miércoles, 11 de diciembre de 2013

Enseñar no es Transferir Conocimiento por Paulo Freire












El acto de enseñar es complejo puesto que en palabras del mismo Freire, nadie enseña a nadie y todos sino que compartimos conjuntamente una lectura del mundo. En este sentido, enseñar no es transferir conocimientos sino crear condiciones donde éste pueda producirse, donde  cada quien tenga la posibilidad de crear, inventar y errar para encontrar su propio proceso de aprendizaje y que este llegue a ser aprehendizaje, en el entendido que sea útil a la vida misma.

Enseñar no es Transferir Conocimiento

Paulo Freire


(Tomado de: Paulo Freire. Pedagogía de la Autonomía. México, Siglo XXI,
1° edic en español, 1997, citado de la undécima edición en español, 2006, pp. 47-87)

Las consideraciones o reflexiones hechas hasta ahora son desdoblamientos de un primer saber señalado inicialmente como necesario para la  formación docente desde una perspectiva progresista. Saber que enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su propia producción o construcción. Cuando entro en un salón de clases debo actuar como un ser abierto a indagaciones, a la curiosidad y a las preguntas de los alumnos, a sus inhibiciones; un ser crítico e indagador, inquieto ante la tarea que tengo –la de enseñar y no la de transferir conocimientos.
Es preciso insistir: este saber necesario al profesor –que enseñar no es transferir conocimiento– no sólo requiere ser aprehendido por él y por los educandos en sus razones de ser: ontológica, política, ética, epistemológica, pedagógica, sino que también requiere ser constantemente testimoniado, vivido.
Como profesor en un curso de formación docente no puedo agotar mi práctica discutiendo sobre la Teoría de la no extensión del conocimiento. No puedo sólo pronunciar bellas frases sobre las razones ontológicas, epistemológicas y políticas de la Teoría. Mi discurso sobre la Teoría debe ser el ejemplo concreto, práctico, de la teoría. Su encarnación. Al hablar de construcción del conocimiento, criticando su extensión, ya debo estar envuelto por ella, y en ella la construcción debe estar envolviendo a los alumnos.
Fuera de eso, me enredo en la trama de contradicciones en la cual mi testimonio, inauténtico, pierde eficacia. Me vuelvo tan falso como quien pretende estimular el clima democrático en la escuela por medios y caminos autoritarios. Tan fingido como quien dice combatir el racismo pero, al preguntársele si conoce a Madalena, dice: "La conozco. Es negra pero es competente y decente." Nunca oí a nadie decir que conoce a Celia, que es rubia, de ojos azules, pero es competente y decente. En el discurso que describe a Madalena, negra, cabe la conjunción adversativa pero; en el que hace el perfil de Celia, rubia de ojos azules, la conjunción adversativa es un contrasentido. La comprensión del papel de las conjunciones que, uniendo enunciados entre sí, impregnan la relación que establecen de cierto sentido, o de causalidad, hablo porque rechazo el silencio, o de adversidad, trataron de dominarlo pero no lo consiguieron, o de finalidad, Pedro luchó para que quedase clara su posición, o de integración, Pedro sabía que ella volvería, no es suficiente para explicar el uso de la adversativa pero en la relación entre la oración Madalena es negra y Madalena es competente y decente. Allí la conjunción pero implica un juicio falso, ideológico: por ser negra, se espera que Madalena no sea competente ni decente. Sin embargo, al reconocerse su decencia y su competencia la conjunción pero se volvió indispensable. En el caso de Celia, es un disparate que, siendo rubia de ojos azules, no sea competente y decente. De allí el sinsentido de la adversativa. La razón es ideológica y no gramatical.
Pensar acertadamente -y saber que enseñar no es transferir conocimiento es en esencia pensar acertadamente- es una postura exigente, difícil, a veces penosa, que tenemos que asumir frente a los otros y con los otros, de cara al mundo y a los hechos, ante nosotros mismos. Es difícil, no porque pensar acertadamente sea una forma propia de pensar de los santos y de los ángeles a la cual nosotros aspirásemos de manera arrogante. Es difícil, entre otras cosas, por la vigilancia constante que tenemos que ejercer sobre nosotros mismos para evitar los simplismos, las facilidades, las incoherencias burdas. Es difícil porque no siempre tenemos el valor indispensable para no permitir que la rabia que podemos sentir por alguien se convierta en una rabia que genere un pensar equivocado y falso. Por más que una persona me desagrade yo no puedo menospreciarla con un discurso en el cual, creído de mí mismo, decreto su incompetencia absoluta. Discurso en que, engreídamente, la trato con desdén, desde lo alto de mi falsa superioridad. A mí no me da rabia sino pena cuando personas así rabiosas, erigidas en actitud de genio, me minimizan y menoscaban.
Es fatigoso, por ejemplo, vivir la humildad, condición sine qua non del pensar acertadamente, que nos hace proclamar nuestro propio equívoco, que nos hace reconocer y anunciar la superación que sufrimos.
El clima del pensar acertado no tiene nada que ver con el de las fórmulas preestablecidas, pero sería la negación de ese pensar si pretendiéramos forjarlo en la atmósfera del libertinaje o del espontaneísmo. Sin rigor metódico no existe el pensar acertado.

1.  Enseñar exige conciencia del inacabamiento
Como profesor crítico, yo soy un "aventurero" responsable, predispuesto al cambio, a la aceptación de lo diferente. Nada de 10 que experimenté en mi vivencia docente debe necesariamente repetirse. Repito, sin embargo, como inevitable, la inmunidad de mí mismo, radical, delante de los otros y del mundo. Mi inmunidad ante los otros y ante el mundo mismo es la manera radical en que me experimento como ser cultural, histórico, inacabado y consciente del inacabamiento.
Así llegamos al punto del que quizá deberíamos haber partido. El del inacabamiento del ser humano. En verdad, el inacabamiento del ser o su inconclusión es propio de la experiencia vital. Donde hay vida, hay inacabamiento. Pero sólo entre hombres y mujeres el inacabamiento se tornó consciente. La invención  de la existencia a partir de los materiales que la vida ofrecía llevó a hombres y mujeres a promover el soporte en que los otros animales continúan, en mundo. Su mundo, mundo de hombres y mujeres. La experiencia humana en el mundo varía de calidad con relación a la vida animal en et soporte. El soporte es el espacio, restringido o extenso, al que el animal se prende “afectivamente" para resistir; es el espacio necesario para su crecimiento y e que delimita su territorio. Es el espacio en el que,  entrenado, adiestrado, "aprende" a sobrevivir, a cazar, a atacar, a defenderse en un tiempo dependencia de los adultos inmensamente menor del que el ser humano necesita para las mismas cosas. Cuanto más cultural es el ser, mayor su infancia, su dependencia de cuidados especiales. Al "movimiento" de los otros animales en el soporte le falta el lenguaje conceptual, la inteligibilidad del propio soporte de donde resultaría inevitablemente la comunicabilidad de lo entendido, el asombro delante de la vida misma, de lo que contiene de misterio, En el soporte, los comportamientos de los individuos son mucho más explicables por la especie a la que pertenecen que por ellos mismos. Les falta libertad de opción. Por eso no se habla de ética entre los elefantes.
La vida en el soporte no implica el lenguaje ni la postura, erecta que permitió la liberación de las manos.[1] Manos que, en gran medida, nos hicieron. Cuanto mayor se fue volviendo la solidaridad entre manos y mente tanto más el soporte se fue convirtiendo en mundo y la vida en existencia. El soporte se fue haciendo mundo y la vida, existencia, al paso en que el cuerpo humano se hizo cuerpo consciente, captador, aprendedor, transformador, creador de belleza y no “espacio" vacío para ser llenado con contenidos.
La invención de la existencia implica, hay que repetirlo, necesariamente el lenguaje, la cultura,  la comunicación en niveles más profundos y complejos que lo que ocurría y en el dominio de la vida, la “espiritualización" del mundo, la posibilidad de embellecer o de afear el mundo y todo eso definiría a mujeres y hombres como seres éticos. Capaces de intervenir el mundo, de comparar, de juzgar, de decidir, de romper, de escoger, capaces de grandes acciones, de testimonios dignificantes, pero capaces también de impensables ejemplos de bajeza e indignidad. Sólo los seres que se volvieron éticos pueden romper con la ética. No se sabe de leones que hayan asesinado cobardemente leones del mismo o de otro grupo familiar, y después hayan visitado a sus “familiares” para llevarles su solidaridad. No se sabe de tigres africanos que hayan lanzado bombas altamente destructoras en “ciudades” de tigres asiáticos.
A partir del momento en que los seres humanos, al intervenir en el soporte, fueron creando el mundo, inventaron el lenguaje con que pasaron a darle nombre a las cosas que hacían con su acción sobre el mundo, en Ia medida en que se fueron preparando para entender el mundo y crearon en consecuencia la necesaria comunicabilidad de lo entendido, ya no fue posible existir salvo estando disponible a la tensión radical y profunda entre el bien y el mal, entre la dignidad y la indignidad, entre la decencia y el impudor, entre la belleza y la fealdad del mundo. Es decir, ya no fue posible existir sin asumir el derecho o el deber de optar, de decidir, de luchar, de hacer política. Y todo eso nos lleva de nuevo a lo imperioso de la práctica formadora, de naturaleza eminentemente ética. Y todo eso nos lleva de nuevo al radicalismo de la esperanza. Sé que las cosas pueden incluso empeorar, pero también sé que es posible intervenir para mejorarlas.
Me gusta ser hombre, ser persona, porque no está dado como cierto, inequívoco, irrevocable que soy o seré decente, que manifestaré siempre gestos puros, que soy y que seré justo, que respetaré a los otros, que no mentiré escondiendo su valor porque la envidia de su presencia en el mundo me molesta y me llena de rabia. Me gusta ser hombre, ser persona, porque sé que mi paso por el mundo no es algo predeterminado, preestablecido. Que mi "destino" no es un dato sino algo que necesita ser hecho y de cuya responsabilidad no puedo escapar. Me gusta ser persona porque la Historia en que me hago con los otros y de cuya hechura participo es un tiempo de posibilidades y no de determinismo. Eso explica que insista tanto en la problematización del futuro y que rechace su inexorabilidad.

