La educación con principio dialógico debe
trascender el solo hablar al educando, donde se asume posición de dueño del
conocimiento, a hablar con él, es decir de escucharle y ser escuchado con
atención. Sin ser escucha mutuo no puede concretarse el acto leer conjuntamente el mundo entre educador y
educando. Por supuesto, el docente tiene un liderazgo que gana, no al imponer,
sino al comprender los límites de los educandos y guiarlos, tocarlos, hasta
poder romperlos, es decir trascender las barreras del conocimientos a otros
superiores.
De hablarle al educando a hablarle a él y con él: de oír al educando a ser oído por él
Paulo Freire
(De
Cartas a quien pretende enseñar. Siglo XXI
Editores,
1° edic. en español, 1994, tomado de la décima
edición, 2005, pp. 94-102)
Partamos del intento de inteligencia del enunciado
de arriba, en cuyo primer cuerpo dice: “de hablarle al educando a hablarle a él
y con él”. Podríamos organizar este primer cuerpo de la siguiente manera sin perjudicar
su sentido: “Del momento en que le hablamos al educando al momento en que
hablamos con él”; o: “de la necesidad de hablarle al educando a la necesidad de
hablar con él”; o aun: “es importante que vivamos la experiencia equilibrada y
armoniosa entre hablarle al educando y hablar con él”. Esto quiere decir que
hay momentos en los que la maestra, como autoridad, le habla al educando, dice
lo que debe ser hecho, establece límites sin los cuales la propia libertad del
educando se pierde en la permivisidad, pero estos momentos se alternan, según
la opción política de la educadora, con otros en los que la educadora habla con
el educando.
No está por demás repetir aquí la afirmación,
todavía rechazada por mucha gente no obstante su obviedad, la educación es un
acto político. Su no neutralidad exige de la educadora que asuma su identidad
política y viva coherentemente su opción progresista, democrática o
autoritaria, reaccionaria, aferrada a un pasado; o bien espontaneísta, que se
defina por ser democrática o autoritaria. Es que el espontaneísmo, que a veces
da la impresión de que se inclina por la libertad, acaba trabajando contra
ella. El ambiente de permisividad, de vale todo, refuerza las posiciones
autoritarias. Por otro lado, el espontaneísmo niega la formación del demócrata,
del hombre y de la mujer liberándose en y por la lucha a favor del ideal
democrático así como niega la “formación” del obediente, del adaptado con la
que sueña el autoritario. El espontaneísta es anfibio – vive en el agua y en la
tierra -, no tiene entereza, no se define congruentemente por la libertad ni
por la autoridad.
Su ambiente es la licencia en que disfruta su miedo
a la libertad. Es por eso por lo que he hablado sobre la necesidad de que el
espontaneísta superando su indecisión política, se defina finalmente a favor de
la libertad, viviéndola auténticamente, o contra ella.
Éste es, según estamos viendo en el análisis que
realizamos, un problema en el que se inserta la cuestión de la libertad y de la
autoridad en sus relaciones contradictorias. Cuestión peor comprendida que
lúcidamente entendida entre nosotros. El
mismo hecho de ser una sociedad marcadamente autoritaria, con fuerte tradición
mandona, con inequívoca inexperiencia democrática enraizada en nuestra historia
puede explicar nuestra ambigüedad frente a la libertad y la autoridad.
También es importante notar que esa ideología
autoritaria, mandona, de la que nuestra cultura está impregnada, corta las
clases sociales. El autoritarismo del ministro, del presidente, del general,
del director de la escuela, del profesor universitario es el mismo
autoritarismo del peón, del cabo o del sargento, del portero del edificio.
Entre nosotros, cualesquiera diez centímetros de poder fácilmente se convierten
en mil metros de poder y arbitrio.
Pero precisamente porque aún no hemos sido capaces
de resolver este problema en la práctica social, de tenerlo claro frente a
nosotros, tendemos a confundir el uso correcto de la autoridad con el
autoritarismo, y así por negar ese uso caemos en la licenciosidad o en el
espontaneísmo pensando que, al contrario, estamos respetando las libertades,
haciendo entonces democracia. Otras veces somos realmente autoritarios pero nos
pensamos y nos proclamamos progresistas.
