy
viendo cómo esta politicidad de la educación, y en general cómo la educación
popular hoy significa un avance de las masas populares en la América Latina
capitalista, diferente a la expansión de las matrículas de los 60, frente a los
mecanismos de la tecnificación de las décadas pasadas, que eran todos propiedad
de la burguesía. Veo como está surgiendo también de ahí una comprensión muy
fuerte de que es en el terreno de la política que se van a decidir los dilemas
fundamentales, en definitiva. Pero esta comprensión no consiste meramente en
“saludar” a los políticos, sino en formar parte del movimiento político. Ya
usted mencionaba antes que esto le exige transformaciones al partido político.
Exacto. Esta
es una de mis preocupaciones. En un libro que salió recientemente en Brasil y
también en Argentina, hecho con un filósofo chileno, en un cierto momento
discutimos esta cuestión.[7]
Yo tengo la convicción de que estos últimos años del siglo serán decisivos en
lo que respecta a la preservación de los partidos de izquierda. Sin pretender
hacer vaticinios, la impresión que tengo es que los partidos de izquierda
tienen que renovarse apartándose de su tradicionalismo. Si me pides que elabore
más estas ideas, quizá no pueda hacerlo. Pero presiento, casi adivino por el
olfato, que nosotros, nosotras, los que compartimos las posiciones de
izquierda, tendríamos que hacernos una serie de preguntas. No digo ya en Cuba,
pero también en Cuba. En los países como Brasil hay que citar menos a Marx y
vivirlo más. Hay que cambiar el lenguaje. Hay que aprender la sintaxis popular.
Hay que perder el miedo a la sensibilidad. Hay que rehacer y revivir a Guevara,
cuando hablaba de los sentimientos de amor que animan al revolucionario. Es
decir, hay que ser menos dogmáticos y más radicales.
Hay que
superar los sectarismos que no crean, que castran. Hay que aprender la virtud
de la tolerancia. Y la tolerancia es una virtud no solamente espiritual, sino
también revolucionaria, que significa la capacidad de convivir con el diferente
para luchar contra el antagónico.
Esto es la
tolerancia. Y en la América Latina vivimos peleando contra los diferentes y
dejando al antagónico dormir en paz. Y los partidos de izquierda que no
aprendan esto, están destinados a morir históricamente. Hay que abrirse.
Yo creo que
en lo que queda del siglo, los partidos revolucionarios tienen que aprender a
confiar un poco más en el papel de la educación popular. Esto,
independientemente de que no pueden jamás, de manera idealista, pensar que la
educación es la palanca de la revolución. Pero tiene que reconocer que aun no
siendo la palanca, la educación es importante.
Yo no olvido
nunca una conversación que tuve hace tres años en Canadá con el Secretario
General del Partido Comunista y con el responsable del sector de educación del
Partido de ese país. Conversamos mucho sobre esto. Sobre cómo los partidos
revolucionarios se vuelven tímidos por no creer en última instancia en las
masas populares. La Revolución Cubana resulta de una creencia casi mística en
las masas populares, una creencia no ingenua, pero sí inmensa. Una creencia que
se fundaba incluso en una desconfianza. Se trata de una desconfianza que no es
una desconfianza en las masas, sino en los dominadores introyectados en las
masas. Recuerdo —hablé de esto en la Pedagogía
del oprimido al citar a Guevara, a Fidel— que repetía una advertencia que
Guevara le hacía a un muchacho de un país centroamericano, al que le decía:
“Mira, tienes que desconfiar del campesino que te busca. Desconfiar de la
sombra del campesino”. Cuando Guevara decía esto no se contradecía. Recuerdo
una crítica muy dura contra mí publicada en los EE.UU., en la que decían que yo
era el contradictorio. Y no, no lo era: como tampoco lo era Guevara cuando
decía: “Muchacho, tienes que desconfiar del campesino que llega corriendo para
adherirse a tu proyecto”. Lo que Guevara estaba diciendo es que hay que
desconfiar del opresor introyectado en el oprimido. Porque si la revolución no
advierte estos riesgos no llega a hacerse.
El discurso
de Fidel fue todo un discurso político y pedagógico y un discurso de esperanza
y crítica, y de valentía, y de sufrimiento. Es una cosa extraordinaria. Te
diría que fue una de las cosas más importantes de estos últimos años. Llamaba
la atención sobre todas estas cosas y decía cómo fue que él aprendió. Y cuando
decía “yo”, estaba diciendo “nosotros”. Habló de cómo aprendió a lidiar con la
traición; cómo aprendió a trabajar mejor. Y decía que nada nos podrá detener,
porque una traición nos enseña a defendernos de la traición siguiente.