2.  Enseñar exige el reconocimiento de ser condicionado
Me gusta ser persona porque, inacabado, sé que soy un ser condicionado pero, consciente del inacabamiento, sé que puedo superarlo. Ésta es la diferencia profunda entre el ser condicionado y el ser determinado. La diferencia entre el inacabado que no se sabe como tal y el inacabado que histórica y socialmente logró la posibilidad de saberse inacabado. Me gusta ser persona porque, como tal, percibo a fin de cuentas que la construcción de mi presencia en el mundo, que no se consigue en el aislamiento, inmune a la influencia de las fuerzas sociales, que no se comprende fuera de la tensión entre lo que heredo genéticamente y lo que heredo social, cultural e históricamente, tiene mucho que ver conmigo mismo. Sería irónico si la conciencia de mi presencia en el mundo no implicara en sí misma el reconocimiento de la imposibilidad de mi ausencia en la construcción de mi propia presencia. No puedo percibirme como una presencia en el mundo y al mismo tiempo explicarla como resultado de operaciones absolutamente ajenas a mí. En este caso, lo que hago es renunciar a la responsabilidad ética, histórica, política y social a que nos compromete la promoción del soporte de mundo. Renuncio a participar en el cumplimiento de la vocación ontológica de intervenir en el mundo. El hecho de percibirme en el mundo, con el mundo y con los otros, me pone en una posición ante el mundo que no es la de quien nada tiene que ver con él. Al fin y al cabo, mi presencia en el mundo no es la de quien se adapta a él, sino la de quien se inserta en él. Es la posición de quien lucha para no ser tan sólo un objeto, sino también un sujeto de la Historia.
Me gusta ser persona porque, aun sabiendo que las condiciones materiales, económicas, sociales y políticas, culturales e ideológicas en que nos encontramos generan casi siempre barreras de difícil superación para la realización de nuestra tarea histórica de cambiar el mundo, también sé que los obstáculos no se eternizan.
En los años sesenta, ya preocupado por esos obstáculos, apelé  a la conscientización no como una panacea, sino como un esfuerzo de conocimiento crítico de los obstáculos, valga la expresión, de sus razones de ser. Contra toda la fuerza del discurso fatalista neoliberal, pragmático y reaccionario, insisto hoy, sin desvíos idealistas, en  la necesidad de la conscientización. Insisto en su actualización. En verdad, como instrumento para la profundización de la prise de consciense del mundo, de los hechos, de los acontecimientos, la conscientización es una exigencia humana, es uno de los caminos para la puesta en práctica de la curiosidad epistemológica. En lugar de extraña, la conscientización es natural al ser que, inacabado, se sabe inacabado. Por eso la cuestión sustantiva no está en el inacabamiento puro ni en la inconclusión pura. La inconclusión, repito, forma parte de la naturaleza del fenómeno vital. Inconclusos somos nosotros, mujeres y hombres pero también inconclusas son jaboticabeiras que, durante la cosecha, llenan mi jardín de aves canoras, inconclusas son esas aves como inconcluso es Eico, mi pastor alemán, que me "saluda" feliz al empezar la mañana.
Entre nosotros, mujeres y hombres, a la inconclusión se le conoce como tal. Es más, la inconclusión que se reconoce a sí misma implica necesariamente la inserción del sujeto inacabado en un permanente proceso social de búsqueda. Histórico-socio-culturales, mujeres y hombres nos volvemos seres en quienes la curiosidad, desbordando los límites que le son peculiares en el dominio vital, se torna fundadora de la producción del conocimiento. Es  más, la curiosidad ya es conocimiento. Como el lenguaje que anima la curiosidad y con ella se anima,  también es conocimiento y no sólo su expresión.
Una madrugada, hace algunos meses, estábamos Nita  y yo, cansados, en la sala de embarque de un aeropuerto del norte del país, esperando la partida para São Paulo en uno de esos vuelos madrugadores que la sabiduría popular llama “vuelo tecolote"'. Cansados y realmente arrepentidos de no haber cambiado el esquema de vuelvo. Una criatura de tierna edad, saltarina y alegre, nos puso, finalmente, de buen humor a pesar de la hora, tan inconveniente para nosotros.
Llega un avión. Curiosa, la criatura inclina la cabeza para buscar el sonido de los motores. Se vuelve hacia su madre y dice: “El avión todavía llegó". Sin comentar, la madre afirma: “El avión ya llegó.” Silencio. La criatura corre hasta el extremo de la sala y retorna. "El avión ya llegó, dice. El discurso de la criatura, que llevaba implícita su posición curiosa ante lo que ocurría, afirmaba primero el conocimiento de la acción de llegar del avión, segundo el conocimiento de la temporalización de la acción en el adverbio ya. El discurso de la criatura indicaba el conocimiento desde el punto de vista del hecho concreto: el  avión llegó y ese conocimiento desde el punto de vista infantil es el que, entre otras cosas condujo al dominio de la circunstancia adverbial de tiempo, con el ya.
Volvamos un poco a nuestra reflexión anterior. Presente entre nosotros, mujeres y hombres, la conciencia del inacabamiento nos hizo seres responsables, por eso la eticidad de nuestra presencia en el mundo. Eticidad que, no cabe duda, podemos traicionar. El mundo de la cultura que se prolonga en el mundo de la historia es un mundo de libertad, de opción, de decisión, mundo de posibilidades donde la decencia puede ser negada, la libertad ofendida y rechazada. Por eso mismo la capacitación de mujeres y hombres en el ámbito de saberes instrumentales nunca puede prescindir de su formación ética. El radicalismo de esta exigencia es tal que ni siquiera deberíamos tener que insistir en la formación ética del ser al hablar de su preparación técnica y científica. Es fundamental que insistamos en ella precisamente porque, inacabados pero conscientes del inacabamiento, seres de opción, de decisión, éticos, podemos negar o traicionar la propia ética. El educador que, al enseñar geografía, "castra" la curiosidad del educando en nombre de la eficacia de la memorización mecánica de la enseñanza de los contenidos, limita la libertad del educan- do, su capacidad de aventurarse. No forma, domestica. Tal como quien asume la ideología fatalista incrustada en el discurso neoliberal, de vez en cuando criticada en este texto, y aplicada preponderantemente a las situaciones en que el paciente son las clases populares. "No hay nada que hacer, el desempleo es una fatalidad de fin del siglo."
El "pasear" goloso de los billones de dólares que, en el mercado financiero, "vuelan" de un lugar a otro con la rapidez de los fax, en su búsqueda insaciable de más lucro, no es tratado como fatalidad. No son las clases populares los objetos inmediatos de su maldad. Por eso se habla de la necesidad de disciplinar el "pasear" de los dólares.
En el caso de nuestra reforma agraria, la disciplina que se necesita, según los dueños del mundo, es la que apacigüe, a cualquier costo, a los turbulentos y revoltosos "sin-tierra". La reforma agraria tampoco se convierte en una fatalidad. Su necesidad es una invención absurda de falsos brasileños, proclaman los codiciosos señores de las tierras.
Continuemos pensando un poco sobre la inconclusión del ser que se sabe inconcluso, no la inconclusión pura, en sí, del ser que, en el soporte, no se volvió capaz de reconocerse interminado. La conciencia del mundo y la conciencia de sí como ser inacabado inscriben necesariamente al ser consciente de su inconclusión en un permanente movimiento de búsqueda. En realidad, sería una contradicción si, inacabado y consciente del inacabamiento, el ser humano no se insertara en tal movimiento. Es en este sentido como, para mujeres y hombres, estar en el mundo significa necesariamente estar con el mundo y con los otros. Estar en el mundo sin hacer historia, sin ser hecho por ella, sin hacer cultura, sin "tratar" su propia presencia en el mundo, sin soñar, sin cantar, sin hacer música, sin pintar, sin cuidar de la tierra, de las aguas, sin usar las manos, sin esculpir, sin filosofar, sin puntos de vista sobre el mundo, sin hacer ciencia, o teología, sin asombro ante el misterio, sin aprender, sin enseñar, sin ideas de formación, sin politizar no es posible.
Es en la inconclusión del ser, que se sabe como tal, donde se funda la educación como un proceso permanente. Mujeres y hombres se hicieron educables en la medida en que se reconocieron inacabados. No fue la educación la que los hizo educables, sino que fue la conciencia de su inconclusión la que generó su educabilidad. También es en la inconclusión, de la cual nos hacemos conscientes y que nos introduce en el movimiento permanente de búsqueda, donde se cimenta la esperanza. "No estoy esperanzado", dije cierta vez, por pura testarudez, pero por exigencia ontológica.[2]
Éste es un saber fundador de nuestra práctica educativa, de la formación docente, y de nuestra inconclusión asumida. Lo ideal es que, en la experiencia educativa educandos, educadoras y educadores, juntos, “convivan" con este y con otros saberes de los que hablaré de tal manera que se vayan volviendo sabiduría. Algo que no nos es extraño a educadoras y educadores. Cuando salgo de casa para trabajar con los alumnos, no tengo ninguna duda de que, inacabados y conscientes del inacabamiento, abiertos a la búsqueda, curiosos, “programados” pero, para aprender",[3]  ejercitaremos tanto más y mejor nuestra capacidad de aprender y de enseñar cuanto más nos hagamos sujetos y no puros objetos del proceso.

3.  Enseñar exige respeto a la autonomía del ser del educando
Otro saber necesario  a la práctica educativa,  y que se apoya en la misma raíz que acabo de discutir -la de la inconclusión del ser que se sabe inconcluso-, es el que se refiere al respeto debido a la autonomía del ser del educando. Del educando niño, joven o adulto. Como  educador, debo estar constantemente alerta con relación a este respeto, que implica igualmente el que debo tener por mí mismo. No está de más repetir una afirmación hecha varias veces a lo largo de este texto –el inacabamiento  de que nos hicimos conscientes nos hizo seres éticos. El respeto a la autonomía y a la dignidad de cada uno es un imperativo ético y no un favor que podemos o no concedernos unos a los otros. Precisamente por éticos es  por lo que podemos desacatar el rigor de la ética y llegar a su negación, por eso es imprescindible dejar claro que la posibilidad del desvío ético no puede recibir otra designación que la de transgresión. El profesor que menosprecia la curiosidad del educando, su gusto estético, su inquietud, su lenguaje, más precisamente su sintaxis y su prosodia; el  profesor que  trata con ironía al alumno, que lo minimiza, que lo manda “ponerse en su lugar” al más Ieve indicio de su rebeldía legítima, así como el profesor que  elude el cumplimiento de su deber de poner límites a la libertad del alumno, que esquiva el deber de enseñar, de estar respetuosamente presente en la experiencia formadora del educando, transgrede los principios fundamentalmente éticos de nuestra existencia. Es en este sentido como el profesor autoritario, que por eso mismo ahoga la libertad del educando, al menospreciar su derecho de. ser curioso e inquieto, tanto como el profesor permisivo rompe con el radicalismo del ser humano -el de su inconclusión asumida  donde se  arraiga la eticidad. Es también en este sentido como la capacidad del diálogo verdadera, en la cual los sujetos dialógicos aprenden y crecen en Ia diferencia, sobre todo en su respeto, es la forma de estar siendo coherentemente exigida por seres que, inacabados, asumiéndose como tales, se tornan radicalmente éticos. Es preciso dejar  claro que la  transgresión de la eticidad nunca puede ser vista o entendida como virtud, sino como ruptura de la decencia. Lo que quiero decir es lo siguiente:  que alguien  se vuelva machista, racista, clasista, lo que sea, pero que se asuma como transgresor de la naturaleza humana. Que no se venga con justificaciones genéticas, sociológicas o históricas o filosóficas para explicar la superioridad de la blanquitud sobre la negritud, de los hombres sobre las mujeres, de los patrones sobre los empleados. Cualquier discriminación es inmoral y luchar contra ella es un deber por más que se reconozca la fuerza de los condicionamientos que hay que enfrentar. Lo bello de ser persona se encuentra, entre otras cosas, en esa posibilidad y en ese deber de pelear. Saber que debo respeto a la autonomía y a la identidad del educando exige de mí una práctica totalmente coherente con ese saber.

4.  Enseñar exige buen juicio
La vigilancia de mi buen juicio tiene una importancia enorme en la evaluación que, a cada instante, debo hacer de mi práctica. Antes, por ejemplo, de cualquier re- flexión más detenida y rigurosa, es mi buen juicio el que me indica ser tan negativo, desde el punto de vista de mi tarea docente, el formalismo insensible que me hace rechazar el trabajo de un alumno porque está fuera de plazo, a pesar de las explicaciones convincentes del alumno, como el menosprecio pleno por los principios reguladores de la entrega de los trabajos. Es mi buen juicio el que me advierte que ejercer mi autoridad de profesor en la clase, tomando decisiones, orientando actividades, estableciendo tareas, logrando la producción individual y colectiva del grupo no es señal de autoritarismo de mi parte. Es mi autoridad cumpliendo con su deber. Todavía no resolvemos bien entre nosotros la tensión que la contradicción autoridad-libertad nos crea y confundimos casi siempre autoridad con autoritarismo, libertinaje con libertad.
No necesito de un profesor de ética para decirme que no puedo, como orientador de tesis de maestría o de doctorado, sorprender al que se está posgraduando con críticas duras a su trabajo porque uno de los examinadores fue severo en su argumentación. Si esto ocurre y yo coincido con las críticas hechas por el profesor no hay otro camino que el de solidarizarme públicamente con el que se está orientando, dividiendo con él la responsabilidad del equívoco o del error criticado.[4] No necesito un profesor de ética para decirme esto.
Mi buen juicio me lo dice.
Saber que debo respeto a la autonomía, a la dignidad y a la identidad del educando y, en la práctica, buscar la coherencia con este saber, me lleva inapelablemente a la creación de algunas virtudes o cualidades sin las cuales ese saber se vuelve falso, palabrería vacía e inoperante.[5]  No sirve para nada, a no ser para irritar al educando y desmoralizar el discurso hipócrita del educador, hablar de democracia y libertad pero imponiendo al educando la voluntad arrogante del maestro.
El ejercicio del buen juicio, del cual sólo obtendremos ventajas, se hace en el "cuerpo" de la curiosidad. En este sentido, cuanto más ponemos en práctica de manera metódica nuestra capacidad de indagar, de comparar, de dudar, de verificar, tanto más eficazmente curiosos nos podemos volver y más crítico se puede hacer nuestro buen juicio. El ejercicio o la educación del buen juicio va superando lo que en él existe de instintivo en la evaluación que hacemos de los hechos y de los acontecimientos en que nos vemos envueltos. Si el buen juicio no basta para orientar o fundamentar mis tácticas de lucha en alguna evaluación moral que hago, tiene sin .embargo, indiscutiblemente, un importante papel en mi toma de posición, de la cual la ética no puede estar ausente, frente a lo que debo hacer.
Mi buen juicio me dice, por ejemplo, que es inmoral afirmar que el hambre y la miseria a que están expuestos millones de brasileñas y brasileños son una fatalidad frente a la cual sólo hay una cosa que para hacer: esperar pacientemente a que cambie la realidad. Mi buen juicio me dice que eso  es inmoral y exige de mi rigor científico la afirmación de que es posible cambiar con disciplina la voracidad de la minoría insaciable:
Mi buen juicio me advierte que hay algo que debe ser comprendido en el comportamiento de Pedrito, silencioso, asustado, distante, temeroso, que se esconde de sí mismo. EI buen juicio me  indica que el problema no está en los otros niños, en su inquietud, en su alboroto, en su vitalidad. Mi buen juicio no me indica cuál es el problema, pero hace evidente que hay algo que necesita ser sabido. Ésta es la tarea de la ciencia que, sin el buen juicio del científico, puede desviarse y perderse.     No tengo duda del fracaso del científico a quien  le falte la capacidad de adivinar el sentido de la desconfianza, la apertura a la duda, Ia inquietud de quien no está demasiado seguro de las certezas. Siento lástima, y a veces miedo, del científico demasiado seguro de la seguridad, señor de Ia verdad y que ni siquiera sospecha de la historicidad del propio saber.
Es mi buen juicio, en primer lugar, el  que me hace sospechar, como mínimo que no es posible que la escuela, sí está de  verdad involucrada en la formación de  educandos educadores, se aleje de las condiciones sociales, culturales, económicas de sus alumnos, de sus familias, de sus vecinos.
No es posible respetar a los educandos, su dignidad, su ser en formación, su identidad en construcción, si  no se toman en cuenta las condiciones en que ellos vienen existiendo, si no se reconoce la importancia de los "conocimientos hechos de experiencia” con que llegan a la escuela. El respeto debido a dignidad deI educando no me permite subestimar,  o Io que es peor, burlarme del saber que él trae consigo a la escuela.
Cuanto más riguroso me vuelvo en mi práctica de conocer, tanto más respeto debo guardar, por crítico, con relación al saber ingenuo que debe ser superado por el saber producido  a través del ejercicio de la curiosidad epistemológica.
Al pensar sobre el deber que tengo, como profesor, de respetar la dignidad del educando, su autonomía, su identidad en proceso, debo también pensar, como ya señalé, en cómo lograr una práctica educativa en la que ese respeto, que sé que debo tener para con el educando, se realice en lugar de ser negado. Esto exige de mí una reflexión crítica permanente sobre mi práctica, a través de la cual  yo voy evaluando mi actuar con los educandos. Lo ideal es que, tarde  temprano, se invente una forma para que los educandos puedan participar de la evaluación. Es que el trabajo es eI trabajo del profesor con los alumnos y no del profesor consigo mismo.
Esta evaluación crítica de la práctica va revelando la necesidad de una serie de virtudes o cualidades sin las cuales ni ella ni el respeto al educando son posibles.
Estas cualidades o virtudes absolutamente indispensables a la puesta en práctica de este otro saber fundamental para la experiencia educativa -saber que debo respeto a la autonomía, a la dignidad y a la identidad del educando- no son premios que recibimos por buen comportamiento. Las cualidades o virtudes son construidas por nosotros al imponernos el esfuerzo  de disminuir la distancia que existe entre lo que decimos y lo que hacemos. Este esfuerzo, el de disminuir la distancia que hay entre el discurso y la práctica, es ya una de esas virtudes indispensables -la de la coherencia. ¿Cómo puedo yo, en verdad, continuar hablando del respeto a la dignidad del educando si lo trato con ironía, si lo discrimino, si lo inhibo con mi arrogancia. ¿Cómo puedo continuar hablando de mi respeto al educando si el testimonio que le doy es el de la irresponsabilidad, el de quien no cumple con su deber, el de quien no se prepara u organiza para su práctica, el de quien no lucha por sus derechos ni protesta contra las injusticias?[6] La práctica docente, específicamente humana, es profundamente formadora y por eso, ética. Si no se puede esperar que sus agentes sean santos o ángeles, se puede y se debe exigir de ellos seriedad y rectitud.
La responsabilidad del profesor que a veces no percibimos siempre es grande. La propia naturaleza de su práctica eminentemente formadora subraya la manera en que se realiza. Su presencia en el salón es de tal manera ejemplar que ningún profesor o profesora escapa al juicio que los alumnos hacen de él o de ella. y tal vez el peor de los juicios es el que se expresa en la "falta" de juicio. El peor juicio es el que considera al profesor una ausencia en el salón.
El profesor autoritario, el profesor permisivo, el profesor competente, serio, el profesor incompetente, irresponsable, el profesor amoroso con la vida y de la gente, el profesor mal querido, siempre con rabia hacia las personas y el mundo, frío, burocrático, racionalista, ninguno de ellos pasa por los alumnos sin dejar su huella. De allí la importancia del ejemplo que ofrezca el profesor de su lucidez y de su compromiso en la pelea por la defensa de sus derechos, así como por la exigencia de las condiciones necesarias para el ejercicio de sus deberes. El profesor tiene el deber de dar sus clases, de realizar su tarea docente. Para eso, requiere condiciones favorables, higiénicas, espaciales, estéticas, sin las cuales se mueve con menos eficacia en el espacio pedagógico. A veces las condiciones son tan malas que ni se mueve. La falta de respeto a este espacio es una ofensa a los educandos, a los educadores y a la práctica pedagógica.

5.  Enseñar exige humildad, tolerancia y lucha en defensa de los derechos de los educadores
Si hay algo que los brasileños necesitan saber, desde la más tierna edad, es que la lucha en favor del respeto a los educadores y a la educación significa que la pelea por salarios menos inmorales es un deber irrecusable y no sólo un derecho. La lucha de los profesores en defensa de sus derechos y de su dignidad debe ser entendida como un momento importante de su práctica docente, en cuanto práctica ética. No es algo externo a la actividad docente, sino algo intrínseco a ella. El combate en favor de la dignidad de la práctica docente es tan parte de ella misma como el respeto que el profesor debe tener a la identidad del educando, a su persona, a su derecho de ser. Uno de los peores males que el poder público nos ha venido haciendo en Brasil, históricamente, desde que la sociedad brasileña se creó, es el de hacer que muchos de nosotros, existencialmente cansados a fuerza de tanta desatención hacia la educación pública, corramos el riesgo de caer en la indiferencia fatalistamente cínica que lleva a cruzar los brazos. "No hay nada que hacer" es el discurso acomodaticio que no podemos aceptar.
Mi respeto de profesor a la persona del educando, a su curiosidad, a su timidez, que no debo agravar con procedimientos inhibitorios, exige de mí el cultivo de la humildad y la tolerancia. ¿Cómo puedo respetar la curiosidad del educando si, carente de humildad y de la real comprensión del papel de la ignorancia en la búsqueda del saber, temo revelar mi desconocimiento? ¿Cómo ser educador, sobre todo desde una perspectiva progresista, sin aprender, con mayor o menor esfuerzo, a convivir con los diferentes? ¿Cómo ser educador si no desarrollo en mí la necesaria actitud amorosa hacia a los educandos con quienes me comprometo y al propio proceso formador del que soy parte? No me puede enfadar lo que hago so pena de no hacerlo bien. El olvido a que está relegada la práctica pedagógica, que siento como una falta de respeto a mi persona, no es motivo para no amarla o para no amar a los educandos. No tengo por qué ejercerla mal. Mi respuesta a la ofensa a la educación es la lucha política consciente, crítica y organizada contra los ofensores. Acepto incluso abandonarla, cansado, a la espera de mejores días. Lo que no es posible es permanecer en ella y envilecerla con el desdén por mí mismo y por los educandos.
Una de las formas de lucha contra la falta de respeto de los poderes públicos hacia la educación es, por un lado, nuestro rechazo a transformar nuestra actividad docente en una pura "chamba", y, por el otro, nuestra negativa a entenderla y a ejercerla como práctica afectiva de "tíos y tías".*
Ellos y ellas deben verse a sí mismos como profesionistas idóneos, pues es en la competencia que se organiza políticamente donde tal vez radica la mayor fuerza de los educadores. Es en este sentido como los órganos de clase deberían dar prioridad al empeño de formación permanente de los cuadros del magisterio como tarea altamente política y repensar la eficacia de las huelgas. La cuestión que se plantea, obviamente, no es parar la lucha sino, reconociendo que la lucha es una categoría histórica, reinventar la forma también histórica de luchar.