Es un hecho que por rechazar el autoritarismo no
puedo caer en lo licencioso, así como rechazando esto no puedo entregarme al
autoritarismo. Cierta vez afirmé: el uno no es el contrario positivo del otro.
El contrario positivo, ya sea del autoritarismo manipulador o del espontaneísmo
licencioso, es la radicalidad de la democracia.
Creo que estas consideraciones vienen aclarando el
tema de esta carta. Ahora puedo afirmar que si la maestra es coherentemente
autoritaria, siempre es ella el sujeto del habla y los alumnos son
continuamente la incidencia de su discurso. Ella habla a, para y sobre los
educandos. Habla desde la altura hacia abajo, convencida de su certeza y de su
verdad. Y hasta cuando habla con el educando es como si le estuviese haciendo
un favor a él, subrayando la importancia y el poder de su voz. No es ésta la
manera como la educadora democrática habla con el educando, ni siquiera cuando
le habla a él. Su preocupación es la de evaluar al alumno, la de comprobar si
él la acompaña o no. La formación del educando, como sujeto critico que debe
luchar constantemente por la libertad, jamás agita a la educadora autoritaria.
Si la educadora es espontaneísta, en la posición de “dejemos todo como está
para ver cómo queda” abandona a los educandos a sí mismos y acaba por no hablar
a ni con los educandos.
Sin embargo, si la opción de la educadora es la
democrática y la distancia entre su discurso y su práctica viene siendo cada
vez menor, en su vida escolar cotidiana, que siempre somete a su análisis
critico, vive la difícil pero posible y placentera experiencia de hablarle a
los educandos y de hablar con los educandos. Ella sabe que no sólo el dialogo
sobre los contenidos a enseñar sino el dialogo sobre la vida misma, si es
verdadero, no sólo es válido desde el punto de vista de enseñar, sino que
también es creador de un ambiente abierto y libre dentro del seno de su clase.
Hablar a y con los educandos es una forma sin
prentesiones pero altamente positiva que la maestra democrática tiene de dar,
dentro de su escuela, su contribución a la formación de ciudadanos y ciudadanas
responsables y críticos. Algo de lo que mucho precisamos y que es indispensable
para el desarrollo de nuestra democracia. La escuela democrática,
progresistamente posmoderna y no posmodernamente tradicional y reaccionaria, tiene
un gran papel que cumplir en el Brasil actual.
Sin embargo, al insistir en la temática de la
escuela posmodernamente progresista, está muy lejos de mí pensar que la
“salvación” del Brasil está depositada en ella. Naturalmente la viabilización
del país no está tan sólo en la escuela democrática, formadora de ciudadanos
críticos y capaces, pero pasa por ella, la necesita, no se hace sin ella. Y es
en ella donde la maestra habla a y con el educando, oye al educando, sin
importar su tierna edad o no, y así, es oída por él. Es escuchándolo, tarea
ésta inaceptable para la educadora autoritaria, como la maestra democrática se
prepara cada vez más para ser oída por el educando. Y al aprender con el
educando a hablar con él porque lo oyó, le enseña a escucharla también.
Las consideraciones anteriores sobre la posición
autoritaria, sobre la posición espontaneísta y sobre la que llamo
sustantivamente democrática pueden ser aplicadas, como es obvio, al problema de
escuchar al educando y de ser escuchado por él. Ésa es la razón crucial del
derecho a voz que tienen las educadoras y los educandos. Nadie vive la
democracia plenamente, ni la ayuda a crecer, primero, si es impedido en su
derecho de hablar, de tener voz, de hacer su discurso crítico; y en segundo
lugar, si no se compromete de alguna manera con la lucha por la defensa de ese
derecho, que en el fondo también es el derecho de actuar.
Y del mismo modo como la libertad del educando en
clase necesita límites para no perderse en la licenciosidad, la voz de la educadora
necesita de límites éticos para no deslizarse hacia el absurdo. Es tan inmoral
tener nuestra voz silenciada o nuestro “cuerpo prohibido” como inmoral es usar
la voz para falsear la verdad, para mentir, engañar, deformar.