Creo que
esta capacidad es extraordinaria. Es la capacidad que tuvo Guevara, que habla
desde sus memorias y sus diarios, de llegar a la Sierra Maestra como médico y
conversar con los campesinos sencillos y aprender con ellos. Y él dijo una cosa
linda: dijo que fue conversando con los campesinos cuando estaba en la Sierra
Maestra que se formó radicalmente en él la convicción del acierto de la
revolución, de la necesidad de la transformación agraria del país. Y mira,
Guevara no subió a la Sierra inocentemente. Sin embargo, tuvo la valentía, el
coraje, la humildad de decir cuánto le enseñó el sentido común campesino. Es
esto lo que creo que se impone: esta humildad, esta cientificidad, nunca
cientificismo; esta radicalidad, nunca sectarismo; esta valentía, nunca
bravata. Es esto lo que tienen que aprender los partidos revolucionarios.
Ya no
resulta posible seguirse apropiando de la verdad y dictarla a las clases
populares en nombre de Marx o de Lenin. Es imposible leer ¿Qué hacer? sin comprender el tiempo de Lenin. El mismo Lenin lo
dijo. Pretender entender a Lenin sin su contexto es dicotomizar el texto del
contexto. Y esto no es dialéctico. Para finalizar, tengo una esperanza en que
todos nosotros estemos aprendiendo. No es que esté pretendiendo darles clases a
los líderes de los partidos. A los partidos de derecha yo no me dirijo.
Obviamente, no tengo nada que decirles. Me dirijo a los compañeros de izquierda
que están en diferentes posiciones —y todos son mis compañeros; diferentes,
pero compañeros— para decirles que es preciso ser tolerantes. Este es un
discurso que hago mucho más en el resto de América Latina que en Cuba. No es a
Cuba a quien me dirijo enfáticamente, sino a nosotros, los otros.
Tengo
todavía otra pregunta. Hace ya un buen rato usted hablaba de que la transición
no se puede medir ni por decenios. Volviendo a aquel tema recuerdo un problema
importante. El poder revolucionario en nuestros países no puede estar ajeno a
una idea peligrosa, que es la idea civilizadora.
Exacto,
exacto.
Esa idea
civilizadora supone que nuestros países son, pues, atrasados. Debemos, ahora
que tenemos el poder, civilizarnos. Esto está lleno de necesidad real y de
peligros reales.
Exacto.
Falta otro
problema. La revolución en nuestros países, que son relativamente débiles,
necesita unidad: ser todos uno para poder sobrevivir y avanzar. La unidad está
llena de beneficios y de bondades. Y también tiene peligros: el autoritarismo;
la unidad que se vuelve unanimidad, donde la necesidad se convierte en virtud.
¿Usted cree que la educación popular puede ayudar a esto?
Lo que
dijiste es macanudo. ¿Conoces la palabra? Es chilena.
Y argentina,
y nuestra también.
La aprendí
en Chile y cuando hablo portuñol me viene siempre a la mente. Mira, creo que
estas preguntas que me planteas no son preguntas, sino afirmaciones. Son de una
importancia tremenda para los partidos, para los revolucionarios, para los
educadores revolucionarios.
En primer
lugar, tengo miedo también del consenso. Defiendo una unidad en la diversidad:
una diversidad de diferentes, no de antagónicos. Probablemente el antagónico
dirá que no soy demócrata, y desde el punto de vista de él, obviamente no lo
soy. Volviendo atrás, temo el consenso, aunque lo acepto en momentos críticos.
No se trata ni siquiera de que lo acepte, sino de que es necesario en un
momento de crisis. Pero pasada la fase crítica, creo que la discusión debe
continuar. Y hay una ilusión a veces de un aparente consenso, que es la ilusión
del autoritario, que piensa que no hay divergencias, aunque sí las hay. Y las
divergencias son legítimas, son necesarias para el desarrollo del proceso
revolucionario.
Repito que
no quiero dar clases de revolución a quienes han hecho la revolución. Esto
sería y falta de humildad de mi parte, y yo soy humilde. Es a nivel teórico que
estoy convencido de que la divergencia no sustantiva es importante para el
propio desarrollo del proceso de crecimiento. Y yo no tengo duda alguna de que
la educación tiene que ver con eso. Tiene que ver en tanto sea una educación
estimulante de la interrogación y no de la paz, en tanto desarrolle una postura
crítica, curiosa, que no se satisfaga con facilidad, que indague, que provoque
la interrogación, la procure constantemente y que cree incluso situaciones
difíciles, porque esto provoca curiosidad y creo que eso es fundamental.
Volviendo al
inicio: que recuerde esta es la primera entrevista a Paulo Freire que va a
salir en una publicación cubana. ¿Qué querría usted que apareciera
especialmente en ella?
