El acto de enseñar es complejo puesto que en
palabras del mismo Freire, nadie enseña a nadie y todos sino que compartimos conjuntamente
una lectura del mundo. En este sentido, enseñar no es transferir conocimientos
sino crear condiciones donde éste pueda producirse, donde cada quien tenga la posibilidad de crear,
inventar y errar para encontrar su propio proceso de aprendizaje y que este
llegue a ser aprehendizaje, en el
entendido que sea útil a la vida misma.
Enseñar no es Transferir Conocimiento
Paulo Freire
(Tomado
de: Paulo Freire. Pedagogía de la Autonomía. México, Siglo XXI,
1°
edic en español, 1997, citado de la undécima edición en español, 2006, pp.
47-87)
Las
consideraciones o reflexiones hechas hasta ahora son desdoblamientos de un
primer saber señalado inicialmente como necesario para la formación docente desde una perspectiva
progresista. Saber que enseñar no es
transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su propia producción
o construcción. Cuando entro en un salón de clases debo actuar como un ser
abierto a indagaciones, a la curiosidad y a las preguntas de los alumnos, a sus
inhibiciones; un ser crítico e indagador, inquieto ante la tarea que tengo –la de enseñar y no la de transferir conocimientos–.
Es
preciso insistir: este saber necesario al profesor –que enseñar no es
transferir conocimiento– no sólo requiere ser aprehendido por él y por los
educandos en sus razones de ser: ontológica, política, ética, epistemológica,
pedagógica, sino que también requiere ser constantemente testimoniado, vivido.
Como
profesor en un curso de formación docente no puedo agotar mi práctica discutiendo sobre la Teoría de la no extensión del
conocimiento. No puedo sólo pronunciar bellas frases sobre las razones
ontológicas, epistemológicas y políticas de la Teoría. Mi discurso sobre la
Teoría debe ser el ejemplo concreto, práctico, de la teoría. Su encarnación. Al
hablar de construcción del
conocimiento, criticando su extensión, ya
debo estar envuelto por ella, y en ella la construcción debe estar envolviendo a los alumnos.
Fuera
de eso, me enredo en la trama de contradicciones en la cual mi testimonio,
inauténtico, pierde eficacia. Me vuelvo tan falso como quien pretende estimular
el clima democrático en la escuela por medios y caminos autoritarios. Tan
fingido como quien dice combatir el racismo pero, al preguntársele si conoce a
Madalena, dice: "La conozco. Es negra pero
es competente y decente." Nunca oí a nadie decir que conoce a Celia,
que es rubia, de ojos azules, pero es
competente y decente. En el discurso que describe a Madalena, negra, cabe la
conjunción adversativa pero; en el
que hace el perfil de Celia, rubia de ojos azules, la conjunción adversativa es
un contrasentido. La comprensión del papel de las conjunciones que, uniendo
enunciados entre sí, impregnan la relación que establecen de cierto sentido, o
de causalidad, hablo porque rechazo el silencio, o de adversidad, trataron de dominarlo pero no lo consiguieron, o de finalidad, Pedro luchó para que quedase clara su posición, o de
integración, Pedro sabía que ella volvería, no es suficiente para
explicar el uso de la adversativa pero en
la relación entre la oración Madalena es negra y Madalena es competente y
decente. Allí la conjunción pero implica
un juicio falso, ideológico: por ser negra, se espera que Madalena no sea
competente ni decente. Sin embargo, al reconocerse su decencia y su competencia
la conjunción pero se volvió
indispensable. En el caso de Celia, es un disparate que, siendo rubia de ojos
azules, no sea competente y decente. De allí el sinsentido de la adversativa.
La razón es ideológica y no gramatical.
Pensar
acertadamente -y saber que enseñar no es transferir conocimiento es en esencia
pensar acertadamente- es una postura exigente, difícil, a veces penosa, que
tenemos que asumir frente a los otros y con los otros, de cara al mundo y a los
hechos, ante nosotros mismos. Es difícil, no porque pensar acertadamente sea
una forma propia de pensar de los santos y de los ángeles a la cual nosotros
aspirásemos de manera arrogante. Es difícil, entre otras cosas, por la
vigilancia constante que tenemos que ejercer sobre nosotros mismos para evitar
los simplismos, las facilidades, las incoherencias burdas. Es difícil porque no
siempre tenemos el valor indispensable para no permitir que la rabia que
podemos sentir por alguien se convierta en una rabia que genere un pensar
equivocado y falso. Por más que una persona me desagrade yo no puedo
menospreciarla con un discurso en el cual, creído de mí mismo, decreto su
incompetencia absoluta. Discurso en que, engreídamente, la trato con desdén,
desde lo alto de mi falsa superioridad. A mí no me da rabia sino pena cuando
personas así rabiosas, erigidas en actitud de genio, me minimizan y menoscaban.
Es
fatigoso, por ejemplo, vivir la humildad, condición sine qua non del pensar acertadamente, que nos hace proclamar
nuestro propio equívoco, que nos hace reconocer y anunciar la superación que
sufrimos.
El
clima del pensar acertado no tiene nada que ver con el de las fórmulas
preestablecidas, pero sería la negación de ese pensar si pretendiéramos
forjarlo en la atmósfera del libertinaje o del espontaneísmo. Sin rigor
metódico no existe el pensar acertado.
1. Enseñar
exige conciencia del inacabamiento
Como
profesor crítico, yo soy un "aventurero" responsable, predispuesto al
cambio, a la aceptación de lo diferente. Nada de 10 que experimenté en mi
vivencia docente debe necesariamente repetirse. Repito, sin embargo, como
inevitable, la inmunidad de mí mismo,
radical, delante de los otros y del mundo. Mi inmunidad ante los otros y ante el mundo mismo es la manera radical
en que me experimento como ser cultural, histórico, inacabado y consciente del inacabamiento.
Así
llegamos al punto del que quizá deberíamos haber partido. El del inacabamiento
del ser humano. En verdad, el inacabamiento del ser o su inconclusión es propio
de la experiencia vital. Donde hay vida, hay inacabamiento. Pero sólo entre
hombres y mujeres el inacabamiento se tornó consciente. La invención de la existencia a partir de los materiales
que la vida ofrecía llevó a hombres y mujeres a promover el soporte en que los otros animales
continúan, en mundo. Su mundo, mundo
de hombres y mujeres. La experiencia humana en el mundo varía de calidad con relación a la vida animal en et soporte. El soporte es el espacio, restringido o extenso, al que el animal se
prende “afectivamente" para resistir; es el espacio necesario para su
crecimiento y e que delimita su territorio. Es el espacio en el que, entrenado, adiestrado, "aprende" a
sobrevivir, a cazar, a atacar, a defenderse en un tiempo dependencia de los
adultos inmensamente menor del que el ser humano necesita para las mismas
cosas. Cuanto más cultural es el ser, mayor su infancia, su dependencia de
cuidados especiales. Al "movimiento" de los otros animales en el soporte le falta el lenguaje conceptual,
la inteligibilidad del propio soporte de
donde resultaría inevitablemente la comunicabilidad de lo entendido, el asombro
delante de la vida misma, de lo que contiene de misterio, En el soporte, los comportamientos de los
individuos son mucho más explicables por la especie a la que pertenecen que por
ellos mismos. Les falta libertad de opción. Por eso no se habla de ética entre
los elefantes.
La
vida en el soporte no implica el
lenguaje ni la postura, erecta que permitió la liberación de las manos.[1] Manos que, en gran medida,
nos hicieron. Cuanto mayor se fue volviendo la solidaridad entre manos y mente
tanto más el soporte se fue
convirtiendo en mundo y la vida en existencia. El soporte se fue haciendo
mundo y la vida, existencia, al paso
en que el cuerpo humano se hizo cuerpo consciente, captador, aprendedor,
transformador, creador de belleza y no “espacio" vacío para ser llenado
con contenidos.
La
invención de la existencia implica,
hay que repetirlo, necesariamente el lenguaje, la cultura, la comunicación en niveles más profundos y
complejos que lo que ocurría y en el dominio de la vida, la “espiritualización" del mundo, la posibilidad de
embellecer o de afear el mundo y todo eso definiría a mujeres y hombres como
seres éticos. Capaces de intervenir el mundo, de comparar, de juzgar, de
decidir, de romper, de escoger, capaces de grandes acciones, de testimonios
dignificantes, pero capaces también de impensables ejemplos de bajeza e
indignidad. Sólo los seres que se volvieron éticos pueden romper con la ética.
No se sabe de leones que hayan asesinado cobardemente leones del mismo o de
otro grupo familiar, y después hayan visitado a sus “familiares” para llevarles
su solidaridad. No se sabe de tigres africanos que hayan lanzado bombas
altamente destructoras en “ciudades” de tigres asiáticos.