Mi derecho a la voz no puede ser un derecho ilimitado a decir todo lo que me parece bien sobre el mundo y de los otros. El de una voz irresponsable que miente sin ningún tipo de malestar ya que espera de la mentira un resultado favorable a los deseos y a los planes del mentiroso.
Mi derecho a la voz no puede ser un derecho ilimitado a decir todo lo que me parece bien sobre el mundo y de los otros. El de una voz irresponsable que miente sin ningún tipo de malestar ya que espera de la mentira un resultado favorable a los deseos y a los planes del mentiroso.
Es preciso y hasta urgente que la escuela se vaya
transformando en un espacio acogedor y multiplicador de ciertos gustos
democráticos cono el de escuchar a los otros, ya no por puro favor sino por el
deber de respetarlos, así como el de la tolerancia, el de acatamiento de las
decisiones tomadas por la mayoría, en el cual no debe faltar sin embargo el
derecho del divergente a expresar su contrariedad. El gusto por la pregunta,
por la crítica, por el debate. El gusto por el respeto hacia la cosa publica
que entre nosotros es tratada como algo privado, que se desprecia.
Es increíble la manera como se desperdician las
cosas entre nosotros, en qué medida y profundidad. Basta leer la prensa diaria
y seguir los noticiarios de la televisión para darnos cuenta de los millones
que se desperdician por la falta de uso de aparatos carísimos en los
hospitales, por las obras que por deshonestidad se deterioran en su
construcción antes de tiempo. Obras millonarias que se evaporan misteriosamente
dejando tan sólo vestigios. Si los administradores responsables fuesen
castigados por semejantes descalabros, pagasen a la nación o bien fueran
encarcelados – evidentemente con derecho a una defensa -, la situación
mejoraría.
Una actividad que hay que incluir en la vida normal
político-pedagógica de la escuela podría ser la discusión, de vez en cuando, de
casos como los que he comentado ahora. La discusión con los alumnos sobre lo
que representa para nosotros semejante desvergüenza, tanto a corto como a largo
plazo. Desde el punto de vista de la estafa material a la económica de la
nación como del daño ético que todos esos descalabros nos causan a todos
nosotros. Es preciso mostrar los números a los niños y adolescentes y decirles
con claridad y con firmeza que el hecho de que los responsables se comporten de
ese modo, sin ningún pudor, no nos autoriza, en la intimidad de nuestra
escuela, a romper las mesas, echar a perder los gises, desperdiciar la merienda
o ensuciar las paredes.
No vale decir: “¿Por qué no lo hago yo si los
poderosos lo hacen? ¿Si los poderosos roban por qué no robo yo? ¿Si mienten los
poderosos por qué yo no miento también?” Eso no vale. Decididamente no vale. No
se construye ninguna democracia seria – lo cual implica cambiar radicalmente
las estructuras de la sociedad, reorientar la política de la producción y del
desarrollo, reinventar el poder, hacer justicia a los expoliados, abolir las
ganancias indebidas e inmorales de los todopoderosos sin – previa y
simultáneamente – trabajar esos gustos democráticos y esas exigencias éticas.
Uno de los errores de los marxistas mecanicistas
fue vivir – y no sólo pensar o firmar – que la educación, por ser
superestructura, no tiene nada que hacer antes de que la sociedad se transforme
radicalmente en su infraestructura, en sus condiciones materiales. Antes, lo
que se puede hacer es la propaganda ideológica para la movilización y la
organización de las masas populares. En esto, como en todo, fallaron los
mecanicistas. Y aún peor, atrasaron la lucha a favor del socialismo que ellos
contrapusieron a la democracia.
Otro gusto democrático, cuyo antagonista está
entrañado en nuestras tradiciones culturales autoritarias, es el gusto del
respeto hacia los diferentes. El gusto de la tolerancia del que tanto el
racismo como el machismo huyen como el diablo huye de la cruz.
El ejercicio de ese gusto democrático en una escuela realmente abierta o abriéndose debería cercar al gusto autoritario, racista, machista, en primer lugar en si mismo como negación de la democracia, de las libertades y de los derechos de los diferentes, como negación de un humanismo necesario. Y en segundo lugar, como expresión de todo eso y aun como contradicción incomprensible cuando el gusto antidemocrático, no importa cuál, se manifiesta en la práctica de los hombres o de las mujeres reconocidas como progresistas.
