miércoles, 25 de diciembre de 2013

Pedagogía de la esperanza (cap. I) por Paul Freire








Freire reflexiona sobre el proceso de formación del conocimiento dialógico, todos poseemos conocimientos diferentes, y nadie sabe lo que otra persona conoce. Sobre el respeto al conocimiento del otro, y como redimensionando el dialogo, puede generarse una dinámica del saber diferente. Del problema de norte presentado como eje del saber universal al cual contrapone el sur como posibilidad; en lugar de nortearnos, que empecemos a surearnos. De la experiencia en el exilio. De la educación como actividad evidentemente política, donde no existe la neutralidad, entre otros temas.


Pedagogía de la esperanza
Paulo Freire
 
(Paulo  Freire. Pedagogía de la esperanza/
Un reencuentro con la Pedagogía del Oprimido. 
México, Editores Siglo XXI, 1993, Capitulo I)




1
En 1947, en Recife, siendo profesor de lengua portuguesa en el colegio Oswaldo Cruz,[1] donde había cursado la secundaria desde el segundo año y el curso llamado entonces prejurídico,[2] por favor especial de su director, el doctor Aluízio Pessoa de Araújo,[3] fui invitado a incorporarme al recién creado Servicio Social de la Industria, SESI, Departamento Regional de Pernambuco, instituido por la Confederación Nacional de Industrias, cuya forma legal había sido establecida por decreto presidencial.[4]
La invitación me llegó a través de un gran amigo y compañero de estudios desde los bancos del colegio Oswaldo Cruz, a quien hasta hoy me une una grande y fraterna amistad, jamás perturbada por divergencias de naturaleza política. Divergencias que necesariamente expresaban nuestras diferentes visiones del mundo y nuestra comprensión de la vida misma. Atravesamos algunos de los momentos más problemáticos de nuestras vidas amenizando nuestros desacuerdos sin dificultad, defendiendo así nuestro derecho y nuestro deber de preservar la estima mutua muy por encima de nuestras opciones políticas y de nuestras posiciones ideológicas. Sin saberlo, en aquella época ya éramos, a nuestro modo, posmodernos... Es que en verdad, en el respeto mutuo experimentábamos el fundamento mismo de la política.
Fue Paulo Rangel Moreira, hoy famoso abogado y profesor de derecho[5] de la Universidad Federal de Pernambuco, quien, en una tarde clara de Recife, risueño y optimista, vino a nuestra casa, en el barrio de la Casa Forte, en la calle Rita de Souza 224,
y nos habló a mí y a Elza, mi primera esposa, de la existencia del SESI y de lo que podría significar para nosotros trabajar en el. El ya había aceptado la invitación que le hiciera el entonces joven presidente de la organización, el ingeniero y empresario Cid Sampaio, para integrar el sector de proyectos en el campo de la asistencia social. Todo indicaba que pronto pasara al sector Jurídico del organismo, lo que era su sueño, coherente con su formación y su competencia.
Escuché, escuchamos, entre callados, curiosos, reticentes, desafiados el discurso optimista de Paulo Rangel. Habla un poco de temor también, en nosotros, en Elza y en mí. Temor de lo nuevo, tal vez. Pero también había una voluntad y un gusto por el riesgo, por la aventura.
La noche iba “cayendo”. La noche había “caído”. En Recife la noche “llega” de repente. El sol se “asombra” de estar iluminando todavía y “desaparece” rápido, sin más demora.
Encendiendo la luz, Elza preguntó a Rangel: ¿Y que hará Paulo en ese organismo? ¿Qué le puede ofrecer a Paulo: aparte del salario necesario, en el sentido de que ejercite su curiosidad, se entregue a un trabajo creador que no lleve a morirse de tristeza, a morirse de nostalgia del magisterio que tanto le gusta.
Estábamos en el último año del curso jurídico, a mediados de años. Para estas fechas ya había ocurrido algo realmente importante en mi vida y a lo que ya he hecho referencia en entrevistas y en trozos biográficos publicados en revistas o en libros. Un acontecimiento que había hecho reír a Elza, por un lado, una risa de confirmación de algo que ella casi adivinaba y a lo que apostaba desde los inicios de nuestra vida en común; por el otro una risa amena, sin arrogancia, pero desbordante de alegría.
Cierto atardecer, llegué a casa, yo mismo con la sabrosa sensación de quien se deshacía de un equívoco y Elza, abriendo la puerta, me hizo la pregunta que en mucha gente termina por tomar aire y alma burocráticos pero que en ella era siempre pregunta curiosidad viva verdadera indagación, jamás fórmula mecánicamente memorizada: “¿Fue todo bien hoy en 1a oficina?”
Le hablé entonces de la experiencia que había puesto fin a la recién iniciada carrera de abogado. Necesitaba realmente hablar, decir, palabra por palabra, las que había dicho al joven dentista que poco tiempo antes había tenido sentado frente a mí, en la oficina que pretendía ser de abogado, tímido, asustado, nervioso, las manos como si de repente ya no tuvieran nada que ver con la mente, con el cuerpo consciente, como si se hubieran vuelto autónomas y ya no supieran qué hacer de sí mismas, consigo mismas y con las palabras, dichas Dios sabe cómo, de aquel joven dentista. En aquel momento singular yo necesitaba hablar con Elza, como en otros momentos singularmente singulares de nuestra vida he necesitado hablar de lo hablado, de lo dicho y de lo no dicho, de lo oído, de lo escuchado. Hablar de lo dicho no es sólo re-decir lo dicho sino revivir lo vivido que generó el decir que ahora, en el tiempo de re-decir, se dice de nuevo. Por eso redecir, hablar de lo dicho, incluye oír nuevamente lo dicho por el otro sobre nuestro decir o a causa de él.
“Me emocioné mucho esta tarde, hace poco –le dije a Elza–. Ya no seré abogado. No es que no vea en la abogacía un encanto especial, una necesidad fundamental, una tarea indispensable que, tanto como otra cualquiera, debe fundarse en la ética, en la competencia, en la seriedad, en el respeto a las gentes. Pero no es la abogacía lo que yo quiero”. Hablé entonces de lo ocurrido, de las cosas vividas, de las palabras, de los silencios significativos, de lo dicho, de lo oído. Del joven dentista delante de mí a quien había invitado a venir a conversar conmigo, abogado de su acreedor. El dentista había instalado su consultorio, si no totalmente al menos en parte, y no había pagado sus deudas.
“Me equivoqué –dijo él–, o fui demasiado optimista cuando asumí el compromiso que hoy no puedo cumplir. No tengo cómo pagar lo que debo. Por otra parte –continuó el joven dentista, con voz lenta y sincera–, según la ley, no puedo quedarme sin mis instrumentos de trabajo. Puede usted solicitar el embargo de nuestros muebles: el comedor, la sala... –y con una risa tímida, nada desdeñosa, más con humor que con ironía, completó–: Sólo no puede embargar a mi hijita de un año y medio...”
Yo lo escuché callado, pensativo, para después decir: “Creo que usted, su esposa, su hijita, su comedor y su sala van a vivir unos días como si estuvieran entre paréntesis en relación con las afrentas de su deuda. Hasta la semana que viene no podré ver a su acreedor, a quien le voy a devolver el caso. Posiblemente tardará otra semana para conseguir a otro necesitado como yo para que sea su abogado. Eso les dará un poco de aire, aunque sea entre paréntesis. Quisiera decirle también que con usted concluyo mi paso por la carrera sin siquiera iniciarlo. Muchas gracias”.
El joven de mi generación dejó mi oficina tal vez sin haber comprendido profundamente lo dicho y lo oído. Apretó calurosamente mi mano con su mano fría. Quizás en su casa, repensando lo dicho, haya empezado a comprender algunas de las razones que me llevaron a decir lo que dije.
Aquella tarde, repitiendo a Elza lo dicho, no podía imaginar que un día, tantos años después, escribiría la Pedagogía del oprimido, cuyo discurso, cuya propuesta tiene relación con la experiencia de aquella tarde, también y sobre todo por lo que significó en la decisión de aceptar la oferta de Cid Sampaio que me traía Paulo Rangel. Es que dejar definitivamente la abogacía aquella tarde, habiendo oído de Elza: “Yo esperaba esto, tú eres un educador”, nos hizo pocos meses más tarde, en un comienzo de noche que llegaba con prisa, decir que sí al llamado del SESI, a su División de Educación y Cultura, cuyo campo de experiencia, de estudio, de reflexión, de práctica, se constituye como un momento indispensable para la gestación de la Pedagogía del oprimido.
Un acontecimiento, un hecho, un acto, un gesto de rabia o de amor, un poema, una tela, una canción, un libro, nunca tienen detrás una sola razón. Un acontecimiento, un hecho, un acto, una canción, un gesto, un poema, un libro están siempre involucrados en densas tramas, tocados por múltiples razones de ser, algunas de las cuales están más cerca de lo ocurrido o de lo creado, mientras que otras son más visibles en cuanto razón de ser. Por eso a mí me interesó siempre mucho más la comprensión del proceso en que y como las cosas se dan que el producto en sí.
La Pedagogía del oprimido no podría haberse gestado en mí sólo por causa de mi paso por el SESI, pero mi paso por el SESI fue fundamental, diría incluso indispensable, para su elaboración. Aún antes de la Pedagogía del oprimido, el paso por el SESI tramó algo de lo que la Pedagogía del oprimido fue una especie de prolongación necesaria: me refiero a la tesis universitaria que defendí en la entonces Universidad de Recife, después Federal de Pernambuco:
Educadio e atualidade brasileira, que en el fondo, al desdoblarse en La educación como práctica de la libertad, anuncia la Pedagogía del oprimido.
Por otro lado, en entrevistas, en diálogos con intelectuales no sólo brasileños, he hecho referencia a tramas más remotas que me envolvieron, a fragmentos de tiempo de mi infancia y de mi adolescencia anteriores a la época del SESI, indiscutiblemente una época fundante.
Fragmentos de tiempo que de hecho se hallaban en mí, desde que los viví, a la espera de otro tiempo, que incluso podría no haber llegado como llegó, en que se alargarían en la composición de la trama mayor.
A veces somos nosotros los que no percibimos el “parentesco” entre los tiempos vividos y perdemos así la posibilidad de “soldar” conocimientos desligados y, al hacerlo, iluminar con los segundos la precaria claridad de los primeros. La experiencia de la infancia y de la adolescencia con niños, hijos de trabajadores rurales y urbanos, mi convivencia con sus ínfimas posibilidades de vida, la manera como la mayoría de sus padres nos trataban a Temístocles –mi hermano mayor inmediato– y a mí, su “miedo a la libertad” que yo no entendía ni llamaba de ese modo, su sumisión al patrón, al jefe, al señor que más tarde, mucho más tarde, encontré descritos por Sartre[6] como una de las expresiones de la “connivencia” de los oprimidos con los opresores. Sus cuerpos de oprimidos, que sin haber sido consultados hospedaban a los opresores.
Interesante en el contexto de la infancia y la adolescencia, en la convivencia con la maldad de los poderosos, con la fragilidad que precisa convertirse en fuerza de los dominados, que en el tiempo fundante del SESI, lleno de “soldaduras y ligaduras de viejas y puras “adivinaciones” a las que mi nuevo saber sumergiendo en forma crítica dio sentido, haya yo leído la razón de ser o algunas de las razones de ser, las tramas de libros ya escritos que aún no había leído y de libros que todavía estaban por escribirse y que vendrían a iluminar la memoria viva que se marcaba. Marx, Lukács, Fromm, Gramsci, Fanon, Memmi, Sartre, Kosik, Agnes Heller, Merleau Ponty, Simone Weil, Arendt, Marcuse…
Años después, la puesta en práctica de algunas de las “soldaduras” y “ligaduras”  realizadas en el tiempo fundante del SESI me llevó al exilio,[7] especie de "fondeadero" que hizo posible volver a unir recuerdos, reconocer hechos, actos, gestos, unir conocimientos, soldar momentos, reconocer para conocer mejor.
En este esfuerzo por recordar momentos de mi experiencia que necesariamente, cualquiera que sea el tiempo en que ocurrieron, se constituyeron como fuentes de mis reflexiones teóricas al escribir la Pedagogía del oprimido, y continúan siéndolo hoy al repensarlas, me parece oportuno hacer referencia a un caso ejemplar que viví en los años cincuenta, experiencia que resultó ser un aprendizaje de real importancia para mí, para mi comprensión teórica de la práctica político-educativa, que si es progresista no puede desconocer, como he afirmado siempre, la lectura del mundo que vienen haciendo los grupos populares y que en su discurso, en su sintaxis, en su semántica, expresa sus sueños y deseos.
Trabajaba entonces en el SESI y, preocupado por las relaciones entre escuelas y familias, venía experimentando caminos que mejor posibilitasen su encuentro, la comprensión de la práctica educativa realizada en las escuelas, por parte de las familias; la comprensión de las dificultades que tendrían las familias de las áreas populares, enfrentando problemas, para realizar su actividad educativa. En el fondo lo que buscaba era un diálogo entre ellas del que pudiera resultar la necesaria ayuda mutua que por otro lado, al implicar una intensidad mayor de la presencia de las familias en las escuelas, pudiera ir aumentando la connotación política de esa presencia en el sentido de abrir más canales de participación democrática a padres y madres en la propia política educacional vivida en las escuelas.
Había realizado en esa época una investigación que había abarcado a cerca de mil familias de alumnos, distribuidas entre el área urbana de Recife, la Zona de Selva, la de agreste y lo que podríamos llamar la “puerta” de la zona de sertiio de Pernambuco, donde el SESI tenía núcleos o centros sociales en que prestaba asistencia médico-dental, escolar, deportiva, cultural, etc., a sus asociados y familias.
La investigación, nada sofisticada, simplemente interrogaba a los padres y madres acerca de sus relaciones con sus hijos e hijas. La cuestión de los castigos, los premios, las modalidades de castigo más usadas, sus motivos más frecuentes, la reacción de los niños a los castigos, el cambio o no del comportamiento en el sentido deseado por quien castigaba, etcétera.
Recuerdo que al examinar los resultados me asusté –aunque lo esperaba– con el énfasis en los castigos físicos, realmente violentos, en el área urbana de Recife, en la Zona de Selva, en el agreste y en el sentido, que contrastaba con la ausencia total no sólo de éstos sino del castigo en general en las áreas pesqueras. Parecía que en esas áreas el horizonte marítimo, las leyendas sobre la libertad individual de que la cultura está impregnada, el enfrentamiento de los pescadores en sus precarias jangadas[8] con la fuerza del mar, empresa para hombres libres y altaneros, las fantasías que dan color a las historias fantásticas de los pescadores, todo eso podría tener relación con un gusto por la libertad que se opone al uso de los castigos violentos.