A
partir del momento en que los seres humanos, al intervenir en el soporte, fueron creando el mundo, inventaron el lenguaje con que
pasaron a darle nombre a las cosas que hacían con su acción sobre el mundo, en
Ia medida en que se fueron preparando para entender el mundo y crearon en
consecuencia la necesaria comunicabilidad de lo entendido, ya no fue posible existir salvo estando disponible a la
tensión radical y profunda entre el bien y el mal, entre la dignidad y la
indignidad, entre la decencia y el impudor, entre la belleza y la fealdad del
mundo. Es decir, ya no fue posible existir
sin asumir el derecho o el deber
de optar, de decidir, de luchar, de hacer política. Y todo eso nos lleva de
nuevo a lo imperioso de la práctica formadora,
de naturaleza eminentemente ética. Y todo eso nos lleva de nuevo al
radicalismo de la esperanza. Sé que
las cosas pueden incluso empeorar, pero también sé que es posible intervenir
para mejorarlas.
Me
gusta ser hombre, ser persona, porque no está dado como cierto, inequívoco,
irrevocable que soy o seré decente, que manifestaré siempre gestos puros, que
soy y que seré justo, que respetaré a los otros, que no mentiré escondiendo su
valor porque la envidia de su presencia en el mundo me molesta y me llena de
rabia. Me gusta ser hombre, ser persona, porque sé que mi paso por el mundo no
es algo predeterminado, preestablecido. Que mi "destino" no es un
dato sino algo que necesita ser hecho y de cuya responsabilidad no puedo
escapar. Me gusta ser persona porque la Historia en que me hago con los otros y
de cuya hechura participo es un tiempo de posibilidades y no de determinismo.
Eso explica que insista tanto en la problematización
del futuro y que rechace su inexorabilidad.
2. Enseñar
exige el reconocimiento de ser condicionado
Me
gusta ser persona porque, inacabado, sé que soy un ser condicionado pero,
consciente del inacabamiento, sé que puedo superarlo. Ésta es la diferencia
profunda entre el ser condicionado y el ser determinado. La diferencia entre el
inacabado que no se sabe como tal y el inacabado que histórica y socialmente
logró la posibilidad de saberse inacabado. Me gusta ser persona porque, como
tal, percibo a fin de cuentas que la construcción de mi presencia en el mundo,
que no se consigue en el aislamiento, inmune a la influencia de las fuerzas
sociales, que no se comprende fuera de la tensión entre lo que heredo
genéticamente y lo que heredo social, cultural e históricamente, tiene mucho
que ver conmigo mismo. Sería irónico si la conciencia de mi presencia en el
mundo no implicara en sí misma el reconocimiento de la imposibilidad de mi
ausencia en la construcción de mi propia presencia. No puedo percibirme como
una presencia en el mundo y al mismo tiempo explicarla como resultado de
operaciones absolutamente ajenas a mí. En este caso, lo que hago es renunciar a
la responsabilidad ética, histórica, política y social a que nos compromete la
promoción del soporte de mundo. Renuncio a participar en el
cumplimiento de la vocación ontológica de intervenir en el mundo. El hecho de
percibirme en el mundo, con el mundo y con los otros, me pone en una posición
ante el mundo que no es la de quien nada tiene que ver con él. Al fin y al
cabo, mi presencia en el mundo no es la de quien se adapta a él, sino la de
quien se inserta en él. Es la posición de quien lucha para no ser tan sólo un objeto, sino también un sujeto de la Historia.
Me
gusta ser persona porque, aun sabiendo que las condiciones materiales,
económicas, sociales y políticas, culturales e ideológicas en que nos
encontramos generan casi siempre barreras de difícil superación para la
realización de nuestra tarea histórica de cambiar el mundo, también sé que los
obstáculos no se eternizan.
En
los años sesenta, ya preocupado por esos obstáculos, apelé a la conscientización
no como una panacea, sino como un esfuerzo de conocimiento crítico de los
obstáculos, valga la expresión, de sus razones de ser. Contra toda la fuerza
del discurso fatalista neoliberal, pragmático y reaccionario, insisto hoy, sin
desvíos idealistas, en la necesidad de
la conscientización. Insisto en su actualización. En verdad, como instrumento
para la profundización de la prise de
consciense del mundo, de los hechos, de los acontecimientos, la
conscientización es una exigencia humana, es uno de los caminos para la puesta
en práctica de la curiosidad epistemológica. En lugar de extraña, la conscientización
es natural al ser que, inacabado, se
sabe inacabado. Por eso la cuestión sustantiva no está en el inacabamiento puro
ni en la inconclusión pura. La inconclusión, repito, forma parte de la
naturaleza del fenómeno vital. Inconclusos somos nosotros, mujeres y hombres
pero también inconclusas son jaboticabeiras
que, durante la cosecha, llenan mi jardín de aves canoras, inconclusas son esas
aves como inconcluso es Eico, mi pastor alemán, que me "saluda" feliz
al empezar la mañana.
Entre
nosotros, mujeres y hombres, a la inconclusión se le conoce como tal. Es más,
la inconclusión que se reconoce a sí misma implica necesariamente la inserción
del sujeto inacabado en un permanente proceso social de búsqueda.
Histórico-socio-culturales, mujeres y hombres nos volvemos seres en quienes la
curiosidad, desbordando los límites que le son peculiares en el dominio vital,
se torna fundadora de la producción del conocimiento. Es más, la curiosidad ya es conocimiento. Como
el lenguaje que anima la curiosidad y con ella se anima, también es conocimiento y no sólo su
expresión.
Una
madrugada, hace algunos meses, estábamos Nita
y yo, cansados, en la sala de embarque de un aeropuerto del norte del
país, esperando la partida para São Paulo en uno de esos vuelos madrugadores
que la sabiduría popular llama “vuelo tecolote"'. Cansados y realmente
arrepentidos de no haber cambiado el esquema de vuelvo. Una criatura de tierna
edad, saltarina y alegre, nos puso, finalmente, de buen humor a pesar de la
hora, tan inconveniente para nosotros.
Llega
un avión. Curiosa, la criatura inclina la cabeza para buscar el sonido de los
motores. Se vuelve hacia su madre y dice: “El avión todavía llegó". Sin comentar, la madre afirma: “El avión ya
llegó.” Silencio. La criatura corre hasta el extremo de la sala y retorna.
"El avión ya llegó, dice. El discurso de la criatura, que llevaba
implícita su posición curiosa ante lo que ocurría, afirmaba primero el conocimiento de la acción de llegar del
avión, segundo el conocimiento de la temporalización de la acción en el
adverbio ya. El discurso de la criatura indicaba el conocimiento desde el punto
de vista del hecho concreto: el avión llegó y ese conocimiento desde el
punto de vista infantil es el que, entre otras cosas condujo al dominio de la
circunstancia adverbial de tiempo, con el ya.
Volvamos
un poco a nuestra reflexión anterior. Presente entre nosotros, mujeres y
hombres, la conciencia del inacabamiento nos hizo seres responsables, por eso
la eticidad de nuestra presencia en el mundo. Eticidad que, no cabe duda,
podemos traicionar. El mundo de la cultura que se prolonga en el mundo de la
historia es un mundo de libertad, de opción, de decisión, mundo de
posibilidades donde la decencia puede ser negada, la libertad ofendida y
rechazada. Por eso mismo la capacitación de mujeres y hombres en el ámbito de
saberes instrumentales nunca puede prescindir de su formación ética. El
radicalismo de esta exigencia es tal que ni siquiera deberíamos tener que
insistir en la formación ética del ser al hablar de su preparación técnica y
científica. Es fundamental que insistamos en ella precisamente porque,
inacabados pero conscientes del inacabamiento, seres de opción, de decisión,
éticos, podemos negar o traicionar la propia ética. El educador que, al enseñar
geografía, "castra" la curiosidad del educando en nombre de la
eficacia de la memorización mecánica de la enseñanza de los contenidos, limita
la libertad del educan- do, su capacidad de aventurarse. No forma, domestica.
Tal como quien asume la ideología fatalista incrustada en el discurso
neoliberal, de vez en cuando criticada en este texto, y aplicada
preponderantemente a las situaciones en que el paciente son las clases
populares. "No hay nada que hacer, el desempleo es una fatalidad de fin
del siglo."
El
"pasear" goloso de los billones de dólares que, en el mercado
financiero, "vuelan" de un lugar a otro con la rapidez de los fax, en
su búsqueda insaciable de más lucro, no es tratado como fatalidad. No son las clases populares los objetos inmediatos de su
maldad. Por eso se habla de la necesidad de disciplinar el "pasear"
de los dólares.
En
el caso de nuestra reforma agraria, la disciplina que se necesita, según los
dueños del mundo, es la que apacigüe, a cualquier costo, a los turbulentos y
revoltosos "sin-tierra". La reforma agraria tampoco se convierte en
una fatalidad. Su necesidad es una invención absurda de falsos brasileños,
proclaman los codiciosos señores de las tierras.