¿Qué podemos decir, por ejemplo, de un hombre considerado progresista que a pesar de su discurso a favor de las clases populares se comporta como si fuese dueño de su familia? ¿Un hombre cuyo mando asfixia a la mujer y a los hijos e hijas? ¿Qué decir de la mujer que lucha en defensa de los intereses de su categoría pero que en su casa raramente agradece a la cocinera por el vaso de agua que ésta le trae y en las pláticas con sus amigas se refiere a ella como “esa gente”?.
El ejercicio de ese gusto democrático en una escuela realmente abierta o abriéndose debería cercar al gusto autoritario, racista, machista, en primer lugar en si mismo como negación de la democracia, de las libertades y de los derechos de los diferentes, como negación de un humanismo necesario. Y en segundo lugar, como expresión de todo eso y aun como contradicción incomprensible cuando el gusto antidemocrático, no importa cuál, se manifiesta en la práctica de los hombres o de las mujeres reconocidas como progresistas.
¿Qué podemos decir, por ejemplo, de un hombre considerado progresista que a pesar de su discurso a favor de las clases populares se comporta como si fuese dueño de su familia? ¿Un hombre cuyo mando asfixia a la mujer y a los hijos e hijas? ¿Qué decir de la mujer que lucha en defensa de los intereses de su categoría pero que en su casa raramente agradece a la cocinera por el vaso de agua que ésta le trae y en las pláticas con sus amigas se refiere a ella como “esa gente”?.
Realmente es difícil hacer democracia. Es que la
democracia, como cualquier sueño, no se hace con palabras descarnadas y sí con
la reflexión y con la práctica. No es lo que digo lo que dice que soy un
demócrata o que no soy racista o machista, sino lo que hago. Es preciso que lo
que hago no contradiga lo que digo. Es lo que hago lo que habla de mi lealtad o
no hacia lo que digo.
En esa lucha entre el decir y el hacer, en la que
debemos comprometernos para disminuir la distancia entre ambos, es posible
tanto rehacer el decir para adecuarlo al hacer como cambiar el hacer para
ajustarlo al decir. Por eso es que la coherencia finalmente fuerza una nueva
opción. Si en el momento en que descubro la incoherencia entre lo que digo y lo
que hago – discurso progresista, práctica autoritaria -, reflexionando a veces
con sufrimiento, aprehendo la ambigüedad en que me encuentro, siento que no
puedo continuar así y busco una salida. De esta forma una nueva opción se me
impone. O cambio el discurso progresista por un discurso coherente con mi
práctica reaccionaria o cambio mi práctica por una democrática, adecuándola al
discurso progresista. Finalmente, existe una tercera opción: la opción por el
cinismo asumido que consiste en encarnar lucrativamente la incoherencia.
Creo que una de las formas de ayudar a la
democracia entre nosotros es combatir con claridad y seguridad los argumentos
ingenuos pero fundamentados en la realidad o parte de ella según los cuales
votar no vale la pena; que la política siempre es así, ese descaro general,
vergonzoso. Que todos los políticos son iguales: “Por eso voy a votar por quien
hace, aunque robe”.
En realidad las cosas con diferentes. Esta es la
forma de hacer política que se nos hace posible, pero no es necesariamente la
forma que siempre tendremos de hacer política. No es la política la que nos
hace así. Nosotros somos los que hacemos esta política y es indiscutible que
esta política que hoy hacemos es de mejor calidad que la que se hacia en mi
infancia. Y por fin, no son todos los políticos los que hacen política de este
modo en los diferentes niveles del gobierno ni en los diferentes partidos
políticos.
Como educadoras y educadores no podemos eximirnos
de responsabilidad en la cuestión fundamental de la democracia brasileña y de
cómo participar en la búsqueda de su perfeccionamiento.
Como educadoras y educadores somos políticos,
hacemos política al hacer educación. Y si soñamos con la democracia debemos
luchar día y noche por una escuela en la que hablemos a los educandos y con los
educandos, para que escuchándolos podamos también ser oídos por ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario