Freire
reflexiona sobre el proceso de formación del conocimiento dialógico, todos
poseemos conocimientos diferentes, y nadie sabe lo que otra persona conoce.
Sobre el respeto al conocimiento del otro, y como redimensionando el dialogo,
puede generarse una dinámica del saber diferente. Del problema de norte presentado como eje del saber
universal al cual contrapone el sur como posibilidad; en lugar de nortearnos, que empecemos a surearnos. De la experiencia en el
exilio. De la educación como actividad evidentemente política, donde no existe
la neutralidad, entre otros temas.
Pedagogía de la esperanza
Paulo Freire
(Paulo
Freire. Pedagogía de la esperanza/
Un reencuentro con la Pedagogía del Oprimido.
México, Editores Siglo
XXI, 1993, Capitulo I)
1
En 1947, en Recife, siendo profesor de
lengua portuguesa en el colegio Oswaldo Cruz,[1]
donde había cursado la secundaria desde el segundo año y el curso llamado
entonces prejurídico,[2] por
favor especial de su director, el doctor Aluízio Pessoa de Araújo,[3]
fui invitado a incorporarme al recién creado Servicio Social de la Industria,
SESI, Departamento Regional de Pernambuco, instituido por la Confederación
Nacional de Industrias, cuya forma legal había sido establecida por decreto
presidencial.[4]
La invitación me llegó a través de un
gran amigo y compañero de estudios desde los bancos del colegio Oswaldo Cruz, a
quien hasta hoy me une una grande y fraterna amistad, jamás perturbada por
divergencias de naturaleza política. Divergencias que necesariamente expresaban
nuestras diferentes visiones del mundo y nuestra comprensión de la vida misma.
Atravesamos algunos de los momentos más problemáticos de nuestras vidas
amenizando nuestros desacuerdos sin dificultad, defendiendo así nuestro derecho
y nuestro deber de preservar la estima mutua muy por encima de nuestras
opciones políticas y de nuestras posiciones ideológicas. Sin saberlo, en
aquella época ya éramos, a nuestro modo, posmodernos... Es que en verdad, en el
respeto mutuo experimentábamos el fundamento mismo de la política.
Fue Paulo Rangel Moreira, hoy famoso
abogado y profesor de derecho[5] de
la Universidad Federal de Pernambuco, quien, en una tarde clara de Recife,
risueño y optimista, vino a nuestra casa, en el barrio de la Casa Forte, en la
calle Rita de Souza 224,
y nos habló a mí y a Elza, mi primera
esposa, de la existencia del SESI y de lo que podría significar para nosotros
trabajar en el. El ya había aceptado la invitación que le hiciera el entonces
joven presidente de la organización, el ingeniero y empresario Cid Sampaio,
para integrar el sector de proyectos en el campo de la asistencia social. Todo
indicaba que pronto pasara al sector Jurídico del organismo, lo que era su
sueño, coherente con su formación y su competencia.
Escuché, escuchamos, entre callados, curiosos,
reticentes, desafiados el discurso optimista de Paulo Rangel. Habla un poco de
temor también, en nosotros, en Elza y en mí. Temor de lo nuevo, tal vez. Pero
también había una voluntad y un gusto por el riesgo, por la aventura.
La noche iba “cayendo”. La noche había “caído”. En Recife la
noche “llega” de repente. El sol se “asombra” de estar iluminando todavía
y “desaparece” rápido, sin más demora.
Encendiendo la luz, Elza preguntó a
Rangel: ¿Y que hará Paulo en ese organismo? ¿Qué le puede ofrecer a Paulo: aparte
del salario necesario, en el sentido de que ejercite su curiosidad, se entregue
a un trabajo creador que no lleve a morirse de tristeza, a morirse de nostalgia
del magisterio que tanto le gusta.
Estábamos en el último año del curso jurídico,
a mediados de años. Para estas fechas ya había ocurrido algo realmente importante
en mi vida y a lo que ya he hecho referencia en entrevistas y en trozos
biográficos publicados en revistas o en libros. Un acontecimiento que había
hecho reír a Elza, por un lado, una risa de confirmación de algo que ella casi
adivinaba y a lo que apostaba desde los inicios de nuestra vida en común; por el
otro una risa amena, sin arrogancia, pero desbordante de alegría.
Cierto atardecer, llegué a casa, yo
mismo con la sabrosa sensación de quien se deshacía de un equívoco y Elza, abriendo
la puerta, me hizo la pregunta que en mucha gente termina por tomar aire y alma
burocráticos pero que en ella era siempre pregunta curiosidad viva verdadera
indagación, jamás fórmula mecánicamente memorizada: “¿Fue todo bien hoy en 1a
oficina?”
Le hablé entonces de la experiencia que
había puesto fin a la recién iniciada carrera de abogado. Necesitaba realmente
hablar, decir, palabra por palabra, las que había dicho al joven dentista que
poco tiempo antes había tenido sentado frente a mí, en la oficina que pretendía
ser de abogado, tímido, asustado, nervioso, las manos como si de repente ya no
tuvieran nada que ver con la mente, con el cuerpo consciente, como si se
hubieran vuelto autónomas y ya no supieran qué hacer de sí mismas, consigo
mismas y con las palabras, dichas Dios sabe cómo, de aquel joven dentista. En
aquel momento singular yo necesitaba hablar con Elza, como en otros momentos
singularmente singulares de nuestra vida he necesitado hablar de lo hablado, de
lo dicho y de lo no dicho, de lo oído, de lo escuchado. Hablar de lo dicho no
es sólo re-decir lo dicho sino revivir lo vivido que generó el decir que ahora,
en el tiempo de re-decir, se dice de nuevo. Por eso redecir, hablar de lo
dicho, incluye oír nuevamente lo dicho por el otro sobre nuestro decir o a
causa de él.
“Me emocioné mucho esta tarde, hace
poco –le dije a Elza–. Ya no seré abogado. No es que no vea en la abogacía un
encanto especial, una necesidad fundamental, una tarea indispensable que, tanto
como otra cualquiera, debe fundarse en la ética, en la competencia, en la
seriedad, en el respeto a las gentes. Pero no es la abogacía lo que yo quiero”.
Hablé entonces de lo ocurrido, de las cosas vividas, de las palabras, de los
silencios significativos, de lo dicho, de lo oído. Del joven dentista delante
de mí a quien había invitado a venir a conversar conmigo, abogado de su
acreedor. El dentista había instalado su consultorio, si no totalmente al menos
en parte, y no había pagado sus deudas.
“Me equivoqué –dijo él–, o fui
demasiado optimista cuando asumí el compromiso que hoy no puedo cumplir. No
tengo cómo pagar lo que debo. Por otra parte –continuó el joven dentista, con
voz lenta y sincera–, según la ley, no puedo quedarme sin mis instrumentos de
trabajo. Puede usted solicitar el embargo de nuestros muebles: el comedor, la
sala... –y con una risa tímida, nada desdeñosa, más con humor que con ironía,
completó–: Sólo no puede embargar a mi hijita de un año y medio...”
Yo lo escuché callado, pensativo, para
después decir: “Creo que usted, su esposa, su hijita, su comedor y su sala van
a vivir unos días como si estuvieran entre paréntesis en relación con las
afrentas de su deuda. Hasta la semana que viene no podré ver a su acreedor, a
quien le voy a devolver el caso. Posiblemente tardará otra semana para
conseguir a otro necesitado como yo para que sea su abogado. Eso les dará un
poco de aire, aunque sea entre paréntesis. Quisiera decirle también que con
usted concluyo mi paso por la carrera sin siquiera iniciarlo. Muchas gracias”.
El joven de mi generación dejó mi
oficina tal vez sin haber comprendido profundamente lo dicho y lo oído. Apretó
calurosamente mi mano con su mano fría. Quizás en su casa, repensando lo dicho,
haya empezado a comprender algunas de las razones que me llevaron a decir lo
que dije.
Aquella tarde, repitiendo a Elza lo
dicho, no podía imaginar que un día, tantos años después, escribiría la Pedagogía del oprimido, cuyo discurso,
cuya propuesta tiene relación con la experiencia de aquella tarde, también y
sobre todo por lo que significó en la decisión de aceptar la oferta de Cid
Sampaio que me traía Paulo Rangel. Es que dejar definitivamente la abogacía
aquella tarde, habiendo oído de Elza: “Yo esperaba esto, tú eres un educador”,
nos hizo pocos meses más tarde, en un comienzo de noche que llegaba con prisa,
decir que sí al llamado del SESI, a su División de Educación y Cultura, cuyo
campo de experiencia, de estudio, de reflexión, de práctica, se constituye como
un momento indispensable para la gestación de la Pedagogía del oprimido.
Un acontecimiento, un hecho, un acto,
un gesto de rabia o de amor, un poema, una tela, una canción, un libro, nunca
tienen detrás una sola razón. Un acontecimiento, un hecho, un acto, una
canción, un gesto, un poema, un libro están siempre involucrados en densas
tramas, tocados por múltiples razones de ser, algunas de las cuales están más
cerca de lo ocurrido o de lo creado, mientras que otras son más visibles en
cuanto razón de ser. Por eso a mí me interesó siempre mucho más la comprensión
del proceso en que y como las cosas se dan que el producto en sí.
La Pedagogía
del oprimido no podría haberse gestado en mí sólo por causa de mi paso por
el SESI, pero mi paso por el SESI fue fundamental, diría incluso indispensable,
para su elaboración. Aún antes de la Pedagogía del oprimido, el paso por el
SESI tramó algo de lo que la Pedagogía
del oprimido fue una especie de prolongación necesaria: me refiero a la
tesis universitaria que defendí en la entonces Universidad de Recife, después
Federal de Pernambuco:
Educadio e atualidade brasileira, que
en el fondo, al desdoblarse en La
educación como práctica de la libertad, anuncia la Pedagogía del oprimido.
Por otro lado, en entrevistas, en
diálogos con intelectuales no sólo brasileños, he hecho referencia a tramas más
remotas que me envolvieron, a fragmentos de tiempo de mi infancia y de mi
adolescencia anteriores a la época del SESI, indiscutiblemente una época
fundante.
Fragmentos de tiempo que de hecho se
hallaban en mí, desde que los viví, a la espera de otro tiempo, que incluso
podría no haber llegado como llegó, en que se alargarían en la composición de
la trama mayor.
A veces somos nosotros los que no
percibimos el “parentesco” entre los tiempos vividos y perdemos así la
posibilidad de “soldar” conocimientos desligados y, al hacerlo, iluminar con
los segundos la precaria claridad de los primeros. La experiencia de la
infancia y de la adolescencia con niños, hijos de trabajadores rurales y
urbanos, mi convivencia con sus ínfimas posibilidades de vida, la manera como
la mayoría de sus padres nos trataban a Temístocles –mi hermano mayor inmediato–
y a mí, su “miedo a la libertad” que yo no entendía ni llamaba de ese modo, su
sumisión al patrón, al jefe, al señor que más tarde, mucho más tarde, encontré
descritos por Sartre[6] como
una de las expresiones de la “connivencia” de los oprimidos con los opresores.
Sus cuerpos de oprimidos, que sin haber sido consultados hospedaban a los opresores.
Interesante en el contexto de la
infancia y la adolescencia, en la convivencia con la maldad de los poderosos,
con la fragilidad que precisa convertirse en fuerza de los dominados, que en el
tiempo fundante del SESI, lleno de “soldaduras y ligaduras de viejas y puras “adivinaciones”
a las que mi nuevo saber sumergiendo en forma crítica dio sentido, haya yo
leído la razón de ser o algunas de las razones de ser, las tramas de libros ya
escritos que aún no había leído y de libros que todavía estaban por escribirse
y que vendrían a iluminar la memoria viva que se marcaba. Marx, Lukács, Fromm, Gramsci, Fanon,
Memmi, Sartre, Kosik, Agnes Heller, Merleau Ponty, Simone Weil, Arendt, Marcuse…
Años después, la puesta en práctica de
algunas de las “soldaduras” y “ligaduras”
realizadas en el tiempo fundante del SESI me llevó al exilio,[7]
especie de "fondeadero" que hizo posible volver a unir recuerdos,
reconocer hechos, actos, gestos, unir conocimientos, soldar momentos, reconocer
para conocer mejor.
En este esfuerzo por recordar momentos
de mi experiencia que necesariamente, cualquiera que sea el tiempo en que
ocurrieron, se constituyeron como fuentes de mis reflexiones teóricas al
escribir la Pedagogía del oprimido, y
continúan siéndolo hoy al repensarlas, me parece oportuno hacer referencia a un
caso ejemplar que viví en los años cincuenta, experiencia que resultó ser un
aprendizaje de real importancia para mí, para mi comprensión teórica de la
práctica político-educativa, que si es progresista no puede desconocer, como he
afirmado siempre, la lectura del mundo que vienen haciendo los grupos populares
y que en su discurso, en su sintaxis, en su semántica, expresa sus sueños y
deseos.
Trabajaba entonces en el SESI y,
preocupado por las relaciones entre escuelas y familias, venía experimentando
caminos que mejor posibilitasen su encuentro, la comprensión de la práctica
educativa realizada en las escuelas, por parte de las familias; la comprensión
de las dificultades que tendrían las familias de las áreas populares,
enfrentando problemas, para realizar su actividad educativa. En el fondo lo que
buscaba era un diálogo entre ellas del que pudiera resultar la necesaria ayuda
mutua que por otro lado, al implicar una intensidad mayor de la presencia de
las familias en las escuelas, pudiera ir aumentando la connotación política de
esa presencia en el sentido de abrir más canales de participación democrática a
padres y madres en la propia política educacional vivida en las escuelas.
Había realizado en esa época una
investigación que había abarcado a cerca de mil familias de alumnos,
distribuidas entre el área urbana de Recife, la Zona de Selva, la de agreste y
lo que podríamos llamar la “puerta” de la zona de sertiio de Pernambuco, donde
el SESI tenía núcleos o centros sociales en que prestaba asistencia
médico-dental, escolar, deportiva, cultural, etc., a sus asociados y familias.
La investigación, nada sofisticada,
simplemente interrogaba a los padres y madres acerca de sus relaciones con sus
hijos e hijas. La cuestión de los castigos, los premios, las modalidades de
castigo más usadas, sus motivos más frecuentes, la reacción de los niños a los
castigos, el cambio o no del comportamiento en el sentido deseado por quien
castigaba, etcétera.
Recuerdo que al examinar los resultados
me asusté –aunque lo esperaba– con el énfasis en los castigos físicos,
realmente violentos, en el área urbana de Recife, en la Zona de Selva, en el
agreste y en el sentido, que contrastaba con la ausencia total no sólo de éstos
sino del castigo en general en las áreas pesqueras. Parecía que en esas áreas
el horizonte marítimo, las leyendas sobre la libertad individual de que la
cultura está impregnada, el enfrentamiento de los pescadores en sus precarias jangadas[8]
con la fuerza del mar, empresa para hombres libres y altaneros, las fantasías
que dan color a las historias fantásticas de los pescadores, todo eso podría
tener relación con un gusto por la libertad que se opone al uso de los castigos
violentos.
Ni siquiera sé hasta qué punto podemos
considerar ese comportamiento licencioso y carente de límites, o si por el
contrario los pescadores, al enfatizar la libertad, condicionados por su propio
contexto cultural, no están contando con la naturaleza misma, con el mundo, con
el mar en el cual y con el cual los niños se experimentan, como fuentes de los
necesarios límites de la libertad. Era como si al suavizar o reducir su deber
de educadores de sus hijos, los padres y las madres lo compartieran con el mar,
con el mundo mismo, a los que tocaría establecer, a través de la práctica de
sus hijos, los límites de su quehacer. Así aprenderían naturalmente lo que
podían hacer y lo que no.
En verdad, los pescadores vivían una
gran contradicción. Por un lado se sentían libres y arrojados, enfrentando el
mar, conviviendo con sus misterios, haciendo lo que llamaban “pesca de ciencia”,[9] de
la que tanto me hablaran en las puestas de sol en que, escuchándolos en sus calcaras,[10]
aprendía a comprenderlos mejor. Por el otro, eran perversamente despojados y
explotados, tanto por los intermediarios que les compraban por nada el producto
de su dura labor, como por quienes les financiaban la adquisición de los
instrumentos de trabajo.
A veces, oyéndolos, en las
conversaciones con ellos en que aprendí algo de su sintaxis y de su semántica –sin
lo cual no podría haber trabajado eficazmente con ellos– me preguntaba si se
daban cuenta de qué poco libres eran en realidad.
Recuerdo que en la época de esa
investigación indagamos la razón por la que varios alumnos faltaban frecuentemente
a clases. Los alumnos y los padres respondían por separado: “porque somos
libres”, decían los alumnos, y los padres: “porque son libres; un día volverán”.
En las demás áreas los castigos
variaban entre amarrar a los niños al tronco de un árbol, encerrarlos durante
horas en un cuarto, darles “pasteles”[11]
con gruesas y pesadas palmatorias, ponerlos de rodillas sobre granos de maíz o
golpearlos con una correa. Este último era el castigo preferido en una ciudad
de la Zona de Selva famosa por sus fábricas de calzado.
Por motivos triviales se aplicaban esos
castigos, y con frecuencia se decía a los asistentes de investigación: “El
castigo duro es lo que hace gentes duras, capaces de enfrentar la crudeza de la
vida”. “Los golpes hacen al hombre macho”.
Una de mis preocupaciones en aquella
época, igualmente válida hoy, eran las consecuencias políticas que tendría ese
tipo de relación entre padres e hijos, que se haría extensiva después a la
relación entre profesores y alumnos, para el proceso de aprendizaje de nuestra
incipiente democracia. Era como si la familia y la escuela, completamente
sometidas al contexto mayor de la sociedad global, no pudieran hacer otra cosa
que reproducir la ideología autoritaria.
Reconozco los riesgos a que nos
exponemos al enfrentar problemas como éste. Por un lado el del voluntarismo, en
el fondo una especie de idealismo pendenciero, que presta a la voluntad del
individuo una fuerza capaz de hacerlo todo; por el otro el objetivismo
mecanicista, que niega a la subjetividad todo papel en el proceso histórico.
Ambas concepciones de la historia y de
los seres humanos terminan por negar definitivamente el papel de la educación:
la primera porque atribuye a la educación un poder que no tiene; la segunda
porque le niega todo poder.
Por lo que se refiere a las relaciones
autoridad-libertad, tema de la investigación referida, al negar a la libertad
el derecho a afirmarse corremos también el riesgo de exacerbar la autoridad; o
bien, al atrofiar esta última hipertrofiar la primera. En otras palabras,
corremos el riesgo de caer seducidos por la tiranía de la libertad o por la
tiranía de la autoridad, trabajando en cualquier caso en contra de nuestra
incipiente democracia.
No era ésa mi posición ni es ésa mi
posición hoy. Y hoy tanto como ayer, aunque posiblemente con más fundamento hoy
que ayer, estoy convencido de la importancia, de la urgencia de la
democratización de la escuela pública, de la formación permanente de sus
educadores y educadoras, y entre éstos incluyo a los vigilantes, las cocineras,
los cuidadores. Formación permanente, científica, en la que sobre todo no debe
faltar el gusto por las prácticas democráticas, entre ellas la que conduzca a
la injerencia cada vez mayor de los educandos y sus familias en los destinos de
la escuela. Ésa fue una de las tareas a que me entregué recientemente, tantos años
después de la comprobación de esa necesidad, de la que tanto hablé en un
trabajo académico de 1959, Educaaio e
atualidade brasleira, siendo secretario de Educación de la ciudad de Sao Paulo,
de enero de 1989 a mayo de 1991. A la democratización de la escuela pública,
tan descuidada por los gobiernos militares[12] que,
en nombre de la salvación del país de la plaga comunista y de la corrupción,
estuvieron cerca de destruirla.
Cuando finalmente dispuse de los
resultados de la investigación, organicé una especie de gira sistemática por
todos los núcleos o centros sociales del SESI en el estado de Pernambuco, donde
manteníamos escuelas primarias,[13]
así llamadas en la época, para hablar a padres y madres sobre lo descubierto en
la investigación. Para hacer algo más: unir a la comunicación sobre lo
descubierto en la investigación la discusión sobre el problema de las
relaciones entre autoridad y libertad, que necesariamente incluiría la cuestión
del castigo y el premio en educación.
La gira para la discusión con las
familias fue precedida por otra, que hice para discutir la misma cuestión con
las maestras, en seminarios lo más rigurosos posible.
En colaboración con un compañero de
trabajo recientemente fallecido, Jorge Monteiro de Mello, cuya seriedad,
honradez y dedicación recuerdo con veneración ahora, redacté un texto sobre
disciplina escolar que, junto con los resultados de la investigación,
constituyó el objeto de nuestro seminario preparatorio para los encuentros con
las familias. Así nos preparábamos, como escuela, para recibir a las familias
de los alumnos, educadoras naturales de aquellos de quienes éramos los
educadores profesionales.
En aquella época yo daba largas charlas
sobre los temas escogidos. Repitiendo el camino tradicional del discurso sobre que
se hace a los oyentes, pasé al debate, a la discusión, al diálogo en torno a un
tema con los participantes. Y aun cuando me preocupaba el ordenamiento, el
desarrollo de las ideas, hacía casi como si estuviera hablando a alumnos de la
universidad. Digo casi porque en verdad mi sensibilidad ya me había advertido
sobre las diferencias de lenguaje, las diferencias sintácticas y semánticas,
entre los obreros y las obreras con quienes trabajaba y el mío propio. De ahí
que mis pláticas estuvieran siempre cortadas o permeadas por quiero decir, esto
es, etc. Por otra parte, a pesar de algunos años de experiencia como educador,
con trabajadores urbanos y rurales, yo todavía partía casi siempre de mi mundo,
sin más explicación, como si éste tuviera que ser el “sur” que los orientase.
Era como si mi palabra, mi tema, mi lectura del mundo, en sí mismos, tuvieran
el poder de “surearlos”.[14]
Fue un aprendizaje largo, que implicó
un recorrido, no siempre fácil, casi siempre sufrido, hasta que me convencí de
que aun cuando estaba seguro de mi tesis, de mi propuesta, y no tenía ninguna
duda respecto a ellas, era imperioso, primero, saber si coincidían con la
lectura del mundo de los grupos o de la clase social a quien me dirigía;
segundo, se me imponía estar más o menos familiarizado con su lectura del
mundo, puesto que sólo a partir del saber contenido en ella, explícito o
implícito, podría discutir mi lectura del mundo, que igualmente guarda y se
funda en otro tipo de saber.
Este aprendizaje, de larga historia, se
ensaya en mi tesis universitaria antes citada, continúa esbozándose en La educación como práctica de la libertad
y se hace explícito definitivamente en la Pedagogía
del oprimido. Un momento podría decir solemne, entre otros, de ese
aprendizaje, ocurrió durante la mencionada gira de charlas en que examiné la
cuestión de la autoridad, la libertad, el castigo y el premio en la educación.
Ocurrió exactamente en el núcleo o centro social de SESI llamado Presidente
Dutra,[15]
en Vasco da Gama.[16]
Casa Amarela, Recife.
Basándome en un excelente estudio de
Piaget[17]
sobre el código moral del niño, su representación mental del castigo, la
proporción entre la probable causa del castigo y éste, hablé largamente sobre el
tema, citando al propio Piaget y defendiendo una relación dialógica, amorosa,
entre padres, madres, hijas, hijos, que fuera sustituyendo el uso de castigos
violentos.
Mi error no fue citar a Piaget. Incluso
habría sido rico, hablando de él, usar un mapa, partir de Recife, en el
Nordeste brasileño, extenderme a Brasil, ubicar Brasil en Sudamérica,
relacionar a ésta con el resto del mundo y en él mostrar Suiza, en Europa, la
tierra del hombre a quien estaba citando. Si hubiera hecho eso, habría sido no
sólo rico, sino provocativo y
formativo. Mi error estaba, primero, en el uso de mi lenguaje, de mi sintaxis,
sin mayor esfuerzo de aproximación a los de los presentes. Segundo, en la casi
nula atención prestada a la dura realidad del enorme público que tenía frente a
mí.
Al terminar, un hombre joven todavía,
de unos 40 años, pero ya gastado, pidió la palabra y me dio tal vez la lección
más clara y contundente que he recibido en mi vida de educador.
No sé su nombre. No sé si vive todavía.
Posiblemente no. Malignidad de las estructuras socioeconómicas del país, que
adquiere colores aún más fuertes en el Nordeste brasileño, el dolor, el hambre,
la indiferencia de los poderosos, todo eso debe de haberlo tragado hace mucho.
Pidió la palabra y pronunció un discurso
que jamás pude olvidar, que me ha acompañado vivo en la memoria de mi cuerpo
durante todo este tiempo y que ejerció sobre mí una influencia enorme. Casi
siempre, en las ceremonias académicas en que me torno doctor honoris causa de
alguna universidad, reconozco cuánto debo también a hombres como éste del que
hablo ahora, y no sólo a científicos, pensadores y pensadoras que igualmente me
enseñaron y continúan enseñándome y sin los cuales y las cuales no me habría
sido posible aprender, inclusive del obrero de aquella noche. Es que sin el
rigor, que me lleva a la mayor posibilidad de exactitud en los descubrimientos,
no podría percibir críticamente la importancia del sentido común y lo que hay
en él de buen sentido. Casi siempre, en las ceremonias académicas, lo veo de
pie, en uno de los costados del salón grande, la cabeza erguida, los ojos
vivos, la voz fuerte, clara, seguro de sí mismo, hablando su habla lúcida.
“Acabamos de escuchar –empezó– unas
palabras bonitas del doctor Paulo Freire. Palabras bonitas de veras. Bien
dichas. Algunas incluso simples, que uno entiende fácil. Otras más complicadas,
pero pudimos entender las cosas más importantes que todas juntas dicen.
“Ahora yo quería decirle al doctor
algunas cosas en que creo que mis compañeros están de acuerdo -me contempló con
ojos mansos pero penetrantes y preguntó-: Doctor Paulo, ¿usted sabe dónde
vivimos nosotros? ¿Usted ya ha estado en la casa de alguno de nosotros?”
Comenzó entonces a describir la geografía precaria de sus casas. La escasez de
cuartos, los límites ínfimos de los espacios donde los cuerpos se codean. Habló
de la falta de recursos para las más mínimas necesidades. Habló del cansancio
del cuerpo, de la imposibilidad de soñar con un mañana mejor. De la prohibición
que se les imponía de ser felices. De tener esperanza.
Siguiendo su discurso yo adivinaba lo
que vendría, sentado como si fuera realmente hundiéndome en la silla, que en la
necesidad de mi imaginación y en el deseo de mi cuerpo se iba convirtiendo en
un hoyo para esconderme. Después guardó silencio por algunos segundos, paseó
los ojos por el público entero, me miró de nuevo y dijo:
– Doctor, yo nunca fui a su casa, pero
le voy a decir cómo es. ¿Cuántos hijos tiene? ¿Son todos varones?
– Cinco –dije yo hundiéndome aún más en
la silla–. Tres niñas y dos niños.
– Pues bien, doctor. Su casa debe ser
una casa rodeada de jardín, lo que nosotros llamamos “oiuio libre”.[18]
Debe de tener un cuarto sólo para usted y su mujer. Otro cuarto grande para las
tres niñas. Hay otro tipo de doctor que tiene un cuarto para cada hijo o hija,
pero usted no es de ese tipo, no. Hay otro cuarto para los dos niños. Baño con
agua caliente. Cocina con la “línea Amo”,[19]
Un cuarto para la sirvienta, mucho más chico que los de los hijos y del lado de
afuera de la casa. Un jardincito con césped “ingrés” [inglés]. Usted debe de
tener además un cuarto donde pone los libros, su biblioteca de estudio. Por
como habla se ve que usted es hombre de muchas lecturas, de buena memoria.
No había nada que agregar ni que quitar:
aquélla era mi casa.
Un mundo diferente, espacioso,
confortable.
– A hora fíjese, doctor, en la
diferencia. Usted llega a su casa cansado. Hasta le puede doler la cabeza con
el trabajo que usted hace. Pensar, escribir, leer, hablar, el tipo de plática
que usted nos acaba de dar. Todo eso cansa también. Pero –continuó– una cosa es
llegar a su casa, incluso cansado, y encontrar a los niños bañados, vestiditos,
limpiecitos, bien comidos, sin hambre, y otra es encontrar a los niños sucios,
con hambre, gritando, haciendo barullo. Y uno se tiene que despertar al otro
día a las cuatro de la mañana para empezar todo de nuevo, en el dolor, en la
tristeza, en la falta de esperanza. Si uno le pega a los hijos y hasta se sale
de los límites no es porque uno no los ame. Es porque la dureza de la vida no
deja mucho para elegir.
Esto es saber de clase, digo yo ahora.
Ese discurso fue pronunciado hace cerca
de 32 años. Jamás lo olvidé. Me dijo, aunque yo no lo haya percibido en el
momento en que fue pronunciado, mucho más de lo que inmediatamente comunicaba.
En las idas y venidas del habla, en la
sintaxis obrera, en la prosodia, en los movimientos del cuerpo, en las manos
del orador, en las metáforas tan comunes en el discurso popular, estaba
llamando la atención del educador allí presente, sentado, callado, hundiéndose
en su silla, sobre la necesidad de que el educador, cuando hace su discurso al
pueblo, esté al tanto de la comprensión del mundo que el pueblo tiene.
Comprensión del mundo que, condicionada por la realidad concreta que en parte
la explica, puede empezar a cambiar a través del cambio de lo concreto. Más
aún, comprensión del mundo que puede empezar a cambiar en el momento mismo en
que el desvelamiento de la realidad concreta va dejando a la vista las razones
de ser de la propia comprensión que se tenía hasta ahí.
Sin embargo, el cambio de la
comprensión, aunque de importancia fundamental, no significa, todavía, el
cambio de lo concreto.
El hecho de que no haya olvidado nunca
la trama en que se dio ese discurso es significativo. El discurso de aquella
noche lejana se aparece frente a mí como si fuese un texto escrito, un ensayo
que tuviese que revisitar constantemente. En realidad fue el punto culminante
de un aprendizaje iniciado mucho antes –el de que el educador o la educadora,
aun cuando a veces tenga que hablarle al
pueblo, debe ir transformando ese al
en con el pueblo. Y eso implica el
respeto al “saber de experiencia hecho” del que siempre hablo, a partir del
cual únicamente es posible superarlo.
Aquella noche, ya dentro del carro que
nos llevaría de vuelta a casa, hablé un poco amargado con Elza, que raramente
no me acompañaba a las reuniones y hacía excelentes observaciones que me
ayudaban siempre.
– Pensé que había sido tan claro –dije–.
Parece que no me entendieron.
– ¿No habrás sido tú, Paulo, quien no
los entendió? –preguntó Elza, y continuó–: Creo que entendieron lo fundamental
de tu plática. El discurso del obrero fue claro sobre eso. Ellos te entendieron
a tí pero necesitaban que tú los entendieras a ellos. Ésa es la cuestión.
Años después, la Pedagogía del oprimido hablaba de la teoría implícita en la
práctica de aquella noche, cuya memoria me llevé al exilio, al lado del
recuerdo de tantas otras tramas vividas.
Los momentos que vivimos pueden ser
instantes de un proceso iniciado antes o bien inaugurar un nuevo proceso
referido de alguna manera al pasado. De ahí que yo haya hablado antes del “parentesco”
entre los tiempos vividos que no siempre percibimos, dejando así de descubrir
la razón de ser fundamental del modo
como nos experimentamos en cada momento.
Ahora quisiera referirme a otro de
ellos, a otra trama que marcó con fuerza mi experiencia existencial y tuvo
sensible influencia en el desarrollo de mi pensamiento pedagógico y de mi
práctica educativa.
Al tomar distancia de aquel momento que
viví entre los 22 y los 29 años, por lo tanto en parte cuando actuaba en el SESI,
lo veo como un proceso cuyo punto de partida se halla en los últimos años de mi
infancia y comienzos de mi adolescencia, en Jaboatáo.[20]
Durante todo el período referido, de
los 22 a los 29 años, yo acostumbraba caer de vez en cuando en una sensación de
desesperanza, de tristeza, de abatimiento, que me hacía sufrir enormemente.
Casi siempre duraba dos, tres o más días. A veces ese estado de ánimo me
asaltaba inesperadamente, en la calle, en la oficina, en la casa. Otras veces
me iba dominando poco a poco. En cualquiera de los dos casos me sentía tan
herido y desinteresado del mundo, como hundido en mí mismo, en el dolor cuya
razón de ser desconocía, que todo alrededor de mí era extrañeza. Razón de
desesperanza.
Cierta vez un compañero de la época de
la secundaria me buscó ofendido y molesto para decirme que no podía entender mi
comportamiento de dos o tres días antes: “Te negaste a hablar conmigo en la
calle de la Emperatriz.[21]
Yo venía en dirección a la calle del Hospicio y al verte de lejos crucé hacia
el lado por donde tú venías caminando en sentido contrario, riendo y
saludándote con la mano. Esperaba que pararas, pero seguiste simulando no verme”.
También hubo otros casos, menos fuertes
que éste. Mi explicación era siempre la misma: “No te vi. ¿Qué es eso? Yo soy
tu amigo. No haría tal cosa”.
Elza tuvo siempre una profunda
comprensión y me ayudaba en lo que podía. Y la mejor ayuda que podía darme y me
daba era no insinuarme siquiera que yo estaba cambiando con ella.
Después de cierto tiempo de vivir esa
experiencia, sobre todo en la medida en que fue haciéndose cada vez más
frecuente, empecé a tratar de situarla en el cuadro en que se daba. Qué
elementos rodeaban o formaban parte del momento en que me sentía mal.
Cuando presentía el malestar procuraba
ver lo que había a mi alrededor, procuraba revisar y recordar lo ocurrido el
día anterior. Volver a escuchar lo que había dicho y a quién, lo que había oído
y de quién. En último análisis, empecé a tomar mi malestar como objeto de mi
curiosidad. “Tomaba distancia” de él para aprehender su razón de ser. En el
fondo, lo que precisaba era arrojar luz sobre la trama en que se generaba.
Empecé a percibir que el malestar se
repetía casi igual –abatimiento, desinterés por el mundo, pesimismo–, que
aparecía más veces en época de las lluvias, que se daba sobre todo en o
alrededor de la época de los viajes que hacía a la Zona de Selva, a fin de hablar
en las escuelas del SESI, a las profesoras y a las familias de los alumnos,
sobre temas educativos. Esa observación me hizo poner atención a los viajes que
con el mismo objeto hacía a la zona del agreste
del estado. Comprobé que antes y después de ellos no me asaltaba el mismo
malestar.
Es interesante observar cómo en pocas
páginas estoy condensando tres o cuatro años de búsqueda, de los siete en que
se repitió aquel fenómeno.
Mi primera visita a la ciudad de Sao
Paulo se verificó cuando me hallaba en pleno proceso de búsqueda.
Al día siguiente al de mi llegada,
estaba en el hotel, por la tarde, cuando empezó a caer una fuerte lluvia. Me
acerqué a la ventana y observé el mundo, afuera. El cielo oscuro, la lluvia
pesada cayendo. Faltaban, en el mundo que estaba observando, el verde y el
lodo, la tierra negra empapándose de agua o el barro rojo convirtiéndose en una
masa resbaladiza o a veces viscosa, que “se agarra a los hombres con modos de garonhona”, como dijo Gilberto Freyre del
massapé[22]
del Nordeste.
El cielo oscuro de Sao Paulo y la
lluvia que caía no me afectaron en nada.
Al volver a Recife llevaba conmigo un
cuadro que la visita a Sao Paulo me había ayudado a componer. Mis depresiones
estaban asociadas, sin duda, con la lluvia, el lodo, el barro massapé; el verde
de los cañaverales y el cielo oscuro. No a ningún elemento de esos por sí solo,
sino a la relación entre ellos. Me faltaba ahora, para alcanzar la claridad
necesaria sobre la experiencia de mi dolor, descubrir la trama remota en que
esos elementos habían ido adquiriendo el poder de deflagrar mi malestar. En el
fondo yo venía educando mi esperanza mientras buscaba la razón de ser más
profunda de mi dolor. Para eso, jamás esperé que las cosas simplemente se
dieran. Trabajé las cosas, los hechos, la voluntad. Inventé la esperanza
concreta de que un día me vería libre de mi malestar.
Fue así como en una tarde lluviosa de
Recife, cielo oscuro, plomizo, fui a jaboatáo en busca de mi infancia. Si en
Recife llovía, no se diga en Jaboatao, conocido como el “pinico del cielo”.[23]
Bajo una fuerte lluvia visité el Morro da
Saúde (Cerro de la Salud), donde viví de niño. Me detuve delante de la casa
donde viví, la casa donde murió mi padre al caer la tarde del día 21 de octubre
de 1934. Volví a ver el amplio terreno cubierto de césped que había en aquella
época frente a la casa, donde jugábamos al fútbol. Volví a ver los árboles de
mango, con sus frondas verdes. Volví a ver mis pies, mis pies enlodados,
subiendo el cerro a la carrera, el cuerpo empapado. Tuve frente a mí, como en
un cuadro, a mi padre muriéndose, mi madre estupefacta, la familia sumiéndose
en el dolor.
Después bajé del cerro y fui a ver de
nuevo algunas áreas donde, más por necesidad que por deporte, cazaba pajaritos
inocentes, con el badoque[24]
que yo mismo fabricaba y con el que llegué a ser un tirador eximio.
En aquella tarde lluviosa, de verdor
intenso, de Cielo plomizo, de suelo mojado, descubrí la trama de mi dolor.
Percibí su razón de ser. Tomé conciencia de las varias relaciones entre las
señales y el núcleo central, más profundo, oculto dentro de mí. Descubrí el
problema mediante la aprehensión clara y lúcida de su razón de ser. Hice la “arqueología”[25]
de mi dolor.
Desde entonces, nunca más la relación
lluvia, verde, lodo o fango pegajoso deflagró en mí el malestar que me había
afligido por tantos años. Lo sepulté en la tarde lluviosa en que revisité
Jaboatáo. Al mismo tiempo que luchaba con mi propio problema, me entregaba en
el SESI, con grupos de trabajadores rurales y urbanos, al de cómo pasar de mi
discurso sobre mi lectura del mundo a ellos, a desafiarlos en el sentido de que
me hablaran de su propia lectura.
Muchos de ellos habrán experimentado,
posiblemente, el mismo proceso que viví yo, el de desnudar las tramas en que
los hechos se dan, descubriendo su razón de ser.
Muchos, posiblemente, habrán sufrido, y
no poco, al rehacer su lectura del mundo bajo la fuerza de una percepción
nueva: la de que en realidad no era el destino, no era el hado ni el sino irremediable
lo que explicaba su impotencia, como obrero, frente al cuerpo vencido y
escuálido de su compañera, próxima a la muerte por falta de recursos.
Por eso es preciso dejar claro que, en
el dominio de las estructuras socioeconómicas, el conocimiento más crítico de
la realidad, que adquirimos a través de su desnudamiento, no opera, por sí
solo, la modificación de la realidad.
En mi caso, que acabo de relatar, poner
al descubierto la razón de ser de mi experiencia de sufrimiento fue suficiente
para superarlo. En este sentido, indudablemente me liberé de una limitación que
incluso perjudicaba mi actuación profesional y mi convivencia con los demás. Y
terminaba por limitarme también políticamente.
Por eso, alcanzar la comprensión más
crítica de la situación de opresión todavía no libera a los oprimidos. Sin
embargo, al desnudarla dan un paso para superarla, siempre que se empeñen en la
lucha política por la transformación de las condiciones concretas en que se da
la opresión. Lo que quiero decir es lo siguiente: mientras que en mi caso
conocer la trama en que se gestaba mi sufrimiento fue suficiente para
sepultarlo, en el dominio de las estructuras socio económicas la percepción
crítica de la trama, a pesar de ser indispensable, no basta para modificar los
datos del problema. Como al obrero no le basta con tener en la cabeza la idea
del objeto que desea producir. Es preciso hacerlo.
La esperanza de producir el objeto es
tan fundamental para el obrero como indispensable es la esperanza de rehacer el
mundo en la lucha de los oprimidos y las oprimidas. Sin embargo la educación,
en cuanto práctica reveladora, gnoseológica, no efectúa por sí sola la
transformación del mundo, aunque es necesaria para ella.
Nadie llega solo a ningún lado, mucho
menos al exilio. Ni siquiera los que llegan sin la compañía de su familia, de
su mujer, de sus hijos, de sus padres, de sus hermanos. Nadie deja su mundo,
adentrado por sus raíces, con el cuerpo vacío y seco. Cargamos con nosotros la
memoria de muchas tramas, el cuerpo mojado de nuestra historia, de nuestra
cultura; la memoria, a veces difusa, a veces nítida, clara, de calles de la
infancia, de la adolescencia; el recuerdo de algo distante que de repente se
destaca nítido frente a nosotros, en nosotros, un gesto tímido, la mano que se
estrechó, la sonrisa que se perdió en un tiempo de incomprensiones, una frase,
una pura frase posiblemente ya olvidada por quien la dijo. Una palabra por
mucho tiempo ensayada y jamás dicha, ahogada siempre en la inhibición, en el
miedo de ser rechazado que, al implicar falta de confianza en nosotros mismos,
significa también la negación del riesgo.
Experimentamos, es cierto, en la
travesía que hacemos, una agitación del alma, síntesis de sentimientos
contradictorios: la esperanza de libertad inmediata de las amenazas, la levedad
de la ausencia del inquisidor, del interrogador brutal y ofensivo, o del
argumentador tácticamente cortés a cuya labia –piensa– se entregará más
fácilmente el “subversivo malvado y peligroso”; y también, para aumentar la
agitación del alma, la “culpa” de estar dejando nuestro mundo, nuestro suelo,
el olor de nuestro suelo,[26]
nuestra gente. De esa agitación del alma forma parte también el dolor de la
ruptura del sueño, de la utopía. La amenaza de la pérdida de la esperanza.
Habitan igualmente en la agitación del alma la frustración de la pérdida, los slogans mediocres de los asaltantes del
poder, el deseo de un regreso inmediato que lleva a un sinnúmero de exiliados a
rechazar cualquier gesto que sugiera una fijación en la realidad prestada, la
del exilio. Conocí exiliados que apenas en el cuarto o quinto años del exilio
empezaron a comprar algún mueble para sus casas. Era como si sus casas
semivacías hablasen con elocuencia de su lealtad a la tierra distante. Más aún,
era como si sus salas semivacías no sólo quisieran expresar su deseo de
regresar, sino fueran ya el comienzo del regreso mismo. La casa semivacía
reducía el sentimiento de culpa por haber dejado el suelo original. Tal vez
resida ahí la necesidad, que en varios exiliados percibí, de sentirse
perseguidos, acompañados siempre de lejos por algún agente secreto que no se
apartaba de ellos y que sólo ellos veían. Saberse así en peligro les daba, por
un lado, la sensación de continuar políticamente vivos; y por el otro, al
justificar por medio de medidas cautelosas su derecho a vivir, disminuía su
culpa.
En verdad, uno de los problemas serios
del exiliado o la exiliada es cómo enfrentar, de cuerpo entero, sentimientos,
deseos, razón, recuerdos, conocimientos acumulados, visiones del mundo, la
tensión entre el hoy que está siendo vivido en la realidad prestada y el ayer,
en su contexto de origen, del que llegó cargado de marcas fundamentales. En el
fondo, cómo preservar su identidad en la relación entre la ocupación indispensable en el nuevo contexto y la pre-ocupación en que necesariamente se
convierte el contexto de origen. Cómo enfrentar la saudade sin permitir que se
convierta en nostalgia. Cómo inventar formas nuevas de vivir y de convivir en
una cotidianidad extraña, superando así, o reorientando, una comprensible
tendencia del exiliado o de la exiliada, que por lo menos por mucho tiempo no
puede dejar de tomar su contexto de origen como referencia y tiende a
considerarlo siempre mejor que el prestado. A veces es realmente mejor, pero no
siempre.
En el fondo es muy difícil vivir en el
exilio, convivir con todas las nostalgias diferentes –la de la ciudad, la del
país, la de las gentes, la de cierta esquina, la de la comida–, convivir con la
nostalgia y educarla también. La educación de la nostalgia tiene que ver con la
superación de entusiasmos ingenuamente excesivos, como por ejemplo el de
algunos compañeros que me recibieron en octubre de 1964 en La Paz, diciendo: “Llegas
en el momento de regresar. Pasaremos la Navidad en casa”.
Yo estaba llegando después de haber
pasado un mes o poco más en la embajada de Bolivia, esperando que el gobierno
brasileño se dignara expedir un salvoconducto sin el cual no podía salir del
país. Poco antes había estado preso, respondiendo a largos interrogatorios
hechos por militares que me daban la impresión de que al hacerlos creían estar
salvando no sólo a Brasil sino al mundo entero.
– Pasaremos la Navidad en casa.
– ¿Cuál Navidad? –pregunté curioso, más
que nada sorprendido.
– Esta Navidad, la que se acerca –respondieron
con inconmovible certeza.
Mi primera noche en La Paz, todavía sin
sufrir el mal de altura que me atacó al día siguiente, reflexioné un poco sobre
la educación de la nostalgia, que tiene que ver con la Pedagogía de la esperanza. No es posible, pensaba, permitir que el
deseo de regresar mate en nosotros la visión crítica, haciéndonos ver en forma
siempre favorable lo que ocurre en el país, creando en la cabeza una realidad
que no es real.
Es difícil vivir el exilio. Esperar la
carta que se extravió, la noticia del hecho que no ocurrió. Esperar a veces a
gente real que llega, ya veces ir al aeropuerto simplemente a esperar, como si
el verbo fuera intransitivo.
Es mucho más difícil vivir el exilio si
no nos esforzamos por asumir críticamente su espacio-tiempo como la posibilidad
de que disponemos. Es esa capacidad crítica de arrojarse a la nueva
cotidianidad, sin prejuicios, lo que lleva al exiliado o la exiliada a una
comprensión más histórica de su propia situación. Por eso una cosa es vivir la
cotidianidad en el contexto de origen, inmerso en las tramas habituales de las
que fácilmente podemos emerger para indagar, y otra vivir la cotidianidad en el
contexto prestado, que exige de nosotros no sólo que nos permitamos desarrollar
afecto por él, sino también que lo tomemos como objeto de nuestra reflexión
crítica, mucho más de lo que lo hacemos en el nuestro.
Llegué a La Paz, Bolivia, en octubre de
1964, y allí me sorprendió otro golpe de Estado. En noviembre del mismo año
aterricé en Arica, Chile, donde para asombro de los pasajeros, cuando nos
dirigíamos hacia el aeropuerto, grité feliz, con fuerza, convencido: “¡Viva el
oxígeno!”. Había dejado atrás los cuatro mil metros de altura y regresado al
nivel del mar. Mi cuerpo se viabilizaba de nuevo como antes. Se movía con
facilidad, rápido, sin cansancio. En La Paz, cargar un paquete, incluso
pequeño, significaba un esfuerzo extraordinario para mí. A los 43 años me
sentía viejo y debilitado. En Arica, y al día siguiente en Santiago, recobré
las fuerzas y todo se dio casi de repente, en un pase de magia. ¡Viva el
oxígeno!
Llegué a Chile de cuerpo entero.
Pasión, nostalgia, tristeza, esperanza, deseos, sueños rotos, pero no
deshechos, ofensas, saberes acumulados, en las innúmeras tramas vividas,
disponibilidad para la vida, temores, recelos, dudas, voluntad de vivir y de
amar Esperanza, sobre todo.
Llegué a Chile y días después empecé a
trabajar como asesor del famoso economista Jacques Chonchol, presidente del
Instituto de Desarrollo Agropecuario –INDAP– y después ministro de Agricultura
del gobierno de Allende.
Sólo a mediados de enero de 1965 nos
encontramos todos de nuevo. Elza, nuestras tres hijas y nuestros dos hijos,
trayendo consigo también sus asombros, sus dudas, sus esperanzas, sus miedos,
sus saberes hechos y haciéndose, recomenzaron conmigo una vida nueva en tierra
extraña. Tierra extraña a la que fuimos entregándonos de tal modo y que iba
recibiéndonos de tal manera que la extrañeza se fue convirtiendo en camaradería,
amistad, fraternidad. De repente, aún con nostalgia de Brasil, queríamos
especialmente a Chile, que nos mostró América Latina de un modo jamás imaginado
por nosotros.
Llegué a Chile días después de la toma
de posesión del gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei. Había un clima de
euforia en las calles de Santiago. Era como sí hubiese ocurrido una
transformación profunda, radical, sustantiva en la sociedad. Sólo las fuerzas
retrógradas, por un lado, y las marxistas-leninistas de izquierda por el otro,
por motivos obviamente diferentes, no participaban en la euforia. Ésta era tan
grande, y había en los militantes de la democracia cristiana una certeza tan
arraigada de que su revolución estaba plantada en tierra firme, que ninguna
amenaza podría siquiera rondarla. Uno de sus argumentos favoritos, mucho más
metafísico que histórico, era lo que llamaban la “tradición democrática y
constitucionalista de las fuerzas armadas chilenas”.
“Jamás se levantarán contra el orden
establecido”, decían llenos de certeza, en conversaciones con nosotros.
Tengo en la memoria una reunión que no
marchó bien en la casa de uno de aquellos militantes, con unos treinta de ellos
y la participación de Plínio Sampaio, Paulo de Tarso,[27]
Almino Affonso y yo.
A nuestros argumentos de que la llamada
“tradición de fidelidad al orden establecido, democrático, de las fuerzas
armadas” no era una cualidad inmutable, que formaba parte de su ser, sino algo
que se daba en la historia como posibilidad, y que por eso mismo se podía
romper, instaurándose un nuevo proceso, respondían que los brasileños en el
exilio les “daban la impresión de niños que lloraban porque no habían aprendido
a defender su juguete”, “niños frustrados, incapaces”. No se podía conversar.
Pocos años después las fuerzas armadas
chilenas resolvieron cambiar de posición. Espero que sin la contribución de
ninguno de aquellos con quienes estuvimos aquella noche, así como espero
también que ninguno de ellos haya pagado tan caro como pagaron millares de
chilenos –a quienes se sumaron otros latinoamericanos– por la perversidad y la
crueldad que se abatieron sobre Chile en septiembre de 1973. No era por
casualidad, pues, que las élites más atrasadas, que veían amenaza y sentían
miedo incluso ante tímidas posiciones liberales, asustadas por la política
reformista de la democracia cristiana, vista entonces como una especie de
tercer camino, soñaran con la necesidad de poner punto final a aquella osadía
demasiado arriesgada. Imagínese el lector lo que significó, no sólo para las
elites chilenas sino también para las externas del norte, la victoria de
Allende.
Visité Chile dos veces durante el
gobierno de la Unidad Popular y solía decir, en Europa y en Estados Unidos, que
quien quisiera tener una idea concreta de la lucha de clases, expresándose en las más variadas formas, tenía que visitar
Chile. Sobre todo quien quisiera ver, casi tocar, las tácticas con que luchaban
las clases dominantes, la riqueza de su imaginación para alcanzar mayor
eficacia en el sentido de resolver la contradicción entre poder y gobierno. Es
que el poder, como trama de relaciones, de decisiones, de fuerza, seguía
estando preponderantemente en sus manos, mientras que el gobierno, gestor de
políticas, estaba en manos de las fuerzas opuestas a ellas, de las fuerzas
progresistas. Era preciso entonces superar la contradicción de modo que el
poder y el gobierno volvieran a ellas. El golpe fue la solución. Por esta
razón, en el cuerpo mismo de la democracia cristiana, la derecha de ésta tendía
a obstaculizar la política democrática de las alas más avanzadas, sobre todo de
la juventud. En el desarrollo del proceso iba quedando cada vez más clara la
tendencia a la radicalización y a la ruptura entre las opciones antagónicas que
no podían convivir en paz en el partido ni en la sociedad.
De afuera, el Partido Comunista y el
Partido Socialista tenían sus razones ideológicas, políticas, históricas y
culturales para no participar en esa euforia, que la izquierda consideraba, en
el mejor de los casos, ingenua.
En la medida en que los niveles de
lucha o los conflictos de clase crecían y se profundizaban, también se
profundizaba la ruptura entre las fuerzas de derecha y las diferentes
tendencias de izquierda en el seno de la democracia cristiana y de la sociedad
civil. Se crearon así militantes que, en contacto directo con las bases
populares o procurando entenderlas a través de la lectura de los clásicos
marxistas, empezaron a poner en tela de juicio el reformismo que terminó por
ser hegemónico en los planes estratégicos de la política de la democracia
cristiana.
El Movimiento Independiente
Revolucionario, MIR, nace en concepción, constituido por jóvenes
revolucionarios que no estaban de acuerdo con lo que les parecía una desviación
del Partido Comunista, la de “convivir” con dimensiones de la “democracia
burguesa”.
Es interesante observar, sin embargo,
que el MIR, que estuvo continuamente a la izquierda del Partido Comunista, y
después del propio gobierno de la Unidad Popular, mostró siempre simpatía por
la educación popular que en general faltaba a los partidos de la izquierda
tradicional.
Cuando el Partido Comunista y el
Partido Socialista, dogmáticamente, se negaban a trabajar con ciertas
poblaciones porque, decían, careciendo de “conciencia de clase”, se
movilizarían sólo durante el proceso de reivindicación de algo después de cuya
obtención vendría necesariamente la desmovilización, el MIR creía que era
necesario, primero, probar esta afirmación en torno al “lumpen”; segundo, que
aun admitiendo la hipótesis de que en algunas situaciones hubiera ocurrido lo
que se afirmaba, sería oportuno observar si, en un momento histórico diferente,
se repetiría. En el fondo no se podía tomar la afirmación como un postulado
metafísico, porque contenía algo de verdad.
Fue así que, ya durante el gobierno de
la Unidad Popular, el MIR desarrolló un intenso trabajo de movilización y
organización, ya en sí pedagógico-político, al que se sumó una serie de
proyectos educativos en las áreas populares. En 1973 tuve oportunidad de pasar
una noche con la dirigencia de la población de Nueva Habana que por el
contrario, tras obtener lo que reivindicaba, sus viviendas, continuaba activa y
creadora, con un sinnúmero de proyectos en el campo de la educación, la salud,
la justicia, la seguridad, los deportes. Visité una serie de viejos ómnibus
donados por el gobierno, cuyas carrocerías, transformadas y adaptadas, se
habían convertido en bonitas y arregladas escuelas que atendían a los niños de
la población. Por la noche esos ómnibus-escuela se llenaban de alfabetizandos
que aprendían a leer la palabra a través de la lectura del mundo. Nueva Habana
tenía futuro, aunque incierto, y por eso el clima que la envolvía y la
pedagogía que en ella se experimentaba eran los de la esperanza.
Al lado del MIR surgieron el Movimiento
de Acción Popular Unitaria, MAPU, y la izquierda cristiana, como expresiones
significativas de la “rajadura” sufrida por la democracia cristiana. Un buen
contingente de los jóvenes más avanzados de la democracia cristiana se une al
MAPU, otro a la izquierda cristiana, además de cierta migración hacia el MIR y
los partidos comunista y socialista.
Hoy, transcurridos casi treinta años,
se percibe fácilmente lo que en la época sólo percibían y defendían algunos,
que eran considerados a menudo soñadores, utópicos, idealistas, cuando no “vendidos
a los gringos”: que sólo una política radical, pero jamás sectaria, sino que
buscara la unidad en la diversidad de las fuerzas progresistas, podría luchar
por una democracia capaz de hacer frente al poder y a la virulencia de la
derecha. Se vivía, sin embargo, la intolerancia, la negación de las
diferencias. La tolerancia no era lo que debe ser: la virtud revolucionaria que
consiste en convivir con quienes son diferentes para poder luchar contra
quienes son antagónicos.
La intensidad con que se vivían las
contradicciones, el desnudamiento de la razón de ser de las mismas, la
velocidad con que se daban los hechos, el clima histórico de la década, no sólo
en Chile, ni tampoco únicamente en América Latina, todo eso iba haciendo
posible que la necesaria radicalidad con que apasionadamente se luchaba se
distorsionara en posiciones sectarias que, restringiendo y estrechando la
lectura del mundo y la comprensión de los hechos, hiciera rígidas y
autoritarias a la mayoría de las fuerzas de izquierda.
El camino para las fuerzas progresistas
que se hallaban a la izquierda de la democracia cristiana habría sido acercarse
a ella –la política es concesión con límites éticos– cada vez más, no para
dominarla, evitando que la derecha se acercara a ella para anularla, ni para
convertirse a ella. La democracia cristiana a su vez, intolerantemente, se
negaba al diálogo. No había credibilidad, ni de un lado ni de otro.
Fue precisamente por la incapacidad de
tolerarse de todas esas fuerzas por lo que la Unidad Popular llegó al gobierno
sin el poder...
De noviembre de 1964 a abril de 1969
acompañé de cerca la lucha ideológica. Asistí, a veces sorprendido, a los
retrocesos político-ideológicos de quienes, después de proclamar su opción por
la transformación de la sociedad, a la mitad del camino se volvían asustados y
arrepentidos y se convertían en férreos reaccionarios. Pero también vi el
avance de los que, confirmando su discurso progresista, marchaban coherentes,
sin huir de la historia. Vi igualmente el camino de quienes, sin una posición
inicial más que tímida, buscaron, se apoyaron y se afirmaron en una radicalidad
que jamás se prolongó en sectarismo.
Habría sido verdaderamente imposible
vivir un proceso políticamente tan rico, tan problematizador, haber sido tocado
tan profundamente por el clima de acelerados cambios, haber participado en
discusiones animadas y vivas en “círculos de cultura” en que no era raro que
los educadores tuvieran casi que implorar a los campesinos que parasen, porque
ellos ya estaban extenuados, sin que todo eso llegara a expresarse después en
tal o cual posición teórica defendida en el libro que en aquella época no era
siquiera proyecto.
Me impresionaba, ya cuando me
informaban en las reuniones de evaluación, ya cuando presenciaba cómo se
entregaban los campesinos al análisis de su realidad local y nacional. El tiempo
sin límites que parecían requerir para amainar la necesidad de decir su
palabra. Era como si de repente, rompiendo la “cultura del silencio”, descubrieran
que no sólo podían hablar, sino también que su discurso crítico sobre el mundo,
su mundo, era una forma de rehacerlo. Era como si empezaran a percibir que el
desarrollo de su lenguaje, dándose en torno al análisis de su realidad,
terminaba por mostrarles que el mundo más bonito al que aspiraban estaba siendo
anunciado, en cierto modo anticipado, en su imaginación. Y en esto no hay ningún
idealismo. La imaginación, la conjetura en torno a un mundo diferente al de la
opresión, son tan necesarias para la praxis de los sujetos históricos y
transformadores de la realidad como necesariamente forma parte del trabajo
humano que el obrero tenga antes en la cabeza el diseño, la “conjetura” de lo que
va a hacer. He ahí una de las tareas de la educación democrática y popular, de
la Pedagogía de la esperanza:
posibilitar en las clases populares el desarrollo de su lenguaje, nunca por el parloteo
autoritario y sectario de los “educadores” de su lenguaje que, emergiendo de su
realidad y volviéndose hacia ella, perfile las conjeturas, los diseños, las
anticipaciones del mundo nuevo. Ésta es una de las cuestiones centrales de la
educación popular: la del lenguaje como camino de invención de la ciudadanía.
Como asesor de Jacques Chonchol en el
INDAP en el campo de lo que en aquella época en Chile se llamaba “promoción
humana”, pude extender mi colaboración al Ministerio de Educación, junto a los
trabajadores de alfabetización de adultos y también a la Corporación de la
Reforma Agraria.
Fue mucho más tarde, casi dos años
antes de abandonar Chile, cuando pasé a asesorar a esos organismos a partir de
otro, el Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria, ICIRA, un
organismo mixto, de las Naciones Unidas y del gobierno de Chile. Trabajé ahí
por la UNESCO, contra la voluntad y bajo la protesta coherentemente mezquina
del gobierno militar brasileño de la época.
Como asesor del INDAP, del Ministerio
de Educación, de la Corporación de la Reforma Agraria, viajé por casi todo el
país, acompañado siempre por jóvenes chilenos en su mayoría progresistas, y
escuché a campesinos y discutí con ellos sobre aspectos de su realidad; debatí
con agrónomos y técnicos agrícolas una comprensión
político-pedagógico-democrática de su práctica, discutí problemas generales de
política educacional con los educadores de las ciudades que visité.
Hasta hoy tengo bien vivos en la
memoria fragmentos de discursos de campesinos, de afirmaciones, de expresiones
de legítimos deseos de mejorar, de un mundo más bonito o menos feo, menos duro,
en el que se pudiese amar el sueño también del Che Guevara.
Nunca me olvido de lo que me dijo un
sociólogo de la ONU, un excelente intelectual y no menos excelente persona,
holandés, con una barba roja a la Van Gogh, después de que asistimos,
entusiasmados y plenos de confianza en la clase trabajadora, a dos horas de
debate en la sede de un asentamiento de la reforma agraria, todavía en el
gobierno de la democracia cristiana, en un remoto rincón de Chile. Los
campesinos discutían su derecho a la tierra, a la libertad de producir, de
crear, de vivir decentemente, de ser. Defendían el derecho a ser respetados
como personas y como trabajadores, creadores de riqueza, y exigían su derecho al
acceso a la cultura y al saber. En este sentido es como se entrecruzan las
condiciones histórico-sociales en que puede gestarse la pedagogía del oprimido,
y no me refiero ahora al libro que escribí y que a su vez se desdobla o se
prolonga en una necesaria pedagogía de la esperanza.
Terminada la reunión, cuando salíamos
del galpón donde se había realizado, mi amigo holandés de barba roja me dijo
pausadamente y con convicción, apoyando la mano en mi hombro: “Valió la pena
andar cuatro días por estos rincones de Chile para oír lo que oímos esta noche”.
Y agregó con humor. “Estos campesinos saben más que nosotros”.
Me parece importante llamar la atención
en este punto sobre algo en lo que hice hincapié en la Pedagogía del oprimido:
la relación entre la claridad política de la lectura del mundo y los niveles de
compromiso en el proceso de movilización y de organización para la lucha, para
la defensa de los derechos, para la reivindicación de la justicia.
Los educadores y las educadoras
progresistas tienen que estar atentos en relación con este dato, en su trabajo
de educación popular, porque no sólo los contenidos sino las formas de
abordarlos están en relación directa con los niveles de lucha mencionados más
arriba.
Una cosa es trabajar con grupos
populares que se experimentan como lo hacían aquellos campesinos aquella noche,
y otra trabajar con grupos que aún no han logrado “ver” al opresor “fuera” de
ellos mismos.
Este dato sigue vigente hoy. Los
discursos neoliberales, llenos de “modernidad”, no tienen fuerza suficiente
para acabar con las clases sociales y decretar la inexistencia de intereses
diferentes entre ellas, como no tienen fuerza para acabar con los conflictos y
la lucha entre ellas.
Lo que ocurre es que la lucha es una
categoría histórica y social. Tiene, por lo tanto, historicidad. Cambia de
tiempo-espacio a tiempo-espacio. La lucha no niega la posibilidad de acuerdos, de
arreglos entre las partes antagónicas. En otras palabras, los arreglos y los
acuerdos son parte de la lucha, como categoría histórica y no metafísica.
Hay momentos históricos en que la
supervivencia del todo social, que interesa a las clases sociales, les plantea
la necesidad de entenderse, lo que no significa que estemos viviendo un tiempo lluevo,
vacío de clases sociales y de conflictos.
Los cuatro años y medio que viví en
Chile fueron así años de profundo aprendizaje. Era la primera vez, con
excepción de mi rápido paso por Bolivia, que vivía yo la experiencia de “tomar distancia”
geográficamente, con consecuencias epistemológicas, de Brasil. De ahí la
importancia de esos cuatro años y medio.
A veces, en los largos viajes en
automóvil, con algunas paradas en ciudades intermedias, Santiago-Puerto Mont,
Santiago-Arica, me entregaba a la búsqueda de mí mismo, refrescando el recuerdo
de lo hecho mientras estaba en Brasil, con otras personas, de los errores
cometidos, de la incontinencia verbal de la que pocos intelectuales de
izquierda escaparon y a la que muchos siguen entregándose hasta hoy, revelando
con eso una terrible ignorancia del papel del lenguaje en la historia.
“La reforma agraria por las buenas o por
la fuerza”. “O ese congreso vota las leyes en favor del pueblo o lo vamos a
cerrar”. En realidad, toda esa incontinencia verbal, esa palabrería desordenada
no tiene nada, pero de veras nada que ver con una posición progresista correcta
y verdadera. No tiene nada que ver con una comprensión exacta de la lucha en
cuanto praxis política e histórica. Además es muy cierto que todo ese discursear,
precisamente porque se hace en el vacío, termina por generar consecuencias que
retardan aún más los cambios necesarios. A veces, sin embargo, las
consecuencias de la palabrería irresponsable generan también el descubrimiento
de que la continencia verbal es una virtud indispensable para los que se
entregan al sueño de un mundo mejor. Un mundo donde mujeres y hombres se hallen
en proceso de liberación permanente.
En el fondo yo procuraba re-entender
las tramas, los hechos, los actos en que me había visto envuelto. La realidad
chilena, en su diferencia de la nuestra, me ayudaba a comprender mejor mis experiencias,
y a su vez éstas, revisadas, me ayudaban a comprender lo que ocurría y lo que
podía ocurrir en Chile.
Recorrí gran parte del país en viajes
en que aprendí realmente mucho. Aprendí tomando parte, al lado de educadores y
educadoras chilenos, en cursos de formación para los que trabajarían en las
bases, en los asentamientos de la reforma agraria, con campesinos y campesinas,
la cuestión fundamental de la lectura de la palabra, siempre precedida por la
lectura del mundo. La lectura y la escritura de la palabra implican una
re-lectura más crítica del mundo como “camino” para “re-escribirlo”, es decir, para
transformarlo. De ahí la necesaria esperanza inherente en la Pedagogía del oprimido. De ahí también
la necesidad, en los trabajos de alfabetización con una perspectiva
progresista, de una comprensión del lenguaje y de su papel antes mencionado en
la conquista de la ciudadanía.
Enseñando el máximo de respeto a las
diferencias culturales que tenía que enfrentar, entre ellas la lengua, me
esforcé todo lo que pude para expresarme con claridad, aprendí mucho de la realidad
y con los nacionales.
El respeto a las diferencias
culturales, el respeto al contexto al que se llega, la crítica a la “invasión
cultural” y al sectarismo, la defensa de la radicalidad de que hablo en la
Pedagogía del oprimido, todo eso que había comenzado a experimentar años antes en
Brasil y cuyo saber había traído conmigo al exilio, en la memoria de mi cuerpo,
fue intensa y rigurosamente vivido por mí en mis años en Chile.
Estos saberes que se habían ido
constituyendo críticamente desde la época de la fundación del SESI, se
consolidaron en la práctica chilena y en la reflexión teórica que sobre ella
hice. En lecturas esclarecedoras que me hacían reír de alegría, casi como un
adolescente, al encontrar en ellas la explicación teórica de mi práctica o la
confirmación de la comprensión teórica que tenía de mi práctica. Santiago nos
ofrecía, para no hablar más que del grupo de brasileños que vivían allí, ya
fuera legalmente exiliados o simplemente de hecho, una oportunidad de
incontestable riqueza. La democracia cristiana, que se definía a sí misma como “revolución
en libertad”, atraía a un sinnúmero de intelectuales, de líderes estudiantiles
y sindicales, de dirigencias políticas de izquierda de toda América Latina. En
particular, Santiago se había transformado en un espacio o en un gran contexto
teórico-práctico donde los que llegaban de otros rincones de América Latina discutían
con los nacionales y con los extranjeros que allí vivían lo que ocurría en
Chile y también lo que ocurría en sus países. La efervescencia latinoamericana,
la presencia cubana –hoy igual que siempre amenazada por las fuerzas
reaccionarias que hablan con arrogancia de la muerte del socialismo–, su
testimonio de que el cambio era posible, las teorías guerrilleras, la “teoría del
foco”, la personalidad carismática extraordinaria de Camilo Torres, en quien no
había dicotomía entre trascendentalidad y mundanidad, historia y metahistoria;
la teología de la liberación, que desde tan temprano provocaba temores,
temblores y rabias; la capacidad de amar del Che Guevara, su afirmación tan sincera
como definitiva: “Déjeme decirle –escribía a Carlos Quijano–, a riesgo de
parecer ridículo, que el verdadero revolucionario es animado por fuertes
sentimientos de amor. Es imposible pensar un revolucionario auténtico sin esta
calidad”;[28]
mayo del 68, los movimientos estudiantiles por el mundo, rebeldes, libertarios;
Marcuse y su influencia sobre la juventud; China, Mao Tse-tung, la revolución
cultural.
Santiago se convirtió casi en una
especie de “ciudad-dormitorio”[29]
para intelectuales y políticos de las opciones más variadas. En ese sentido es
posible que Santiago en sí mismo haya sido en aquella época quizás el mejor
centro de “enseñanza” y de conocimiento de América Latina. Aprendíamos de los
análisis, de las reacciones, de la críticas hechas por colombianos,
venezolanos, cubanos, mexicanos, bolivianos, argentinos, paraguayos,
brasileños, chilenos, europeos. Análisis que iban de la aceptación casi sin
restricciones de la democracia cristiana hasta su rechazo total. Críticas
sectarias, intolerantes, pero también críticas abiertas, radicales en el
sentido que defiendo.
Yo y otros compañeros de exilio
aprendíamos, por un lado, de los encuentros con muchos de los ya referidos
latinoamericanos y las latinoamericanas que pasaban por Santiago, pero también
de la emoción del “saber de la experiencia vivida”, de los sueños, de la
claridad, de las dudas, de la ingenuidad, de las mañas[30]
de los trabajadores chilenos, en mi caso más rurales que urbanos.
Recuerdo ahora una visita que hice, con
un compañero chileno, a un asentamiento de la reforma agraria, a algunas horas de
distancia de Santiago. Al atardecer funcionaban varios “círculos de cultura”, y
fuimos para acompañar el proceso de lectura de la palabra y de relectura del
mundo. En el segundo o tercer círculo al que llegamos sentí un fuerte deseo de
intentar un diálogo con el grupo de campesinos. En general evitaba hacerlo
debido a la lengua: temía que mi “portuñol” perjudicara la buena marcha de los
trabajos. Aquella tarde resolví dejar de lado esa preocupación y, pidiendo
permiso al educador que coordinaba la discusión del grupo, pregunté a éste si
aceptaba conversar conmigo.
Después de su aceptación, comenzamos un
diálogo vivo, con preguntas y respuestas mías y de ellos a las que sin embargo
siguió, rápido, un silencio desconcertante.
Yo también permanecí silencioso. En ese
silencio recordaba experiencias anteriores en el Nordeste brasileño y adivinaba
lo que ocurriría. Esperaba y sabía que uno de ellos, de repente, rompiendo el
silencio, hablaría en nombre propio y de sus compañeros. Sabía hasta de qué
tenor sería su discurso. Por eso mi espera en silencio debe de haber sido menos
penosa de lo que era para ellos oír el mismo silencio.
“Disculpe, señor –dijo uno de ellos–,
que estuviéramos hablando. Usted es el que puede hablar porque es el que sabe. Nosotros
no”.
Cuántas veces había oído ese discurso
en Pernambuco y no sólo en las zonas rurales, sino también en Recife. A fuerza
de oír discursos así aprendí que para el educador o la educadora progresistas no
hay otro camino que el de asumir el "momento" del educando, partir de
su “aquí” y de su “ahora”, para superar en términos críticos, con él, su “ingenuidad”.
No está de más repetir que respetar su ingenuidad, sin sonrisas irónicas ni
preguntas malévolas, no significa que el educador tenga que acomodarse a su
nivel de lectura del mundo.
Lo que no tendría sentido es que yo “llenara”
el silencio del grupo de campesinos con mi palabra, reforzando así la ideología
que habían expresado. Lo que yo debía hacer era partir de la aceptación de algo
dicho por el campesino en su discurso, para enfrentarlos a alguna dificultad y
traerlos de nuevo al diálogo.
Por otra parte, después de haber oído
lo dicho por el campesino, disculpándose porque habían hablado cuando el que
podía hacerlo era yo, porque sabía, no tenía sentido que yo les diera una
lección, con aires doctorales, sobre “la ideología del poder y el poder de la
ideología”.
En un puro paréntesis, en el momento en
que revivo la Pedagogía del oprimido
y hablo de casos como este que viví y cuya experiencia me fue dando fundamentos
teóricos no sólo para defender sino para vivir el respeto de los grupos
populares por mi trabajo de educador, no puedo dejar de lamentar cierto tipo de
crítica en que me señalan como elitista. O la opuesta que me describe como
populista.
Los lejanos años de mis experiencias en
el SESI, de mi aprendizaje intenso con pescadores, campesinos y trabajadores
urbanos, en los cerros y en las callejas de Recife, me habían vacunado contra la
arrogancia elitista. Mi experiencia venía enseñándome que el educando precisa
asumirse como tal, pero asumirse como educando significa reconocerse como
sujeto que es capaz de conocer y que quiere conocer en relación con otro sujeto
igualmente capaz de conocer, el educador, y entre los dos, posibilitando la
tarea de ambos, el objeto del conocimiento. Enseñar y aprender son así momentos
de un proceso mayor: el de conocer, que implica re-conocer. En el fondo, lo que
quiero decir es que el educando se torna realmente educando cuando y en la
medida en que conoce o va conociendo
los contenidos, los objetos cognoscibles, y no en la medida en que el educador va depositando en él la descripción de
los objetos, o de los contenidos.
El educando se reconoce conociendo los
objetos, descubriendo que es capaz de conocer, asistiendo a la inmersión de los
significados en cuyo proceso se va tornando también significador crítico. Más
que ser educando por una razón cualquiera, el educando necesita volverse
educando asumiéndose como sujeto cognoscente, y no como incidencia del discurso
del educador.
Es aquí donde reside, en última
instancia, la gran importancia política del acto de enseñar. Entre otros
ángulos, éste es uno que distingue al educador o la educadora progresistas de
su colega reaccionario.
“Muy bien –dije en respuesta a la intervención
del campesino–, acepto que yo sé y ustedes no saben. De cualquier manera, quisiera
proponerles un juego que, para que funcione bien, exige de nosotros lealtad
absoluta. Voy a dividir el pizarrón en dos partes, y en ellas iré registrando,
de mi lado y del lado de ustedes, los goles que meteremos, yo contra ustedes y
ustedes contra mí. El juego consiste en que cada uno le pregunte algo al otro.
Si el interrogado no sabe responder, es gol del que preguntó. Voy a empezar por
hacerles una pregunta”.
En este punto, precisamente porque
había asumido el “momento” del grupo, el clima era más vivo que al empezar,
antes del silencio.
Primera pregunta:
– ¿Qué significa la mayéutica
socrática?
Carcajada general, y yo registré mi
primer gol.
– Ahora les toca a ustedes hacerme una
pregunta a mí –dije.
Hubo unos murmullos y uno de ellos
lanzó la pregunta:
– ¿Qué es la curva de nivel?
No supe responder, y registré uno a
uno.
– ¿Cuál es la importancia de Hegel en
el pensamiento de Marx?
Dos a uno.
– ¿Para qué sirve el calado del suelo?
Dos a dos.
– ¿Qué es un verbo intransitivo?
Tres a dos.
– Qué relación hay entre la curva de
nivel y la erosión?
Tres a tres.
– ¿Qué significa epistemología?
Cuatro a tres.
– ¿Qué es abono verde?
Cuatro a cuatro.
Y así sucesivamente, hasta que llegamos
a diez a diez.
Al despedirme de ellos hice una
sugerencia: “Piensen en lo que ocurrió aquí esta tarde. Ustedes empezaron
discutiendo muy bien conmigo. En cierto momento se quedaron en silencio y
dijeron que sólo yo podía hablar porque sólo yo sabía, y ustedes no. Hicimos un
juego sobre saberes y empatamos diez a diez. Yo sabía diez cosas que ustedes no
sabían y ustedes sabían diez cosas que yo no sabía. Piensen en eso”.
De regreso a casa recordaba la primera
experiencia que había tenido mucho tiempo antes en la Zona de Selva de
Pernambuco, igual a la que ahora acababa
de vivir.
Después de algunos momentos de buen
debate con un grupo de campesinos el silencio cayó sobre nosotros y nos envolvió
a todos. El discurso de uno de ellos fue el mismo, la traducción exacta del
discurso del campesino chileno que había oído en aquel atardecer.
– Muy bien –les dije–, yo sé, ustedes
no saben. Pero ¿por qué yo sé y ustedes no saben?
Aceptando su discurso, preparé el
terreno para mi intervención.
La vivacidad brillaba en todos. De
repente la curiosidad se encendió. La respuesta no se hizo esperar.
– Usted sabe porque es doctor. Nosotros
no.
– Exacto. Yo soy doctor. Ustedes no.
Pero ¿por qué yo soy doctor y ustedes no?
– Porque fue a la escuela, ha leído,
estudiado, y nosotros no.
– ¿Y por qué fui a la escuela?
– Porque su padre pudo mandarlo a la
escuela, y el nuestro no.
– ¿Y por qué los padres de ustedes no
pudieron mandarlos a la escuela?
– Porque eran campesinos como nosotros.
– ¿Y qué es ser campesino?
– Es no tener educación ni propiedades,
trabajar de sol a sol sin tener derechos ni esperanza de un día mejor.
– ¿Y por qué al campesino le falta todo
eso?
– Porque así lo quiere Dios.
– ¿Y quién es Dios?
– Es el Padre de todos nosotros.
– ¿Y quién es padre aquí en esta
reunión?
Casi todos, levantando la mano, dijeron
que lo eran.
Mirando a todo el grupo en silencio, me
fijé en uno de ellos y le pregunté:
– ¿Cuántos hijos tienes?
– Tres.
– ¿Serías capaz de sacrificar a dos de
ellos, sometiéndolos a sufrimientos, para que el tercero estudiara y se diera
buena vida en Recife? ¿Serías capaz de amar así?
– ¡No!
– y si tú, hombre de carne y hueso, no
eres capaz de cometer tamaña injusticia, ¿cómo es posible entender que la haga
Dios? ¿Será de veras Dios quien hace esas cosas?
Un silencio diferente, completamente
diferente del anterior, un silencio en que empezaba a compartirse algo. Y a
continuación:
– No. No es Dios quien hace todo eso.
¡Es el patrón!
Posiblemente aquellos campesinos
estaban, por primera vez, intentando el esfuerzo de superar la relación que en
la Pedagogía del oprimido llamé de “adherencia”
del oprimido al opresor, para, “tomando distancia de él”, ubicarlo “fuera” de
sí, como diría Fanon.
A partir de ahí, habría sido posible
también ir comprendiendo el papel del patrón, inserto en determinado sistema
socioeconómico y político, ir comprendiendo las relaciones sociales de
producción, los intereses de clase, etcétera.
La falta total de sentido sería que
después del silencio que interrumpió bruscamente nuestro diálogo yo hubiera
pronunciado un discurso tradicional, con frases hechas, vacío, intolerante.
[1] El
colegio Oswaldo Cruz funcionó bajo la dirección de Aluizio Pessoa de Araújo de
1923 a 1956, cuando, para tristeza suya y de todos los que conocían sus frutos
y los habían aprovechado concluyeron la actividades de la que fuera, sin duda
alguna, una de las más importantes iniciativas pedagógicas de la historia de la
educación en el Nordeste si no queremos decir, como sería justo y real, de la
historia de la educación brasileña.
Conocido
por la seriedad ética y por la excelencia de su enseñanza, e! colegio Oswaldo
Cruz, que no tuvo ninguna relación con su homónimo de la ciudad de Sao Paulo,
albergó en su cuerpo docente alumnos y alumnas no sólo de Recife o de
Pernambuco, sino jóvenes de los estados
de Maranháo y Sergipe, de casi todo ese Nordeste brasileño que acudía a él por
confianza en sus propósitos y en sus prácticas educativas.
Como
director y profesor de las lenguas latina, portuguesa y francesa, Aluizio
reunió a su lado, en la tarea educativa, a profesionales experimentados en las
diversas áreas del conocimiento, aunque a la vez estuvo siempre abierto a
recibir contribuciones de nuevos profesores jóvenes. Paulo Freire es uno de los
muchos ejemplos. Fue en el Oswaldo Cruz donde inició su docencia como profesor
de lengua portuguesa. Los criterios de Aluizio para la elección de profesores
fueron siempre la competencia profesional y la dedicación y la seriedad en el
tratamiento de! acto de educar.
Fueron
en forma preponderante los profesores del colegio Oswaldo Cruz los que formaron
el cuerpo docente de casi todas las facultades que reunidas constituyeron la
primera universidad federal del estado de Pernambuco, en 1946.
Con
su espíritu y su cuerpo de educador comprometido hizo del cae un
instituto educativo innovador y progresista para la época. Desde 1924 acogió en
él a algunas jóvenes en coeducación con los varones. y fue también en ese
colegio donde recibieron su formación moral y científica alumnos de otras
religiones, sobre todo la judía -los judíos no tuvieron escuela propia en
Recife hasta los años cuarenta.
El
cae contaba con laboratorios para las clases prácticas de biología,
química y física, en tres anfiteatros que aún hoy serían un sueño para muchas
facultades del país. La colección de mapas históricos y geográficos y la
biblioteca eran de alto nivel y siempre actualizadas. Mantuvo bandas de música,
coro, clases de ballet para las jóvenes. Sus alumnos se organizaban en asociaciones
estudiantiles y publicaban periódicos y revistas, de las que son ejemplo Sylogeu
y Arrecifes.
Por
el colegio Oswaldo Cruz de Recife pasaron, como alumnos o como profesores,
nombres nacional e incluso internacionalmente reconocidos de científicos, juristas,
artistas y políticos. Citaría aJosé Leite Lopes, Mario Schemberg, Ricardo
Ferreira, Newton Maia, Moacir de Albuquerque, Claudio Souto, Ariano Suassuna,
Walter Azoubel, Pelópidas Silveira, Amaro Quintas, Dácio Rabelo, Abelardo y
AderbalJurema, Egídio Ferreira Lima, Hervásio de Carvalho, Fernando Lira,
Vasconcelos Sobrinho, Odorico Tavares, Evandro Gueiros, Dorany Sampaio,
Etelvino Lins, Armando Monteiro Filho, Francisco Brenand, Lucílio Varejáo,
padre e hijo, Ricardo Palmeira, Mario Sete y sus hijos Hoel y Hilton, Valdemar
Valente, Manoel Correia de Andrade, Albino Fernandes Vital y, como ya se ha
dicho y él mismo declara, el autor de este libro. Personas de las más
diferentes vertientes ideológicas, pero todos con sólida formación y
competencia profesional.
El
colegio Oswaldo Cruz en la persona de su director no tuvo miedo de romper las
tradiciones elitistas y autoritarias de la sociedad brasileña. Los que por él
pasaron no conocieron las discriminaciones de clase, raza, religión o sexo.
[2] La
enseñanza secundaria fue objeto de legislación a comienzos del gobierno de
Getúlio Vargas, mediante dos decretos, uno de abril de 1931 yel segundo del
mismo mes de 1932, que consolidó la citada organización de 1931 de esa rama de
la enseñanza media, sistematizándola.
Como
en la tradición histórica brasileña la legislación escolar venía haciéndose
casi exclusivamente por actos del Poder Ejecutivo, sin las necesarias
iniciativas del Poder Legislativo o de la sociedad civil, esa reforma de
comienzos de los años treinta no causó extrañeza. Sobre todo porque Vargas
después de perder las elecciones había tomado el poder supremo de la nación, en
noviembre de 1930, por medio de las fuerzas revolucionarias que negaban sobre
todo la hegemonía de la aristocracia cafetalera de Sao Paulo y Minas Gerais,
que había gobernado al país casi todo el tiempo desde la instauración de la
república.
Aun
cuando técnicamente esa reforma educacional de Vargas y de su ministro de
Educación de entonces, Francisco Campos, contenía medidas innovadoras, al no
haber escapado de la tradición pecaba en el conjunto, porque pecaba
políticamente por el exceso de centralización autoritaria y por el gusto
elitista de la minoría que manda en nuestra sociedad.
La
reforma en cuestión estuvo vigente hasta 1942, cuando Vargas que continuaba en
el poder, pero desde 1937 detentando una franca dictadura, la sustituyó por
otra que acentuaba aún más esos rasgos nada democráticos de la primera reforma.
Esa rama de la enseñanza, de perfil académico, que no profesionalizaba sino que
era apenas un puente hacia el nivel superior, contradictoriamente -en un país
que quería y necesitaba industrializarse- era la que gozaba de más prestigio y
prerrogativas en la sociedad política y los segmentos medios y altos de la
sociedad civil, dentro de los sueños elitistas que se perpetuaban desde su
creación por los jesuitas en el siglo XVI, con el nombre de “cursos de
humanidades”.
La
enseñanza secundaria consolidada en 1932, a la que hace referencia Freire,
establecía dos ciclos: el primero, llamado fundamental, tenía cinco años
lectivos de duración y aceptaba alumnos y alumnas de más de diez años de edad
después de un examen de admisión bastante riguroso y selectivo en términos de
contenidos. El segundo ciclo, propedéutico para el superior, tenía dos años
lectivos de duración y era llamado complementaria; para matricularse en
él era necesario haber aprobado el primer ciclo.
El
complementario se subdividía en tres secciones, según el curso de nivel
superior que el estudiante fuera a seguir después de la conclusión de ese
segundo ciclo.
Así,
los establecimientos de enseñanza oficial o los privados equiparados al colegio
Pedro II –colegio oficial modelo para todos los establecimientos de
enseñanza secundaria del país– ofrecían los cursos prejurídico, premédico y
preingenieril.
Como
en esa época todavía no existían en Brasil cursos de educación y formación de
profesores de nivel superior, todas las personas que se inclinaban hacia una
formación en las ciencias humanas necesariamente tenían que cursar el “segundo
ciclo secundario prejurídico” y después la facultad de Derecho.
Fue
ése el caso de Freire. Cuando ingresó a la facultad de Derecho de Recife en
1943 no tenía una idea clara de hacerse educador; mucho menos en 1941, cuando
inició el prejurídico. Sin embargo sabía y sentía que su tendencia era a estar
lo más cerca posible de los problemas humanos.
[3]
Escribir sobre el propio padre no es tarea fácil. Pero cuando uno siente y sabe
que fue un hombre que perfeccionó durante los casi 83 años de su vida las
cualidades humanas de generosidad, solidaridad y humildad, sin haber perdido
nunca la dignidad, hablar de él es ameno, alegre y gratificador.
Aluizio,
dice el diario de su padre, el médico Antonio Miguel de Araújo, “nació el 29 de
diciembre de 1897 (miércoles) a las 4 de la mañana. Fue bautizado el 21 de
febrero de 1898 por el Padre Marcal [ilegible] y los padrinos Urbano de Andrade
Lima y su mujer doña Anna Clara Lyra Lima”.
Aluizio
Pessoa de Araújo, nacido en Timbaúba, murió en Recife ell de noviembre de 1979.
El
educador pemambucano recibió su formación académica y religiosa en el secular
seminario de Olinda y después de la conclusión de los “cursos mayores”
desistió, para tristeza de sus padres, de ir a Roma para hacer allá los votos
sacerdotales.
Pocos
años después de eso Aluizio se casó, el 25 de junio de 1925, con Francisca de
Albuquerque, conocida como Genove, quien colaboró desde el primer momento en el
funcionamiento del entonces gimnasio Oswaldo Cruz. Tuvieron nueve hijos y la
alegría de conmemorar cincuenta años de casados, aunque sin uno de tus hijos,
Paulo de Tarso.
La
renuncia a la vida sacerdotal y el casamiento no lo distanciaron de una vida
orientada por las normas y los principios de la Iglesia Católica, antes lo
acercaron a la religiosidad más auténtica y profunda. Pautó por ella su vida
privada y profesional, viviendo su fe y perfeccionando sus cualidades de
generosidad y solidaridad. Y más que eso, su complicidad con la seriedad y la
ética, y el compromiso con el humanismo que lo llevó a una práctica de educador
extremadamente abierta a todos y todas los que querían, necesitaban y deseaban
estudiar. Y lo hacía con humildad.
Como
desde los años veinte hasta comienzos de los cincuenta Recife contaba con pocas
entidades educacionales públicas, y por consiguiente gratuitas, Aluizio, como
director y propietario del coc –como era conocido el colegio–, al mantener los
cursos de secundaria en realidad convirtió su institución privada en una
institución de carácter público. Sin haber disfrutado nunca de fondos públicos,
ofreció enseñanza en su propio instituto a muchos jóvenes que la necesitaban.
Su
gratuidad era total, pues nunca cobró a sus alumnos y alumnas becados, en
ninguna forma de cobranza que pueda existir, lo que había donado por su
generosidad personal y por su comprensión social de que la educación era un
derecho de todos y de todas.
Jamás
se apartó de esos principios, pues siempre tuvo la convicción de que ésa era la
“vocación” de estar siendo en el mundo.
[4] El
SESI –Servicio Social de la Industria– fue creado por el Decreto Ley Nº 9.403
del entonces presidente de la República Eurico Gaspar Dutra, el 25 de junio de
1946.
Al
atribuir poderes a la Confederación General de la Industria, encargándole la
creación, organización y dirección de ese servicio, el acto legal hace algunas
consideraciones para justificar la medida.
Sucintamente,
los motivos que impulsaron al Poder EJecutivo a dictar ese decreto serían
éstos: “las dificultades que las cargas de la posgnerra han creado en la vida
social y económica del país”; el hecho de que es deber del Estado, aunque no
exclusivamente, “favorecer y estimular la cooperación de las clases en
iniciativas tendientes a promover el bienestar de los trabajadores y de sus
familias” y favorecer condiciones tendientes al “mejoramiento de su nivel de
vida”; la disponibilidad de la CNI, como entidad de las clases productoras,
para “proporcionar asistencia social y mejores condiciones de vivienda,
nutrición, higiene de los trabajadores, y así desarrollar el espíritu de
solidaridad entre empleados y empleadores”; y el hecho de que “ese programa,
animando el sentimiento y el espíritu de justicia social entre las clases,
contribuirá grandemente a destruir, en nuestro medio, los elementos propicios
para la germinación de influencias disolventes y perjudiciales a los intereses
de la colectividad”.
Es
un retrato del país, y es interesante analizar y apuntar lo que la “letra de la
ley” no dice pero está presente implícitamente en el decreto.
Empezaría
por denunciar la forma misma del acto.
Viene
de arriba, del Poder Ejecutivo. Y en una forma aún más autoritaria que un
decreto: es un decreto-Iey, es decir un decreto que el jefe del Ejecutivo, en
este caso el presidente de la República, expide con fuerza de ley, absorbiendo
por lo tanto funciones propias del Poder Legislativo, más allá del suyo propio.
Dutra,
como otros presidentes brasileños, utilizó ese mecanismo tan del agrado del
autoritarismo centralizador brasileño que felizmente ya ha sido proscrito de
nuestro aparato burocrático de Estado.
El
documento en cuestión habla de las dificultades de posguerra cuando Brasil
podría haber salido enriquecido del período bélico, puesto que antes de él
había sido uno de los países proveedores de diversos productos esenciales para
la guerra.
Los
otros considerandos ocultan el recelo del comunismo. Traducen miedo del régimen
antagónico al capitalismo, el de la “cacería de brujas” ordenada por los países
del “Norte”. Indican un camuflaje para evitar la revelación, clara y consciente,
de la lucha de clases. “Piden” la aceptación tranquila y pasiva de las
diferencias de condiciones materiales entre patronos y empleados. Asisten para
no enfrentar.
Freire
entró a trabajar en ese espacio, lo que ya a primera vista parece contradictorio;
sin embargo fue allí, aprendiendo con trabajadores urbanos, rurales y
pescadores, pero sobre todo con las relaciones impuestas por los patrones a los
trabajadores, donde fue capaz de ir formulando un pensamiento pedagógico con
las marcas del diálogo, de la crítica y de la transformación social.
[5] La
Facultad de Derecho de Recife, hoy una de las unidades de la Universidad
Federal de Pernambuco, fue siempre un espacio de luchas políticas y de
renovación de las ideas en el escenario brasileño.
Creada después de la
independencia de Brasil, el 11 de agosto de 1827,junto con la “del Largo de Sao
Francisco” de Sao Paulo, esa escuela de cursos jurídicos, que inicialmente
funcionó en el convento de San Benito, de Olinda, nacía como posibilidad de
formar algo más que los hombres que llegarían a constituir el aparato jurídico
nacional. Fueron los egresados de esos dos cursos los que forjaron,
inicialmente, el propio aparato de Estado brasileño.
[6] Jean Paul Sartre, prefacio a Los condenados de la tierra
de Frantz Fanon, México, FCE, 1963.
[7] Freire tuvo
que pedir asilo político y salir de Brasil cuando tenía apenas 43 años de edad.
Tuvo que vivir alejado de su patria y de sus familiares por más de quince años.
En ese tiempo perdió a su madre y a
muchos de sus amigos. Entre estos últimos, innúmeros militantes políticos,
animadores de los "círculos de cultura" y monitores del Programa
Nacional de Alfabetización, que no fueron perdonados por las torturas y
persecuciones de los años de la dictadura militar.
Así, contradictoria e irónicamente
debemos la salida de Freire de nuestro medio, en un momento en que actuaba y
producía en forma seria, eficiente y entusiasta, precisamente a sus cualidades.
Su “pecado” había sido alfabetizar para
la concientización y la participación política. Alfabetizar para que el pueblo
saliera de la condición de dominado y explotado, y así politizándose por el
acto de leer la palabra pudiera releer críticamente el mundo. Así entendía él
la educación de los adultos. Su difundido “método de alfabetización Paulo
Freire” se basaba en esas ideas que traducía y la realidad de la sociedad
injusta y discriminatoria que hemos construido. Y que era necesario
transformar.
El programa se preparaba para llevar
todo esto a gran número de aquellos y aquellas a quienes se les había negado el
derecho a asistir a la escuela cuando el golpe militar de 1964 lo suprimió. Los
militares que tomaron el poder y sus agentes quemaban o aprehendían, en el
espíritu del “macartismo” macabro de la Doctrina de Seguridad Nacional que se
instalaba en Brasil procedente del “Norte”, todo lo que les caía en las manos y
les parecía “subversivo”.
En esa “nueva” lectura del mundo, vieja
en sus tácticas de castigar, maltratar y prohibir, no había lugar para Freire.
Él, que tanto amaba a su país y a su gente, fue privado de estar en él: y
estar en él con su pueblo.
[8] La jangada que
tan bellamente marca el paisaje playero nordestino es una pequeña embarcación
utilizada por los pequeños pescadores para ganarse la vida en la pesca de alta
mar. Al ponerse el sol venden el producto que les ha brindado el día del
generoso mar de aguas tibias de esa región brasileña, no gratuitamente, porque
los riesgos son grandes y el trabajo arduo.
Embarcación frágil, se construye con
una madera de poca densidad que por lo mismo flota sobre las aguas. De madera
tan liviana y porosa que aun cuando se llena de las aguas saladas del mar
tiende a permanecer sobre ellas.
La jangada está compuesta de
cinco troncos de pau dejangada de entre cuatro y cinco metros de largo,
gruesos y unidos para formar su lastre por algunas varas de madera resistente y
dura que los sobrepasan en el sentido del ancho, que debe ser de más o menos un
metro y medio a dos metros.
La jangada tiene una vela grande
de tela, tradicionalmente blanca, en la que el viento al pegar hace navegar a
la jangada. Pocos instrumentos fuera de la red de pescar y la vela,
apenas un timón rústico de madera, un cesto –el samburá– donde el pescador junta los pescados, un
cucharón de madera con el que va mojando la vela para que al hacerse
“impermeable” ofrezca mayor resistencia al viento que sopla. Y un ancla. Ésta,
tan rústica como todo y todos los de la jangada, se compone de una
cuerda de fibras de caroá con una piedra en uno de sus extremos que hace
parar a la jangada en el punto que el jangadeiro quiera, o mejor
dicho en el punto donde intuitivamente sabe que puede encontrar las riquezas
del mar que le interesan.
[9] Los pescadores
nordestinos llaman “pesca de ciencia” una técnica elemental usada para la pesca
de alta mar que consiste en lo siguiente: se toman tres puntos de referencia,
dos de los cuales pueden ser por ejemplo un cerro y la torre de la iglesia
local, o cualquier cosa que destaque a gran distancia en el paisaje de la
playa. La tercera referencia es la propia orilla de la playa. Tres puntos son
suficientes para que el pescador se meta mar adentro, lo más perpendicular
posible a la orilla y a algunos kilómetros de ésta, y por la observación a ojo
desnudo mida y evalúe si está equidistante de los dos puntos elegidos
previamente en tierra firme. En ese lugar que elige, desde el cual todo lo que
ve en la playa le parece un simple punto, en ese lugar donde su intuición y su
sensibilidad le dicen “[es aquí] este lugar es bueno”, deposita su trampa y
después de unos pocos días la retira sin errar, sin haber dejado ninguna señal
visible para él mismo o para extraños de lo que su ingenio creador puso a su
servicio.
El instrumento que media su
“conocimiento científico” –la idea de un triángulo isósceles– y el acto mismo
de medir y de determinar el punto justo para obtener los frutos del mar, es el covo.
Construido con una liana flexible pero resistente, el covo es un
gran cesto que sumerge muy hondo con ayuda de una piedra. El covo -que
es una especie de trampa porque los peces, los camarones y otros animales
marinos que penetran en él jamás vuelven a salir a la libertad de la inmensidad
de las aguas del mar- permanece en el punto escogido por el pescador el tiempo
necesario para llenarse, tras de lo cual se retira.
Esas técnicas tan rudimentarias son sin
embargo el esfuerzo del sentido común, de la lectura del mundo por parte del
pueblo pescador que hace de la percepción, de la observación y de la
experiencia el camino hacia un conocimiento que se aproxima a lo que para
nosotros es el conocimiento científico.
Conocimientos como éstos de la “pesca
de ciencia” son lo que el etnocientífico de la Universidad de Campinas, Marcio
D'Olme Campos, estudia entre los pescadores del estado de Sao Paulo, con una
concepción muy diferente de la expuesta aquí (cit. nota 36).
[10] En el Nordeste brasileño
llamamos calcaras a las casas de hojas de palma construidas junto al mar
y utilizadas para abrigar las embarcaciones y pertrechos de los pescadores. Es
también el lugar donde los pescadores se reúnen a platicar y descansar entre
las horas de trabajo.
[11] Cuando el
"educador" padre o madre, profesor o profesora, obliga a su víctima a
extender las manos y se las golpea con fuerza, generalmente con la palmatoria,
infligiéndole además del castigo moral las marcas del dolor que según dicen
redime, esas marcas casi siempre se concretan en grandes ampollas a las que el
pueblo llama “pasteles” [bolos], debido a que el volumen de las manos va
aumentando después del “acto disciplinario”, igual que los pasteles aumentan de
volumen con el calor del horno.
[12] Los gobiernos militares de
Brasil tuvieron los siguientes mandatarios: mariscal Humberto de Alencar
Castelo Branco, del 15 de abril de 1964 al 15 de marzo de 1967; general Arthur
da Costa e Silva, del 15 de marzo de 1967 al 31 de agosto de 1969, en que
impedido de gobernar por enfermedad fue sustituido por una junta militar
formada por los generales Aurélio Lyra Tavares, brigadier Marcio de Souza e
Melo y almirante Augusto Rademaker Grunerwald, del 31 de agosto de 1968 al 30
de octubre de 1969; Emilio Garrastaru Médici, del 30 de octubre de 1969 al 15
de marzo de 1974; Ernesto Geisel, del 15 de marzo de 1974 al 15 de marzo de
1979, yjoáo Batista Figueiredo, del 15 de marzo de 1979 al 15 de marzo de 1985.
[13] La actual
estructura de la enseñanza en Brasil (septiembre de 1992, es bueno señalar la
fecha puesto que está en trámite en el Congreso una nueva Ley de Directivas y
Bases de la Educación Nacional), que fue elaborada y entró en vigencia en los
tiempos más duros de la dictadura militar -LDBEN de 1971-, consta de tres
niveles de escolaridad. El primer grado, de ocho años lectivos de duración,
está formado por los antiguos cursos primario y gimnasio; el segundo nivel, de
tres o cuatro años lectivos de duración, según la rama que se curse; y el
tercer grado llamado nivel superior o universitario, que ofrece cursos de tres
a seis años de duración.
En la tradición histórica brasileña la
enseñanza regular estaba formada por la enseñanza elemental o primaria; el nivel
medio secundario, comercial, normal, agrícola, industrial y náutico –de esas
seis ramas sólo la primera no era de nivel profesional, sino únicamente
propedéutica para el superior-; yel nivel superior. No podemos decir
universitario porque la primera institución de ese nivel de enseñanza
reconocida como tal entre nosotros es la Universidad de Sao Paulo –U5P– creada por el gobierno de ese estado en 1934.
Las “escuelas primarias”
mencionadas eran las que, evidentemente, ofrecían el primer nivel de enseñanza
que oficialmente debían recibir todos los niños de los 7 a los 10 años de edad.
[14]
"Surearlos" [suleá-los]: Paulo Freire usa este término (que no
se encuentra en los diccionarios), a fin de llamar la atención de los lectores
sobre las connotaciones ideológicas de los términos “nortear”, “orientar”, etcétera.
El Norte es el Primer
Mundo. El Norte está arriba, en la parte superior, y así el Norte deja
“escurrir” el conocimiento que nosotros del hemisferio sur “engullimos sin
confrontarlo con el contexto local”. Cf. Marcio D'Olme Campos, “A arte de
sulearse”, en Teresa Scheiner (ed.), Interaaio Museu-Comunidade pela Educaaio
Ambiental. Manual de Apoio ao Curso de Extensiio Universitária, Río de J
aneiro, Uni-Rio/Tacnet Cultural, 1991, pp. 59-61.
El primero en alertar
a Freire sobre la ideología implícita en tales vocablos, que marca las
diferencias de nivel de “civilización” y de “cultura”, bien al gusto
positivista, entre el hemisferio norte y el hemisferio sur, entre el “creador”
y el “imitador”, fue el físico ya citado, Marcio Campos, actualmente dedicado a
la etnociencia, la etnoastronomía y la educación ambiental. Transcribo palabras
del propio Campos, del mismo texto antes indicado, que explican cómo percibió y
viene denunciando la pretendida superioridad intrínseca de la inteligencia y
del poder creador de los hombres y de las mujeres del Norte:
La historia universal
y la geografía, tal como son comprendidas por nuestra sociedad occidental de
tradición científica, demarcan ciertos espacios y tiempos, períodos y épocas, a
partir de referenciales internalistas e incluso ideológicos, muy al gusto de
los países centrales del planeta.
Muchos son los
ejemplos de ese estado de cosas que imprime un carácter apenas informativo y
libresco a la educación en los países periféricos, es decir, del Tercer Mundo.
En el material didáctico encontramos, en los globos terrestres, la Tierra
representada con el polo norte arriba. Del mismo modo, los mapas respetan a
través de sus leyendas esa convención apropiada para el hemisferio norte y se
presentan en un plano vertical (pared) en lugar del horizontal (piso o mesa).