Continuemos
pensando un poco sobre la inconclusión del ser que se sabe inconcluso, no la
inconclusión pura, en sí, del ser que, en
el soporte, no se volvió capaz de reconocerse interminado. La conciencia
del mundo y la conciencia de sí como ser inacabado inscriben necesariamente al
ser consciente de su inconclusión en un permanente movimiento de búsqueda. En
realidad, sería una contradicción si, inacabado y consciente del inacabamiento,
el ser humano no se insertara en tal movimiento. Es en este sentido como, para
mujeres y hombres, estar en el mundo significa necesariamente estar con el
mundo y con los otros. Estar en el mundo sin hacer historia, sin ser hecho por
ella, sin hacer cultura, sin "tratar" su propia presencia en el
mundo, sin soñar, sin cantar, sin hacer música, sin pintar, sin cuidar de la
tierra, de las aguas, sin usar las manos, sin esculpir, sin filosofar, sin
puntos de vista sobre el mundo, sin hacer ciencia, o teología, sin asombro ante
el misterio, sin aprender, sin enseñar, sin ideas de formación, sin politizar
no es posible.
Es
en la inconclusión del ser, que se sabe como tal, donde se funda la educación
como un proceso permanente. Mujeres y hombres se hicieron educables en la
medida en que se reconocieron inacabados. No fue la educación la que los hizo
educables, sino que fue la conciencia de su inconclusión la que generó su
educabilidad. También es en la inconclusión, de la cual nos hacemos conscientes
y que nos introduce en el movimiento permanente de búsqueda, donde se cimenta
la esperanza. "No estoy esperanzado", dije cierta vez, por pura testarudez,
pero por exigencia ontológica.[2]
Éste
es un saber fundador de nuestra práctica educativa, de la formación docente, y
de nuestra inconclusión asumida. Lo ideal es que, en la experiencia educativa
educandos, educadoras y educadores, juntos, “convivan" con este y con
otros saberes de los que hablaré de tal manera que se vayan volviendo sabiduría. Algo que no nos es extraño a
educadoras y educadores. Cuando salgo de casa para trabajar con los alumnos, no
tengo ninguna duda de que, inacabados y conscientes del inacabamiento, abiertos
a la búsqueda, curiosos, “programados” pero, para aprender",[3] ejercitaremos tanto más y mejor nuestra
capacidad de aprender y de enseñar cuanto más nos hagamos sujetos y no puros
objetos del proceso.
3.
Enseñar exige respeto a la
autonomía del ser del educando
Otro
saber necesario a la práctica
educativa, y que se apoya en la misma
raíz que acabo de discutir -la de la inconclusión del ser que se sabe
inconcluso-, es el que se refiere al
respeto debido a la autonomía del ser del educando. Del educando niño,
joven o adulto. Como educador, debo
estar constantemente alerta con relación a este respeto, que implica igualmente
el que debo tener por mí mismo. No está de más repetir una afirmación hecha
varias veces a lo largo de este texto –el inacabamiento de que nos hicimos conscientes nos hizo seres
éticos. El respeto a la autonomía y a la dignidad de cada uno es un imperativo
ético y no un favor que podemos o no concedernos unos a los otros. Precisamente
por éticos es por lo que podemos
desacatar el rigor de la ética y llegar a su negación, por eso es
imprescindible dejar claro que la posibilidad del desvío ético no puede recibir
otra designación que la de transgresión. El
profesor que menosprecia la curiosidad del educando, su gusto estético, su
inquietud, su lenguaje, más precisamente su sintaxis y su prosodia; el profesor que
trata con ironía al alumno, que lo minimiza, que lo manda “ponerse en su
lugar” al más Ieve indicio de su rebeldía legítima, así como el profesor
que elude el cumplimiento de su deber de
poner límites a la libertad del alumno, que esquiva el deber de enseñar, de
estar respetuosamente presente en la experiencia formadora del educando,
transgrede los principios fundamentalmente éticos de nuestra existencia. Es en
este sentido como el profesor autoritario, que por eso mismo ahoga la libertad
del educando, al menospreciar su derecho de. ser curioso e inquieto, tanto como
el profesor permisivo rompe con el radicalismo del ser humano -el de su
inconclusión asumida donde se arraiga la eticidad. Es también en este
sentido como la capacidad del diálogo verdadera, en la cual los sujetos
dialógicos aprenden y crecen en Ia diferencia, sobre todo en su respeto, es la
forma de estar siendo coherentemente exigida por seres que, inacabados,
asumiéndose como tales, se tornan radicalmente éticos. Es preciso dejar claro que la
transgresión de la eticidad nunca puede ser vista o entendida como
virtud, sino como ruptura de la decencia. Lo que quiero decir es lo
siguiente: que alguien se vuelva machista, racista, clasista, lo que
sea, pero que se asuma como transgresor de la naturaleza humana. Que no se
venga con justificaciones genéticas, sociológicas o históricas o filosóficas
para explicar la superioridad de la blanquitud sobre la negritud, de los
hombres sobre las mujeres, de los patrones sobre los empleados. Cualquier
discriminación es inmoral y luchar contra ella es un deber por más que se
reconozca la fuerza de los condicionamientos que hay que enfrentar. Lo bello de
ser persona se encuentra, entre otras cosas, en esa posibilidad y en ese deber
de pelear. Saber que debo respeto a la autonomía y a la identidad del educando
exige de mí una práctica totalmente coherente con ese saber.
4.
Enseñar exige buen juicio
La
vigilancia de mi buen juicio tiene una importancia enorme en la evaluación que,
a cada instante, debo hacer de mi práctica. Antes, por ejemplo, de cualquier
re- flexión más detenida y rigurosa, es mi buen juicio el que me indica ser tan
negativo, desde el punto de vista de mi tarea docente, el formalismo insensible
que me hace rechazar el trabajo de un alumno porque está fuera de plazo, a
pesar de las explicaciones convincentes del alumno, como el menosprecio pleno
por los principios reguladores de la entrega de los trabajos. Es mi buen juicio
el que me advierte que ejercer mi autoridad de profesor en la clase, tomando
decisiones, orientando actividades, estableciendo tareas, logrando la
producción individual y colectiva del grupo no es señal de autoritarismo de mi
parte. Es mi autoridad cumpliendo con su deber. Todavía no resolvemos bien
entre nosotros la tensión que la contradicción autoridad-libertad nos crea y
confundimos casi siempre autoridad con autoritarismo, libertinaje con libertad.
No
necesito de un profesor de ética para decirme que no puedo, como orientador de
tesis de maestría o de doctorado, sorprender al que se está posgraduando con
críticas duras a su trabajo porque uno de los examinadores fue severo en su
argumentación. Si esto ocurre y yo coincido con las críticas hechas por el
profesor no hay otro camino que el de solidarizarme públicamente con el que se
está orientando, dividiendo con él la responsabilidad del equívoco o del error
criticado.[4] No necesito un profesor de
ética para decirme esto.
Mi
buen juicio me lo dice.
Saber
que debo respeto a la autonomía, a la dignidad y a la identidad del educando y,
en la práctica, buscar la coherencia con este saber, me lleva inapelablemente a
la creación de algunas virtudes o cualidades sin las cuales ese saber se vuelve
falso, palabrería vacía e inoperante.[5] No sirve para nada, a no ser para irritar al
educando y desmoralizar el discurso hipócrita del educador, hablar de
democracia y libertad pero imponiendo al educando la voluntad arrogante del
maestro.
El
ejercicio del buen juicio, del cual sólo obtendremos ventajas, se hace en el
"cuerpo" de la curiosidad. En este sentido, cuanto más ponemos en
práctica de manera metódica nuestra capacidad de indagar, de comparar, de dudar,
de verificar, tanto más eficazmente curiosos nos podemos volver y más crítico
se puede hacer nuestro buen juicio. El ejercicio o la educación del buen juicio
va superando lo que en él existe de instintivo en la evaluación que hacemos de
los hechos y de los acontecimientos en que nos vemos envueltos. Si el buen
juicio no basta para orientar o fundamentar mis tácticas de lucha en alguna
evaluación moral que hago, tiene sin .embargo, indiscutiblemente, un importante
papel en mi toma de posición, de la cual la ética no puede estar ausente,
frente a lo que debo hacer.
Mi
buen juicio me dice, por ejemplo, que es inmoral afirmar que el hambre y la
miseria a que están expuestos millones de brasileñas y brasileños son una
fatalidad frente a la cual sólo hay una cosa que para hacer: esperar
pacientemente a que cambie la realidad. Mi buen juicio me dice que eso es inmoral y exige de mi rigor científico la
afirmación de que es posible cambiar con disciplina
la voracidad de la minoría insaciable:
Mi
buen juicio me advierte que hay algo que debe ser comprendido en el comportamiento
de Pedrito, silencioso, asustado, distante, temeroso, que se esconde de sí
mismo. EI buen juicio me indica que el
problema no está en los otros niños, en su inquietud, en su alboroto, en su
vitalidad. Mi buen juicio no me indica cuál es el problema, pero hace evidente
que hay algo que necesita ser sabido. Ésta es la tarea de la ciencia que, sin
el buen juicio del científico, puede desviarse y perderse. No tengo duda del fracaso del científico a
quien le falte la capacidad de adivinar
el sentido de la desconfianza, la apertura a la duda, Ia inquietud de quien no
está demasiado seguro de las certezas. Siento lástima, y a veces miedo, del
científico demasiado seguro de la seguridad, señor de Ia verdad y que ni
siquiera sospecha de la historicidad del propio saber.
Es
mi buen juicio, en primer lugar, el que
me hace sospechar, como mínimo que no es posible que la escuela, sí está
de verdad involucrada en la formación de educandos educadores, se aleje de las
condiciones sociales, culturales, económicas de sus alumnos, de sus familias,
de sus vecinos.
No
es posible respetar a los educandos, su dignidad, su ser en formación, su
identidad en construcción, si no se
toman en cuenta las condiciones en que ellos vienen existiendo, si no se
reconoce la importancia de los "conocimientos hechos de experiencia” con
que llegan a la escuela. El respeto debido a dignidad deI educando no me
permite subestimar, o Io que es peor,
burlarme del saber que él trae consigo a la escuela.
Cuanto
más riguroso me vuelvo en mi práctica de conocer, tanto más respeto debo
guardar, por crítico, con relación al saber ingenuo que debe ser superado por
el saber producido a través del
ejercicio de la curiosidad epistemológica.
Al
pensar sobre el deber que tengo, como profesor, de respetar la dignidad del
educando, su autonomía, su identidad en proceso, debo también pensar, como ya
señalé, en cómo lograr una práctica educativa en la que ese respeto, que sé que
debo tener para con el educando, se realice en lugar de ser negado. Esto exige
de mí una reflexión crítica permanente sobre mi práctica, a través de la
cual yo voy evaluando mi actuar con los
educandos. Lo ideal es que, tarde
temprano, se invente una forma para que los educandos puedan participar
de la evaluación. Es que el trabajo es eI trabajo del profesor con los alumnos
y no del profesor consigo mismo.
Esta
evaluación crítica de la práctica va revelando la necesidad de una serie de
virtudes o cualidades sin las cuales ni ella ni el respeto al educando son
posibles.
Estas
cualidades o virtudes absolutamente indispensables a la puesta en práctica de
este otro saber fundamental para la experiencia educativa -saber que debo
respeto a la autonomía, a la dignidad y a la identidad del educando- no son
premios que recibimos por buen comportamiento. Las cualidades o virtudes son
construidas por nosotros al imponernos el esfuerzo de disminuir la distancia que existe entre lo
que decimos y lo que hacemos. Este esfuerzo, el de disminuir la distancia que
hay entre el discurso y la práctica, es ya una de esas virtudes indispensables
-la de la coherencia. ¿Cómo puedo yo, en verdad, continuar hablando del respeto
a la dignidad del educando si lo trato con ironía, si lo discrimino, si lo
inhibo con mi arrogancia. ¿Cómo puedo continuar hablando de mi respeto al
educando si el testimonio que le doy es el de la irresponsabilidad, el de quien
no cumple con su deber, el de quien no se prepara u organiza para su práctica,
el de quien no lucha por sus derechos ni protesta contra las injusticias?[6] La práctica docente,
específicamente humana, es profundamente formadora y por eso, ética. Si no se
puede esperar que sus agentes sean santos o ángeles, se puede y se debe exigir
de ellos seriedad y rectitud.
La
responsabilidad del profesor que a veces no percibimos siempre es grande. La
propia naturaleza de su práctica eminentemente formadora subraya la manera en
que se realiza. Su presencia en el salón es de tal manera ejemplar que ningún
profesor o profesora escapa al juicio que los alumnos hacen de él o de ella. y
tal vez el peor de los juicios es el que se expresa en la "falta" de
juicio. El peor juicio es el que considera al profesor una ausencia en el salón.
El
profesor autoritario, el profesor permisivo, el profesor competente, serio, el
profesor incompetente, irresponsable, el profesor amoroso con la vida y de la
gente, el profesor mal querido, siempre con rabia hacia las personas y el
mundo, frío, burocrático, racionalista, ninguno de ellos pasa por los alumnos
sin dejar su huella. De allí la importancia del ejemplo que ofrezca el profesor
de su lucidez y de su compromiso en la pelea por la defensa de sus derechos,
así como por la exigencia de las condiciones necesarias para el ejercicio de
sus deberes. El profesor tiene el deber de dar sus clases, de realizar su tarea
docente. Para eso, requiere condiciones favorables, higiénicas, espaciales,
estéticas, sin las cuales se mueve con menos eficacia en el espacio pedagógico.
A veces las condiciones son tan malas que ni se mueve. La falta de respeto a este
espacio es una ofensa a los educandos, a los educadores y a la práctica
pedagógica.
5.
Enseñar exige humildad, tolerancia
y lucha en defensa de los derechos de los educadores
Si
hay algo que los brasileños necesitan saber, desde la más tierna edad, es que
la lucha en favor del respeto a los educadores y a la educación significa que
la pelea por salarios menos inmorales es un deber irrecusable y no sólo un
derecho. La lucha de los profesores en defensa de sus derechos y de su dignidad
debe ser entendida como un momento importante de su práctica docente, en cuanto
práctica ética. No es algo externo a la actividad docente, sino algo intrínseco
a ella. El combate en favor de la dignidad de la práctica docente es tan parte
de ella misma como el respeto que el profesor debe tener a la identidad del
educando, a su persona, a su derecho de ser. Uno de los peores males que el
poder público nos ha venido haciendo en Brasil, históricamente, desde que la
sociedad brasileña se creó, es el de hacer que muchos de nosotros,
existencialmente cansados a fuerza de tanta desatención hacia la educación
pública, corramos el riesgo de caer en la indiferencia fatalistamente cínica
que lleva a cruzar los brazos. "No hay nada que hacer" es el discurso
acomodaticio que no podemos aceptar.
Mi
respeto de profesor a la persona del educando, a su curiosidad, a su timidez,
que no debo agravar con procedimientos inhibitorios, exige de mí el cultivo de
la humildad y la tolerancia. ¿Cómo puedo respetar la curiosidad del educando
si, carente de humildad y de la real comprensión del papel de la ignorancia en
la búsqueda del saber, temo revelar mi desconocimiento? ¿Cómo ser educador,
sobre todo desde una perspectiva progresista, sin aprender, con mayor o menor
esfuerzo, a convivir con los diferentes? ¿Cómo ser educador si no desarrollo en
mí la necesaria actitud amorosa hacia a los educandos con quienes me comprometo
y al propio proceso formador del que soy parte? No me puede enfadar lo que hago
so pena de no hacerlo bien. El olvido a que está relegada la práctica
pedagógica, que siento como una falta de respeto a mi persona, no es motivo
para no amarla o para no amar a los educandos. No tengo por qué ejercerla mal.
Mi respuesta a la ofensa a la educación es la lucha política consciente, crítica
y organizada contra los ofensores. Acepto incluso abandonarla, cansado, a la
espera de mejores días. Lo que no es posible es permanecer en ella y
envilecerla con el desdén por mí mismo y por los educandos.
Una
de las formas de lucha contra la falta de respeto de los poderes públicos hacia
la educación es, por un lado, nuestro rechazo a transformar nuestra actividad
docente en una pura "chamba", y, por el otro, nuestra negativa a
entenderla y a ejercerla como práctica afectiva de "tíos y tías".*
Ellos
y ellas deben verse a sí mismos como profesionistas idóneos, pues es en la
competencia que se organiza políticamente donde tal vez radica la mayor fuerza
de los educadores. Es en este sentido como los órganos de clase deberían dar
prioridad al empeño de formación permanente de los cuadros del magisterio como
tarea altamente política y repensar la eficacia de las huelgas. La cuestión que
se plantea, obviamente, no es parar la lucha sino, reconociendo que la lucha es
una categoría histórica, reinventar la forma también histórica de luchar.
6.
Enseñar exige la aprehensión de la
realidad
Otro
saber fundamental para la práctica educativa es el que se refiere a su
naturaleza. Como profesor necesito moverme con claridad en mi práctica.
Necesito conocer las diferentes dimensiones que caracterizan la esencia de la
práctica, lo que me puede hacer más seguro de mi propio desempeño.
El
mejor punto de partida para estas reflexiones es la inconclusión de la que el
ser humano se ha hecho consciente. Como vimos, allí radica nuestra educabilidad
lo mismo que nuestra inserción en un movimiento permanente de búsqueda en el
cual, curiosos e inquisitivos, no sólo nos damos cuenta de las cosas sino que
también podemos tener un conocimiento cabal de ellas. La capacidad de aprender,
no sólo para adaptamos sino sobre todo para transformar la realidad, para
intervenir en ella y recrearla, habla de nuestra educabilidad en un nivel
distinto del nivel del adiestramiento de los otros animales o del cultivo de
las plantas.