Me gustaría
ahora enfatizar una cuestión que me es muy cara, y que tiene que ver con no tener
miedo a mis sentimientos y no esconderlos. Me gustaría expresarles mi
agradecimiento a ustedes, los cubanos, por el testimonio histórico que ustedes
dan, por la posibilidad y todo lo que ustedes representan en tanto revolución;
lo que ustedes representan de esperanza. No hay en esto ningún discurso falso:
sé que no veré la misma cosa en mi país, pero la estoy viendo acá. Es una
contradicción dialéctica: no voy a ver, pero ya estoy viendo.
El hecho de
que, por ejemplo, un brasileño pueda venir a Cuba sin tener que enfrentarse a
la policía; el hecho de poder hablar de Cuba en Brasil; el hecho de que un
profesor como yo pueda escribir en mi país las cosas que te he dicho aquí; todo
esto no significa que mi país ya haya hecho la revolución. No, es un país lleno
de vergüenzas, lleno de cosas horribles, de violaciones de derechos, de
explotación de las clases populares. Pero hay por lo menos hoy en día la
posibilidad de hablar, de decir. Y hay que llenar los espacios políticos que hay
en Brasil hoy. Yo no soy un hombre de la llamada república nueva. Yo soy un
hombre del Partido de los Trabajadores; que tiene otro sueño. Pero yo decía que
no puedo esconder mis sentimientos de alegría, porque, mira, es un absurdo, un
absurdo, que un hombre como yo esté ahora por primera vez en Cuba. Pero es un
absurdo que tiene explicación. No se trata de que nunca, nunca, Cuba me haya
cerrado las puertas; no fue tampoco que yo tuviera dudas sobre el momento en
que debería venir a Cuba. Hubo “n” motivos, “n” razones para que en las
diversas oportunidades en que fui invitado, no pudiera venir.
Yo decía que
no espero ver en Brasil esta transformación que he visto, y que vi también en
Nicaragua, que ahora empieza allí.
¿Se imaginan
lo que es para un brasileño poner el televisor y ver que el pueblo de tu país puede
elegir ver el ballet dos días a la semana, y que otros dos días puede elegir
ver y escuchar la ópera? Esto es también cultura, esto es universalidad, esto
es pedagogía, esto es la satisfacción de un derecho que la clase trabajadora
tiene a disfrutar de todo.
Yo sabía de
todo esto, pero aquí vi, aquí escuché. Saber que el pueblo, todo el pueblo de
tu país comió hoy. Saber que todos los niños de tu país van a la escuela,
aunque haya cosas que decir a favor y en contra de la pedagogía que se hace. No
dudo de que diverja en algunas cosas, pero concuerdo con la totalidad, que es
la revolución. Y mi crítica se hace desde dentro de la revolución, y nunca
desde afuera. Y soy muy radical en esto.
Estoy en un país en el que hay un horizonte de
libertad, de creatividad, en que la Revolución tiene la valentía de decir que
también se equivoca, en que la Revolución tiene la valentía de decir que hay
compañeros de la dirección revolucionaria que se equivocan. Esto para mí —y
parece un absurdo casi mágico lo que les voy a decir— es como si yo no pudiera
partir del mundo sin conocer materialmente, palpablemente, sensiblemente a
Cuba. He depositado mi cuerpo en tu país, porque ya antes había depositado en
él mi alma —sin dicotomizar una cosa de la otra, ¿eh?.
[2] Se refiere a
la comparecencia de Fidel Castro en la televisión el 24 de junio de 1987 (nota
Casa de las Américas)
[3] En diciembre
de 1986 tuvo lugar el III Congreso del PCC, al que alude el periodista. En
abril de 1987 se había celebrado el V Congreso de la UJC (nota Casa de las
Américas).
[4] P. Freire y
A. Faúndez, Por una pedagogía da pregunta,
Paz e Terra, Río de Janeiro, 1985. Se trata de un diálogo entre ambos autores,
realizado en Ginebra en agosto de 1984 (nota Casa de las Américas).
[5] En el habla
brasileña popular el sujeto “a gente” toma significado de “nosotros” (nota Casa
de las Américas).
[6] Se refiere
al libro de la educadora ecuatoriana Rosa María Torres, Educación Popular. Un
encuentro con Paulo Freire, Bibliotecas Universitarias, Centro Editor de
América Latina, Buenos Aires, 1988. Un extenso fragmento de este ha sido
recientemente publicado por nuestra editorial, como parte del volumen Palabras
desde Brasil, Editorial Caminos, La Habana, 1996, pp. 7-46 (nota Casa de las
Américas).
[7] Se refiere
al libro en coautoría con A. Faúndez, Por una pedagogía da pregunta (nota Casa
de las Américas).
No hay comentarios:
Publicar un comentario