6.  Enseñar exige la aprehensión de la realidad
Otro saber fundamental para la práctica educativa es el que se refiere a su naturaleza. Como profesor necesito moverme con claridad en mi práctica. Necesito conocer las diferentes dimensiones que caracterizan la esencia de la práctica, lo que me puede hacer más seguro de mi propio desempeño.
El mejor punto de partida para estas reflexiones es la inconclusión de la que el ser humano se ha hecho consciente. Como vimos, allí radica nuestra educabilidad lo mismo que nuestra inserción en un movimiento permanente de búsqueda en el cual, curiosos e inquisitivos, no sólo nos damos cuenta de las cosas sino que también podemos tener un conocimiento cabal de ellas. La capacidad de aprender, no sólo para adaptamos sino sobre todo para transformar la realidad, para intervenir en ella y recrearla, habla de nuestra educabilidad en un nivel distinto del nivel del adiestramiento de los otros animales o del cultivo de las plantas.
Nuestra capacidad de aprender, de donde viene la de enseñar, sugiere, o, más que eso, implica nuestra habilidad de aprehender la sustantividad del objeto aprendido. La memorización mecánica del perfil del objeto no es un verdadero aprendizaje del objeto o del contenido. En este caso, el aprendiz funciona mucho más como paciente de la transferencia del objeto o del contenido que como sujeto crítico, epistemológicamente curioso, que construye el conocimiento del objeto o participa de su construcción. Es precisamente gracias a esta habilidad de aprehender la sustantividad del objeto como nos es posible reconstruir un mal aprendizaje, en el cual el aprendiz fue un simple paciente de la transferencia del conocimiento hecha por el educador.
Mujeres y hombres, somos los únicos seres que, social e históricamente, llegamos a ser capaces de aprehender. Por eso, somos los únicos para quienes aprender es una aventura creadora, algo, por eso mismo, mucho más rico que simplemente repetir la lección dada. Para nosotros aprender es construir, reconstruir, comprobar para cambiar, lo que no se hace sin apertura al riesgo y a la aventura del espíritu.
A esta altura, creo poder afirmar que toda práctica educativa demanda la existencia de sujetos, uno que, al enseñar, aprende, otro que, al aprender, enseña, de allí su cuño gnoseológico; la existencia de objetos, contenidos para ser enseñados y aprendidos, incluye el uso de métodos, de técnicas, de materiales; implica, a causa de su carácter directivo, objetivo, sueños, utopías, ideales. De allí su politicidad, cualidad que tiene la práctica educativa de ser política, de no poder ser neutral.
La educación, específicamente humana, es gnoseológica, es directiva, por eso es política, es artística y moral, se sirve de medios, de técnicas, lleva consigo frustraciones, miedos, deseos. Exige de mí, como profesor, una competencia general, un saber de su naturaleza y saberes especiales, ligados a mi actividad docente.
Si mi opción es progresista y he sido y soy coherente con ella, no puedo, como profesor, permitirme la ingenuidad de pensarme igual al educando, de desconocer la especificidad de la tarea del profesor, ni puedo tampoco, por otro lado, negar que mi papel fundamental es contribuir positivamente para que el educando vaya siendo el artífice de su formación con la ayuda necesaria del educador. Si trabajo con niños, debo estar atento a la difícil travesía o senda de la heteronomía a la autonomía, atento a la responsabilidad de mi presencia que tanto puede ser auxiliadora como convertirse en perturbadora de la búsqueda inquieta de los educandos; si trabajo con jóvenes o con adultos, debo estar no menos atento con respecto a lo que mi trabajo pueda significar como estímulo o no a la ruptura necesaria con algo mal fundado que está a la espera de superación. Antes que nada, mi posición debe ser de respeto a la persona que quiera cambiar o que se niegue a cambiar. No puedo negarle ni esconderle mi posición pero no puedo desconocer su derecho de rechazarla. En nombre del respeto que debo a los alumnos no tengo por qué callarme, por qué ocultar mi opción política y asumir una neutralidad que no existe. Ésta, la supresión del profesor en nombre del respeto al alumno, tal vez sea la mejor manera de no respetarlo. Mi papel, por el contrario, es el de quien declara el derecho de comparar, de escoger, de romper, de decidir y estimular la asunción de ese derecho por parte de los educandos.
Recientemente, en un encuentro público, un joven recién ingresado a la universidad me dijo cortésmente:
"No entiendo cómo defiende usted a los sin-tierra, que en el fondo son unos alborotadores creadores de problemas."
"Puede haber alborotadores entre los sin-tierra, -respondí- pero su lucha es legítima y ética." "Creadora de problemas" es la resistencia reaccionaria de los que se oponen a sangre y fuego a la reforma agraria. La inmoralidad y el desorden están en el mantenimiento de un "orden" injusto.
La conversación, aparentemente, terminó allí. El joven apretó mi mano en silencio. No sé cómo habrá "tratado" después la cuestión, pero fue importante que hubiera dicho lo que pensaba y que hubiera oído de mí lo que me parece justo que debía decir.
Es así como voy intentando ser profesor, asumiendo mis convicciones, disponible al saber, sensible a la belleza de la práctica educativa, instigado por sus desafíos que no le permiten burocratizarse, asumiendo mis limitaciones, acompañadas siempre del esfuerzo por superarlas, limitaciones que no trato de esconder en nombre del propio respeto que tengo por los educandos y por mí.

7.  Enseñar exige alegría y esperanza
Mi involucramiento con la práctica educativa, sabidamente política, moral, gnoseológica, nunca dejó de realizarse con alegría, lo que no quiere decir que haya podido fomentarla siempre en los educandos. Pero, en cuanto clima o atmósfera del espacio pedagógico, nunca dejé de estar preocupado por ella.
Hay una relación entre la alegría necesaria para la actividad educativa y la esperanza. La esperanza de que profesor y alumnos podemos juntos aprender, enseñar, inquietarnos, producir y juntos igualmente resistir a los obstáculos que se oponen a nuestra alegría. En verdad, desde el punto de vista de la naturaleza humana, la esperanza no es algo que se yuxtaponga a ella. La esperanza forma parte de la naturaleza humana. Sería una contradicción si, primero, inacabado y consciente del inacabamiento, el ser humano no se sumara o estuviera predispuesto a participar en un movimiento de búsqueda constante y, segundo, que se buscara sin esperanza. La desesperanza es la negación de la esperanza. La esperanza es una especie de ímpetu natural posible y necesario, la desesperanza es el aborto de este ímpetu. La esperanza es un condimento indispensable de la experiencia histórica. Sin ella no habría Historia, sino puro determinismo. Sólo hay Historia donde hay tiempo problematizado y no pre-dado. La inexorabilidad del futuro es la negación de la Historia.
Es necesario que quede claro que la desesperanza no es una manera natural de estar siendo del ser humano, sino la distorsión de la esperanza. Yo no soy primero un ser de la desesperanza para ser convertido o no por la esperanza. Yo soy, por el contrario, un ser de la esperanza que, por "x" razones, se volvió desesperanzado. De allí que una de nuestras peleas como seres humanos deba dirigirse a disminuir las razones objetivas de la desesperanza que nos inmoviliza.
Por todo eso me parece una enorme contradicción que una persona progresista, que no le teme a la novedad, que se siente mal con las injusticias, que se ofende con las discriminaciones, que se bate por la decencia, que lucha contra la impunidad, que rechaza el fatalismo cínico e inmovilizante, no esté críticamente esperanzada.
La desproblematización del futuro por una comprensión mecanicista de la Historia, de derecha o de izquierda, lleva necesariamente a la muerte o a la negación autoritaria del sueño, de la utopía, de la esperanza. Es que, en el entendimiento mecanicista y por lo tanto determinista de la Historia, el futuro ya es conocido. La lucha por un futuro así a priori conocido prescinde de la esperanza.
La desproblematización del futuro, no importa en nombre de qué, es una ruptura violenta con la naturaleza humana social e históricamente en proceso de constitución.
Recientemente, en Olinda, en una mañana como sólo los trópicos conocen, entre lluviosa y llena de sol, tuve una conversación, que llamaría ejemplar, con un joven educador popular que a cada instante, a cada palabra, a cada reflexión, reflejaba la coherencia con que vive su opción democrática y popular. Caminábamos, Danilson Pinto y yo, con el alma abierta al mundo, curiosos, receptivos, por las sendas de una favela donde temprano se aprende que sólo a costa de mucha testarudez se consigue tejer la vida con su casi ausencia -negación-, con carencia, con amenazas, con desesperación, con ofensa y dolor. Mientras andábamos por las calles de ese mundo maltratado y ofendido yo me iba acordando de experiencias de mi juventud en otras favelas de Olinda o de 1 II! Recife, de mis diálogos con favelados y faveladas de alma desgarrada. Tropezando en el dolor humano, nos preguntábamos acerca de un sinnúmero de problemas. ¿Qué hacer, en cuanto educadores, trabajando en un contexto como ése? ¿Hay realmente algo qué hacer? ¿Cómo hacer lo que hay que hacer? ¿Qué necesitamos saber nosotros, los llamados educadores, para hacer viables incluso nuestros primeros encuentros con mujeres, hombres y niños cuya humanidad es negada y traicionada, cuya existencia es aplastada? Nos detuvimos en medio de un camino estrecho que permitía la travesía de la favela por una parte menos maltratada del barrio popular. Abajo, veíamos un brazo de río contaminado, sin vida, cuya lama, y no agua, empapa los mocambos* que están casi sumergidos en ella. "Más allá de los mocambos -me dijo Danilson- hay algo peor: un gran terreno donde se deposita la basura pública. Los habitantes de toda esa área «hurgan» en la basura algo que comer, algo que vestir, algo que los mantenga vivos." Fue en ese horror donde hace dos años una familia encontró, entre la basura de un hospital, pedazos de un seno amputado con los que preparó su comida dominguera. La prensa dio a conocer el hecho que cito, horrorizado y lleno de justa rabia, en mi libro, À sombra desta mangueira. Es posible que la noticia haya provocado en los pragmáticos neoliberales su reacción habitual y fatalista siempre en favor de los poderosos. "Es triste, pero ¿qué se puede hacer? Ésta es la realidad." La realidad, sin embargo, no es inexorablemente ésta. Es ésta como podría ser otra y para que sea otra es que los progresistas necesitamos luchar. Yo me sentiría, más que triste, desolado y sin encontrarle sentido a mi presencia en el mundo, si fuertes e indestructibles razones me convencieran de que la existencia humana se da en el dominio de la determinación. Dominio en el que difícilmente se podría hablar de opciones, de decisión. de libertad, de ética. "¿Qué hacer? La realidad es así", sería el discurso universal. Discurso monótono, repetitivo. como la propia existencia humana. En una historia así determinada las posiciones rebeldes no tienen cómo volverse revolucionarias.
Tengo derecho de sentir rabia, de manifestarla, de tenerla como motivación para mi pelea tal como tengo el derecho de amar, de expresar mi amor al mundo, de tenerlo como motivación para mi pelea porque, histórico, vivo la Historia como tiempo de posibilidad y no de determinación. Si la realidad fuera así porque estuviera dicho que así debe ser no habría siquiera por qué sentir rabia. Mi derecho a la rabia presupone que, en la experiencia histórica de la cual participo, el mañana no es algo pre-dado, sino un desafío, un problema. Mi rabia, mi justa ira, se funda en mi rebelión frente a la negación del derecho de "ser más" inscrito en la naturaleza de los seres humanos. Por eso no puedo cruzar los brazos fatalistamente ante la miseria, eximiéndome, de esa manera, de mi responsabilidad en el discurso cínico y "tibio" que habla de la imposibilidad de cambiar porque la realidad es así. El discurso de la adaptación o de su defensa, el discurso de la exaltación del silencio impuesto del que resulta la inmovilidad de los silenciados, el discurso del elogio de la adaptación considerada como hado o sino es un discurso negador de la humanización de cuya responsabilidad no podemos eximimos. La adaptación a situaciones negadoras de la humanización sólo puede ser admitida como consecuencia de la experiencia dominadora, o como ejercicio de resistencia, como táctica en la lucha política. Doy la impresión de que acepto hoy la condición de silenciado para mejor luchar, cuando me sea posible, contra la negación de mí mismo. Esta cuestión, la de la legitimidad de la rabia contra la docilidad fatalista de cara a la negación de las personas fue un tema que estuvo implícito en toda nuestra conversación aquella mañana.