Nuestra
capacidad de aprender, de donde viene la de enseñar, sugiere, o, más que eso,
implica nuestra habilidad de aprehender la
sustantividad del objeto aprendido. La memorización mecánica del perfil del
objeto no es un verdadero aprendizaje del objeto o del contenido. En este caso,
el aprendiz funciona mucho más como paciente
de la transferencia del objeto o del contenido que como sujeto crítico,
epistemológicamente curioso, que construye el conocimiento del objeto o
participa de su construcción. Es precisamente gracias a esta habilidad de aprehender la sustantividad del objeto
como nos es posible reconstruir un mal aprendizaje, en el cual el aprendiz fue
un simple paciente de la transferencia del conocimiento hecha por el educador.
Mujeres
y hombres, somos los únicos seres que, social e históricamente, llegamos a ser
capaces de aprehender. Por eso, somos
los únicos para quienes aprender es
una aventura creadora, algo, por eso mismo, mucho más rico que simplemente
repetir la lección dada. Para
nosotros aprender es construir, reconstruir,
comprobar para cambiar, lo que no se
hace sin apertura al riesgo y a la aventura del espíritu.
A
esta altura, creo poder afirmar que toda práctica educativa demanda la
existencia de sujetos, uno que, al enseñar, aprende, otro que, al aprender,
enseña, de allí su cuño gnoseológico; la existencia de objetos, contenidos para
ser enseñados y aprendidos, incluye el uso de métodos, de técnicas, de
materiales; implica, a causa de su carácter directivo,
objetivo, sueños, utopías, ideales. De allí su politicidad, cualidad que tiene la práctica educativa de ser
política, de no poder ser neutral.
La
educación, específicamente humana, es gnoseológica, es directiva, por eso es
política, es artística y moral, se sirve de medios, de técnicas, lleva consigo
frustraciones, miedos, deseos. Exige de mí, como profesor, una competencia
general, un saber de su naturaleza y saberes especiales, ligados a mi actividad
docente.
Si
mi opción es progresista y he sido y soy coherente con ella, no puedo, como
profesor, permitirme la ingenuidad de pensarme igual al educando, de desconocer
la especificidad de la tarea del profesor, ni puedo tampoco, por otro lado,
negar que mi papel fundamental es contribuir positivamente para que el educando
vaya siendo el artífice de su formación con la ayuda necesaria del educador. Si
trabajo con niños, debo estar atento a la difícil travesía o senda de la heteronomía a la autonomía, atento a la responsabilidad de mi presencia que tanto
puede ser auxiliadora como convertirse en perturbadora de la búsqueda inquieta
de los educandos; si trabajo con jóvenes o con adultos, debo estar no menos
atento con respecto a lo que mi trabajo pueda significar como estímulo o no a
la ruptura necesaria con algo mal fundado que está a la espera de superación.
Antes que nada, mi posición debe ser de respeto a la persona que quiera cambiar
o que se niegue a cambiar. No puedo negarle ni esconderle mi posición pero no
puedo desconocer su derecho de rechazarla. En nombre del respeto que debo a los
alumnos no tengo por qué callarme, por qué ocultar mi opción política y asumir
una neutralidad que no existe. Ésta, la supresión del profesor en nombre del
respeto al alumno, tal vez sea la mejor manera de no respetarlo. Mi papel, por
el contrario, es el de quien declara el derecho de comparar, de escoger, de
romper, de decidir y estimular la asunción de ese derecho por parte de los
educandos.
Recientemente,
en un encuentro público, un joven recién ingresado a la universidad me dijo
cortésmente:
"No
entiendo cómo defiende usted a los sin-tierra, que en el fondo son unos
alborotadores creadores de problemas."
"Puede
haber alborotadores entre los sin-tierra, -respondí- pero su lucha es legítima
y ética." "Creadora de problemas" es la resistencia reaccionaria
de los que se oponen a sangre y fuego a la reforma agraria. La inmoralidad y el
desorden están en el mantenimiento de un "orden" injusto.
La
conversación, aparentemente, terminó allí. El joven apretó mi mano en silencio.
No sé cómo habrá "tratado" después la cuestión, pero fue importante
que hubiera dicho lo que pensaba y que hubiera oído de mí lo que me parece
justo que debía decir.
Es
así como voy intentando ser profesor, asumiendo mis convicciones, disponible al
saber, sensible a la belleza de la práctica educativa, instigado por sus
desafíos que no le permiten burocratizarse, asumiendo mis limitaciones,
acompañadas siempre del esfuerzo por superarlas, limitaciones que no trato de
esconder en nombre del propio respeto que tengo por los educandos y por mí.
7. Enseñar
exige alegría y esperanza
Mi
involucramiento con la práctica educativa, sabidamente política, moral,
gnoseológica, nunca dejó de realizarse con alegría, lo que no quiere decir que
haya podido fomentarla siempre en los educandos. Pero, en cuanto clima o
atmósfera del espacio pedagógico, nunca dejé de estar preocupado por ella.
Hay
una relación entre la alegría necesaria para la actividad educativa y la
esperanza. La esperanza de que profesor y alumnos podemos juntos aprender,
enseñar, inquietarnos, producir y juntos igualmente resistir a los obstáculos
que se oponen a nuestra alegría. En verdad, desde el punto de vista de la
naturaleza humana, la esperanza no es algo que se yuxtaponga a ella. La
esperanza forma parte de la naturaleza humana. Sería una contradicción si,
primero, inacabado y consciente del inacabamiento, el ser humano no se sumara o
estuviera predispuesto a participar en un movimiento de búsqueda constante y,
segundo, que se buscara sin esperanza. La desesperanza es la negación de la
esperanza. La esperanza es una especie de ímpetu natural posible y necesario,
la desesperanza es el aborto de este ímpetu. La esperanza es un condimento
indispensable de la experiencia histórica. Sin ella no habría Historia, sino
puro determinismo. Sólo hay Historia donde hay tiempo problematizado y no
pre-dado. La inexorabilidad del futuro es la negación de la Historia.
Es
necesario que quede claro que la desesperanza no es una manera natural de estar
siendo del ser humano, sino la distorsión de la esperanza. Yo no soy primero un
ser de la desesperanza para ser convertido o no por la esperanza. Yo soy, por
el contrario, un ser de la esperanza que,
por "x" razones, se volvió desesperanzado. De allí que una de
nuestras peleas como seres humanos deba dirigirse a disminuir las razones
objetivas de la desesperanza que nos inmoviliza.
Por
todo eso me parece una enorme contradicción que una persona progresista, que no
le teme a la novedad, que se siente mal con las injusticias, que se ofende con
las discriminaciones, que se bate por la decencia, que lucha contra la
impunidad, que rechaza el fatalismo cínico e inmovilizante, no esté
críticamente esperanzada.
La
desproblematización del futuro por una comprensión mecanicista de la Historia,
de derecha o de izquierda, lleva necesariamente a la muerte o a la negación
autoritaria del sueño, de la utopía, de la esperanza. Es que, en el
entendimiento mecanicista y por lo tanto determinista de la Historia, el futuro
ya es conocido. La lucha por un futuro así a priori conocido prescinde de la
esperanza.
La
desproblematización del futuro, no importa en nombre de qué, es una ruptura
violenta con la naturaleza humana social e históricamente en proceso de
constitución.
Recientemente,
en Olinda, en una mañana como sólo los trópicos conocen, entre lluviosa y llena
de sol, tuve una conversación, que llamaría ejemplar, con un joven educador
popular que a cada instante, a cada palabra, a cada reflexión, reflejaba la
coherencia con que vive su opción democrática y popular. Caminábamos, Danilson
Pinto y yo, con el alma abierta al mundo, curiosos, receptivos, por las sendas
de una favela donde temprano se aprende que sólo a costa de mucha testarudez se
consigue tejer la vida con su casi ausencia -negación-, con carencia, con
amenazas, con desesperación, con ofensa y dolor. Mientras andábamos por las
calles de ese mundo maltratado y ofendido yo me iba acordando de experiencias
de mi juventud en otras favelas de Olinda o de 1 II! Recife, de mis diálogos
con favelados y faveladas de alma desgarrada. Tropezando en el dolor humano,
nos preguntábamos acerca de un sinnúmero de problemas. ¿Qué hacer, en cuanto
educadores, trabajando en un contexto como ése? ¿Hay realmente algo qué hacer?
¿Cómo hacer lo que hay que hacer? ¿Qué necesitamos saber nosotros, los llamados educadores, para hacer viables incluso
nuestros primeros encuentros con mujeres, hombres y niños cuya humanidad es
negada y traicionada, cuya existencia es aplastada? Nos detuvimos en medio de
un camino estrecho que permitía la travesía de la favela por una parte menos maltratada
del barrio popular. Abajo, veíamos un brazo de río contaminado, sin vida, cuya
lama, y no agua, empapa los mocambos*
que están casi sumergidos en ella. "Más allá de los mocambos -me dijo
Danilson- hay algo peor: un gran terreno donde se deposita la basura pública.