Ni siquiera sé hasta qué punto podemos considerar ese comportamiento licencioso y carente de límites, o si por el contrario los pescadores, al enfatizar la libertad, condicionados por su propio contexto cultural, no están contando con la naturaleza misma, con el mundo, con el mar en el cual y con el cual los niños se experimentan, como fuentes de los necesarios límites de la libertad. Era como si al suavizar o reducir su deber de educadores de sus hijos, los padres y las madres lo compartieran con el mar, con el mundo mismo, a los que tocaría establecer, a través de la práctica de sus hijos, los límites de su quehacer. Así aprenderían naturalmente lo que podían hacer y lo que no.
En verdad, los pescadores vivían una gran contradicción. Por un lado se sentían libres y arrojados, enfrentando el mar, conviviendo con sus misterios, haciendo lo que llamaban “pesca de ciencia”,[9] de la que tanto me hablaran en las puestas de sol en que, escuchándolos en sus calcaras,[10] aprendía a comprenderlos mejor. Por el otro, eran perversamente despojados y explotados, tanto por los intermediarios que les compraban por nada el producto de su dura labor, como por quienes les financiaban la adquisición de los instrumentos de trabajo.
A veces, oyéndolos, en las conversaciones con ellos en que aprendí algo de su sintaxis y de su semántica –sin lo cual no podría haber trabajado eficazmente con ellos– me preguntaba si se daban cuenta de qué poco libres eran en realidad.
Recuerdo que en la época de esa investigación indagamos la razón por la que varios alumnos faltaban frecuentemente a clases. Los alumnos y los padres respondían por separado: “porque somos libres”, decían los alumnos, y los padres: “porque son libres; un día volverán”.
En las demás áreas los castigos variaban entre amarrar a los niños al tronco de un árbol, encerrarlos durante horas en un cuarto, darles “pasteles”[11] con gruesas y pesadas palmatorias, ponerlos de rodillas sobre granos de maíz o golpearlos con una correa. Este último era el castigo preferido en una ciudad de la Zona de Selva famosa por sus fábricas de calzado.
Por motivos triviales se aplicaban esos castigos, y con frecuencia se decía a los asistentes de investigación: “El castigo duro es lo que hace gentes duras, capaces de enfrentar la crudeza de la vida”. “Los golpes hacen al hombre macho”.
Una de mis preocupaciones en aquella época, igualmente válida hoy, eran las consecuencias políticas que tendría ese tipo de relación entre padres e hijos, que se haría extensiva después a la relación entre profesores y alumnos, para el proceso de aprendizaje de nuestra incipiente democracia. Era como si la familia y la escuela, completamente sometidas al contexto mayor de la sociedad global, no pudieran hacer otra cosa que reproducir la ideología autoritaria.
Reconozco los riesgos a que nos exponemos al enfrentar problemas como éste. Por un lado el del voluntarismo, en el fondo una especie de idealismo pendenciero, que presta a la voluntad del individuo una fuerza capaz de hacerlo todo; por el otro el objetivismo mecanicista, que niega a la subjetividad todo papel en el proceso histórico.
Ambas concepciones de la historia y de los seres humanos terminan por negar definitivamente el papel de la educación: la primera porque atribuye a la educación un poder que no tiene; la segunda porque le niega todo poder.
Por lo que se refiere a las relaciones autoridad-libertad, tema de la investigación referida, al negar a la libertad el derecho a afirmarse corremos también el riesgo de exacerbar la autoridad; o bien, al atrofiar esta última hipertrofiar la primera. En otras palabras, corremos el riesgo de caer seducidos por la tiranía de la libertad o por la tiranía de la autoridad, trabajando en cualquier caso en contra de nuestra incipiente democracia.
No era ésa mi posición ni es ésa mi posición hoy. Y hoy tanto como ayer, aunque posiblemente con más fundamento hoy que ayer, estoy convencido de la importancia, de la urgencia de la democratización de la escuela pública, de la formación permanente de sus educadores y educadoras, y entre éstos incluyo a los vigilantes, las cocineras, los cuidadores. Formación permanente, científica, en la que sobre todo no debe faltar el gusto por las prácticas democráticas, entre ellas la que conduzca a la injerencia cada vez mayor de los educandos y sus familias en los destinos de la escuela. Ésa fue una de las tareas a que me entregué recientemente, tantos años después de la comprobación de esa necesidad, de la que tanto hablé en un trabajo académico de 1959, Educaaio e atualidade brasleira, siendo secretario de Educación de la ciudad de Sao Paulo, de enero de 1989 a mayo de 1991. A la democratización de la escuela pública, tan descuidada por los gobiernos militares[12] que, en nombre de la salvación del país de la plaga comunista y de la corrupción, estuvieron cerca de destruirla.
Cuando finalmente dispuse de los resultados de la investigación, organicé una especie de gira sistemática por todos los núcleos o centros sociales del SESI en el estado de Pernambuco, donde manteníamos escuelas primarias,[13] así llamadas en la época, para hablar a padres y madres sobre lo descubierto en la investigación. Para hacer algo más: unir a la comunicación sobre lo descubierto en la investigación la discusión sobre el problema de las relaciones entre autoridad y libertad, que necesariamente incluiría la cuestión del castigo y el premio en educación.
La gira para la discusión con las familias fue precedida por otra, que hice para discutir la misma cuestión con las maestras, en seminarios lo más rigurosos posible.
En colaboración con un compañero de trabajo recientemente fallecido, Jorge Monteiro de Mello, cuya seriedad, honradez y dedicación recuerdo con veneración ahora, redacté un texto sobre disciplina escolar que, junto con los resultados de la investigación, constituyó el objeto de nuestro seminario preparatorio para los encuentros con las familias. Así nos preparábamos, como escuela, para recibir a las familias de los alumnos, educadoras naturales de aquellos de quienes éramos los educadores profesionales.
En aquella época yo daba largas charlas sobre los temas escogidos. Repitiendo el camino tradicional del discurso sobre que se hace a los oyentes, pasé al debate, a la discusión, al diálogo en torno a un tema con los participantes. Y aun cuando me preocupaba el ordenamiento, el desarrollo de las ideas, hacía casi como si estuviera hablando a alumnos de la universidad. Digo casi porque en verdad mi sensibilidad ya me había advertido sobre las diferencias de lenguaje, las diferencias sintácticas y semánticas, entre los obreros y las obreras con quienes trabajaba y el mío propio. De ahí que mis pláticas estuvieran siempre cortadas o permeadas por quiero decir, esto es, etc. Por otra parte, a pesar de algunos años de experiencia como educador, con trabajadores urbanos y rurales, yo todavía partía casi siempre de mi mundo, sin más explicación, como si éste tuviera que ser el “sur” que los orientase. Era como si mi palabra, mi tema, mi lectura del mundo, en sí mismos, tuvieran el poder de “surearlos”.[14]
Fue un aprendizaje largo, que implicó un recorrido, no siempre fácil, casi siempre sufrido, hasta que me convencí de que aun cuando estaba seguro de mi tesis, de mi propuesta, y no tenía ninguna duda respecto a ellas, era imperioso, primero, saber si coincidían con la lectura del mundo de los grupos o de la clase social a quien me dirigía; segundo, se me imponía estar más o menos familiarizado con su lectura del mundo, puesto que sólo a partir del saber contenido en ella, explícito o implícito, podría discutir mi lectura del mundo, que igualmente guarda y se funda en otro tipo de saber.
Este aprendizaje, de larga historia, se ensaya en mi tesis universitaria antes citada, continúa esbozándose en La educación como práctica de la libertad y se hace explícito definitivamente en la Pedagogía del oprimido. Un momento podría decir solemne, entre otros, de ese aprendizaje, ocurrió durante la mencionada gira de charlas en que examiné la cuestión de la autoridad, la libertad, el castigo y el premio en la educación. Ocurrió exactamente en el núcleo o centro social de SESI llamado Presidente Dutra,[15] en Vasco da Gama.[16] Casa Amarela, Recife.
Basándome en un excelente estudio de Piaget[17] sobre el código moral del niño, su representación mental del castigo, la proporción entre la probable causa del castigo y éste, hablé largamente sobre el tema, citando al propio Piaget y defendiendo una relación dialógica, amorosa, entre padres, madres, hijas, hijos, que fuera sustituyendo el uso de castigos violentos.
Mi error no fue citar a Piaget. Incluso habría sido rico, hablando de él, usar un mapa, partir de Recife, en el Nordeste brasileño, extenderme a Brasil, ubicar Brasil en Sudamérica, relacionar a ésta con el resto del mundo y en él mostrar Suiza, en Europa, la tierra del hombre a quien estaba citando. Si hubiera hecho eso, habría sido no sólo rico, sino provocativo y formativo. Mi error estaba, primero, en el uso de mi lenguaje, de mi sintaxis, sin mayor esfuerzo de aproximación a los de los presentes. Segundo, en la casi nula atención prestada a la dura realidad del enorme público que tenía frente a mí.
Al terminar, un hombre joven todavía, de unos 40 años, pero ya gastado, pidió la palabra y me dio tal vez la lección más clara y contundente que he recibido en mi vida de educador.
No sé su nombre. No sé si vive todavía. Posiblemente no. Malignidad de las estructuras socioeconómicas del país, que adquiere colores aún más fuertes en el Nordeste brasileño, el dolor, el hambre, la indiferencia de los poderosos, todo eso debe de haberlo tragado hace mucho.
Pidió la palabra y pronunció un discurso que jamás pude olvidar, que me ha acompañado vivo en la memoria de mi cuerpo durante todo este tiempo y que ejerció sobre mí una influencia enorme. Casi siempre, en las ceremonias académicas en que me torno doctor honoris causa de alguna universidad, reconozco cuánto debo también a hombres como éste del que hablo ahora, y no sólo a científicos, pensadores y pensadoras que igualmente me enseñaron y continúan enseñándome y sin los cuales y las cuales no me habría sido posible aprender, inclusive del obrero de aquella noche. Es que sin el rigor, que me lleva a la mayor posibilidad de exactitud en los descubrimientos, no podría percibir críticamente la importancia del sentido común y lo que hay en él de buen sentido. Casi siempre, en las ceremonias académicas, lo veo de pie, en uno de los costados del salón grande, la cabeza erguida, los ojos vivos, la voz fuerte, clara, seguro de sí mismo, hablando su habla lúcida.
“Acabamos de escuchar –empezó– unas palabras bonitas del doctor Paulo Freire. Palabras bonitas de veras. Bien dichas. Algunas incluso simples, que uno entiende fácil. Otras más complicadas, pero pudimos entender las cosas más importantes que todas juntas dicen.
“Ahora yo quería decirle al doctor algunas cosas en que creo que mis compañeros están de acuerdo -me contempló con ojos mansos pero penetrantes y preguntó-: Doctor Paulo, ¿usted sabe dónde vivimos nosotros? ¿Usted ya ha estado en la casa de alguno de nosotros?” Comenzó entonces a describir la geografía precaria de sus casas. La escasez de cuartos, los límites ínfimos de los espacios donde los cuerpos se codean. Habló de la falta de recursos para las más mínimas necesidades. Habló del cansancio del cuerpo, de la imposibilidad de soñar con un mañana mejor. De la prohibición que se les imponía de ser felices. De tener esperanza.
Siguiendo su discurso yo adivinaba lo que vendría, sentado como si fuera realmente hundiéndome en la silla, que en la necesidad de mi imaginación y en el deseo de mi cuerpo se iba convirtiendo en un hoyo para esconderme. Después guardó silencio por algunos segundos, paseó los ojos por el público entero, me miró de nuevo y dijo:
– Doctor, yo nunca fui a su casa, pero le voy a decir cómo es. ¿Cuántos hijos tiene? ¿Son todos varones?
– Cinco –dije yo hundiéndome aún más en la silla–.  Tres niñas y dos niños.
– Pues bien, doctor. Su casa debe ser una casa rodeada de jardín, lo que nosotros llamamos “oiuio libre”.[18] Debe de tener un cuarto sólo para usted y su mujer. Otro cuarto grande para las tres niñas. Hay otro tipo de doctor que tiene un cuarto para cada hijo o hija, pero usted no es de ese tipo, no. Hay otro cuarto para los dos niños. Baño con agua caliente. Cocina con la “línea Amo”,[19] Un cuarto para la sirvienta, mucho más chico que los de los hijos y del lado de afuera de la casa. Un jardincito con césped “ingrés” [inglés]. Usted debe de tener además un cuarto donde pone los libros, su biblioteca de estudio. Por como habla se ve que usted es hombre de muchas lecturas, de buena memoria.
No había nada que agregar ni que quitar: aquélla era mi casa.
Un mundo diferente, espacioso, confortable.
– A hora fíjese, doctor, en la diferencia. Usted llega a su casa cansado. Hasta le puede doler la cabeza con el trabajo que usted hace. Pensar, escribir, leer, hablar, el tipo de plática que usted nos acaba de dar. Todo eso cansa también. Pero –continuó– una cosa es llegar a su casa, incluso cansado, y encontrar a los niños bañados, vestiditos, limpiecitos, bien comidos, sin hambre, y otra es encontrar a los niños sucios, con hambre, gritando, haciendo barullo. Y uno se tiene que despertar al otro día a las cuatro de la mañana para empezar todo de nuevo, en el dolor, en la tristeza, en la falta de esperanza. Si uno le pega a los hijos y hasta se sale de los límites no es porque uno no los ame. Es porque la dureza de la vida no deja mucho para elegir.
Esto es saber de clase, digo yo ahora.
Ese discurso fue pronunciado hace cerca de 32 años. Jamás lo olvidé. Me dijo, aunque yo no lo haya percibido en el momento en que fue pronunciado, mucho más de lo que inmediatamente comunicaba.
En las idas y venidas del habla, en la sintaxis obrera, en la prosodia, en los movimientos del cuerpo, en las manos del orador, en las metáforas tan comunes en el discurso popular, estaba llamando la atención del educador allí presente, sentado, callado, hundiéndose en su silla, sobre la necesidad de que el educador, cuando hace su discurso al pueblo, esté al tanto de la comprensión del mundo que el pueblo tiene. Comprensión del mundo que, condicionada por la realidad concreta que en parte la explica, puede empezar a cambiar a través del cambio de lo concreto. Más aún, comprensión del mundo que puede empezar a cambiar en el momento mismo en que el desvelamiento de la realidad concreta va dejando a la vista las razones de ser de la propia comprensión que se tenía hasta ahí.
Sin embargo, el cambio de la comprensión, aunque de importancia fundamental, no significa, todavía, el cambio de lo concreto.
El hecho de que no haya olvidado nunca la trama en que se dio ese discurso es significativo. El discurso de aquella noche lejana se aparece frente a mí como si fuese un texto escrito, un ensayo que tuviese que revisitar constantemente. En realidad fue el punto culminante de un aprendizaje iniciado mucho antes –el de que el educador o la educadora, aun cuando a veces tenga que hablarle al pueblo, debe ir transformando ese al en con el pueblo. Y eso implica el respeto al “saber de experiencia hecho” del que siempre hablo, a partir del cual únicamente es posible superarlo.
Aquella noche, ya dentro del carro que nos llevaría de vuelta a casa, hablé un poco amargado con Elza, que raramente no me acompañaba a las reuniones y hacía excelentes observaciones que me ayudaban siempre.
– Pensé que había sido tan claro –dije–. Parece que no me entendieron.
– ¿No habrás sido tú, Paulo, quien no los entendió? –preguntó Elza, y continuó–: Creo que entendieron lo fundamental de tu plática. El discurso del obrero fue claro sobre eso. Ellos te entendieron a tí pero necesitaban que tú los entendieras a ellos. Ésa es la cuestión.
Años después, la Pedagogía del oprimido hablaba de la teoría implícita en la práctica de aquella noche, cuya memoria me llevé al exilio, al lado del recuerdo de tantas otras tramas vividas.
Los momentos que vivimos pueden ser instantes de un proceso iniciado antes o bien inaugurar un nuevo proceso referido de alguna manera al pasado. De ahí que yo haya hablado antes del “parentesco” entre los tiempos vividos que no siempre percibimos, dejando así de descubrir la razón de ser fundamental del  modo como nos experimentamos en cada momento.
Ahora quisiera referirme a otro de ellos, a otra trama que marcó con fuerza mi experiencia existencial y tuvo sensible influencia en el desarrollo de mi pensamiento pedagógico y de mi práctica educativa.
Al tomar distancia de aquel momento que viví entre los 22 y los 29 años, por lo tanto en parte cuando actuaba en el SESI, lo veo como un proceso cuyo punto de partida se halla en los últimos años de mi infancia y comienzos de mi adolescencia, en Jaboatáo.[20]
Durante todo el período referido, de los 22 a los 29 años, yo acostumbraba caer de vez en cuando en una sensación de desesperanza, de tristeza, de abatimiento, que me hacía sufrir enormemente. Casi siempre duraba dos, tres o más días. A veces ese estado de ánimo me asaltaba inesperadamente, en la calle, en la oficina, en la casa. Otras veces me iba dominando poco a poco. En cualquiera de los dos casos me sentía tan herido y desinteresado del mundo, como hundido en mí mismo, en el dolor cuya razón de ser desconocía, que todo alrededor de mí era extrañeza. Razón de desesperanza.
Cierta vez un compañero de la época de la secundaria me buscó ofendido y molesto para decirme que no podía entender mi comportamiento de dos o tres días antes: “Te negaste a hablar conmigo en la calle de la Emperatriz.[21] Yo venía en dirección a la calle del Hospicio y al verte de lejos crucé hacia el lado por donde tú venías caminando en sentido contrario, riendo y saludándote con la mano. Esperaba que pararas, pero seguiste simulando no verme”.
También hubo otros casos, menos fuertes que éste. Mi explicación era siempre la misma: “No te vi. ¿Qué es eso? Yo soy tu amigo. No haría tal cosa”.
Elza tuvo siempre una profunda comprensión y me ayudaba en lo que podía. Y la mejor ayuda que podía darme y me daba era no insinuarme siquiera que yo estaba cambiando con ella.
Después de cierto tiempo de vivir esa experiencia, sobre todo en la medida en que fue haciéndose cada vez más frecuente, empecé a tratar de situarla en el cuadro en que se daba. Qué elementos rodeaban o formaban parte del momento en que me sentía mal.
Cuando presentía el malestar procuraba ver lo que había a mi alrededor, procuraba revisar y recordar lo ocurrido el día anterior. Volver a escuchar lo que había dicho y a quién, lo que había oído y de quién. En último análisis, empecé a tomar mi malestar como objeto de mi curiosidad. “Tomaba distancia” de él para aprehender su razón de ser. En el fondo, lo que precisaba era arrojar luz sobre la trama en que se generaba.
Empecé a percibir que el malestar se repetía casi igual –abatimiento, desinterés por el mundo, pesimismo–, que aparecía más veces en época de las lluvias, que se daba sobre todo en o alrededor de la época de los viajes que hacía a la Zona de Selva, a fin de hablar en las escuelas del SESI, a las profesoras y a las familias de los alumnos, sobre temas educativos. Esa observación me hizo poner atención a los viajes que con el mismo objeto hacía a la zona del agreste del estado. Comprobé que antes y después de ellos no me asaltaba el mismo malestar.
Es interesante observar cómo en pocas páginas estoy condensando tres o cuatro años de búsqueda, de los siete en que se repitió aquel fenómeno.
Mi primera visita a la ciudad de Sao Paulo se verificó cuando me hallaba en pleno proceso de búsqueda.
Al día siguiente al de mi llegada, estaba en el hotel, por la tarde, cuando empezó a caer una fuerte lluvia. Me acerqué a la ventana y observé el mundo, afuera. El cielo oscuro, la lluvia pesada cayendo. Faltaban, en el mundo que estaba observando, el verde y el lodo, la tierra negra empapándose de agua o el barro rojo convirtiéndose en una masa resbaladiza o a veces viscosa, que “se agarra a los hombres con modos de garonhona”, como dijo Gilberto Freyre del massapé[22] del Nordeste.
El cielo oscuro de Sao Paulo y la lluvia que caía no me afectaron en nada.
Al volver a Recife llevaba conmigo un cuadro que la visita a Sao Paulo me había ayudado a componer. Mis depresiones estaban asociadas, sin duda, con la lluvia, el lodo, el barro massapé; el verde de los cañaverales y el cielo oscuro. No a ningún elemento de esos por sí solo, sino a la relación entre ellos. Me faltaba ahora, para alcanzar la claridad necesaria sobre la experiencia de mi dolor, descubrir la trama remota en que esos elementos habían ido adquiriendo el poder de deflagrar mi malestar. En el fondo yo venía educando mi esperanza mientras buscaba la razón de ser más profunda de mi dolor. Para eso, jamás esperé que las cosas simplemente se dieran. Trabajé las cosas, los hechos, la voluntad. Inventé la esperanza concreta de que un día me vería libre de mi malestar.
Fue así como en una tarde lluviosa de Recife, cielo oscuro, plomizo, fui a jaboatáo en busca de mi infancia. Si en Recife llovía, no se diga en Jaboatao, conocido como el “pinico del cielo”.[23] Bajo una fuerte lluvia visité el Morro da Saúde (Cerro de la Salud), donde viví de niño. Me detuve delante de la casa donde viví, la casa donde murió mi padre al caer la tarde del día 21 de octubre de 1934. Volví a ver el amplio terreno cubierto de césped que había en aquella época frente a la casa, donde jugábamos al fútbol. Volví a ver los árboles de mango, con sus frondas verdes. Volví a ver mis pies, mis pies enlodados, subiendo el cerro a la carrera, el cuerpo empapado. Tuve frente a mí, como en un cuadro, a mi padre muriéndose, mi madre estupefacta, la familia sumiéndose en el dolor.
Después bajé del cerro y fui a ver de nuevo algunas áreas donde, más por necesidad que por deporte, cazaba pajaritos inocentes, con el badoque[24] que yo mismo fabricaba y con el que llegué a ser un tirador eximio.
En aquella tarde lluviosa, de verdor intenso, de Cielo plomizo, de suelo mojado, descubrí la trama de mi dolor. Percibí su razón de ser. Tomé conciencia de las varias relaciones entre las señales y el núcleo central, más profundo, oculto dentro de mí. Descubrí el problema mediante la aprehensión clara y lúcida de su razón de ser. Hice la “arqueología”[25] de mi dolor.
Desde entonces, nunca más la relación lluvia, verde, lodo o fango pegajoso deflagró en mí el malestar que me había afligido por tantos años. Lo sepulté en la tarde lluviosa en que revisité Jaboatáo. Al mismo tiempo que luchaba con mi propio problema, me entregaba en el SESI, con grupos de trabajadores rurales y urbanos, al de cómo pasar de mi discurso sobre mi lectura del mundo a ellos, a desafiarlos en el sentido de que me hablaran de su propia lectura.
Muchos de ellos habrán experimentado, posiblemente, el mismo proceso que viví yo, el de desnudar las tramas en que los hechos se dan, descubriendo su razón de ser.
Muchos, posiblemente, habrán sufrido, y no poco, al rehacer su lectura del mundo bajo la fuerza de una percepción nueva: la de que en realidad no era el destino, no era el hado ni el sino irremediable lo que explicaba su impotencia, como obrero, frente al cuerpo vencido y escuálido de su compañera, próxima a la muerte por falta de recursos.
Por eso es preciso dejar claro que, en el dominio de las estructuras socioeconómicas, el conocimiento más crítico de la realidad, que adquirimos a través de su desnudamiento, no opera, por sí solo, la modificación de la realidad.
En mi caso, que acabo de relatar, poner al descubierto la razón de ser de mi experiencia de sufrimiento fue suficiente para superarlo. En este sentido, indudablemente me liberé de una limitación que incluso perjudicaba mi actuación profesional y mi convivencia con los demás. Y terminaba por limitarme también políticamente.
Por eso, alcanzar la comprensión más crítica de la situación de opresión todavía no libera a los oprimidos. Sin embargo, al desnudarla dan un paso para superarla, siempre que se empeñen en la lucha política por la transformación de las condiciones concretas en que se da la opresión. Lo que quiero decir es lo siguiente: mientras que en mi caso conocer la trama en que se gestaba mi sufrimiento fue suficiente para sepultarlo, en el dominio de las estructuras socio económicas la percepción crítica de la trama, a pesar de ser indispensable, no basta para modificar los datos del problema. Como al obrero no le basta con tener en la cabeza la idea del objeto que desea producir. Es preciso hacerlo.
La esperanza de producir el objeto es tan fundamental para el obrero como indispensable es la esperanza de rehacer el mundo en la lucha de los oprimidos y las oprimidas. Sin embargo la educación, en cuanto práctica reveladora, gnoseológica, no efectúa por sí sola la transformación del mundo, aunque es necesaria para ella.
Nadie llega solo a ningún lado, mucho menos al exilio. Ni siquiera los que llegan sin la compañía de su familia, de su mujer, de sus hijos, de sus padres, de sus hermanos. Nadie deja su mundo, adentrado por sus raíces, con el cuerpo vacío y seco. Cargamos con nosotros la memoria de muchas tramas, el cuerpo mojado de nuestra historia, de nuestra cultura; la memoria, a veces difusa, a veces nítida, clara, de calles de la infancia, de la adolescencia; el recuerdo de algo distante que de repente se destaca nítido frente a nosotros, en nosotros, un gesto tímido, la mano que se estrechó, la sonrisa que se perdió en un tiempo de incomprensiones, una frase, una pura frase posiblemente ya olvidada por quien la dijo. Una palabra por mucho tiempo ensayada y jamás dicha, ahogada siempre en la inhibición, en el miedo de ser rechazado que, al implicar falta de confianza en nosotros mismos, significa también la negación del riesgo.
Experimentamos, es cierto, en la travesía que hacemos, una agitación del alma, síntesis de sentimientos contradictorios: la esperanza de libertad inmediata de las amenazas, la levedad de la ausencia del inquisidor, del interrogador brutal y ofensivo, o del argumentador tácticamente cortés a cuya labia –piensa– se entregará más fácilmente el “subversivo malvado y peligroso”; y también, para aumentar la agitación del alma, la “culpa” de estar dejando nuestro mundo, nuestro suelo, el olor de nuestro suelo,[26] nuestra gente. De esa agitación del alma forma parte también el dolor de la ruptura del sueño, de la utopía. La amenaza de la pérdida de la esperanza. Habitan igualmente en la agitación del alma la frustración de la pérdida, los slogans mediocres de los asaltantes del poder, el deseo de un regreso inmediato que lleva a un sinnúmero de exiliados a rechazar cualquier gesto que sugiera una fijación en la realidad prestada, la del exilio. Conocí exiliados que apenas en el cuarto o quinto años del exilio empezaron a comprar algún mueble para sus casas. Era como si sus casas semivacías hablasen con elocuencia de su lealtad a la tierra distante. Más aún, era como si sus salas semivacías no sólo quisieran expresar su deseo de regresar, sino fueran ya el comienzo del regreso mismo. La casa semivacía reducía el sentimiento de culpa por haber dejado el suelo original. Tal vez resida ahí la necesidad, que en varios exiliados percibí, de sentirse perseguidos, acompañados siempre de lejos por algún agente secreto que no se apartaba de ellos y que sólo ellos veían. Saberse así en peligro les daba, por un lado, la sensación de continuar políticamente vivos; y por el otro, al justificar por medio de medidas cautelosas su derecho a vivir, disminuía su culpa.
En verdad, uno de los problemas serios del exiliado o la exiliada es cómo enfrentar, de cuerpo entero, sentimientos, deseos, razón, recuerdos, conocimientos acumulados, visiones del mundo, la tensión entre el hoy que está siendo vivido en la realidad prestada y el ayer, en su contexto de origen, del que llegó cargado de marcas fundamentales. En el fondo, cómo preservar su identidad en la relación entre la ocupación indispensable en el nuevo contexto y la pre-ocupación en que necesariamente se convierte el contexto de origen. Cómo enfrentar la saudade sin permitir que se convierta en nostalgia. Cómo inventar formas nuevas de vivir y de convivir en una cotidianidad extraña, superando así, o reorientando, una comprensible tendencia del exiliado o de la exiliada, que por lo menos por mucho tiempo no puede dejar de tomar su contexto de origen como referencia y tiende a considerarlo siempre mejor que el prestado. A veces es realmente mejor, pero no siempre.
En el fondo es muy difícil vivir en el exilio, convivir con todas las nostalgias diferentes –la de la ciudad, la del país, la de las gentes, la de cierta esquina, la de la comida–, convivir con la nostalgia y educarla también. La educación de la nostalgia tiene que ver con la superación de entusiasmos ingenuamente excesivos, como por ejemplo el de algunos compañeros que me recibieron en octubre de 1964 en La Paz, diciendo: “Llegas en el momento de regresar. Pasaremos la Navidad en casa”.
Yo estaba llegando después de haber pasado un mes o poco más en la embajada de Bolivia, esperando que el gobierno brasileño se dignara expedir un salvoconducto sin el cual no podía salir del país. Poco antes había estado preso, respondiendo a largos interrogatorios hechos por militares que me daban la impresión de que al hacerlos creían estar salvando no sólo a Brasil sino al mundo entero.
– Pasaremos la Navidad en casa.
– ¿Cuál Navidad? –pregunté curioso, más que nada sorprendido.
– Esta Navidad, la que se acerca –respondieron con inconmovible certeza.
Mi primera noche en La Paz, todavía sin sufrir el mal de altura que me atacó al día siguiente, reflexioné un poco sobre la educación de la nostalgia, que tiene que ver con la Pedagogía de la esperanza. No es posible, pensaba, permitir que el deseo de regresar mate en nosotros la visión crítica, haciéndonos ver en forma siempre favorable lo que ocurre en el país, creando en la cabeza una realidad que no es real.
Es difícil vivir el exilio. Esperar la carta que se extravió, la noticia del hecho que no ocurrió. Esperar a veces a gente real que llega, ya veces ir al aeropuerto simplemente a esperar, como si el verbo fuera intransitivo.
Es mucho más difícil vivir el exilio si no nos esforzamos por asumir críticamente su espacio-tiempo como la posibilidad de que disponemos. Es esa capacidad crítica de arrojarse a la nueva cotidianidad, sin prejuicios, lo que lleva al exiliado o la exiliada a una comprensión más histórica de su propia situación. Por eso una cosa es vivir la cotidianidad en el contexto de origen, inmerso en las tramas habituales de las que fácilmente podemos emerger para indagar, y otra vivir la cotidianidad en el contexto prestado, que exige de nosotros no sólo que nos permitamos desarrollar afecto por él, sino también que lo tomemos como objeto de nuestra reflexión crítica, mucho más de lo que lo hacemos en el nuestro.
Llegué a La Paz, Bolivia, en octubre de 1964, y allí me sorprendió otro golpe de Estado. En noviembre del mismo año aterricé en Arica, Chile, donde para asombro de los pasajeros, cuando nos dirigíamos hacia el aeropuerto, grité feliz, con fuerza, convencido: “¡Viva el oxígeno!”. Había dejado atrás los cuatro mil metros de altura y regresado al nivel del mar. Mi cuerpo se viabilizaba de nuevo como antes. Se movía con facilidad, rápido, sin cansancio. En La Paz, cargar un paquete, incluso pequeño, significaba un esfuerzo extraordinario para mí. A los 43 años me sentía viejo y debilitado. En Arica, y al día siguiente en Santiago, recobré las fuerzas y todo se dio casi de repente, en un pase de magia. ¡Viva el oxígeno!
Llegué a Chile de cuerpo entero. Pasión, nostalgia, tristeza, esperanza, deseos, sueños rotos, pero no deshechos, ofensas, saberes acumulados, en las innúmeras tramas vividas, disponibilidad para la vida, temores, recelos, dudas, voluntad de vivir y de amar Esperanza, sobre todo.
Llegué a Chile y días después empecé a trabajar como asesor del famoso economista Jacques Chonchol, presidente del Instituto de Desarrollo Agropecuario –INDAP– y después ministro de Agricultura del gobierno de Allende.
Sólo a mediados de enero de 1965 nos encontramos todos de nuevo. Elza, nuestras tres hijas y nuestros dos hijos, trayendo consigo también sus asombros, sus dudas, sus esperanzas, sus miedos, sus saberes hechos y haciéndose, recomenzaron conmigo una vida nueva en tierra extraña. Tierra extraña a la que fuimos entregándonos de tal modo y que iba recibiéndonos de tal manera que la extrañeza se fue convirtiendo en camaradería, amistad, fraternidad. De repente, aún con nostalgia de Brasil, queríamos especialmente a Chile, que nos mostró América Latina de un modo jamás imaginado por nosotros.
Llegué a Chile días después de la toma de posesión del gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei. Había un clima de euforia en las calles de Santiago. Era como sí hubiese ocurrido una transformación profunda, radical, sustantiva en la sociedad. Sólo las fuerzas retrógradas, por un lado, y las marxistas-leninistas de izquierda por el otro, por motivos obviamente diferentes, no participaban en la euforia. Ésta era tan grande, y había en los militantes de la democracia cristiana una certeza tan arraigada de que su revolución estaba plantada en tierra firme, que ninguna amenaza podría siquiera rondarla. Uno de sus argumentos favoritos, mucho más metafísico que histórico, era lo que llamaban la “tradición democrática y constitucionalista de las fuerzas armadas chilenas”.
“Jamás se levantarán contra el orden establecido”, decían llenos de certeza, en conversaciones con nosotros.
Tengo en la memoria una reunión que no marchó bien en la casa de uno de aquellos militantes, con unos treinta de ellos y la participación de Plínio Sampaio, Paulo de Tarso,[27] Almino Affonso y yo.
A nuestros argumentos de que la llamada “tradición de fidelidad al orden establecido, democrático, de las fuerzas armadas” no era una cualidad inmutable, que formaba parte de su ser, sino algo que se daba en la historia como posibilidad, y que por eso mismo se podía romper, instaurándose un nuevo proceso, respondían que los brasileños en el exilio les “daban la impresión de niños que lloraban porque no habían aprendido a defender su juguete”, “niños frustrados, incapaces”. No se podía conversar.
Pocos años después las fuerzas armadas chilenas resolvieron cambiar de posición. Espero que sin la contribución de ninguno de aquellos con quienes estuvimos aquella noche, así como espero también que ninguno de ellos haya pagado tan caro como pagaron millares de chilenos –a quienes se sumaron otros latinoamericanos– por la perversidad y la crueldad que se abatieron sobre Chile en septiembre de 1973. No era por casualidad, pues, que las élites más atrasadas, que veían amenaza y sentían miedo incluso ante tímidas posiciones liberales, asustadas por la política reformista de la democracia cristiana, vista entonces como una especie de tercer camino, soñaran con la necesidad de poner punto final a aquella osadía demasiado arriesgada. Imagínese el lector lo que significó, no sólo para las elites chilenas sino también para las externas del norte, la victoria de Allende.
Visité Chile dos veces durante el gobierno de la Unidad Popular y solía decir, en Europa y en Estados Unidos, que quien quisiera tener una idea concreta de la lucha de clases, expresándose  en las más variadas formas, tenía que visitar Chile. Sobre todo quien quisiera ver, casi tocar, las tácticas con que luchaban las clases dominantes, la riqueza de su imaginación para alcanzar mayor eficacia en el sentido de resolver la contradicción entre poder y gobierno. Es que el poder, como trama de relaciones, de decisiones, de fuerza, seguía estando preponderantemente en sus manos, mientras que el gobierno, gestor de políticas, estaba en manos de las fuerzas opuestas a ellas, de las fuerzas progresistas. Era preciso entonces superar la contradicción de modo que el poder y el gobierno volvieran a ellas. El golpe fue la solución. Por esta razón, en el cuerpo mismo de la democracia cristiana, la derecha de ésta tendía a obstaculizar la política democrática de las alas más avanzadas, sobre todo de la juventud. En el desarrollo del proceso iba quedando cada vez más clara la tendencia a la radicalización y a la ruptura entre las opciones antagónicas que no podían convivir en paz en el partido ni en la sociedad.
De afuera, el Partido Comunista y el Partido Socialista tenían sus razones ideológicas, políticas, históricas y culturales para no participar en esa euforia, que la izquierda consideraba, en el mejor de los casos, ingenua.
En la medida en que los niveles de lucha o los conflictos de clase crecían y se profundizaban, también se profundizaba la ruptura entre las fuerzas de derecha y las diferentes tendencias de izquierda en el seno de la democracia cristiana y de la sociedad civil. Se crearon así militantes que, en contacto directo con las bases populares o procurando entenderlas a través de la lectura de los clásicos marxistas, empezaron a poner en tela de juicio el reformismo que terminó por ser hegemónico en los planes estratégicos de la política de la democracia cristiana.
El Movimiento Independiente Revolucionario, MIR, nace en concepción, constituido por jóvenes revolucionarios que no estaban de acuerdo con lo que les parecía una desviación del Partido Comunista, la de “convivir” con dimensiones de la “democracia burguesa”.
Es interesante observar, sin embargo, que el MIR, que estuvo continuamente a la izquierda del Partido Comunista, y después del propio gobierno de la Unidad Popular, mostró siempre simpatía por la educación popular que en general faltaba a los partidos de la izquierda tradicional.
Cuando el Partido Comunista y el Partido Socialista, dogmáticamente, se negaban a trabajar con ciertas poblaciones porque, decían, careciendo de “conciencia de clase”, se movilizarían sólo durante el proceso de reivindicación de algo después de cuya obtención vendría necesariamente la desmovilización, el MIR creía que era necesario, primero, probar esta afirmación en torno al “lumpen”; segundo, que aun admitiendo la hipótesis de que en algunas situaciones hubiera ocurrido lo que se afirmaba, sería oportuno observar si, en un momento histórico diferente, se repetiría. En el fondo no se podía tomar la afirmación como un postulado metafísico, porque contenía algo de verdad.
Fue así que, ya durante el gobierno de la Unidad Popular, el MIR desarrolló un intenso trabajo de movilización y organización, ya en sí pedagógico-político, al que se sumó una serie de proyectos educativos en las áreas populares. En 1973 tuve oportunidad de pasar una noche con la dirigencia de la población de Nueva Habana que por el contrario, tras obtener lo que reivindicaba, sus viviendas, continuaba activa y creadora, con un sinnúmero de proyectos en el campo de la educación, la salud, la justicia, la seguridad, los deportes. Visité una serie de viejos ómnibus donados por el gobierno, cuyas carrocerías, transformadas y adaptadas, se habían convertido en bonitas y arregladas escuelas que atendían a los niños de la población. Por la noche esos ómnibus-escuela se llenaban de alfabetizandos que aprendían a leer la palabra a través de la lectura del mundo. Nueva Habana tenía futuro, aunque incierto, y por eso el clima que la envolvía y la pedagogía que en ella se experimentaba eran los de la esperanza.
Al lado del MIR surgieron el Movimiento de Acción Popular Unitaria, MAPU, y la izquierda cristiana, como expresiones significativas de la “rajadura” sufrida por la democracia cristiana. Un buen contingente de los jóvenes más avanzados de la democracia cristiana se une al MAPU, otro a la izquierda cristiana, además de cierta migración hacia el MIR y los partidos comunista y socialista.
Hoy, transcurridos casi treinta años, se percibe fácilmente lo que en la época sólo percibían y defendían algunos, que eran considerados a menudo soñadores, utópicos, idealistas, cuando no “vendidos a los gringos”: que sólo una política radical, pero jamás sectaria, sino que buscara la unidad en la diversidad de las fuerzas progresistas, podría luchar por una democracia capaz de hacer frente al poder y a la virulencia de la derecha. Se vivía, sin embargo, la intolerancia, la negación de las diferencias. La tolerancia no era lo que debe ser: la virtud revolucionaria que consiste en convivir con quienes son diferentes para poder luchar contra quienes son antagónicos.
La intensidad con que se vivían las contradicciones, el desnudamiento de la razón de ser de las mismas, la velocidad con que se daban los hechos, el clima histórico de la década, no sólo en Chile, ni tampoco únicamente en América Latina, todo eso iba haciendo posible que la necesaria radicalidad con que apasionadamente se luchaba se distorsionara en posiciones sectarias que, restringiendo y estrechando la lectura del mundo y la comprensión de los hechos, hiciera rígidas y autoritarias a la mayoría de las fuerzas de izquierda.
El camino para las fuerzas progresistas que se hallaban a la izquierda de la democracia cristiana habría sido acercarse a ella –la política es concesión con límites éticos– cada vez más, no para dominarla, evitando que la derecha se acercara a ella para anularla, ni para convertirse a ella. La democracia cristiana a su vez, intolerantemente, se negaba al diálogo. No había credibilidad, ni de un lado ni de otro.
Fue precisamente por la incapacidad de tolerarse de todas esas fuerzas por lo que la Unidad Popular llegó al gobierno sin el poder...
De noviembre de 1964 a abril de 1969 acompañé de cerca la lucha ideológica. Asistí, a veces sorprendido, a los retrocesos político-ideológicos de quienes, después de proclamar su opción por la transformación de la sociedad, a la mitad del camino se volvían asustados y arrepentidos y se convertían en férreos reaccionarios. Pero también vi el avance de los que, confirmando su discurso progresista, marchaban coherentes, sin huir de la historia. Vi igualmente el camino de quienes, sin una posición inicial más que tímida, buscaron, se apoyaron y se afirmaron en una radicalidad que jamás se prolongó en sectarismo.
Habría sido verdaderamente imposible vivir un proceso políticamente tan rico, tan problematizador, haber sido tocado tan profundamente por el clima de acelerados cambios, haber participado en discusiones animadas y vivas en “círculos de cultura” en que no era raro que los educadores tuvieran casi que implorar a los campesinos que parasen, porque ellos ya estaban extenuados, sin que todo eso llegara a expresarse después en tal o cual posición teórica defendida en el libro que en aquella época no era siquiera proyecto.
Me impresionaba, ya cuando me informaban en las reuniones de evaluación, ya cuando presenciaba cómo se entregaban los campesinos al análisis de su realidad local y nacional. El tiempo sin límites que parecían requerir para amainar la necesidad de decir su palabra. Era como si de repente, rompiendo la “cultura del silencio”, descubrieran que no sólo podían hablar, sino también que su discurso crítico sobre el mundo, su mundo, era una forma de rehacerlo. Era como si empezaran a percibir que el desarrollo de su lenguaje, dándose en torno al análisis de su realidad, terminaba por mostrarles que el mundo más bonito al que aspiraban estaba siendo anunciado, en cierto modo anticipado, en su imaginación. Y en esto no hay ningún idealismo. La imaginación, la conjetura en torno a un mundo diferente al de la opresión, son tan necesarias para la praxis de los sujetos históricos y transformadores de la realidad como necesariamente forma parte del trabajo humano que el obrero tenga antes en la cabeza el diseño, la “conjetura” de lo que va a hacer. He ahí una de las tareas de la educación democrática y popular, de la Pedagogía de la esperanza: posibilitar en las clases populares el desarrollo de su lenguaje, nunca por el parloteo autoritario y sectario de los “educadores” de su lenguaje que, emergiendo de su realidad y volviéndose hacia ella, perfile las conjeturas, los diseños, las anticipaciones del mundo nuevo. Ésta es una de las cuestiones centrales de la educación popular: la del lenguaje como camino de invención de la ciudadanía.
Como asesor de Jacques Chonchol en el INDAP en el campo de lo que en aquella época en Chile se llamaba “promoción humana”, pude extender mi colaboración al Ministerio de Educación, junto a los trabajadores de alfabetización de adultos y también a la Corporación de la Reforma Agraria.
Fue mucho más tarde, casi dos años antes de abandonar Chile, cuando pasé a asesorar a esos organismos a partir de otro, el Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria, ICIRA, un organismo mixto, de las Naciones Unidas y del gobierno de Chile. Trabajé ahí por la UNESCO, contra la voluntad y bajo la protesta coherentemente mezquina del gobierno militar brasileño de la época.
Como asesor del INDAP, del Ministerio de Educación, de la Corporación de la Reforma Agraria, viajé por casi todo el país, acompañado siempre por jóvenes chilenos en su mayoría progresistas, y escuché a campesinos y discutí con ellos sobre aspectos de su realidad; debatí con agrónomos y técnicos agrícolas una comprensión político-pedagógico-democrática de su práctica, discutí problemas generales de política educacional con los educadores de las ciudades que visité.
Hasta hoy tengo bien vivos en la memoria fragmentos de discursos de campesinos, de afirmaciones, de expresiones de legítimos deseos de mejorar, de un mundo más bonito o menos feo, menos duro, en el que se pudiese amar el sueño también del Che Guevara.
Nunca me olvido de lo que me dijo un sociólogo de la ONU, un excelente intelectual y no menos excelente persona, holandés, con una barba roja a la Van Gogh, después de que asistimos, entusiasmados y plenos de confianza en la clase trabajadora, a dos horas de debate en la sede de un asentamiento de la reforma agraria, todavía en el gobierno de la democracia cristiana, en un remoto rincón de Chile. Los campesinos discutían su derecho a la tierra, a la libertad de producir, de crear, de vivir decentemente, de ser. Defendían el derecho a ser respetados como personas y como trabajadores, creadores de riqueza, y exigían su derecho al acceso a la cultura y al saber. En este sentido es como se entrecruzan las condiciones histórico-sociales en que puede gestarse la pedagogía del oprimido, y no me refiero ahora al libro que escribí y que a su vez se desdobla o se prolonga en una necesaria pedagogía de la esperanza.
Terminada la reunión, cuando salíamos del galpón donde se había realizado, mi amigo holandés de barba roja me dijo pausadamente y con convicción, apoyando la mano en mi hombro: “Valió la pena andar cuatro días por estos rincones de Chile para oír lo que oímos esta noche”. Y agregó con humor. “Estos campesinos saben más que nosotros”.
Me parece importante llamar la atención en este punto sobre algo en lo que hice hincapié en la Pedagogía del oprimido: la relación entre la claridad política de la lectura del mundo y los niveles de compromiso en el proceso de movilización y de organización para la lucha, para la defensa de los derechos, para la reivindicación de la justicia.
Los educadores y las educadoras progresistas tienen que estar atentos en relación con este dato, en su trabajo de educación popular, porque no sólo los contenidos sino las formas de abordarlos están en relación directa con los niveles de lucha mencionados más arriba.
Una cosa es trabajar con grupos populares que se experimentan como lo hacían aquellos campesinos aquella noche, y otra trabajar con grupos que aún no han logrado “ver” al opresor “fuera” de ellos mismos.
Este dato sigue vigente hoy. Los discursos neoliberales, llenos de “modernidad”, no tienen fuerza suficiente para acabar con las clases sociales y decretar la inexistencia de intereses diferentes entre ellas, como no tienen fuerza para acabar con los conflictos y la lucha entre ellas.
Lo que ocurre es que la lucha es una categoría histórica y social. Tiene, por lo tanto, historicidad. Cambia de tiempo-espacio a tiempo-espacio. La lucha no niega la posibilidad de acuerdos, de arreglos entre las partes antagónicas. En otras palabras, los arreglos y los acuerdos son parte de la lucha, como categoría histórica y no metafísica.
Hay momentos históricos en que la supervivencia del todo social, que interesa a las clases sociales, les plantea la necesidad de entenderse, lo que no significa que estemos viviendo un tiempo lluevo, vacío de clases sociales y de conflictos.
Los cuatro años y medio que viví en Chile fueron así años de profundo aprendizaje. Era la primera vez, con excepción de mi rápido paso por Bolivia, que vivía yo la experiencia de “tomar distancia” geográficamente, con consecuencias epistemológicas, de Brasil. De ahí la importancia de esos cuatro años y medio.
A veces, en los largos viajes en automóvil, con algunas paradas en ciudades intermedias, Santiago-Puerto Mont, Santiago-Arica, me entregaba a la búsqueda de mí mismo, refrescando el recuerdo de lo hecho mientras estaba en Brasil, con otras personas, de los errores cometidos, de la incontinencia verbal de la que pocos intelectuales de izquierda escaparon y a la que muchos siguen entregándose hasta hoy, revelando con eso una terrible ignorancia del papel del lenguaje en la historia.
“La reforma agraria por las buenas o por la fuerza”. “O ese congreso vota las leyes en favor del pueblo o lo vamos a cerrar”. En realidad, toda esa incontinencia verbal, esa palabrería desordenada no tiene nada, pero de veras nada que ver con una posición progresista correcta y verdadera. No tiene nada que ver con una comprensión exacta de la lucha en cuanto praxis política e histórica. Además es muy cierto que todo ese discursear, precisamente porque se hace en el vacío, termina por generar consecuencias que retardan aún más los cambios necesarios. A veces, sin embargo, las consecuencias de la palabrería irresponsable generan también el descubrimiento de que la continencia verbal es una virtud indispensable para los que se entregan al sueño de un mundo mejor. Un mundo donde mujeres y hombres se hallen en proceso de liberación permanente.
En el fondo yo procuraba re-entender las tramas, los hechos, los actos en que me había visto envuelto. La realidad chilena, en su diferencia de la nuestra, me ayudaba a comprender mejor mis experiencias, y a su vez éstas, revisadas, me ayudaban a comprender lo que ocurría y lo que podía ocurrir en Chile.
Recorrí gran parte del país en viajes en que aprendí realmente mucho. Aprendí tomando parte, al lado de educadores y educadoras chilenos, en cursos de formación para los que trabajarían en las bases, en los asentamientos de la reforma agraria, con campesinos y campesinas, la cuestión fundamental de la lectura de la palabra, siempre precedida por la lectura del mundo. La lectura y la escritura de la palabra implican una re-lectura más crítica del mundo como “camino” para “re-escribirlo”, es decir, para transformarlo. De ahí la necesaria esperanza inherente en la Pedagogía del oprimido. De ahí también la necesidad, en los trabajos de alfabetización con una perspectiva progresista, de una comprensión del lenguaje y de su papel antes mencionado en la conquista de la ciudadanía.
Enseñando el máximo de respeto a las diferencias culturales que tenía que enfrentar, entre ellas la lengua, me esforcé todo lo que pude para expresarme con claridad, aprendí mucho de la realidad y con los nacionales.
El respeto a las diferencias culturales, el respeto al contexto al que se llega, la crítica a la “invasión cultural” y al sectarismo, la defensa de la radicalidad de que hablo en la Pedagogía del oprimido, todo eso que había comenzado a experimentar años antes en Brasil y cuyo saber había traído conmigo al exilio, en la memoria de mi cuerpo, fue intensa y rigurosamente vivido por mí en mis años en Chile.
Estos saberes que se habían ido constituyendo críticamente desde la época de la fundación del SESI, se consolidaron en la práctica chilena y en la reflexión teórica que sobre ella hice. En lecturas esclarecedoras que me hacían reír de alegría, casi como un adolescente, al encontrar en ellas la explicación teórica de mi práctica o la confirmación de la comprensión teórica que tenía de mi práctica. Santiago nos ofrecía, para no hablar más que del grupo de brasileños que vivían allí, ya fuera legalmente exiliados o simplemente de hecho, una oportunidad de incontestable riqueza. La democracia cristiana, que se definía a sí misma como “revolución en libertad”, atraía a un sinnúmero de intelectuales, de líderes estudiantiles y sindicales, de dirigencias políticas de izquierda de toda América Latina. En particular, Santiago se había transformado en un espacio o en un gran contexto teórico-práctico donde los que llegaban de otros rincones de América Latina discutían con los nacionales y con los extranjeros que allí vivían lo que ocurría en Chile y también lo que ocurría en sus países. La efervescencia latinoamericana, la presencia cubana –hoy igual que siempre amenazada por las fuerzas reaccionarias que hablan con arrogancia de la muerte del socialismo–, su testimonio de que el cambio era posible, las teorías guerrilleras, la “teoría del foco”, la personalidad carismática extraordinaria de Camilo Torres, en quien no había dicotomía entre trascendentalidad y mundanidad, historia y metahistoria; la teología de la liberación, que desde tan temprano provocaba temores, temblores y rabias; la capacidad de amar del Che Guevara, su afirmación tan sincera como definitiva: “Déjeme decirle –escribía a Carlos Quijano–, a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario es animado por fuertes sentimientos de amor. Es imposible pensar un revolucionario auténtico sin esta calidad”;[28] mayo del 68, los movimientos estudiantiles por el mundo, rebeldes, libertarios; Marcuse y su influencia sobre la juventud; China, Mao Tse-tung, la revolución cultural.
Santiago se convirtió casi en una especie de “ciudad-dormitorio”[29] para intelectuales y políticos de las opciones más variadas. En ese sentido es posible que Santiago en sí mismo haya sido en aquella época quizás el mejor centro de “enseñanza” y de conocimiento de América Latina. Aprendíamos de los análisis, de las reacciones, de la críticas hechas por colombianos, venezolanos, cubanos, mexicanos, bolivianos, argentinos, paraguayos, brasileños, chilenos, europeos. Análisis que iban de la aceptación casi sin restricciones de la democracia cristiana hasta su rechazo total. Críticas sectarias, intolerantes, pero también críticas abiertas, radicales en el sentido que defiendo.
Yo y otros compañeros de exilio aprendíamos, por un lado, de los encuentros con muchos de los ya referidos latinoamericanos y las latinoamericanas que pasaban por Santiago, pero también de la emoción del “saber de la experiencia vivida”, de los sueños, de la claridad, de las dudas, de la ingenuidad, de las mañas[30] de los trabajadores chilenos, en mi caso más rurales que urbanos.
Recuerdo ahora una visita que hice, con un compañero chileno, a un asentamiento de la reforma agraria, a algunas horas de distancia de Santiago. Al atardecer funcionaban varios “círculos de cultura”, y fuimos para acompañar el proceso de lectura de la palabra y de relectura del mundo. En el segundo o tercer círculo al que llegamos sentí un fuerte deseo de intentar un diálogo con el grupo de campesinos. En general evitaba hacerlo debido a la lengua: temía que mi “portuñol” perjudicara la buena marcha de los trabajos. Aquella tarde resolví dejar de lado esa preocupación y, pidiendo permiso al educador que coordinaba la discusión del grupo, pregunté a éste si aceptaba conversar conmigo.
Después de su aceptación, comenzamos un diálogo vivo, con preguntas y respuestas mías y de ellos a las que sin embargo siguió, rápido, un silencio desconcertante.
Yo también permanecí silencioso. En ese silencio recordaba experiencias anteriores en el Nordeste brasileño y adivinaba lo que ocurriría. Esperaba y sabía que uno de ellos, de repente, rompiendo el silencio, hablaría en nombre propio y de sus compañeros. Sabía hasta de qué tenor sería su discurso. Por eso mi espera en silencio debe de haber sido menos penosa de lo que era para ellos oír el mismo silencio.
“Disculpe, señor –dijo uno de ellos–, que estuviéramos hablando. Usted es el que puede hablar porque es el que sabe. Nosotros no”.
Cuántas veces había oído ese discurso en Pernambuco y no sólo en las zonas rurales, sino también en Recife. A fuerza de oír discursos así aprendí que para el educador o la educadora progresistas no hay otro camino que el de asumir el "momento" del educando, partir de su “aquí” y de su “ahora”, para superar en términos críticos, con él, su “ingenuidad”. No está de más repetir que respetar su ingenuidad, sin sonrisas irónicas ni preguntas malévolas, no significa que el educador tenga que acomodarse a su nivel de lectura del mundo.
Lo que no tendría sentido es que yo “llenara” el silencio del grupo de campesinos con mi palabra, reforzando así la ideología que habían expresado. Lo que yo debía hacer era partir de la aceptación de algo dicho por el campesino en su discurso, para enfrentarlos a alguna dificultad y traerlos de nuevo al diálogo.
Por otra parte, después de haber oído lo dicho por el campesino, disculpándose porque habían hablado cuando el que podía hacerlo era yo, porque sabía, no tenía sentido que yo les diera una lección, con aires doctorales, sobre “la ideología del poder y el poder de la ideología”.
En un puro paréntesis, en el momento en que revivo la Pedagogía del oprimido y hablo de casos como este que viví y cuya experiencia me fue dando fundamentos teóricos no sólo para defender sino para vivir el respeto de los grupos populares por mi trabajo de educador, no puedo dejar de lamentar cierto tipo de crítica en que me señalan como elitista. O la opuesta que me describe como populista.
Los lejanos años de mis experiencias en el SESI, de mi aprendizaje intenso con pescadores, campesinos y trabajadores urbanos, en los cerros y en las callejas de Recife, me habían vacunado contra la arrogancia elitista. Mi experiencia venía enseñándome que el educando precisa asumirse como tal, pero asumirse como educando significa reconocerse como sujeto que es capaz de conocer y que quiere conocer en relación con otro sujeto igualmente capaz de conocer, el educador, y entre los dos, posibilitando la tarea de ambos, el objeto del conocimiento. Enseñar y aprender son así momentos de un proceso mayor: el de conocer, que implica re-conocer. En el fondo, lo que quiero decir es que el educando se torna realmente educando cuando y en la medida en que conoce o va conociendo los contenidos, los objetos cognoscibles, y no en la medida en que el educador va depositando en él la descripción de los objetos, o de los contenidos.
El educando se reconoce conociendo los objetos, descubriendo que es capaz de conocer, asistiendo a la inmersión de los significados en cuyo proceso se va tornando también significador crítico. Más que ser educando por una razón cualquiera, el educando necesita volverse educando asumiéndose como sujeto cognoscente, y no como incidencia del discurso del educador.
Es aquí donde reside, en última instancia, la gran importancia política del acto de enseñar. Entre otros ángulos, éste es uno que distingue al educador o la educadora progresistas de su colega reaccionario.
“Muy bien –dije en respuesta a la intervención del campesino–, acepto que yo sé y ustedes no saben. De cualquier manera, quisiera proponerles un juego que, para que funcione bien, exige de nosotros lealtad absoluta. Voy a dividir el pizarrón en dos partes, y en ellas iré registrando, de mi lado y del lado de ustedes, los goles que meteremos, yo contra ustedes y ustedes contra mí. El juego consiste en que cada uno le pregunte algo al otro. Si el interrogado no sabe responder, es gol del que preguntó. Voy a empezar por hacerles una pregunta”.
En este punto, precisamente porque había asumido el “momento” del grupo, el clima era más vivo que al empezar, antes del silencio.
Primera pregunta:
– ¿Qué significa la mayéutica socrática?
Carcajada general, y yo registré mi primer gol.
– Ahora les toca a ustedes hacerme una pregunta a mí –dije.
Hubo unos murmullos y uno de ellos lanzó la pregunta:
– ¿Qué es la curva de nivel?
No supe responder, y registré uno a uno.
– ¿Cuál es la importancia de Hegel en el pensamiento de Marx?
Dos a uno.
– ¿Para qué sirve el calado del suelo?
Dos a dos.
– ¿Qué es un verbo intransitivo?
Tres a dos.
– Qué relación hay entre la curva de nivel y la erosión?
Tres a tres.
– ¿Qué significa epistemología?
Cuatro a tres.
– ¿Qué es abono verde?
Cuatro a cuatro.
Y así sucesivamente, hasta que llegamos a diez a diez.
Al despedirme de ellos hice una sugerencia: “Piensen en lo que ocurrió aquí esta tarde. Ustedes empezaron discutiendo muy bien conmigo. En cierto momento se quedaron en silencio y dijeron que sólo yo podía hablar porque sólo yo sabía, y ustedes no. Hicimos un juego sobre saberes y empatamos diez a diez. Yo sabía diez cosas que ustedes no sabían y ustedes sabían diez cosas que yo no sabía. Piensen en eso”.
De regreso a casa recordaba la primera experiencia que había tenido mucho tiempo antes en la Zona de Selva de Pernambuco,  igual a la que ahora acababa de vivir.
Después de algunos momentos de buen debate con un grupo de campesinos el silencio cayó sobre nosotros y nos envolvió a todos. El discurso de uno de ellos fue el mismo, la traducción exacta del discurso del campesino chileno que había oído en aquel atardecer.
– Muy bien –les dije–, yo sé, ustedes no saben. Pero ¿por qué yo sé y ustedes no saben?
Aceptando su discurso, preparé el terreno para mi intervención.
La vivacidad brillaba en todos. De repente la curiosidad se encendió. La respuesta no se hizo esperar.
– Usted sabe porque es doctor. Nosotros no.
– Exacto. Yo soy doctor. Ustedes no. Pero ¿por qué yo soy doctor y ustedes no?
– Porque fue a la escuela, ha leído, estudiado, y nosotros no.
– ¿Y por qué fui a la escuela?
– Porque su padre pudo mandarlo a la escuela, y el nuestro no.
– ¿Y por qué los padres de ustedes no pudieron mandarlos a la escuela?
– Porque eran campesinos como nosotros.
– ¿Y qué es ser campesino?
– Es no tener educación ni propiedades, trabajar de sol a sol sin tener derechos ni esperanza de un día mejor.
– ¿Y por qué al campesino le falta todo eso?
– Porque así lo quiere Dios.
– ¿Y quién es Dios?
– Es el Padre de todos nosotros.
– ¿Y quién es padre aquí en esta reunión?
Casi todos, levantando la mano, dijeron que lo eran.
Mirando a todo el grupo en silencio, me fijé en uno de ellos y le pregunté:
– ¿Cuántos hijos tienes?
– Tres.
– ¿Serías capaz de sacrificar a dos de ellos, sometiéndolos a sufrimientos, para que el tercero estudiara y se diera buena vida en Recife? ¿Serías capaz de amar así?
– ¡No!
– y si tú, hombre de carne y hueso, no eres capaz de cometer tamaña injusticia, ¿cómo es posible entender que la haga Dios? ¿Será de veras Dios quien hace esas cosas?
Un silencio diferente, completamente diferente del anterior, un silencio en que empezaba a compartirse algo. Y a continuación:
– No. No es Dios quien hace todo eso. ¡Es el patrón!
Posiblemente aquellos campesinos estaban, por primera vez, intentando el esfuerzo de superar la relación que en la Pedagogía del oprimido llamé de “adherencia” del oprimido al opresor, para, “tomando distancia de él”, ubicarlo “fuera” de sí, como diría Fanon.
A partir de ahí, habría sido posible también ir comprendiendo el papel del patrón, inserto en determinado sistema socioeconómico y político, ir comprendiendo las relaciones sociales de producción, los intereses de clase, etcétera.
La falta total de sentido sería que después del silencio que interrumpió bruscamente nuestro diálogo yo hubiera pronunciado un discurso tradicional, con frases hechas, vacío, intolerante.


[1] El colegio Oswaldo Cruz funcionó bajo la dirección de Aluizio Pessoa de Araújo de 1923 a 1956, cuando, para tristeza suya y de todos los que conocían sus frutos y los habían aprovechado concluyeron la actividades de la que fuera, sin duda alguna, una de las más importantes iniciativas pedagógicas de la historia de la educación en el Nordeste si no queremos decir, como sería justo y real, de la historia de la educación brasileña.
Conocido por la seriedad ética y por la excelencia de su enseñanza, e! colegio Oswaldo Cruz, que no tuvo ninguna relación con su homónimo de la ciudad de Sao Paulo, albergó en su cuerpo docente alumnos y alumnas no sólo de Recife o de Pernambuco,  sino jóvenes de los estados de Maranháo y Sergipe, de casi todo ese Nordeste brasileño que acudía a él por confianza en sus propósitos y en sus prácticas educativas.
Como director y profesor de las lenguas latina, portuguesa y francesa, Aluizio reunió a su lado, en la tarea educativa, a profesionales experimentados en las diversas áreas del conocimiento, aunque a la vez estuvo siempre abierto a recibir contribuciones de nuevos profesores jóvenes. Paulo Freire es uno de los muchos ejemplos. Fue en el Oswaldo Cruz donde inició su docencia como profesor de lengua portuguesa. Los criterios de Aluizio para la elección de profesores fueron siempre la competencia profesional y la dedicación y la seriedad en el tratamiento de! acto de educar.
Fueron en forma preponderante los profesores del colegio Oswaldo Cruz los que formaron el cuerpo docente de casi todas las facultades que reunidas constituyeron la primera universidad federal del estado de Pernambuco, en 1946.
Con su espíritu y su cuerpo de educador comprometido hizo del cae un instituto educativo innovador y progresista para la época. Desde 1924 acogió en él a algunas jóvenes en coeducación con los varones. y fue también en ese colegio donde recibieron su formación moral y científica alumnos de otras religiones, sobre todo la judía -los judíos no tuvieron escuela propia en Recife hasta los años cuarenta.
El cae contaba con laboratorios para las clases prácticas de biología, química y física, en tres anfiteatros que aún hoy serían un sueño para muchas facultades del país. La colección de mapas históricos y geográficos y la biblioteca eran de alto nivel y siempre actualizadas. Mantuvo bandas de música, coro, clases de ballet para las jóvenes. Sus alumnos se organizaban en asociaciones estudiantiles y publicaban periódicos y revistas, de las que son ejemplo Sylogeu y Arrecifes.
Por el colegio Oswaldo Cruz de Recife pasaron, como alumnos o como profesores, nombres nacional e incluso internacionalmente reconocidos de científicos, juristas, artistas y políticos. Citaría aJosé Leite Lopes, Mario Schemberg, Ricardo Ferreira, Newton Maia, Moacir de Albuquerque, Claudio Souto, Ariano Suassuna, Walter Azoubel, Pelópidas Silveira, Amaro Quintas, Dácio Rabelo, Abelardo y AderbalJurema, Egídio Ferreira Lima, Hervásio de Carvalho, Fernando Lira, Vasconcelos Sobrinho, Odorico Tavares, Evandro Gueiros, Dorany Sampaio, Etelvino Lins, Armando Monteiro Filho, Francisco Brenand, Lucílio Varejáo, padre e hijo, Ricardo Palmeira, Mario Sete y sus hijos Hoel y Hilton, Valdemar Valente, Manoel Correia de Andrade, Albino Fernandes Vital y, como ya se ha dicho y él mismo declara, el autor de este libro. Personas de las más diferentes vertientes ideológicas, pero todos con sólida formación y competencia profesional.
El colegio Oswaldo Cruz en la persona de su director no tuvo miedo de romper las tradiciones elitistas y autoritarias de la sociedad brasileña. Los que por él pasaron no conocieron las discriminaciones de clase, raza, religión o sexo.
[2] La enseñanza secundaria fue objeto de legislación a comienzos del gobierno de Getúlio Vargas, mediante dos decretos, uno de abril de 1931 yel segundo del mismo mes de 1932, que consolidó la citada organización de 1931 de esa rama de la enseñanza media, sistematizándola.
Como en la tradición histórica brasileña la legislación escolar venía haciéndose casi exclusivamente por actos del Poder Ejecutivo, sin las necesarias iniciativas del Poder Legislativo o de la sociedad civil, esa reforma de comienzos de los años treinta no causó extrañeza. Sobre todo porque Vargas después de perder las elecciones había tomado el poder supremo de la nación, en noviembre de 1930, por medio de las fuerzas revolucionarias que negaban sobre todo la hegemonía de la aristocracia cafetalera de Sao Paulo y Minas Gerais, que había gobernado al país casi todo el tiempo desde la instauración de la república.
Aun cuando técnicamente esa reforma educacional de Vargas y de su ministro de Educación de entonces, Francisco Campos, contenía medidas innovadoras, al no haber escapado de la tradición pecaba en el conjunto, porque pecaba políticamente por el exceso de centralización autoritaria y por el gusto elitista de la minoría que manda en nuestra sociedad.
La reforma en cuestión estuvo vigente hasta 1942, cuando Vargas que continuaba en el poder, pero desde 1937 detentando una franca dictadura, la sustituyó por otra que acentuaba aún más esos rasgos nada democráticos de la primera reforma. Esa rama de la enseñanza, de perfil académico, que no profesionalizaba sino que era apenas un puente hacia el nivel superior, contradictoriamente -en un país que quería y necesitaba industrializarse- era la que gozaba de más prestigio y prerrogativas en la sociedad política y los segmentos medios y altos de la sociedad civil, dentro de los sueños elitistas que se perpetuaban desde su creación por los jesuitas en el siglo XVI, con el nombre de “cursos de humanidades”.
La enseñanza secundaria consolidada en 1932, a la que hace referencia Freire, establecía dos ciclos: el primero, llamado fundamental, tenía cinco años lectivos de duración y aceptaba alumnos y alumnas de más de diez años de edad después de un examen de admisión bastante riguroso y selectivo en términos de contenidos. El segundo ciclo, propedéutico para el superior, tenía dos años lectivos de duración y era llamado complementaria; para matricularse en él era necesario haber aprobado el primer ciclo.
El complementario se subdividía en tres secciones, según el curso de nivel superior que el estudiante fuera a seguir después de la conclusión de ese segundo ciclo.
Así, los establecimientos de enseñanza oficial o los privados equiparados al colegio Pedro II –colegio oficial modelo para todos los establecimientos de enseñanza secundaria del país– ofrecían los cursos prejurídico, premédico y preingenieril.
Como en esa época todavía no existían en Brasil cursos de educación y formación de profesores de nivel superior, todas las personas que se inclinaban hacia una formación en las ciencias humanas necesariamente tenían que cursar el “segundo ciclo secundario prejurídico” y después la facultad de Derecho.
Fue ése el caso de Freire. Cuando ingresó a la facultad de Derecho de Recife en 1943 no tenía una idea clara de hacerse educador; mucho menos en 1941, cuando inició el prejurídico. Sin embargo sabía y sentía que su tendencia era a estar lo más cerca posible de los problemas humanos.
[3] Escribir sobre el propio padre no es tarea fácil. Pero cuando uno siente y sabe que fue un hombre que perfeccionó durante los casi 83 años de su vida las cualidades humanas de generosidad, solidaridad y humildad, sin haber perdido nunca la dignidad, hablar de él es ameno, alegre y gratificador.
Aluizio, dice el diario de su padre, el médico Antonio Miguel de Araújo, “nació el 29 de diciembre de 1897 (miércoles) a las 4 de la mañana. Fue bautizado el 21 de febrero de 1898 por el Padre Marcal [ilegible] y los padrinos Urbano de Andrade Lima y su mujer doña Anna Clara Lyra Lima”.
Aluizio Pessoa de Araújo, nacido en Timbaúba, murió en Recife ell de noviembre de 1979.
El educador pemambucano recibió su formación académica y religiosa en el secular seminario de Olinda y después de la conclusión de los “cursos mayores” desistió, para tristeza de sus padres, de ir a Roma para hacer allá los votos sacerdotales.
Pocos años después de eso Aluizio se casó, el 25 de junio de 1925, con Francisca de Albuquerque, conocida como Genove, quien colaboró desde el primer momento en el funcionamiento del entonces gimnasio Oswaldo Cruz. Tuvieron nueve hijos y la alegría de conmemorar cincuenta años de casados, aunque sin uno de tus hijos, Paulo de Tarso.
La renuncia a la vida sacerdotal y el casamiento no lo distanciaron de una vida orientada por las normas y los principios de la Iglesia Católica, antes lo acercaron a la religiosidad más auténtica y profunda. Pautó por ella su vida privada y profesional, viviendo su fe y perfeccionando sus cualidades de generosidad y solidaridad. Y más que eso, su complicidad con la seriedad y la ética, y el compromiso con el humanismo que lo llevó a una práctica de educador extremadamente abierta a todos y todas los que querían, necesitaban y deseaban estudiar. Y lo hacía con humildad.
Como desde los años veinte hasta comienzos de los cincuenta Recife contaba con pocas entidades educacionales públicas, y por consiguiente gratuitas, Aluizio, como director y propietario del coc –como era conocido el colegio–, al mantener los cursos de secundaria en realidad convirtió su institución privada en una institución de carácter público. Sin haber disfrutado nunca de fondos públicos, ofreció enseñanza en su propio instituto a muchos jóvenes que la necesitaban.
Su gratuidad era total, pues nunca cobró a sus alumnos y alumnas becados, en ninguna forma de cobranza que pueda existir, lo que había donado por su generosidad personal y por su comprensión social de que la educación era un derecho de todos y de todas.
Jamás se apartó de esos principios, pues siempre tuvo la convicción de que ésa era la “vocación” de estar siendo en el mundo.
[4] El SESI –Servicio Social de la Industria– fue creado por el Decreto Ley Nº 9.403 del entonces presidente de la República Eurico Gaspar Dutra, el 25 de junio de 1946.
Al atribuir poderes a la Confederación General de la Industria, encargándole la creación, organización y dirección de ese servicio, el acto legal hace algunas consideraciones para justificar la medida.
Sucintamente, los motivos que impulsaron al Poder EJecutivo a dictar ese decreto serían éstos: “las dificultades que las cargas de la posgnerra han creado en la vida social y económica del país”; el hecho de que es deber del Estado, aunque no exclusivamente, “favorecer y estimular la cooperación de las clases en iniciativas tendientes a promover el bienestar de los trabajadores y de sus familias” y favorecer condiciones tendientes al “mejoramiento de su nivel de vida”; la disponibilidad de la CNI, como entidad de las clases productoras, para “proporcionar asistencia social y mejores condiciones de vivienda, nutrición, higiene de los trabajadores, y así desarrollar el espíritu de solidaridad entre empleados y empleadores”; y el hecho de que “ese programa, animando el sentimiento y el espíritu de justicia social entre las clases, contribuirá grandemente a destruir, en nuestro medio, los elementos propicios para la germinación de influencias disolventes y perjudiciales a los intereses de la colectividad”.
Es un retrato del país, y es interesante analizar y apuntar lo que la “letra de la ley” no dice pero está presente implícitamente en el decreto.
Empezaría por denunciar la forma misma del acto.
Viene de arriba, del Poder Ejecutivo. Y en una forma aún más autoritaria que un decreto: es un decreto-Iey, es decir un decreto que el jefe del Ejecutivo, en este caso el presidente de la República, expide con fuerza de ley, absorbiendo por lo tanto funciones propias del Poder Legislativo, más allá del suyo propio.
Dutra, como otros presidentes brasileños, utilizó ese mecanismo tan del agrado del autoritarismo centralizador brasileño que felizmente ya ha sido proscrito de nuestro aparato burocrático de Estado.
El documento en cuestión habla de las dificultades de posguerra cuando Brasil podría haber salido enriquecido del período bélico, puesto que antes de él había sido uno de los países proveedores de diversos productos esenciales para la guerra.
Los otros considerandos ocultan el recelo del comunismo. Traducen miedo del régimen antagónico al capitalismo, el de la “cacería de brujas” ordenada por los países del “Norte”. Indican un camuflaje para evitar la revelación, clara y consciente, de la lucha de clases. “Piden” la aceptación tranquila y pasiva de las diferencias de condiciones materiales entre patronos y empleados. Asisten para no enfrentar.
Freire entró a trabajar en ese espacio, lo que ya a primera vista parece contradictorio; sin embargo fue allí, aprendiendo con trabajadores urbanos, rurales y pescadores, pero sobre todo con las relaciones impuestas por los patrones a los trabajadores, donde fue capaz de ir formulando un pensamiento pedagógico con las marcas del diálogo, de la crítica y de la transformación social.
[5] La Facultad de Derecho de Recife, hoy una de las unidades de la Universidad Federal de Pernambuco, fue siempre un espacio de luchas políticas y de renovación de las ideas en el escenario brasileño.
Creada después de la independencia de Brasil, el 11 de agosto de 1827,junto con la “del Largo de Sao Francisco” de Sao Paulo, esa escuela de cursos jurídicos, que inicialmente funcionó en el convento de San Benito, de Olinda, nacía como posibilidad de formar algo más que los hombres que llegarían a constituir el aparato jurídico nacional. Fueron los egresados de esos dos cursos los que forjaron, inicialmente, el propio aparato de Estado brasileño.
[6] Jean Paul Sartre, prefacio a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, México, FCE, 1963.
[7] Freire tuvo que pedir asilo político y salir de Brasil cuando tenía apenas 43 años de edad. Tuvo que vivir alejado de su patria y de sus familiares por más de quince años.
En ese tiempo perdió a su madre y a muchos de sus amigos. Entre estos últimos, innúmeros militantes políticos, animadores de los "círculos de cultura" y monitores del Programa Nacional de Alfabetización, que no fueron perdonados por las torturas y persecuciones de los años de la dictadura militar.
Así, contradictoria e irónicamente debemos la salida de Freire de nuestro medio, en un momento en que actuaba y producía en forma seria, eficiente y entusiasta, precisamente a sus cualidades.
Su “pecado” había sido alfabetizar para la concientización y la participación política. Alfabetizar para que el pueblo saliera de la condición de dominado y explotado, y así politizándose por el acto de leer la palabra pudiera releer críticamente el mundo. Así entendía él la educación de los adultos. Su difundido “método de alfabetización Paulo Freire” se basaba en esas ideas que traducía y la realidad de la sociedad injusta y discriminatoria que hemos construido. Y que era necesario transformar.
El programa se preparaba para llevar todo esto a gran número de aquellos y aquellas a quienes se les había negado el derecho a asistir a la escuela cuando el golpe militar de 1964 lo suprimió. Los militares que tomaron el poder y sus agentes quemaban o aprehendían, en el espíritu del “macartismo” macabro de la Doctrina de Seguridad Nacional que se instalaba en Brasil procedente del “Norte”, todo lo que les caía en las manos y les parecía “subversivo”.
En esa “nueva” lectura del mundo, vieja en sus tácticas de castigar, maltratar y prohibir, no había lugar para Freire. Él, que tanto amaba a su país y a su gente, fue privado de estar en él: y estar en él con su pueblo.
[8] La jangada que tan bellamente marca el paisaje playero nordestino es una pequeña embarcación utilizada por los pequeños pescadores para ganarse la vida en la pesca de alta mar. Al ponerse el sol venden el producto que les ha brindado el día del generoso mar de aguas tibias de esa región brasileña, no gratuitamente, porque los riesgos son grandes y el trabajo arduo.
Embarcación frágil, se construye con una madera de poca densidad que por lo mismo flota sobre las aguas. De madera tan liviana y porosa que aun cuando se llena de las aguas saladas del mar tiende a permanecer sobre ellas.
La jangada está compuesta de cinco troncos de pau dejangada de entre cuatro y cinco metros de largo, gruesos y unidos para formar su lastre por algunas varas de madera resistente y dura que los sobrepasan en el sentido del ancho, que debe ser de más o menos un metro y medio a dos metros.
La jangada tiene una vela grande de tela, tradicionalmente blanca, en la que el viento al pegar hace navegar a la jangada. Pocos instrumentos fuera de la red de pescar y la vela, apenas un timón rústico de madera, un cesto –el samburá–  donde el pescador junta los pescados, un cucharón de madera con el que va mojando la vela para que al hacerse “impermeable” ofrezca mayor resistencia al viento que sopla. Y un ancla. Ésta, tan rústica como todo y todos los de la jangada, se compone de una cuerda de fibras de caroá con una piedra en uno de sus extremos que hace parar a la jangada en el punto que el jangadeiro quiera, o mejor dicho en el punto donde intuitivamente sabe que puede encontrar las riquezas del mar que le interesan.
[9] Los pescadores nordestinos llaman “pesca de ciencia” una técnica elemental usada para la pesca de alta mar que consiste en lo siguiente: se toman tres puntos de referencia, dos de los cuales pueden ser por ejemplo un cerro y la torre de la iglesia local, o cualquier cosa que destaque a gran distancia en el paisaje de la playa. La tercera referencia es la propia orilla de la playa. Tres puntos son suficientes para que el pescador se meta mar adentro, lo más perpendicular posible a la orilla y a algunos kilómetros de ésta, y por la observación a ojo desnudo mida y evalúe si está equidistante de los dos puntos elegidos previamente en tierra firme. En ese lugar que elige, desde el cual todo lo que ve en la playa le parece un simple punto, en ese lugar donde su intuición y su sensibilidad le dicen “[es aquí] este lugar es bueno”, deposita su trampa y después de unos pocos días la retira sin errar, sin haber dejado ninguna señal visible para él mismo o para extraños de lo que su ingenio creador puso a su servicio.
El instrumento que media su “conocimiento científico” –la idea de un triángulo isósceles– y el acto mismo de medir y de determinar el punto justo para obtener los frutos del mar, es el covo. Construido con una liana flexible pero resistente, el covo es un gran cesto que sumerge muy hondo con ayuda de una piedra. El covo -que es una especie de trampa porque los peces, los camarones y otros animales marinos que penetran en él jamás vuelven a salir a la libertad de la inmensidad de las aguas del mar- permanece en el punto escogido por el pescador el tiempo necesario para llenarse, tras de lo cual se retira.
Esas técnicas tan rudimentarias son sin embargo el esfuerzo del sentido común, de la lectura del mundo por parte del pueblo pescador que hace de la percepción, de la observación y de la experiencia el camino hacia un conocimiento que se aproxima a lo que para nosotros es el conocimiento científico.
Conocimientos como éstos de la “pesca de ciencia” son lo que el etnocientífico de la Universidad de Campinas, Marcio D'Olme Campos, estudia entre los pescadores del estado de Sao Paulo, con una concepción muy diferente de la expuesta aquí (cit. nota 36).
[10] En el Nordeste brasileño llamamos calcaras a las casas de hojas de palma construidas junto al mar y utilizadas para abrigar las embarcaciones y pertrechos de los pescadores. Es también el lugar donde los pescadores se reúnen a platicar y descansar entre las horas de trabajo.
[11] Cuando el "educador" padre o madre, profesor o profesora, obliga a su víctima a extender las manos y se las golpea con fuerza, generalmente con la palmatoria, infligiéndole además del castigo moral las marcas del dolor que según dicen redime, esas marcas casi siempre se concretan en grandes ampollas a las que el pueblo llama “pasteles” [bolos], debido a que el volumen de las manos va aumentando después del “acto disciplinario”, igual que los pasteles aumentan de volumen con el calor del horno.
[12] Los gobiernos militares de Brasil tuvieron los siguientes mandatarios: mariscal Humberto de Alencar Castelo Branco, del 15 de abril de 1964 al 15 de marzo de 1967; general Arthur da Costa e Silva, del 15 de marzo de 1967 al 31 de agosto de 1969, en que impedido de gobernar por enfermedad fue sustituido por una junta militar formada por los generales Aurélio Lyra Tavares, brigadier Marcio de Souza e Melo y almirante Augusto Rademaker Grunerwald, del 31 de agosto de 1968 al 30 de octubre de 1969; Emilio Garrastaru Médici, del 30 de octubre de 1969 al 15 de marzo de 1974; Ernesto Geisel, del 15 de marzo de 1974 al 15 de marzo de 1979, yjoáo Batista Figueiredo, del 15 de marzo de 1979 al 15 de marzo de 1985.
[13] La actual estructura de la enseñanza en Brasil (septiembre de 1992, es bueno señalar la fecha puesto que está en trámite en el Congreso una nueva Ley de Directivas y Bases de la Educación Nacional), que fue elaborada y entró en vigencia en los tiempos más duros de la dictadura militar -LDBEN de 1971-, consta de tres niveles de escolaridad. El primer grado, de ocho años lectivos de duración, está formado por los antiguos cursos primario y gimnasio; el segundo nivel, de tres o cuatro años lectivos de duración, según la rama que se curse; y el tercer grado llamado nivel superior o universitario, que ofrece cursos de tres a seis años de duración.
En la tradición histórica brasileña la enseñanza regular estaba formada por la enseñanza elemental o primaria; el nivel medio secundario, comercial, normal, agrícola, industrial y náutico –de esas seis ramas sólo la primera no era de nivel profesional, sino únicamente propedéutica para el superior-; yel nivel superior. No podemos decir universitario porque la primera institución de ese nivel de enseñanza reconocida como tal entre nosotros es la Universidad de Sao Paulo –U5P–  creada por el gobierno de ese estado en 1934.
Las “escuelas primarias” mencionadas eran las que, evidentemente, ofrecían el primer nivel de enseñanza que oficialmente debían recibir todos los niños de los 7 a los 10 años de edad.
[14] "Surearlos" [suleá-los]: Paulo Freire usa este término (que no se encuentra en los diccionarios), a fin de llamar la atención de los lectores sobre las connotaciones ideológicas de los términos “nortear”, “orientar”, etcétera.
El Norte es el Primer Mundo. El Norte está arriba, en la parte superior, y así el Norte deja “escurrir” el conocimiento que nosotros del hemisferio sur “engullimos sin confrontarlo con el contexto local”. Cf. Marcio D'Olme Campos, “A arte de sulearse”, en Teresa Scheiner (ed.), Interaaio Museu-Comunidade pela Educaaio Ambiental. Manual de Apoio ao Curso de Extensiio Universitária, Río de J aneiro, Uni-Rio/Tacnet Cultural, 1991, pp. 59-61.
El primero en alertar a Freire sobre la ideología implícita en tales vocablos, que marca las diferencias de nivel de “civilización” y de “cultura”, bien al gusto positivista, entre el hemisferio norte y el hemisferio sur, entre el “creador” y el “imitador”, fue el físico ya citado, Marcio Campos, actualmente dedicado a la etnociencia, la etnoastronomía y la educación ambiental. Transcribo palabras del propio Campos, del mismo texto antes indicado, que explican cómo percibió y viene denunciando la pretendida superioridad intrínseca de la inteligencia y del poder creador de los hombres y de las mujeres del Norte:
La historia universal y la geografía, tal como son comprendidas por nuestra sociedad occidental de tradición científica, demarcan ciertos espacios y tiempos, períodos y épocas, a partir de referenciales internalistas e incluso ideológicos, muy al gusto de los países centrales del planeta.
Muchos son los ejemplos de ese estado de cosas que imprime un carácter apenas informativo y libresco a la educación en los países periféricos, es decir, del Tercer Mundo. En el material didáctico encontramos, en los globos terrestres, la Tierra representada con el polo norte arriba. Del mismo modo, los mapas respetan a través de sus leyendas esa convención apropiada para el hemisferio norte y se presentan en un plano vertical (pared) en lugar del horizontal (piso o mesa).
Por eso encontramos personas en Río de Janeiro que dicen que van a subir a Recife y hasta es posible que crean que hay un norte en cada pico de montaña, ya que "el norte está arriba". En las cuestiones de orientación espacial, sobre todo en relación con los puntos cardinales, también hay problemas graves. Las reglas prácticas que se enseñan aquí son prácticas sólo para quien se ubique en el hemisferio norte y se Nortee desde ahí. La imposición de esas convenciones en nuestro hemisferio establece confusiones entre los conceptos de arriba/abajo, norte/ sur y especialmente principal/secundario y superior/inferior.
En cualquier referencial local de observación, el sol que nace por el oriente permite la Orientación. En el hemisferio norte la estrella polar, Polaris, permite nortearse. En el hemisferio sur, la Cruz del Sur permite "surearse".A pesar de eso, en nuestras escuelas continúa enseñándose la regla práctica del Norte, es decir, con la mano derecha hacia el Oriente (Este), tenemos a la izquierda el Oeste, al frente el Norte y el Sur detrás. Con esa seudorregla práctica disponemos de un esquema corporal que por la noche nos vuelve de espaldas a la Cruz del Sur, la constelación fundamental para el acto de "surearse." ¿No sería mejor usar la mano izquierda para señalar el Oriente? [Subrayados míos] Después de esta larga pero imprescindible cita, quiero llamar la atención sobre unas pocas palabras del texto que, siendo pocas, dicen mucho y con mucha fuerza. No siendo palabras abstractas, implican un comportamiento, una postura de alguien, de alguna persona que los tiene. Si los tiene es porque los adquirió concretamente.
Así, me extiendo en las observaciones-denuncias del profesor Marcio Campos cuando pregunta, con intención de invitarnos a la reflexión: “volvernos de espaldas” o “volver la espalda” o ponernos de espaldas a la Cruz del Sur -signo de nuestra bandera, símbolo brasileño, punto de referencia para nosotros- ¿no será una actitud de indiferencia, de menosprecio, de desdén hacia nuestras propias posibilidades de construcción local de un saber que sea nuestro, para con las cosas locales y concretamente nuestras? ¿Por qué es eso? ¿Cómo surgió y se perpetuó entre nosotros? ¿A quién favorece? ¿A qué favorece? ¿En contra de quién? ¿En contra de quién va esa forma de leer el mundo? ¿No será esa seudorregla práctica, otra forma de alienación que alcanza a nuestros signos y símbolos, pasando por el saber elaborado, hasta la producción de un conocimiento que se da la espalda a sí mismo y se vuelve de frente, con el pecho abierto, la boca golosa y la cabeza hueca como una vasija vacía para henchirse de los signos y símbolos de otro lugar, y por último para ser recipiente del saber elaborado por la producción de hombres y mujeres del Norte, de la “cumbre”, de la “parte superior”, del “punto más alto”?
[15] El general Eurico Gaspar Dutra fue presidente de la República del 31 de enero de 1946 al 31 de enero de 1951, inmediatamente después de la caída de la dictadura de Getúlio Vargas que el general Dutra junto con muchos otros militares y civiles, había ayudado a construir desde 1930, cuando el político de Río Grande del Sur emprendió su lucha por el poder que se prolongó por quince años.
En octubre de 1945 Dutra fue uno de los que depusieron al dictador que apenas elegido inició, irónicamente, el período histórico que se conoce como “redemocratización” brasileña.
[16] Vasco da Gama es un barrio popular, de alta densidad demográfica, localizado en lo que entonces era la periferia de Recife.
[17] lean Piaget, The Moral Judgment of the Child, Nueva York, Harcourt Brace, 1932.
[18] En el Nordeste se llama oiuio el espacio libre entre la casa y el muro que delimita el terreno donde está construida, o bien el área situada al costado de cualquier edificación. Así, cuando decimos “en el oiuio de la iglesia” nos referimos a los lados de la misma, excluyendo, por tanto, su frente y su fondo. Por lo tanto, una casa de “oiuies libres” es la construida dejando un espacio –no muy grande, si no sería quintal o jardín– entre ella y los límites del terreno donde está edificada, el muro.
[19] En los años cincuenta la “línea Amo” de aparatos electrodomésticos representaba el poder de consumo de la clase media nordestina, que en aquellas épocas de posguerra era muy bajo, sobre todo si lo comparamos con el de su equivalente estadounidense, el de muchos países europeos o incluso de las familias de la región sureste o sur del propio Brasil.
Esa “pobre” clase media nordestina de entonces trataba de presentarse como merecedora de respeto y quería destacar como “pudiente” cuando poseía en su casa una línea de aparatos electrodomésticos de marca renombrada. Así, quien podía comprar –¡Y no lo hacía en silencio! – una licuadora, una aspiradora o una batidora marca Amo se sentía y se consideraba miembro privilegiado de la modesta clase media nordestina.
[20] Jaboatio, ciudad situada a apenas 18 kilómetros de la capital pemambucana (hoy integrada económicamente a ésta), era considerada distante de Recife en los años treinta debido a las difíciles condiciones de acceso. Se llegaba a ella casi exclusivamente por los trenes de la compañía inglesa Great Westem, que explotaba esos servicios.
La familia Freire se había trasladado allí con la esperanza de mejores días, ya que se contaba entre el gran número de familias brasileña empobrecidas por el crack de la bolsa de Nueva York de 1929.
Después de perder a su marido, doña Tudinha “viajaba” diariamente desde ahí a Recife con la esperanza de conseguir una beca para su hijo Paulo. Cada día que regresaba con un “no la conseguí”, su hijo más pequeño sentía más distante la posibilidad de estudiar.
Cuando ya en la desesperanza hizo su último intento, a comienzos de 1937, recibió el “sí” de Aluizio Pessoa de Araújo.
Pasando por casualidad por la calle Don Bosco vio en la casa número 1013 una placa, “Ginásio Oswaldo Cruz” (hasta los años cuarenta pasó a llamarse "Colegio Oswaldo Cruz", y entró. Pidió hablar con el director. Y su petición fue acogida con una sola condición: “que a su hijo, mi más nuevo alumno, le guste
Estudiar”.
Fue en Jaboatáo donde Paulo, viviendo de los 11 a los 20 años de edad, conoció el mundo de las dificultades de vivir con recursos financieros escasos, de los problemas generados por la condición de viuda precoz de su madre –cuando la sociedad era muy cerrada para el trabajo de las mujeres– y de la dificultad que él mismo, "muy flaco y anguloso", tenía para vencer a un mundo hostil para con los que poco podían y tenían.
Pero fue también en Jaboatáo donde sintió, aprendió y vivió la alegría de jugar fútbol y de nadar por el río Jaboatáo viendo a las mujeres en cuclillas lavando y golpeando en las piedras la ropa que lavaban para sí y para su familia, y para las familias más acomodadas. Fue también allí donde aprendió a cantar y a silbar, cosas que hasta hoy gusta de hacer para aliviarse del cansancio de pensar o de las tensiones de la vida cotidiana; aprendió a dialogar en la “rueda de amigos” y aprendió a valorizar sexualmente, a enamorar y a amar a las mujeres, y finalmente fue allá en Jaboatáo donde aprendió a tomar con pasión los estudios de la sintaxis popular y la erudita de la lengua portuguesa.
Así Jaboatáo fue un espacio-tiempo de aprendizaje, de dificultades y de alegrías vividas intensamente, que le enseñaron a armonizar el equilibrio entre el tener y el no tener, el ser y el no ser, el poder y el no poder, el querer y el no querer. Así se forjó Freire en la disciplina de la esperanza.
[21] Quisiera llamar la atención de los lectores sobre los nombres de las calles de Recife. Son nombres pintorescos, regionales, bonitos y románticos que no pasaron inadvertidos a los intelectuales, poetas y sociólogos, como por ejemplo Gilberto Freyre.
No siempre alegres, pero casi siempre con una preposición, podemos leer en las placas azules de letras blancas de la secular Recife: rua das Crioulas [calle de las Morenas], rua da Saudade [calle de la Nostalgia], rua do Sol y rua da Aurora (las que corren a ambos lados del río Capibaribe, en el centro de la ciudad, al poniente y al oriente), rua das Gracas, rua da Amizade [de la Amistad], rua dos Milagres, Corredor do Bispo [del Obispo]' rua das Florentinas, pra(a do Chora Menino [plaza del Llora Niño], rua dos Sete Pecados o rua do Hospício, rua dos Martírios, beco da Facada [callejón de la Cuchillada], rua dos Mogados [de los Ahogados]...
La rua da Imperatriz, tan conocida por todos los recifenses, que comienza en la confiuencia de la rua da Matriz con la rua do Hospicio, se extiende por el puente de Buena Vista y continúa por la rua Nova, es en realidad, aunque pocos lo saben, la rua da Imperatriz Teresa Cristina, en homenaje a la esposa del segundo y último emperador de Brasil, Pedro II.
[22] Massapé o massapé, según el “diccionario Aurelio” de la lengua portuguesa, es un vocablo formado muy probablemente por la unión de las palabras massa [masa] y [pie] por el poder que esa arcilla tiene de adherirse y agarrarse a los pies de quien la pisa. Es propia del Nordeste brasileño y está “formada por la descomposición de los calcáreos cretáceos, casi siempre negra, muy buena para el cultivo de la caña de azúcar” (Aurélio Buarque de Holanda Ferreira, Novo dicionário da lingua portuguesa, Río de Janeiro, Nova Fronteira, s.f., p. 902).
[23] Pinico o penico es una vasija de uso doméstico que las personas llevaban de noche a su habitación cuando aún no había en las casas baños modernos. Las capas populares llaman “pinicos del mundo”, por analogía, a las regiones donde el índice pluviométrico es extremadamente alto.
[24] Badoque o bodoque es una honda o resortera de fabricación rudimentaria y casera, hecha generalmente por los niños, que consiste en una horqueta de madera, con un elástico o trozo de hule que al ser tensado y después soltado de repente lanza la pequeña piedra colocada en el centro hacia los pajaritos que desea y matar. Es utilizado como juguete, pero sobre todo como medio de obtener alimentos, entre las poblaciones más pobres de las zonas rurales.
[25] Aquí es obvio que la palabra arqueología está usada metafóricamente, por lo demás muy al gusto de Freire de utilizar lenguaje figurado. Así, fue usada en analogía con su sentido tradicional. Freire está hablando de la “arqueología” que hizo de sus emociones pasadas. Reviviéndolas, hizo un análisis de búsquedas, de verdadera “excavación” en las emociones que lo hacían sufrir y caer en la depresión. Por lo tanto esa "arqueología" no remite a la comprensión que tenía del mismo término el filósofo francés Michel Foucault.
[26] Quien es nordestino en el Brasil –Paulo Freire agregaría “y africano”– sabe lo que es el olor del suelo.
En Recife, a cuyo suelo se refiere el educador, la tierra que recoge el calor y la humedad, cuando la moja la lluvia, exhala un olor fuerte a humedad y calor, como de cuerpo de mujer, o de hombre, que la sensualidad de los climas tropicales acentúa.
[27] Freire se hizo amigo de Paulo de Tarso Santos desde que éste lo invitó a coordinar un programa nacional de alfabetización.
La Ley de Directivas y Bases de la Educación Nacional de 1961, al descentralizar la educación, inhibía en cierto modo las campañas de carácter nacional. Pero hallándose el presidente Joáo Goulart presente en la graduación de un grupo que se había alfabetizado en la experiencia de Angícos, en el estado de Río Grande del Norte, y comprobando la eficacia del trabajo de Freire, pensó en romper la por entonces nueva orientación de la política educacional de dejar las iniciativas de la práctica educativa exclusivamente como deber de las unidades federativas.
A esa voluntad se sumó la sensibilidad de Paulo de Tarso, que por entonces se había convertido en ministro de Educación –hoy conocido también por la expresividad y la belleza de su pintura, en que la presencia simbólica de Brasilia marca los rebeldes primeros años sesenta de Brasil-, llevándolo a crear el Programa Nacional de Alfabetización.
Freire coordinó ese programa, que debía alfabetizar a cinco millones de brasileños en dos años. Se esperaba modificar así el equilibrio de las fuerzas en el poder, puesto que el método Paulo Freire, que fue oficialmente implantado, no quería alfabetizar mecánicamente sino politizando a los alfabetizados.
La percepción de que la sociedad avanzaba hacia ese desequilibrio llevó a la élite conservadora, que cooptaba sectores de las capas medias, a ver el método Paulo Freire como altamente subversivo. Y lo era, aunque no desde la perspectiva del dominado.
Los dominantes se asustaron con el método, con el autor y hasta del gobierno populista de Goulart, ignorando las reales necesidades del país, que reclamaba mayor seriedad en el asunto de la educación.
Con el golpe militar del 1 de abril de 1964, que tuvo como uno de sus blancos principales impedir al pueblo la adquisición de la palabra escrita, porque el método ya no tenía como característica lo que tenían las campañas de alfabetización anteriores –Ia alfabetización alienada y alienante-, el programa fue eliminado y sus mentores perseguidos. Muchos de ellos, como Freire, tuvieron que exiliarse para escapar de la prisión y las torturas.
[28] Ernesto Guevara, Obra revolucionaria, México, Ediciones Era, 1967.
[29] “Ciudad-dormitorio” es una expresión brasileña que se aplica a las ciudades donde la mayoría de los habitantes se va todo el día a
trabajar, generalmente a una ciudad cercana de mayor tamaño o mayor oferta de empleo, regresando de noche sólo para dormir.
Freire obviamente utiliza aquí el término como metáfora, para indicar que en aquel momento Santiago era una ciudad a la que acudían intelectuales de diversas partes del mundo para politizarse más y para discutir la latinoamericanidad y la democracia cristiana de Chile.
[30] Maña [manha] es una expresión que caracteriza un comportamiento muy brasileño en que la persona, que no quiere o no puede enfrentar a otra persona o una situación embarazosa o difícil, intenta disimular ese hecho o situación con ardides y artimañas en forma que ni encara al otro o a la cosa ni tampoco desiste de ellos. Gana tiempo procurando sacar provecho para sí sin hacer explícita su intención, 'Jugando" con palabras y muchas veces, sobre todo las personas de las clases populares jugando conel cuerpo en el balanceo que intenta huir de la realidad.
En la comprensión de Freire, maña es todo eso y también la necesaria forma de defensa que se encuentra en la resistencia cultural y política de los oprimidos.

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