Por eso encontramos
personas en Río de Janeiro que dicen que van a subir a Recife y hasta es
posible que crean que hay un norte en cada pico de montaña, ya que "el
norte está arriba". En las cuestiones de orientación espacial, sobre todo
en relación con los puntos cardinales, también hay problemas graves. Las reglas
prácticas que se enseñan aquí son prácticas sólo para quien se ubique en el
hemisferio norte y se Nortee desde ahí. La imposición de esas
convenciones en nuestro hemisferio establece confusiones entre los conceptos de
arriba/abajo, norte/ sur y especialmente principal/secundario y
superior/inferior.
En cualquier
referencial local de observación, el sol que nace por el oriente permite la Orientación.
En el hemisferio norte la estrella polar, Polaris, permite nortearse. En
el hemisferio sur, la Cruz del Sur permite "surearse".A pesar de eso,
en nuestras escuelas continúa enseñándose la regla práctica del Norte, es
decir, con la mano derecha hacia el Oriente (Este), tenemos a la izquierda el
Oeste, al frente el Norte y el Sur detrás. Con esa seudorregla práctica
disponemos de un esquema corporal que por la noche nos vuelve de espaldas a la
Cruz del Sur, la constelación fundamental para el acto de "surearse."
¿No sería mejor usar la mano izquierda para señalar el Oriente? [Subrayados
míos] Después de esta larga pero imprescindible cita, quiero llamar la atención
sobre unas pocas palabras del texto que, siendo pocas, dicen mucho y con mucha
fuerza. No siendo palabras abstractas, implican un comportamiento, una postura
de alguien, de alguna persona que los tiene. Si los tiene es porque los
adquirió concretamente.
Así, me extiendo en las
observaciones-denuncias del profesor Marcio Campos cuando pregunta, con
intención de invitarnos a la reflexión: “volvernos de espaldas” o “volver la
espalda” o ponernos de espaldas a la Cruz del Sur -signo de nuestra
bandera, símbolo brasileño, punto de referencia para nosotros- ¿no será una
actitud de indiferencia, de menosprecio, de desdén hacia nuestras propias
posibilidades de construcción local de un saber que sea nuestro, para con las
cosas locales y concretamente nuestras? ¿Por qué es eso? ¿Cómo surgió y se
perpetuó entre nosotros? ¿A quién favorece? ¿A qué favorece? ¿En contra de
quién? ¿En contra de quién va esa forma de leer el mundo? ¿No será esa
seudorregla práctica, otra forma de alienación que alcanza a nuestros signos y
símbolos, pasando por el saber elaborado, hasta la producción de un
conocimiento que se da la espalda a sí mismo y se vuelve de frente, con
el pecho abierto, la boca golosa y la cabeza hueca como una vasija vacía para
henchirse de los signos y símbolos de otro lugar, y por último para ser
recipiente del saber elaborado por la producción de hombres y mujeres del
Norte, de la “cumbre”, de la “parte superior”, del “punto más alto”?
[15] El general
Eurico Gaspar Dutra fue presidente de la República del 31 de enero de 1946 al
31 de enero de 1951, inmediatamente después de la caída de la dictadura de
Getúlio Vargas que el general Dutra junto con muchos otros militares y civiles,
había ayudado a construir desde 1930, cuando el político de Río Grande del Sur
emprendió su lucha por el poder que se prolongó por quince años.
En octubre de 1945 Dutra fue uno de los que depusieron al
dictador que apenas elegido inició, irónicamente, el período histórico que se
conoce como “redemocratización” brasileña.
[16] Vasco da Gama
es un barrio popular, de alta densidad demográfica, localizado en lo que
entonces era la periferia de Recife.
[17] lean Piaget, The Moral Judgment
of the Child, Nueva York, Harcourt Brace, 1932.
[18] En el Nordeste se llama oiuio
el espacio libre entre la casa y el muro que delimita el terreno donde está
construida, o bien el área situada al costado de cualquier edificación. Así,
cuando decimos “en el oiuio de la iglesia” nos referimos a los lados de
la misma, excluyendo, por tanto, su frente y su fondo. Por lo tanto, una casa
de “oiuies libres” es la construida dejando un espacio –no muy grande,
si no sería quintal o jardín– entre ella y los límites del terreno donde
está edificada, el muro.
[19] En los años
cincuenta la “línea Amo” de aparatos electrodomésticos representaba el poder de
consumo de la clase media nordestina, que en aquellas épocas de posguerra era
muy bajo, sobre todo si lo comparamos con el de su equivalente estadounidense,
el de muchos países europeos o incluso de las familias de la región sureste o
sur del propio Brasil.
Esa “pobre” clase media nordestina de entonces trataba de
presentarse como merecedora de respeto y quería destacar como “pudiente” cuando
poseía en su casa una línea de aparatos electrodomésticos de marca renombrada.
Así, quien podía comprar –¡Y no lo hacía en silencio! – una licuadora, una
aspiradora o una batidora marca Amo se sentía y se consideraba miembro
privilegiado de la modesta clase media nordestina.
[20] Jaboatio,
ciudad situada a apenas 18 kilómetros de la capital pemambucana (hoy integrada
económicamente a ésta), era considerada distante de Recife en los años treinta
debido a las difíciles condiciones de acceso. Se llegaba a ella casi
exclusivamente por los trenes de la compañía inglesa Great Westem, que
explotaba esos servicios.
La familia
Freire se había trasladado allí con la esperanza de mejores días, ya que se
contaba entre el gran número de familias brasileña empobrecidas por el crack
de la bolsa de Nueva York de 1929.
Después de
perder a su marido, doña Tudinha “viajaba” diariamente desde ahí a Recife con
la esperanza de conseguir una beca para su hijo Paulo. Cada día que regresaba
con un “no la conseguí”, su hijo más pequeño sentía más distante la posibilidad
de estudiar.
Cuando ya en la
desesperanza hizo su último intento, a comienzos de 1937, recibió el “sí” de
Aluizio Pessoa de Araújo.
Pasando por
casualidad por la calle Don Bosco vio en la casa número 1013 una placa, “Ginásio
Oswaldo Cruz” (hasta los años cuarenta pasó a llamarse "Colegio Oswaldo
Cruz", y entró. Pidió hablar con el director. Y su petición fue acogida con
una sola condición: “que a su hijo, mi más nuevo alumno, le guste
Estudiar”.
Fue en Jaboatáo
donde Paulo, viviendo de los 11 a los 20 años de edad, conoció el mundo de las
dificultades de vivir con recursos financieros escasos, de los problemas
generados por la condición de viuda precoz de su madre –cuando la sociedad era
muy cerrada para el trabajo de las mujeres– y de la dificultad que él mismo,
"muy flaco y anguloso", tenía para vencer a un mundo hostil para con
los que poco podían y tenían.
Pero fue también
en Jaboatáo donde sintió, aprendió y vivió la alegría de jugar fútbol y de
nadar por el río Jaboatáo viendo a las mujeres en cuclillas lavando y golpeando
en las piedras la ropa que lavaban para sí y para su familia, y para las
familias más acomodadas. Fue también allí donde aprendió a cantar y a silbar,
cosas que hasta hoy gusta de hacer para aliviarse del cansancio de pensar o de
las tensiones de la vida cotidiana; aprendió a dialogar en la “rueda de amigos”
y aprendió a valorizar sexualmente, a enamorar y a amar a las mujeres, y
finalmente fue allá en Jaboatáo donde aprendió a tomar con pasión los estudios
de la sintaxis popular y la erudita de la lengua portuguesa.
Así Jaboatáo
fue un espacio-tiempo de aprendizaje, de dificultades y de alegrías vividas
intensamente, que le enseñaron a armonizar el equilibrio entre el tener y el no
tener, el ser y el no ser, el poder y el no poder, el querer y el no querer.
Así se forjó Freire en la disciplina de la esperanza.
[21] Quisiera
llamar la atención de los lectores sobre los nombres de las calles de Recife.
Son nombres pintorescos, regionales, bonitos y románticos que no pasaron
inadvertidos a los intelectuales, poetas y sociólogos, como por ejemplo
Gilberto Freyre.
No siempre
alegres, pero casi siempre con una preposición, podemos leer en las placas
azules de letras blancas de la secular Recife: rua das Crioulas [calle de las
Morenas], rua da Saudade [calle de la Nostalgia], rua do Sol y rua da Aurora
(las que corren a ambos lados del río Capibaribe, en el centro de la ciudad, al
poniente y al oriente), rua das Gracas, rua da Amizade [de la Amistad], rua dos
Milagres, Corredor do Bispo [del Obispo]' rua das Florentinas, pra(a do Chora
Menino [plaza del Llora Niño], rua dos Sete Pecados o rua do Hospício, rua dos
Martírios, beco da Facada [callejón de la Cuchillada], rua dos Mogados [de los
Ahogados]...
La rua da Imperatriz, tan conocida por todos los recifenses,
que comienza en la confiuencia de la rua da Matriz con la rua do Hospicio, se
extiende por el puente de Buena Vista y continúa por la rua Nova, es en
realidad, aunque pocos lo saben, la rua da Imperatriz Teresa Cristina, en
homenaje a la esposa del segundo y último emperador de Brasil, Pedro II.
[22] Massapé o massapé, según
el “diccionario Aurelio” de la lengua portuguesa, es un vocablo formado muy
probablemente por la unión de las palabras massa [masa] y pé [pie]
por el poder que esa arcilla tiene de adherirse y agarrarse a los pies de quien
la pisa. Es propia del Nordeste brasileño y está “formada por la descomposición
de los calcáreos cretáceos, casi siempre negra, muy buena para el cultivo de la
caña de azúcar” (Aurélio Buarque de Holanda Ferreira, Novo dicionário da
lingua portuguesa, Río de Janeiro, Nova Fronteira, s.f., p. 902).
[23] Pinico o penico es
una vasija de uso doméstico que las personas llevaban de noche a su habitación
cuando aún no había en las casas baños modernos. Las capas populares llaman “pinicos
del mundo”, por analogía, a las regiones donde el índice pluviométrico es
extremadamente alto.
[24] Badoque o bodoque es
una honda o resortera de fabricación rudimentaria y casera, hecha generalmente
por los niños, que consiste en una horqueta de madera, con un elástico o trozo
de hule que al ser tensado y después soltado de repente lanza la pequeña piedra
colocada en el centro hacia los pajaritos que desea y matar. Es utilizado como
juguete, pero sobre todo como medio de obtener alimentos, entre las poblaciones
más pobres de las zonas rurales.
[25] Aquí es obvio
que la palabra arqueología está usada metafóricamente, por lo demás muy al
gusto de Freire de utilizar lenguaje figurado. Así, fue usada en analogía con
su sentido tradicional. Freire está hablando de la “arqueología” que hizo de
sus emociones pasadas. Reviviéndolas, hizo un análisis de búsquedas, de
verdadera “excavación” en las emociones que lo hacían sufrir y caer en la
depresión. Por lo tanto esa "arqueología" no remite a la comprensión
que tenía del mismo término el filósofo francés Michel Foucault.
[26] Quien es
nordestino en el Brasil –Paulo Freire agregaría “y africano”– sabe lo que es el
olor del suelo.
En Recife, a
cuyo suelo se refiere el educador, la tierra que recoge el calor y la humedad,
cuando la moja la lluvia, exhala un olor fuerte a humedad y calor, como de
cuerpo de mujer, o de hombre, que la sensualidad de los climas tropicales
acentúa.
[27] Freire se hizo
amigo de Paulo de Tarso Santos desde que éste lo invitó a coordinar un programa
nacional de alfabetización.
La Ley de
Directivas y Bases de la Educación Nacional de 1961, al descentralizar la
educación, inhibía en cierto modo las campañas de carácter nacional. Pero
hallándose el presidente Joáo Goulart presente en la graduación de un grupo que
se había alfabetizado en la experiencia de Angícos, en el estado de Río Grande
del Norte, y comprobando la eficacia del trabajo de Freire, pensó en romper la
por entonces nueva orientación de la política educacional de dejar las
iniciativas de la práctica educativa exclusivamente como deber de las unidades
federativas.
A esa voluntad
se sumó la sensibilidad de Paulo de Tarso, que por entonces se había convertido
en ministro de Educación –hoy conocido también por la expresividad y la belleza
de su pintura, en que la presencia simbólica de Brasilia marca los rebeldes
primeros años sesenta de Brasil-, llevándolo a crear el Programa Nacional de
Alfabetización.
Freire coordinó
ese programa, que debía alfabetizar a cinco millones de brasileños en dos años.
Se esperaba modificar así el equilibrio de las fuerzas en el poder, puesto que
el método Paulo Freire, que fue oficialmente implantado, no quería alfabetizar
mecánicamente sino politizando a los alfabetizados.
La percepción
de que la sociedad avanzaba hacia ese desequilibrio llevó a la élite
conservadora, que cooptaba sectores de las capas medias, a ver el método Paulo
Freire como altamente subversivo. Y lo era, aunque no desde la perspectiva del
dominado.
Los dominantes
se asustaron con el método, con el autor y hasta del gobierno populista de
Goulart, ignorando las reales necesidades del país, que reclamaba mayor
seriedad en el asunto de la educación.
Con el golpe militar del 1 de abril de 1964, que tuvo como
uno de sus blancos principales impedir al pueblo la adquisición de la palabra
escrita, porque el método ya no tenía como característica lo que tenían las
campañas de alfabetización anteriores –Ia alfabetización alienada y alienante-,
el programa fue eliminado y sus mentores perseguidos. Muchos de ellos, como
Freire, tuvieron que exiliarse para escapar de la prisión y las torturas.
[28] Ernesto Guevara, Obra revolucionaria, México, Ediciones
Era, 1967.
[29] “Ciudad-dormitorio”
es una expresión brasileña que se aplica a las ciudades donde la mayoría de los
habitantes se va todo el día a
trabajar,
generalmente a una ciudad cercana de mayor tamaño o mayor oferta de empleo,
regresando de noche sólo para dormir.
Freire obviamente utiliza aquí el término como metáfora,
para indicar que en aquel momento Santiago era una ciudad a la que acudían
intelectuales de diversas partes del mundo para politizarse más y para discutir
la latinoamericanidad y la democracia cristiana de Chile.
[30]
Maña [manha]
es una expresión que caracteriza un comportamiento muy brasileño en que la
persona, que no quiere o no puede enfrentar a otra persona o una situación
embarazosa o difícil, intenta disimular ese hecho o situación con ardides y artimañas
en forma que ni encara al otro o a la cosa ni tampoco desiste de ellos. Gana
tiempo procurando sacar provecho para sí sin hacer explícita su intención,
'Jugando" con palabras y muchas veces, sobre todo las personas de las
clases populares jugando conel cuerpo en el balanceo que intenta huir de la
realidad.
En la comprensión de Freire, maña es todo eso y también la necesaria
forma de defensa que se encuentra en la resistencia cultural y política de los
oprimidos.
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