Los habitantes de toda esa área «hurgan» en la basura algo que comer, algo que
vestir, algo que los mantenga vivos." Fue en ese horror donde hace dos
años una familia encontró, entre la basura de un hospital, pedazos de un seno
amputado con los que preparó su comida dominguera. La prensa dio a conocer el
hecho que cito, horrorizado y lleno de justa rabia, en mi libro, À sombra desta mangueira. Es posible que
la noticia haya provocado en los pragmáticos neoliberales su reacción habitual
y fatalista siempre en favor de los poderosos. "Es triste, pero ¿qué se
puede hacer? Ésta es la realidad." La realidad, sin embargo, no es
inexorablemente ésta. Es ésta como podría ser otra y para que sea otra es que
los progresistas necesitamos luchar. Yo me sentiría, más que triste, desolado y
sin encontrarle sentido a mi presencia en el mundo, si fuertes e
indestructibles razones me convencieran de que la existencia humana se da en el
dominio de la determinación. Dominio en el que difícilmente se podría hablar de
opciones, de decisión. de libertad, de ética. "¿Qué hacer? La realidad es
así", sería el discurso universal. Discurso monótono, repetitivo. como la
propia existencia humana. En una historia así determinada las posiciones
rebeldes no tienen cómo volverse revolucionarias.
Tengo
derecho de sentir rabia, de manifestarla, de tenerla como motivación para mi
pelea tal como tengo el derecho de amar, de expresar mi amor al mundo, de
tenerlo como motivación para mi pelea porque, histórico, vivo la Historia como
tiempo de posibilidad y no de determinación. Si la realidad fuera así porque
estuviera dicho que así debe ser no habría siquiera por qué sentir rabia. Mi
derecho a la rabia presupone que, en la experiencia histórica de la cual
participo, el mañana no es algo pre-dado, sino un desafío, un problema. Mi
rabia, mi justa ira, se funda en mi rebelión frente a la negación del derecho
de "ser más" inscrito en la naturaleza de los seres humanos. Por eso
no puedo cruzar los brazos fatalistamente ante la miseria, eximiéndome, de esa
manera, de mi responsabilidad en el discurso cínico y "tibio" que
habla de la imposibilidad de cambiar porque la realidad es así. El discurso de
la adaptación o de su defensa, el discurso de la exaltación del silencio impuesto
del que resulta la inmovilidad de los silenciados, el discurso del elogio de la
adaptación considerada como hado o sino es un discurso negador de la
humanización de cuya responsabilidad no podemos eximimos. La adaptación a
situaciones negadoras de la humanización sólo puede ser admitida como
consecuencia de la experiencia dominadora, o como ejercicio de resistencia,
como táctica en la lucha política. Doy la impresión de que acepto hoy la
condición de silenciado para mejor luchar, cuando me sea posible, contra la negación
de mí mismo. Esta cuestión, la de la legitimidad de la rabia contra la
docilidad fatalista de cara a la negación de las personas fue un tema que
estuvo implícito en toda nuestra conversación aquella mañana.
8. Enseñar
exige la convicción de que el cambio es posible
Uno
de los saberes primeros, indispensables para quien al llegar a favelas o a
realidades marcadas por la traición a nuestro derecho de ser pretende que su presencia se vaya convirtiendo en convivencia, que su estar en el contexto se vaya volviendo estar con él,
es el saber del futuro como problema y no como inexorabilidad. Es el saber de
la Historia como posibilidad y no como determinación.
El mundo no es. El mundo está siendo. Mi papel en el mundo, como
subjetividad curiosa, inteligente, interferidora en la objetividad con que
dialécticamente me relaciono, no es sólo el de quien constata lo que ocurre
sino también el de quien interviene como sujeto de ocurrencias. No soy sólo
objeto de la Historia sino que soy
igualmente su sujeto. En el mundo de la Historia, de la cultura, de la
política, compruebo, no para adaptarme. sino para cambiar. En el
propio mundo físico, mi comprobación no me lleva a la impotencia. El
conocimiento sobre los terremotos desarrolló toda una ingeniería que nos ayuda
a sobrevivirlos. No podemos eliminarlos pero podemos disminuir los daños que
nos causan. Al comprobar, nos volvemos capaces de intervenir en la realidad, tarea incomparablemente más compleja y
generadora de nuevos saberes que la de simplemente adaptarnos a ella. Es por
eso también por lo que no me parece posible ni aceptable la posición ingenua o,
peor, astutamente neutra de quien estudia,
ya sea el físico, el biólogo, el sociólogo, el matemático, o el pensador de
la educación. Nadie puede estar en el mundo, con el mundo y con los otros de
manera neutral. No puedo estar en el mundo, con las manos enguantadas,
solamente comprobando. En mí la
adaptación es sólo el camino para la inserción, que implica decisión, elección. intervención en la realidad. Hay preguntas que
debemos formular insistentemente y que nos hacen ver la imposibilidad de estudiar por estudiar. De estudiar sin compromiso como si de
repente, misteriosamente, no tuviéramos nada que ver con el mundo, un externo y
distante mundo, ajeno a nosotros como nosotros a él.
¿En
favor de qué estudio? ¿En favor de quién? ¿Contra qué estudio? ¿Contra quién
estudio?
¿Qué
sentido tendría la actividad de Danilson en el mundo que descubríamos desde
aquel camino si, para él, la impotencia de aquella gente fustigada por la
carencia estuviera decretada por un destino todopoderoso? A Danilson le
restaría solamente trabajar por la posible mejoría del desempeño de la
población en el proceso irrecusable de su adaptación a la negación de la vida.
De esa manera, la práctica de Danilson sería el elogio de la resignación. Sin
embargo, en la medida en que para él, como para mí, el futuro es problemático y
no inexorable, se nos ofrece otra tarea. La de discutir la problematización del
mañana y volverla tan obvia como la carencia total en la favela, y al hacerlo
ir haciendo igualmente obvio que la adaptación al dolor, al hambre, a la falta
de comodidad, a la falta de higiene que el yo de cada uno, en cuerpo y alma,
experimenta, es una forma de resistencia física a la que se va juntando otra,
la cultural. Resistencia a la desconsideración ofensiva de que son objeto los
miserables. En el fondo, las resistencias -la orgánica y/o la cultural- son mañas necesarias
para la sobrevivencia física y cultural de los oprimidos. El sincretismo
religioso afro-brasileño expresa la resistencia o la maña que la cultura
africana de los esclavos usaba para defenderse del poder hegemónico del
colonizador blanco.
Sin
embargo, es preciso que, en la resistencia que nos preserva vivos, en la comprensión del futuro como problema y en la vocación para ser más como expresión de la naturaleza
humana en proceso de estar siendo, encontremos fundamentos para nuestra rebeldía y no para nuestra resignación frente a las ofensas que nos
destruyen el ser. No es en la resignación en la que nos afirmamos, sino en la rebeldía frente a las injusticias.
Una
de las cuestiones centrales que tenemos que trabajar es la de convertir las
posturas rebeldes en posturas revolucionarias que nos involucran en el proceso
radical de transformación del mundo. La rebeldía es un punto de partida
indispensable, es el detonante de la ira justa, pero no es suficiente. La
rebeldía en cuanto denuncia necesita prolongarse hasta una posición más radical
y crítica, la revolucionaria, fundamentalmente anunciadora. La transformación
del mundo implica establecer una dialéctica entre la denuncia de la situación
deshumanizante y el anuncio de su superación, que es, en el fondo, nuestro
sueño.
Es
a partir de este saber fundamental: cambiar
es difícil pero es posible, como vamos a programar nuestra acción
político-pedagógica, sin importar si el proyecto con el cual nos comprometemos
es de alfabetización de adultos o de infantes, de acción sanitaria, de
evangelización, o de formación de mano de obra técnica.
El
éxito de educadores como Danilson está centralmente en esta certeza que nunca
los deja de que es posible cambiar, de que es necesario cambiar, de que
preservar situaciones concretas de miseria es una inmoralidad. Así es como este
saber que la Historia viene comprobando se erige en principio de acción y abre
camino a la constitución, en la práctica, de otros saberes indispensables.
No
se trata obviamente de obligar a la población explotada y sufrida a que se
rebele, que se movilice, que se organice para defenderse, valga decir, para
transformar el mundo. No importa si trabajamos con alfabetización, con salud,
con evangelización o con todas ellas, se trata en verdad de, junto al trabajo
específico de cada uno de esos campos, desafiar a los grupos populares para que
perciban, en términos críticos, la violencia y la profunda injusticia que
caracterizan su situación concreta. Aún más, que su situación concreta no es destino cierto o voluntad de Dios, algo
que no puede ser transformado.