8.  Enseñar exige la convicción de que el cambio es posible
Uno de los saberes primeros, indispensables para quien al llegar a favelas o a realidades marcadas por la traición a nuestro derecho de ser pretende que su presencia se vaya convirtiendo en convivencia, que su estar en el contexto se vaya volviendo estar con él, es el saber del futuro como problema y no como inexorabilidad. Es el saber de la Historia como posibilidad y no como determinación. El mundo no es. El mundo está siendo. Mi papel en el mundo, como subjetividad curiosa, inteligente, interferidora en la objetividad con que dialécticamente me relaciono, no es sólo el de quien constata lo que ocurre sino también el de quien interviene como sujeto de ocurrencias. No soy sólo objeto de la Historia sino que soy igualmente su sujeto. En el mundo de la Historia, de la cultura, de la política, compruebo, no para adaptarme. sino para cambiar. En el propio mundo físico, mi comprobación no me lleva a la impotencia. El conocimiento sobre los terremotos desarrolló toda una ingeniería que nos ayuda a sobrevivirlos. No podemos eliminarlos pero podemos disminuir los daños que nos causan. Al comprobar, nos volvemos capaces de intervenir en la realidad, tarea incomparablemente más compleja y generadora de nuevos saberes que la de simplemente adaptarnos a ella. Es por eso también por lo que no me parece posible ni aceptable la posición ingenua o, peor, astutamente neutra de quien estudia, ya sea el físico, el biólogo, el sociólogo, el matemático, o el pensador de la educación. Nadie puede estar en el mundo, con el mundo y con los otros de manera neutral. No puedo estar en el mundo, con las manos enguantadas, solamente comprobando. En mí la adaptación es sólo el camino para la inserción, que implica decisión, elección. intervención en la realidad. Hay preguntas que debemos formular insistentemente y que nos hacen ver la imposibilidad de estudiar por estudiar. De estudiar sin compromiso como si de repente, misteriosamente, no tuviéramos nada que ver con el mundo, un externo y distante mundo, ajeno a nosotros como nosotros a él.
¿En favor de qué estudio? ¿En favor de quién? ¿Contra qué estudio? ¿Contra quién estudio?
¿Qué sentido tendría la actividad de Danilson en el mundo que descubríamos desde aquel camino si, para él, la impotencia de aquella gente fustigada por la carencia estuviera decretada por un destino todopoderoso? A Danilson le restaría solamente trabajar por la posible mejoría del desempeño de la población en el proceso irrecusable de su adaptación a la negación de la vida. De esa manera, la práctica de Danilson sería el elogio de la resignación. Sin embargo, en la medida en que para él, como para mí, el futuro es problemático y no inexorable, se nos ofrece otra tarea. La de discutir la problematización del mañana y volverla tan obvia como la carencia total en la favela, y al hacerlo ir haciendo igualmente obvio que la adaptación al dolor, al hambre, a la falta de comodidad, a la falta de higiene que el yo de cada uno, en cuerpo y alma, experimenta, es una forma de resistencia física a la que se va juntando otra, la cultural. Resistencia a la desconsideración ofensiva de que son objeto los miserables. En el fondo, las resistencias -la orgánica y/o la cultural- son mañas necesarias para la sobrevivencia física y cultural de los oprimidos. El sincretismo religioso afro-brasileño expresa la resistencia o la maña que la cultura africana de los esclavos usaba para defenderse del poder hegemónico del colonizador blanco.
Sin embargo, es preciso que, en la resistencia que nos preserva vivos, en la comprensión del futuro como problema y en la vocación para ser más como expresión de la naturaleza humana en proceso de estar siendo, encontremos fundamentos para nuestra rebeldía y no para nuestra resignación frente a las ofensas que nos destruyen el ser. No es en la resignación en la que nos afirmamos, sino en la rebeldía frente a las injusticias.
Una de las cuestiones centrales que tenemos que trabajar es la de convertir las posturas rebeldes en posturas revolucionarias que nos involucran en el proceso radical de transformación del mundo. La rebeldía es un punto de partida indispensable, es el detonante de la ira justa, pero no es suficiente. La rebeldía en cuanto denuncia necesita prolongarse hasta una posición más radical y crítica, la revolucionaria, fundamentalmente anunciadora. La transformación del mundo implica establecer una dialéctica entre la denuncia de la situación deshumanizante y el anuncio de su superación, que es, en el fondo, nuestro sueño.
Es a partir de este saber fundamental: cambiar es difícil pero es posible, como vamos a programar nuestra acción político-pedagógica, sin importar si el proyecto con el cual nos comprometemos es de alfabetización de adultos o de infantes, de acción sanitaria, de evangelización, o de formación de mano de obra técnica.
El éxito de educadores como Danilson está centralmente en esta certeza que nunca los deja de que es posible cambiar, de que es necesario cambiar, de que preservar situaciones concretas de miseria es una inmoralidad. Así es como este saber que la Historia viene comprobando se erige en principio de acción y abre camino a la constitución, en la práctica, de otros saberes indispensables.
No se trata obviamente de obligar a la población explotada y sufrida a que se rebele, que se movilice, que se organice para defenderse, valga decir, para transformar el mundo. No importa si trabajamos con alfabetización, con salud, con evangelización o con todas ellas, se trata en verdad de, junto al trabajo específico de cada uno de esos campos, desafiar a los grupos populares para que perciban, en términos críticos, la violencia y la profunda injusticia que caracterizan su situación concreta. Aún más, que su situación concreta no es destino cierto o voluntad de Dios, algo que no puede ser transformado.
No puedo aceptar como táctica del buen combate la política del cuanto peor mejor, pero tampoco puedo aceptar, impasible, la política asistencialista que, al anestesiar la conciencia oprimida, prorroga, sine die, la necesaria transformación de la sociedad. No puedo prohibir que los oprimidos con los que trabajo en una favela voten por candidatos reaccionarios, pero tengo el deber de advertirlos sobre el error que cometen, de la contradicción en que se enredan. Votar por el político reaccionario es ayudar a la preservación del statu quo. Si soy coherente con mi opción, ¿cómo puedo votar por un candidato cuyo discurso, radiante de desamor, anuncia sus proyectos racistas?
Partiendo de que la experiencia de la miseria es violencia y no la expresión de la pereza popular o fruto del mestizaje o de la voluntad punitiva de Dios, violencia contra la que debemos luchar, tengo que irme volviendo cada vez más competente, en cuanto educador, para que mi lucha no pierda eficacia. Es que el saber al que me referí -cambiar es difícil pero es posible-, que me empuja esperanzado a la acción, no es suficiente para la eficacia necesaria a la que hice mención. Al moverme en cuanto fundado en él, necesito tener y renovar saberes específicos en cuyo campo mi curiosidad se inquieta y mi práctica se apoya. ¿Cómo alfabetizar sin conocimientos precisos sobre la adquisición del lenguaje, sobre lenguaje e ideología, sobre técnicas y métodos de la enseñanza de la lectura y de la escritura? Por otro lado, ¿cómo trabajar, no importa en qué campo, en el de la alfabetización, en el de la producción económica en proyectos cooperativos, en el de la evangelización o en el de la salud, sin ir conociendo las mañas que los grupos humanos usan para producir su sobrevivencia?
Como educador, necesito ir "leyendo" cada vez mejor la lectura del mundo que los grupos populares con los que trabajo hacen de su contexto inmediato y del más amplio del cual el suyo forma parte. Lo que quiero decir es lo siguiente: en mis relaciones político-pedagógicas con los grupos populares no puedo de ninguna manera dejar de considerar su saber hecho de experiencia. Su explicación del mundo, de la que forma parte la comprensión de su propia presencia en el mundo. y todo eso viene explícito o sugerido o escondido en lo que llamo "lectura del mundo" que precede siempre a la "lectura de la palabra".
Si, por un lado, no puedo adaptarme o "convertirme" al saber ingenuo de los grupos populares, por el otro, si soy realmente progresista, no puedo imponerles arrogantemente mi saber como el verdadero. El diálogo en el que se va desafiando al grupo popular a pensar su historia social como experiencia igualmente social de sus miembros, va revelando la necesidad de superar ciertos saberes que, desnudos, van mostrando su "incompetencia" para explicar los hechos.
Uno de los equívocos funestos de los militantes políticos de práctica mesiánicamente autoritaria fue siempre desconocer por completo la comprensión del mundo de los grupos populares. Al verse como portadores de la verdad salvadora, su tarea no es proponerla sino imponerla a los grupos populares.
Recientemente, en un debate sobre la vida en la favela, oí de un joven obrero que ya había pasado el tiempo en que él se avergonzaba de ser favelado. "Ahora -decía-, me enorgullezco de todos nosotros, compañeros y compañeras, de lo que hemos hecho con nuestra lucha, de nuestra organización. No es el favelado el que debe tener vergüenza de la condición de favelado sino aquel que, viviendo bien y fácil, nada hace para transformar la realidad que produce la favela. Eso lo aprendí con la lucha."  Es posible que ese discurso del joven obrero no hubiera provocado nada o casi nada al militante autoritario mesiánico. Es incluso posible que la reacción del joven -más revolucionarista que revolucionario- fuera negativa al razonamiento del favelado, entendido como expresión de quien se inclina más hacia el acomodo que hacia la lucha. En el fondo, el discurso del joven obrero era la nueva lectura que él hacía de su experiencia social de favelado. Si ayer se culpaba, ahora se volvía capaz de percibir que no era sólo responsabilidad suya el encontrarse en esa condición. Pero, sobre todo, se tornaba capaz de percibir que la situación del favelado no es irrevocable. Su lucha fue más importante en la constitución de su nuevo saber que el discurso sectario del militante mesiánicamente autoritario.
Es importante resaltar que el nuevo momento en la comprensión de la vida social no es exclusivo de una persona. La experiencia que posibilita el discurso nuevo es social. Sin embargo, una persona u otra se anticipa en hacer explícita la nueva percepción de la misma realidad. Una de las tareas fundamentales del educador progresista es, sensible a la lectura y a la relectura del grupo, provocar a éste y estimular la generalización de la nueva forma de comprensión del contexto.
Es importante tener siempre claro que inculcar en los dominados la responsabilidad de su situación forma parte del poder ideológico dominante. De allí la culpa que ellos sienten, en determinado momento de sus relaciones con su contexto y con las clases dominantes, por encontrarse en esta o aquella situación de desventaja. La respuesta que recibí de una mujer sufrida, en San Francisco, California, en una institución católica de asistencia a los pobres, es ejemplar. Hablaba con dificultad del problema que la afligía y yo, sin tener casi qué decir, afirmé indagando: "Usted es norteamericana, ¿no es verdad?"
"No. Soy pobre", respondió, como si estuviera pidiendo disculpas a la "norteamericanidad" por su fracaso en la vida. Me acuerdo de sus ojos azules anegados en lágrimas expresando su sufrimiento y la asunción de la culpa por su "fracaso" en el mundo. Personas como ella forman parte de ,las legiones de ofendidos que no ubican la razón de ser de su dolor en la perversidad del sistema social, económico, político en que viven, sino en su propia incompetencia. Mientras se sientan así, piensen así y actúen así, reforzarán el poder del sistema. Se vuelven conniventes con el orden deshumanizante.
La alfabetización en un área de miseria, por ejemplo, sólo adquiere sentido en la dimensión humana si, con ella, se realiza una especie de psicoanálisis histórico-político-social del que vaya resultando la extraversión de la culpa indebida. Esto corresponde a la "expulsión" del opresor de "dentro" del oprimido, en cuanto sombra invasora. Sombra que, expulsada por el oprimido, debe ser sustituida por su autonomía y su responsabilidad. Sin embargo, hay que destacar que pese a la relevancia ética y política del esfuerzo conscientizador que acabo de señalar, no es posible detenerse en él y dejar relegada a un segundo plano la enseñanza de la escritura y de la lectura de la palabra. Desde una perspectiva democrática, no podemos transformar una clase de alfabetización en un espacio donde se prohibe toda reflexión en torno de la razón de ser de los hechos ni tampoco en una "asamblea libertadora". La tarea fundamental de los Danilson, entre los cuales me sitúo, es experimentar con intensidad la dialéctica entre "Ia lectura del mundo" y la "lectura de la palabra".
"Programados para aprender" e imposibilitados de vivir sin la referencia de un mañana, donde quiera que haya mujeres y hombres habrá siempre qué hacer, habrá siempre qué enseñar, habrá siempre qué aprender.
No obstante, para mí nada de eso tiene sentido si se lo realiza contra la vocación para el "ser más", que se constituye histórica y socialmente, y en el que mujeres y hombres estamos insertos.

9.  Enseñar exige curiosidad. 
Un poco más sobre la curiosidad
Si existe una práctica ejemplar como negación de la experiencia formadora es la que dificulta o inhibe la curiosidad del educando y, en consecuencia, la del educador. Es que el educador que sigue procedimientos autoritarios o parternalistas que impiden o dificultan el ejercicio de la curiosidad del educando, termina por entorpecer su propia curiosidad. Ninguna curiosidad se sustenta éticamente en el ejercicio de la negación de la otra curiosidad. La curiosidad de los padres que sólo se experimenta en el sentido de saber cómo y dónde anda la curiosidad de los hijos se burocratiza y perece. La curiosidad que silencia a otra también se niega a sí misma. El buen clima pedagógico-democrático es aquel en el que el educando va aprendiendo, a costa de su propia práctica, que su curiosidad como su libertad debe estar sujeta a límites, pero en ejercicio permanente. Límites asumidos éticamente por él. Mi curiosidad no tiene derecho de invadir la privacidad del otro y exponerla a los demás.
Como profesor debo saber que sin la curiosidad que me mueve, que me inquieta, que me inserta en la búsqueda, no aprendo ni enseño. Ejercer mi curiosidad de manera correcta es un derecho que tengo como persona y al que corresponde el deber de luchar por él, el derecho a la curiosidad. Con la curiosidad domesticada puedo alcanzar la memorización mecánica del perfil de este o de aquel objeto, pero no el aprendizaje real o el conocimiento cabal del objeto. La construcción o la producción del conocimiento del objeto implica el ejercicio de la curiosidad, su capacidad crítica de "tomar distan- cia" del objeto, de observarlo, de delimitarlo, de escindirlo, de "cercar" el objeto o hacer su aproximación metódica, su capacidad de comparar, de preguntar.
Estimular la pregunta, la reflexión crítica sobre la propia pregunta, lo que se pretende con esta o con aquella pregunta en lugar de la pasividad frente a las explicaciones discursivas del profesor, especie de respuestas a preguntas que nunca fueron hechas. Esto no significa realmente que, en nombre de la defensa de la curiosidad necesaria, debamos reducir la actividad docente al puro ir y venir de preguntas y respuestas que se esterilizan burocráticamente. La capacidad de diálogo no niega la validez de momentos explicativos, narrativos, en que el profesor expone o habla del objeto. Lo fundamental es, que profesor y alumnos sepan que la postura que ellos, profesor y alumnos, adoptan, es dialógica, abierta, curiosa, indagadora y no pasiva, en cuanto habla o en cuanto escucha. Lo que importa es que profesor y alumnos se asuman como seres epistemológicamente curiosos.
En este sentido, el buen profesor es el que consigue, mientras habla, traer al alumno hasta la intimidad del movimiento de su pensamiento. De esa manera su aula es un desafío y no una "canción de cuna". Sus alumnos se cansan, no se duermen. Se cansan porque acompañan las idas y venidas de su pensamiento, descubren sus pausas, sus dudas, sus incertidumbres.
Antes de cualquier discusión tentativa sobre técnicas, sobre materiales, sobre métodos para una clase dinámica como ésa, es preciso, incluso indispensable, que el profesor "descanse" en el saber de que la piedra fundamental es la curiosidad del ser humano. Es ella la que me hace preguntar, conocer, actuar, pero preguntar, reconocer.
Sería una buena tarea para un fin de semana proponer a un grupo de alumnos que registrara, cada uno por su lado, las formas de curiosidad más sobresalientes que los hayan asaltado, en razón de qué, de cuál situación derivada de noticieros de televisión, de propaganda, de videogame, del gesto de alguien, no importa. Qué "tratamiento" dieron a la curiosidad, si ésta fue fácilmente superada o si, por el contrario, condujo a otro tipo de curiosidad. Si en el proceso curioso consultaron fuentes, diccionarios, computadoras, libros, si hicieron preguntas a otros. Si la curiosidad en cuanto desafío provocó algún conocimiento provisional de algo, o no. Qué sintieron cuando se sorprendieron trabajando su propia curiosidad. Es posible que, preparados para pensar la propia curiosidad, hayan sido menos curiosas o curiosos.
El experimento se podría ajustar y profundizar al punto, por ejemplo, de realizar un seminario quincenal para debatir los diversos tipos de curiosidad así como sus desdoblamientos.
El ejercicio de la curiosidad la hace más críticamente curiosa, más metódicamente "perseguidora" de su objeto. Cuanto más se intensifica la curiosidad espontánea, pero sobre todo, cuanto más se "rigoriza," tanto más epistemológica se va volviendo.
Nunca fui un admirador ingenuo de la tecnología: no la divinizo, por un lado, ni la satanizo, por el otro. Por eso mismo siempre estuve en paz para lidiar con ella. No tengo ninguna duda del enorme potencial de estímulos y desafíos a la curiosidad que la tecnología coloca al servicio de los niños y de los adolescentes de las llamadas clases sociales favorecidas. No fue por otra razón que, cuando yo era secretario de Educación de la ciudad de Sao Paulo, hice que la computadora llegara a la red de escuelas municipales. Nadie mejor que mis nietos y nieta para hablarme de su curiosidad despertada por las computadoras con las cuales conviven.
El ejercicio de la curiosidad convoca a la imaginación, a la intuición, a las emociones, a la capacidad de conjeturar, de comparar, para que participen en la búsqueda del perfil del objeto o del hallazgo de su razón de ser. Un ruido, por ejemplo, puede provocar mi curiosidad. Observo el espacio donde parece que se está verificando, Aguzo el oído. Procuro comparar con otro ruido cuya razón de ser ya conozco. Investigo mejor el espacio. Admito varias hipótesis en tomo de la posibilidad del origen del ruido. Elimino algunas hasta que llego a su explicación.
Una vez satisfecha una curiosidad, la capacidad que tengo de inquietarme y buscar continúa en pie. No habría existencia humana sin nuestra apertura de nuestro ser al mundo, sin la transitividad de nuestra conciencia.
Cuanto más realizo estas operaciones con un mayor rigor metódico tanto más me aproximo con mayor exactitud a los hallazgos de mi curiosidad.
Uno de los saberes fundamentales para mi práctica educativo-crítica es el que me advierte de la necesaria promoción de la curiosidad espontánea a curiosidad epistemológica.
Otro saber indispensable a la práctica educativo-crítica es el que me dice cómo lidiar con la relación autoridad-libertad,[7] siempre tensa y que genera tanto disciplina como indisciplina.
La disciplina, que resulta de la armonía o del equilibrio entre autoridad y libertad, implica por necesidad el respeto de la una por la otra que se expresa en la asunción que hacen ambas de límites que no pueden ser transgredidos.
El autoritarismo y el libertinaje son rupturas del tenso equilibrio entre autoridad y libertad. El autoritarismo es la ruptura en favor de la autoridad contra la libertad y el libertinaje, la ruptura en favor de la libertad contra la autoridad. Autoritarismo y libertinaje son formas indisciplinadas de comportamiento que niegan lo que vengo llamando vocación ontológica del ser humano.[8]
Así como no existe disciplina en el autoritarismo o en el libertinaje, en rigor tanto la autoridad como la libertad desaparecen de ambos. Solamente en las prácticas en que el autoritarismo y la libertad se afirman y se preservan como tales, por lo tanto en el respeto mutuo, es cuando se puede hablar de prácticas disciplinadas como también de prácticas favorables a la vocación para el ser más.
En función de nuestro pasado autoritario, no siempre impugnado con seguridad por una modernidad ambigua, oscilamos entre formas autoritarias y formas libertinas. Entre una cierta tiranía de la libertad y la exacerbación de la autoridad o también en la combinación de ambas hipótesis.
Lo mejor sería que experimentáramos la confrontación realmente tensa en la que, la autoridad por un lado y la libertad por el otro, midiéndose, se evaluaran y fueran aprendiendo a ser o a estar siendo ellas mismas, en la producción de situaciones dialógicas. Para esto es indispensable que ambas, autoridad y libertad, se vayan convirtiendo cada vez más al ideal del respeto común, única manera de legitimarse. 
Comencemos por reflexionar sobre algunas de las cualidades que la autoridad docente democrática necesita encarnar en sus relaciones con la libertad de los alumnos. Es interesante observar que mi experiencia discente es fundamental para la práctica docente que tendré mañana o que estoy teniendo ahora de manera simultánea con aquélla. Es viviendo críticamente mi libertad de alumno o de alumna como, en gran parte, me preparo para asumir o rehacer el ejercicio de mi autoridad de profesor. Para eso, como alumno que hoy sueña con enseñar mañana o como alumno que ya enseña hoy, debo tener como objeto de mi curiosidad las experiencias que vengo teniendo con varios profesores, y las mías propias, si las tengo, con mis alumnos. Lo que quiero decir es lo siguiente: no debo pensar tan sólo en los contenidos programáticos que son expuestos o discutidos por los profesores de las diferentes materias sino, al mismo tiempo, de la manera más abierta., dialógica, o más cerrada, autoritaria, en cómo este o aquel profesor enseña.


[1] Véase David Crystai, The Cambridge encyclopedia of language. Cambridge, Cambridge University Press, 1987.
[2] Véase Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza, op. cit. Véase Paulo Freire, À sombra desta mangueira, op. cit
[3] François Jacob, op. cit.
[4] Véase Paulo Freire, Cartas a Cristina, op. cit.
[5] Véase Paulo Freire, Cartas a quien pretende enseñar, México, Siglo XXI, 1994.
[6] Insisto en la lectura de Cartas a quien pretende enseñar, op. cit.
* Forma usual en Brasil de llamar a los maestros y a las maestras. [E]
* Conjuntos habitacionales miserables típicos del Nordeste, equivalentes a las favelas cariocas, con frecuencia construidos en áreas encharcadas. [T] 
[7] Véase Paulo Freire, Cartas a quien pretende enseñar op. cit.
[8] Véase Paulo Freire, Pedagogía del oprimido. op. cit.

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