Los seres humanos son los únicos que tienen
como como vocación ontológica ser más. Un perro no puede ser más perro de lo que es cuando nace, ni una
culebra ser más culebra, ni ponga el nombre que ponga de un animal cualquiera
podrás ser más de lo que es cuando nace. Pero el ser humano sí puede ser
humanizado más de lo que es, y puede avanzar progresivamente a nuevos niveles.
Esa especificidad es precisamente la que se ha ido perdiendo poco a poco. La
esencia de la humanidad por la humanidad y ha sido un proceso de formación
desde los intereses específicos de la sociedad en que vivimos porque es ingenuo
pensar que las clases opresoras brindarán a la sociedad elementos de comprensión
crítica de su realidad, al contrario brindan elementos para deshumanizarnos
cada día más. En el texto el Maestro Freire reflexiona sobre la necesidad de retomar
esos principios de enseñar la especificidad humana para ser cada vez más
humanos, más hermanos como seres universales.
Enseñar es una especificidad humana
Paulo Freire
(Tomado
de: Paulo Freire. Pedagogía de la Autonomía.
México,
Siglo XXI, 2006, pp. 88-139)
¿Qué posibilidades de
expresarse, de crecer, viene teniendo mi curiosidad? Creo que una de las
cualidades esenciales que la autoridad docente democrática debe revelar en sus
relaciones con las libertades de los alumnos es la seguridad en sí misma. La
seguridad que se expresa en la firmeza con que actúa, con que decide, con que
respeta las libertades, con que discute sus propias posiciones, con que acepta
reexaminarse.
Segura
de sí, la autoridad no necesita hacer, a cada instante, el discurso sobre su
existencia, sobre sí misma. No necesita preguntar a nadie, con la certeza de su
legitimidad, si "sabe con quién está hablando". Ella está segura de
sí porque tiene autoridad, porque la
ejerce con indiscutible sabiduría.
1. Enseñar exige seguridad, competencia
profesional y generosidad
La seguridad con que la
autoridad docente se mueve implica otra, la que se funda en su competencia
profesional. Ninguna autoridad docente se ejerce sin esa competencia. El
profesor que no lleve en serio su formación, que no estudie, que no se esfuerce
por estar a la altura
de su tarea no tiene
fuerza moral para coordinar las actividades de su clase. Esto no significa, sin
embargo, que i la opción y la práctica democrática del maestro o de la ,
maestra sean determinadas por su competencia científica. Hay maestros y maestras científicamente
preparados pero autoritarios a toda prueba. Lo que quiero decir es que la
incompetencia profesional descalifica la autoridad del maestro.
Otra
cualidad indispensable a la autoridad en sus relaciones con las libertades es
la generosidad. No hay nada que minimice más la tarea formadora de la autoridad
que la mezquindad con que se comporte.
La
arrogancia farisaica, malvada, con que juzga a los otros y la suave indulgencia
con que se 'juzga o con la que juzga a los suyos. La arrogancia que niega la
generosidad niega también la humildad, que no es virtud de los que ofenden ni
tampoco de los que se regocijan con su humillación. El clima de respeto que
nace de relaciones justas, serias, humildes, generosas, en las que la autoridad
docente y las libertades de los alumnos se asumen éticamente, autentica el
carácter formador del espacio pedagógico.
La
reacción negativa al ejercicio del mando es tan in- compatible con el desempeño
de la autoridad como la avidez por el mando. "Mandonismo" sería el
término que definiera exactamente ese gozo irrefrenable y des- medido por el
mando.
La
autoridad docente "mandonista", rígida, no supone ninguna creatividad
en el educando. No forma parte de su forma de ser esperar, por lo menos, a que
el educando demuestre el gusto de aventurarse.
La
autoridad coherentemente democrática, que se funda en la certeza de la
importancia, ya sea de sí misma, ya sea de la libertad de los educandos para la
construcción de un clima de auténtica disciplina, nunca minimiza la libertad.
Por el contrario, le apuesta a ella. Se empeña en desafiarla siempre y siempre;
nur.ca ve, en la rebeldía de la libertad, una señal de deterioro del
orden. La autoridad coherentemente
democrática está convencida de que la verdadera disciplina no existe en la inercia,
en el silencio de los silenciados, sino
en el alboroto de los inquietos. en
la duda que instiga, en la esperanza que despierta.
Es
más, la autoridad coherentemente democrática, que reconoce la eticidad de nuestra presencia, la de las
mujeres y de los hombres, en el mundo, reconoce, también y necesariamente, que
no se vive la eticidad sin libertad y que no se tiene libertad sin riesgo. El
educando que ejercita su libertad se volverá tanto más libre cuanto más
éticamente vaya asumiendo la responsabilidad de sus acciones. Decidir es romper
y, para eso, tengo que correr el riesgo. No se rompe como quien toma un jugo de
chirimoya en una playa tropical. Pero, por otro lado, la autoridad
coherentemente democrática jamás se omite.
Si
bien se niega, por un lado, a silenciar la libertad de los educandos, rechaza,
por otro, su supresión del proceso de construcción de la buena disciplina.
Siempre está presente en la práctica de la autoridad coherentemente democrática
un esfuerzo que la vuelve casi esclava de un sueño 'fundamental: el de
persuadir o convencer a la libertad de que ella va construyendo consigo misma,
en sí misma, su autonomía, con
materiales que, aunque llegados de fuera, son reelaborados por ella. Es con
ella, con la autonomía que se construye penosamente, como la libertad va
llenando el "espacio" antes "habitado" por su dependencia. Su autonomía se funda en la
responsabilidad que va siendo
asumida.
El
papel de la autoridad democrática no es señalar las lecciones de la vida para
las libertades y transformar la existencia humana en un "calendario"
escolar "tradicional", sino dejar claro con su testimonio que, por
más que ella tenga un contenido programático que proponer, lo fundamental en el aprendizaje del contenido
es la construcción de la responsabilidad de la libertad que se asume.
En el fondo, lo esencial de las
relaciones entre educador y educando, entre autoridad y libertades, entre
padres, madres, hijos e hijas es la reinvención del ser humano en el
aprendizaje de su autonomía.
Me
muevo como educador porque, primero, me muevo como persona.
Puedo
saber tanto pedagogía, biología como astronomía, puedo cuidar de la tierra como
puedo navegar. Soy persona. Sé qué ignoro y sé qué sé. Por eso, tanto puedo
saber lo que todavía no sé como puedo saber mejor lo que ya sé. Y sabré tanto
mejor y más auténticamente cuanto más eficazmente construya mi autonomía
respecto a los otros.
Enseñar
y, mientras enseño, manifestar a los alumnos cuán fundamental es para mí
respetarlos y respetarme, son tareas que jamás dividí. Nunca me fue posible
separar en dos momentos la enseñanza de los contenidos de la formación ética de
los educandos. La práctica docente que no existe sin el discente es una práctica entera. La enseñanza de los contenidos
implica el testimonio ético del profesor. La belleza de la práctica docente se
compone del anhelo vivo de competencia del docente y de los discentes y de su sueño ético. No hay
lugar en esta belleza para la negación de la decencia, ni de forma grosera ni
farisaica. No hay lugar para puritanismo. Sólo hay lugar para pureza.
Éste
es otro saber indispensable para la práctica docente. El saber que es imposible
desligar la enseñanza de los contenidos de la formación ética de los educandos.
De separar práctica de teoría, autoridad de libertad, ignorancia de saber,
respeto al profesor de respeto a los alumnos, enseñar de aprender. Ninguno de
estos términos nos puede ser
mecánicamente separado uno del otro. Como profesor, tanto lidio con mi libertad
como con mi autoridad en ejercicio, pero también lidio directamente con la
libertad de los educandos, que debo respetar, y con la creación de su autonomía
tanto como con los ensayos de construcción de la autoridad de los educandos.
Como profesor, no me es posible ayudar al educando a superar su ignorancia si
no supero permanentemente la mía. No puedo enseñar lo que no sé. Pero éste,
repito, no es un saber del que debo solamente hablar y hablar con palabras que
se lleva el viento. Al contrario, es un saber que debo vivir concretamente con
los educandos. El mejor discurso sobre él es el ejercicio de su práctica. Es
respetando concretamente el derecho del alumno a indagar, dudar, criticar, como
"hablo" de esos derechos. Mi pura habla sobre esos derechos, a la que
no corresponda su concretización, no tiene sentido.
Cuanto
más pienso en la práctica educativa y reconozco la responsabilidad que ella nos
exige, más me convenzo de nuestro deber de luchar para que ella sea realmente
respetada. Si no somos tratados con dignidad y decencia por la administración
privada o pública de la educación, es difícil que se concrete el respeto que
como maestros debemos a los educandos.
2.
Enseñar exige compromiso
Otro saber que debo
traer conmigo y que tiene que ver con casi todos a los que me he referido es el
de que no es posible ejercer la actividad del magisterio como si nada ocurriera
con nosotros. Como sería imposible que saliéramos a la lluvia expuestos
totalmente a ella, sin defensas, y no nos mojáramos. No puedo ser maestro sin
ponerme ante los alumnos, sin revelar con facilidad o resistencia mi manera de
ser, de pensar políticamente. No puedo escapar a la apreciación de los alumnos.
Y la manera en que ellos me perciben tiene una importancia capital para mi
desempeño. De allí, pues, que una de mis preocupaciones centrales deba ser la
de buscar la aproximación cada vez mayor entre lo que digo y lo que hago, entre
lo que parezco ser y lo que realmente estoy siendo.
Si
un alumno me pregunta qué es "tomar distancia epistemológica del
objeto" le respondo que no sé, pero que puedo llegar a saber, eso no me da
la autoridad de quien conoce, me da la alegría de, al asumir mi ignorancia, no
haber mentido. Y no haber mentido abre para mí un crédito junto a los alumnos
que debo preservar. Hubiera sido imposible desde el punto de vista ético dar
una respuesta falsa, una palabrería cualquiera. Un "rollo", como se
dice popularmente. Pero, precisamente porque la práctica docente, sobre todo
como la entiendo, me pone en la situación que debo estimular de que se me formulen
diferentes preguntas, necesito prepararme al máximo para continuar sin mentir a
los alumnos, para no tener que afirmar una y otra vez que no sé.
Saber
que no puedo pasar inadvertido a los alumnos, y que la manera en que me
perciben me ayuda o me perjudica en el cumplimiento de mi tarea como profesor,
aumenta en mí los cuidados con mi desempeño. Si mi opción es democrática,
progresista, no puedo tener una práctica reaccionaria, autoritaria, elitista.
No puedo discriminar al alumno por ningún motivo. La percepción que el alumno
tiene de mí no resulta exclusivamente de cómo actúo sino también de cómo el
alumno entiende cómo actúo. No puedo, evidentemente, pasarme los días
preguntándole a los alumnos qué piensan de mí o cómo me evalúan. Pero debo
estar atento a la lectura que hacen de mi actividad con ellos. Necesitamos
aprender a comprender el significado de un silencio, o de una sonrisa, o de una
retirada del salón de clases. El tono menos cortés con que fue hecha una
pregunta. Al fin y al cabo, el espacio pedagógico es un texto para ser constante- mente "leído", interpretado,
"escrito" y "reescrito". En este sentido, cuanto más
solidaridad exista entre educador y educandos en el "trato" de ese
espacio, tantas más posibilidades de aprendizaje democrático se abren para la
escuela.
Creo
que el profesor progresista nunca necesitó estar tan alerta como hoy frente a
la astucia con que la ideología dominante insinúa la neutralidad de la
educación. Desde ese punto de vista, que es reaccionario, el espacio
pedagógico, neutro por excelencia, es aquel en el que se adiestran los alumnos para prácticas apolíticas, como si la manera
humana de estar en el mundo fuera o pudiera ser una manera neutra.
Mi
presencia de profesor, que no puede pasar inadvertida a los alumnos en la clase
y en la escuela, es una presencia política en sí misma. En cuanto presencia no
puedo ser una omisión sino un sujeto
de opciones. Debo revelar a los
alumnos mi capacidad de analizar, de comparar, de evaluar, de decidir, de
optar, de romper. Mi capacidad de hacer justicia, de no faltar a la verdad. Mi
testimonio tiene que ser, por eso mismo, ético.
3.
Enseñar exige comprender que la
educación es una forma de intervención en el mundo
Otro saber del que no
puedo ni siquiera dudar un momento en mi práctica educativo-crítica es el de
que, como experiencia específicamente
humana, la educación es una forma de intervención en el mundo. Intervención que
más allá del conocimiento de los contenidos bien o mal enseñados y/o aprendidos
implica tanto el esfuerzo de reproducción
de la ideología dominante como su desenmascaramiento.
La educación, dialéctica y contradictoria, no podría ser sólo una u otra de
esas cosas. Ni mera reproductora ni
mera desenmascaradora de la ideología
dominante.
La
educación nunca fue, es, o puede ser neutra, "indiferente" a
cualquiera de estas hipótésis, la de la reproducción de la ideología dominante
o la de su refutación. Es un error decretarla como tarea solamente reproductora
de la ideología dominante, como es un error tomarla como una fuerza reveladora
de la realidad, que actúa libremente, sin obstáculos ni duras dificultades.
Errores que implican directamente visiones defectuosas de la Historia y de la
conciencia.
Por
un lado, la concepción mecanicista de la Historia, que reduce la conciencia a un puro
reflejo de la materialidad, y por otro, el subjetivismo idealista, que
hipertrofia el papel de la conciencia en el acontecer histórico. Nosotros,
mujeres y hombres, no somos ni seres simplemente determinados ni tampoco
estamos libres de condicionamientos genéticos, culturales, sociales,
históricos, de clase, de género, que nos marcan y a los cuales estamos
referidos.
Desde
el punto de vista de los intereses dominantes, no hay duda de que la educación
debe ser una práctica inmovilizadora y
encubridora de verdades. Sin embargo,
cada vez que la coyuntura lo exige, la educación dominante es progresista a su
manera, progresista "a medias". Las fuerzas dominantes estimulan y
materializan avances técnicos comprendidos y, tanto cuanto posible, realizados
de manera neutra. Sería demasiado ingenuo de nuestra parte, incluso angelical,
esperar que la "bancada ruralista". aceptara tranquila y conforme la
discusión que se realiza en las escuelas rurales e incluso urbanas sobre la
reforma agraria como proyecto económico, político y ético de la mayor
importancia para el propio desarrollo nacional. Ésa es una tarea que los
educadores y educadoras progresistas deben cumplir, dentro y fuera de las
escuelas. Es una tarea que debe ser realizada por organizaciones no
gubernamentales y sindicatos democráticos. Por otro lado, ya no es ingenuo
esperar que el empresario que se moderniza, de origen urbano, apoye la reforma
agraria. Sus intereses en la expansión del mercado lo hacen
"progresista" frente a la reacción ruralista. El propio
comportamiento progresista del empresariado que se moderniza, progresista
frente a la truculencia retrógrada de los ruralistas, pierde su humanismo en el enfrentamiento entre los
intereses humanos y los del mercado.
Para
mí es una inmoralidad que a los intereses radicalmente humanos se sobrepongan,
como se viene haciendo, los intereses del mercado.
Continúo
alerta a la advertencia de Marx, sobre la necesidad del radicalismo para estar
siempre despierto a todo lo que respecta a la defensa de los intereses humanos.
Intereses superiores a los de puros grupos o clases de gente.
Al
reconocer que, precisamente porque nos volvimos seres capaces de observar, de
comparar, de evaluar, de escoger, de decidir, de intervenir, de romper, de
optar, nos hicimos seres éticos y se abrió para nosotros la posibilidad de transgredir la ética, nunca podría aceptar la transgresión como un derecho sino
como una posibilidad. Posibilidad
contra la cual debemos luchar y no quedarnos de brazos cruzados. De ahí mi
rechazo riguroso a los fatalismos quietistas que terminan por absorber las
transgresiones éticas en lugar de condenarlas. No puedo volverme connivente con
un orden perverso y exculparlo de su maldad al atribuir a "fuerzas
ciegas" e imponderables los daños que él causa a los seres humanos. El
hambre frente a la abundancia y el desempleo en el mundo son inmoralidades Y no
fatalidades, como lo pregona el reaccionarismo con aires de quien sufre sin
poder hacer nada. Lo que quiero repetir, con fuerza, es que nada justifica la
minimización de los seres humanos, en el caso de las mayorías compuestas por
minorías que aún no percibieron que juntas serían mayoría. Nada, ni el avance
de la ciencia y/o de la tecnología, puede legitimar un "orden"
desordenador en el que sólo las minorías del poder despilfarran y gozan
mientras que a las minorías con dificultades incluso para sobrevivir se les
dice que la realidad es así, que su hambre es una fatalidad de fines del siglo.
No junto mi voz a la de quienes, hablando de paz, piden a los oprimidos, a los
harapientos del mundo, su resignación. Mi voz tiene otra semántica, tiene otra
música. Hablo de la resistencia, de la in- dignación, de la "justa
ira" de los traicionados y de los engañados. De su derecho y de su deber
de rebelarse contra las transgresiones éticas de que son víctimas cada vez más.
La ideología fatalista del discurso y de la política neoliberales de las que
vengo hablando es un momento de la desvalorización antes mencionada de los
intereses humanos en relación con los del mercado.
Difícilmente
un empresario moderno estaría de acuerdo en que fuera un derecho de
"su" obrero, por ejemplo, discutir durante el proceso de su
alfabetización o en el desarrollo de algún curso de perfeccionamiento técnico,
esta misma ideología a la que me he venido refiriendo. Discutir, por ejemplo,
la afirmación: "El desempleo en el mundo es una fatalidad de fines de este siglo." Y ¿por qué hacer la reforma agraria no es
también una fatalidad? Y ¿por qué acabar con el hambre y con la miseria no son
igualmente fatalidades de las cuales no se puede escapar?
La
afirmación según la cual lo que interesa a los obreros es alcanzar el máximo de
su eficiencia técnica y no perder tiempo con debates "ideológicos"
que no llevan a nada, es reaccionaria. El obrero necesita inventar, a partir
del propio trabajo, su ciudadanía, pues ésta no se construye solamente con su
eficiencia técnica sino también con su lucha política en favor de la recreación
de la sociedad injusta, para que ceda su lugar otra menos injusta y más humana.
El
empresario moderno, vuelvo a insistir, acepta, estimula y patrocina
naturalmente el adiestramiento técnico de "su" obrero. Lo que él
rechaza necesariamente es su formación que,
al paso que incluye el saber técnico y científico indispensable, habla de su
presencia en el mundo. Presencia humana, presencia ética, envilecida en cuanto
que se la transforma en una pura sombra.
No
puedo ser profesor si no percibo cada vez mejor que mi práctica, al no poder
ser neutra, exige de mí una definición. Una toma de posición. Decisión.
Ruptura. Exige de mí escoger entre esto y aquello. No puedo ser profesor en
favor de quienquiera y en favor de no importa qué. No puedo ser profesor en
favor simplemente del Hombre o de la Humanidad, frase de una vaguedad demasiado
contrastante con lo concreto de la práctica educativa. Soy profesor en favor de
la decencia contra la falta de pudor, en favor de la libertad contra el
autoritarismo, de la autoridad contra el libertinaje, de la democracia contra
la dictadura de derecha o de izquierda. Soy profesor en favor de la lucha
constante contra cualquier forma de discriminación, contra la dominación
económica de los individuos o de las clases sociales. Soy profesor contra el
orden capitalista vigente que inventó esta aberración; la miseria en la
abundancia. Soy profesor en favor de la esperanza que me anima a pesar de todo.
Soy profesor contra el desengaño que me consume y me inmoviliza. Soy profesor
en favor de la belleza de mi propia práctica, belleza que se pierde si no cuido
del saber que debo enseñar, si no peleo por este saber, si no lucho por las
condiciones materiales necesarias sin las cuales mi cuerpo, descuidado, corre
el riesgo de debilitarse y de ya no ser el testimonio que debe ser de luchador
pertinaz, que se cansa pero no desiste. Belleza que se esfuma de mi práctica
si, soberbio, arrogante y desdeñoso con los alumnos, no me canso de admirarme.
De
la misma manera en que no puedo ser profesor sin sentirme capacitado para
enseñar correctamente y bien los contenidos de mi disciplina tampoco puedo, por
otro lado, reducir mi práctica docente a la mera enseñanza de esos contenidos.
Ése es tan sólo un momento de mi actividad pedagógica. Tan importante como la
enseñanza de los contenidos es mi testimonio ético al enseñarlos. Es la
decencia con que lo hago. Es la preparación científica revelada sin arrogancia,
al contrario, con humildad. Es el respeto nunca negado al educando, a su saber
"hecho de experiencia" que busco superar junto con él.
Tan
importante como la enseñanza de los contenidos es mi coherencia en el salón de
clase. La coherencia entre lo que digo,
lo que escribo y lo que hago.
Es
importante que los alumnos perciban el esfuerzo que hacen el profesor o la
profesora al buscar su coherencia; es preciso también que este esfuerzo sea de
vez en cuando discutido en clase. Hay situaciones en que la conducta de la
profesora puede parecer contradictoria a los alumnos. Esto sucede casi siempre
cuando el profesor simplemente ejerce su autoridad en la coordinación de las
actividades de la clase y a los alumnos les parece que él, el profesor, se
excedió en su poder. A veces, el mismo profesor no tiene certeza de haber
realmente rebasado o no el límite de su autoridad.
4.
Enseñar exige libertad y autoridad
En otro momento de este
texto me referí al hecho de que no hemos resuelto aún el problema de la tensión
entre la autoridad y la libertad. Inclinados como estamos a superar la
tradición autoritaria, tan presente entre nosotros, nos deslizamos hacia formas
libertinas de comportamiento y descubrimos autoritarismo donde sólo hubo
ejercicio legítimo de la autoridad.
Recientemente,
un joven profesor universitario, de opción democrática, comentaba conmigo lo
que le parecía haber sido un desvío suyo en el uso de su autoridad. Me dice,
consternado, haberse opuesto a que un alumno de otra clase permaneciera en la
puerta entreabierta de su salón, conversando con gestos con una de las alumnas.
El profesor había tenido incluso que dejar de hablar ante el desconcierto provocado
por la situación. Para él, su decisión, con la que había devuelto al espacio
pedagógico el clima necesario para continuar su actividad específica y
restaurado el derecho de los estudiantes y el suyo propio a proseguir la
práctica docente, había sido autoritaria. En verdad, no. Libertinaje hubiera
sido si permitía que la indisciplina de una libertad mal entendida
desequilibrara el contexto pedagógico, perjudicando así su funcionamiento.
En
uno de los innumerables debates en que he participado, en el que se discutía
precisamente la cuestión de los límites sin los cuales la libertad degenera en
libertinaje y la autoridad en autoritarismo, oí de uno de los participantes
que, al hablar de los límites de la libertad, yo estaba repitiendo la cantilena
que caracterizaba el discurso de un profesor suyo, reconocidamente
reaccionario, durante el régimen militar. Para mi interlocutor, la libertad
estaba por encima de cualquier límite. Para mí, no, exactamente porque le
apuesto a ella, porque sé que la existencia sólo tiene valor y sentido en la
lucha por ella. La libertad sin límite es tan negativa como la libertad
asfixiada o castrada.
El
gran problema al que se enfrenta el educador o educadora de opción democrática
es cómo trabajar para hacer posible que la necesidad del límite sea asumida
éticamente por la libertad. Cuanto más críticamente la libertad asuma el límite
necesario, tanto más autoridad tendrá, éticamente hablando, para seguir
luchando en su nombre.
Me
gustaría dejar una vez más bien claro cuánto le apuesto a la libertad, cuánto
me parece fundamental que ella se ejercite asumiendo decisiones. Fue eso, por
lo menos, lo que marcó mi experiencia de hijo, de hermano, de alumno, de
profesor, de marido, de padre y de ciudadano.
La
libertad madura en la confrontación con otras libertades, en la defensa de sus
derechos de cara a la autoridad de los padres, del profesor, del Estado. Claro
está que la libertad del adolescente no siempre le permite tomar la mejor
decisión con relación a su porvenir. Es indispensable que los padres participen
en las discusiones con los hijos en torno a ese porvenir. No pueden ni deben
omitirse pero necesitan saber y asumir que el futuro es de sus hijos y no suyo.
Para mí es preferible reforzar el derecho que tienen a la libertad de decidir,
aun corriendo el riesgo de equivocarse, que seguir la decisión de los padres.
Es decidiendo como se aprende a decidir. No puedo aprender a ser yo mismo si no
decido nunca, porque la sabiduría y sensatez de mi padre y de mi madre siempre
deciden por mí. No valen los argumentos inmediatistas como: “¿Ya imaginaste,
por ejemplo, el riesgo que corres de perder tiempo y oportunidades, insistiendo
en esa idea absurda?" La idea del hijo, naturalmente. Lo que hay de
pragmático en nuestra existencia no puede sobreponerse al imperativo ético del
que no podemos huir. El hijo tiene, mínimamente, el derecho de probar lo
"absurdo de su idea". Por otro lado, la decisión de asumir las
consecuencias del acto de decidir forma parte del aprendizaje. No hay decisión
a la que no continúen efectos esperados, poco esperados o inesperados. Es por
eso por lo que la decisión es un proceso responsable. Una de las tareas
pedagógicas de los padres es hacer obvio para los hijos que participar en su
proceso de toma de decisión no es entrometerse sino cumplir, incluso, un deber,
siempre y cuando no pretendan asumir la misión de decidir por ellos. La
participación de los padres debe darse sobre todo en el análisis, junto con los
hijos, de las posibles consecuencias de la decisión que va a ser tomada.
La
posición del padre o de la madre es la de quien, sin ningún prejuicio o
disminución de su autoridad, humildemente, acepta el papel de enorme
importancia de asesor o asesora del hijo o de la hija. Asesor que, aunque
batiéndose por el acierto de su visión de las cosas, nunca intenta imponer su
voluntad ni se exaspera porque su punto de vista no fue adoptado.
Lo
que es necesario, de una manera realmente fundamental, es que el hijo asuma
éticamente, responsablemente la decisión fundadora de su autonomía. Nadie es
autónomo primero para después decidir. La autonomía se va constituyendo en la
experiencia de varias, innumerables decisiones, que van siendo tomadas. ¿Por
qué, por ejemplo, no desafiar al hijo, todavía niño, para que participe de la
elección de la mejor hora para hacer sus tareas escolares? ¿Por qué el mejor
tiempo para esa tarea es siempre el de los padres? ¿Por qué perder la
oportunidad de ir señalando siempre a los hijos el deber y el derecho que
tienen, como personas, de ir forjando su propia autonomía? Nadie es sujeto de
la autonomía de nadie. Por otro lado, nadie madura de repente, a los 25 años.
Las personas van madurando todos los días, o no. La autonomía, en cuanto
maduración del ser para sí, es proceso, es llegar a ser. No sucede en una fecha
prevista. Es en este sentido en el que una pedagogía de la autonomía tiene que
estar centrada en experiencias estimuladoras de la decisión y de la
responsabilidad, valga decir, en experiencias respetuosas de la libertad.
Una
cosa me parece hoy mucho más clara: nunca tuve miedo de apostarle a la
libertad, a la seriedad, a la amorosidad, a la solidaridad, en cuya lucha
aprendí el valor y la importancia de la rabia. Nunca temí ser criticado por mi
mujer, por mis hijas, por mis hijos, ni por mis alumnos y alumnas con quienes
he trabajado a lo largo de los años, por haberle apostado demasiado a la
libertad, a la esperanza, a la palabra del otro, a su voluntad de erguirse y
volverse a erguir, por haber sido más ingenuo que crítico. Lo que temí, en los
diferentes momentos de mi vida, fue dar margen, mediante gestos o palabrería, a ser considerado un
oportunista, un "realista", "un hombre con los pies sobre la
tierra", o uno de esos "equilibristas" que están siempre
"sobre el muro" a la espera de saber cuál será la onda que se hará
poder.
Lo
que siempre rechacé deliberadamente, en nombre del respeto mismo a la libertad,
fue su distorsión en libertinaje. Lo que siempre busqué fue vivir en plenitud
la relación tensa, contradictoria y no mecánica, entre autoridad y libertad, en
el sentido de asegurar el respeto entre ambas, cuya ruptura provoca la
hipertrofia de una o de otra.
Es
interesante observar cómo, de manera general, los autoritarios consideran, con
frecuencia, el respeto indispensable a la libertad como expresión de
espontaneísmo incorregible y los libertinos descubren autoritarismo en toda
manifestación legítima de autoridad. La posición más difícil, indiscutiblemente
correcta, es la del demócrata, coherente con su sueño solidario e igualitario,
para quien no existe autoridad sin libertad ni ésta sin aquélla.
5.
Enseñar exige una toma consciente de
decisiones
Volvamos a la cuestión
central que vengo discutiendo en esta parte del texto: la educación,
especificidad humana, como un acto de intervención en el mundo. Es preciso
dejar claro que el concepto de intervención se está usando sin ninguna
restricción semántica. Cuando hablo de la educación como intervención me
refiero tanto a la que procura cambios radicales en la sociedad, en el campo de
la economía, de las relaciones humanas, de la propiedad, del derecho al
trabajo, a la tierra, a la educación, a la salud, cuanto a la que, por el
contrario, pretende reaccionariamente inmovilizar la Historia y mantener el
orden injusto.
Estas
formas de intervención, que enfatizan más un aspecto que otro nos dividen en
nuestras opciones con relación a cuya pureza no siempre somos leales. Rara vez,
por ejemplo, percibimos la incoherencia agresiva que existe entre nuestras
afirmaciones "progresistas" y nuestro estilo desastrosamente elitista
de ser intelectuales. ¿Y qué decir de educadores que se dicen progresistas pero
que tienen una práctica pedagógico-política eminentemente autoritaria? Sólo por
esa razón en Cartas a quien pretende
enseñar insistí tanto en la necesidad que tenemos de crear, en nuestra
práctica docente, entre otras, la virtud de la coherencia. Tal vez no haya nada
que desgaste más a un profesor que se dice progresista que su práctica racista,
por ejemplo. Es interesante observar cómo hay más coherencia entre los
intelectuales autoritarios, de derecha o de izquierda. Difícilmente uno de
ellos o una de ellas respeta y estimula la curiosidad crítica en los educandos,
el gusto por la aventura. Difícilmente contribuye, de manera deliberada y
consciente, para la constitución y solidez de la autonomía del ser del
educando. De modo general, se obstinan en depositar en los alumnos pasivos la
descripción del perfil de los contenidos, sólo como los aprenden, en lugar de
desafiarlos a aprehender su sustantividad en cuanto objetos gnoseológicos.
Es
en la direccionalidad de la educación, esta vocación que ella tiene, como
acción específicamente humana, de "remitirse" a sueños, ideales,
utopías y objetivos, donde se encuentra lo que vengo llamando politicidad de la
educación. La cualidad de ser política, inherente a su naturaleza. La
neutralidad de la educación es, en verdad, imposible. Y es imposible, no porque
profesores y profesoras "alborotadores" y "subversivos" lo
determinen. La educación no se vuelve política por causa de la decisión de este
o de aquel educador. Ella es política. Quien piensa así, quien afirma que es
por obra de este o de aquel educador, más activista que otra cosa, por lo que
la educación se vuelve política, no puede esconder la forma menospreciadora en
que entiende la política. Pues es precisamente en la medida en que la educación
es pervertida y disminuida por la acción de "alborotadores" que ella,
dejando de ser verdadera educación, pasa a ser política, algo sin valor. La
raíz más profunda de la politicidad de la educación está en la propia
educabilidad del ser humano, que se funde en su naturaleza inacabada y de la
cual se volvió consciente. Inacabado y consciente de su inacabamiento,
histórico, el ser humano se haría necesariamente un ser ético, un ser de
opción, de decisión. Un ser ligado a intereses y en relación con los cuales
tanto puede mantenerse fiel a la eticidad cuanto puede transgredirla. Es
exactamente porque nos volvemos éticos por lo que fue creada para nosotros, como
afirmé antes, la probabilidad de violar la ética. Para que la educación fuera
neutral sería preciso que no hubiera ninguna discordancia entre las personas
con relación a los modos de vida individual y social, con relación al estilo
político puesto en práctica, a los valores que deben ser encarnados. Sería
preciso que no hubiera, en nuestro caso, por ejemplo, ninguna divergencia
acerca del hambre y la miseria en Brasil y en el mundo; sería necesario que
toda la población nacional aceptara verdaderamente que hambre y miseria, aquí y
fuera de aquí, son una fatalidad de fines del siglo. Sería preciso también que
hubiera unanimidad en la forma de enfrentarlos para superarlos. Para que la
educación no fuera una forma política de intervención en el mundo sería indispensable
que el mundo en que ella se diera no fuera humano. Hay una total
incompatibilidad entre el mundo humano del habla, de la percepción, de la
inteligibilidad, de la comunicabilidad, de la acción, de la observación, de la
comparación, de la verificación, de la búsqueda, de la elección, de la
decisión, de la ruptura, de la ética y de la posibilidad de su transgresión y
la neutralidad de no importa qué.
No
es la neutralidad de la educación lo que debo pretender sino el respeto, a toda
prueba, a los educandos, a los educadores y a las educadoras. El respeto a los
educadores y educadoras por parte de la administración pública o privada de las
escuelas; el respeto a los educandos asumido y practicado por los educadores no
importa de qué escuela, particular o pública. Por esto es por lo que debo
luchar sin cansancio. Luchar por el derecho que tengo de ser respetado y por el
deber que tengo de reaccionar cuando me maltratan. Luchar por el derecho que
tú, que me lees, profesora o alumna, tienes de ser tú misma y nunca, jamás,
luchar por esa cosa imposible, grisácea e insulsa que es la neutralidad. ¿Qué
otra cosa es mi neutralidad sino una manera tal vez cómoda, pero hipócrita, de
esconder mi opción o mi miedo de denunciar la injusticia? "Lavarse las manos" frente a la
opresión es reforzar el poder del opresor, es optar por él. ¿Cómo puedo ser
neutral frente a una situación, no importa cuál sea, en que el cuerpo de las
mujeres y de los hombres se vuelve puro objeto de expoliación y de ultraje?
Lo
que se le plantea a la educadora o al educador democrático, consciente de la
imposibilidad de la neutralidad de la educación, es forjar en sí un saber
especial, que jamás debe abandonar, saber que motiva y sustenta su lucha: si la educación no lo puede todo, alguna cosa
fundamental puede la educación. Si la educación no es la clave de las
transformaciones sociales, tampoco es simplemente una reproductora de la
ideología dominante. Lo que quiero decir es que, ni la educación es una fuerza
imbatible al servicio de la transformación de la sociedad, porque yo así lo
quiera, ni es tampoco la perpetuación del statu
quo porque el dominante así lo decrete. El educador y la educadora críticos
no pueden pensar que, a partir del curso que coordinan o del seminario que
dirigen, pueden transformar el país. Pero pueden demostrar que es posible
cambiar. Y esto refuerza en él o ella la importancia de su tarea
político-pedagógica.
La
profesora democrática, coherente, competente, que manifiesta su gusto por la
vida, su esperanza en un mundo mejor, que demuestra su capacidad de lucha, su
respeto a las diferencias, sabe cada vez más el valor que tiene para la
transformación de la realidad, la manera congruente en que vive su presencia en
el mundo, de la cual su experiencia en la escuela es apenas un momento, pero un
momento importante que requiere ser vivido auténticamente.
6.
Enseñar exige saber escuchar
Recientemente,
platicando con un grupo de amigas y amigos, una de ellas, la profesora Olgair
Garcia, me dijo que, en su experiencia pedagógica de profesora de niños y de
adolescentes pero también de profesora de profesoras, venía observando cuán
importante y necesario es saber escuchar.
Si, en verdad, el sueño que nos anima es democrático y solidario, no es
hablando a los otros, desde arriba, sobre todo, como si fuéramos los portadores
de la verdad que hay que transmitir a los demás, como aprendemos a escuchar, pero es escuchando como aprendemos a hablar
con ellos. Sólo quien escucha paciente y críticamente al otro, habla con él, aun cuando, en ciertas
ocasiones, necesite hablarle a él. Lo
que nunca hace quien aprende a escuchar para poder hablar con es hablar impositivamente. Incluso cuando, por
necesidad, habla contra posiciones o concepciones del otro, habla con él como
sujeto de la escucha de su habla crítica y no como objeto de su discurso. El
educador que escucha aprende la difícil lección de transformar su discurso al
alumno, a veces necesario, en un habla con
él.
Hay
una señal de los tiempos, entre otras, que me asusta: la insistencia con la
que, en nombre de la democracia, de la libertad y de la eficiencia, se viene
asfixiando la propia libertad y, por extensión, la creatividad y el gusto de la
aventura del espíritu. La libertad de movernos, de arriesgarnos viene siendo
sometida a una cierta uniformidad de fórmulas, de maneras de ser, en relación
con las cuales somos evaluados. Claro está que ya no se trata de la asfixia
truculentamente producida por el rey despótico sobre sus súbditos, por el señor
feudal sobre sus vasallos, por el colonizador sobre los colonizados, por el
dueño de la fábrica sobre los obreros, por el Estado autoritario sobre los
ciudadanos, sino por el poder invisible de la domesticación enajenante que
alcanza una eficacia extraordinaria en lo que vengo llamando "burocratización
de la mente". Un estado refinado de extrañeza, de "autosumisión"
de la mente, del cuerpo consciente, de conformismo del individuo, de
resignación ante situaciones consideradas fatalmente como inmutables. Es la
posición de quien encara los hechos como algo consumado, como algo que sucedió
porque tenía que suceder en la forma en que sucedió, es la posición, por eso
mismo, de quien entiende y vive la
Historia como determinismo
y no como posibilidad. Es la
posición de quien se asume como fragilidad
total ante el todopoderosismo de los hechos que no sólo acontecieron porque
tenían que acontecer sino que no pueden ser "reorientados" o
alterados. En esta manera mecanicista de comprender la Historia no hay lugar
para la decisión humana.[1] Así como en la desproblematización del
tiempo, de la que resulta que el porvenir ora es la perpetuación del hoy, ora
algo que será porque está dicho que será, no hay lugar para elección, sino para
el acomodamiento bien adaptado a lo que está allí o a lo que vendrá. No es
posible hacer nada contra la globalización que, realizada porque tenía que ser
realizada, debe continuar su destino, porque así está misteriosamente escrito
que debe ser. La globalización que refuerza el mando de las minorías poderosas
y despedaza y pulveriza la presencia impotente de los dependientes, haciéndolos
todavía más impotentes, es un destino manifiesto. Frente a ella no hay otra
salida más que cada uno baje dócilmente la cabeza y agradezca a Dios por
continuar vivo. Agradecer a Dios o a la propia globalización.
Siempre
rechacé los fatalismos. Prefiero la rebeldía que me confirma como persona y que
nunca dejó de probar que el ser humano es mayor que los mecanicismos que lo
minimizan.
La
proclamada muerte de la
Historia que significa, en última instancia, la muerte de la
utopía y de los sueños, refuerza, indiscutiblemente, los mecanismos de asfixia
de la libertad. De allí que la pelea por el rescate del sentido de la utopía,
de la cual no puede dejar de estar impregnada la práctica educativa humanizante,
tenga que ser una constante de ésta.
Cuanto
más me dejo seducir por la aceptación de la muerte de la Historia, tanto más
admito que la imposibilidad de un mañana diferente implica la eternidad del hoy
neoliberal que está allí, y la permanencia del hoy mata en mí la posibilidad de
soñar. Una vez desproblematizado el tiempo, la llamada muerte de la Historia decreta el
inmovilismo que niega al ser humano.
La
total desconsideración por la formación integral
del ser humano y su reducción a puro adiestramiento
fortalece la manera autoritaria de hablar desde arriba hacia abajo. En ese
caso, hablar a, que, en la
perspectiva democrática es un momento posible de hablar con, no es ni siquiera
ensayado. La total desconsideración por la formación integral del ser humano,
su reducción a puro adiestramiento fortalecen la manera autoritaria de hablar
desde arriba hacia abajo, a la que le falta, por eso mismo, la intención de su
democratización en el hablar con.
Los
sistemas de evaluación pedagógica de alumnos y de profesores se vienen
asumiendo cada vez más como discursos verticales, desde arriba hacia abajo,
pero insisten en pasar por democráticos. La cuestión que se nos plantea, en
cuanto profesores y alumnos críticos y amantes de la libertad, no es, naturalmente,
ponernos contra la evaluación, a fin de cuentas necesaria, sino resistir a los
métodos silenciadores con que a veces viene siendo realizada. La cuestión que
se nos plantea es luchar en favor de la comprensión y de la práctica de la
evaluación en cuanto instrumento de apreciación del quehacer de sujetos
críticos al servicio, por eso mismo, de la liberación y no de la domesticación.
Evaluación en que se estimule el hablar a
como camino del hablar con.
En
el proceso del habla y de la escucha la disciplina del silencio que debe ser
asumido con rigor y en su momento por los sujetos que hablan y escuchan es un sine qua
de la comunicación dialógica. La primera señal de que el individuo que
habla sabe escuchar es la demostración de su capacidad de controlar no sólo la
necesidad de decir su palabra, que es un derecho, sino también el gusto
personal, profundamente respetable, de expresarla. Quien tiene algo que decir
tiene igualmente el derecho y el deber de decirlo. Sin embargo, es preciso que
quien tiene algo que decir sepa, sin sombra de duda, que no es el único o la
única que tiene algo que decir. Aún más, que lo que tiene que decir no es
necesariamente, por más importante que sea, la verdad auspiciosa esperada por
todos. Es preciso que quien tiene algo que decir sepa, sin duda alguna, que,
sin escuchar lo que quien escucha tiene igualmente que decir, termina por
agotar su capacidad de decir por mucho haber dicho sin nada o casi nada haber
escuchado. ;
Es
por eso por lo que, agrego, quien tiene algo que decir debe asumir el deber de
motivar, de desafiar a quien escucha, en el sentido de que, quien escucha diga,
hable, responda. El derecho que se
otorga a sí mismo el educador autoritario, de comportarse como propietario de
la verdad de la que se adueña y del tiempo para discurrir sobre ella, es
intolerable. Para él quien escucha no tiene siquiera tiempo propio pues el
tiempo de quien escucha es el suyo, el tiempo de su habla. Por eso mismo, su
habla se da en un espacio silenciado y
no en un espacio con o en silencio. Al contrario, el espacio
del educador democrático, que aprende a hablar escuchando, se ve cortado por el silencio intermitente de
quien, hablando, calla para escuchar a quien, silencioso, y no silenciado, habla.
La
importancia del silencio en el espacio de la comunicación es fundamental. Él me
permite, por un lado, al escuchar el habla comunicante de alguien, como sujeto
y no como objeto, procurar entrar en
el movimiento interno de su pensamiento, volviéndome lenguaje; por el otro,
torna posible a quien habla, realmente comprometido con comunicar y no con hacer comunicados,
escuchar la indagación, la duda, la creación de quien escuchó. Fuera de
eso, la comunicación perece.
Volvamos
a un punto ya referido, pero sobre el cual es preciso insistir. Una de las
características de la experiencia existencial en el mundo en comparación con la
vida en el soporte es la capacidad
que fuimos creando, mujeres y hombres, de entender el mundo sobre el que y en
el que actuamos, lo que se dio simultáneamente con la comunicabilidad de lo
entendido. No hay entendimiento de la realidad sin la posibilidad de su
comunicación.
Uno
de los problemas serios que tenemos es cómo trabajar el lenguaje oral o escrito
asociado o no a la fuerza de la imagen, para hacer efectiva la comunicación que
se encuentra en la propia comprensión o entendimiento del mundo. La
comunicabilidad de lo entendido es la posibilidad que éste tiene de ser
comunicado, pero todavía no es su comunicación.
Así,
seré tanto mejor profesor cuanto más eficazmente consiga provocar al educando
en el sentido de que prepare o refine su curiosidad, que debe trabajar con mi
ayuda, buscando que produzca su entendimiento del objeto o del contenido de que
hablo. En verdad, mi papel como profesor, al enseñar el contenido a o b,
no es solamente esforzarme por describir con máxima claridad la
sustantividad del contenido para que el alumno lo grabe. Mi papel fundamental,
al hablar con claridad sobre el objeto, es incitar al alumno para que él, con
los materiales que ofrezco, produzca la comprensión del objeto en lugar de
recibirla, integralmente, de mí. Él necesita apropiarse del entendimiento del contenido para que la
verdadera relación de comunicación entre él, como alumno, y yo, como profesor,
se establezca. Es por eso por lo que, repito, enseñar no es transferir
contenidos a alguien, así como aprender no es memorizar el perfil del contenido
transferido en el discurso vertical del profesor. Enseñar y aprender tienen que
ver con el esfuerzo metódicamente crítico del profesor por desvelar la
comprensión de algo y con el empeño igualmente crítico del alumno de ir entrando como sujeto en aprendizaje, en
el proceso de desvelamiento que el profesor o profesora debe desatar. Eso no
tiene nada que ver con la transferencia de contenidos y se refiere a la
dificultad pero, al mismo tiempo, a la belleza de la docencia y de la discencia.
Así,
no es difícil comprender que una de mis tareas centrales como educador
progresista sea apoyar al educando para que él mismo venza sus dificultades en
la comprensión o en el entendimiento del objeto y para que su curiosidad,
compensada y gratificada por el éxito de la comprensión alcanzada, sea
mantenida y, así, estimulada a continuar en la búsqueda permanente que implica
el proceso de conocimiento. Que se me perdone la reiteración, pero es preciso
enfatizar una vez más: enseñar no es transferir el entendimiento del objeto al
educando sino instigarlo para que, como sujeto cognoscente, sea capaz de
entender y comunicar lo entendido. Es en este sentido como se me impone escuchar al educando en sus dudas, en
sus temores, en su incompetencia provisional. Y al escucharlo, aprendo a hablar
con él.
Escuchar
es obviamente algo que va más allá de la posibilidad auditiva de cada uno.
Escuchar, en el sentido aquí discutido, significa la disponibilidad permanente
por parte del sujeto que escucha para la apertura al habla del otro, al gesto
del otro, a las diferencias del otro. Eso no quiere decir, evidentemente, que
escuchar exija que quien realmente escucha se reduzca al otro que habla. Eso no
sería escucha, sino autoanulación. La verdadera escucha no disminuye en nada mi
capacidad de ejercer el derecho de discordar, de oponerme, de asumir una
posición. Por el contrario, es escuchando bien como me preparo para colocarme
mejor o situarme mejor desde el punto de vista de las ideas. Como sujeto que se
da al discurso del otro, sin prejuicios, el buen escuchador dice y habla de su
posición con desenvoltura. Precisamente porque escucha al otro, su habla discordante, afirmativa, no es
autoritaria.
No
es difícil percibir que hay varias cualidades que la escucha legítima demanda
de su sujeto. Cualidades que van siendo constituidas en la práctica democrática
de escuchar.
Discutir
cuales son estas cualidades indispensables debe formar parte de nuestra
preparación, aun sabiendo que ellas necesitan ser creadas por nosotros, en
nuestra práctica, si nuestra opción político-pedagógica es democrática o
progresista y si somos coherentes con ella. Es necesario que sepamos que, sin
ciertas cualidades o virtudes como el amor, el respeto a los otros, la
tolerancia, la humildad, el gusto por la alegría, por la vida, la apertura a lo
nuevo, la disponibilidad al cambio, la persistencia en la lucha, el rechazo a
los fatalismos, la identificación con la esperanza, la apertura a la justicia,
no es posible la práctica pedagógico-progresista, que no se hace tan sólo con
ciencia y técnica.
Aceptar
y respetar la diferencia es una de esas virtudes sin las cuales la escucha no
se puede dar. Si discrimino al niño o a la niña pobre, a la niña o al niño
negro, al niño indio, a la niña rica; si discrimino a la mujer, a la campesina,
a la obrera, no puedo evidentemente escucharlas y, si no las escucho, no puedo
hablar con ellas, sino hablarles a ellas, desde arriba hacia abajo. Sobre todo, me prohíbo entenderlas. Si me
siento superior al que es diferente, no importa quien sea, me niego a escucharlo o a escucharla. El diferente no es el otro que merece respeto, es un esto
o aquello, mal tratable o
despreciable.
Si
la estructura de mi pensamiento es la única correcta, irreprochable, no puedo
escuchar a quien piensa y elabora su discurso de una manera que no es la mía.
Tampoco escucho a quien habla o escribe fuera de los patrones de la gramática
dominante. ¿Y cómo estar abiertos a las formas de ser, de pensar, de valorar,
de otra cultura, consideradas por nosotros demasiado extrañas y exóticas? Vemos
cómo el respeto a las diferencias y obviamente a los diferentes exige de
nosotros la humildad que nos advierte de los riesgos de exceder los límites más
allá de los cuales nuestra autoestima necesaria se convierte en arrogancia y
falta de respeto a los demás. Es preciso afirmar que nadie puede ser humilde
por puro formalismo como si cumpliera una obligación burocrática. Al contrario,
la humildad expresa una de las raras certezas de las que estoy seguro: la de
que nadie es superior a nadie. La falta de humildad, revelada en la arrogancia
y en la falsa superioridad de una persona sobre otra, de una raza sobre otra,
de un género sobre otro, de una clase o de una cultura sobre otra, es una
transgresión de la vocación humana del ser más.[2] Lo que la humildad no puede exigir de mí es
mi sumisión a la arrogancia y a la rudeza de quien me falta el respeto. Lo que
la humildad exige de mí, cuando no puedo reaccionar como debería a la afrenta,
es enfrentarla con dignidad. La dignidad de mi silencio y de mi mirada que
transmiten mi protesta posible.
Es
obvio que no puedo batirme físicamente con un joven, a quien no es necesario agregar
vigor ni cualidades de luchador. Pero ni así, sin embargo, debo humillarme ante
su falta de respeto y su agravio, y lIevármelos para casa sin al menos un gesto
de protesta. Es necesario que, al asumir con seriedad mi impotencia en la
relación de poder entre él y yo, su cobardía se haga patente. Es necesario que
él sepa que yo sé que su falta de valor ético lo inferioriza. Es preciso que
sepa que, si bien puede golpearme físicamente y sus golpes causarme daño, no
tiene, sin embargo, la fuerza suficiente para doblegarme a su arbitrio.
Aun
sin pegarle físicamente, el profesor puede golpear al educando, provocarle
disgustos y perjudicarlo en el proceso de su aprendizaje. La resistencia del
profesor, por ejemplo, a respetar la "lectura de mundo" con la que el
educando llega a la escuela, obviamente condicionada por su cultura de clase y
revelada en su lenguaje, también de clase, se convierte en un obstáculo a la
experiencia de conocimiento del alumno. Como he insistido en este y en otros
trabajos, saber escucharlo no significa, ya lo dejé claro, concordar con su
lectura del mundo, o conformarse con ella y asumirla como propia. Respetar la
lectura de mundo del educando tampoco es un juego táctico con el que el
educador o la educadora busca volverse simpático al alumno. Es la manera
correcta que tiene el educador de intentar, con
el educando y no sobre él, la
superación de una manera más ingenua de entender el mundo con otra más crítica.
Respetar la lectura de mundo del educando significa tomarla como punto de partida
para la comprensión del papel de la curiosidad,
de modo general, y de la humana, de modo especial, como uno de los impulsos
fundadores de la producción del conocimiento. Es preciso que, al respetar la
lectura del mundo del educando para superarla, el educador deje claro que la
curiosidad fundamental al entendimiento del mundo es histórica y se da en la
historia, se perfecciona, cambia cualitativamente, se hace metódicamente
rigurosa. Y la curiosidad así metódicamente rigorizada hace hallazgos cada vez
más exactos. En el fondo, el educador que respeta la lectura de mundo del
educando reconoce la historicidad del saber, el carácter histórico de la
curiosidad, y así, rechazando la arrogancia cientificista, asume la humildad
crítica propia de la posición verdaderamente científica.
La
falta de respeto a la lectura de mundo del educando revela el gusto elitista,
por consiguiente antidemocrático, del educador que, de esta manera, sin
escuchar al educando, no habla con él. Deposita en él sus comunicados.
Hay
todavía algo de verdadera importancia por discutir en torno de la reflexión
sobre el rechazo o el respeto a la lectura de mundo del educando por parte del
educador. La lectura de mundo revela, como es evidente, el entendimiento del
mundo que se viene constituyendo cultural y socialmente. También revela el
trabajo individual de cada sujeto en el propio proceso de asimilación del
entendimiento del mundo.
Una
de las tareas esenciales de la escuela, como centro de producción sistemática
de conocimiento, es trabajar críticamente la inteligibilidad de las cosas y de
los hechos y su comunicabilidad. Por eso es imprescindible que la escuela
incite constantemente la curiosidad del educando en vez de
"ablandarla" o "domesticarla". Es necesario mostrar al
educando que el uso ingenuo de la curiosidad altera su capacidad de hallar y obstaculiza la exactitud del hallazgo. Por otro lado y sobre todo, es
preciso que el educando vaya asumiendo el papel de sujeto de la producción de
su entendimiento del mundo y no sólo el de recibidor
de la que el profesor le transfiera.
Cuanto
más capaz me vuelvo de afirmarme como sujeto
que puede conocer tanto mejor desempeño mi aptitud para hacerlo.
Nadie
puede conocer por mí así como yo no puedo conocer por el alumno. Desde la
perspectiva progresista en que me encuentro, lo que puedo y debo hacer es, al
enseñarle cierto contenido, desafiarlo a que se vaya percibiendo, en y por su
propia práctica, como sujeto capaz de saber. Mi papel de profesor progresista
no es sólo enseñar matemáticas o biología sino, al tratar la temática que es,
por un lado, objeto de mi enseñanza, y por el otro, del aprendizaje del alumno,
ayudar a éste a reconocerse como arquitecto
de su propia práctica cognoscitiva.
Toda
enseñanza de contenidos demanda de quien se encuentra en la posición de
aprendiz que, a partir de cierto momento, comience a asumir también la autoría del conocimiento del objeto. El
profesor autoritario, que se niega a escuchar
a los alumnos, se cierra a esa aventura creadora. Niega a sí mismo la
participación en este momento de belleza singular: el de la afirmación del
educando como sujeto de conocimiento. Es por eso por lo que la enseñanza de los
contenidos, realizada críticamente, implica la apertura total del profesor o de la profesora a la tentativa
legítima del educando por tomar en sus manos la responsabilidad del sujeto que
conoce. Más aún, implica la iniciativa del profesor que debe estimular esa
tentativa en el educando, ayudándolo para que la realice.
Es
en este sentido como se puede afirmar que es tan erróneo separar práctica de
teoría, pensamiento de acción, lenguaje de ideología, como separar la enseñanza
de contenidos del llamado al educando para que se vaya haciendo sujeto del
proceso de aprenderlos. Desde una perspectiva progresista lo que debo hacer es
experimentar la unidad dinámica entre la enseñanza del contenido y la enseñanza
de lo que es, y de cómo aprender. Al enseñar matemáticas enseño también cómo
aprender y cómo enseñar, cómo ejercer la curiosidad epistemológica indispensable
a la producción del conocimiento.
7.
Enseñar exige reconocer que la
educación es ideológica
El saber que se refiere
a la fuerza, a veces mayor de lo que pensamos, de la ideología, es igualmente
indispensable para la práctica educativa del profesor o de la profesora. Es el
que nos advierte de sus mañas, de las trampas en que nos hace caer. Es que la
ideología tiene que ver directamente con el encubrimiento de la verdad de los
hechos, con el uso del lenguaje para ofuscar u opacar la realidad al mismo
tiempo que nos vuelve "miopes".
El
poder de la ideología me hace pensar en esas mañanas cubiertas de neblina en
que apenas vemos el perfil de los cipreses como sombras que más parecen manchas
de las propias sombras. Sabemos que hay algo enclavado en la penumbra pero no
lo vemos bien. La propia "miopía" que nos asalta dificulta la
percepción más clara, más nítida de la sombra. Es todavía más seria la
posibilidad que tenemos de aceptar dócilmente que lo que vemos y oímos es lo
que en verdad es, y no la ver- dad distorsionada. La capacidad que tiene la
ideología de ocultar la realidad, de hacernos "miopes", de
ensordecernos, hace, por ejemplo, que muchos de nosotros aceptemos con
docilidad el discurso cínicamente fatalista neoliberal que proclama que el
desempleo en el mundo es una fatalidad de fin del siglo. O que los sueños
murieron y que lo válido hoy es el "pragmatismo" pedagógico, es el
adiestramiento técnico-científico del educando y no su formación, de la cual no
se habla más. Formación que, al incluir la preparación técnico-científica, la
rebasa.
La
capacidad de "ablandarnos" que tiene la ideología nos hace a veces
aceptar mansamente que la globalización de la economía es una invención de ella
misma o de un destino que no se podría evitar, una casi entidad metafísica y no
un momento del desarrollo económico, sometido, como toda producción económica
capitalista, a una cierta orientación política dictada por los intereses de los
que detentan el poder. Sin embargo, se habla de la globalización de la economía
como un momento necesario de la economía mundial al que, por eso mismo, no es
posible escapar. Se universaliza un dato del sistema capitalista y un instante
de la vida productiva de ciertas economías capitalistas hegemónicas como si
Brasil, México, o Argentina, debieran participar de la globalización de la
economía de la misma manera que Estados Unidos, Alemania o Japón. Se toma el
tren en marcha y no se discuten las condiciones anteriores y actuales de las
diferentes economías. Se pone en un mismo nivel los deberes entre las distintas
economías sin tomar en cuenta las distancias que separan a los
"derechos" de los fuertes y su poder de usufructuarIos de la flaqueza
de los débiles para ejercerlos. Si la globalización significa la superación de
las fronteras, la apertura sin restricciones al libre comercio, que desaparezca
entonces quien no pueda resistir. No se indaga, por ejemplo. si en momentos
anteriores de la producción capitalista las sociedades que hoy lideran la
globalización eran tan radicales en la apertura que ahora consideran una
condición indispensable para el libre comercio. Exigen, en la actualidad, de
los otros, lo que no hicieron con ellas mismas. Una de las destrezas de su
ideología fatalista es convencer a los perjudicados de las economías
subordinadas de que la realidad es eso, de que no hay nada que hacer sino
seguir el orden natural de las cosas. Pues la ideología neoliberal se esfuerza
por hacemos entender la globalización como algo natural o casi natural y no
como una producción histórica.
El
discurso de la globalización que habla de la ética esconde, sin embargo, que la
suya es la ética del mercado y no la ética universal del ser humano, por la
cual debemos luchar arduamente si optamos, en verdad, por un mundo de personas.
El discurso de la globalización oculta con astucia o busca confundir en ella la
reedición intensificada al máximo, aunque sea modificada, de la espeluznante
maldad con que el capitalismo aparece en la Historia. El discurso
ideológico de la globalización busca ocultar que ella viene robusteciendo la
riqueza de unos pocos y verticalizando la pobreza y la miseria de millones. El
sistema capitalista alcanza en el neoliberalismo globalizante el máximo de
eficacia de su maldad intrínseca.
Yo
espero, convencido de que llegará el momento en que, pasada la estupefacción
ante la caída del muro de Berlín, el mundo se recompondrá y rechazará la
dictadura del mercado, fundada en la perversidad de su ética de lucro.
No
creo que las mujeres y los hombres del mundo, independientemente si se quiere
de sus opiniones políticas, pero sabiéndose y asumiéndose como mujeres y
hombres, como personas, dejen de profundizar esa especie de malestar ya
existente que se generaliza ante la maldad neoliberal. Malestar que terminará
por consolidarse en una nueva rebeldía en que la palabra crítica, el discurso
humanista, el compromiso solidario, la denuncia vehemente de la negación del
hombre y de la mujer y el anuncio de un mundo "personalizado" serán
armas de alcance incalculable.
Hace
un siglo y medio Marx y Engels pregonaban en favor de la unión de las clases
trabajadoras del mundo contra la explotación. Ahora se hace necesaria y urgente
la unión y la rebelión de la gente contra la amenaza que nos acecha, la de la
negación de nosotros mismos como seres humanos sometidos a la
"fiereza" de la ética del mercado.
En
este sentido nunca abandoné mi preocupación primera, que siempre me acompañó,
desde los comienzos de mi experiencia educativa. La preocupación con la
naturaleza humana[3] a la que debo mi lealtad siempre proclamada.
Antes incluso de leer a Marx yo ya me apropiaba de sus palabras: ya fundaba mi
radicalismo en la defensa de los legítimos intereses humanos. Ninguna teoría de
la transformación político-social del mundo consigue siquiera conmoverme si no
parte de una comprensión del hombre y de la mujer en cuanto seres hacedores de
Historia y hechos por ella, seres de la decisión, de la ruptura, de la opción.
Seres éticos, capaces incluso de transgredir la ética indispensable, algo de lo
que he "hablado" insistentemente en este texto. He afirmado y
reafirmado cuánto me alegra realmente saberme un ser condicionado pero capaz de
superar el propio condicionamiento. La gran fuerza sobre la que se apoya la
nueva rebeldía es la ética universal del ser humano y no la del mercado,
insensible a todo reclamo de las personas y sólo abierta a la voracidad del
lucro. Es la ética de la solidaridad humana.
Prefiero
ser criticado de idealista y soñador inveterado por continuar, sin vacilar,
apostando al ser humano, batiéndome por una legislación que lo defienda contra
las embestidas agresivas e injustas de quien transgrede la propia ética. La
libertad del comercio no puede estar por encima de la libertad del ser humano.
La libertad de comercio sin límite es el libertinaje del lucro. Se hace
privilegio de unos cuantos que, en condiciones favorables, robustece su poder
contra los derechos de muchos, incluso el derecho de sobrevivir. Una fábrica
textil que cierra porque no puede competir con los precios de la producción
asiática, por ejemplo, significa no sólo el colapso económico-financiero de su
propietario que puede o no haber sido un transgresor de la ética universal
humana, sino también la expulsión de centenas de trabajadores y trabajadoras
del proceso de producción. ¿Y sus familias? Insisto, con la fuerza que tengo y
con la que puedo reunir, en mi vehemente rechazo a determinismos que reducen
nuestra presencia en la realidad histórico-social a una pura adaptación a ella.
El desempleo en el mundo no es, como dije y repito, una fatalidad. Es ante todo
el resultado de una globalización de la economía y de avances tecnológicos a
los que les viene faltando el deber ser de
una ética realmente al servicio del ser humano y no del lucro y de la voracidad
desenfrenada de las minorías que dirigen el mundo.
El
progreso científico y tecnológico que no responde fundamentalmente a los
intereses humanos, a las necesidades de nuestra existencia, pierde, para mí, su
significación. A todo avance tecnológico debería corresponder el empeño real de
respuesta inmediata a cualquier desafío que pusiera en riesgo la alegría de
vivir de los hombres y de las mujeres. A un avance tecnológico que amenaza a
millares de mujeres y de hombres de perder su trabajo debería corresponder otro
avance tecnológico que estuviera al servicio de la atención a las víctimas del
progreso anterior. Como se ve, ésta es una cuestión ética y política y no
tecnológica. El problema me parece muy claro. Así como no puedo usar mi
libertad de hacer cosas, de indagar, de caminar, de actuar, de criticar para
sofocar la libertad que los otros tienen de hacer y de ser, así también no
podría ser libre para usar los avances científicos y tecnológicos que llevan a
millares de personas a la desesperación. No se trata, agreguemos, de inhibir
las investigaciones y frenar los avances sino de ponerlos al servicio de los
seres humanos. La aplicación de los avances tecnológicos con el sacrificio de
millares de personas es más un ejemplo de cuánto podemos ser transgresores de
la ética universal del ser humano y lo hacemos en favor de una ética pequeña,
la del mercado, la del lucro.
Entre
las transgresiones a la ética universal del ser humano, sujetas a penalidades,
debería estar la que implicara la falta de trabajo de un sinnúmero de personas,
su desesperación y su muerte en vida.
Por
eso mismo, la preocupación con la formación técnico-profesional capaz de
reorientar la actividad práctica de los que fueron puestos entre paréntesis,
tendría que multiplicarse.
Me
gustaría dejar bien claro que no sólo imagino sino que sé cuán difícil es la
aplicación de una política de desarrollo humano que, así, privilegie
fundamentalmente al hombre y a la mujer y no sólo al lucro. Pero también sé
que, si pretendemos superar realmente la crisis en que nos encontramos, el
camino ético se impone. No creo en nada sin él o fuera de él. Si, de un lado,
no pue- de haber desarrollo sin lucro, éste no puede ser, por otro, el objetivo
del desarrollo, en cuyo caso su fin último sería el gozo inmoral del
inversionista.
De
nada vale, a no ser de manera engañosa para una minoría que terminaría
pereciendo también, una sociedad eficazmente operada por máquinas altamente
"inteligentes", que sustituyeran a mujeres y hombres en actividades
de las más variadas, y millones de Marías y Pedros sin tener qué hacer, y éste
es un riesgo muy concreto que corremos.[4]
Tampoco
creo que la política que debe alimentar este espíritu ético pueda jamás ser la
dictatorial, contradictoriamente de izquierda o coherentemente de derecha. El
camino autoritario ya es de por sí una contravención a la naturaleza
inquietamente inquisidora, de búsqueda, de hombres y de mujeres que se pierden
al perder la libertad.
Es
exactamente por causa de todo esto por lo que, como profesor, debo estar
consciente del poder del discurso ideológico, comenzando por el que proclama la
muerte de las ideologías. En
realidad, a las ideologías sólo las puedo matar ideológicamente, pero es
posible que no perciba la naturaleza ideológica del discurso que habla de su
muerte. En el fondo, la ideología tiene un poder de persuasión indiscutible. El
discurso ideológico amenaza anestesiar nuestra
mente, confundir la curiosidad, distorsionar la percepción de los hechos, de
las cosas, de los acontecimientos. No podemos escuchar, sin un mínimo de
reacción crítica, discursos como éstos:
"El
negro es genéticamente inferior al blanco. Es una lástima, pero es lo que nos
dice la ciencia."
"En
defensa de su honra, el marido mató a la mujer."
“¿
Qué podríamos esperar de ellos, unos alborotadores, invasores de tierras?"
"Esa
gente es siempre así: les das la mano y se toman el pie."
"Nosotros
ya sabemos lo que el pueblo quiere y necesita. Preguntarle sería una pérdida de
tiempo."
"El
saber erudito que será proporcionado a las masas incultas es su
salvación."
"María
es negra, pero es bondadosa y competente."
"Ese
individuo es un buen tipo. Es nordestino, pero es serio y solícito."
"¿Tú
sabes con quién estás hablando?"
"Qué
vergüenza, hombre casarse con hombre, mujer casarse con mujer."
"Ahí
está, te fuiste a meter con gentuza y ése es el resultado."
"Cuando
el negro no ensucia a la entrada ensucia a la salida."
"Donde
el gobierno tiene que invertir es precisamente en las áreas donde viven
personas que pagan impuestos."
"Tú
no necesitas pensar. Vota por fulano, que piensa por ti."
"Tú,
desempleado, sé agradecido. Vota por quien te ayudó. Vota por
fulano-de-tal."
"Se
percibe, por la cara, que es gente fina, de buen trato, que recibió buena
educación de pequeño y no un andrajoso cualquiera."
"El
profesor habló sobre la lnconfidencia
mineira."*
"Brasil
fue descubierto por Cabral."
En
el ejercicio crítico de mi resistencia al poder tramposo de la ideología, voy
generando ciertas cualidades que se van haciendo sabiduría indispensable a mi
práctica docente. La necesidad de esa resistencia crítica, por ejemplo, me
predispone, por un lado, a una actitud siempre abierta hacia los demás, a los
datos de la realidad, y por el otro, a una desconfianza metódica que me
defiende de estar totalmente seguro de las certezas. Para resguardarme de las
artimañas de la ideología no puedo ni debo cerrarme a los otros ni tampoco
enclaustrarme en el ciclo de mi verdad. Al contrario, el mejor camino para
guardar viva y despierta mi capacidad de pensar correctamente, de ver con
perspicacia, de oír con respeto, y por eso de manera exigente, es exponerme a
las diferencias, es rechazar posiciones dogmáticas, en que me admita como
propietario de la verdad. En el fondo, ésta es la actitud correcta de quien no
se siente dueño de la verdad ni tampoco objeto adaptado al discurso ajeno que
le es dictado autoritariamente. Es la actitud correcta de quien se encuentra en
disponibilidad permanente para estimular y ser estimulado, para preguntar y
responder, para concordar y discordar. Disponibilidad hacia la vida y sus
contratiempos. Estar disponible es ser sensible a los llamados que se nos
hacen, a las señales más diversas que nos invocan, al canto del pájaro, a la
lluvia que cae o que se anuncia en la nube oscura, al río manso de la
inocencia, a la cara huraña de la desaprobación, a los brazos que se abren para
abrigar o al cuerpo que se cierra en el rechazo. Es en mi disponibilidad
permanente a la vida a la que me entrego de cuerpo entero, pensar crítico,
emoción, curiosidad, deseo, es así como voy aprendiendo a ser yo mismo en mi
relación con mi contrario. Y mientras más me entrego a la experiencia de lidiar
sin miedo, sin prejuicio, con las diferencias, tanto más me conozco y construyo
mi perfil.
8.
Enseñar exige disponibilidad para
el diálogo
En mis relaciones con
los otros, quienes no tuvieron necesariamente las mismas opciones que yo, en el
nivel de la política, de la ética, de la estética, de la pedagogía, no debo
partir de que debo "conquistarlos", no importa a qué costo, ni
tampoco temo que pretendan "conquistarme". Es en el respeto a las
diferencias entre ellos o ellas y yo, en la coherencia entre lo que hago y lo
que digo, donde me encuentro con ellos o con ellas. Es en mi disponibilidad hacia la realidad donde
construyo mi seguridad, indispensable a la propia disponibilidad. Es imposible
vivir la disponibilidad para la realidad sin seguridad pero también es
imposible crear la seguridad fuera del riesgo
de la disponibilidad.
Como
profesor no debo escatimar ninguna oportunidad para manifestar a los alumnos la
seguridad con que me comporto al discutir un tema, al analizar un hecho, al
exponer mi posición frente a una decisión gubernamental. Mi seguridad no reposa
en la falsa suposición de que lo sé todo, de que soy lo "máximo". Mi
seguridad se funda en la convicción de que algo sé y de que ignoro algo, a lo
que se junta la certeza de que puedo saber mejor lo que ya sé y conocer lo que
aún ignoro. Mi seguridad se afirma en el saber confirmado por la propia
experiencia de que, si mi inconclusión, de la que soy consciente, atestigua, de
un lado, mi ignorancia, me abre, del otro, el camino para conocer.
Me
siento seguro porque no hay razón para avergonzarme por desconocer algo. Ser
testigo de la apertura a los otros, la disponibilidad curiosa hacia la vida, a
sus desafíos, son saberes necesarios a la práctica educativa. Debería formar
parte de la aventura docente vivir la apertura respetuosa a los otros y, de vez
en cuando, de acuerdo con el momento, tomar la propia práctica de apertura al
otro como objeto de reflexión crítica. La razón ética de la apertura, su
fundamento político, su referencia pedagógica; la belleza que hay en ella como
viabilidad del diálogo. La experiencia de la apertura como experiencia
fundadora del ser inacabado que terminó por saberse inacabado. Sería imposible
saberse inacabado y no abrirse al mundo y a los otros en busca de explicación,
de respuestas a múltiples preguntas. El cerrarse al mundo y a los otros se
convierte en una transgresión al impulso natural de la incompletitud.
El
sujeto que se abre al mundo y a los otros inaugura con su gesto la relación
dialógica en que se confirma como inquietud y curiosidad, como inconclusión en
permanente movimiento en la
Historia.
Cierta
vez, en una escuela de la red municipal de Sao Paulo donde se realizaba una
reunión de cuatro días con profesores y profesoras de las diez escuelas del
área para planear en común sus actividades pedagógicas, visité una sala donde
estaban expuestas fotografías de los alrededores de la escuela. Fotografías de
calles enlodadas, también de calles bien conservadas. Fotografías de recovecos
feos que sugerían tristeza y dificultades. Fotografías de cuerpos caminando con
dificultad, lentamente, desalentados, de caras maltratadas, de mirada vaga.
Detrás de mí dos profesores hacían comentarios sobre lo que más los
impresionaba. De repente, uno de ellos afirmó: "Yo enseño hace diez años
en esta escuela. Nunca conocí de sus alrededores más que las calles que le dan
acceso. Ahora, al ver esta exposición[5] de
fotografías que nos revelan un poco de su contexto, me convenzo de cuán
precaria debe haber sido mi tarea formadora durante todos estos años. ¿Cómo
enseñar, cómo formar sin estar abierto al contorno geográfico, social, de los
educandos?"
La
formación de los profesores y de las profesoras debía insistir en la
constitución de este saber necesario y que me da certeza de esta cosa obvia,
que es la importancia innegable que tiene para nosotros el entorno, social y
económico en el que vivimos. Y al saber teórico de esta influencia tendríamos
que añadir el saber teórico-práctico de la realidad concreta en la que los
profesores trabajan. Ya sé, no hay duda, que las condiciones materiales en que
y bajo las que viven los educandos les condicionan la comprensión del propio
mundo, su capacidad de aprender, de responder a los desafíos. Ahora necesito
saber o abrirme a la realidad de estos alumnos con los que comparto mi
actividad pedagógica. Necesito volverme, si no absolutamente cercano a su forma
de estar siendo, al menos no tan extraño y distante de ella. Y la disminución
de mi extrañeza o de mi distancia de la realidad hostil en que viven mis
alumnos no es una cuestión de pura geografía. Mi apertura a la realidad
negadora de su proyecto humano es una cuestión de mi real adhesión a ellos y
ellas, a su derecho de ser. No va a ser cambiándome a una favela como les
probaré mi verdadera solidaridad política, por no hablar, además, de la casi
cierta pérdida de eficacia de mi lucha en función de la propia mudanza. Lo
fundamental es mi decisión ético-política. mi voluntad nada sentimental de
intervenir en el mundo. Es lo que Amílcar Cabral*
llamó "suicidio de clase" y a lo que me referí en la Pedagogía del oprimido como pascua o travesía. En el
fondo, reduzco la distancia que me separa de las malas condiciones en que viven
los explotados, cuando, apoyando realmente el sueño de justicia, lucho por el
cambio radical del mundo y no sólo espero que llegue porque se dice que habrá
de llegar. No es con discursos airados, sectarios, ineficaces porque sólo
dificultan todavía más mi comunicación con los oprimidos, como disminuyo la
distancia que hay entre la vida dura de los explotados y yo. Con relación a mis
alumnos, disminuyo la distancia que me separa de sus condiciones negativas de
vida en la medida en que los ayudo a aprender cualquier saber, el de tornero o
el de cirujano, con vistas al cambio del mundo, a la superación de las
estructuras injustas, nunca con vistas a su inmovilización.
El
saber fundador del camino en busca de la disminución de la distancia entre la
realidad perversa de los explotados y yo es el saber fundado en la ética de que
nada legitima la explotación de los hombres y de las mujeres por los propios
hombres o mujeres. Pero este saber no basta. En primer lugar, es necesario que
sea permanentemente activado e impulsado por una ardorosa pasión que lo
convierta casi en un saber arrebatado. También es necesario que a él se añadan
otros saberes de la realidad concreta, de la fuerza de la ideología; saberes
técnicos, en diferentes áreas, como la de la comunicación. Cómo revelar
verdades escondidas, cómo desmitificar la farsa ideológica, especie de ardid
atractivo en que caemos fácilmente. Cómo enfrentar el extraordinario poder de
los medios, del lenguaje de la televisión, de su "sintaxis" que
reduce a un mismo plano el pasado y el presente y sugiere que lo que todavía no
existe ya está hecho. Más aún, que diversifica temáticas en el noticiero sin
que haya tiempo para la reflexión sobre los varios asuntos presentados. De una
noticia sobre Miss Brasil se pasa a un terremoto en China; de un escándalo
sobre otro banco dilapidado por directores inescrupulosos pasamos a escenas de
un tren que se descarriló en Zúrich.
El
mundo se reduce, el tiempo se diluye: el ayer se vuelve hoy; el mañana ya está
hecho. Todo muy rápido. Me parece cada vez más importante debatir lo que se
dice y lo que se muestra y cómo se muestra en la televisión.
Como
educadores y educadoras progresistas no sólo no podemos desconocer la televisión
sino que debemos usarla, sobre todo, discutirla.
No
temo parecer ingenuo al insistir en que no es posible ni siquiera pensar en la
televisión sin tener en mente la cuestión de la conciencia crítica. Es que
pensar en la televisión o en los medios en general nos plantea el problema de
la comunicación, un proceso imposible de ser neutro. En verdad, toda
comunicación es comunicación de algo, hecha de cierta manera en favor o en
defensa, sutil o explícita, de algún ideal contra algo y contra alguien, aunque
no siempre claramente referido. De allí también el papel refinado que cumple la
ideología en la comunicación, ocultando verdades pero también la propia
ideologización del proceso comunicativo. Sería una santa ingenuidad esperar que
una emisora de televisión del grupo del poder dominante, al dar la noticia de
una huelga de metalúrgicos, dijera que su comentario se funda en los intereses patronales. Al contrario, su discurso se
esforzará por demostrar que su análisis de la huelga considera los intereses de la nación.
No
podemos ponemos frente a un aparato de televisión "entregados" o
"dispuestos" a lo que venga. Cuanto más nos sentamos frente al
televisor -hay excepciones-, como quien está de vacaciones, abiertos al puro
reposo y entretenimiento, tanto más corremos el riesgo de tropezar en la
comprensión de los hechos y de los acontecimientos. La postura crítica y
despierta no puede faltar en los momentos necesarios.
El
poder dominante lleva, entre muchas, otra gran ventaja sobre nosotros. Es que
para enfrentar el ardid ideológico con que está envuelto su mensaje en los
medios, sea en los noticieros, en los comentarios de los acontecimientos o en
la línea de ciertos programas, para no hablar de la propaganda comercial,
nuestra mente o nuestra curiosidad tendrían que funcionar epistemológicamente
todo el tiempo. Y eso no es fácil. Pero, aunque no es fácil estar
permanentemente en estado de alerta, es posible saber que, sin ser un demonio
que nos acecha para destruimos, el televisor frente al cual estamos tampoco es
un instrumento salvador. Tal vez sea mejor contar de uno a diez antes de hacer
la afirmación categórica a que Wright MilIs se refiere: "Es verdad, lo oí
en el noticiero de las veinte horas.”[6]
9.
Educar exige querer bien a los
educandos
Qué decir, pero sobre
todo qué esperar de mí, si, como profesor, no me ocupo por ese otro saber, el
de que es necesario estar abierto al gusto de querer bien, a veces, al desafío
de querer bien a los educandos y a la propia práctica educativa de la cual
participo. Esta apertura al querer bien no significa, en verdad, que, por ser
profesor, me obligo a querer bien a todos los alumnos de manera semejante.
Significa, de hecho, que la afectividad no me asusta, que no tengo miedo de
expresarla. Esta apertura al querer bien significa la manera que tengo de
sellar auténticamente mi compromiso con los educandos, en una práctica
específica del ser humano. En verdad, preciso descartar como falsa la
separación entre seriedad docente y afectividad. No es cierto, sobre todo
desde el punto de vista democrático, que seré mejor profesor cuanto más severo,
más frío, más distante e "incoloro" me ponga en mis relaciones con
los alumnos, en el trato de los objetos cognoscibles que debo enseñar. La
afectividad no está excluida de la cognoscibilidad. Lo que obviamente no puedo
permitir es que mi afectividad interfiera en el cumplimiento ético de mi deber
de profesor en el ejercicio de mi autoridad. No puedo condicionar la evaluación
del trabajo escolar de un alumno al mayor o menor cariño que yo sienta por él.
Mi
apertura al querer bien significa mi disponibilidad a la alegría de vivir.
Justa alegría de vivir, que, asumida en plenitud, no permite que me transforme
en un ser "almibarado" ni tampoco en un ser áspero y amargo.
La
actividad docente de la que el discente no
se separa es una experiencia alegre por naturaleza. También es falso concebir
que la seriedad docente y la alegría son inconciliables, como si la alegría
fuera enemiga del rigor. Al contrario, cuanto más metódicamente riguroso me
vuelvo en mi búsqueda y en mi docencia, tanto más alegre y esperanzado me
siento. La alegría no llega sólo con el encuentro de lo hallado sino que forma
parte del proceso de búsqueda. Y enseñar y aprender no se pueden dar fuera de
ese proceso de búsqueda, fuera de la belleza y de la alegría. La falta de
respeto a la educación, a los educandos, a los educadores y a las educadoras
corroe o deteriora en nosotros, por un lado, la sensibilidad o la apertura al
bien querer de la propia práctica educativa, por el otro, la alegría necesaria
al quehacer docente. Es notable la capacidad que tiene la experiencia
pedagógica para despertar, estimular y desarrollar en nosotros el gusto de
querer bien y el gusto de la alegría sin la cual la práctica educativa pierde
el sentido. Es esta fuerza misteriosa, a veces llamada vocación, la que explica
la casi devoción con que la gran mayoría del magisterio sigue en él, a pesar de
la inmoralidad de los salarios. y no sólo sigue, sino cumple, como puede, su
deber. Amorosamente, agrego.
Pero
es preciso, recalco, que, al permanecer y cumplir amorosamente su deber, no
deje de luchar políticamente por sus derechos y por el respeto a la dignidad de
su tarea, así como por el cuidado extremo debido al espacio pedagógico en que
actúa con sus alumnos.
Por
otro lado, es necesario volver a insistir en que no hay que pensar que la
práctica educativa vivida con afectividad y alegría prescinda de la formación
científica seria y de la claridad política de los educadores o educadoras. La
práctica educativa es todo eso: afectividad, alegría, capacidad científica,
dominio técnico al servicio del cambio o, lamentablemente, de la permanencia
del hoy. Es exactamente esta permanencia del presente neoliberal lo que propone
la ideología del discurso de la "muerte de la Historia".
Permanencia del presente a que se reduce el futuro desproblematizado. De allí
el carácter desesperanzado, fatalista, antiutópico de tal ideología en la que
se forja una educación fríamente tecnicista y que requiere un educador experto
en la tarea de adaptación al mundo y no en la de su transformación. Un educador muy poco formador, mucho más un adiestrador, un transferidor de saberes, un ejercitador
de destrezas.
Los
saberes que este educador "pragmático" necesita en su práctica no son de los que vengo hablando en este libro. A mí no me toca hablar de
ellos, de los saberes necesarios al educador "pragmático" neoliberal
sino denunciar su actividad antihumanista.
El educador progresista necesita estar
convencido de que una de sus consecuencias es hacer de su trabajo una
especificidad humana. Ya vimos que la condición humana fundadora de la
educación es precisamente la inconclusión de nuestro ser histórico del cual nos
tornamos conscientes. Nada de lo que diga respecto al ser humano, a la
posibilidad de su perfeccionamiento físico y moral, a su inteligencia al ser
producida y desafiada, a los obstáculos a su crecimiento, a lo que pueda hacer
en favor del embellecimiento o del afeamiento del mundo, a la dominación a que
esté sujeto, a la libertad por la que debe luchar, nada que diga respecto a los
hombres y a las mujeres puede pasar inadvertido al educador progresista. No
importa con qué serie escolar trabaje el educador o la educadora. El nuestro es
un trabajo que se realiza con personas, pequeñas, jóvenes o adultas, pero
personas en permanente proceso de búsqueda. Personas que se están formando,
cambiando, creciendo, reorientándose, mejorando, pero, porque son personas,
capaces de negar los valores, de desviarse, de retroceder, de transgredir. Mi
práctica profesional, que es la práctica docente, al no ser superior ni
inferior a ninguna otra, exige de mí un alto nivel de responsabilidad ética de
la cual forma parte mi propia capacitación científica. Es que trabajo con
personas. Por eso mismo, a pesar del discurso ideológico negador de los sueños
y de las utopías, trabajo con los sueños, con las esperanzas, tímidas a veces,
pero a veces fuertes, de los educandos. Si no puedo, por un lado, estimular los
sueños imposibles, tampoco debo, por el otro, negar a quien sueña el derecho de
soñar. Trabajo con personas y no con cosas. Y porque trabajo con personas, por
más que me dé incluso placer entregarme a la reflexión teórica y crítica en
torno a la propia práctica docente y discente,
no puedo negar mi atención dedicada y amorosa a la problemática más
personal de este o aquel alumno o alumna. Mientras no perjudique el tiempo
normal de la docencia, no puedo cerrarme a su sufrimiento o a su inquietud sólo
porque no soy terapeuta o asistente social. Pero soy persona. Lo que no puedo,
por una cuestión de ética y de respeto profesional, es pretender pasar por
terapeuta. No puedo negar mi condición de persona, de la que se deriva, a causa
de mi apertura humana, una cierta dimensión terapéutica.
Siempre
convencido de esto, desde joven me dirigí de mi casa al espacio pedagógico para
encontrarme con los alumnos, con quienes comparto la práctica educativa. Fue
siempre como práctica humana como entendí el quehacer docente. De gente
inacabada, de gente curiosa, inteligente, de gente que puede saber, que puede
por eso ignorar, de gente que, al no poder vivir sin ética se tornó
contradictoriamente capaz de transgredirla. Pero, si nunca idealicé la práctica
educativa, si en ningún momento la vi como algo que, por lo menos, se pareciera
a un quehacer divino, jamás se debilitó en mí la certeza de que vale la pena
luchar contra los desvíos que nos impidan ser más. Naturalmente, lo que me
ayudó de manera permanente a mantener esta certeza fue la comprensión de la Historia como posibilidad
y no como determinismo, de donde viene por necesidad la importancia del papel
de la subjetividad en la
Historia. la capacidad de comparar, de analizar, de evaluar,
de decidir, de romper y, por todo eso, la importancia de la ética y de la
política.
Es
esta percepción del hombre y de la mujer como seres "programados, pero
para aprender" y, por lo tanto, para enseñar, para conocer, para
intervenir, lo que me hace entender la práctica educativa como un ejercicio
constante en favor de la producción y del desarrollo de la autonomía de
educadores y educandos. Siendo una práctica estrictamente humana, jamás pude
entender la educación como una experiencia fría, sin alma. en la cual los
sentimientos y las emociones, los deseos, los sueños, debieran ser reprimidos
por una especie de dictadura racionalista. Ni tampoco comprendí nunca la
práctica educativa como una experiencia a la que le faltara el rigor que genera
la necesaria disciplina intelectual.
Estoy convencido, sin
embargo, de que el rigor, la disciplina intelectual seria, el ejercicio de la
curiosidad epistemológica no me convierten por necesidad en un ser mal querido,
arrogante, soberbio. O, en otras palabras, no es mi arrogancia intelectual la
que habla de mi rigor científico. Ni la arrogancia es señal de competencia ni
la competencia es causa de la arrogancia. Por otro lado, no niego la
competencia de ciertos arrogantes, pero lamento que les falte la simplicidad
que, sin disminuir en nada su saber, los haría mejores personas. Personas más
personas.
[3] Véase Pauta
Freire, Pedagogía de la esperanza. Cartas
a Cristina y Pedagogía del oprimido,
op. cit.
[4] Joseph
Moermann, "Suisse. La globalization de I'économie provoquera-t-elle un
mai 68 mondial? La marmite mondiale sous pres- sion", en Le Courrier, 8 de agosto de 1996.
*
Insurrección criolla independentista que tuvo lugar en la Capita nía de Minas
Gerais en 1789, liderada por el alférez Joaquim José da Silva Xavier,
"Tiradentes", estimulada por contratantes de impuestos de minas de
oro y diamantes pesadamente endeudados con el fisco portugués.
* Líder independentista
nacido en Guinea-Bissau, fundador del Movimiento Anticolonialista y después del
Partido Africano por la Independencia de Guinea y Cabo Verde, precursores de
los movimientos de liberación nacional en el Africa portuguesa. Asesinado en
1973 por la policía secreta de Portugal. [T.]
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