No
puedo aceptar como táctica del buen combate la política del cuanto peor mejor,
pero tampoco puedo aceptar, impasible, la política asistencialista que, al
anestesiar la conciencia oprimida, prorroga,
sine die, la necesaria transformación de la sociedad. No puedo prohibir que
los oprimidos con los que trabajo en una favela voten por candidatos
reaccionarios, pero tengo el deber de advertirlos sobre el error que cometen,
de la contradicción en que se enredan. Votar por el político reaccionario es
ayudar a la preservación del statu quo. Si
soy coherente con mi opción, ¿cómo puedo votar por un candidato cuyo discurso,
radiante de desamor, anuncia sus proyectos racistas?
Partiendo
de que la experiencia de la miseria es violencia y no la expresión de la pereza
popular o fruto del mestizaje o de la voluntad punitiva de Dios, violencia
contra la que debemos luchar, tengo que irme volviendo cada vez más competente,
en cuanto educador, para que mi lucha no pierda eficacia. Es que el saber al
que me referí -cambiar es difícil pero es posible-, que me empuja esperanzado a
la acción, no es suficiente para la eficacia necesaria a la que hice mención.
Al moverme en cuanto fundado en él, necesito tener y renovar saberes
específicos en cuyo campo mi curiosidad se inquieta y mi práctica se apoya.
¿Cómo alfabetizar sin conocimientos precisos sobre la adquisición del lenguaje,
sobre lenguaje e ideología, sobre técnicas y métodos de la enseñanza de la
lectura y de la escritura? Por otro lado, ¿cómo trabajar, no importa en qué
campo, en el de la alfabetización, en el de la producción económica en
proyectos cooperativos, en el de la evangelización o en el de la salud, sin ir
conociendo las mañas que los grupos humanos usan para producir su
sobrevivencia?
Como
educador, necesito ir "leyendo" cada vez mejor la lectura del mundo
que los grupos populares con los que trabajo hacen de su contexto inmediato y
del más amplio del cual el suyo forma parte. Lo que quiero decir es lo
siguiente: en mis relaciones político-pedagógicas con los grupos populares no
puedo de ninguna manera dejar de considerar su saber hecho de experiencia. Su
explicación del mundo, de la que forma parte la comprensión de su propia
presencia en el mundo. y todo eso viene explícito o sugerido o escondido en lo
que llamo "lectura del mundo" que precede siempre a la "lectura
de la palabra".
Si,
por un lado, no puedo adaptarme o "convertirme" al saber ingenuo de
los grupos populares, por el otro, si soy realmente progresista, no puedo
imponerles arrogantemente mi saber como el verdadero.
El diálogo en el que se va desafiando al grupo popular a pensar su historia
social como experiencia igualmente social de sus miembros, va revelando la
necesidad de superar ciertos saberes que, desnudos, van mostrando su
"incompetencia" para explicar los hechos.
Uno
de los equívocos funestos de los militantes políticos de práctica
mesiánicamente autoritaria fue siempre desconocer por completo la comprensión
del mundo de los grupos populares. Al verse como portadores de la verdad
salvadora, su tarea no es proponerla sino
imponerla a los grupos populares.
Recientemente,
en un debate sobre la vida en la favela, oí de un joven obrero que ya había
pasado el tiempo en que él se avergonzaba de ser favelado. "Ahora -decía-,
me enorgullezco de todos nosotros, compañeros y compañeras, de lo que hemos
hecho con nuestra lucha, de nuestra organización. No es el favelado el que debe
tener vergüenza de la condición de favelado sino aquel que, viviendo bien y
fácil, nada hace para transformar la realidad que produce la favela. Eso lo
aprendí con la lucha." Es posible
que ese discurso del joven obrero no hubiera provocado nada o casi nada al
militante autoritario mesiánico. Es incluso posible que la reacción del joven
-más revolucionarista que revolucionario- fuera negativa al razonamiento del
favelado, entendido como expresión de quien se inclina más hacia el acomodo que
hacia la lucha. En el fondo, el discurso del joven obrero era la nueva lectura
que él hacía de su experiencia social de favelado. Si ayer se culpaba, ahora se
volvía capaz de percibir que no era sólo responsabilidad suya el encontrarse en
esa condición. Pero, sobre todo, se tornaba capaz de percibir que la situación
del favelado no es irrevocable. Su lucha
fue más importante en la constitución de su nuevo saber que el discurso
sectario del militante mesiánicamente autoritario.
Es
importante resaltar que el nuevo momento en la comprensión de la vida social no
es exclusivo de una persona. La experiencia que posibilita el discurso nuevo es
social. Sin embargo, una persona u otra se anticipa en hacer explícita la nueva
percepción de la misma realidad. Una de las tareas fundamentales del educador
progresista es, sensible a la lectura y a la relectura del grupo, provocar a
éste y estimular la generalización de la nueva forma de comprensión del
contexto.
Es
importante tener siempre claro que inculcar en los dominados la responsabilidad
de su situación forma parte del poder ideológico dominante. De allí la culpa
que ellos sienten, en determinado momento de sus relaciones con su contexto y
con las clases dominantes, por encontrarse en esta o aquella situación de
desventaja. La respuesta que recibí de una mujer sufrida, en San Francisco,
California, en una institución católica de asistencia a los pobres, es
ejemplar. Hablaba con dificultad del problema que la afligía y yo, sin tener
casi qué decir, afirmé indagando: "Usted es norteamericana, ¿no es
verdad?"
"No.
Soy pobre", respondió, como si estuviera pidiendo disculpas a la
"norteamericanidad" por su fracaso en la vida. Me acuerdo de sus ojos
azules anegados en lágrimas expresando su sufrimiento y la asunción de la culpa por su "fracaso" en el
mundo. Personas como ella forman parte de ,las legiones de ofendidos que no
ubican la razón de ser de su dolor en la perversidad del sistema social,
económico, político en que viven, sino en su propia incompetencia. Mientras se
sientan así, piensen así y actúen así, reforzarán el poder del sistema. Se
vuelven conniventes con el orden deshumanizante.
La
alfabetización en un área de miseria, por ejemplo, sólo adquiere sentido en la
dimensión humana si, con ella, se realiza una especie de psicoanálisis
histórico-político-social del que vaya resultando la extraversión de la culpa
indebida. Esto corresponde a la "expulsión" del opresor de
"dentro" del oprimido, en cuanto sombra
invasora. Sombra que, expulsada por el oprimido, debe ser sustituida por su
autonomía y su responsabilidad. Sin embargo, hay que destacar que pese a la relevancia
ética y política del esfuerzo conscientizador que acabo de señalar, no es
posible detenerse en él y dejar relegada a un segundo plano la enseñanza de la
escritura y de la lectura de la palabra. Desde una perspectiva democrática, no
podemos transformar una clase de alfabetización en un espacio donde se prohibe
toda reflexión en torno de la razón de ser de los hechos ni tampoco en una
"asamblea libertadora". La tarea fundamental de los Danilson, entre
los cuales me sitúo, es experimentar con intensidad la dialéctica entre
"Ia lectura del mundo" y la "lectura de la palabra".
"Programados
para aprender" e imposibilitados de vivir sin la referencia de un mañana,
donde quiera que haya mujeres y hombres habrá siempre qué hacer, habrá siempre
qué enseñar, habrá siempre qué aprender.
No
obstante, para mí nada de eso tiene sentido si se lo realiza contra la vocación
para el "ser más", que se constituye histórica y socialmente, y en el
que mujeres y hombres estamos insertos.
9.
Enseñar exige curiosidad.
Un poco más sobre la curiosidad
Si
existe una práctica ejemplar como negación de la experiencia formadora es la
que dificulta o inhibe la curiosidad del educando y, en consecuencia, la del
educador. Es que el educador que sigue procedimientos autoritarios o
parternalistas que impiden o dificultan el ejercicio de la curiosidad del
educando, termina por entorpecer su propia curiosidad. Ninguna curiosidad se
sustenta éticamente en el ejercicio de la negación de la otra curiosidad. La
curiosidad de los padres que sólo se experimenta en el sentido de saber cómo y dónde anda la curiosidad de los hijos se burocratiza y perece. La
curiosidad que silencia a otra también se niega a sí misma. El buen clima
pedagógico-democrático es aquel en el que el educando va aprendiendo, a costa
de su propia práctica, que su curiosidad como su libertad debe estar sujeta a
límites, pero en ejercicio permanente. Límites asumidos éticamente por él. Mi
curiosidad no tiene derecho de invadir la privacidad del otro y exponerla a los
demás.
Como
profesor debo saber que sin la curiosidad que me mueve, que me inquieta, que me
inserta en la búsqueda, no aprendo ni
enseño. Ejercer mi curiosidad de
manera correcta es un derecho que tengo como persona y al que corresponde el
deber de luchar por él, el derecho a la curiosidad. Con la curiosidad domesticada puedo alcanzar la
memorización mecánica del perfil de este o de aquel objeto, pero no el
aprendizaje real o el conocimiento cabal del objeto. La construcción o la
producción del conocimiento del objeto implica el ejercicio de la curiosidad,
su capacidad crítica de "tomar distan- cia" del objeto, de
observarlo, de delimitarlo, de escindirlo, de "cercar" el objeto o
hacer su aproximación metódica, su
capacidad de comparar, de preguntar.
Estimular
la pregunta, la reflexión crítica sobre la propia pregunta, lo que se pretende
con esta o con aquella pregunta en lugar de la pasividad frente a las
explicaciones discursivas del profesor, especie de respuestas a preguntas que nunca fueron hechas. Esto no significa
realmente que, en nombre de la defensa de la curiosidad necesaria, debamos
reducir la actividad docente al puro ir y venir de preguntas y respuestas que
se esterilizan burocráticamente. La capacidad de diálogo no niega la validez de
momentos explicativos, narrativos, en que el profesor expone o habla del
objeto. Lo fundamental es, que profesor y alumnos sepan que la postura que
ellos, profesor y alumnos, adoptan, es dialógica,
abierta, curiosa, indagadora y no pasiva, en cuanto habla o en cuanto escucha.
Lo que importa es que profesor y alumnos se asuman como seres epistemológicamente curiosos.
En
este sentido, el buen profesor es el que consigue, mientras habla, traer al
alumno hasta la intimidad del movimiento de
su pensamiento. De esa manera su aula es un desafío y no una "canción de
cuna". Sus alumnos se cansan, no
se duermen. Se cansan porque
acompañan las idas y venidas de su pensamiento, descubren sus pausas, sus
dudas, sus incertidumbres.
Antes
de cualquier discusión tentativa sobre técnicas, sobre materiales, sobre
métodos para una clase dinámica como ésa, es preciso, incluso indispensable,
que el profesor "descanse" en el saber
de que la piedra fundamental es la curiosidad del ser humano. Es ella la
que me hace preguntar, conocer, actuar, pero preguntar, reconocer.
Sería
una buena tarea para un fin de semana proponer a un grupo de alumnos que
registrara, cada uno por su lado, las formas de curiosidad más sobresalientes
que los hayan asaltado, en razón de qué, de cuál situación derivada de
noticieros de televisión, de propaganda, de videogame,
del gesto de alguien, no importa. Qué "tratamiento" dieron a la
curiosidad, si ésta fue fácilmente superada o si, por el contrario, condujo a
otro tipo de curiosidad. Si en el proceso curioso consultaron fuentes,
diccionarios, computadoras, libros, si hicieron preguntas a otros. Si la
curiosidad en cuanto desafío provocó algún conocimiento provisional de algo, o
no. Qué sintieron cuando se sorprendieron trabajando su propia curiosidad. Es
posible que, preparados para pensar la propia curiosidad, hayan sido menos
curiosas o curiosos.
El
experimento se podría ajustar y profundizar al punto, por ejemplo, de realizar
un seminario quincenal para debatir los diversos tipos de curiosidad así como
sus desdoblamientos.
El
ejercicio de la curiosidad la hace más críticamente curiosa, más metódicamente
"perseguidora" de su objeto. Cuanto más se intensifica la curiosidad
espontánea, pero sobre todo, cuanto más se "rigoriza," tanto más
epistemológica se va volviendo.
Nunca
fui un admirador ingenuo de la tecnología: no la divinizo, por un lado, ni la
satanizo, por el otro. Por eso mismo siempre estuve en paz para lidiar con
ella. No tengo ninguna duda del enorme potencial de estímulos y desafíos a la
curiosidad que la tecnología coloca al servicio de los niños y de los
adolescentes de las llamadas clases sociales favorecidas. No fue por otra razón
que, cuando yo era secretario de Educación de la ciudad de Sao Paulo, hice que
la computadora llegara a la red de escuelas municipales. Nadie mejor que mis
nietos y nieta para hablarme de su curiosidad despertada por las computadoras
con las cuales conviven.
El
ejercicio de la curiosidad convoca a la imaginación, a la intuición, a las
emociones, a la capacidad de conjeturar, de comparar, para que participen en la
búsqueda del perfil del objeto o del hallazgo de su razón de ser. Un ruido, por
ejemplo, puede provocar mi curiosidad. Observo el espacio donde parece que se
está verificando, Aguzo el oído. Procuro comparar con otro ruido cuya razón de
ser ya conozco. Investigo mejor el espacio. Admito varias hipótesis en tomo de
la posibilidad del origen del ruido. Elimino algunas hasta que llego a su
explicación.
Una
vez satisfecha una curiosidad, la capacidad que tengo de inquietarme y buscar
continúa en pie. No habría existencia humana sin nuestra apertura de nuestro
ser al mundo, sin la transitividad de nuestra conciencia.
Cuanto
más realizo estas operaciones con un mayor rigor metódico tanto más me aproximo
con mayor exactitud a los hallazgos de mi curiosidad.
Uno
de los saberes fundamentales para mi práctica educativo-crítica es el que me
advierte de la necesaria promoción de la curiosidad espontánea a curiosidad
epistemológica.
Otro
saber indispensable a la práctica educativo-crítica es el que me dice cómo
lidiar con la relación autoridad-libertad,[7] siempre tensa y que genera
tanto disciplina como indisciplina.
La
disciplina, que resulta de la armonía o del equilibrio entre autoridad y
libertad, implica por necesidad el respeto de la una por la otra que se expresa
en la asunción que hacen ambas de límites que no pueden ser transgredidos.
El
autoritarismo y el libertinaje son rupturas del tenso equilibrio entre
autoridad y libertad. El autoritarismo es la ruptura en favor de la autoridad
contra la libertad y el libertinaje, la ruptura en favor de la libertad contra
la autoridad. Autoritarismo y libertinaje son formas indisciplinadas de
comportamiento que niegan lo que vengo llamando vocación ontológica del ser
humano.[8]
Así
como no existe disciplina en el autoritarismo o en el libertinaje, en rigor
tanto la autoridad como la libertad desaparecen de ambos. Solamente en las
prácticas en que el autoritarismo y la libertad se afirman y se preservan como
tales, por lo tanto en el respeto mutuo, es cuando se puede hablar de prácticas
disciplinadas como también de prácticas favorables a la vocación para el ser
más.
En
función de nuestro pasado autoritario, no siempre impugnado con seguridad por
una modernidad ambigua, oscilamos entre formas autoritarias y formas
libertinas. Entre una cierta tiranía de la libertad y la exacerbación de la
autoridad o también en la combinación de ambas hipótesis.
Lo
mejor sería que experimentáramos la confrontación realmente tensa en la que, la
autoridad por un lado y la libertad por el otro, midiéndose, se evaluaran y
fueran aprendiendo a ser o a estar siendo ellas mismas, en la producción de
situaciones dialógicas. Para esto es indispensable que ambas, autoridad y
libertad, se vayan convirtiendo cada vez más al ideal del respeto común, única
manera de legitimarse.
Comencemos por reflexionar sobre algunas de las
cualidades que la autoridad docente democrática necesita encarnar en sus
relaciones con la libertad de los alumnos. Es interesante observar que mi
experiencia discente es fundamental
para la práctica docente que tendré mañana o que estoy teniendo ahora de manera
simultánea con aquélla. Es viviendo críticamente mi libertad de alumno o de
alumna como, en gran parte, me preparo para asumir o rehacer el ejercicio de mi
autoridad de profesor. Para eso, como alumno que hoy sueña con enseñar mañana o
como alumno que ya enseña hoy, debo tener como objeto de mi curiosidad las
experiencias que vengo teniendo con varios profesores, y las mías propias, si
las tengo, con mis alumnos. Lo que quiero decir es lo siguiente: no debo pensar
tan sólo en los contenidos programáticos que son expuestos o discutidos por los
profesores de las diferentes materias sino, al mismo tiempo, de la manera más
abierta., dialógica, o más cerrada, autoritaria, en cómo este o aquel profesor
enseña.
[1] Véase David
Crystai, The Cambridge encyclopedia of
language. Cambridge,
Cambridge University Press, 1987.
[2] Véase
Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza,
op. cit. Véase Paulo Freire, À sombra
desta mangueira, op. cit
[3]
François Jacob, op. cit.
[4] Véase
Paulo Freire, Cartas a Cristina, op. cit.
[5] Véase
Paulo Freire, Cartas a quien pretende enseñar, México, Siglo XXI,
1994.
[6]
Insisto en la lectura de Cartas a quien
pretende enseñar, op. cit.
* Forma usual en
Brasil de llamar a los maestros y a las maestras. [E]
*
Conjuntos habitacionales miserables típicos del Nordeste, equivalentes a las
favelas cariocas, con frecuencia construidos en áreas encharcadas. [T]
[7] Véase
Paulo Freire, Cartas a quien pretende
enseñar op. cit.
[8] Véase
Paulo Freire, Pedagogía del oprimido. op.
cit.
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